Héroe efímero

Estacionó el coche a una manzana de la casa residencial de tejado de teja de pizarra y de una sola planta baja con el correspondiente sótano. Abrió la tapa de la guantera y recogió la beretta con silenciador incorporado. Hacía calor. Pleno mes de agosto. Las moscas se colaban por la ventanilla bajada del conductor. Aún así se colocó el chaleco antibalas de kevlar. Encima del mismo la chaqueta del traje que en su número de talla no concordaba con la del pantalón. Era un número superior. Más amplitud para disimular el uso de la prenda defensiva. Respiró hondo, levantó el cristal de la ventanilla, salió del vehículo y cerró la puerta sin colocar el seguro ni insertar la llave en la cerradura. Dio la vuelta y se aseguró que el resto de las puertas estaban abiertas. Las necesitaba así. Cabía la posibilidad de que las cosas no salieran tan fáciles como pudiera preverse en principio.
Se tocó el flequillo de la frente y con pasos furtivos se acercó a la casa. Esta estaba rodeada por un seto descuidado. Medio agachado, vislumbró la entrada. Como siempre, su objetivo tenía el hábito de dejar la puerta entreabierta. Se ve que tenía tanta confianza en sí mismo, que actuaba como un hospitalario lugareño que confiaba en su vecindario, sin temer que alguien pudiera colarse en su casa.
Paletos, pensó para sí mismo.
Comprobó que su arma llevaba el seguro quitado. Medio encorvado, prefirió rodear la casa por el flanco izquierdo. Se acercó a una de las ventanas que daban al interior de la cocina. Desde dentro llegaba música procedente de una radio de pilas. Era una canción de country. Era una versión muy mala. Le sonaba pero no conseguía ubicarla con el cantante original. Continuó avanzando en paralelo a la pared hasta doblar la esquina. En la parte trasera el jardín parecía un erial. No había casi ni una brizna sana. Se veía tierra reseca y hierbajos amarillentos. Se fijó en seis o siete ruedas usadas de coche amontonadas donde se suponía que estaba enterrada por lo menos una de las víctimas. Podría tratarse de la última, pues lo vio cavando un hoyo profundo hace treinta horas. El resto de los cuerpos debían de estar enterrados en el sótano. Llegaría un momento que ya no le cabrían más, y había decidido a arriesgarse utilizando el jardín trasero como fosa común.
Conforme a lo esperado, el portón exterior del sótano estaba asegurado por un candado. Imposible adentrarse por ahí. No le quedaba más remedio que infiltrarse en la condenada casa. Cerca de la parte trasera estaba la puerta de la cocina. Estaba igualmente sin asegurar. Era inexplicable. ¿Pero acaso la actitud de los perturbados se derivaba hacia la lógica más elemental?
Entre la tensión que soportaba y el calor que hacía, estaba sudando de manera copiosa. El chaleco le molestaba sobremanera. Si lo llegaba a saber, no se lo hubiera puesto. No era previsible que aquel lunático tuviera el valor de dispararle, aunque… Confiarse podía conducirle a la ruina. Y lo que no estaba dispuesto es a formar parte del abono orgánico de la parte trasera de ese jardín inmundo del tal Leonard Brecevic.
Con natural sigilo se aventuró a través de la jamba de la puerta de la cocina. Como era de esperar, la estancia era de lo más insalubre. Basura por doquier, platos amontonados en la pila del fregadero con los restos de la comida de varios días. El hedor era insoportable. Y parecía no emanar precisamente de ese lugar en concreto. Vio una mancha rojiza y semiborrosa cerca del frigorífico. No hacía falta utilizar el luminol para destacar que eso era una mancha de sangre reseca por el paso del tiempo. Conforme pisaba el linóleo cuarteado del suelo, se percibía el sonido de las zonas abombadas.
La música que emitía la radio procedía de una zona interior de la residencia. Probablemente de algún salón. Pero en sí no era primordial saber del lugar de procedencia de la música de marras. Precisaba dar con la puerta interior que llevaba al sótano. Y a ser posible, ahí es dónde estaría la bestia humana.
No tardó en dar con la puerta. Estaba ubicada justo a la izquierda de la entrada a la cocina por el pasillo principal de la casa.
El filo de la puerta no estaba encajado contra el marco. Antes de bajar, echó un vistazo por las demás habitaciones. No encontró a nadie. Ni siquiera en el diminuto comedor, de donde averiguó que procedía la música emitida por la radio portátil. Todo estaba mugriento y abandonado. Más propio de una persona aquejada del síndrome de Diógenes.
Retornó a la puerta semiabierta del sótano. La fue abriendo de manera muy precavida. Abajo todo permanecía en oscuras. Aún así pudo notar la fetidez y un movimiento cansino de cadenas al entrechocar de sus eslabones.
La víctima más reciente de Leonard.
Y la última por lo que a él respectaba.
Llevaba una diminuta linterna halógena. Apuntó hacia el suelo, y las paredes. Vio los primeros escalones y una barandilla metálica en el lado derecho.
Empezó a bajar con la linterna entre los dientes y con la pistola preparada para su uso infalible.
Cuando llevaba descendiendo los cuatro primeros escalones, la persona encadenada debió de notar de alguna forma su presencia, porque empezó a forcejear con las cadenas. Aunque también podía ser la señal de que Leonard andaba oculto ahí abajo.
Entonces…
– cabrón… pagarás por todo esto… me has destrozado la vida… mereces morir…
Era la voz de Leonard.
Se le aceleró el pulso. Sujetó con más firmeza la beretta. Fue descendiendo más escalones. El halo de luz débil emitida por su linterna, en un giro de cabeza, enfocó a una persona encadenada por las muñecas y los tobillos a la pared del fondo del sótano. Llevaba colocada una capucha de tela de saco sobre la cabeza, ceñida al cuello por una cuerda atada. Era un hombre. Estaba en ropa interior y descalzo.
Este notó la luz a través de la tela del saco y empezó a agitarse con desesperación. Murmullos ininteligibles brotaban de su boca, que denotaban que estaba amordazado.
También Leonard notó la luz de su linterna.
– no… ¿quién eres? ¿vienes a por mí, o a por él?
Casi se le cayó la linterna de entre los dientes. Enfocó hacia dónde le llegó la voz.
Ahí estaba. Acurrucado en un rincón. Estaba igualmente vestido sólo con ropa interior. Tenía los brazos surcados de arañazos y los largos cabellos lacios y apelmazados sobre su frente, casi ocultándole el rostro enjuto.
– Se acabó la diversión, Leonard.
– no… no puede terminarse… tengo que hacerlo…
– ¿Hacer qué, Leonard?
– primero no me llames así… no vuelvas a mencionar ese nombre… es asqueroso, asqueroso, asqueroso…
Fue bajando otro tramo de escalones, sin dejar de enfocar a Leonard. Empuñó su arma. El psicópata se había incorporado de pie. Dios, era un esqueleto andante. ¿Cómo aquel alfeñique podía habérselas arreglado con sus víctimas de constitución superior a la suya?
– Dime, ¿qué demonios te queda por hacer antes de que te arreste?
– eres policía… eso es la mejor noticia que podía esperar oír…
– No lo soy. Soy un caza recompensas. Voy en busca de presos que quebrantan la libertad condicional. Por una casualidad he descubierto que aquí vive un psicópata. Un asesino en serie.
– cierto… por eso tengo que hacerlo…
– Continua.
– matarlo… podemos hacerlo entre los dos…
– Cabrón- no se pudo contener más y le disparó de lleno en la frente.
El cuerpo de Leonard Brecevic se desplomó sobre el suelo de hormigón, con los sesos desparramados y pegoteados contra la pared situada detrás.
Con la firme convicción de que Leonard estaba muerto, guardó el arma en la sobaquera. Agarró la linterna con la mano derecha y se dirigió hacia la última víctima desgraciada del asesino.
Esta estaba completamente inmovilizada por las cadenas. Le desató la cuerda que le ceñía la capucha. Afortunadamente el nudo no era firme. Le quitó la capucha. Era un hombre con la cabeza afeitada. También era de complexión delgada. Tenía los ojos abiertos como platos. Estaba deseando que le quitara la mordaza. Así hizo.
– La llave de los cierres… La dejó encima de la mesa de herramientas. Está a su izquierda – le dijo en un anhelo suplicante aquel pobre hombre.
Buscó con la linterna y no tardó nada en encontrar una llave. Uno a uno fue abriéndole los cierres hasta liberarlo.
– Joder, de buenas te he librado, amigo.
– gracias… gracias… le debo la vida… tenía entre ceja y ceja matarme.
– Estoy buscando a un fugitivo que anda por este estado. Y conforme investigaba su paradero, por cosas del destino descubrí a ese hijo de puta enterrando un cuerpo hace semana y media.
– es usted tan eficiente, agente…
– Soy un caza recompensas, mejor dicho.
“Ahora salgamos de aquí. Le llevaré al hospital más cercano, y de ahí a la comisaría para declarar ante el sheriff.
– si… mejor salgamos… quiero subir esas dichosas escaleras de una vez…
– Le iluminaré el camino. ¿Ya podrá ascender por ahí? ¿No estará demasiado débil?
– Jesús, estoy en los huesos…
Había que subir las escaleras.
Todo había acabado bien. En un momento le ofrecía la espalda.
Fueron cinco segundos.
Los suficientes para darse de cuenta que perdía el conocimiento por el impacto de una barra metálica contra su nuca…
– chico malo… – dijo aquel hombre recién liberado de las cadenas. Portaba la barra entre ambas manos. Sonrió con malicia -. Te doy las gracias por haber intervenido, señor agente. Aquel tonto se me escapó y me había puesto las cadenas que tanto adoro… Pero una cosa es usarla con mis mascotas, y otra cosa es probarlas uno mismo…
“y quería matarme… no le gustaba cómo le trataba…
“en fin… vamos a quitarte esa ropa tan pesada y a ponerte las cadenas…
“eres muy robusto… tengo que evitar cometer el mismo fallo contigo…
“porque estoy seguro que si te sueltas, querrás hacerme picadillo.

Katia

En uno de los meandros del río había una pequeña isla de arena blanquecina. El caudal solía ser muy escaso, por tanto se podía llegar hasta ella simplemente andando con el uso de unas botas de trekking. Dejó el coche aparcado y realizó el recorrido estimado en veinte minutos hasta llegar al lugar indicado. En la isleta no había nada. Era como una duna pero muy compacta, y como era una zona donde la erosión del viento no causaba grandes estragos y la propia corriente del río era muy suave, los contornos de la isla apenas variaba con el paso de los meses.
Ubicó su figura justo en el centro. Allí era donde se notaba la presencia. Era muy poderosa. Influía en su capacidad de concentración. Cerró con fuerza los párpados de los ojos y dejó caer sendos brazos al lado de los costados. Los relajó. No quería sentirlos.
Estaba allí.
Le estaba examinando.
Pasaron unos segundos hasta que supo que estaba en frente de él. Bastaba abrir los ojos y…
No. Entonces se marcharía.
Se reuniría con sus restos.
A saber cuándo murió.
Hace dos años. Tres.
La última chica secuestrada y nunca encontraba databa de hace tres años y medio.
Su aliento le fue palpando su rostro.
Se animó a contactar con su espíritu.
– Eres Jenas Kuntz, si no me equivoco – musitó en pleno trance.
Aquel aliento le cosquilleó la nariz como si fuera un chiquillo jugando con un adulto.
Al fin se asoció con su propio cuerpo y entró en su mente para corresponder a su pregunta.
“Sí, soy la persona que buscas.”
Tragó saliva. La maldad era infinita. La enfermedad corroía las entrañas de aquella entidad aún no estando ya viva.
– Soy…
“Eres Ivana Stress…”
– Si…
“Si te hubiera conocido hace unos cuantos años, estarías ahora conmigo.”
– De hecho ya estoy contigo.
“Sabes a lo que yo me refiero…”
– Me imagino.
“Eres una mujer preciosa… Como las otras… Preciosas mías…”
– Jenas, sabes que no dispongo de mucho tiempo. Se me van a agotar las fuerzas enseguida. Eres muy absorbente.
“Siempre lo he sido…”
– Si he seguido la estela de tu llamada es por Katia Burdinski. Te acuerdas de ella, ¿verdad?
Su cuerpo se tensó. Luchaba por no abrir los párpados. Algo, como una especie de escalofrío le recorrió toda la espalda hasta la rabadilla. Era una sensación desagradable y casi obscena. Como si aquello quisiera saborear la tersura de su piel.
– Jenas. ¿Qué hiciste con Katia? ¿Dónde la dejaste?
Sintió aquella gelidez deslizándose por el escote de su blusa, situándose entre el inicio de la separación de los pechos. Su cabeza estaba albergando los sentimientos perturbadores de la presencia. En pocos segundos vio los rostros de sus víctimas, uno detrás de otro. Doce chicas jóvenes y atractivas de edades comprendidas entre los quince y los veintiún años. Todas ellas asesinadas por Jenas.
Pero faltaba la cara de Katia.
– Jenas, ¿qué hiciste con Katia? ¿Por qué no me la muestras? – imploró angustiada.
No iba a poder mantener su conexión con Jenas por más tiempo. Estaba a punto de desmoronarse por el agotamiento mental y físico que ello suponía.
Entonces…
Sintió una segunda presencia. Más fuerte y más peligrosa…
“Soy Katia, Jenas.”
La segunda fuerza se enmarañó con la primera y entre las dos fueron recorriendo toda la anatomía de la médium. La fueron palpando con lujuria. Ivanna quiso abrir los ojos para abandonar el trance, pero no pudo. Sus labios exhalaron un gemido…
La segunda presencia le habló con desdén:
“No me has visto con las demás, porque NUNCA fui una de ellas”
“Jenas es todo para mí. Cuando lo conocí, le fui convenciendo de lo que teníamos que hacer para sentirnos más fuertes y poderosos”
“Y eso lo conseguimos dominando a las chicas…”
“A nuestras preciosas…”
“Como ahora te tenemos dominada a ti…”

Ivana luchó para desembarazarse del abrazo pecaminoso de las dos presencias insanas.
Luchó con denuedo.
Pero en vano…

A los pocos días una dotación de la policía local del valle de Gerst en la Renania localizó el cuerpo sin vida de la médium Ivana Stress en la isleta del río, a dos kilómetros de donde había quedado aparcado su coche. Estaba con evidentes signos de haber sufrido una brutal agresión sexual. Ese mismo día, rastreando ambos márgenes del río dieron con los restos de dos cuerpos. Correspondían a Jenas Kuntz y Katia Burdinski. Los resultados del laboratorio forense confirmaron que ambos habían muerto hacía tres años por ingestión de un veneno para las cucarachas mezclado con algún tipo de bebida alcohólica.
Avanzada la investigación, se supo que Katia, a quien sus padres habían contratado los servicios de la médium para averiguar su paradero, supuestamente raptada por el asesino en serie Jenas Kuntz, había sido desde el principio la cómplice y a la vez amante posesiva del conocido por la prensa estatal germana como “El asesino de las chicas preciosas”.
El caso quedó definitivamente archivado.

Reglas rotas

Se supone que siempre se impone la tregua en un camposanto. El odio acérrimo entre dos familias rivales puede llegar a ser ilimitado en cualquier rincón de la ciudad. La vendetta continua ocupa su sitio en franjas horarias indeterminadas. Pero un cementerio es inviolable. Y más cuando el motivo del mismo era el trágico fallecimiento de uno de los miembros más jóvenes del clan. Se llamaba Marcelo. Tenía diez años.
Murió atropellado de manera nada accidental por un Mustang Blackhorn. El tipo de vehículo característico de la familia Moblionne. Abordó al niño justo cuando cruzaba la calzada camino al colegio. Fue embestido y arrojado cinco metros lejos del paso de cebra. Después su frágil cuerpo moribundo fue aplastado por las ruedas del coche en cinco pasadas. Quedó completamente deshecho. Casi irreconocible para sus padres y su abuelo, Tito Conti. El Gran Patriarca. Juró venganza contra los secuaces de Pietro Moblionne. La vida de su nieto iba a ser correspondido por la de cinco menores de la otra familia. Lo tenía claramente decidido. Pero primero había que cumplir con los preparativos del velatorio, del entierro y del funeral del pequeño Marcelo. Era el período del LUTO.
48 horas de aplazamiento antes de tomarse el adagio del ojo por ojo y diente por diente.
El cortejo fúnebre se dirigió en completo silencio por las calles numeradas del cementerio de San Julio. Todos ataviados de negro, como correspondía. Las mujeres en llanto permanente. Los varones con gesto adusto y el ceño fruncido. El cura era de avanzada edad. Lucía una visera sobre la cabeza. Tenía cáncer y le quedaban meses de vida. Andaba encorvado y sin ganas de decir gran cosa, aparte de lo estrictamente necesario. Tardó en reconocer la figura de Tito Conti. A este no le agradó que preguntara por quienes eran los familiares directos del niño. Se daba por supuesto. Eran todos muy conocidos en la ciudad. Qué afrenta. El patriarca tenía decidido acortar la ignorancia del sacerdote con un comentario cuando su hijo Francesco le hizo una advertencia.
– ¡Padre! Detrás de esas tumbas.
Varias figuras ataviadas con uniformes de camuflaje y con los rostros cubiertos por pasamontañas negras estaban poniéndose al cubierto detrás de las lápidas. Era un número cuantioso. No menos de diez. Armados con Kalashnikov. Y protegidos con chalecos antibalas. Apuntaron de manera indiscriminada sobre todos los comparecientes al entierro. Algunos de los hombres de Conti intentaron responder al fuego de los hierros, pero no iban correctamente equipados para la refriega. ¡Estaban celebrando un ritual de despedida! Los cuerpos fueron cayendo uno detrás de otro. Uno de los últimos en precipitarse sobre la hierba fue la figura preeminente de Tito Conti. Medio agonizando, pudo ver acercarse a su lado a Pietro Moblionne. Portaba una beretta sin silenciador.
– ¡Tú! ¡Cabrón! ¡Estás rompiendo las reglas! – gimió Tito entre estertores.
El Capo de la familia rival le apuntó a la sien y apretó el gatillo sin inmutarse. Una vez verificado que nadie quedaba con vida, ordenó a sus hombres replegarse.
Estaba feliz.
Había aniquilado al clan de Tito Conti por completo.
La treta del asesinato del pequeño Marcelo había salido a la perfección.
Ya no habría más competencia en la ciudad.
A partir de esta fecha, su familia era dueña y señora de los negocios ilegales de Boston.
Al carajo con las rancias normas de la mafia.
Lo importante era prevalecer sobre el resto.
Ni más ni menos…