La ventana abierta

Rodolfo era escritor de terror. Tenía cincuenta años y era soltero. Como había tenido un cierto éxito en la venta de sus escritos, vivía en una casa solitaria en pleno campo, alejado de todo contacto con la civilización más cercana. Su medio de comunicación con el mundo que le rodeaba era el ordenador e Internet. De ese modo publicaba sus obras y mantenía contactos con gente amante de la literatura más tenebrosa.
Una tarde de invierno, oscura y fría, estando concentrado en la redacción de un relato corto, escuchó como alguien llamaba al timbre de la puerta principal. Contrariado y receloso, pues no era habitual que recibiera visitas inoportunas, se dirigió hacia la misma. Atisbó a través de la mirilla, pero no encontró a nadie en la entrada. Extrañado, con las cortinas corridas, miró por los cristales de las ventanas de la parte frontal de la casa. Afuera todo estaba en penumbras. No se veía ningún vehículo que representara la presencia del visitante, dado lo alejado y solitario de su vivienda de la localidad más cercana. Consternado, regresó a su estudio. Situado frente al teclado, sus nervios fueron puestos a prueba al oír el timbre por segunda vez. En esta ocasión fue pulsado en más de una ocasión, casi con vehemencia, deseando que se le abriera.
Rodolfo abandonó su lugar de trabajo y se dirigió por el vestíbulo hasta la entrada. Escrutó a través de la lente de la mirilla. No había nadie.
Estaba empezando a sentirse incómodo. Tenía previsto avisar a la policía.
Entonces se acordó de la ventana de su dormitorio. Siempre tenía la hoja medio alzada antes de acostarse. Encaminó sus pasos hacia allí. A medio camino, justo antes de llegar ante la jamba de su cuarto, vio la figura. Era una silueta enorme. Con el rostro enmascarado. Vestía de oscuro y portaba un machete entre sus manos.
– Para ser escritor, tendría que haber previsto esta posibilidad – musitó Rodolfo, vendido a su suerte.
En la abertura del pasamontañas destinado a la boca quedaron perfilados los dientes sucios del asaltante. Estaba esbozando una sonrisa de pesadilla.
Era su noche.
La hora preferida.
Fue a por Rodolfo…
No, no era buena idea haber dejado aquella ventana sin cerrar del todo.

Vegetación viva


Todo salió mal desde el principio. Ninguno de los tres habíamos practicado el rafting más que en momentos ocasionales de ocio durante las vacaciones veraniegas y siempre bajo la supervisión de un monitor. Estábamos correctamente equipados para el descenso por los rápidos de Sherring. Éramos jóvenes, osados, impetuosos y no reconocíamos el riesgo con relación a un peligro que fuera serio más allá de ciertas magulladuras corporales. El deporte extremo conllevaba ciertos hábitos peliagudos que se suponían podían superarse con cierta pericia y pizca de suerte eterna. Por algo se preveía que cada cual disponía de un ángel de la guarda.
Nuestra inconsciencia nos jugó una mala pasada.
Aquél descenso por un río embravecido por las recientes nevadas del pasado mes de febrero conjuntado con diez días posteriores espléndidos de temperatura más propia de la primavera que se avecinaba propició un escenario hermoso pero dantesco, donde a mitad de nuestro recorrido perdimos el control de nuestra embarcación y salimos despedidos de cabeza hacia el líquido espumoso del cauce del río Sherring. Así creo que se llamaba, pues estábamos de excursión en una zona remota de Eslovaquia, sin saber más palabra que nuestro propio idioma, el inglés. La corriente nos devoró sin piedad de ningún tipo. A pesar de la protección de nuestros cascos y nuestros chalecos salvavidas, Bob y Antoine fueron vapuleados por las rocas y las ramas recias que bajaban con el río. Yo mismo tuve infinidad de tropezones, siendo engullido por el fondo del río hasta que de modo improviso llegué arrastrado a la orilla más cercana. Estuve tendido un buen rato, sin fuerzas, jadeando, con algo de agua en los pulmones… Me dolía todo el cuerpo. Los árboles de la zona estaban apiñados, y a través de sus tupidos copos apenas se filtraban los rayos del sol. Perdí el conocimiento por intervalo de varios minutos y cuando me recuperé lo suficiente para primero sentarme y luego incorporarme de pie, pude apreciar que mis dos amigos estaban muertos…
Fue una imagen espantosa. Sus cadáveres no estaban en el río flotando, enganchados entre piedras y trozos de troncos flotantes. Se hallaban ensangrentados y casi desprovistos de toda ropa, colgando cabeza abajo desde sendos árboles ubicados a escasos cincuenta metros de donde yo me encontraba… La zona estaba muy sombría, pero entrecerrando los ojos se podía apreciar que los dos cuerpos estaban sujetados por los tobillos por las ramas.
Entonces percibí un sonido de hojas agitándose, no mecidas por el aire, si no por un movimiento antinatural. Estaba sucediendo este hecho en cada uno de los ejemplares cercanos a mi persona. Las ramas parecían cobrar vida propia. Brazos deformes y desiguales propios de criaturas de un mundo de pesadilla de Lovecraft. Sin saber qué hacer, me arrojé a las aguas revueltas del río y me dejé guiar curso abajo hacia donde este me quisiese llevar…

Recuperé mi conciencia cuarenta y ocho horas más tarde. Me desperté ingresado en la zona de reposo de un hospital rural de la zona. Un representante de las autoridades locales que entendía algo de inglés me comunicó la noticia que yo ya sabía de antemano. La pérdida definitiva de mis dos amigos Bob y Antoine. Oficialmente habían fallecido ahogados.
La imagen de sus cuerpos exhibidos en una postura tan denigrante, colgando de las alturas de los árboles me perseguirá toda la vida. Cuando pude abandonar el hospital, se me fue impuesta una multa por habernos internado en una zona acotada, donde no se permitía el acceso al público.
El agente me sermoneó en un inglés lamentable que era una reserva forestal protegida.
Por algún motivo,
los extraños nunca eran bienvenidos…

El escritor de la muerte

Escribo arte. Utilizo las tecnologías modernas. Mi ordenador.
Ensamblo párrafos, creando literatura. Versiones macabras, perladas de escenas sangrientas y de todas clases de pesadillas capacitadas de sembrar intranquilidad en quien se digne a leer mis creaciones…
Sentado frente a la pantalla. Los dedos tecleando con el frenesí de quien interpreta una obra de Mozart al piano. Dedicado en cuerpo y alma al dolor de la gestación. Vivo casi desaseado. Apenas salgo para comprar los alimentos necesarios para el día a día. Estoy recluido con mis personajes. Unos seres desalmados. Insensibles. Monstruosos. Deleznables.
Tecleo con música de fondo. Siempre los mismos temas. Canciones reiterativas, machaconas, propias de un DJ de discoteca. Me enardece. Consigo fuerzas desde donde casi no las tengo para seguir escribiendo dieciséis horas diarias. Reposo unas pocas horas. Las necesarias. Hasta que mi musa me despierta. Tengo las persianas medio echadas. Dispongo de un teclado donde diferencio cada letra y cada signo reflejados bajo un halo de luz emisor fosforescente. Concibo mis blasfemias entre penumbras.
Escribo arte.
Un tipo de literatura que no gozará de los parabienes del público lector.
Mi musa me susurra cosas al oído.
Me pide más sufrimiento en el destino de los personajes. Mayores calamidades que les afecten. Que incremente su dolor.
Me vuelvo con la frente sudorosa.
– ¡No puedo más! ¡Me exiges demasiado! – grito, desesperado.
Me sonríe con falsedad.
El olor a azufre se expande por la habitación.
De repente me recoge en un abrazo, tapándome el rostro con su capa.
Fue un simple segundo.
Cuando me descubrió, vi las llamas. Escuché los llantos. Me desasosegué con los gemidos.
– Si quieres retrasar tu destino, escribe. Elabora la muerte de los demás – me dijo el demonio.
Instantes después estaba desplegando con ardor creciente los pensamientos más innobles por la pantalla de mi ordenador. Escribía los nombres de las personas. Describía la manera en que moriría cada una de ellas.
Era mi misión.
Crear arte.

Juguemos a las canicas

Lucas no quería saber nada de jugar con aquel niño de aspecto tan raro.
– Nada. Que no juego con él – se negó con firmeza.
Antonio trataba de convencerle.
– Venga. Es un pringado. Le ganaremos todas las canicas.
– Yo solo te acompaño. Tú si quieres retarle, hazlo.
Antonio palpó la bolsita donde guardaba sus bolitas de vidrio. Fue decidido a hablar con el nuevo compañero de clase.
– Hola. Soy Antonio. Y este es Lucas, “el cagado”.
– Muy gracioso, San Antonio – le dijo Lucas.
El niño tenía una abundante mata de pelo color albino. Era bastante esquelético y tenía los ojos hundidos en las cuencas. Los miró con desgana.
– Yo me llamo Pascual, pero todos me conocen por “Zombie”.
– No me extraña – se rió Lucas.
– Cállate, bobo – Antonio aferró la funda de las canicas y se lo mostró al chico nuevo. – Mira, Pascual. Aquí tenemos costumbre de jugar con las canicas. El que gana, se queda con las del otro. Aunque más que nada se elige las canicas más bonitas del que pierde. ¿Te apetece jugar una partida? Te he visto antes lanzándolas a solas.
– Bueno. Pero con una condición. Se juega según mis normas y en la zona del patio donde yo diga.
– Vale.
“Zombie” les llevó a la parte más alejada, donde había una pequeña arboleda.
– Aquí – señaló.
– Muy bien. Veamos tus canicas.
Pascual rebuscó en los bolsillos de sus pantalones cortos y dejó en el suelo diez canicas opacas de color hueso.
– Qué feas – opinó Lucas.
– Son un poco especiales – explicó “Zombie”. – Bueno, Antonio, la regla es la siguiente, por cada canica que te como, te robo diez años.
Antonio se quedó perplejo.
– Tú estás loco. Cómo me vas a quitar diez años de golpe.
– ¿Hace o no hace? – le urgió “Zombie”.
– De acuerdo. En este caso te voy a ganar todas las que tienes.
– Ostras, tío. Esto me da mala espina – le advirtió Lucas. – No me gusta cómo te mira este tío.
– Anda, déjame jugar en paz. Le voy a dar una paliza…
“Zombie” se sentó con las piernas cruzadas, situando sus canicas.
– Te dejo que empieces – le dijo a Antonio.
Antonio tragó saliva para concentrarse e inició la primera tirada.

La maestra Teresa Gómez acudió al patio avisada por el bedel. Uno de los niños de sexto curso estaba teniendo un ataque de nervios. Cuando llegó a mitad de patio, Lucas estaba llorando y gritando como un desesperado. Lo asió por los hombros para tranquilizarlo un poco.
– ¿Qué ocurre, Lucas? Dios mío, estás aterrorizado.
– Es Antonio. “Zombie” ha hecho trampas y le ha ganado todas las canicas.
– ¿”Zombie”? ¿De quién hablas, Lucas?
– Del niño nuevo que ha empezado hoy las clases con nosotros.
Teresa estaba extrañada con la contestación de Lucas.
– ¿Dónde está Antonio, Lucas?
– Allí. Donde los árboles.
El niño temblaba mala cosa, y la maestra le pidió al bedel que se hiciera cargo momentáneo del chiquillo. La mujer encaminó sus pasos hacia la arboleda.
Cuando llegó, no vio a ningún niño.
Ni al tal “Zombie”, ni a Antonio.
Lo que vio fue el cadáver de un anciano, con la camiseta y los pantalones cortos de Antonio puestos encima. Tenía una edad tan avanzada, que debía de superar el centenar de años…