Recuperación de un clásico de Escritos de Pesadilla: El Enanito de Jardín.

Vincent acudió a la caseta del vigilante del vertedero. Cargaba con un bulto considerable introducido en un saco de arpillera.
– ¿Qué demonios has encontrado que sea de tu interés esta vez? – se interesó Cassius, enfocándole con la linterna.
– Es una figura de jardín. Y está entera.
Lo depositó en el suelo y le quitó de encima la tela del saco.
– Joder, qué feo – exclamó el vigilante.
Era un enano deforme. Su rostro era terrible. Como si hubiera sido de cera y por la cercanía a una fuente de calor estuvieran fuera de sitio los rasgos faciales. Un ojo caía un centímetro del otro en la imperfección de la simetría más lógica. La nariz estaba retorcida y aplanada. La boca colgaba de medio lado. Y de las dos orejas, le faltaba una.
– No es un actor de cine. Es una figura decorativa para el jardín. Me viene de perlas. Con esta pinta, asustará a los críos del vecindario y ya no se me colarán para hacer gamberradas con las flores – declaró Vincent.
– Bueno, allá tú. Me están entrando escalofríos a mí de solo verlo – Cassius apartó el haz de luz de la linterna.
La escultura era horrenda de récord guiness.



Vincent situó el enanito justo entre las flores. Los crisantemos, los tulipanes y las rosas se lo iban a agradecer. De hecho pasaba el hijo del vecino, de siete años y al ver la figura, echó a correr por la acera hasta refugiarse en su casa.
– Así da gusto ver tu efectividad, je, je. Te voy a llamar Mr. Scary. Sigue espantándomelos. No quiero que ninguno pise ni una brizna de la hierba de mi jardín – dijo Vincent, pasándole la mano por encima de la cabeza.
Esa misma noche durmió de manera muy relajada.
En los días venideros sus flores continuaban ofreciendo el aspecto agradable del día anterior. No se apreciaban pisadas de los niños sinvergüenzas que solían entrar para jugar al fútbol cuando el no estaba presente en casa.
Entonces fue cuando desapareció el hijo de los Garrinsons. Tenía ocho años. Vincent estaba espantado al igual que el resto del vecindario. Una cosa es que no le cayeran los pequeños en gracia, y otra que pudiera haber un secuestrador merodeando por la zona residencial de Greenleaves.
La policía del condado hizo preguntas a todos los residentes y poco pudo sacar en claro.
Lo peor vino a los pocos días.
El hijo pequeño de los Huggins, Teddy, de seis años, había desaparecido del mismo modo que el primero.
Vincent empezaba a mostrarse muy nervioso.
Eso llamó la atención de la policía.
Cuando menos se lo esperaba, acudieron a su casa con una orden de registro.
No encontraron nada que pudiera incriminarle, hasta que un agente se fijó en la figura ubicada entre las flores.
– ¿Qué coño es eso? – preguntó el agente Jones.
– Un enanito de jardín. Se llama Scary. Lo puse para que los críos del vecindario dejasen de tocar las plantas – le aclaró Vincent.
El aspecto de Vincent era deprimente. Llevaba una semana y media sin haberse lavado, sus ojeras eran muy pronunciadas y estaba vestido con una simple bata. También llevaba cierto tiempo sin haber acudido al trabajo y estaba al borde del despido.
El agente revisó la figura más de cerca. Pudo percatarse que estaba situada sobre un montón de tierra recién removida y aplanada.
– Joder. Hay que cavar aquí – ordenó a sus hombres.
Media hora más tarde, el jardín bien cuidado de Vincent quedó convertido en la escena del crimen. Fue precintado. Acudió el médico forense de la policía para identificar los restos depositados debajo de la figura del enanito de jardín.
Vincent estaba aterrorizado.
¡Él no los había asesinado!
Había sido Scary.
El enanito que impedía que los niños le destrozaran las flores con sus gamberradas.
Los agentes tuvieron que esposarle y alejarle del lugar en un coche patrulla por motivos de seguridad del propio inculpado.
Era una localidad pequeña. La voz había corrido de casa en casa y los vecinos estaban indignados. Si no se lo llevaban, tendrían que protegerlo allí mismo de un intento de linchamiento popular.

Un año más tarde Vincent Stew fue condenado a la pena capital por el secuestro y posterior asesinato de dos niños de Greenleaves.

Mientras, el enanito de jardín estaba depositado de nuevo en alguna parte del vertedero cercano.
La mueca de su boca sonreía con malicia.
Él siempre había sido así.


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Incidente en el hipermercado.

Bueno. El jueves pasado regresé a mi puesto de trabajo en el hipermercado. Desde entonces, el monstruo de Frankeinstein está atendiendo a la clientela, ja, ja. Si tenía alguna duda ante mi vuelta, esta quedó disipada por el genial recibimiento por parte de los empleados y jefes. La realidad es que me emocioné y todo. Con motivo de semejante acogida, vuelvo a publicar este relato desenfadado de terror cómico trágico que transcurre en un hiper. He modificado un par de frases un poco sosillas. Decir que fue subido en la primera época donde no di a conocer el blog, así que puede decirse que se estrena hoy cara al gran público. 
Como es de justos ser agradecidos, dedico “Incidente en un hipermercado” a la buena gente del híper, a mis compañeros auxiliares y a los compañeros vigilantes del centro comercial donde curramos, a la médica de cabecera de la seguridad social, María (que no a la de mi mutua, ja, ja) y a los dos agentes de la policía municipal de Berriozar. Para todos ellos va este monstruoso relato.

Incidente en el hipermercado
(Entrevistas del reportero a diversos testigos
de cara al telediario de las tres de la tarde)



LA AMIGA

– Usted conocía a la cajera.
– Si. Era amiga mía aparte de ser compañera de trabajo.
(gimoteo)
(sorbido de mocos)
– ¿Cómo se llamaba la chica?
– Helena del Valle, con h de hospital. Dios mío. Si solo tenía 21 años recién cumplidos el pasado mes de octubre.
– ¿Se encontraba bien? ¿No se le notaba rara últimamente?
– No…
Se corta la entrevista. La muchacha no puede continuar hablando a la cámara.

(Escena eliminada en la fase de postproducción del reportaje)


UN CLIENTE ASIDUO DEL CENTRO COMERCIAL

– Según tengo entendido, usted estaba guardando cola en la fila de la cajera que con sus actos incivilizados, ha conmocionado al público presente en el centro comercial.
– Así es. Me encontraba justo detrás de la señora oronda del pelo oxigenado.
– De modo que pudo verlo todo con claridad meridiana.
– Aja.
– Por favor, haga el favor de narrarnos lo sucedido en la caja número veinticinco del Hipermercado “El Oso Bailón” a las diez y media de esta mañana.
– Verá. Yo estaba colocando unas coliflores en la zona de espera del mostrador mientras la señora situada delante de mí terminaba de pagar lo suyo. Creo que fue al tenderle la tarjeta de crédito a la cajera. Esta chica tenía muy mala pinta desde un principio. No hacía más que sudar, nos miraba de una forma un poco rara, se rascaba el brazo derecho donde llevaba puesto un gran vendaje y juraba en arameo contra todo el mundo.
– Usted afirma que lucía un tipo de vendaje muy llamativo en uno de los brazos.
– Si. En el derecho. Era un montón de vendas enrolladas de mala manera desde el codo a la muñeca. Estaban sucias de sangre fresca y olía a perro muerto. Ni que tuviera gangrena.
– Sigamos con lo que pasó con la cliente que le precedía a usted en la fila.
– Nada. Que la cajera en vez de agarrar la tarjeta de crédito le sujetó la mano y se puso a comerse los dedos de la pobre infeliz.
– Esa debió de ser una escena tremenda.
– Si. No crea lo mal que lo pasé en ese rato. Yo creía en principio que la chavala simplemente quería gastarle un broma muy pesada, pero no fue así. Se los fue arrancando uno a uno y se los fue masticando a dos carrillos antes de tragárselos de golpe con huesos incluidos. No vea cómo se le dilató la garganta. Daba asco.
– ¿Qué pasó después de la agresión de la cajera a la cliente?
– Oh. La mujer gorda se desmayó delante de mí y casi me tira al suelo. Y la cajera abandonó su puesto detrás de la caja registradora para echar a andar a grandes zancadas por la galería comercial. Se puso a berrear como una chalada y espantó a toda la gente que andaba cerca de aquella zona del híper. Empezó a perseguir al señor de las gafas oscuras que vendía cupones de los ciegos y después debió de intervenir con cierto éxito el equipo de seguridad del centro. Ya no vi más. La gente se colocó delante de donde yo estaba, y por más que estirara el cuello y me pusiera de puntillas, no pude ver ya lo que pasaba.
– Entendido. Muchas gracias por su relato de los hechos.

(Entrevista válida)


EL VIGILANTE QUE RESULTÓ ILESO

(El vigilante muestra en principio una actitud muy desconfiada)
– Espero que oculten los rasgos de mi rostro. Y procure no enfocar bien los emblemas de la empresa y el número de placa. Mientras estoy de servicio no se me pueden sacar imágenes.
– No se preocupe. El cámara forzará un desenfoque con la lente. Su silueta saldrá borrosa.
– Entonces adelante con lo que usted quiera.
– Vale.
(Se comienza a grabar)
– Estamos con el único vigilante de seguridad del Hipermercado “El Oso Bailón” que no sufrió heridas de consideración durante el incidente de esta mañana con una cajera del centro.
– ¡A Dios gracias!
(Se mira las manos)
(Suspira de alivio)
– Cuéntenos por favor la intervención que tuvieron que hacer hasta la llegada de la primera dotación de la Policía Nacional.
– Primero tengo que precisar que un compañero se ha quedado sin su preciada nariz y parte del labio superior, y al otro le faltan los dos ojos.
– Ya.
– Esa jodida (censurado) estaba mucho más que chiflada. No había forma humana de poder contenerla. Cuando llegamos a la zona alertados por el jefe de seguridad nos la encontramos sentada a horcajadas encima del pecho del vendedor de los cupones para los ciegos. En ese momento le acababa de arrancar la lengua con unos alicates sacados de no se sabía dónde.
– Increíble.
– Encima la puta (censurado) tía disfrutaba con lo que hacía. Se tragó la lengua como quien se zampa un espárrago triguero de un sólo bocado.
– Si es tan amable de describirnos el momento en que ustedes tres redujeron a la cajera problemática.
– ¿Reducirla dice? ¿No le he contado ya que la hija de su madre agredió a mis dos compañeros nada más verlos?
– ¿Y cómo es que usted fue el único del equipo en resultar ileso del todo?
– Joder. Me largué de allí cagando leches. Pero esto último bórrelo de la grabación. Si se enteran los inspectores de Seguridad Privada, me quitan la placa y voy al puto paro.
– Pero ya me explicará entonces quién fue la persona que se encargó de detener los impulsos agresivos de la chica.
– Oh. Creo que fue un dependiente de la sección de bazar que empleó una motosierra.

(Algunas escenas de la entrevista serán cortadas por el realizador)


EL NOVIO DE LA CAJERA

– Buenas. Tenemos entendido que usted era el novio de la cajera.
(El chaval está conmovido)
(Con la moral por los suelos)
(Tarda un rato en contestar)
– Si.
– Me imagino que nunca esperaría este tipo de comportamiento en Helena.
– Jamás. Aunque en los últimos días sí que estaba un poco cambiada.
– ¿Se está refiriendo a que algo pasaba con Helena?
– Si. Y todo por la culpa de sus tres estúpidas amigas del híper. Se les antojó la semana pasada celebrar una sesión de ouija en casa de Helena. Desde aquella sesión se le notaba distinta.
– ¿En qué forma se le notaba diferente?
– Empezó a farfullar en lenguas desconocidas para ambos. Yo sé algo de inglés pero ella sólo hablaba el castellano. Luego me enteré por parte de un cura que algunas de las cosas que ella decía eran en latín.
“Otro día que estábamos de paseo se puso a charlar con un tío desconocido de Somalia o de Nigeria. Era de esa parte de África y estaba vendiendo discos piratas de Shakira en la avenida principal donde toda esa gente hace la venta top manta. Helena se le debió insinuar sin más en su propio idioma porque tuve que sacudirle al tipo un buen rodillazo en los huevos cuando empezó a toquetearle las tetas.
“Luego hace cosas de dos días le empezó a picar el brazo derecho. No paraba de arrascárselo con las uñas hasta ponerlo en carne viva. Por eso llevaba el vendaje. Ayer por la noche le vi la herida y tenía muy mala pinta. Ya le dije que no acudiera hoy al trabajo. Que fuera al médico a pedir la baja. Porque además empezaba a oler a carne podrida. Pero no me hizo ningún caso. Gruñó y se cenó un filete de buey poco hecho antes de irse a la cama.
– Retomemos la sesión de ouija.
– Dichoso jueguecito. El otro día tiré la tabla y la patata a la basura.
– ¿La patata?
– Si. Es que en vez de utilizar un vaso para contactar con los espíritus, usaron una patata de la Granja de San Basilio.

(Entrevista válida)


EL VALEROSO DEPENDIENTE

– Con nosotros está el héroe del día. Sin cuya intervención, el caos creado por la cajera Helena del Valle, pudiera haber desembocado en un lunes más trágico todavía.
– Bueno. Mi compañera parecía estar dispuesta a hacer una buena escabechina. Je, je.
(Es un chaval de 18 años)
(Se le nota orgulloso de su hazaña)
(Portaba la motosierra entre las manos)
(Con los dientes de sierra enrojecidos de sangre)
(De la sangre de Helena del Valle)
– ¿Usted cree que la cajera estaba enloquecida por algún tipo de droga?
– No. Yo soy amigo de Raquel, una de sus amigas. Me dijo que tuvieron una sesión de ouija y que la cosa salió no del todo bien. Se debieron llevar un susto con una entidad que contactaron.
– ¿Qué clase de entidad?
– Una cosa que dijo llamarse Freddy Muerte. Se ve que se sintió ofendido porque las chicas estaban utilizando una patata para comunicarse con él y les dijo que iba a poseer a una de ellas para que no volvieran a intentarlo en la próxima sesión con un tubérculo.
– Mejor que abandonemos el tema. Ahora cuéntanos la manera en que abordó a Helena del Valle.
– Bueno. Me enteré del tema por otra de sus amigas. Como le dije, se ve que estaba poseída por el espíritu que aborrecía la utilización de las patatas en las sesiones de la ouija. Supe lo de la cliente y lo del vendedor de la lotería para ciegos por la joyera, que es una chismosa, ja. Así que me hice con una motosierra que estaba en la exposición de jardinería del pasillo central. Cuando llegué a la galería comercial, vi a uno de los vigilantes perdiendo el culo, mientras los otros dos estaban retorciéndose de dolor en el suelo. También vi a Helena, que estaba loca de atar.
“Se me quedó mirando un par de segundos.
“Los suficientes para poner en marcha la motosierra y arrancarle la cabeza de cuajo.
(Enciende la motosierra)
(Enseña los dientes en una sonrisa de euforia plena)

(Entrevista válida)


EPÍLOGO FINAL DEL REPORTAJE EMITIDO EN EL TELEDIARIO DE LAS TRES

– Con la situación ya finalmente controlada y con el Hipermercado “El Oso Bailón” abierto de nuevo al público, se despide Ulises González para Antena Nueve.
“Y recuerden una cosa.
“Si deciden celebrar una sesión de ouija, nunca se les ocurra utilizar una patata.


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Pensamientos infantiles.

“Cuando los pensamientos son impulsados por la excesiva imaginación y perversidad de un niño, hasta el mayor de los seres deleznables de la historia de la maldad es un mero angelito tierno con alas de algodón al lado de semejantes infantes.”

(Robert A. Larrainzar. 19 de enero de 2011.
 Escritor amateur de terror de medio pelo).

1.

Pollock estuvo contemplando desde la distancia el discurrir de la tarde, esperando que llegaran las 15:00. Se entretuvo jugando con el teléfono móvil hasta que apreció el movimiento de padres aguardando la salida de los críos del colegio elemental de Westbury. Se mordisqueó la uña del pulgar derecho. Sonrió con evidente sarcasmo. Aquellos puñeteros lugareños disponían de una escuela sin ningún cierre de protección. Seguramente no existía ninguna clase de delincuencia en la localidad, pero aún así no era entendible para su mentalidad neoyorquina. Cualquier extraño podría arrimarse al patio e intentar colar algo de droga para los más creciditos.

Se sacudió los hombros, aferrándose al volante de su Volvo 850 R color vainilla, aunque el tono estaba descolorido por el descuido de su dueño. A través del vidrio tachonado de mosquitos muertos en su choque desproporcionado contra el parabrisas cuando el vehículo circulaba por las autopistas nacionales de la costa este pudo cerciorarse que un alto porcentaje de la chavalería iba alejándose,  tomados de la mano de sus respectivos padres. El resto, regresaba con desparpajo o bien en grupitos o en solitario. Todos ellos atravesaban el paso de cebra situado al lado del colegio. Ahí había un solícito voluntario con un cartelito de aviso que ponía “stop”, deteniendo la algarabía de los menores, hasta advertirles cuando podían cruzar hasta el otro lado de la calle.
En un momento dado, los ojos del hombre de la señal se fijaron en los suyos. Lo hizo lo más disimulado posible. A la vez hizo girar el mentón hacia la figura de un crío de oscura melena.
El niño iba a su aire, cargando la mochila con cierta desgana. Era delgaducho y de tamaño minúsculo para los diez años que tenía. Lo que más le llamó la atención fue el rostro del chico.
Se rió por lo bajo. Con lo condenadamente racista que era, el niño seleccionado para ser secuestrado tenía que ser ese de entre todos los enanos paletos de aquel pueblo de ilusos, donde las puertas principales de las casas no se cerraban bajo llave y las hojas de las ventanas estaban abiertas a medio subir en cuanto apretaba algo la temperatura.


2.
– Ya has visto el niño que hay que raptar para pedir el rescate – le dijo Rodney, el voluntario escolar que vigilaba el paso de peatones cuando abría y cerraba el colegio.
– Joder, tío. Estás de coña. No me hablaste de secuestrar a un puñetero niñito japonés de dibujos animados – Pollock apagó su cigarrillo en el cenicero situado encima de la mesa de la cafetería. Degustó la parte final del café cargado sin ocultar su perplejidad.
– Escucha, idiota. Aparca tus prejuicios raciales el tiempo que dure este trabajito. El muchacho no es asiático. Es americano. Simplemente que procede de Alaska. Es un inuit. Esquimal, que este término seguro que es más entendible para tus neuronas a medio evolucionar.
– Además de huerfanito. Cómo se me conmueve el corazón de cabrón asentado dentro de la coraza de mis costillas, ja.
– La cuestión es que sus padres adoptivos son los Collarson. Son dueños de una editorial de categoría media, pero bien posicionada a nivel nacional. Tienen una casa enorme de aspecto colonial, un buen terreno que lo circunda, dos coches de marca. Organizan fiestas literarias una vez al mes con el fin de promocionar a sus escritores menos conocidos. Lo dicho, su patrimonio es bastante envidiable, y más si se compara con las cuentas corrientes que manejamos tú y yo. Así que estarán más que dispuestos en aportar una suma decente por la recuperación de su hijito, que se llama Miki por cierto.
– Como Mickey Mouse, ja, ja.
– Condenado malnacido. Déjate de memeces. Pide por Dios otro café negro y concéntrate en la ejecución del plan para mañana. Todo tiene que salir perfecto. Un secuestro exprés y un montón de billetes verdes que nos permitirá vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada.
– Está bien. Te prometo no decir ninguna chorrada más en un buen rato. Pero me sigue haciendo gracia que ese enano sea chino, ja, ja.



3.
El niño estaba sentado entre los dos hombres. Pollock conducía, mirando de reojo a Miki.
– ¡Deja de reírte del pobre chaval, imbécil! – le echó en cara Rodney.
– Es que no puedo remediarlo. ¡Hasta Piolín es más grande, ja, ja!
Miki permanecía callado, con rostro pensativo. Ni siquiera pataleó cuando lo introdujeron en el coche de Pollock, y tampoco se quejó cuando Rodney le exigió que le diese su teléfono móvil. Eso sí, se negó a buscarles el número del móvil o de la casa de sus progenitores.
– Da igual. Ya lo encontraré yo mismo. Con entrar en el directorio… Una vez obtenido, llamaremos  desde una cabina a sus padres.
– ¿Para qué tanta molestia? Se les llama desde el móvil del enano y ya está. Encima vamos a pagar las llamadas, no te jode – dijo Pollock.
– Eres más tonto de lo que aparentas – se le encaró Rodney. – La mejor manera para que la policía localice la llamada es ponernos a utilizar el móvil.
– Oye, oye. Quedamos que vamos a amenazar a sus padres con matarlo si acuden a la pasma.
– Ya. Pero nunca se sabe. Pueden ser prepotentes y hacer caso omiso de la advertencia.
El niño mantenía los ojos cerrados. En la parte trasera del Volvo estaba su mochila volcada contra el suelo.
– Mis papás nunca harán caso a lo que les diga el vigilante del paso de cebra y a su amiguito gracioso – mencionó Miki sin mirarles.
– Estupendo, compañero. El mocoso sabe quién eres – dijo con desagrado Pollock.
– Eso es lo de menos. Cuando esté de vuelta y se lo diga a la peña, yo al menos ya estaré en otro estado del país …



4.
Rodney había alquilado una bajera en una nave industrial de las afueras de la localidad, utilizando para ello una credencial con datos falsos. Cuando llegaron, devolvieron la mochila al niño y le hicieron de acompañarles hasta el interior del local de cuarenta metros cuadrados. Constaba de paredes desnudas, con la pintura a medio levantar y sin ningún tipo de mobiliario, aparte de una manguera de incendios y un hacha dentro de la vitrina.
– ¡Joder, tío! ¡No hay ni sillas! – protestó Rodney.
– Si pensabas que iba a pagar el coste del alquiler de unos putos taburetes para unas pocas horas, la llevabas clara, amigo – se defendió Pollock, cruzándose de brazos.
– Estoy cansado de estar de pie – dijo Miki en un susurro monocorde.
Ambos lo miraron como si acabara de hablar una marioneta de Barrio Sésamo.
Pollock se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, cerca de donde estaba el pequeño.
– Tendrás que conformarte con sentarte en el puñetero suelo. Bastante es que te dejo mi anorak para que no se te enfríe el trasero, jolines.
Miki se acomodó con las piernas cruzadas. Dejó la mochila al lado. Cerró los párpados. Al instante sus facciones se relajaron, apreciándose una suave sonrisa en sus labios escuetos y resecos por el frío invernal.
– Demonio de crío. Esos Collarson tienen que estar de la azotea para ponerse a adoptar a un esquimal en miniatura – gruñó Pollock.
– Deja de meterte con el niño. Salgo un poco para mirar en el directorio del móvil. En cuanto de con el número de sus padres, uno de los dos se dirige a la cabina telefónica situada a media milla, donde la droguería abandonada.
– Míralo aquí. No sé para qué tienes que salir afuera, con la que rasca.
– Me meto en el coche, chalado. Que esta bajera parece una cámara frigorífica. No tardaré ni cinco minutos. En cuanto de con el teléfono, lo anoto, te lo doy y vas a la cabina telefónica. Ahora que lo pienso, Miki estará más tranquilo conmigo.
– Si tú lo dices.
Rodney abrió la puerta y salió al exterior, llevándose el teléfono móvil del niño consigo.
Pollock suspiró, desesperado por lo perfeccionista que era su compañero de fechorías.
Unas volutas de su aliento se expandieron como si estuviera fumando un cigarrillo.
– Tiene razón el compañero. Aquí hace un frío de la leche. Sintiéndolo mucho, niñito, vas a tener que devolverme mi abrigo. Así que levanta tu trasero enjuto, si no quieres que te aparte de un empellón – se dirigió hacia el niño.
– Yo no hago caso a un árbol – musitó Miki.
Pollock se quedó de una pieza. Aquel renacuajo era un espanto de mocoso. Ni cobrando cien mil dólares hubiera aceptado su adopción.
– Eres un árbol malo. Mereces morir, árbol – insistió Miki.
– ¡Maldito bastardo! ¡Como tus padres no paguen, te hago picadillo y tus restos se los doy a mi perro como aperitivo de su cena, porque no tienes ni un kilo de carne sobre los huesos!
El niño no se inmutó ante la amenaza de aquel hombre.
Simplemente apretó más todavía los párpados, encogiendo los dedos de las manos hasta formar sendos puños.
Cuando frunció el ceño, Pollock se quedó de inmediato paralizado.
No podía dar un paso. Tampoco podía mover los brazos ni girar la cabeza.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
– Eres una persona mala. Así que si te transformo en un árbol, también eres un árbol malo – le dijo Miki, acomodado sobre el anorak de Pollock.
Pollock fue percibiendo una dolorosa rigidez que iba agarrotando cada músculo de su cuerpo. Su piel iba poniéndose cetrina, surgiendo rugosidades sobre el revés de las manos y su cuello. También notaba las protuberancias asentándose en el resto de su anatomía bajo la tela de su ropa. No podía bajar la vista por el súbito dolor de sus vértebras cervicales, pero sentía que sus pies se iban ahondando en el mismo hormigón del suelo. Lo sabía porque había perdido unos siete centímetros de estatura. Su respiración se tornó entrecortada, y cada vez le resultaba más difícil inhalar y exhalar tanto por la boca paralizada como por las fosas nasales. Algo le decía que iba a morir de un colapso brutal en menos de un minuto. Eso le aterrorizó profundamente.
Cuando quiso hacer un último esfuerzo para separar las piernas y los brazos,  la puerta de la bajera fue abierta, entrando Rodney. En un principio no se fijó en su compañero, ubicado en el rincón contrario. Su visión estaba enfatizada en el niño. Arrojó el teléfono contra el hormigón del suelo, haciéndolo trizas.
– ¡Puñetero niño! Tu teléfono es tu puto juguete, ¿verdad? Uno que ya no utilizaban tus padres y que está inutilizado por la compañía operadora. El directorio es más viejo que Matusalén, y en él no aparece ninguna referencia actual con los números telefónicos de tus papaítos Collarson.
– Eres un hombre malo – le dijo Miki.
– Mira, Miki. Soy un hombre comprensivo. Si en ese teléfono no figura el número con el cual poder comunicarme con tus padres, es señal que tienes otro sistema por el cual… ¡Dios! ¡Un localizador! ¡Estamos jodidos! Llevas un localizador de personas por GPS.
Dejó de fijarse en el niño para volverse, encontrándose con la escalofriante imagen de Pollock.
– ¡Pollock! ¡Joder!
– Eres un leñador malo – le llegó la voz cansina y repetitiva del niño.
– ¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a Pollock? ¡Da igual! ¡Tengo que encontrar tu localizador y destruirlo! Luego ya veré qué hago contigo.
Rodney avanzó hacia Miki, dispuesto a hurgar en su mochila.
– Leñador malo, necesitas un hacha para talar ese árbol malo – surgió la vocecilla procedente  de los labios sonrientes de Miki.
Rodney se sacudió la cabeza. Sin saber por qué motivo, había cambiado el rumbo de sus pasos. Se halló a sí mismo situado frente a la vitrina de antiincendios que guardaba el hacha. Estaba en un estado de conservación excelente. El filo afilado y brillante.
Cerró sus puños con fiereza, y llevado por un impulso demencial, se puso a golpear con énfasis el cristal con la intención de romperlo. Arremetía sin descanso por una insistencia involuntaria de su mente. Los nudillos se le fueron poniendo en carne viva, hasta que el vidrio cedió. Asió el hacha por el mango, dirigiendo su cuerpo hacia la postura extravagante adoptada por Pollock. Los ojos de Rodney estaban fuera de sí. Babeaba.
– Por favor, leñador malo. Mata al árbol malo.
Carente de toda lógica, y comandado por la absurda orden infantil de Miki, se puso a trocear el cuerpo paralizado de Pollock. Tardó quince minutos en despedazarlo. Los restos estaban esparcidos por todo el suelo de la bajera. Rodney estaba embardunado de la cabeza a los pies con la sangre de su compañero. Cuando comprobó lo que acababa de hacer, dejó caer el hacha a sus pies, espantado de la escabechina.
– ¡Dios! ¿Qué he hecho? – gritó, al borde del llanto.
Miki abrió los ojos. Se alzó con rapidez felina, agarrando su mochila, y con la felicidad embargando su rostro, gritó alborozado:
– ¡Papá! ¡Por fin estás aquí!
Rodney se giró hacia la entrada. En la jamba de la puerta estaba el señor Collarson.
Este le apuntó con una pistola con silenciador, haciéndole estallar su cráneo en fragmentos de hueso aderezado con porciones de su cerebro. El cuerpo del secuestrador se desplomó inerte en medio de la carnicería y del enorme charco de sangre que cubría buena parte del suelo.
Miki corrió hacia su padre, más feliz que unas castañuelas. Este lo cogió en brazos, sacándole lo antes posible del infierno que representaba la bajera.
Minutos después, mientras conducía el Mercedes negro metalizado camino de regreso a casa, con Miki asentado en el asiento del acompañante, Robert Collarson hablaba con su mujer a través del manos libres.
– Todo está bien, querida. Miki está conmigo – le decía sin emocionarse.
– Gracias a Dios que le pusimos ese localizador, Robert.
– Por lo demás, mejor que olvidemos este pequeño incidente. Quienes se lo llevaron, están muertos.
– Eran hombres malos – le interrumpió su hijo Miki.
Su padre sonrió forzadamente.
– Así es, hijo mío. Recibieron lo que se merecían.
Continuó hablando con su esposa, consternado por la mala elección que hicieron cuando decidieron adoptar ese niño tres años atrás.


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Encerrado

Nuevamente, desde Escritos recuperamos un relato que pasó desapercibido como otros tantos en la primera etapa del blog, durante cuyo primer año de existencia simplemente se publicaban los relatos y se hizo bien poco por intentar dar a conocer este rinconcito del espanto al gran público. 

La voz se le repetía día tras día. Inundada de odio y de resentimiento. Machacona. Cruel. Incesante.

– Sucia criatura.
Los pasos se fueron volviendo menos hábiles con el discurrir del tiempo. De los días. Los meses. Los años. Siempre terminaban arrastrándose ante la puerta cerrada bajo llave.
– Aquí te traigo tu asquerosa cena. No te mereces mejor cosa, criatura sucia y miserable.
Una llave giraba en la tija de la cerradura. La puerta quedaba abierta el mínimo tiempo necesario para que algo fuese depositado sobre el escalón superior, el primero visto desde la parte de arriba. El último atisbado entre penumbras constantes desde abajo. La hoja de la puerta quedaba encajada en el marco y la llave volvía a dejarle encerrado hasta nueva orden. Los pasos reanudaron su arrastre lento y cansino, alejándose poco a poco del otro lado de la puerta.
– Que te aproveche, desgraciado. Ojala que de una vez te atragantes hasta morir. Criatura desagradecida y perezosa. Así descansaré en paz. Harto me tienes de tener que dispensarte tantos cuidados a lo largo de tu infame existencia.
La voz menguaba en intensidad conforme se iba distanciando de su lugar de encierro.
Sin mayor demora se precipitó a gatas escaleras arriba hasta quedar ante la puerta de su calvario interminable. Sobre el primer escalón había depositada una bandeja burda y abombada, con su triste contenido: un mendrugo duro de pan de hace dos días, un bol de leche caducada con costras blanquecinas flotando en su superficie y un plátano más que maduro. Su boca babeaba ante su cena. Con hambre canina fue devorando todo en menos de dos minutos. Cuando todo quedó almacenado en su pequeño estómago dispuesto para afrontar la digestión, cogió la bandeja vacía y la lanzó a lo lejos hacia el fondo del sótano. Los pasos se fueron acercando con lentitud supina ante la puerta. Sin duda que había percibido el estrépito producido por la bandeja al chocar contra el frío suelo de hormigón. La voz le llegó tan iracunda, que retornó al refugio de las sombras gateando con una habilidad asombrosa. Hacía tiempo que no se trasladaba de forma erguida.
– ¿Qué acabas de hacer, hijo de Satanás? Bastardo. Me quieres estropear otra bandeja. ¿No sabes que cuestan su dinero? Maldito seas. Porque ya no tengo edad para ello, si no te daba con el látigo como solía en mis buenos tiempos. Sucia y asquerosa criatura mal parida.
La llave giró en el hueco de la cerradura. La puerta fue tirada hacia afuera por el impulso de una mano aferrada en torno al pomo redondeado de superficie metalizada. El haz de una linterna quedó proyectado sobre el primer tramo de escalones.
– Desgraciado. No haces más que convertir mi existencia en un infierno. Maldito. Me falta el látigo, pero tengo el bastón. Y como no te muestres enseguida, cuando de contigo vas a sufrir la de Dios.
La figura era muy frágil. Tenía una edad muy avanzada. Se volvió sobre sí mismo para asegurar el cierre de la puerta con la llave que siempre portaba en uno de los bolsillos de sus pantalones desgastados de pana. Fue descendiendo las escaleras que conducían al interior del sótano enfocando los rincones a oscuras, tratando de dar con la cosa que estaba buscando.
Estuvo quieto y agazapado en su refugio. La oscuridad perpetua era su principal aliada en situaciones como esa. Seguro que acabaría olvidándole y se marcharía. La voz se alejaría, la puerta se cerraría y él volvería a vivir su vida de cautiverio con el alivio de no haber recibido ningún tipo de castigo físico. La realidad es que hacía mucho tiempo que no había sufrido dolor por parte del dueño de la voz. Simplemente seguía recibiendo sus reproches malsonantes.
Pero en esta ocasión le descubrió. Se quedó ciego por la potencia de la luz que desprendía el foco de la linterna. La voz se alegró de haberle hallado. Estaba escondido en la zona más recóndita del sótano, en un hueco entre la vieja caldera y un baúl de cuero semipodrido por la humedad reinante en la opresiva estancia.
– Así que aquí es dónde te escondías, hijo de perra. Maldita fue tu madre. Si no la hubiera conocido, jamás te hubiera tenido a mi cargo.
Se apoyaba en un bastón de empuñadora de marfil. Su mano quedó alzada, presta a golpearle en un flanco con el tacón de apoyo del bastón. Dispuesto a hacerle daño como antaño.
Le golpeó dos, tres veces. Seguidas. Pero con escasa fuerza. Se tuvo que contener por el cansancio. Su respiración era entrecortada. Jadeaba. Rompió a toser.
– Criatura… asquerosa… Ojala nunca me hubiera tirado a tu madre… Encima la muy zorra tuvo que morir cuando te parió… Pero te enseñaré modales… Espera a que recupere el resuello… Hoy vas a recibir la paliza de tu vida… Hasta puede que tenga suerte y te mate…
Esa voz… Qué débil sonaba… Y los golpes eran golpes sin ton ni son… No le hacían sentir el menor de los daños… Algo le decía que era el momento apropiado… de hacerse respetar… Eran tantos años viviendo encerrado de por vida en aquel sótano. Adelantó su mano derecha, que más parecía una zarpa inhumana llena de venas y con unas uñas de veinte centímetros de largo enrolladas sobre sí mismas. La mano alcanzó el rostro envejecido situado a escasa distancia de él. No fue un puñetazo. Casi una simple caricia, pero el dueño de la voz maldiciente era un ser tan debilitado por la edad, que terminó cayendo sobre su cuerpo.
– No… ¿Qué me haces, desgraciado?
Una vez lo tuvo encima, lo abrazó con fuerzas. Su rostro quedó situado enfrente de sus mandíbulas. El olor… Olía a carne fresca. Y el hambre le dominaba desde incontables años. Probó su mejilla derecha, arrancándosela de un tirón con los dientes apretados y engarzados sobre la piel aflojada del anciano. Este soltó un alarido de dolor. Luchó por desasirse del abrazo de su agresor. Todo esfuerzo fue en vano. Su avanzada edad jugaba en su contra, y la
– Criatura asquerosa…
se ensañó con la otra mejilla hasta dejar el hueso del pómulo a la vista.
– ¡NOOO! ¡Hijo mío! ¿Qué me haces…? – suplicó su padre a punto de sucumbir ante la llamada de su cercana muerte.
Pero su propio hijo que llevaba toda la vida encerrado en aquél sótano por la mezquina y demencial personalidad de su padre obvió su última súplica, hundiendo una dentellada en la yugular hasta arrancarle la vida de un tirón.
El cuerpo que ahora sujetaba entre sus brazos era lo más parecido a una marioneta sin hilos. Al cabo de unos pocos minutos, el tiempo que le llevó saciar en parte su apetito, se apartó de los restos del cuerpo de su padre y se acomodó entre las cortinas más oscuras del sótano, al resguardo del alcance de la tenue luz proyectada por la linterna tirada sobre el suelo a medio metro escaso del cadáver.
La pilas duraron un tiempo hasta agotarse, y cuando esto sucedió, pudo sentirse tranquilo de nuevo, atrapado entre sus amigas, las sombras del sótano.
Su hogar de toda la vida.


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La condenada verdadera versión de la Creación del Mundo.

Este relato está dedicado a las compañeras bloggers Almalu e Ireth. Espero que guste un poquito, je je.

En un mundo liviano y etéreo donde el significado de la muerte era una risa obscena por la inmortalidad de sus habitantes, la rutina campaba a sus anchas igual que una hormiga trabajadora de metro y medio de largo. Consecuentemente, el máximo mandatario de aquel Reino de Vida Interminable estaba más aburrido que un unicornio decorándose el cuerno con un tatuaje donde proclamaba su amor eterno hacia el oso hormiguero. Todas las diversiones existentes ya estaban demasiadas vistas. Los bufones de doble apéndice nasal eran unos necios pues cada vez su sentido del humor era más proclive a generar en el respetable soberano el  más sonoro de los bostezos. Los juegos deportivos y recreativos estaban creados para satisfacer a los seres más mundanos, pero jamás a un rey de semejante enjundia. En cuanto a sus satisfacciones de alcoba, disponía de todas las mujeres bellas que quisiera en un chasquido de dedos, con lo cual semejante facilidad se tornaba en pura rutina dado el poco mérito de cada una de sus conquistas. Además tampoco era cuestión de permanecer todo el día en la cama.

Al estar el rey tan alicaído de ánimo, los súbditos estaban preocupados. El consejero real ordenó a miles de bravos e intrépidos soldados que fuesen en búsqueda de algo nuevo e innovador que hiciese devolver la sonrisa bonachona al monarca.  Una cohorte de lacayos recorrió  la inmensa e interminable extensión celestial en pos de novedades para el entretenimiento de aquella divinidad medio aturdida por el tedio.
Discurrió un lapso de tiempo excesivamente extenso.  Cada uno de los exploradores regresaba abatido por el fracaso más aberrante y rotundo.
Cuando todo parecía ya estar perdido, tuvo que ser un personajillo extravagante, al que no describiremos, dada su naturaleza casi hasta pecaminosa, el que irrumpiese en la morada del rey. La guardia real lo retuvo hasta que apareció el consejero.
– ¿Qué le trae por aquí? – le preguntó el consejero real. Estaba perplejo por la osadía de aquel individuo, y más por el enorme saco de tela arpillera que acarreaba sobre su huesuda espalda.
– Tengo conocimiento acerca de la tristeza que acecha a su Majestad – dijo el extraño con voz arrogante.
– Así es.
– Estáis de enhorabuena. Aquí le traigo la solución a sus males – afirmó con fanfarronería.
El consejero desconfió desde el principio, ya que aquel impertinente podría ser un embaucador con el afán de beneficiarse del desánimo del rey, pero viendo que este no mejoraba, le concedió el permiso  y el beneplácito para que pudiese departir en privado con Su Majestad.
Le instó con un movimiento explícito del mentón para que le acompañase. Ambos cruzaron salas, recorrieron pasillos, ascendieron escaleras, para finalmente llegar ante la puerta correspondiente al dormitorio del monarca. El consejero golpeteó la madera barnizada con los nudillos de su mano diestra. Una voz debilucha y de poca consistencia vocal contestó desde el otro lado de la puerta.
– ¿Qué quieres, mi fiel Basil?
– Tengo a una persona que admite tener la solución a los males que le aquejan, Su Excelencia – al decir esto, se volvió a fijar en el saco sobrecargado que el visitante portaba sobre su espalda.
– ¡Y lo dices tan campante! ¡¡QUE PASE!! – prorrumpió el rey con un pequeño asomo de esperanza en su voz.
El consejero real empujó la puerta hacia adentro con cierto donaire, siendo importunado por las rudas formas del visitante que entró con suma rapidez en los aposentos reales. Naturalmente, la estancia privada del monarca era grandiosa y plagada de lujos, pero esto no viene a cuento.
Los ojos avispados del recién llegado pudieron contemplar como Su Excelencia descansaba sentado sobre una poltrona acolchada con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, adoptando una actitud pensante. Vestía elegantemente una bata multicolor, cuya cola reposaba sobre la pulida superficie de mármol del suelo, las sandalias de un rojo intenso privaban a sus diminutos pies de pasar cualquier incomodidad con el frío, mientras, curiosamente, su corona reposaba encima de la cama medio deshecha de tanto movimiento nocturno en busca de un sueño de lo más divertido jamás hallado. Al apreciar la presencia estrafalaria del visitante traído por el consejero real, exhaló un suspiro de desaliento.
– Lamentándolo con cierta antelación, señor, le presento a la persona que afirma poder levantarle en parte el ánimo, poniendo en riesgo su propio futuro en caso de fracasar en el empeño – comentó el consejero con rotunda solemnidad, evitando coincidir su mirada con la del pintoresco personaje del grotesco saco.
– Ya sabe lo te juegas, desconocido. Si me vuelves agradablemente feliz de nuevo, te cubriré de oro y te establecerás en la corte. En caso contrario, preferirás perecer al instante que permanecer vivo en las salas de tormento destinados a los fracasados.
El extraño alzó las comisuras de los labios para mostrar una sonrisa marcadamente enfermiza. Depositó el saco en el suelo de superficie pulida y brillante, acomodando sus posaderas encima del mismo. El contenido parecía tener forma redondeada.
– Así me gusta, Majestad. Usted ofrece y yo doy. Yo le concedo la felicidad a cambio de algo muy personal suyo. Así de simple y sin más ambages.
– ¡No se referirá a mi corona! ¡Si es así, llamo a la guardia para que le eche a patadas! – se agitó el mandatario, alarmado.
– No se preocupe por sus artículos de joyería, Alteza. Es otra cosa lo que espero que me sea concedido por su bondad infinita.
El consejero real no pudo reprimir un gruñido de malestar. El visitante le volvió la cabeza, devolviéndole la malicia claramente reflejada en su sonrisa.
– Señalar que este contrato nos afecta mutuamente a los dos. Tiene un inicio y un final. Una vez que la relación quede comenzada, no podrá ser detenida ni siquiera por su ayudante más fiel – siseó con segundas.
El rey se quedó meditando por unos escasos segundos. Finalmente cedió ante la petición de aquel hombre.
– De acuerdo, desconocido. Eso sí, se queda Basil como testigo – le exigió.
– ¡Ningún problema al respecto! Parece un buen chico, ja, ja.
El extraño se levantó con presteza de encima del saco, encaminándose hacia el trono del monarca arrastrando consigo la monstruosa carga. El hombre de más confianza del rey decidió observar el discurrir de la ocurrencia del desconocido desde el costado de la cama, sentándose en el borde del colchón.
– Majestad. En el interior de este saco llevo algo que le maravillará tanto, que estoy absolutamente convencido que conseguiré hacerle recobrar esa actitud desenfadada y risueña que hasta hace poco transpiraba por cada poro de su egregia piel.
El soberano  se irguió en su poltrona. La curiosidad empezaba a corroerle la conciencia. El visitante desanudó la cuerda que cerraba con gran eficiencia la abertura del saco,  introduciendo sus brazos en su interior para sacar al exterior, no sin ciertas dificultades, una  esfera destacable en su tamaño. Acompañando a la esfera, un saquito de cuero negro.
– ¿Qué contiene? – se interesó el rey por el saquito.
– Bah. Arcilla de lo más corriente – contestó el extraño. Para demostrárselo, lo abrió, hurgó un dedo dentro del mismo y extrajo una insignificante muestra.
– Me parece todo esto muy interesante, señor desconocido, pero no veo como me ha de devolver la felicidad una esfera y un saquito lleno de arcilla.
El extraño no hizo ningún comentario sobre lo dicho por el monarca. Recogió la cuerda que había anudado el saco y lo hizo pasar por una argolla que sobresalía de uno de los polos de la esfera. El otro extremo de la cuerda fue pasada por una de las vigas del techo, para posteriormente también asegurarla alrededor de una columna. El rey observaba como la esfera ahora colgaba en el aire.
– Veo que la esfera dispone de varias tonalidades, destacando por encima el azul claro.
– El color visto a distancia corresponde al agua de los océanos y los mares – respondió el extraño.
– ¿Un planeta? – inquirió la mano derecha del soberano con estupefacción.
– ¿Similar al nuestro? En eso falla usted, desconocido. Nuestra existencia difiere de las hechuras en forma y tamaño de esa cosa que pende de la cuerda – matizó el rey.
– Bueno. Digamos que es un proyecto de creación más modesto.
– ¿Puede saberse para qué quiero yo un mini planeta tan poco llamativo? – Su Excelencia ya se había levantado por entero desde su trono, dirigiéndose hacia la esfera colgante. Agachó la cabeza para ver con nitidez el polo sur del planeta.
– Para divertirse. Para reírse a carcajadas.
– Pero según puedo entrever, mi enigmático señor, en este planeta prefabricado no existe ningún atisbo de vida – el monarca palpó la superficie de la esfera, llevándose un ligero sobresalto al verificar como las yemas de los dedos de la mano se introdujeron atravesando las distintas capas de la atmósfera del planeta artificial.
– Para eso he traído la arcilla. Para crear la vida que ha de poblar este planeta – al decir esto, el desconocido cogió una ligera porción, la depositó en la palma de la mano izquierda, hurgó en el fondo del bolsillo de sus pantalones rebuscando un objeto que era una aguja de oro puro. A través del agujero de la aguja hizo encajar la porción de arcilla, desencajándola con sumo cuidado. Escupió luego sobre la microscópica figura, para al final dirigirla hacia la esfera colgante.
– Hay que elegir el lugar preciso para que esta forma de vida arraigue en el planeta. No la podemos depositar en el mar por la simpleza de que se ahogaría; tampoco la podemos dejar en una región donde haga mucho frío para evitar su muerte prematura por congelación. Por lo cual, opino que el sitio más indicado es este – el extraño escogió la zona de un continente donde predominaba un clima templado. Su mano delgaducha desapareció entre hilachos de cirros cúmulos, hasta alcanzar la superficie terrenal, depositando la figura en un paraíso poblado de vegetación, árboles frutales y manantiales de agua cristalina, donde el buen tiempo y las temperaturas soportables podrían perdurar durante eones y eones de tiempo.
El ser recién creado desde la arcilla se despertó desorientado. No sabía en ese instante inicial quién era ni por qué había surgido en plena fase adulta. Se puso en pie, contemplando maravillado todo cuanto le rodeaba sin percatarse de su desnudez pues este estado aún no significaba nada que pudiera implicar bochorno y escarnio.
– Todo esto me parece estupendo, pero no entiendo de qué me va a servir tener este planeta en mis dominios reales sin poder hacer seguimiento de las evoluciones de los habitantes que creamos, dada la pequeñez de su tamaño – el rey esforzó su vista para averiguar el sitio exacto donde había sido depositado ese cuerpecillo de dimensiones tan reducidas.
– No me extraña que Su Excelencia se muestre tan abúlico y afligido si tiende a rendirse al primer contratiempo que le surge al paso – el visitante hurgó por segunda vez en el fondo del bolsillo del pantalón, encontrando lo que buscaba con anhelo. No tardó un ápice en mostrárselo al monarca. – Esta montura ocular dispone de unas lentes de un alcance de visión ilimitado. Con ellas puestas, podrá ver con absoluta claridad cualquier cosa por rematadamente pequeña que esta sea – reconoció con énfasis, sujetando entre los dedos las patillas de unas gafas de apariencia muy burda.
– ¿Qué opináis de esto, Basil? – el rey no estaba con muchas ansias de probarse ese artilugio.
– Por intentarlo, no creo que pase nada malo, Majestad – Basil estaba erguido por detrás de la espalda del extraño, analizando la posible efectividad de esas gafas.
– Pruebe y úselas sin la mayor tardanza – animó el extraño a Su Excelencia.
Su Alteza aceptó el reto. Recogió las gafas por una de sus patillas y con una gran elegancia, se las puso sobre el puente de la nariz.
– Temo que no funcionen, pues a ustedes dos los sigo viendo con el mismo tamaño – se sinceró, decepcionado.
El visitante se le aproximó, palmeándole la espalda con cierto descaro.
– No es a nosotros a quien debe de mirar, Majestad, si no al planeta en cuestión. Al planeta – puso un especial énfasis en esas dos últimas palabras.
El monarca se acercó lo máximo que pudo hacia el planeta de mentirijillas. En un principio continuaba apreciando todo de igual forma, hasta que el visitante recitó una frase muy intrigante.
La frase fue la siguiente:
“Una vez cruzado el umbral, la veda de la locura queda levantada para siempre.”
En ese instante, ante los ojos atónitos del rey, el planeta empezó a agrandarse, doblando su tamaño cada vez de manera sucesiva.
– ¡Cielos! Si va a llenar por completo mis aposentos – gritó su Majestad.
Su consejero real se aturulló al oír semejante desatino, incorporándose de inmediato a su vera.
– ¿Qué decís, Excelencia? ¿Qué cosa en concreto va a colmar sus dependencias? – preguntó azorado, paseando su mirada escrutadora del rey al extraño.
– ¿Es que ambos estáis ciegos? ¿No veis como esta maldita esfera está creciendo desproporcionadamente? – El rey extendió los brazos formando un arco de ciento ochenta grados.
El visitante soltó una aberrante carcajada exenta de gracia.
– Nosotros no vemos nada. Sois vos quien lleva puestos los anteojos y no nosotros.
“Pero no hay de qué preocuparse, Excelencia. Es tan solo un efecto óptico. Ni os estáis precipitando hacia el interior del planeta, ni esta se está expandiendo hacia las cuatro paredes de vuestro dormitorio real. Está creciendo, eso es cierto, pero simplemente a nivel visual.
– Querido Basil, ¿debo acaso creer en la grosera palabrería de este individuo tan mezquino? – intentó dirigir su mirada hacia la figura de su hombre de confianza, pero el contorno del planeta en pleno crecimiento ya se había encargado de taparla, teniendo que conformarse con escuchar su respuesta.
– No le queda más remedio – Basil comprobó con inusitado horror los ojos del rey cuando este le dirigió su mirada. A través de las lentes el iris se mostraba con un color púrpura intenso, algo del todo antinatural.
– Sus ojos. Ese no es el color de sus ojos – le susurró al oído del visitante.
– No se preocupe. En cuanto se quite las gafas, la tonalidad volverá a su estado natural – le tranquilizó.
En ese preciso instante el rey mutó su mirada al igual que su estado anímico. Estaba exultante de alegría casi incontenida.
– ¡Basil! ¡Señor Misterioso! Puedo verle. Con absoluta claridad veo como se está moviendo. Es todo muy cómico. Está desnudo y no se da de cuenta, ja, ja.
– ¿Qué está haciendo exactamente, si puede saberse? – se interesó Basil.
– Está abriéndose paso entre una vegetación muy densa. Se está arañando con las ramas espinosas de los arbustos y de las plantas silvestres. Puedo apreciar perfectamente los arañazos impresos en su piel olivácea.
– Eso está pero que muy requetebién – graznó el visitante.
– Ahora está recogiendo algunos frutos maduros desprendidos de la copa de un árbol. Se los está comiendo con una voracidad bestial. Este pobre infeliz tiene más hambre que un preso encerrado por meses en uno de los calabozos de castigo de mi castillo, ja, ja – prosiguió hablando el rey.
– ¡Su Real Excelencia está demostrando con su elocuencia su mejoría de ánimo! ¡Se le ve por fin dichoso! – constató el consejero real.
– Es que esto es realmente la monda. Es algo único. ¡Lástima de que tan sólo dispongamos de un habitante para este planeta!
“Ja, ja. Ahora el muy cretino ha patinado y se ha pegado un buen golpe sobre las asentaderas. No hay más que ver con qué ímpetu se está frotando la zona dolorida – las lágrimas de felicidad empezaban a diseminarse por las mejillas rubicundas del rey.
– En lo concerniente a la soledad de la ínfima criatura recién creada, eso tiene fácil solución. Observad la cantidad de arcilla disponible. Con ella podemos formar una comunidad de miles y miles de seres parecidos – al exponer esto, el extraño se dirigió con cierta precipitación hacia la bolsita que contenía la arcilla. Se hizo con otra mínima porción y repitió la misma operación, con la excepción que en esta ocasión utilizó otro tipo de aguja. Al terminar de moldear la figura, se arrimó al planeta, situándose al lado del monarca. – Aquí le traigo compañía.
Con la utilidad de las gafas, el soberano pudo apreciar de primera mano que la criatura creada correspondía con el cuerpo perfecto y hermoso de una mujer. El extraño depositó la figurita en el lugar dispuesto por el rey. Al acabar de hacerlo, este le echó en cara que la había dejado en un sitio algo lejano donde estaba ubicado el hombrecito.
– Tranquilo, Excelencia. Ya se conoce el dicho de que la grandeza que reside en los sexos opuestos es la fuerza de atracción que se ejercen entre ellos. Así que terminarán aproximándose en un periquete.
El monarca rió con ganas, acompañándole esta vez en la hilaridad su fiel ayudante.
– Se ha ganado usted el premio gordo, señor Misterioso – reconoció el rey.
– Ahora vos disponéis de un planeta propio, algo de lo que nadie en vuestra corte podrá presumir de posesión semejante, pero humildemente os pido que antes me permitáis acabar con mi trabajo de manera eficiente, y cuando termine de poblar el planeta con más criaturas y especies animales, entonces os comunicaré mi solicitud a modo de recompensa.
El rey, impresionado de la verborrea utilizada por aquel personaje, aceptó de buen grado. Se quitó las gafas, entregándoselas al consejero real.
– Voy a salir a ejercitar mis piernas. Hace siglos que no tenía tantas ganas de dar un paseo llevado por el regocijo que me embarga – explicó, con los ojos recobrando el color castaño original.
Su fiel lacayo lo acompañó de buena gana, quedando el extraño confinado en la estancia privada del rey para que de esta forma pudiera dedicarse en cuerpo y alma sin que nadie interrumpiera su labor de creador.
Dada la pericia de este individuo tan estrambótico, el planeta no tardó gran cosa en estar del todo acabado. Su Alteza Real visionó mediante el uso de las gafas el resultado final de la obra. La esfera dotada de su propio microclima estaba habitada por millares de hombres y mujeres, de todo tipo de animales y peces, de vegetación exuberante y de fenómenos naturales, algunos de ellos catastróficos.
El rey paseaba su vista preferentemente por los parajes donde proliferaban criaturas del género femenino, contemplando perplejo como todas iban vestidas al igual que los hombres.
– ¿A qué viene esta modificación en el pudor? – preguntó algo molesto.
– Simplemente a que la primera mujer y el primer hombre incumplieron una orden que les impuse con severa claridad – respondió con sequedad el visitante.
– ¿Cuál era esa orden?
– Una muy simple. Tenía que averiguar el nivel de inteligencia y de comprensión de estos seres. Ambos fueron instalados en una tierra de abundancia y provisión, donde nunca les faltaría de nada. Fui tajante en mi decisión de hacerles saber que podrían aprovisionarse de todos los frutos de los árboles de aquel vergel, con la excepción de una pieza en concreto. Si desobedecían,  aunque sólo fuese un bocado dado a la fruta de ese árbol, lo perderían todo. La orden fue incumplida por culpa de su estulticia y de su egoísmo personal. Desde ese instante reconocieron su desnudez, y avergonzados de contemplarse el uno al otro en ese estado, se cubrieron sus partes más íntimas y fueron expulsados del lugar que les había destinado como goce eterno. A raíz de entonces, todos sus descendientes están vestidos.
– Increíble. Por ese estúpido mandato suyo se me ha robado el espectáculo de poder arrobarme ante la visión de esos cuerpos femeninos tan perfectos – le reprendió Su Alteza.
– Puedo asegurarle que podrá ver cuerpos desnudos correteando de manera alocada cuando usted quiera. Y si no, al tiempo – la sonrisa maquiavélica resurgió con fuerza en la boca delgada del extraño.
– Tampoco soy un depravado.
– Cambiando de tema, Majestad. Ya tengo mi solicitud – el extraño sacó del bolsillo del pantalón un papel varias veces doblado. Se lo tendió con cierta urgencia.
– ¿Está escrito en una jerga entendible por un miembro de mi posición social?
– Por supuesto. En caso contrario, nunca le entregaría este papel, ¿no cree?
El soberano sujetó el escrito con la mano derecha mientras hizo el ademán de quitarse las gafas con la mano contraria.
– No. Mejor que lea el contenido de la nota con las gafas puestas – le aconsejó aquel individuo.
– Muy bien – el monarca no se las quitó. Con los dedos fue desdoblando el papel. Este tenía numerosas dobleces, y cuando terminó de extenderlo, liberó un suspiro de alivio.
Leyó el contenido del escrito en absoluto silencio. El extraño podía observar como a medida que iba concentrándose en la lectura, el rey empezaba a disiparse. Su Majestad en cambio no se percataba de su propia invisibilidad pues las lentes de las gafas le hacían creer que todo continuaba en la más correcta normalidad.
Finalmente, su voz prorrumpió con cierta viveza por encima de su debilidad corpórea.
– Lo que acabo de leer no tiene ningún sentido, señor Misterioso.
– Siento disentir, Excelencia. Para mí, si que la tiene- ladró el extraño.
– No le comprendo – dijo el rey, con la voz consumiéndose conforme su fisonomía iba desapareciendo.
Al poco de decir esto, su porte se extinguió por completo, sin que quedara nada de él presente en la estancia privada, a excepción de las gafas. El extraño las recogió del suelo y se las puso, asentándolas sobre el puente de su nariz alargada.
Todo había salido a la perfección. A través de los cristales de las gafas veía con nitidez la figura del soberano ubicada en el interior de la esfera, y según su apreciación personal, el rey también le veía. La boca grandilocuente del monarca se abría y cerraba con gran frenesí, intentado hacerse oír, pero nada de esto fue posible.
El extraño chasqueó la lengua. Sin mayor tardanza, el estado idílico del planeta artificial mutó hacia una fase aterradora para Su Alteza. La tierra de los continentes sufrió una transmutación, donde lo verde fue sustituido por el color displicente de las rocas, la hierba y la vegetación quedó petrificada, los océanos, los mares, los ríos y los lagos sustituyeron el agua por la lava, y los seres hermosos se transformaron en horribles demonios. El rey fue rodeado por las terroríficas criaturas, y sin más, fue sometido a incontables e interminables tormentos que iban a repetirse de manera arbitraria durante toda una eternidad, pues aquel lugar era el infierno.
El extraño hizo reducir la esfera  hasta alcanzar un tamaño asumible para encajar de nuevo en el interior del saco, y entre carcajadas ladinas, fue abandonando las dependencias del monarca, para perderse en el olvido.
Más tarde, cuando el consejero real se adentró en los aposentos del desaparecido rey, tan solo dio con las lentes tiradas en el suelo, cerca de la columna donde había estado pendiendo la esfera producto del mismísimo diablo.


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Premio Blog de Oro a Escritos de Pesadilla.

Bueno, después de la tormenta personal de ayer, llegó la calma (relativamente, que por algo estamos en un paraje del terror más visceral, ja, ja).
Primero, para agradecer a dos compañeras blogueras el haber elegido a Escritos para el maravilloso premio de Blog de Oro. 

Las compis son Almalu, con su extraodinario blog de “Leyendas, mascotas y algo más”, e Ireth, con su no menos fenomenal “Salpicón”.
A ambas, un montonazo de gracias. Decirles de antemano, que el siguiente relato va a ir dedicado a ellas.

Segundo, ahora me corresponde colocarme el atuendo necesario para la elección de cinco blogs que se han hecho merecedores también de recibir el premio Blog de Oro. Son tan innumerables los blogs de contenido tan bueno, que voy a escoger a cinco compañeros que aún no han sido seleccionados por Escritos en anteriores menciones.


Me lo he pensado un rato con mi maléfico sombrero de paja made in Groenlandia, y estos son los afortunados que tendrán que pasarse por Escritos para recoger el galardón (teniendo que sortear zombis, vampiros y elefantes locos fugados del circo Popof, por Dios):


Que disfruten del merecido premio.
Ahora viene el siguiente post con el mencionado relato dedicado a las coleguitas Almalu e Ireth.


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Dedicado a la querida mutua de mi empresa.

Hola. Estoy que muerdo. Esto no es ningún relato ni cómic, pero como este es mi blog, tengo que desahogarme.
Como algunos sabeis, el pasado 8 de diciembre de 2010 dos mamarrachos intentaron atracarme camino del trabajo a las 14:30. No lo lograron, pero me dieron un navajazo en el pómulo izquierdo y me dejaron el ojo negro como el betún y más hinchado que un globo aeroestático. Desde el primer momento, la mutua de mi empresa, Asepeyo, para que conste en acta, puso un empeño en que volviera al trabajo, ya que el incidente tuvo lugar en la media hora antes cuando me dirigía a mi ocupación laboral.. Finalmente me dio el alta el 22 de diciembre. Mi cara estaba para esa fecha así.

Trabajo de cara al público en un hipermercado. Soy quien está a la entrada de sala de ventas, con su traje y corbatita, atendiendo a la clientela, sellando bolsas, rellenando albaranes de devolución. La médica consideró que no, que estaba bien, y sin retirar los puntos aún. 
Cuando fui a la médica de cabecera, enseguida vio que aún no estaba para volver al trabajo. Igualmente en el sindicato, así que otra vez me dieron la baja, esta vez por la seguridad social. 
De mi empresa, ninguna queja. Han considerado que estuviese de baja el tiempo necesario hasta mi recuperación estética, dentro de que el careto con la cicatriz se me va a quedar hasta que me muera.
Mi mala leche, mala hostia, viene cuando entrego el alta en las oficinas para el día quince de enero, y al poco recibo una llamada a mi móvil de una empleada que no se identifica de la mutua Asepeyo de Bilbao. Ni siquiera de Pamplona, que tienen dos instalaciones enormes.
La impresentable me espeta desde el principio que a ver qué pasa conmigo, que desde el 23 de diciembre no trabajo. Que eso no puede ser. Le digo que efectivamente, ellos me dieron el alta el 22, pero la médica de cabecera me dio la baja el 23 porque aún no podía trabajar en esas condiciones. La empleada, representante, o lo que sea de Asepeyo de Bilbao me amenaza que esa segunda baja es ilegal, y que se me va a caer el pelo. En ese instante ya estoy jurando en arameo. Robert “El Maléfico” ya tiene ganas de mandar un misil tierra aire en dirección a quien me está haciendo la estúpida y repulsiva llamada. Finalmente la elementa me comenta que necesita que le mande el alta del 15, y yo la mando al infierno, que para eso que se mueva ella, gilipollas de persona.
En fin, espero que esta individua nunca jamás sufra un tajo en la cara. Pero si lo sufre, que no espere comprensión de parte mía. Y desde aquí le digo que amenace a sus familiares más queridos, que enseguida hablé con mi sindicato y con las oficinas de mi empresa por la actitud impresentable de esta individua.
Disculpen mi vocabulario y este post.
Tenía que sacar toda la mala bilis de dentro, coño.
A ver si pronto escribo un relato como dios manda, aunque poco a poco ya se me están quitando las ganas hasta de estornudar.

En aras de la locura.

Bueno, ahora recupero un relato “oldie” de Escritos de Pesadilla. Pertinentemente revisado y mejorado en algunos de sus párrafos. Espero que lo disfruten con fruición, ja ja.


Localidad: Spring Hill
Estado…: Nueva York
Fecha… ¿acaso importaba?
Donald Rice permutó de canal al comprobar con desazón como la CBS difundía un documental insufrible relacionado con el viaje de placer que realizaba el Primer Ministro británico por la costa Este del país. El televisor de marca alemana “Schoden”, obediente cual can cobrador de pura raza, trastocó su pantalla, ofreciendo a continuación un partido de béisbol perteneciente a una de las ligas menores, retransmitido por un canal regional desconocido que carecía de logotipo sobre impresionado en una de las esquinas. Don frunció el ceño en un gesto característico de su repertorio de televidente adicto, aprobándolo. Se rebulló en las blanduras de su sofá de ante. Antes de que pudiera adquirir la postura más cómoda tuvo que levantarse apresuradamente al cerciorarse que el nivel del volumen no respondía proporcionándole el orgasmo de decibelios adecuado para el momento y el carácter del evento que presenciaba. Para saciar esa sed de kilohercios giró por completo el botón del volumen, alzando el sonido hasta que no pudiera dar más de si.
“Así es como me gusta que suene “- asintió para sus adentros mientras retrocedía y se asentaba en medio del sofá.
La voz chillona y desgañitante del comentarista, aliñado con el ulular de las gargantas del público asistente que llenaba el pequeño estadio al completo, inundó el interior del salón. Esta situación de cacofonía le hacía experimentar la sensación de estar viviendo el transcurrir del partido in situ, acomodado en una de las localidades del segundo anfiteatro de la grada oeste del Omni Stadium de los “Sonics” de Westbury, Long Island. Naturalmente, todo era cuestión de gustos privados, ya que el restante porcentaje del noventa por ciento del vecindario no opinaba bajo la misma perspectiva en lo referente al alboroto emergente de la caja de su “Schoden”, siendo el más recalcitrante en sus reivindicaciones quejosas el vecino que residía en el piso superior.
Donald apenas reparó en el ruido tenaz e insistente expresado bajo el percutir del palo de una escoba que tenía lugar justo encima del techo de la sala. Al rato el palo avivó el ritmo de su golpeteo, imprimiendo mayor contundencia en la reclamación de sus ideales sigilosos en el fin de semana presente, hasta que la presión ejercida fue tal, que no tardó ni un suspiro en partirse por la mitad.
– ¡CEERRDOOO…! – lloriqueó el vecino, desesperado.
Donald no le concedió mayor importancia al suceso ya que el loable vecinito tendía al hábito de dejarse llevar por la histeria al no ver colmados sus deseos, aunque nunca llegase al extremo de denunciarle. La razón de este hecho: era un socio honorífico de la grey del travestí redomado. Ejercía una doble vida. De día era el becario de rizos rubios del bufete de abogados Carruthers que le caía sumamente atractivo a la casera. De noche su perfil correspondía al de “Magnolia Steel” que volvía loca perdida a la asistencia gay del Pub “Cuernos Rotos”. Donald era el único testigo del barrio que estaba al tanto de sus salidas noctámbulas. Si a esa cosita encantadora tan irrisoria se le ocurriera un día presentar una denuncia por abuso desorbitado de decibelios, el bueno de “Machaca Tontos” Rice le daría una buena tunda con un bate de béisbol, y acto seguido lo arrastraría con los pies encadenados al parachoques trasero de su Mustang 78 por cada una de las calles medianamente pavimentadas del South Manchuria, proclamando a los cuatro vientos la segunda personalidad reprimida del decente del inquilino del segundo A del número 23 de la calle Harum. Ante esta cruda realidad, el vecino solía optar por recurrir a la única salida que le quedaba. Hacer las maletas y marcharse del apartamento con viento fresco, refugiándose sin duda en uno de los niditos del amor de “Mamaíta Pelo en Pecho”. Y por el repercutir del atronador portazo que percibió al temblar parte del techo y con ello la base de unión de la lámpara araña, hoy no iba a constituir una excepción.
Esbozó una sonrisa triunfante, centrándose de nuevo en las incidencias del partido. Los “Sonics” de Westbury iban venciendo de forma aplastante a los “Basureros” de Kingston, Ontario,  por cuatro carreras a una en la sexta entrada. Eso le hacía ser feliz como unas pascuas. El solo hecho de poder contemplar a los francófonos canadienses doblando la rodilla ante el imperio de la comida rápida equivalía a estar flotando entre nubecillas celestiales.
– Venga, venga… Dadles hasta en el carné de conducir.
Al evocar su sufrida infancia siempre salía a relucir la saga de sus deseos de haber consolidado una fama deportiva mundial, cimentados en la emulación activa de sus ídolos de las ligas profesionales, lo cual de por sí quedó desde el inicio de su nacimiento constreñido por una utopía frustrante: disponía de una pierna risiblemente más corta que la otra. A pesar de los ímprobos esfuerzos que derrochó el doctor Willis Appleeater intentando redimirle de su deficiencia física, transformándole en un chico apto para la vida normal, era completamente inútil para la práctica de cualquier actividad que conllevase un esfuerzo físico más allá de regar las magnolias del jardín de su casita en Spring Hill, y por tanto el mundo deportivo le sería un coto privado.
– Como no se dedique a los campeonatos regionales de ajedrez o damas… – le dijo el doctor a su padre en un murmullo seco, cuarenta y cinco años atrás.
Pero ese pasaje de su vida ya quedaba olvidado. Pertenecía al apático pasado. Ya que no podía jugar a su deporte favorito, se contentaría con ver todos los partidos que emitiesen cada uno de los distintos canales de televisión. Al igual que cualquier otro americano medio, disponía de una batería de emisoras a cantidades industriales, muchos de ellos de eminente carácter deportivo. Pero muchacho, si jugaban los “Yankees” de Nueva York y coincidía con otro encuentro… Sobraban los comentarios. Sin palabras. No había color.

“SEÑORAS Y SEÑORES. “MARAVILLAS” BRUCE HA BATEADO TAL COMO INDICA SU PROPIO APELATIVO, LOGRANDO UN MEMORABLE HOME RUN. GRACIAS A ELLO, DOS CARRERAS MÁS SE SUMAN AL MARCADOR PARTICULAR DE LOS “BASUREROS” DE KINGSTON, YA QUE TENÍAN LA PRIMERA BASE OCUPADA.” – rugía el comentarista.

La gente congregada en el estadio coreaba al unísono con evidente desagrado una palabra finalizada en “-vil”, la cual Donald no acertaba a poder conjeturar el completo significado final de la misma. El barullo era tan ensordecedor. Caótico. Impetuosamente apocalíptico.
– Diantres… Ya sólo pierden de uno – recapacitó, cariacontecido.
En ese preciso instante de tensión sonó el cascajo que tenía por timbre en la puerta principal.
– Bah, ya se irá… No puedo perderme esta entrada.
Sin embargo quedaba claro que el visitante inoportuno no iba a claudicar a las primeras de cambio, pues continuó presionando el pulsador del timbre con una inusitada insistencia.
Donald refunfuñó entre dientes, levantándose de una manera descafeinada del sofá. Redujo el volumen del televisor, dirigiéndose con cierta reticencia hacia el vestíbulo. El cascajo reincidió en su sonoridad, e irritado por la cabezonería del visitante, abrió la puerta.
En el exterior del umbral le aguardaba un hombrecillo de apenas 160 cm de estatura, entrado en años y en carnes, demostrando el esplendor adiposo de su barrigota atiborrada, gafas de alta graduación y una bien cuidada cabellera castaña oscura peinada tirantemente hacia atrás. Lucía un traje de color azul marino de amplia botonadura central, en contraposición con el calzado de unas zapatillas deportivas blancas. No aparentaba ser el cargante vendedor ambulante de “Network Software” al carecer del consabido maletín que contendría un amplio muestrario de revistas especializadas en la informática.
Donald le escudriñó varias veces con la vista. Tampoco aparentaba ser un ladrón revienta pisos, y mucho menos se asemejaba a un vagabundo solicitando su ración diaria de Chivas Regal.
– Bueno, ¿qué es lo que desea? – rompió el hielo Donald.
– Permita que primero me presente, señor…- dio un paso atrás, fijándose en el letrerito de plata de la puerta. – … señor Rice. Soy el Hermano Tallanger. William Tallanger.
Donald volvió la cabeza en un vaivén durante un instante. Podía oírse muy baja la voz emocionada del comentarista deportivo.
– ¿Y qué es lo que le trae por aquí a una hora tan desapacible, señor Tallanger? En estos momentos estoy muy ocupado.
– Lo lamento… Pero concédame la oportunidad de entrar en su bendito lar – cuando dejó resbalar esta frase, ya estaba dentro de sus dominios.
– ¡Oiga! – protestó Donald. – Sepa que está invadiendo una propiedad privada. Yo no le he dado mi permiso.
– No se preocupe por ello, señor Rice. Como verá, no soy ningún vampiro para precisar de su invitación. Umm… Ahí está la sala de estar, ¿verdad? – preguntó señalando a la estancia situada a mano derecha.
– Si, y por si es ajeno a mi desagrado, me está fastidiando el seguimiento de la evolución de un reñidísimo partido de béisbol que está afrontando su recta final – Donald aglutinó los brazos en cruz encima de su pecho.
– ¿De veras? – respondió con irrelevancia el señor Tallanger, entrando en la sala.
Lo primero que vio fue el obsoleto aparato de televisión. Se dirigió hacia donde estaba emplazado con la presteza de una lagartija, y cuando en ese momento los “Basureros” perdían por seis a cinco carreras, lo apagó.
– Pero… Pero… ¿QUIÉN SE CREE QUE ES? – aulló Donald encolerizado. Rodeó la mesa central, dispuesto a encenderlo al instante. Entonces sintió la opresión de una mano menuda pero dotada de una portentosa fuerza que se lo impidió.
– Vengo a hablarle de algo mucho más importante que un insulso y anodino partido de béisbol – repuso William Tallanger en un tono monocorde.
Donald se liberó del apretón de la mano, alejándose medio metro del hombrecillo.
– ¿Si…? Espero que no se esté refiriendo a su faceta sexual y pretenda reclutar…
– Oh. Qué impertinencia más difamatoria está usted insinuando – le cortó William. – Pero sentémonos para departir con mayor comodidad.
El hombre de pequeña talla tomó asiento en el butacón situado frente al televisor, mientras Donald lo hacía a regañadientes en el centro del sofá.
– ¿Es usted una persona atea? – se interesó William con espontaneidad.
Donald se quedó de una pieza. Ese tipejo era un apestoso predicador a domicilio de una de esas sectas existentes netamente para embaucar a los jovenzuelos inmaduros y a los que destilaban una pinta de bobo elevado al cubo.
– Se puede saber la razón por la que le importa si soy ateo o no lo soy.
– Hombre, señor Rice. Si usted es… ateo, aún le quedaría un asidero de salvación al cual aferrarse.
– Je, je.
– ¿Eso responde afirmativamente a mi pregunta? – William se rascó una de sus pobladas cejas.
– Un rábano – farfulló Donald.
– Entonces llego a la conclusión descorazonadora de que usted profesa alguna clase de religión.
– No soy practicante de ninguna en especial. Simplemente un espantador de moscas cojoneras – respondió con segundas.
– Sin lugar a ningún tipo de duda, usted no cree en nada de índole espiritual ni en ninguna deidad. En absolutamente nada. Por lo tanto, usted es ATEO.
– Soy agnóstico.
– No tiene que sentirse incomodado ante ello, señor mío. Usted no cree en nada, y yo le ofrezco a cambio de su bendita incredulidad la capacidad de beber de las fuentes de lo verdadero. ¡Afuera los dioses vacuos que inundan las estanterías de los hogares americanos! ¡Fuera las burdas imitaciones! FUERA LO IRREAL – William se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta para secarse el sudor que perlaba su frente.
– Váyase al grano de una vez. ¿De qué secta es usted? ¿De los Hijos de Cristo Rey? ¿Del Templo de la Última Salvación? ¿Del Hare Krishna? – lo miró con desprecio, para soltarle por último con cierto sarcasmo: – ¿De los Ángeles del Infierno? ¿De cuál de todas ellas?
– Yo no me asiento en ninguna creencia minoritaria impía. Lo que yo difundo es un sentimiento verdadero. El dogma alumbrante y más arcano que la primera exhalación de un ser vivo en plena creación del mundo tal como ahora lo conocemos. Ni más ni menos.
– Bien, pero eso que usted predica tendrá algún nombre, ¿no? – Donald, sabedor de que ya iba a perderse la resolución del partido de béisbol, iba sintiendo una pizca de curiosidad mundana.
– Satanismo – respondió William como quien afirmaba que se es asistente social.
Donald se puso de pie como si el mismo demonio le hubiese pinchado en las nalgas con el tridente.
El crucifijo invertido de oro puro colgaba oscilante debajo del corbatín del predicador. William se aflojó el nudo y se levantó el cuello de la camisa, mostrándole el beso de Satán tatuado sobre su clavícula derecha. Era como una de esas antiguas vacunas que se empleaban en la segunda guerra mundial, arrancando una sección de tejido: arrugado, de tono cobrizo.
Donald montó en cólera.
– ¿Cómo? ¿Me está queriendo inculcar una religión nefanda, oscura y perdida? ¿Anhela acaso que pueda caer por un día siquiera en los ardides de Lucifer? ¿Eso es lo que usted considera por el súmmum de la salvación verdadera? Está loco. Cojones, si eso es la destrucción personificada.
William ocultó el crucifijo satánico debajo de la corbata. Las sombras perpetuas se adueñaron de su rostro.
– No me es preciso ver más. Usted no me ha sido sincero. Es mas, me ha mentido con ruindad – guiñó un ojo con desdén. Fue entonces cuando Donald apreció que el otro ojo era una mera canica de cristal: ciego como los ojos de mil muertos… – Usted es católico, sin duda. No, no me mienta por segunda vez en menos de cinco minutos. Usted venera a esa… “deidad”.
– Prefiero creer tibiamente en eso que usted denomina como si fuera una puñetera marca de cerveza barata, antes que en ese cabronzuelo de Satanás – los ojos abultados de Donald denotaban al mismo tiempo ira y miedo.
William le acompañó también de pie. Miró brevemente a través de la ventana, expresando sus nuevas sensaciones en voz alta:
– Sepa usted que ya no le queda ni la opción más remota de redención terrenal.
Donald mentó a la madre del hombrecillo e intentó aferrarle por las solapas de la chaqueta de su traje con visos de echarle de su piso a puntapiés. William se le revolvió con la destreza de un gato, sacando a relucir una pistola de la parte trasera del cinturón de su pantalón.
– Oiga. ¿No irá a…? Nooo. Le oirá todo el vecindario – señaló Donald, con los nervios caldosos. Su prominente nuez subía y bajaba por su garganta como si fuese un ascensor descontrolado.
William se limitó a endurecer más el semblante.
– Señor Rice, no me sea ingenuo. El arma lleva acoplado el silenciador – respondió secamente. Inclinó en un sesgo el brazo que portaba la pistola y apuntó en primer lugar a la zona de las partes íntimas de su anfitrión. – De momento le voy a dejar impotente, señor Rice.
Apretó el gatillo.
Se escuchó un “flop” rasgado. Acto seguido Donald recondujo las manos hacia su ingle. Manaba sangre, muchísima sangre de entre los dedos apretados de las manos. Se le mancharon los pantalones con el orín escarlata.
Maldito-hijo-de-perraaaa… – masculló, resoplando de dolor.
– Esas serán las últimas palabras que pronuncien sus labios – sentenció William Tallanger.
Para corroborarlo, apuntó al parietal derecho de su víctima, descargándole tres balas en la cabeza.
Donald cayó desplomado sobre la moqueta del suelo. Su último gesto fue morderse la punta de la lengua hasta casi seccionarla.
– Otro creyente menos – William se guardó la pistola detrás de la chaqueta. Entonces absorbió las ondas que invadían su cerebro puro. Eran las órdenes de su Gran Hermano Negro.

“Enciende el televisor, Bill. Pon el volumen a tope. Que se crean que se han abierto las verjas del infierno. Así no repararán en el cuerpo hasta bien entrada la noche.” – le habló el Gran Hermano Negro dentro de su mente.

– Si. Si. Así se hará. Loado seas, Sepulcro de Carne Corrompida. Bendito seas, Gran Hermano Negro.
Encendió la televisión, subiendo el sonido todo lo alto que le permitía el ancestral aparato de fabricación alemana. En la pantalla combada y ovalada surgieron las imágenes difusas del comentarista entrevistando a “Heaven” Parkson sobre su actuación personal y de los “Sonics” de Westbury (Long Island) en conjunto. El periodista solicitó reiteradamente a los cazadores de autógrafos que le dejasen cumplir con su labor para la cadena de las Negras Escrituras.
– Estoy seguro de que esa alma perdida será atea.
“Los deportistas, por regla general, sólo rinden pleitesía al dinero.
“Ben le reconvertirá más adelante, cuando desconecten con el estadio – murmuró William para sí mismo.
El comentarista deportivo no era otro que Ben “Rostro Sombrío” Lockhart.
Una cadenilla colgaba de su cuello sudoroso, y de esa custodia de eslabones de oro, un crucifijo invertido de marfil se reía del mundo entero…


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