Jugando con la arena.

                  Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.


                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.


                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


Y la tierra le pertenecía… (Relato corto recuperado, revisado y corregido por el autor).

A continuación, un nuevo relato revisado y corregido por el tonto del autor, o sea, yo, Robert “El Maléfico”.

La tierra le pertenecía. Una vez perdida toda la vitalidad, su ingreso en ella le supuso un renacimiento. Un útero firme y compacto. Una cuna donde regocijarse con la eternidad de una nueva existencia de lo más abyecta, contemplando la naturalidad impetuosa del día y la imperturbable soledad de la noche desde su pensamiento alejado de todo razonamiento lógico, habida cuenta que su imparcialidad murió con su vida racional.
Su odio se acentuó hasta límites inabarcables desde un punto de vista del todo incomprensible para cualquier miembro de la raza humana.
Ansiaba instaurar un régimen de terror que pudiera sacar de sus casillas a sus antiguos semejantes.
A partir de ahora, trataría de incrementar su propio legado maldito, dejando a todos los herederos del mismo desamparados y absortos en una vorágine de locura sangrienta que haría rebosar los albañales hasta desbordar los desagües de las alcantarillas de una calle cualquiera.


Claudia salió muy tempranamente como todas las mañanas en su labor de repartidora de prensa matutina. Pedaleaba con ganas en su bicicleta de montaña que le fue regalada en las pasadas navidades por sus abuelos maternos. La fricción con el aire hacía que sus largos cabellos castaños rubios se agitasen sobre sus hombros conforme avanzaba zarandeando de lado a lado la bicicleta, lanzando los periódicos en las entradas de las casas particulares del vecindario del pueblo.
Quedaban dos suscriptores a quien entregar la prensa, cuyas casas estaban algo distanciadas del resto por la ubicación de una pequeña arboleda atravesada por un sendero sin asfaltar. La muchacha estaba en la zona más sombría del camino, cuando una ráfaga de viento golpeó su rostro infantil. En un instante recibió con desagrado por las fosas nasales de su naricita achatada un olor sumamente desagradable.
Le recordaba a la sensación que recibía cuando visitaba la residencia de ancianos donde estaba ingresada su abuela Magie.
(el olor de la vejez, de la pérdida del control de los esfínteres, de la necesidad de su padre de tener que llamar al celador para que avisara a una de las enfermeras para el cambio del pañal)
Instintivamente, Claudia frenó en seco, apoyando el pie derecho en el suelo de tierra del camino.
Su pelo enmarañado reposó sobre su espalda.
El viento declinó su fuerza hasta detenerse del todo.
El hedor que le llegó al instante se tornó inaguantable. No tardó en sentirse mareada, con verdaderas ganas de vomitar el desayuno que se había preparado personalmente esa misma mañana antes de partir con su tarea del reparto de la prensa.
Un sonido singular la alertó.
(la tierra crujiendo)
Claudia se fijó angustiada en las grietas que se iban formando en el suelo bajo sus pies.
Cuando quiso darse de cuenta, la tierra firme y compacta se relajó, quedando desmenuzada, hasta transformarse en una zanja profunda, que fue requiriendo que la parte superior se deslizase hacía el fondo de la misma. La niña quiso huir pedaleando, pero en escasos segundos fue absorbida por la profundidad del hoyo, bicicleta incluida, siendo inmediatamente cubierta por una densa capa de tierra, que no tardó en volverse compacta, haciendo retornar el aspecto normal a ese tramo del sendero ubicado entre los árboles.


La rabia que le invadía fue correspondida en dicha por la posesión del cuerpo de la infausta muchacha. Con deleite fue absorbiendo sus fluidos vitales, diluidos por las enzimas de su complejo sistema digestivo.
No sentía ningún tipo de remordimiento por su corta edad.
En realidad le era indiferente.
Él ya no era humano.
Y la tierra donde antaño fue enterrado, era ahora su posesión más preciada.

Patricia nunca tuvo infancia. (Patricia never had childhood).

                   La infancia de Patricia fue infernal. Sus padres estaban enfermos. Pero no de una enfermedad incurable. Estaban desquiciados. Eran un peligro para el resto. Por desgracia, nadie quiso atajar la situación antes de que todo se desatase en un torbellino destructivo.

                Los tres vivían alejados de cualquier población cercana no menos de dos horas de distancia recorridos en vehículo. La casa era de dos plantas, con tablas de maderas horizontales, tejado a dos aguas, porche delantero. Todo era de color gris. Como igual de grisáceo era la tierra del jardín, pues la hierba llevaba muerta desde que la conciencia de Patricia pudiera recordar.
                Su padre se llamaba Norton. Su madre, Teresa. Cuando la tuvieron, ambos habían superado los cuarenta. Fue un parto muy duro y de cierto riesgo para su madre. De hecho, alumbró a Patricia en el sótano de la casa, sobre el duro hormigón del suelo, atada de pies y manos a unas estacas hincadas y con su marido ejerciendo de comadrona.
                A esas alturas, sus padres ya estaban perdiendo la razón a pasos agigantados.
        Norton se quedó sin trabajo por golpear a su encargado con una llave stillson en la gasolinera donde trabajaba. Teresa bailaba a todas horas al son de una música insonora, surgida en el interior de su mente, despertando a su hija con frecuencia, sacándola de la cuna y alzándola con brusquedad hasta conseguir que llorara sin parar todo el día. Su padre consiguió una ayuda como veterano del Vietnam, y con esa economía tan precaria iban tirando.
                Cuando Patricia fue creciendo, se fijó en la predisposición de su padre en traer animales que carecían de dueño. Gatos y perros. Conforme los traía, los ataba por una pata a un árbol situado detrás de la casa y se pasaba un día o dos torturándolos con un bate de béisbol, cuchillos y el atizador del fuego de la chimenea. Una vez que los mataba, se los pasaba a su madre, que los evisceraba para luego cocinarlos. Esa era su fuente de nutrición principal. Carne de perro y de gato. Incluso a veces su madre guisaba alguna rata que caía en alguna de las trampas dispuestas por su padre.
                Patricia odiaba esa comida. Aún así la consumía por obligación. Siempre deseaba no ver ningún animal callejero atado al tronco del árbol, pues eso significaba que comería verdura o pescado, lo que consideraba un alivio.
                Cuando Patricia tenía once años, su padre se ahorcó con el cable arrancado del televisor desde la rama más alta del árbol donde torturaba a los animales que recogía cuando visitaba la localidad más próxima en su furgoneta oxidada.
                Recordaba ver cómo se balanceaban las piernas descalzas de su padre. Su cuello estaba torcido por la presión del cable y la lengua oscura e hinchada se presentaba fuera de su boca, entre los dientes de su dentadura postiza. Cuando su madre se dio de cuenta del suicidio de Norton, no derramó ninguna lágrima. Ordenó a su hija que entrara en la casa y se quedó quieta frente al cuerpo sin vida durante dos horas, hasta que anocheció. Entonces entró en la casa, dejando el cadáver de su marido pendiendo del cable que lo mantenía en vilo al lado del árbol.
                Así estuvo semana y media. Con el cuerpo en avanzado estado de descomposición y con los insectos dando buena cuenta de las partes blandas y carnosas del mismo.
                Patricia estaba aterrada, pero su madre tironeaba de su brazo para que saludara a Norton todos los días.
                – Es tu padre, hijita. Recuérdalo – insistía su madre.
                Teresa reía y cantaba. Bailaba sin parar. Entre tanto, Patricia permanecía recluida en su cuarto, recreándose en los dibujos de los libros infantiles que habían pertenecido con anterioridad a su madre cuando esta fue niña.  La muchacha no sabía leer porque sus padres se habían empeñado en que ir a la escuela era una pérdida de tiempo y de dinero.  Estaba siempre desaseada. Mal vestida y desnutrida, pues su madre ya cocinaba poca cosa una vez que no estaba Norton, quien le proporcionaba la carne de los animales encontrados, a la vez que era  quien compraba en el pueblo más próximo el pescado, la verdura, la fruta y la harina para hacer el pan. Teresa no sabía manejar la furgoneta, y tampoco tenía ninguna gana de ir caminando, pues el trecho era largo y tedioso.
                Una mañana, Patricia vio a su madre subida a una escalera tosca, apoyada en el árbol, descolgando el cadáver pútrido de Norton.
                – ¡Ven! ¡Ayúdame un poco! ¡Agárrale los pies, hija! – le apremió su madre.
                Con mucha dificultad, lograron dejar el cuerpo sobre la tierra gris del jardín. Poco después su madre fue a por dos palas. Le tendió una a Patricia y le señaló con énfasis con un dedo una parte del jardín.
                – Vamos a cavar un hoyo muy digno para tu padre. Así descansará en paz para siempre.
                Estuvieron cinco horas trabajando en crear el foso,  para a continuación depositar en el fondo del mismo el cuerpo y luego volver a cubrirlo con la tierra. Cuando finalizaron, su madre escupió sobre la tumba.
                – Te echaré de menos, Norton.
                Tiró la pala a un lado y se puso a bailotear como una poseída. Estuvo así el resto del día, hasta que quedó rendida por el cansancio y se metió en la cama, cubierta de tierra de la cabeza a los pies.
                Patricia sólo pudo comer unos granos de arroz duro antes de irse a la cama.


                Al día siguiente llegó un visitante. Era un viajante. Decía llamarse Herman. Se empeñó en pasar a la sala donde extendió encima de la mesa un catálogo de útiles de cocina. Patricia estaba interesada por la maleta del vendedor ambulante. En su interior debía de guardar los artículos. El señor Herman era muy elocuente hablando, siempre sonriendo. Su madre estaba sentada a su lado. Lo escuchaba con poco interés. En un momento dado invitó al hombre a pasar a la cocina para que viera que no necesitaba ningún complemento.
                Patricia permanecía sentada al lado de la maleta. Estaba a punto de intentar abrirla, cuando escuchó un grito procedente de la cocina. Era la voz del señor Herman. Este no tardó en abandonar la cocina tropezándose con la jamba de la puerta de la sala de estar. Su mano dejó un rastro de sangre en la madera. Volvió a gritar. Era lógico que lo hiciera, porque tenía un cuchillo clavado en el ojo derecho.
                – ¡Maldita chiflada! – vociferó.
                Quiso buscar la salida, pero su madre lo alcanzó con un hacha. Se lo hincó tres veces en la espalda, hasta conseguir que perdiera la estabilidad, cayendo al suelo. El vendedor se arrastró desesperadamente por el suelo del vestíbulo.
                Patricia estaba de pie en el quicio de la puerta de la sala de estar. Observaba la escena con aprensión pero también con cierta curiosidad.
                Su madre se abalanzó sobre el cuerpo del señor Herman y le cortó los dedos de la mano derecha. Acto seguido el pie de ese lado. Por último lo decapitó…
                Cuando retornó al lado de su hija, portaba la cabeza del hombre en la mano derecha. Estaba cogida por los cabellos. Patricia miraba la sangre que goteaba de la base del cuello de la cabeza.
                – Ya tenemos comida para unos días. Además de la buena – le dijo su madre.
                Se puso a bailar por el salón con la cabeza del señor Herman, y por primera vez, su hija Patricia la acompañó con ganas en el jolgorio.




                El señor Herman tenía un coche. Era un modesto Talbot de dos plazas. Como la madre de Patricia no sabía conducir, el vehículo permaneció aparcado frente a la casa. Tampoco les preocupaba mucho que estuviese expuesto, pues vivían apartados de la sociedad en general.
                Curiosamente, a quien no iba a pasarle desapercibido tal hecho fue al ayudante del Sheriff de la localidad más cercana. Aquella familia tenía una hija pequeña que por sus informes no estaba escolarizada. Igualmente su padre estaba en el paro. Detuvo el coche al lado del Talbot estacionado frente al porche. Se acercó a observarlo de cerca. No tenía la puerta asegurada por dentro, así que le fue fácil abrirla. En el asiento del copiloto había un abrigo de hombre recogido. Desde luego, vaticinó que ese coche no podía pertenecer al señor Norton. Este conducía una furgoneta vieja y destartalada. Abrió la guantera y vio los papeles del seguro guardados en un archivador de plástico. El Talbot estaba asegurado a nombre de un tal Herman Noles.
                Salió del coche y se dispuso a llamar por la emisora, aportando los datos de la matrícula y el nombre del dueño del coche.
                – Aquí 120 a Central. Estoy en la propiedad de los Watkins. Tengo un vehículo matrícula del estado de Virginia PL 3546, a nombre del hombre que estamos buscando, Herman Noles.
                – Enseguida le busco la confirmación, 120.
                En ese instante surgió la presencia de una niña. Estaba de pie en el porche delantero de la deteriorada casa de madera a tablas. Vestía un raído camisón anaranjado. Estaba descalza, muy sucia y extremadamente delgada, con los largos cabellos lisos castaños tapándole casi el rostro.
                El agente se fue acercando con extremado sigilo. La niña lo miraba con cierta desconfianza.
                – Hola, chiquita. Me imagino que eres la hija de los Watkins. Yo soy el agente Newland.
                – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tenemos otra visita! – chilló la niña con todas sus fuerzas, cerrando los ojos.
                La puerta de la entrada se abrió de un empujón. En el umbral estaba la madre. Esta hizo un movimiento rápido con la mano diestra. El agente Newland vio el enorme cuchillo dirigirse hacia su pecho, sin poder apartarse a tiempo. La punta se le clavó entre las costillas del lado derecho. Se quejó del dolor. Sin detenerse a evaluar la situación, desenfundó el arma reglamentaria y disparó a la mujer, alcanzándola de lleno.
                La niña se precipitó hacia su madre, quien estaba tendida frente a la puerta de la casa, escupiendo sangre de manera profusa por la boca. Los disparos del agente le habían dado en pleno estómago, propiciándole una muerte agónica.
                Newland se apoyó de espaldas contra el lado derecho de la carrocería del Talbot y se sacó el cuchillo con sumo cuidado. Acto seguido, comunicó la situación por la emisora, pulsando el botón ubicado en el hombro derecho.
                – Aquí 120 a Central. Agente herido. Repito. Agente herido. Agresor igualmente herido. Solicito refuerzos y asistencia sanitaria.
                – Recibido 120. Enseguida llegarán los refuerzos y la ambulancia. Hemos de saber si la situación está controlada. Control a 120. ¿Está la situación controlada?
                – Aquí 120 a Central. La situación está controlada…
                El agente Newland se detuvo en la comunicación. Frente a él avanzaba la niña portando un hacha.
                Quiso desenfundar de nuevo. La hija de los Watkins alzó lo que pudo el hacha, hasta descargar el golpe del filo cortante contra la rodilla derecha del agente.
                – ¡Dios!
                Newland se apretó de espaldas contra el coche para no perder el equilibrio. La niña hizo un nuevo impulso con el hacha, hincándole el filo en el muslo hasta alcanzar la femoral.
El agente vio la sangre manando torrencialmente de su miembro con evidente horror. Su rostro contraído por el dolor se tornó pálido por la pérdida de sangre. La niña estaba dispuesta a asestarle otro hachazo, pero el agente sacó fuerzas de flaquezas, consiguiendo hacerse con el revólver y la atinó de lleno en el entrecejo.
                – ¡Familia de perturbadas! ¡Cabronas! – gritó el agente, impotente, sin poder impedir que su cuerpo se desmoronara sobre el suelo duro.
                A escaso medio metro, el cuerpo sin vida de Patricia reposaba igualmente sobre la tierra gris.
                Tenía once años, y nunca había tenido una infancia normal.


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Jugando con la arena. (Playing with the sand).

                Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.

                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.
                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


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