Mi destino es hallarte en el infierno.

– Estás aquí por justicia. Es lo que te mereces.

– ¡Déjame! ¡No me hables más, bastardo!
– ¡Ja! ¡Ja! ¡Sigue así, sin medir tus palabras!
– No pienso hacerte ni puñetero caso. He de buscar una forma de salir de este sitio.
Pero no había salida.
La oscuridad medraba entre pasillos metálicos interminables, donde resonaban con estridencia los pasos. Su vista se adaptaba en cierta manera a las penumbras. Como si fuera una especie de animal depredador de vida nocturna.
Quiso mirar la hora que era, pero no encontró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Es más, descubrió que estaba desnudo, representando las características externas inherentes a toda bestia asesina sin el menor de los sentimientos.
Golpeó una pared con los puños, enfurecido por estar encerrado en ese laberinto infernal sin un camino que condujera al exterior.
– ¡Continua así! ¡Exactamente representas lo que eres! ¡Tu incoherencia es una virtud en esta dimensión donde ahora te hallas!
– ¡Cierra tu puta boca!
– ¡Hablaré las veces que quiera! ¡Y me regocijaré mil veces con tu caída al pozo del dolor infinito!
Reanudó su caminar por los corredores. Su mente estaba desconcertada por la tensión. Condujo instintivamente los dedos sobre la frente, llevándose la sorpresa de toparse con la tersura repulsiva de su cerebro, asomando a través de un enorme orificio horadado en el hueso frontal del cráneo. Apartó los dedos de aquel contacto inesperado, con su respiración incrementándose por la agitación.
– ¿Qué significa esto? ¡Joder! ¿Qué me ha pasado?
– Ya te cuesta asumir que estás muerto…
Lidia.
Ángela.
Su hermosa y maravillosa mujer.
Su preciosa hijita.
Lidia tenía 36 años.
Ángela, 6.
El destino se comporta mucha veces de forma caprichosa, asentando de manera indiscriminada e injusta el dolor más profundo en el seno de una bendita familia formada por el amor y la consideración hacia el resto de las personas.
No estaba preparado para verse en una confrontación caprichosa y circunstancial con una miserable alimaña inadaptada, cuyo axioma era valerse de la violencia criminal para la consecución de sus sucios propósitos.
Carter lo supo cuando entraron en la sucursal bancaria. Un joven alto, desgarbado, vestido con vaqueros desgastados y con la personalidad oculta bajo un pasamontañas de lana negra los incluyó como rehenes en su asalto. Estaba fuera de sí. Consumido por el síndrome de abstinencia. Precisaba de un buen puñado de dinero para adquirir su dosis de droga. Salivaba. Pestañeaba sin cesar. Ordenaba de forma brusca a la familia recién llegada, a la cajera y al director. De alguna manera, este último pudo pulsar el botón de alerta a la policía. En escasos cinco minutos, el banco fue rodeado por tres coches. Todo transcurrió demasiado rápido para el ladrón. Al revés que para Carter, que vivió lo acontecido, escena a escena, a cámara lenta.
Aquel desgraciado perdió los nervios. Sin esperar a nada, se hizo con Lidia y Ángela, y con ambas se dirigió a la entrada. Exigió a los agentes que le dejaran irse en un coche. Si no cedían a sus deseos, empezaría a matar a los rehenes uno a uno.
Carter apreció que lo decía en serio. Estaba desquiciado. Enloquecido. Era un ser que no valoraba una vida ajena.
Sin venir a cuento, se escuchó un disparo. Acababa de ejecutar a su mujer delante de Ángela, demostrando a la policía que iba en serio.
Lidia cayó fulminada, exangüe sobre el suelo de la entrada, formándose un charco con su sangre. Carter gritó, desesperado. Corrió hacia ellos. Conforme se aproximaba, percibió los disparos procedentes de la policía. Aquel bastardo se agachó. Ángela logró desasirse de la mano izquierda del criminal, echando a correr hacia los brazos de su padre. Carter estuvo pendiente de la llegada de su hija. El estallido de una descarga se propagó por el interior del banco. Cuando Ángela quedó recogida contra el pecho de su padre, lo hizo debilitada, empapándole la pechera de la chaqueta con su sangre infantil.
En ese instante, Carter vio como su mundo perfecto se desmoronó con la facilidad de un castillo de arena.
Fueron apenas ochenta segundos de ingrata demencia.
El tiempo que llevó desde la muerte de su mujer, pasando por la de su hija, para culminar con la del propio asesino a manos de la policía.
Días de luto.
La ceremonia respetuosa del funeral.
El entierro prematuro de sus dos seres queridos.
Un dolor profundo. Una incomprensión infinita.
Los días de duelo fueron sustituidos por su adaptación a un mundo irreal.
Lidia. Ángela.
Ángela. Lidia.
Su existencia lastrada repentinamente por el deseo sanguinario brutal de un miserable inadaptado.
Estuvo dándole vueltas a lo inútil de su existencia.
Su tristeza fue sustituida por un ansia de venganza. De pura furia.
Tras días de cierta indecisión, buscó la dirección de la familia del asesino de su mujer e hija.
Se armó de una escopeta de repetición y se dirigió en la mitad de una tarde, dispuesto a impartir su propia justicia.

– ¡La diversión está muy cercana!
– ¡Cállate! ¡No soporto oírte!
– ¡Ja! ¡Vete acostumbrándote!
Sus pies estaban en carne viva. Llevaba no horas, si no innumerables días dirigiéndose por aquellos pasillos entrelazados que conducían a ninguna parte en particular. Su estómago estaba revuelto. No de hambre. Si no de los ardores del odio más nefando. Constantemente se tocaba la horrenda herida infligida a su frente.
Entonces…
Una figura surgió repentinamente al doblar la esquina de un camino. Entre sombras, su perfil era neutro. Cuando se movió y se le acercó, pudo ver que estaba igual de desnudo como lo estaba él. Lo primero que le llamó la atención del recién llegado fue la enorme llaga que supuraba sangre viscosa procedente de su estómago.
– ¡Joder! ¡Estás peor que yo! – le dijo, enfurruñado por el encuentro. – Ni que te hubieran pegado un buen tiro en las tripas.
Cuando el extraño alzó el rostro pálido y contraído por la ira, lo reconoció al instante.
Era el padre de aquella niña. (Ángela)
El marido de aquella mujer. (Lidia)
Aquel  hombre llamado Carter se contuvo como pudo por unos segundos.
Finalmente separó los labios para simplemente musitarle:
– Por fin te encuentro. Tuve que matar a tus padres y a tu hermana para obtener la condenación eterna.
Tomó impulso como un atleta al iniciar una carrera de cincuenta metros lisos, y sin más, se abalanzó sobre el autor de la muerte sin sentido de Lidia y Ángela.
Se entabló una pelea antológica. Una lucha que se repetiría constantemente entre aquellos dos contendientes.
A su vez, una carcajada estridente se expandía por las paredes de los pasillos metalizados del laberinto en forma de eco, evidenciando el soberano del mal eterno lo satisfecho que estaba por haberlos reunido a ambos en aquella prisión del inframundo.

Jugando con la arena.

                  Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.


                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.


                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


La llamada inadecuada.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si acaso está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante. Está del todo… ausente.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

– Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
– ¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína a los veintitrés.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…

El mensajero de la Muerte. (Relato revisado).

I


Era un día desapacible, lluvioso y bastante frío. Mes de enero del nuevo año en curso.
Tim Blueberry estaba al lado del semáforo de peatones, esperando a que el dispositivo de señales del lado contrario de la calle se pusiera verde para así poder cruzar el paso de cebra. Había escaso tráfico a eso de las siete de la mañana, aunque al ser un barrio de los suburbios de la urbe no era de las zonas más transitadas a lo largo del día. Tim tenía desplegado el paraguas. Era un modelo plegable de bolsillo, de los que suelen regalarse en los supermercados de vez en cuando con la publicidad de la marca en la lona impermeabilizable de la misma. Faltaban quince segundos escasos para el cambio de luz, cuando un extraño se situó a su lado. Era bastante alto, delgado y vestía un largo impermeable azul marino que le llegaba hasta las pantorrillas. Sobre la cabeza un sombrero a juego para la lluvia. Sus facciones eran chupadas. Extrañamente, llevaba puestas unas gafas de sol estilo a las que utilizara en vida John Lennon, de lentes pequeñas y circulares.
La luz se puso verde.
Era hora de cruzar la calle.
Tim – le dijo al oído el hombre espigado, encogiéndose lo necesario para que le oyese.
Tim se quedó rígido.
El segundero debajo de la luz indicaba quince segundos restantes para recorrer el tramo que había de una acera a la otra.
Pero Tim ni se movió.
Volvió la cabeza, observando que el hombre se había estirado de nuevo.
– ¿Nos conocemos de algo? – preguntó intrigado.
El hombre estaba quieto. Parecía ni estar respirando.
– No – le contestó con voz monocorde.
Sin emoción.
– Entonces… – quiso continuar Tim, algo incómodo porque alguien que le era desconocido supiera su nombre de pila.
– Señor, vengo a decirle que su mujer y su hija están ya muertas.
En cuanto terminó de decir la frase, el extraño se marchó de su lado.
Tim tardó en reaccionar.
Hasta…
– ¿Qué dice? ¿Cómo puede decirme eso? Imposible. No. NO. Si acabo de dejar de verlas hace media hora. Desayunando…
Empezó a seguir al hombre del impermeable. Este se iba distanciando a largas zancadas. Andaba deprisa. Tim redobló sus intentos por alcanzarle, cuando la melodía de Dean Martin cantando la canción “Sway” procedió desde un bolsillo de su abrigo. Era el tono de llamada de su teléfono móvil. Se tuvo que detener en su caminata para atenderlo. En la pantalla vio el nombre de Kathy Moore. Era la vecina del piso de al lado.
Descolgó, aturdido por esa llamada.
– Dime, Kathy. Iba camino al trabajo.
– Timothy.
– Si.
– No sé cómo decírtelo.
– ¿El qué?
– Mary… Su depresión. Está aquí la policía. Por favor, ven rápido. Ha matado a Anita y luego se ha suicidado.



II


Patrick Lens estaba al borde de un ataque de nervios. El negocio particular que mantenía con su amigo y socio Robert Dumars estaba cerca de la suspensión de pagos. Se dedicaban a la producción de videojuegos de acción para ordenadores personales. En un principio, los primeros juegos tuvieron una gran aceptación. Llevados por el optimismo, contrataron a más programadores y resto de personal para la creación de los siguientes productos. En este caso, los números empezaron a no ser tan rentables. Tras tres sonoros fracasos de ventas, estaban ya a punto de cerrar la empresa. La última esperanza era el videojuego que estaban creando en ese momento. Pero necesitaban la inyección económica de un nuevo socio. Si no lo conseguían, todo se iría al garete. Robert había hipotecado su patrimonio personal, mientras Patrick había pedido un préstamo a un usurero, desesperado por intentar mantener el equipo de producción operativo unas semanas más.
Esas semanas ya estaban pasadas.
Su futuro ya era negro como el betún.
Estaba frente al escritorio de su despacho, esperando la llegada de su socio, cuando Virginia le anunció la llegada de una visita.
– ¿De quién se trata? No tengo a nadie citado en la agenda para esta hora – le contestó por el interfono.
La realidad es que llevaba sin tener una cita concertada en su agenda en el último mes y medio.
– No quiere darme su identidad. Simplemente dice que tiene que hablar contigo.
Patrick no estaba por recibir visitas inesperadas. Se terminó de morder una uña antes de dar el visto bueno.
– Déjale pasar. Puede que sea un mecenas de última hora que nos rescate de la hecatombe – dijo con risa nerviosa.
Cinco segundos después la puerta de su despacho fue abierta.
Patrick ni se movió de la silla. Estaba conforme con su ruina. ¿Qué le quedaba? ¿El suicidio?
El visitante era alto y delgado. Vestía un traje oscuro y llevaba unas ridículas gafas de sol de lentes redondas sobre el puente de la nariz.
– Dígame caballero. No se a qué viene, pero en fin, ya que está aquí, o bien me cuenta un chiste o me cita una esquela de la sección de necrológicas del diario. Lo mismo da, dada nuestra situación empresarial – se burló Patrick. Se colocó los pies encima de la mesa, y sin reparos le ofreció al recién llegado una mueca de desdén en los labios.
El hombre se mantuvo erguido, sin moverse un ápice de su sitio.
Tenía los dedos de las manos entrelazados sobre el vientre.
– Patrick. Tengo que comunicarle que sus padres están muertos.
Patrick se quedó de piedra. Se le borró la sonrisa falsa del rostro.
Bajó los pies.
Estaba al borde de la indignación.
– Maldito hijo de puta. A burlarse de su propia familia. Mis padres están perfectamente.
– Vengo también a decirle que Robert Dumars está muerto.
– ¿Qué es esto? Espera. Alguno de los empleados me está gastando una broma. Dada nuestra situación, querrá vengarse de esta manera. Pues me parece una auténtica memez. A reírse de sus muertos. Le despediré anticipadamente, ja.
Se incorporó de pie. Estaba exaltado. Estaba a punto de ir a por el hombre alto. Tenía ganas de echarlo a patadas. Finalmente apretó el interfono.
– ¿Sí, Patrick? – contestó Virginia.
– Hazme el favor de llevarte a este señor de aquí antes de que le de un buen puñetazo y le reviente sus estúpidas gafas.
El hombre de las lentes oscuras se mantuvo impertérrito, fijo en su lugar.
– La mujer de Robert Dumars también está muerta – concluyó.
Fue entonces cuando se dio la media vuelta, y antes de que acudiera la ayudante, abandonó el despacho.
– Maldito chiflado – masculló Patrick.
Virginia asomó medio cuerpo por el quicio de la puerta, preocupada.
– ¿Sucede algo malo, Pat?
Este se dejó caer en su silla.
La miró, desquiciado.
Todo estaba perdido. Su negocio, su vida.
– Será un puñetero jugador. Conoce nuestros nombres. Los ha debido sacar de Internet o de los créditos finales de los juegos.
Media hora más tarde vino lo peor.
Recibió la visita de un inspector de policía.
Su socio Robert Dumars había acudido armado al domicilio de Patrick, y al no encontrarle ahí, optó por acabar con la vida de sus padres. Acto seguido Dumars fue a su propia casa, asesinó a su mujer y terminó quitándose la vida de un tiro en la boca.
Definitivamente, todo estaba acabado.
A los pocos días, Patrick se quitó la vida arrojándose a la vía del tren.



III


El párroco estaba a punto de dirigirse al confesionario. Eran las once menos cinco de la mañana. La hora de atender los gestos de arrepentimiento de los feligreses más creyentes de la iglesia de Santa Eugenia.
En las décadas más recientes, el curso del tiempo estaba llevándose a la mayoría de los parroquianos. Eran todos mayores, y la juventud no se sentía atraída por ir a la iglesia. Así que no le era extraño encontrarse poca gente rezando de rodillas en los bancos, esperando el turno para ir a confesarse los pecados livianos que agobiaban sus conciencias.
Justo cuando iba camino del confesionario, vio a un hombre de edad indefinida. Estaba de pie, como si estuviera aguardando su llegada. Vestía un traje de luto, con unas diminutas gafas de sol que ocultaban su mirada. El padre Stephen pensaba que no tendría más de cincuenta años. Al pasar a su lado, lo saludó con una inclinación de cabeza y una media sonrisa.
Entonces…
– Padre Stéfano.
El párroco se quedó quieto. Nadie le llamaba por su nombre en italiano.
– Dígame.
– Tengo que decirle algo.
– Ahora mismo empieza el horario de confesión. En cuanto llegue su turno, podrá decirme todo cuanto le aflige, hijo mío.
Quiso continuar andando hacia el confesionario, pero aquel hombre espigado y delgado alargó su brazo derecho y posó la mano sobre su hombro izquierdo, impidiéndole marchar.
– Hijo mío, tengo que iniciar el oficio de la confesión a mis feligreses.
El rostro del hombre permanecía inmutable.
Simplemente sus labios quedaron separados por unos segundos ínfimos para decir:
– Padre. Hoy usted muere.
Aflojó la presión de los dedos sobre el hombro del sacerdote.
El tiempo que este se quedó pensativo fue el necesario para que aquella persona abandonara la iglesia por una de las entradas laterales.
El padre Stephen se quedó bastante azorado. Tenía sesenta años. Su salud era buena.
Evidentemente, aquel hombre debía de estar trastornado para haberle dicho eso.
Reanudó su marcha hacia el confesionario.

El resto del día todo transcurrió con absoluta normalidad. Se confesaron siete feligreses. Ofició dos misas y por la tarde el rosario.
Fue justo al cierre del templo, las siete de la tarde, cuando vio una figura que le llamó la atención. Era un chico joven. Estaba sentado medio encogido en uno de los últimos bancos. Conforme se acercaba a él, vio que tenía muy mal aspecto. Ropa descuidada y sucia. Tendría como mucho veinte años. Los ojos vidriosos y el rostro enjuto y enfermizo. El joven le miraba con desconfianza conforme se le aproximaba al banco en el cual estaba sentado.
Al verlo de cerca, el padre Stephen supo que era un drogadicto.
– Hijo mío. Es hora de que salgas. Voy a cerrar las puertas del templo – se dirigió a él con voz suave y cariñosa.
El joven lo miró fijamente. De repente se alzó y exhibió una jeringuilla usada.
– Déme todo el dinero que le hayan dado hoy – le amenazó, usando la jeringuilla como si fuera un arma blanca.
– No puedo, hijo mío. Lo poco que se me entrega, son donativos para la Iglesia. Tienes que entenderlo – suplicó el padre Stephen.
Pero el joven dominado por la falta de dosis en su salud enfermiza perdió todo control sobre sí mismo.
Se echó encima del cuerpo del sacerdote. Empuñó la jeringuilla contra su cuello, quebrándose la aguja bajo la piel. El padre Stephen cayó al suelo de espaldas. El joven lo acompañó en su caída a causa del impulso. Rota la jeringuilla, extrajo un punzón del bolsillo de los pantalones. Desenfrenado, en el suelo le hincó varias veces la punta de la herramienta en el rostro. Alcanzó sus ojos, sus oídos, su garganta…
– No, hijo mío… Qué me haces…- imploró el padre Stéfano.
Poco a poco fue perdiendo fuerzas.
Su vista se nubló por las incisiones. El dolor lo acompañó. La sangre le fue llenado su propia garganta, atragantándole, sin que pudiera decir más.
El joven agresor persistió en su violencia, enloquecido, sin saber que el sacerdote acababa ya de morir, y por tanto, ya no era necesario continuar cebándose en su cadáver.
Cuando se hubo calmado, y sin haber rebuscado dinero alguno, abandonó la iglesia por una de las salidas laterales.




IV


Era una habitación miserable de una pensión de mala muerte. Disponía de lo mínimamente necesario para que un ser humano pudiera vivir ahí.
Una llave giró en la cerradura. El huésped tuvo que insistir tres veces hasta que por fin pudo tener acceso a su hogar.
Cerró la puerta con suavidad y colocó el pestillo del cerrojo.
Seguidamente se dirigió hacia su lecho.
Se tumbó sin quitarse la ropa que llevaba puesta, un traje oscuro.
No había encendido ninguna luz.
No le hacía falta.
Sus dedos sujetaron las gafas diminutas de lentes oscuras. Se las apartó de los ojos y las depositó encima de la mesita de noche.
Tenía los párpados pesados.
Estaba debilitado por el esfuerzo derrochado a lo largo del día.
Se llevó los puños a los ojos y se los restregó con fuerza.
Al fin pudo dejar traslucir sus emociones.
Empezó a llorar con fuerza.
Como un niño pequeño.
Él, que era alto.
Metro ochenta medía.
Él, que llevaba tantos años echados a la espalda.
Acababa de cumplir los 47.
Nunca se acostumbraría a su dolor.
Continuó frotándose los ojos.
En la oscuridad, surgieron destellos.
Como luces parpadeantes de un árbol de navidad.
Quiso apretar los dientes para no gimotear más.
Pero le fue imposible.
Y así estuvo llorando en soledad, maldiciendo una vez más su don como mensajero de la muerte de los demás.

Especial Relato de Halloween: "El error de Bertelok".

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su principal objetivo era sembrar el caos y la incertidumbre en el género de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía ropajes llamativos, similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, estaba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz y debería de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde las calderas de ácidos contenidos bullentes eran removidos constantemente para ser aplicados sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus teces pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar más acogedor que el averno.