La leyenda urbana del camión de la basura.


Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.


Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.

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El monstruo con rostro de niño y patas de perro. (The monster with the face of a child and dog legs).

                      Estaba atardeciendo, cuando el joven Nick, acompañado de su perro labrador “Flecha”, regresaban al pueblo tras una tarde de holganza en el campo. Era pleno verano, en los últimos días de vacaciones antes de tener que retornar a la escuela secundaria de Breendeer para el inicio del nuevo curso escolar. Ambos, dueño y perro, estuvieron jugando y durmiendo la siesta al amparo de la sombra agradable y fresca que proporcionaba una arboleda. Tras merendar, decidieron volver a casa. “Flecha” se quedaría en la parte trasera del jardín de casa y Nick vería si podía ayudar en algo que hiciese falta a sus padres.
                A medio camino fue cuando escucharon un inmenso estruendo procedente de la arboleda recién abandonada. Nick se volvió para contemplar extasiado una estela trazada en el cielo por el humo con dirección al pequeño bosque. “Flecha” se puso a ladrar frenéticamente, dando vueltas alrededor de las piernas del muchacho. Nick se agachó para calmarlo, tocándole suavemente las orejas.
                – Shsss. Quieto, “Flecha”.
                Se quedó mirando la estela que aún permanecía visible en las alturas. De parte de la arboleda emergía una humareda oscura. No era negra, sino más bien de tonos marrones.
                Dio la casualidad que Nick portaba una cámara digital, y le embargó la emoción de poder ser la primera persona que descubriera el tipo de objeto caído del cielo que había terminado por estrellarse entre el conjunto de árboles y maleza agreste ubicado en el campo a las afueras de la localidad de Mulligan Town.
                Sin pensárselo, instó al perro a que le siguiese hasta el bosque.
                “Flecha” remoloneaba, pero finalmente obedeció, confiando por desgracia en la inconsciencia de su amo.
                No tardaron ni cinco minutos en aproximarse al inicio del límite del campo con los primeros árboles. Se internaron por una senda, sorteando piedras, troncos y arbustos de medio tamaño, hasta que la densidad del humo procedente del lugar del impacto del desconocido objeto celestial les hizo de toser y respirar con cierta dificultad. La visibilidad era muy mala, aún contando con la ayuda de una fuerte brisa que iba despejando poco a poco la zona.
                Nick se llevó un pañuelo a la boca, y con la cámara sujetada por la mano derecha, pudo hallar el socavón. La fuerza de la caída del objeto había tronchando un árbol por la mitad, haciendo situar su tronco y su ramaje en sentido horizontal a ras del suelo como si fuese una valla protectora. El aire incrementó su intensidad, despejando gran parte de la zona de impacto, facilitando una mejor visión del lugar.
                El cráter tendría dos metros de diámetro y metro y medio de profundidad en la parte más central, que era donde había ido a caer el supuesto meteorito.  Nick continuó tosiendo por los vapores emergentes del agujero practicado en el suelo del bosque, llevándose la lente del visor de la cámara al ojo derecho. Aplicó un zoom y pudo ver que el suelo estaba ennegrecido, tanto en la parte hundida como en la periferia del impacto, con parte de la hierba amarillenta, aplastada  o chamuscada.
                “Flecha” ladró con insistencia, preocupado por algo.
                Repentinamente, cuando Nick estaba empeñado en sacar una buena foto del diminuto cráter, surgieron vapores del centro del mismo, envolviéndoles hasta sumirles en una espesa niebla que les hizo perder toda orientación y visibilidad posible.
                “Flecha” dejó de ladrar, para empezar a quejarse lastimosamente.
                Nick dejó caer la cámara al suelo.
                Su respiración se aceleró, al igual que las pulsaciones del corazón.
                Transpiraba copiosamente.
                La ropa que llevaba se fue derritiendo materialmente encima de su cuerpo.
                La sensación era del todo desagradable y amenazadora.
                Se sintió debilitado, quedando postrado sobre sus rodillas desnudas y las palmas de las manos.
        En un momento dado quiso gritar, pero fue demasiado tarde.
                Tenía sus labios adheridos al lomo de “Flecha”.
                La grasa se le resbalaba por las mejillas a chorretadas.
                La sauna infernal estaba formando un nuevo cuerpo con las dos unidades de Nick y del perro.
                Nick gemía de dolor.
                “Flecha” soltaba gañidos estridentes.
                Los huesos se dilataban y entrelazaban.
                Maldita sea, era como si Dios mismo estuviera jugando con ellos, utilizando los dedos para modelarlos en algo relativamente monstruoso.
                Estuvieron así durante media hora a merced de los efectos de la niebla hedionda.
                Llegado el momento, Nick y su perro pudieron abandonar el bosque caminando sobre sus ocho patas…


                El sheriff Lenkins estaba sentado a la mesa jugando una partida con su ayudante en el bar del viejo Taylor, cuando la puerta de la entrada fue abierta de malas formas, haciéndose los cristales añicos.
                – ¡Joder! ¿QUÉ ES ESO QUE ESTÁ ENTRANDO POR AHÍ? – vociferó el ayudante del sheriff, aterrado.
                Lenkins se dio la vuelta, descubriendo una criatura infernal arrastrándose a ocho patas, con rasgos humanos y un hocico de perro. Estaba gruñendo y escupiendo, con las babas impregnando el suelo que pisaba.
                – ¡La Virgen, Rick! ¡Desenfunda, joder! ¡Desenfunda!  -ordenó el sheriff.
                Se incorporaron de pie y desde su posición acribillaron a la horrenda deformidad hasta haber vaciado los tambores de los revólveres. Al instante se vieron respaldados desde la barra del bar por Taylor con su escopeta de caza. La criatura era resistente, y necesitó una segunda tanda de disparos efectuados por los agentes hasta caer por fin abatida en un enorme charco de sangre.
                Cuando los tres hombres se aproximaron a verlo más de cerca, se vieron forzados a santiguarse, pues no tardaron en reconocer los rasgos característicos del joven Nick formando parte de la ignominiosa anatomía del monstruo.


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La leyenda urbana del matrimonio rural forzado por las circunstancias.

   Existe en los Estados Unidos una leyenda urbana no muy conocida, la cual indica que cualquier hombre o mujer de ciudad que visita alguna granja solitaria de una zona rural con escasa comunicación con el exterior, puede acabar casándose en contra de su voluntad con alguno de los miembros en estado soltero de la familia que los recibe de una manera excesivamente hospitalaria.
Para el caso, el ejemplo que se expone a continuación.
(Basado en hechos reales).                



                – Usted es hombre de ciudad, sin duda, hijo.
                – Bueno, soy de Boston, pero me pateo toda la costa Este vendiendo enciclopedias a domicilio.
                – Sacará un buen dinerito dándole a la lengua, eh, pájaro.
                – ¿Cómo dice, señor?
                – Que por su labia convencerá a un montón de tontorrones para que le firmen un contrato de compra de una enciclopedia que luego no leerá nadie.
                – Yo sólo vendo las obras a los clientes interesados en adquirirlas.
                – Por cierto, ahora que me fijo, no luce usted ningún anillo de compromiso, eh joven.
                – Estoy soltero, si.
                – Y no tendrá más de cuarenta, jolines. Bien conservados además. Porque no está ni medio gordo.
                – Digamos que ando en la treintena, si.
                “Ahora si me permiten pasar para hacerles una exposición de algunas de las obras en las cuales pudieran andar interesados.
                – Como no. Pase. Así conocerá a nuestra hija única. Se llama Roménica. Tiene veinte años y pesa ciento treinta kilos…



                (Un rato después):

                – ¡Diantres, joven! No se haga el duro. Simplemente deseamos que se convierta usted en el futuro marido de nuestra pequeña sílfide.
                – ¡Ni hablar! ¡Están todos chiflados! ¡Tanto su mujer como usted mismo! ¿Cómo pretenderán que quiera interesarme por la hipopótama de su hija?
                – ¡No se ensañe con el hermoso físico de Roménica! ¿Ve usted? Ya le ha hecho de ponerse a llorar como una magdalena. Anda, Mariee, llévatela de aquí y prepárale una tila a la chiquita, mientras termino de convencer al joven Jimmy.
                – ¡Lo que mejor podría hacer es soltarme las correas que me sujetan a esta incómoda silla de hierro!
                – Va a ser que no.
                – ¿Qué va a hacer con ese brasero encendido?
                – Voy a colocárselo debajo del asiento. Verá qué pronto le hago cambiar de opinión.
                – ¡No! ¡No lo haga! ¡Ayyy! ¡Cómo quema! ¡Malnacido! ¡Mi pobre trasero!


                
(Discurren cinco minutos de tortura medieval).

                – Bueno, Jimmy, espero que tenga algo interesante que contarle a nuestra querida Roménica.
                – Yo…
                – Recuerde que la silla puede estar disponible nuevamente al instante. Y no mire a la bola de acero de cuatro kilos que tiene encadenada al tobillo derecho. Eso no se lo quitaremos en meses o incluso años. Que los de la ciudad sois propensos a divorciaros en menos que canta un gallo.
                – Yo…
                – Siga, buen hombre.
                – Señor Tyler, quisiera pedirle la mano de su hija en matrimonio.
                – ¡Toma, ya! ¡Encantado te la entregamos mi mujer y yo! Además nos vendrá de perlas la ayuda de un varón tan joven y sano en las duras labores del campo, que yo ya me estoy haciendo viejo.
                “Ahora ya puedes arrimarte a ella y darle un beso. La boda será mañana. Mi mujer ya está en camino para avisar al reverendo Brenard.
                “Desde luego que los caminos del señor son inescrutables, muchacho. ¿Quién iba a decir hace poco menos de una hora que ibas a conocer a la hermosa Roménica cuando simplemente venías para tratar de engatusarnos una inútil enciclopedia? Ja, ja, ja.


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Empleado Incompetente Merecidamente Despedido de Escritos de Pesadilla. (V)

Bueno, una semana más, un despido que se avecina. En este caso voy a recurrir a la ayuda inestimable de mi sobrinete Gurmesindo.
Gurmesindo: ¡Qué bien, estimado tío! ¡Mola mogollón eso de poner alguien en la calle!

Robert El Maléfico: Pues nada, niño. Aquí tienes el listado de todos los empleados de Escritos. Escoge uno al buen tun tun, y ya está, nos habremos librado de un inútil para el resto de nuestra interminable existencia.
Gurmesindo: ¡Ya está! Bogus Bogus. Que de cocinero tiene lo que yo de delantero centro en el Fútbol Club Barcelona.
Robert El Maléfico: Te recalco, Gumersindo, que hay unos sirvientes inamovibles. Intocables. Así que no te empeñes en querer deshacerte de ellos porque te caigan gordo.
Gurmesindo: Jolines. ¿Ni siquiera Croqueta Andarina, que es tan cursi y torpe? Si no currela en todo el día.Simplemente está corriendo de aquí para allí a lo tonto, con la excusa de estar preparándose para las Olimpiadas.
Robert El Maléfico: Croqueta no se toca. Y lo mismo con respecto a Dominique, Harry, Pechuga de Pollo Mutante y un servidor.
Gurmesindo: Me lo pones muy difícil. Veamos. Creo que voy a elegir a este tontaina. Un tal Elisendo Cara de Huevo. Trabaja cuidando la granja. Desde que él está, todo se encuentra patas arriba. Los cerdos están limpios y relucientes, eso si, más delgados que una mujer adicta al aeróbic. El pajar repleto de colchones abandonados que recoge por allí, en lugar de amontonar la paja, argumentando que así se duerme mejor cuando le toca la siesta. Luego está lo de sus estornudos. Es alérgico al heno, y no para de dejar empapados al resto del personal con sus enormes mocos viscosos. Y lo que clama al cielo es el calzado que utiliza. Unas botas militares superpesadas, con clavos incorporados en las suelas. Son buenas para andar por terreno embarrado, pero cuando lo hace por las inmediaciones del castillo, y pisa sin querer a más de un invitado de honor que tenemos en ese momento, reclamación que recibimos al instante e indemnización gorda que nos corresponde tener que dar a la persona lesionada por su pisotón.
Robert El Maléfico: Entonces, ¿tu resolución final acerca del mencionado Elisendo?
Gurmesindo: Que se vaya a hacer puñetas lo más lejos posible de donde estamos. JA JA JA.



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La ira de los demonios. (The wrath of the demons).

                    
             – Su estirpe siempre ha sido muy creyente y supersticiosa. Ambas cosas favorecen nuestra intervención.
                – ¡Es hora de poseer un cuerpo! ¡De corromperlo! ¡Dañarlo! ¡Abusar de él! ¡Alojarnos en su carcasa, para desprenderlo del alma!
                – ¡Así es! La muchacha es débil de espíritu. NO podrá impedir que nos hagamos con el control de su mente.
                – ¡Tenemos que hacerlo! ¡Es nuestra lucha contra quien nos ha condenado a padecer el fuego eterno! ¡Destruyendo uno de entre los suyos, es una más que merecida venganza! ¡Y si conseguimos arrastrar su alma con nosotros, un premio extraordinario!
                – Somos cinco elegidos para residir en el cuerpo de la mortal. ¡Empecemos ya! ¡Y recordad que cuanto más dure su tormento, el dolor que surja de ello será nuestro máximo disfrute! ¡No nos precipitemos con la magnitud de las primeras manifestaciones!
                – ¡Tienes razón! ¡No queremos meses! ¡Si puede durar años, ese será el período de tiempo en que estaremos alejados de nuestro destino infinito!
                – ¡Es una lástima! ¡Con lo divertido que tiene que ser cuando quiera acogerse a la ayuda externa para promover nuestra salida de su cuerpo!
                – Os aseguro que jamás será recuperada. Si consiguen expulsarnos, también su vida lo será para siempre.

                – ¡Maldito mortal! Soy Halías.
                – Alzadill.
                – Bermadel.
                – Hazaziel.
                – Normadén.
                – Somos cinco pero podemos concitar a mil más para llevarnos a esta perra descarriada. Así que deja de molestarnos y vete por dónde has venido.
                – Eso no hará falta, condenada chiflada – susurró la voz humana.
                Aproximó el filo de la navaja a la nuez, profundizando en la carne del cuello hasta hacerle un corte lo suficiente grave como para permitir que la chica muriese desangrada en escasos segundos. Los insonoros alaridos de los demonios fueron espantosos en el limbo de su inframundo de pesadilla. Estaban enfurecidos por la muerte de Esther. Aquel extraño que se había colado por la ventana abierta para robar en la casa les había arrebatado lo que más ansiaban, la posesión del cuerpo y de la mente de la joven. Apenas habían empezado a disfrutar con ella. Ni siquiera sus propios padres habían recaído aún en la posibilidad de que la actitud distante y huraña de Esther podía albergar algo más grave que una  simple rebeldía propia de la adolescencia.
                Una semana.
                Eso es lo que llevaban dentro del núcleo existencial de la muchacha.
                Hasta la irrupción de ese hombre encapuchado.
                Este miró con seriedad a la joven. Era una pena haberla asesinado, pero si no se callaba, podría despertar a los demás residentes de la casa, y lo que él necesitaba era poder registrar el lugar en el mayor de los silencios.
                Media hora después abandonaba la casa por la misma ventana por la que había accedido a su interior.
                Conforme salía a través del hueco del marco, pudo apreciar un rostro sereno en la chica, todo lo contrario al semblante histérico y desquiciado que le mostró cuando fue despertada por haberse tropezado él con la esquina de la cómoda más cercana a la puerta del dormitorio. De no ser por la almohada, la manta y el camisón ensangrentados, se diría que estaba profundamente dormida.
                Fue descendiendo por la fachada apoyado en la tubería bajante del canalón hasta llegar al suelo.
                Conforme se alejaba, escuchó un ruido sonoro sobre su cabeza. Instintivamente miró hacia arriba. Procedía de lo alto de un árbol. En una de sus ramas adivinó los ojos brillantes de un gato enorme. Parecía estar castrado, de lo gordo que estaba.
                El gato maulló largamente.
                Lo sonrió.
                – Vaya. Eres el único testigo de lo que acabo de hacer en esa casa – le dijo.
                El pelaje del gato era de color ceniciento. Encorvó el lomo. Ladeó su cabeza para concentrarse en el hombre.
                Iba a volver a maullar.
                Lo hizo.
                Los inquilinos temporales abandonaron el cuerpo del animal y se alojaron en el del ladrón.
                Este se sintió raro al instante. Se sintió ligeramente indispuesto. Empezó a tiritar como si estuviera pasando mucho frío. Pero la temperatura era del todo veraniega. Se pasó una mano por el rostro y se arrancó el pasamontañas, arrojándolo sobre el suelo.
                Sin comprenderlo, no podía avanzar. Estaba paralizado de cintura hacia abajo. Erguido de pie como un poste. Quiso hablar en voz alta consigo mismo, pero no pudo.
                “¡No queremos tu cuerpo, hijo de puta!” – le llegó una voz siniestra dentro de su mente.
                “Nos has jodido la diversión con la muñequita. Ahora nos toca joderte a ti, bastardo “– le habló una segunda voz interna.
                Repentinamente sus piernas se pusieron en marcha, y sin desearlo, se hallaba corriendo locamente por la calle.
                Estaba aterrorizado. Algo estaba controlando su cuerpo. Y no podía impedir que tal cosa sucediese.
               “Soy Halías.”
                  “Alzadill.”
                  “ Bermadel.”
                  “Hazaziel.”
                  “ Normadén.”
                  “Tú nos arrebataste la vida de la mocosa. Ahora nos corresponde a nosotros hacerlo con la tuya tan inútil y patéticamente miserable que tienes.”
                Su cuerpo fue dirigido cada vez  con más intensidad, forzando la resistencia del corazón. Pasados unos minutos de carrera, sintió un fuerte dolor en el pecho, siendo la antesala de un paro cardíaco, que desembocó en su postración en medio de la calzada.
                Un hilillo de saliva espesa surgía de la comisura de sus labios, mientras sus ojos abiertos miraban hacia el infinito. En su rostro no se adivinaba la misma serenidad y paz que mostraba el de Esther, porque mientras para la muchacha la marcha de los cinco demonios representó su liberación espiritual, para él significaba el comienzo de su larga condena en la tierra donde aquellos moraban eternamente…

Imágenes de lo más espantosas.

Llega el fin de semana y hay que relajarse un poco. Así que les dejo estas encantadoras imágenes para que mediten en silencio en busca de su otro yo, el diabólico, ja ja ja…

Hola, soy un tío legal, aún a pesar de que apeste.

No se confundan. Soy el doctor Lemann y me he vestido de payaso
 para levantar la moral de los enfermos con unas buenas risas.
Soy un rato feo, pero con la sierra mecánica soy un number one ligando.

Mi pecho estalla de emoción por tu amor.

Es mi noche preferida.

Es el comienzo de las Rebajas de Otoño en el Corte Irlandés.

Llevo siete meses sin pagarle el alquiler a mi casero.

Te doy un ojo a cambio de un biberón de leche templada.

Tanto café cortado me impide luego conciliar el sueño.

Este ojo precisa de un buen colirio.

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Jugando con la arena. (Playing with the sand).

                Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.

                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.
                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


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Misterio Gordo medio resuelto por Pechuga de Pollo Mutante.

Pechuga de Pollo Mutante: Ejem. Presten un poco de atención. A primera vista estos dos botarates pasarían por ser dos simplones enanitos de jardin. Pues lamentándolo mucho, tengo que advertir que son dos de nuestros visitantes más ilustres, Paquito Chulito Porquesoyalto, uno de los ayudantes de Santa Claus en la campaña navideña, y el otro es Eleuterio Cuerno Quemado, el tercer portero del Atlético Malote Sociedad Anónima Deportiva, un equipo de la quinta regional del fútbol navarro. Dos atrevidos seguidores y encima de los más asiduos en la lectura de los infumables pergaminos literarios del jefazo, Robert El Maléfico. En una de mis rondas nocturnas dentro de mis competencias como máximo responsable de la seguridad en Escritos, me los encuentro convertidos en dos horrendas estatuas de granito. Fíjense en la expresión insalubre de sus rostros pétreos. Deben de estar pasándolo fatal, inmovilizados cerca del pozo de aguas fecales, plantados al ladito de esta triste petunia. ¡No hay derecho! Tiene que haber una explicación a este incidente. Voy a continuar con mi ronda por las dependencias del Castillo, a ver si descubro al culpable de semejante desaguisado.

37 minutos después:

Pechuga de Pollo Mutante: ¡Vaya, vaya! En cuanto Harry me ha pasado el guión para la siguiente entrevista con un ser del mundo del terror, todo resulta de lo más evidente. La causante de la petrificación eterna de los señores Paquito Chulito y Eleuterio Cuerno Quemado es la propia invitada. En este caso se trata de Natalia Despampanante A Todas Horas. La prima novena de la temible y legendaria Medusa. Al igual que ella, si se la mira a sus bondades anatómicas, te deja hecho un pedrusco de tamaño natural. Por cierto, ahí llega la susodicha, presta para la entrevista. Voy a ponerme de espaldas a ella. Así evitaré contemplar su pedazo cuerpo más propio de una animadora de Los Ángeles Lakers.
Natalia Despampanante A Todas Horas: Hola, señor Pechuga de Pollito. Lamento la tardanza, pero es que por el camino me he tropezado con dos frescos que se empeñaron en mirarme el escote.
Pechuga de Pollo Mutante: Qué quieres que te diga, hija. Eres escultural, pero con tu cruel castigo, las arcas de Escritos dejarán de ingresar veintisiete céntimos de euros mensuales por las visitas reiterativas de los dos clientes a los que te has cargado. Por eso no mereces aparecer en la portada del blog.

Natalia Despampanante A Todas Horas: ¡Vamos! No seas así de quisquilloso. Si ahora están de lo más decorativos. 
Pechuga de Pollo Mutante: Olvídate del tema, nena. Ya te estás marchando con paso ligero. Que ya se me está durmiendo la espalda de tanto ofrecértela para así evitar ver tu majestuosa figura super insinuante.
Natalia Despampanante A Todas Horas: ¡Haberlo mencionado antes, corazón! Mira, ahora llega mi novio, Perseo Saltarín. Juega en la liga profesional de baloncesto albanés. 
Perseo Saltarín: ¡Hola, bella mía! Aunque nunca te veo por seguridad personal, me supongo que sigues igual de guapa.
Pechuga de Pollo Mutante: Esto si que tiene narices. Ninguno de los dos la estamos mirando, pero asumimos que está más buena que una empanada gallega.
Natalia Despampanante A Todas Horas: ¡Huy! Como eres tan cabezota, y sigues empeñado en anular la entrevista que ibas a hacerme, te mereces al menos ver un primer plano mío.
Pechuga de Pollo Mutante: No pienso darme la vuelta, rica.
Natalia Despampanante A Todas Horas: Si no es preciso que te la des, tonto. Mi Perseo trae consigo una tele de plasma con reproductor de dvd incorporado. Con darle al mando, te reproduzco un vídeo casero grabado el otro día y que los del youtube se negaron en colgarlo aduciendo cierta falta de calidad en la imagen. 
Pechuga de Pollo Mutante: ¡NOOOOOOO! ¡Eso es jugar sucio…!

Un ratico más tarde:

Robert El Maléfico: ¡Rayos! ¡Una estatua pétrea de Pechuga de Pollo Mutante! ¡El ego se le ha subido a la cabeza! ¡No me queda otra que rebajarle el sueldo para que sea más humilde!
” Por cierto, menuda tía más buena la que está al lado de la estatua…




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Cómo transformamos a un simple y vulgar peluche en un engendro monstruoso en menos de dos días de dura instrucción militar.

Bueno, nuestros métodos de entrenamiento eran de lo más secretos, hasta el día de ayer, en que se nos infiltró a traición un reportero zombi de la CNN de Pekín.


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Cuestión de paciencia.(Question of patience).

Allan tenía muy poca paciencia. Esta era una cualidad que debía mantener a toda costa. Cuando firmó el pacto con el demonio menor Suaniztttgagga, su nueva vida y forma adoptada se debía a la templanza contenida en su interior. Si no era capaz de cumplir manteniéndose firme y sereno, simplemente iba a volver a ser lo que fue en un principio.
Allan Arkins Beldere. Un preso fugado de la prisión estatal de Arkansas por triple asesinato de una familia en el día de Acción de Gracias. Lo que él cenó ese día, no fue pavo precisamente…
La sangre excita. Su sabor. Su dulzura. Concede fuerzas extremas. Con ella se suma uno en el mayor de los éxtasis.
También con ella se firma el contrato de una futura unión espiritual con el infierno.
Pero antes hay que morir.
Allan Arkins había escogido una nueva identidad de lo más propicia. Con ella esperaba vivir muchas décadas antes de ceder por la inercia de la vejez y sus enfermedades.
Estaba sentado en su pupitre. Atento a las lecciones que le estaba impartiendo la guapa profesora de historia. La chica era un cielo. Alta. Esbelta. De larga melena rubia. Ojos verdes. Tenía un busto bien definido. Siempre lucía falda. Una prenda recatada pero que dejaba ver lo bien torneadas que tenía las piernas. La tal señorita Mascarino no se paraba mucho rato sentada tras su mesa, dando paseos con asiduidad por delante de la pizarra con el libro abierto sobre la palma de la mano derecha.
Lo que menos le gustaba de la mujer era su tendencia a preguntar a los alumnos cada dos por  tres por temas del párrafo que había leído en voz alta. Allan siempre había tenido la mollera demasiada dura. En su anterior etapa no había superado la escuela secundaria, y en esta nueva, tenía intención de graduarse en la básica para luego huir de su falsa nueva familia para dedicarse a los negocios ilegales que tenía en mente llevar a cabo para enriquecerse por la vía rápida y así vivir con desenfreno y lujuria. Controlaría su apetito por la carne humana. Si cedía al sabor exquisito de la misma, acabaría detenido y tirando por la borda la segunda oportunidad que le había brindado el demonio Suaniztttgagga. Con el agravante que ya tenía el alma condenada de manera irremediable.
Se sacudió la cabeza. Notó algo en el pescuezo. Se dio la vuelta, y vio a Lucas Devalaro que le había lanzado un grano de arroz utilizando el cilindro vacío del bolígrafo como cerbatana. Su agresor le sonrió con cierta mofa, mientras sus compañeros se contenían la risa cubriéndose las bocas con las palmas de las manos.
Allan se volvió para fijarse en las evoluciones sugestivas de la señorita  Mascarino.
Dios, era su segundo día en el colegio. Allan había poseído el cuerpo de Josh Britons. Literalmente, con la colaboración del demonio, habían echado su espíritu del cuerpo, quedándose Allan con la fisonomía del crío. Sus padres no habían notado nada anómalo en el proceso del intercambio. La esencia del Josh verdadero fue absorbida por los orificios nasales del demonio, que en una fuerte inspiración, se hizo con su alma para conducirlo al infierno.
El trato en si se sellaba con el alma de la víctima cuyo cuerpo era usurpado por Allan, y por el alma del propio Allan cuando este muriese.
Ahora Allan volvía a tener una familia, una casa, una infancia.
Aun así su mente seguía siendo adulta. Tenía pensado utilizar a los Britons como eventual tapadera. Cuando tuviera catorce o quince, se marcharía para formar una banda de delincuentes juveniles. De esa forma se ganaría la vida. Queriendo llamar la atención de algún mafioso que estuviera interesado en contratarle sus servicios. Obtendría dinero rápido. Sexo sin pausa. Todo tipo de droga al instante. Su personalidad sería distinta a la primera que tuvo, en que fue un tío solitario que no sabía ni donde caerse muerto, con la cabeza hecha un lío y con extrañas desviaciones sociales como la práctica del canibalismo con sus víctimas.
Hasta que llegara a la adolescencia, tendría que resignarse con actuar como un niño de nueve años.
Se fijó nuevamente en las hermosas piernas de la maestra. Dios, esa mente de pervertido cuarentón le estaba sacando de quicio.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por otro impacto de un grano de arroz en su nuca. Seguido de otro en la oreja derecha.
Se volvió a tiempo de ver al cerdo de Lucas cachondeándose con sus amiguitos.
Allan tenía los dedos de las manos apretados, con las uñas hincándose en la piel de las palmas.
Los miró, furioso.
Esto los hizo reírse de él con más ganas.
Joder. Estaba ya muy alterado. Encima, por la información que había recabado acerca de la verdadera personalidad de Josh Britons, este había sido un mocoso sin sangre, asustadizo y tímido. Vamos, que los abusones del colegio no acudían luego al cine porque bastante diversión conseguían a costa del tonto del pueblo.
Allan los fulminó con la mirada.
– Mira. El cavernícola parece algo enfadado, ja  ja – susurró Lucas a sus colegas en voz baja para que no les oyera la maestra.
Allan apretó los dientes. Estaba sudando por el entrecejo.
Paciencia, le recomendó Suaniztttgagga. Si quebrantaba esa norma, todo el experimento se iría al carajo.
Una mano suave y delicada se posó en su hombro derecho. Allan se dio la vuelta y se vio de frente con la profesora. Dios. Tenía unos labios carnosos de lo más incitantes. Su rostro era de lo más atrayente. La miraba ensimismado. Y lo que es peor, con un órgano infantil creciendo en su entrepierna, excitado por la cercanía de la mujer.
– Josh. No estás atendiendo a la lección – le reprochó con cierta tirantez la señorita Mascarino.
– Yo… Me están molestando. Esos chicos de atrás – se defendió con su odiosa voz infantil.
– No le eches la culpa al resto de tus compañeros de tu falta de concentración, Josh. Quedas castigado con tener que presentarme mañana un resumen de lo dado hoy en clase. A ser posible que ocupe dos hojas. Y con un par de dibujos relativo al tema escrito.
La maestra se alejó mirándole de mala gana.
Allan agarró el lapicero que tenía a mano y lo partió por la mitad.
Esa mujer también pensaba que Josh Britons, el anterior Josh Britons, era un chaval de mente corta. Un tonto del culo que acabaría repitiendo curso.
Allan se puso frenético. Quiso contar hasta veinte para tranquilizarse.
Con lo buena que estaba la muy zorra y le estaba tratando como a una basura…
Si tuviera la presencia física ya de adulto, le enseñaría lo bueno que era pasar una noche en vela enfrascados en plena lujuria salvaje.
Entonces recibió otro impacto de arroz en la parte trasera de la cabeza. Se volvió ya casi fuera de sí. El siguiente grano le dio en el ojo derecho.
Lucas cacareó, exultante ante el acierto.
La señorita Mascarino estaba recogiendo sus cosas a punto de salir de la clase.
Allan no pudo contenerse más.
Aporreó la mesa con fuerza y soltó un grito demencial que dejó a toda la clase helada. Sus compañeros y la maestra se quedaron paralizados en sus sillas.
La tela fue desgarrándose. La ropa de Josh fue arrancada por unas poderosas manos, quedando el crío desnudo. Pero ya no era un niño. Era una persona adulta de cuarenta y tanto años, con la mirada de un loco.
– Por vuestra culpa, soy Allan de nuevo.
Sin pensárselo, fue partiendo los cuellos de los pequeños mientras la maestra lloraba horrorizada, intentando impedírselo. Allan la apartaba de un empellón con el codo y continuó hasta finalizar su masacre.
Empapado de sudor, transpirando como si estuviera en una sauna, se volvió hacia la maestra.
– no no no… quienquiera que seas… noo –gemía la señorita Mascarino.
Allan estaba ya perdido. Su pacto con el demonio era un fracaso. Así que antes de tener que afrontar las consecuencias, decidió hacerlo acompañado de la profesora.
Cuando llegó el bedel por expresa petición del resto de los maestros porque estaban extrañados de que la señorita Mascarino estaba tardando más de la cuenta en aparecer por la cafetería durante el receso de un cuarto de hora entre clase y clase, encontró los cuerpos de quince ángeles durmiendo para el resto de la eternidad y a la señorita Mascarino terminando de ser violada por un hombre enloquecido que estaba desnudo y con la mente fuera de este mundo.
En cuanto Allan vio la llegada del bedel, dio por culminada su diversión con la mujer, le partió el cuello, y echándose sobre el empleado, buscó su yugular con fuerza, pues sus instintos caníbales habían retornado con inusitada fuerza…
Fue succionando la sangre del hombre con ansiedad. Llevaba unos segundos cebándose en el cuerpo del empleado, cuando la figura de Suaniztttgagga surgió en el quicio.
Los  rasgos del demonio permanecieron inmutables, aún a pesar de ver todo el desastre ocasionado por Allan en menos de quince minutos de pérdida de control. Suaniztttgagga aspiró hondamente cada alma de los difuntos habidos en la clase.
– Vámonos. Ya ha llegado tu hora – le dijo con voz neutra.
– No he podido contenerme. Esos malditos niños. Me atosigaban con sus bromas pesadas. Y la maestra se me insinuaba con su físico. Ha sido mala idea reencarnarme en el cuerpo de un mocoso.
– Tuviste tu opción. Ahora asume las consecuencias de tus actos.
Suaniztttgagga le ayudó a incorporarse de pie.
– Ahora toca recorrer el camino hacia tu propio sufrimiento, Allan Arkins. Y no es nada comparable con el que les has infligido tú a estas infaustas criaturas.
Las siluetas de ambos se fueron difuminando conforme se alejaban por uno de los pasillos, hasta desaparecer para siempre.