Cleo Martin ejercía su fatigoso trabajo como camarero con buen empeño y con una paciencia superior a la recomendable. Debido a ello, su listón para la irritación lo tenía tan alto que ni midiendo la altura de Shaquille O´neal llegaría a poder rozarlo con la punta de los dedos ni aún estando de puntillas encima de un tomo de la enciclopedia americana.
Una buena mañana llegó un hombre de edad mediana, delgado, con bigote de otra época pasada más propio de los años treinta del siglo XX. Se sentó en la terraza aún a pesar de que estuviera nublado y con riesgo de lluvia. Cleo Martin salió dispuesto en atenderle al instante. Eran las nueve de la mañana y aquel era el primer cliente en el orden de solicitar la atención del camarero de la cafetería. Cleo se situó a su lado ofreciendo la mejor de las sonrisas.
– Buenos días, caballero.
Aquel hombre permaneció mirando lo que ocurría en alguna parte al otro lado de la calle. Se rascó la coronilla y soltó una risita.
– Ji, ji. Qué bien. Nos atiende este negrito. Debe de pertenecer a una tribu africana de lo más belicosa.
Cleo se quedó mudo por el sarcasmo lleno de racismo.
– ¿Decía? – dijo para intentar salir de su asombro.
El hombre se volvió, con el mentón apoyado sobre la palma de una mano. Miró de arriba abajo al camarero con enorme curiosidad. Enseñó los dientes.
– Diantres. Qué tenemos aquí. Un empleado de hostelería, ja, ja.
Cleo sonrió forzadamente, olvidando la grosería inicial del cliente.
– Tengo que indicarle, señor, que si le sirvo en la terraza, se le añadirá a la cuenta un dólar y medio por servicio en la misma. Es por si prefiere entrar en el local, donde dicho servicio especial no existe.
El hombre se atusó el bigotillo.
– Qué lástima que no sea atendido por una buena chica de lo más agradable – comentó, adoptando su rostro un visible desprecio por el género varonil del camarero.
– Ya lo siento, caballero, pero en esta cafetería todo el personal es masculino.
– No seréis misóginos, machistas o mariquitas, ja. A lo mejor sois las tres cosas a la vez.
– En absoluto, señor.
– Vale, vale. Olvidémoslo – siguió el hombre del bigote con voz chillona. – Traiga algo para despejar mi mente endemoniada, ja. Que sea lo más dulce posible.
– ¿Le apetece un chocolate con leche cremosa?
– Si. Y bien recubierto con nata montada. ¡Y si tienen una cereza, mucho mejor! Para colocarla sobre la nata, eh, no para que te la comas, que por cierto, te sobran unos cuantos michelines, ja.
– Muy bien, señor.
Cuando Cleo se daba la vuelta, le llegó la voz del cliente. Este empleó un tono lastimoso y de urgencia, que le llegó en un susurro al oído.
– Por favor. Necesito su ayuda. Llevo sufriendo mucho durante semanas. No me deja en paz. Sabe que detesto los dulces. Es más, soy diabético.
Cleo se volvió, encontrándose con el semblante arrogante del hombre del bigote.
– ¡Venga, muchacho! – le urgió. – ¡Tráeme el puñetero chocolate! ¡Tengo ganas de reventar de satisfacción saboreándolo y acumulando a la vez un montón de calorías de sopetón!
Golpeó con el puño derecho sobre la mesita de la terraza.
Cleo entró en el local y fue preparando el chocolate con leche cremosa.
Conforme lo hacía, se le acercó el dueño de la cafetería. Le señaló al cliente de la terraza.
– Es un tío bastante raro, ¿no?
– Bueno. Me parece que está medio majareta. Cambia las voces y hace como si tuviera más de una personalidad a la vez.
– Si te da problemas, me avisas y llamo a la policía.
– Espero que no. Creo que es una persona más de las muchas chifladas que andan libres por las calles de la ciudad. Se tomará el chocolate y se irá sin más.
– Vale, pero te reitero que si te crea problemas, me lo hagas saber, Cleo.
– Como no, jefe.
A través del escaparate podían observar cómo el extraño cliente estaba ahora de pie, pateando el suelo con fuerza. De vez en cuando giraba el cuello hacia el interior de la cafetería, buscando con una mirada desesperada alguien que le hiciera caso.
– Está para que lo encierren, Cleo.
– Bueno, a ver si se calma con el chocolate.
– Aparte de tranquilizarse, habrá que esperar que también pueda asumir el pago del mismo.
Cleo se encogió de hombros ante su jefe y se dirigió hacia la terraza con el chocolate.
– Aquí tiene su chocolate. Espero que lo disfrute – le dijo conforme lo depositaba sobre la mesita.
El hombre del bigote estaba nuevamente sentado. Miró la taza de chocolate decorada con la nata y la cereza coronándola. Torció el gesto espantosamente, se puso de pie, tirando la silla sobre las losetas de la acera donde estaba emplazada la terraza y se golpeó el pecho con furia. Miró al camarero con los ojos fuera de sí.
– ¡Idiota! ¡No puedo tomarme esto! ¡Soy diabético, le digo!
– Oiga. Usted pidió el chocolate. No se ponga a malas, o llamamos a la policía.
El hombre se detuvo en su histeria. Miró la taza ahora con rostro desolado. Luego hizo lo propio con Cleo.
Sorpresivamente para este último, el hombre se posó sobre sus rodillas, adoptando gesto suplicante.
– Le ruego que me ayude. ¡La necesito! Estoy dominado por algo desde hace tres semanas. Controla mi cuerpo y mi mente. Asume diversas personalidades. No sé qué hacer para volver a la normalidad.
Cleo estaba a punto de marcharse hacia el interior de la cafetería, ciertamente preocupado por el estado mental del cliente.
– Bueno, caballero. Tómese el chocolate. Es gratis. Cuenta de la casa. Y luego márchese, por favor.
– ¡NO ME GUSTA EL CHOCOLATE, NEGRO DE LOS COJONES! ¡TÓMATELO TÚ! – le gritó el hombre del bigote, erguido del todo, con un rostro agresivo y de locura.
Cleo se marchó corriendo al interior de la cafetería, mientras el cliente perturbado arrojaba la taza del chocolate contra el cristal del escaparate.
– Ya estoy llamando a la policía – le advirtió su jefe nada más verle entrar. – ¡Cierra la puerta! Y pon el cerrojo por si acaso. Los clientes que quieran salir, serán acompañados por la puerta de emergencia. Mientras ese loco esté ahí fuera, es preferible que nadie corra ningún riesgo saliendo por ahí.
Cleo retrocedió para asegurar la entrada al local. Entonces, desde el cristal de la puerta comprobó con evidente asombro que el hombre del bigote, que era físicamente muy endeble, había conseguido de alguna manera hacerse con la tapa de alcantarilla que había cerca de la terraza y estaba cogiendo impulso para lanzarla contra el escaparate.
Cerró la puerta, indicando de inmediato a los pocos clientes sentados cerca del escaparate frontal que abandonaran su sitio para protegerse del impacto.
La tapa de alcantarilla alcanzó de lleno la luna del escaparate, destrozándola por el centro dejando puntas afiladas y cortantes de lo más peligroso partiendo desde el marco hacia el interior. Desde la terraza el hombre enloquecido saltaba y brincaba, gritando sin cesar.
– ¡Eres un debilucho, Lewis! ¡UN PUÑETERO LLORICA DIABÉTICO! ¡YA NO ME SIRVES NI COMO MERO PASATIEMPO! – decía, echando espumarajos por la boca.
Su vista se trasladó por el interior de la cafetería. Parecía fijarse de nuevo en Cleo. Fueron unos breves instantes.
Repentinamente, miró hacia el suelo, y dando tres zancadas, se arrojó de cabeza por la abertura de la alcantarilla.
Los clientes y los empleados de la cafetería vivieron esa escena aterrorizados.
– ¡Ese hombre se ha matado! ¡Se ha quitado la vida!
Justo en ese momento llegó una unidad de la policía. Los curiosos, además de la clientela del local y los empleados se apiñaban cerca de la alcantarilla. Uno de los agentes les rogaba que se mantuvieran dos metros apartados del escenario del incidente.
El otro policía estaba atisbando con una linterna hacia el fondo de la entrada a la alcantarilla. Señaló negativamente con la cabeza.
– Ahí lo veo. Está con la cabeza reventada. Más tieso que el cemento. Hay que llamar al forense, además de la ambulancia.
Cleo, al igual que el resto de la gente interesada en el triste suceso, pudo escuchar por parte de uno de los agentes que el hombre estaba muerto.
– Por favor. Les ruego que se dispersen. El hombre se ha suicidado. Ya nada se puede hacer por él. Así que vuelvan a sus ocupaciones.
El dueño de la cafetería se puso a examinar el destrozo de la luna del escaparate. Cuando entraba Cleo, le pidió que trajera un martillo para destrozar las puntas que eran un peligro notorio.
Cleo no se movió de donde estaba. Simplemente se estaba sacando un moco de la nariz. Algo inhabitual en las buenas maneras del camarero.
– ¿No me has oído, Cleo? Necesito un martillo para quitar los restos de cristal del marco, mientras encargo una luna nueva.
Su empleado se le quedó mirando con cierta fijeza. Sonrió sin gracia.
– Oye, blanquito, ¿por qué no retiras los trozos que te quedan con los dientes? – le dijo con una voz ajena a la personalidad de Cleo, chillona y fuera de sí.