Este relato está dedicado a las compañeras bloggers Almalu e Ireth. Espero que guste un poquito, je je.
En un mundo liviano y etéreo donde el significado de la muerte era una risa obscena por la inmortalidad de sus habitantes, la rutina campaba a sus anchas igual que una hormiga trabajadora de metro y medio de largo. Consecuentemente, el máximo mandatario de aquel Reino de Vida Interminable estaba más aburrido que un unicornio decorándose el cuerno con un tatuaje donde proclamaba su amor eterno hacia el oso hormiguero. Todas las diversiones existentes ya estaban demasiadas vistas. Los bufones de doble apéndice nasal eran unos necios pues cada vez su sentido del humor era más proclive a generar en el respetable soberano el más sonoro de los bostezos. Los juegos deportivos y recreativos estaban creados para satisfacer a los seres más mundanos, pero jamás a un rey de semejante enjundia. En cuanto a sus satisfacciones de alcoba, disponía de todas las mujeres bellas que quisiera en un chasquido de dedos, con lo cual semejante facilidad se tornaba en pura rutina dado el poco mérito de cada una de sus conquistas. Además tampoco era cuestión de permanecer todo el día en la cama.
Al estar el rey tan alicaído de ánimo, los súbditos estaban preocupados. El consejero real ordenó a miles de bravos e intrépidos soldados que fuesen en búsqueda de algo nuevo e innovador que hiciese devolver la sonrisa bonachona al monarca. Una cohorte de lacayos recorrió la inmensa e interminable extensión celestial en pos de novedades para el entretenimiento de aquella divinidad medio aturdida por el tedio.
Discurrió un lapso de tiempo excesivamente extenso. Cada uno de los exploradores regresaba abatido por el fracaso más aberrante y rotundo.
Cuando todo parecía ya estar perdido, tuvo que ser un personajillo extravagante, al que no describiremos, dada su naturaleza casi hasta pecaminosa, el que irrumpiese en la morada del rey. La guardia real lo retuvo hasta que apareció el consejero.
– ¿Qué le trae por aquí? – le preguntó el consejero real. Estaba perplejo por la osadía de aquel individuo, y más por el enorme saco de tela arpillera que acarreaba sobre su huesuda espalda.
– Tengo conocimiento acerca de la tristeza que acecha a su Majestad – dijo el extraño con voz arrogante.
– Así es.
– Estáis de enhorabuena. Aquí le traigo la solución a sus males – afirmó con fanfarronería.
El consejero desconfió desde el principio, ya que aquel impertinente podría ser un embaucador con el afán de beneficiarse del desánimo del rey, pero viendo que este no mejoraba, le concedió el permiso y el beneplácito para que pudiese departir en privado con Su Majestad.
Le instó con un movimiento explícito del mentón para que le acompañase. Ambos cruzaron salas, recorrieron pasillos, ascendieron escaleras, para finalmente llegar ante la puerta correspondiente al dormitorio del monarca. El consejero golpeteó la madera barnizada con los nudillos de su mano diestra. Una voz debilucha y de poca consistencia vocal contestó desde el otro lado de la puerta.
– ¿Qué quieres, mi fiel Basil?
– Tengo a una persona que admite tener la solución a los males que le aquejan, Su Excelencia – al decir esto, se volvió a fijar en el saco sobrecargado que el visitante portaba sobre su espalda.
– ¡Y lo dices tan campante! ¡¡QUE PASE!! – prorrumpió el rey con un pequeño asomo de esperanza en su voz.
El consejero real empujó la puerta hacia adentro con cierto donaire, siendo importunado por las rudas formas del visitante que entró con suma rapidez en los aposentos reales. Naturalmente, la estancia privada del monarca era grandiosa y plagada de lujos, pero esto no viene a cuento.
Los ojos avispados del recién llegado pudieron contemplar como Su Excelencia descansaba sentado sobre una poltrona acolchada con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, adoptando una actitud pensante. Vestía elegantemente una bata multicolor, cuya cola reposaba sobre la pulida superficie de mármol del suelo, las sandalias de un rojo intenso privaban a sus diminutos pies de pasar cualquier incomodidad con el frío, mientras, curiosamente, su corona reposaba encima de la cama medio deshecha de tanto movimiento nocturno en busca de un sueño de lo más divertido jamás hallado. Al apreciar la presencia estrafalaria del visitante traído por el consejero real, exhaló un suspiro de desaliento.
– Lamentándolo con cierta antelación, señor, le presento a la persona que afirma poder levantarle en parte el ánimo, poniendo en riesgo su propio futuro en caso de fracasar en el empeño – comentó el consejero con rotunda solemnidad, evitando coincidir su mirada con la del pintoresco personaje del grotesco saco.
– Ya sabe lo te juegas, desconocido. Si me vuelves agradablemente feliz de nuevo, te cubriré de oro y te establecerás en la corte. En caso contrario, preferirás perecer al instante que permanecer vivo en las salas de tormento destinados a los fracasados.
El extraño alzó las comisuras de los labios para mostrar una sonrisa marcadamente enfermiza. Depositó el saco en el suelo de superficie pulida y brillante, acomodando sus posaderas encima del mismo. El contenido parecía tener forma redondeada.
– Así me gusta, Majestad. Usted ofrece y yo doy. Yo le concedo la felicidad a cambio de algo muy personal suyo. Así de simple y sin más ambages.
– ¡No se referirá a mi corona! ¡Si es así, llamo a la guardia para que le eche a patadas! – se agitó el mandatario, alarmado.
– No se preocupe por sus artículos de joyería, Alteza. Es otra cosa lo que espero que me sea concedido por su bondad infinita.
El consejero real no pudo reprimir un gruñido de malestar. El visitante le volvió la cabeza, devolviéndole la malicia claramente reflejada en su sonrisa.
– Señalar que este contrato nos afecta mutuamente a los dos. Tiene un inicio y un final. Una vez que la relación quede comenzada, no podrá ser detenida ni siquiera por su ayudante más fiel – siseó con segundas.
El rey se quedó meditando por unos escasos segundos. Finalmente cedió ante la petición de aquel hombre.
– De acuerdo, desconocido. Eso sí, se queda Basil como testigo – le exigió.
– ¡Ningún problema al respecto! Parece un buen chico, ja, ja.
El extraño se levantó con presteza de encima del saco, encaminándose hacia el trono del monarca arrastrando consigo la monstruosa carga. El hombre de más confianza del rey decidió observar el discurrir de la ocurrencia del desconocido desde el costado de la cama, sentándose en el borde del colchón.
– Majestad. En el interior de este saco llevo algo que le maravillará tanto, que estoy absolutamente convencido que conseguiré hacerle recobrar esa actitud desenfadada y risueña que hasta hace poco transpiraba por cada poro de su egregia piel.
El soberano se irguió en su poltrona. La curiosidad empezaba a corroerle la conciencia. El visitante desanudó la cuerda que cerraba con gran eficiencia la abertura del saco, introduciendo sus brazos en su interior para sacar al exterior, no sin ciertas dificultades, una esfera destacable en su tamaño. Acompañando a la esfera, un saquito de cuero negro.
– ¿Qué contiene? – se interesó el rey por el saquito.
– Bah. Arcilla de lo más corriente – contestó el extraño. Para demostrárselo, lo abrió, hurgó un dedo dentro del mismo y extrajo una insignificante muestra.
– Me parece todo esto muy interesante, señor desconocido, pero no veo como me ha de devolver la felicidad una esfera y un saquito lleno de arcilla.
El extraño no hizo ningún comentario sobre lo dicho por el monarca. Recogió la cuerda que había anudado el saco y lo hizo pasar por una argolla que sobresalía de uno de los polos de la esfera. El otro extremo de la cuerda fue pasada por una de las vigas del techo, para posteriormente también asegurarla alrededor de una columna. El rey observaba como la esfera ahora colgaba en el aire.
– Veo que la esfera dispone de varias tonalidades, destacando por encima el azul claro.
– El color visto a distancia corresponde al agua de los océanos y los mares – respondió el extraño.
– ¿Un planeta? – inquirió la mano derecha del soberano con estupefacción.
– ¿Similar al nuestro? En eso falla usted, desconocido. Nuestra existencia difiere de las hechuras en forma y tamaño de esa cosa que pende de la cuerda – matizó el rey.
– Bueno. Digamos que es un proyecto de creación más modesto.
– ¿Puede saberse para qué quiero yo un mini planeta tan poco llamativo? – Su Excelencia ya se había levantado por entero desde su trono, dirigiéndose hacia la esfera colgante. Agachó la cabeza para ver con nitidez el polo sur del planeta.
– Para divertirse. Para reírse a carcajadas.
– Pero según puedo entrever, mi enigmático señor, en este planeta prefabricado no existe ningún atisbo de vida – el monarca palpó la superficie de la esfera, llevándose un ligero sobresalto al verificar como las yemas de los dedos de la mano se introdujeron atravesando las distintas capas de la atmósfera del planeta artificial.
– Para eso he traído la arcilla. Para crear la vida que ha de poblar este planeta – al decir esto, el desconocido cogió una ligera porción, la depositó en la palma de la mano izquierda, hurgó en el fondo del bolsillo de sus pantalones rebuscando un objeto que era una aguja de oro puro. A través del agujero de la aguja hizo encajar la porción de arcilla, desencajándola con sumo cuidado. Escupió luego sobre la microscópica figura, para al final dirigirla hacia la esfera colgante.
– Hay que elegir el lugar preciso para que esta forma de vida arraigue en el planeta. No la podemos depositar en el mar por la simpleza de que se ahogaría; tampoco la podemos dejar en una región donde haga mucho frío para evitar su muerte prematura por congelación. Por lo cual, opino que el sitio más indicado es este – el extraño escogió la zona de un continente donde predominaba un clima templado. Su mano delgaducha desapareció entre hilachos de cirros cúmulos, hasta alcanzar la superficie terrenal, depositando la figura en un paraíso poblado de vegetación, árboles frutales y manantiales de agua cristalina, donde el buen tiempo y las temperaturas soportables podrían perdurar durante eones y eones de tiempo.
El ser recién creado desde la arcilla se despertó desorientado. No sabía en ese instante inicial quién era ni por qué había surgido en plena fase adulta. Se puso en pie, contemplando maravillado todo cuanto le rodeaba sin percatarse de su desnudez pues este estado aún no significaba nada que pudiera implicar bochorno y escarnio.
– Todo esto me parece estupendo, pero no entiendo de qué me va a servir tener este planeta en mis dominios reales sin poder hacer seguimiento de las evoluciones de los habitantes que creamos, dada la pequeñez de su tamaño – el rey esforzó su vista para averiguar el sitio exacto donde había sido depositado ese cuerpecillo de dimensiones tan reducidas.
– No me extraña que Su Excelencia se muestre tan abúlico y afligido si tiende a rendirse al primer contratiempo que le surge al paso – el visitante hurgó por segunda vez en el fondo del bolsillo del pantalón, encontrando lo que buscaba con anhelo. No tardó un ápice en mostrárselo al monarca. – Esta montura ocular dispone de unas lentes de un alcance de visión ilimitado. Con ellas puestas, podrá ver con absoluta claridad cualquier cosa por rematadamente pequeña que esta sea – reconoció con énfasis, sujetando entre los dedos las patillas de unas gafas de apariencia muy burda.
– ¿Qué opináis de esto, Basil? – el rey no estaba con muchas ansias de probarse ese artilugio.
– Por intentarlo, no creo que pase nada malo, Majestad – Basil estaba erguido por detrás de la espalda del extraño, analizando la posible efectividad de esas gafas.
– Pruebe y úselas sin la mayor tardanza – animó el extraño a Su Excelencia.
Su Alteza aceptó el reto. Recogió las gafas por una de sus patillas y con una gran elegancia, se las puso sobre el puente de la nariz.
– Temo que no funcionen, pues a ustedes dos los sigo viendo con el mismo tamaño – se sinceró, decepcionado.
El visitante se le aproximó, palmeándole la espalda con cierto descaro.
– No es a nosotros a quien debe de mirar, Majestad, si no al planeta en cuestión. Al planeta – puso un especial énfasis en esas dos últimas palabras.
El monarca se acercó lo máximo que pudo hacia el planeta de mentirijillas. En un principio continuaba apreciando todo de igual forma, hasta que el visitante recitó una frase muy intrigante.
La frase fue la siguiente:
“Una vez cruzado el umbral, la veda de la locura queda levantada para siempre.”
En ese instante, ante los ojos atónitos del rey, el planeta empezó a agrandarse, doblando su tamaño cada vez de manera sucesiva.
– ¡Cielos! Si va a llenar por completo mis aposentos – gritó su Majestad.
Su consejero real se aturulló al oír semejante desatino, incorporándose de inmediato a su vera.
– ¿Qué decís, Excelencia? ¿Qué cosa en concreto va a colmar sus dependencias? – preguntó azorado, paseando su mirada escrutadora del rey al extraño.
– ¿Es que ambos estáis ciegos? ¿No veis como esta maldita esfera está creciendo desproporcionadamente? – El rey extendió los brazos formando un arco de ciento ochenta grados.
El visitante soltó una aberrante carcajada exenta de gracia.
– Nosotros no vemos nada. Sois vos quien lleva puestos los anteojos y no nosotros.
“Pero no hay de qué preocuparse, Excelencia. Es tan solo un efecto óptico. Ni os estáis precipitando hacia el interior del planeta, ni esta se está expandiendo hacia las cuatro paredes de vuestro dormitorio real. Está creciendo, eso es cierto, pero simplemente a nivel visual.
– Querido Basil, ¿debo acaso creer en la grosera palabrería de este individuo tan mezquino? – intentó dirigir su mirada hacia la figura de su hombre de confianza, pero el contorno del planeta en pleno crecimiento ya se había encargado de taparla, teniendo que conformarse con escuchar su respuesta.
– No le queda más remedio – Basil comprobó con inusitado horror los ojos del rey cuando este le dirigió su mirada. A través de las lentes el iris se mostraba con un color púrpura intenso, algo del todo antinatural.
– Sus ojos. Ese no es el color de sus ojos – le susurró al oído del visitante.
– No se preocupe. En cuanto se quite las gafas, la tonalidad volverá a su estado natural – le tranquilizó.
En ese preciso instante el rey mutó su mirada al igual que su estado anímico. Estaba exultante de alegría casi incontenida.
– ¡Basil! ¡Señor Misterioso! Puedo verle. Con absoluta claridad veo como se está moviendo. Es todo muy cómico. Está desnudo y no se da de cuenta, ja, ja.
– ¿Qué está haciendo exactamente, si puede saberse? – se interesó Basil.
– Está abriéndose paso entre una vegetación muy densa. Se está arañando con las ramas espinosas de los arbustos y de las plantas silvestres. Puedo apreciar perfectamente los arañazos impresos en su piel olivácea.
– Eso está pero que muy requetebién – graznó el visitante.
– Ahora está recogiendo algunos frutos maduros desprendidos de la copa de un árbol. Se los está comiendo con una voracidad bestial. Este pobre infeliz tiene más hambre que un preso encerrado por meses en uno de los calabozos de castigo de mi castillo, ja, ja – prosiguió hablando el rey.
– ¡Su Real Excelencia está demostrando con su elocuencia su mejoría de ánimo! ¡Se le ve por fin dichoso! – constató el consejero real.
– Es que esto es realmente la monda. Es algo único. ¡Lástima de que tan sólo dispongamos de un habitante para este planeta!
“Ja, ja. Ahora el muy cretino ha patinado y se ha pegado un buen golpe sobre las asentaderas. No hay más que ver con qué ímpetu se está frotando la zona dolorida – las lágrimas de felicidad empezaban a diseminarse por las mejillas rubicundas del rey.
– En lo concerniente a la soledad de la ínfima criatura recién creada, eso tiene fácil solución. Observad la cantidad de arcilla disponible. Con ella podemos formar una comunidad de miles y miles de seres parecidos – al exponer esto, el extraño se dirigió con cierta precipitación hacia la bolsita que contenía la arcilla. Se hizo con otra mínima porción y repitió la misma operación, con la excepción que en esta ocasión utilizó otro tipo de aguja. Al terminar de moldear la figura, se arrimó al planeta, situándose al lado del monarca. – Aquí le traigo compañía.
Con la utilidad de las gafas, el soberano pudo apreciar de primera mano que la criatura creada correspondía con el cuerpo perfecto y hermoso de una mujer. El extraño depositó la figurita en el lugar dispuesto por el rey. Al acabar de hacerlo, este le echó en cara que la había dejado en un sitio algo lejano donde estaba ubicado el hombrecito.
– Tranquilo, Excelencia. Ya se conoce el dicho de que la grandeza que reside en los sexos opuestos es la fuerza de atracción que se ejercen entre ellos. Así que terminarán aproximándose en un periquete.
El monarca rió con ganas, acompañándole esta vez en la hilaridad su fiel ayudante.
– Se ha ganado usted el premio gordo, señor Misterioso – reconoció el rey.
– Ahora vos disponéis de un planeta propio, algo de lo que nadie en vuestra corte podrá presumir de posesión semejante, pero humildemente os pido que antes me permitáis acabar con mi trabajo de manera eficiente, y cuando termine de poblar el planeta con más criaturas y especies animales, entonces os comunicaré mi solicitud a modo de recompensa.
El rey, impresionado de la verborrea utilizada por aquel personaje, aceptó de buen grado. Se quitó las gafas, entregándoselas al consejero real.
– Voy a salir a ejercitar mis piernas. Hace siglos que no tenía tantas ganas de dar un paseo llevado por el regocijo que me embarga – explicó, con los ojos recobrando el color castaño original.
Su fiel lacayo lo acompañó de buena gana, quedando el extraño confinado en la estancia privada del rey para que de esta forma pudiera dedicarse en cuerpo y alma sin que nadie interrumpiera su labor de creador.
Dada la pericia de este individuo tan estrambótico, el planeta no tardó gran cosa en estar del todo acabado. Su Alteza Real visionó mediante el uso de las gafas el resultado final de la obra. La esfera dotada de su propio microclima estaba habitada por millares de hombres y mujeres, de todo tipo de animales y peces, de vegetación exuberante y de fenómenos naturales, algunos de ellos catastróficos.
El rey paseaba su vista preferentemente por los parajes donde proliferaban criaturas del género femenino, contemplando perplejo como todas iban vestidas al igual que los hombres.
– ¿A qué viene esta modificación en el pudor? – preguntó algo molesto.
– Simplemente a que la primera mujer y el primer hombre incumplieron una orden que les impuse con severa claridad – respondió con sequedad el visitante.
– ¿Cuál era esa orden?
– Una muy simple. Tenía que averiguar el nivel de inteligencia y de comprensión de estos seres. Ambos fueron instalados en una tierra de abundancia y provisión, donde nunca les faltaría de nada. Fui tajante en mi decisión de hacerles saber que podrían aprovisionarse de todos los frutos de los árboles de aquel vergel, con la excepción de una pieza en concreto. Si desobedecían, aunque sólo fuese un bocado dado a la fruta de ese árbol, lo perderían todo. La orden fue incumplida por culpa de su estulticia y de su egoísmo personal. Desde ese instante reconocieron su desnudez, y avergonzados de contemplarse el uno al otro en ese estado, se cubrieron sus partes más íntimas y fueron expulsados del lugar que les había destinado como goce eterno. A raíz de entonces, todos sus descendientes están vestidos.
– Increíble. Por ese estúpido mandato suyo se me ha robado el espectáculo de poder arrobarme ante la visión de esos cuerpos femeninos tan perfectos – le reprendió Su Alteza.
– Puedo asegurarle que podrá ver cuerpos desnudos correteando de manera alocada cuando usted quiera. Y si no, al tiempo – la sonrisa maquiavélica resurgió con fuerza en la boca delgada del extraño.
– Tampoco soy un depravado.
– Cambiando de tema, Majestad. Ya tengo mi solicitud – el extraño sacó del bolsillo del pantalón un papel varias veces doblado. Se lo tendió con cierta urgencia.
– ¿Está escrito en una jerga entendible por un miembro de mi posición social?
– Por supuesto. En caso contrario, nunca le entregaría este papel, ¿no cree?
El soberano sujetó el escrito con la mano derecha mientras hizo el ademán de quitarse las gafas con la mano contraria.
– No. Mejor que lea el contenido de la nota con las gafas puestas – le aconsejó aquel individuo.
– Muy bien – el monarca no se las quitó. Con los dedos fue desdoblando el papel. Este tenía numerosas dobleces, y cuando terminó de extenderlo, liberó un suspiro de alivio.
Leyó el contenido del escrito en absoluto silencio. El extraño podía observar como a medida que iba concentrándose en la lectura, el rey empezaba a disiparse. Su Majestad en cambio no se percataba de su propia invisibilidad pues las lentes de las gafas le hacían creer que todo continuaba en la más correcta normalidad.
Finalmente, su voz prorrumpió con cierta viveza por encima de su debilidad corpórea.
– Lo que acabo de leer no tiene ningún sentido, señor Misterioso.
– Siento disentir, Excelencia. Para mí, si que la tiene- ladró el extraño.
– No le comprendo – dijo el rey, con la voz consumiéndose conforme su fisonomía iba desapareciendo.
Al poco de decir esto, su porte se extinguió por completo, sin que quedara nada de él presente en la estancia privada, a excepción de las gafas. El extraño las recogió del suelo y se las puso, asentándolas sobre el puente de su nariz alargada.
Todo había salido a la perfección. A través de los cristales de las gafas veía con nitidez la figura del soberano ubicada en el interior de la esfera, y según su apreciación personal, el rey también le veía. La boca grandilocuente del monarca se abría y cerraba con gran frenesí, intentado hacerse oír, pero nada de esto fue posible.
El extraño chasqueó la lengua. Sin mayor tardanza, el estado idílico del planeta artificial mutó hacia una fase aterradora para Su Alteza. La tierra de los continentes sufrió una transmutación, donde lo verde fue sustituido por el color displicente de las rocas, la hierba y la vegetación quedó petrificada, los océanos, los mares, los ríos y los lagos sustituyeron el agua por la lava, y los seres hermosos se transformaron en horribles demonios. El rey fue rodeado por las terroríficas criaturas, y sin más, fue sometido a incontables e interminables tormentos que iban a repetirse de manera arbitraria durante toda una eternidad, pues aquel lugar era el infierno.
El extraño hizo reducir la esfera hasta alcanzar un tamaño asumible para encajar de nuevo en el interior del saco, y entre carcajadas ladinas, fue abandonando las dependencias del monarca, para perderse en el olvido.
Más tarde, cuando el consejero real se adentró en los aposentos del desaparecido rey, tan solo dio con las lentes tiradas en el suelo, cerca de la columna donde había estado pendiendo la esfera producto del mismísimo diablo.
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