Año nuevo

A escasos momentos de la entrada en un año nuevo, no todo es aparente ilusión y felicidad. Vidas anodinas. Biografías nefastas. Crueldad manifiesta. Falta de sentimientos y emociones. Por desgracia hay seres sumergidos en la rutina. Y acostumbrados a la violencia. Qué quereis que os diga. Dorothy Collins refleja el sentimiento ambiguo de la sociedad actual, donde la muerte ajena se nos sirve a través de los noticiarios, los documentales, el cine, los videojuegos. Ante hechos como el sucedido con Dorothy, la sociedad que la rodea responde anestesiada. Una persona más. Una persona menos. Y el mundo que sigue girando en torno a su mismo eje.

31 de diciembre
23: 30
Temperatura en el exterior: – 7ºC
Pronóstico del tiempo: Continuación de fuertes nevadas en las próximas 24 horas

Localidad: Point of Faith
Población: 57000 habitantes

Año nuevo, vida nueva.

Dorothy Collins tenía 55 años. Era una vagabunda solitaria y alcoholizada. También le pegaba al crack. Sus expectativas de longevidad eran ya muy cortas.
Confinada en el interior de un cajero bancario para resguardarse del frío, su mente estaba adormecida, sin interesarse por la llegada del nuevo año. Acurrucada debajo de una manta vieja y andrajosa, con su botella de coñac medio llena al alcance de su mano cuando le diera por darse la medio vuelta sobre su costado, Dorothy veía su pasado como una pesadilla.


Adicta a las drogas desde los catorce años. Sus padres fueron unos alcohólicos contumaces. Jamás se preocuparon por su educación ni por sus andanzas. Que frecuentara malas compañías desde niña les iba al pairo. A los diecisiete años empezó a prostituirse para financiarse la dosis diaria de cocaína. Su juventud discurrió demasiado deprisa. Con veintiséis años aparentaba los cuarenta. Desde aquella edad, la cuesta abajo. Llegaría el crack y su vida como vagabunda.
Su presente. Un vivir 24 horas y luego 24 horas más y así hasta que le llegara el futuro.
Su destino.
La muerte.
En esta ocasión, la dama de la guadaña rondaba muy cerca de ella.
Eran tres pandilleros menores de edad. El menor de quince años y los otros dos, quienes eran hermanos gemelos, de 17. Estaban ya borrachos. La noche era infernal, y no había nadie por las calles nevadas del barrio. Sólo estaban ellos tres. Hijos de familias desestructuradas, en cuyos hogares no se les echaba en falta. Uno de los dos hermanos fue el primero en fijarse en la figura tumbada de la anciana.
– Mirad. Una puñetera pobretona – les dijo a los otros dos.
Se acercaron a la cristalera. A pesar de la luz interna del foco cenital del habitáculo, la mujer estaba completamente dormida.
– Qué asco. Si tengo que sacar pasta, ¿cómo voy a hacerlo con esa tipa ahí metida? – continuó el macarra.
Su hermano estaba más ebrio. Rió como un tonto.
– Vamos a matarla. La sacamos y la dejamos tirada en la nieve. Nadie va a echarla de menos.
– Ya.
El mocoso de quince años miraba arrobado a la actitud chulesca de los dos hermanos.
– Vamos a buscar algún palo- dijo uno de los gemelos.
Se adelantaron hasta alcanzar el callejón cercano.
Entraron y rebuscaron por la basura.
Al final dieron con una barra de hierro.
Sus sonrisas quedaron reflejadas entre penumbras como la sonrisa del gato invisible de Alicia en el país de las maravillas.

31 de diciembre
23: 55
Temperatura en el exterior: – 8ºC
Pronóstico del tiempo: continuación de fuertes nevadas y heladas en las próximas 24 horas.

Un agente local de Point of Faith estaba recorriendo las calles en su coche patrulla, cuando vio una figura tendida en la nieve, casi al borde de la acera cercana al cajero automático del banco.
Detuvo el vehículo y se bajó del mismo.
– Frío del carajo – musitó, contrariado por tener que comprobar aquel cuerpo tendido boca abajo.
Nada más acercarse pudo apreciar que era una mujer de edad madura. Era una vagabunda.
Estaba muerta.
Con la cabeza reventada a la altura de la nuca. Había sangre congelada sobre la nieve, y una variedad de pisadas entre la zona donde estaba tendida y el acceso al interior del cajero automático.
– Menudo final de año – se maldijo el agente.
Tendría que redactar un informe.
Papeleo en plena medianoche.
El reloj cercano de la parroquia de San José Obrero marcaba casi las doce.
Alumbró el cráneo de la fallecida.
– Maldita sea.
Fue al coche para informar del suceso por la emisora.
Era un comienzo de año nuevo cojonudo.
En su fuero interno estaba por investigar lo mínimo.
La víctima era una persona sin hogar.
Nadie la iba a echar de menos.
Haría los trámites lo más rápidamente posible para así terminar su turno, irse a su casa y celebrar el primer día del nuevo año en la cama, durmiendo como un bendito.

1 de enero
01:00 de la madrugada
Pronóstico del tiempo: Nevadas persistentes y heladas fuertes en las siguientes 24 horas

El cadáver de Dorothy Collins fue levantado de la escena del crimen bajo la supervisión del Inspector de homicidios local y el médico forense.
El clima era sumamente desapacible y la hora no invitaba a dilatar el proceso más allá de lo necesario.
Cuando el cuerpo de la mujer fue depositado en la parte trasera de la ambulancia, los allí presentes se despidieron con gestos de mano y deseándose un buen inicio de año.

Muñecos de nieve

Estamos en invierno. La nieve hace su acto de presencia, como debe ser. Es entonces cuando niños y adultos recurren a los juegos invernales. Las batallas a bolazo limpio. Patinar sobre el hielo. Y lo más encantador. Formar muñecos de nieve.
Aunque viendo el perfil de Natalia Tubbs, algo me da que no profesa simpatía hacia ellos…

Natalia Tubbs estaba dispuesta a efectuar su última visita puerta a puerta de la tarde noche. Eran las seis y media y la noche invernal se había adueñado del firmamento. Hacía tres grados bajo cero, y tras tres días seguidos de intensas nevadas, la climatología había moderado su inclemencia por unas horas. Todo estaba cubierto por nieve, y en ciertas zonas, como las aceras y el asfalto, los funcionarios municipales de la localidad habían esparcido sal para retrasar las heladas. También los vecinos habían colaborado de manera mancomunada retirando nieve y abriendo los caminos con el apoyo de las palas.
Natalia Tubbs era una veterana vendedora de enciclopedias a domicilio. Tenía cuarenta y cinco años, y llevaba ejerciendo de comercial desde que abandonase la universidad en su segundo año, es decir, a los veinte años. Tenía una facilidad de palabra y de convencimiento, que pronto se ganó cierta fama como una vendedora rentable y por tanto, cobraba buenas comisiones a fin de mes con las ventas alcanzadas. No paraba en todo el año en recorrer el estado de Nueva York de cabo a rabo. Su transporte, un Honda Civic de los 80, y su descanso, en moteles de carretera de Lunes a Sábado, con horario laboral continuado de nueve de la mañana a seis de la tarde, con los pertinentes descansos para el almuerzo y la comida.
En esta ocasión estaba prolongando ligeramente su horario laboral por culpa de una pérdida de tiempo consistente en una larga hora en casa de una anciana a la cual había estado a punto de hacerle invertir parte de sus ingresos como pensionista en la compra de una colección de libros centrados en los grandes patrimonios de la humanidad. Tenía ya su firma en el albarán de venta, cuando justo llegó el hijo único de la mujer. Nada más ponerse al corriente del sentido de la negociación, desgarró el contrato en dos y la puso literalmente de patitas en la calle.
Por este motivo estaba sumamente irritada. No había conseguido una sola venta en todo el día y estaba decidida a emplear el último cartucho con la casa de un tal señor Hicks. Según constaba en la ficha con sus datos personales, vivía en una zona ligeramente apartada del pueblo. Situada al frente del volante, fue conduciendo con prudencia. La iluminación de la última de las calles con viviendas de dos plantas a ambos lados de la misma fue disminuyendo conforme la distancia entre las farolas iba distanciándose. Según su GPS, la casa del señor Hicks se hallaba a media milla de la salida de la calle Siete de julio. Los faros delanteros del coche le iban marcando el camino por donde debía ir sin salirse de la carretera en mal estado. Unos cinco minutos después dio con la vivienda unifamiliar de su última visita del día. La luz de los faros iluminó una cerca de madera cubierta de nieve que rodeaba la parte delantera de la casa. Natalia aparcó el Honda Civic en paralelo a la misma y abotonándose el abrigo hasta el cuello, provista del maletín con los catálogos y los contratos, salió del interior confortable del coche para dirigirse con pasos pausados sobre la nieve hacia la entrada principal del hogar del señor Hicks. El frío le pareció más intenso. Conforme se aproximaba a la puerta, a su derecha, de lo que debiera ser el jardín delantero, ahora disfrazado bajo un tupido manto blanco de nieve, había colocadas tres figuras de nieve. Estaban alineadas en fila. La mayor mediría metro y medio y las otras dos eran un poco más pequeñas. Por lo visto el señor Hicks y su familia apelaban a la tradición cuando caía una nevada copiosa. Los tres muñecos llevaban cada uno un sombrero de paja sobre la cabeza redondeada. En los rostros, los botones negros que representaban a los ojos, la zanahoria a la nariz y una tela roja en forma de sonrisa que hacía de boca. A Natalia le llamó la atención el rato que habría llevado formar las tres figuras, pues la nieve empleada por el cálculo del grosor de sus cuerpos debía haber sido en gran cantidad. Acumular tanta nieve y sobre todo con las temperaturas tan gélidas era un acto del todo heroico.
Se olvidó de los muñecos y sin más espera, pulsó el timbre de la puerta.
Aguardó medio minuto, pero nadie acudió a la entrada.
Repitió la acción.
Nada.
Estaba ya helada de frío.
Insistió varias veces. Malhumorada.
Menudo día llevaba. No tenía ganas de cenar. Tan solo tomarse un baño caliente y relajante en la habitación del motel Principal Avenida.
Estaba volviéndose cara a los muñecos de nieve
(ahora los consideraba ridículos y grotescos. Sin duda que el señor Hicks y sus hijos no iban a destacar como escultores)
cuando la puerta fue entornada hacia adentro con presteza. Natalia giró su cuello, dispuesta a encontrarse con el señor Hicks…
Su sorpresa fue monumental. En el quicio había una persona de gran envergadura, vestido con ropa de leñador y con una bolsa de cartón de supermercado colocado en la cabeza a modo de careta. Tenía los preceptivos agujeros para los ojos y la nariz.
– Qué – atinó a decir Natalia antes de que aquel individuo le arremetiera con un bate de béisbol en la cara.
El impacto le dio de lleno en la nariz, fracturándole el tabique nasal y ocasionándole le pérdida del sentido. Su cuerpo perdió el equilibrio sobre las piernas, el maletín se soltó de los dedos de su mano derecha, abriéndose en la caída, mostrando los catálogos de las enciclopedias, con algunas hojas de los contratos desparramándose en su derredor y su figura se colapsó contra la nieve que cubría el suelo ante la entrada a la casa.
La persona de la careta de cartón arrojó el bate contra una pared del vestíbulo. Examinó con detenimiento a la mujer. Una vez comprobado que estaba completamente inconsciente, entró en su casa. Sus movimientos eran exageradamente precipitados, fruto del temor que su visitante pudiera recobrar el conocimiento antes de que le diera tiempo a reunir las herramientas indispensables para solucionar aquel ligero contratiempo.

Natalia Tubbs despertó demasiado tarde para su gusto. Primero fue el dolor insoportable producto del golpe del bate en su rostro. Seguido de la enorme sensación de frío que sentía al estar simplemente vestida con su ropa interior. Lo siguiente fue mucho peor. Nada más abrir sus ojos, el horror de la realidad más terrible la sumió en un estado de paroxismo extremo. Quiso gritar con fuerzas, pero sus labios estaban sometidos bajo una apretada mordaza. Igualmente quiso mover su cuerpo. Cosa harto imposible. Aquel sujeto que escondía su personalidad dentro de una bolsa de cartón de supermercado había cavado un profundo hoyo en la nieve y la tierra del jardín delantero de su casa. En el hoyo hincó un poste de madera de metro y medio. Acto seguido la había asegurado al mismo, con los pies enterrados dentro del hoyo, los brazos entrelazados a la espalda por detrás del poste y asegurados con cuerda. Después de eso, había rodeado el resto de su cuerpo con más cuerdas alrededor del grueso madero, dejándola completamente inmovilizada. Natalia hizo todo lo buenamente posible por desasirse, pero estaba firmemente atada y desvalida ante las oscuras intenciones de aquel chalado.
El estrafalario personaje quedó satisfecho del inicio de su obra.
Entonces puso en marcha la segunda parte de su plan.
Con la ayuda de una pala, fue amontonando nieve al lado del cuerpo de Natalia.
La mujer agitó su cabeza con rabia.
Fue cuando pudo ver por el rabillo del ojo que estaba alineada al lado de los tres muñecos de nieve.
Mordió la mordaza con fuerza. Imploró ayuda desesperadamente, pero nadie podía escuchar sus murmullos.
La careta de cartón no aminoraba el ritmo de paladas.
Estaba ya cansado. Quería acumular la cantidad de nieve necesaria para formar un nuevo muñeco de nieve. Deseaba que este fuese el último.
Ya había tenido suficiente con ocultar los cuerpos de su mujer y sus dos hijos…

Felices navidades

En primer lugar, desearos unas felices fiestas a mis seguidores de pesadillas.
A partir de ahora, mi deseo es encabezar cada nuevo relato con una pequeña entradilla estilo Stephen King, ja ja.
Esta misma tarde se me ha ocurrido este relato corto, más de intriga, que no de terror, pero ambientado en las fechas festivas en las cuales nos encontramos.
Evidentemente, para el principal protagonista, Nicholas, su celebración por su parte pende de un hilo.
Esperemos que consiga salir del atolladero en que anda metido y que igualmente pueda disfrutar de las navidades en paz y armonía…

Nicholas tenía un ojo negro, el labio superior partido y el resto del cuerpo hecho polvo por la cantidad de patadas que le propinaron. Estaba hecho un verdadero guiñapo. Para sostenerlo de pie delante del usurero al que le debía veinte mil dólares tuvo que valerse de la ayuda de los propios gregarios del villano.
– Vamos a ver, Nicholas – le habló aquella mala bestia, con el cigarro puro entre los labios al estilo gangster. – No pensarás que la paliza que te han dado mis esbirros va a satisfacer la enorme cantidad de dinero que me adeudas.
– Yo… Le juro que si usted me concede más tiempo. Tengo contactos… Si me dejara apostar de nuevo en el canódromo dos o tres noches seguidas…- susurró Nicholas con la lengua atrofiada. Escupió un diente suelto que pendía de las encías.
– Y una leche. El tiempo se te ha acabado.
– Se lo ruego. Tengo mujer y dos hijas pequeñas…
– Ya. Y encima hoy es la víspera de la nochebuena. El espíritu de la navidad impera en todo el mundo, bla, bla, bla.
– Yo.
– ¡Cállate, inútil! Si vuelves a mencionar una sola sílaba más, seré yo mismo quien te remate con un tiro en la sien.
Su mirada era de una fiera enfurecida. Un tigre salvaje al que un estúpido cazador había errado en su única oportunidad de vencerlo con su escopeta. El mafioso se entretuvo en andar por la antesala de la lóbrega y abandonada casa situada en el extrarradio de la ciudad. De repente se detuvo. Miró a uno de sus hombres.
– Laszlo. Ya va siendo hora de que cambies de coche.
– Hombre, es un Ford de quince años.
– ¿Cuánta gasolina le queda en el depósito?
– No mucha. Cuatro litros, más o menos. Pensaba ir luego a la estación de servicio de Trentino Gorza.
Miró nuevamente a Nicholas. Esbozó una sonrisa amigable.
– Te voy a dar una oportunidad, Nicholas.
– Haré lo que usted mande, señor.
– Perfecto.
Se volvió hacia el matón con el que había entablado conversación segundos antes.
– Laszlo, dale las llaves de tu coche a nuestro amigo Nicholas.
– Lo que digas, jefe.
Laszlo se las puso entre ambas manos de Nicholas.
– Mira. Haremos lo siguiente. Un apaño para arreglar en parte tu desaguisado. Si lo haces bien, te concederé una semana más de tiempo. Se que no servirá de nada, pero al menos podrías así pasar las últimas navidades con tu familia. Es lo menos que se puede hacer por respeto a tus allegados más íntimos.
“Pero para hacerte merecedor de este plazo adicional de tiempo, has de conseguir una cosa. Mantener a raya a Laszlo al volante de mi coche.
– No lo entiendo… Cómo dice…- balbuceó Nicholas, hecho un manojo de nervios.
– Manejarás el coche de Laszlo. El en cambio utilizará mi descapotable. Ya lo has oído antes. El Ford tiene unos cuantos años y poca gasolina en el depósito. Pero no pido que corras para ganar una carrera. Simplemente te exijo que aprietes a fondo el acelerador, y que el tiempo que te dure la gasolina, no dejes que Laszlo te adelante. Si lo consigues, te concedo la prórroga. Si al contrario, Laszlo te adelanta, eres historia en menos de sesenta segundos. Y te aseguro que seré yo mismo el que te condene al infierno, joder.
“Vamos a empezar con la competición. Que esto se está dilatando más de la cuenta. Dentro de una hora tengo una reunión importante con uno de mis socios…
Los secuaces del mafioso obligaron a Nicholas a salir de la casa para encaminarse hacia donde estaban aparcados los vehículos…

Nicholas atisbaba la carretera delante de él con su único ojo en buenas condiciones. Sus dedos apretaban con firmeza el cubre volantes, y su pie derecho hacia lo propio con el pedal del acelerador. El motor del vehículo que conducía rugía al límite de sus posibilidades. Estaba conduciendo a 170 por hora. Pegado al costado derecho de la carrocería del Ford estaba el descapotable Morrison. El secuaz del mafioso estaba menos ansioso que Nicholas. Le estaba concediendo un pequeño intervalo de esperanza. Dentro de unos segundos le iba a dar un fuerte impulso con el fin de adelantarle y así dar por terminado con la absurda ocurrencia de su jefe.
Fue entonces cuando un venado surgió de la arboleda desde el lado de la cuneta derecha de la carretera comarcal. Laszlo hizo lo posible por esquivarlo, pero no pudo evitar el impacto. El cuerpo del animal golpeó el parabrisas, cuarteándolo, haciendo imposible que Laszlo viera más la carretera por la que estaba transitando. Sus manos perdieron por unas milésimas de segundo todo contacto con el volante, mientras los airbags se abrían, desconcertándole por completo. El descapotable perdió todo control sobre sus cuatro ruedas, y enfiló la cuneta, saliéndose de la carretera, abordando el tupido bosque hasta estamparse de lleno contra un tronco. Laszlo murió en el acto.
Mientras, Nicholas siguió conduciendo sin mirar hacia atrás, hasta que agotó la poca gasolina que le quedaba.
Unos pocos minutos más tarde le alcanzó el mafioso con otro de los coches de sus ayudantes.
Se bajó con rostro circunspecto y se dirigió hacia el lado del conductor del Ford. Le hizo una indicación a Nicholas que bajara la ventanilla del coche.
– Espero que aproveches la semana que te doy de plazo añadido. Si no consigues la cantidad que me debes, te juro que vas a sufrir lo indecible antes de irte al hoyo. Laszlo es una pérdida irrecuperable.
“Por cierto. Saluda a tu familia de mi parte.
“Que pases unas felices navidades.
“ Y que Santa Claus te traiga un cheque de veinte mil dólares.

El usurpador de mentes

– Fuiste tú. Eres el asesino. El responsable de su muerte – me susurró una voz en el interior de mi cabeza.
Estaba paralizado. Quieto. De pie en la antesala de la entrada a aquel callejón angosto y estrecho sin salida final. Delante de mí estaba aquella persona. Vestía un amplio gabán marrón oscuro de aspecto pulcro y limpio. Parecía casi de estreno. La prenda le cubría hasta las pantorrillas de los pantalones. Sobre su cabeza, una especie de sombrero de ala ancha. Estaba lloviendo. Jarreando con fuerza. No me fijaba en los rasgos de su rostro. No podía fijarme en nada. Estaba inmóvil en cuerpo y espíritu. En palabra y pensamiento.
Aquella entidad me habló de nuevo.
– Sujeta esto. Lo necesitas para justificar tu participación en los hechos. Has matado a una muchacha. Le has abierto la garganta para verter su sangre. Una sangre que yo necesito. Y que me llevo. Ya no me verás más. Eso espero por tu bien. Ellos te juzgarán. Te culparán de mi hazaña. Y no te entenderán. Aborrecerán tu actitud. Te pudrirás en la cárcel por mí. Y eso en el mejor de los casos. Eres mi escudo. Otro tanto de cientos que tengo por el mundo. Gracias a la cantidad, mi existencia sigue vigente.
La figura se apartó de mi campo de visión.
Desapareció de mi vista.
La lluvia me cegaba.
Al poco pude recuperar los sentidos de nuevo y aprecié lo que me había dejado entre los dedos de la mano. Un feroz estilete de acero. De aspecto ancestral. Perteneciente a una cultura de siglos atrás.
El filo estaba sucio de sangre. Al igual que parte del mango. Las gotas de la lluvia diluían su contenido sobre la manga de mi chaqueta. Desesperado, lo dejé caer sobre el suelo encharcado. Alcé el rostro protegiéndolo con la palma de la otra mano para así entrever el final del callejón. Unas piernas desnudas surgían desde detrás de un contenedor de basura. Los pies relucían del brillo de la sangre recogida en un amplio charco. Se suponía que aquella persona estaba muerta. Asesinada vilmente.
Su futuro quedó truncado por mi instinto homicida.
Yo era un criminal sin remordimientos.
Una brutal bestia que ansiaba la muerte ajena.
Todo esto lo comprendí en escasos segundos.
Mi mente me había jugado una mala pasada.
Dándome cuenta que corría un grave riesgo permaneciendo cerca de mi víctima, eché a correr.
Me di a la fuga sin un rumbo fijo. Simplemente corría todo cuanto mis piernas me permitían.
– ¡Dios Santo! El asesino del estilete ha matado a una chica – escuché detrás de mi conforme me alejaba de aquel callejón.
Quise ganar metros, pero fue inútil.
La gente se arremolinó en mis cercanías. Se me relacionó con los hechos por la manga de mi chaqueta impregnada en sangre. Se inició una persecución por las calles adyacentes. La calzada estaba compuesta de adoquines. El suelo estaba resbaladizo por la humedad. Me resbalé y caí de bruces. Cuando quise incorporarme, ya era demasiado tarde. Fui agarrado y zarandeado.
– ¡Criminal! ¡Pagarás todos tus abusos con tu propia vida!
Recibí golpes y escupitajos. Alguien facilitó una soga y fui atado con los brazos sobre los costados. Luego otra soga con su final en forma de lazo con un nudo corredizo fue lanzada alrededor del soporte de la luz de una farola de hierro. Quise evitar que me pasaran el lazo por el cuello, pero fue imposible.
Yo era responsable de mis delitos.
Y por ello se pusieron a tirar de la cuerda.
Mis pies perdieron contacto con el suelo.
El nudo se apretó contra mi nuez.
Me resistí como pude, pataleando en el vacío.
La turba reía y me vilipendiaba.
Estaba claro que deseaban mi muerte.
Tanto como yo deseaba la de los demás.

Los segundos finales pasaron con una lentitud exasperante.
Yo estaba convencido de ser una alimaña sin escrúpulos.
Un asesino de mujeres jóvenes.
Hasta que, estando ya a punto de morir ahorcado, contemplé entre el grupo de justicieros a la figura conocida del gabán. Mi mente dejó de estar nublada. Yo era inocente, quise proclamar sin demora, pero la cuerda estaba ya demasiada ceñida y de mis labios amoratados no surgió ni siquiera la primera sílaba de la frase.
Lo tenía claro en ese instante.
Yo era en verdad un ciudadano normal y honesto.
Sin embargo iba a morir ahorcado como un perro observando como últimos detalles de mi ingrata realidad al verdadero rostro de mis pesares.
¡Así se trata a los cerdos! – gritó una voz estridente sobre las del resto del grupo.
Era la voz del auténtico asesino.
Me sonrió con ironía.
Sería lo último que me quedaba por ver en vida.
El sucio regodeo del causante de dos muertes esa misma tarde.
La de la chica y la mía.

El fin de una raza

La virtud de Lettisier residía en su capacidad de hacer germinar el fruto del odio entre los suyos. Era una raza agonizante. Sin esperanzas. Sin deseos casi de supervivencia. Desalentada. Decidida a extinguirse de este mundo. Un vasto mundo con muchas zonas aún inexploradas. Regiones donde el hombre estaba por adentrarse en sus corazones virginales. Del mismo modo que se desconocía la presencia de Lettisier y los suyos anidando en algunos de esos sitios remotos.

– ¡Caminad deprisa! – arengó uno de los biólogos a los portadores con los voluminosos pertrechos científicos y de supervivencia sobre sus espaldas dobladas por el peso en sí de los mismos.
Los ayudantes estaban inquietos. El grupo estaba en mitad de la selva en medio de un aguacero despiadado. Decidieron detenerse en una zona donde los troncos de los árboles estaban más espaciados entre sí. Extendieron lonas para improvisar un refugio pasajero mientras durase la tormenta.
– Esto es de locos. Nos vamos a poner todos enfermos en pocas horas – comentó el segundo biólogo a su compañero con las ropas empapadas.
– No podemos echarnos atrás. Demasiado tarde. Tardaríamos otros tres días en regresar al poblado. Hay que tirar hacia delante como sea.
Los dos estaban situados bajo una de las lonas dispuestas entre dos troncos, mientras los cuatro porteadores lo hacían tiritando de frío bajo otra lona sin soporte ninguno que la mantuviese extendida y sujeta. Los nativos cuchicheaban. Estaban aterrorizados. Gesticulaban desesperados por haberse dejado convencer por los científicos en acompañarles hasta el nacimiento del río Ococo.
El científico de mayor edad quiso encender un cigarrillo, pero estaba flojo y blando por la humedad y no prendió. Lo tiró sobre el suelo enlodado presa de la frustración.
– No hemos tenido suerte. Se suponía que la temporada de lluvias llegaba la semana próxima a esta.
– Eso reflejaba el parte meteorológico que nos mandaron desde la central en Berlín. Tenemos toda la tecnología del mundo dando vueltas alrededor del planeta, pero ni con los más avanzados satélites predicen el tiempo como Dios manda.
La intensidad de la lluvia fue creciendo en su apogeo. Golpeaba con fuerza las hojas y las ramas de alrededor, sumiendo el campamento improvisado en una cacofonía donde apenas se podían escuchar lo que uno le decía al otro.
Entonces vieron las figuras. Estaban entre las lianas de los troncos situados enfrente de ellos. Serían unas diez siluetas. Los dos científicos se restregaban los ojos de las gotas de lluvia para apreciarlos mejor. Se quedaron boquiabiertos.
– Jesús Santo – se le escapó al biólogo más veterano.
Los cuatro porteadores enloquecieron del horror. Abandonaron su sitio bajo la lona y cada uno huyó a su aire. Los científicos vieron como detrás de cada porteador iban dos figuras persiguiéndolos hasta alcanzarlos y tumbarlos de espaldas sobre el lecho fangoso.
– Es imposible. Si miden casi TRES METROS – dijo el científico más joven.
Les fueron arrancadas las cabezas a cada uno de los porteadores. Luego las piernas y los brazos con la misma facilidad que si se estuviera desmembrando un muñeco de peluche.
El científico más joven, que se llamaba Thomas, vio petrificado como su compañero era tironeado de una pierna por una de las figuras demenciales, siendo arrastrado hasta desaparecer detrás de un tupido matorral.
Estaba solo. Todas las demás figuras, los restos de los porteadores y su colega de profesión habían desaparecido de la escena. La lluvia continuaba inclemente. Se quiso incorporar entre temblores. Lo consiguió a duras penas. Se fue alejando de la lona hasta que tropezó con una de las sobrecargadas mochilas, cayendo de medio lado sobre la rodilla derecha. Notó un crujido seguido de un fuerte ramalazo de dolor. Se había producido una rotura de ligamentos. Hizo lo posible por darse la vuelta hasta quedar sentado con la espalda recostada contra las abultadas escamas de la corteza de un tronco.
Al otro extremo resurgió la figura de Lettisier. Medía dos metros ochenta. No era el más alto del grupo, pero si el más carismático. Les había dicho a los demás que iba a encargarse él solo de ese hombre. Cogió impulso desde sus talones y pegó un brinco descomunal de siete metros que lo situó frente a Thomas. El científico contempló a la criatura con un pánico incontenible.
– Esto no es real. Tú no puedes existir – murmuró atónito.
Los cabellos de Lettisier eran lacios y oscuros y le llegaban hasta las rodillas, tapándole el rostro por completo. Estaba desnudo. Su piel era algo escamosa y sus articulaciones eran extremadamente delgadas. Su olor corporal era nauseabundo al estar recubierto por los excrementos de sus propias víctimas. Transcurrieron unos segundos de quietud, hasta que la criatura decidió que era hora de cebarse en Thomas. Lo hizo con tal presteza, que no le dio tiempo ni a aullar de dolor antes de morir.

Lettisier estaba un poco más esperanzado ante el futuro de su raza. Los restos de los seis hombres estaban amontonados en el centro de un claro. Había parado de llover. Miró a sus hermanos. Alzó su rostro oculto entre mechones de largos cabellos hacia la espesura de las copas de los árboles y prorrumpió en un alarido de satisfacción. Los demás le acompañaron en la letanía, convencidos que con el liderazgo de Lettisier su extinción iba a posponerse en los siglos venideros. Pues sus vidas eran longevas y sanas y tan solo les quedaba hallar una compañera con la que perpetuar y asegurar la especie.

La ley del más fuerte

La choza tenía una esquina cubierta por el tejado. El resto estaba al descubierto. Afuera el viento azotaba con fuerza, haciendo balacearse los copos gruesos de la nieve en remolinos bruscos y repentinos.
La temperatura registrada era de siete bajo cero. Y bajando. Eran las diez de la noche del mes de diciembre. El día de la fecha no importaba.
Guntar estaba ensimismado en su navaja. Tenía una hoja bien afilada. Las manos protegidas por unos mitones de fitness. Cuando los adquirió en su momento para practicar spinning en un gimnasio, jamás se le ocurrió que iba a utilizarlas en aquellas condiciones.
Agazapado en el rincón más protegido de la vivienda abandonada estaba su compañero, Thomas. Estaba pasando un frío insufrible. Y el dolor del esguince en el tobillo izquierdo no remitía. Extendió la pierna en buen estado para darle un golpe en el codo a Guntar con el pie.
– Haz el favor de avivar el fuego. Está perdiendo fuerza – le dijo, con la capucha echada sobre la cabeza.
Una humilde fogata era lo único que les procuraba un receso entre tanta frialdad ambiental.
– Apenas quedan ramas secas – le contestó Guntar.
– Pues habrá que buscar más.
– Estás loco. ¿Con este temporal? Apenas la nevisca permite una distancia de visión de metro y medio. Además estarán enterradas bajo la nieve.
“Como nuestras bicicletas.
Unas bicicletas de montaña recién estrenadas. Era una aventura recorrer esa zona, pedaleando por los senderos nevados. Lo que no esperaban es que el tiempo cambiara antes de haber emprendido el camino de vuelta a casa. Por la tele, el hombre del tiempo había asegurado que en ese día no iba a haber nieve. Que el mal tiempo volvería como mucho en veinticuatro horas. Así fue cómo afrontaron la ruta con ropa deportiva apropiada para practicar deporte en condiciones extremas, pero no lo suficientemente válida para permanecer una vez en frío, con la pérdida del sudor por el ejercicio practicado antes de que les sorprendiera la tormenta de aire y nieve. Afortunadamente dieron con la vieja casa abandonada y en estado de ruina como refugio momentáneo. Lo peor es que llevados por el nerviosismo, dejaron las bicicletas tiradas en la nieve, a unos cuantos metros de la choza. Fue cuando Thomas introdujo su pie izquierdo en un hoyo oculto por la nieve y se produjo el esguince. Ahora mismo, si se les ocurriera salir a buscarlas, lo tendrían casi imposible. Ni se acordaban de la zona en que se deshicieron de ellas, y aún habiendo transcurrido simplemente hora y media, el manto de nieve las había camuflado en su entorno.
– Si no las llegamos a dejar atrás, a lo mejor nunca hubiéramos alcanzado el refugio – enfatizó Thomas.
Lo que menos le preocupaba eran las bicicletas, por caras que les costaron hace dos semanas en el centro comercial. Ahora estaba pendiente del fuego. De la hoguera. Sin ella, estaban perdidos. La hipotermia no tardaría en paralizarles hasta la llegada de su final como seres vivos.
Al llegar, tuvieron la inmensa suerte de encontrar varias ramas secas diseminadas por la zona donde aún quedaba cubierta por el tejado desvencijado. Con un mechero y las hojas de su mapa de ruta pudieron avivar una hoguera que les diera calor, esperando que la tempestad remitiera. Luego si hiciera falta, buscarían las bicicletas. A fin de cuentas, tampoco se deshicieron de ellas tan lejos de la choza.
Aunque era poco previsible que Thomas pudiera pedalear con su tobillo izquierdo en tan malas condiciones.
Guntar estaba contemplando la hoja de su navaja.
– Sabes, Thomas. Las condiciones en que nos hallamos pueden considerarse extremas – habló sin dirigir la mirada a su amigo.
– Lo que si te puedo asegurar es que como no mantengamos encendido el fuego hasta que pase esta condenada nevada, seremos historia.
Guntar se pasó el filo de la navaja por el pulgar. Hizo una leve incisión, hasta hacer brotar la sangre por la herida.
– Está caliente – dijo, casi hipnotizado.
– ¿De qué hablas?
– La sangre. Está caliente. Y tiene un sabor muy dulce.
Ante el asombro de Thomas, Guntar se puso a sorber la herida del dedo.
Algo estaba pasando por su cabeza.
Thomas notaba que su colega estaba comportándose de una forma extraña.
– Por amor de Dios. Deja de chuparte tu propia sangre. Me pones enfermo.
Guntar se detuvo. Miró a su amigo con recelo.
– Tenemos que ser honestos. Este temporal es el que estaba anunciado para mañana, con la salvedad que se ha adelantado a los pronósticos del tiempo. Nos encontramos tú y yo aquí solos en esta miserable cabaña medio derruida. Estamos a más de ochenta o cien kilómetros de la localidad habitada más cercana. Por tanto, se puede afirmar que nos encontramos aislados e incomunicados. Encima tenemos el estado de tu lesión, que te imposibilita ya apoyar la pierna izquierda. Y que este mal tiempo puede durar todo lo que queda de la semana.
– No sigas. ¿Hasta dónde quieres llegar?
– Te recuerdo que quitando algunas barritas energéticas, y algo de bebida isotónica, no tenemos alimentos con que mantenernos.
“Pero no estoy preocupado por ello.
– Ah, no. Te estás refiriendo a que vamos a morir o bien congelados o bien de hambre.
Guntar se alzó con presteza. Miró con decisión a su compañero acurrucado de frío en el rincón.
– Soy yo quien dispone de la navaja. Y está claro que en situaciones semejantes a la nuestra, no queda otra solución que recurrir a la ley del más fuerte.
Thomas no se lo podía creer. Su amigo de casi toda la vida acababa de perder toda lucidez mental. Adelantó una pierna para impedirle que le clavara la navaja, pero Guntar era más robusto y encima tenía conocimientos de artes marciales. Ambos forcejearon en el suelo. La lucha fue corta pero intensa. El filo de la navaja rasgó la nuez del cuello, hasta alcanzar la yugular. Un chorro de sangre oscura brotó de la garganta del desventurado. En pocos segundos había muerto desangrado.
Guntar estaba cubierto por la sangre de su amigo. Sin miramientos, separó una ración para esa misma noche, dejando el resto del cuerpo enterrado en la nieve para su perfecta conservación.
Estuvo esperando un largo rato hasta que remitiera lo suficiente la tormenta, para buscar más ramas con que alimentar el fuego.
Todo el rato sentado en su lugar preferido.
Hurgando con el filo de la navaja en las uñas, limpiándoselas de la sangre de Thomas.
Siempre había sido el más débil de los dos.
Y no iba a permitir que su fragilidad terminara por encaminar a ambos a la tragedia final.
Conque uno muriera, era más que suficiente.

Relatos de las segundas oportunidades navideñas.

Un saludo a todos, mis queridos lectores de Escritos de Pesadilla.
Ya estamos en las cercanías de la Navidad. Y por tal motivo, procedo a poner en primer plano de mi blog los relatos más terroríficos e invernales acordes con esta época del año.
Espero que quienes no hayan llegado a conocerlos, se estremezcan por primera vez, y quienes en su momento los hayan leído, puedan volver a recrearse en ellos.
Os deseo unas felices fiestas, y una entrada de año nuevo…
del todo estremecedora.

No liberes mi alma (vida perdida)

Gotas persistentes y funestas en una noche lóbrega y oscura. Sería un genial comienzo para una novela barata de pesadilla de pulp fiction. Pero para Bernie Lavarez aquello era relativo: le importaba un comino la repercusión mediática del inicio. Lo que le afectaba era que aquel comienzo narrativo implicaba actualmente a su vida. Parte de su destino discurría por aquella carretera rural casi sin asfaltar. Flanqueado por arboledas interminables y de copas altas y tupidas, cubriendo la distancia hasta su nuevo punto de destino en su todoterreno Jumper. Las luces de niebla hacían renacer la VIDA delante del morro de su vehículo.
Bernie tenía sintonizada en la radio una emisora local que no hacía más que emitir música de los cincuenta. Antiguallas como la vida misma de esa región miserable y deprimida, donde la mera presencia de un forastero era considerada aún un peligro proveniente de otro mundo lejano. La Guerra de los Mundos. H.G. Wells, narrado bajo la voz persuasiva y convincente de Orson Wells. Demonio de sitio para ir a vender seguros de vida, de vivienda y de tierras a los lugareños.
La vida se le iba de las manos. Le dominaba la rutina. La falta de miras mayores. Sólo su estúpida labia le libraba de tener que mendigar al ejército de salvación. Las millas pasaban bajo el chasis. Dios, aún le quedaban casi treinta más hasta Grand Pipeline. Menudo nombrecito para un poblacho de paletos dientes largos. Comedores de maíz a todas horas. Con sus cabellos rubios pajizos y su hablar desganado y por momentos ininteligible. Coño, su jefe le decía que nunca vendería gran cosa si se dejaba dominar por prejuicios. Pero jefe, con mi labia puedo venderle un seguro hasta a Satanás. El anticristo, joder… Para cuando aquellos pueblerinos estuviesen algo más espabilados, y supiesen qué diantres habían suscrito, la tierra ya ni existiría. Seguro que habría sido ya devastada por el meteorito de las narices que venían anunciando los del National Geographic. Y para entonces, él ya estaría…
… estaría en babia como ahora, dejándose sorprender por algo emergiendo del lado derecho de la carretera, algo que se dejó arrastrar bajo el parachoques del descomunal Jumper, de su chasis y del eje trasero hasta quedar paralizado e inerte detrás de ella. Bernie maldijo su suerte, echando espumarajos por la boca. Puta criatura de las narices. Por el tamaño del impacto y del rebote de las suspensiones aquello debía de tratarse de un coyote o algo similar que anduviese a cuatro patas. Frenó en seco dejando el Jumper paralizado en medio de la carretera, ligeramente escorado hacia el margen derecho. Las escobillas despejaban el parabrisas del intenso aguacero que estaba cayendo en ese instante. Bernie aporreó el volante fuera de sí. Tendría que salir a evaluar los daños y comprobar qué clase de bicho le había jodido la noche. Abrió la guantera para recoger la linterna halógena, echó para atrás el respaldo del asiento del acompañante para recoger el impermeable amarillo fosforescente y una vez puesto, salió del Jumper. Se dirigió hacia la parte delantera e iluminó con el haz de la linterna el parachoques. JODER. JODER. Puto coyote o mierda de animalejo que seas. Ahí te pudras de por vida… Tenía el lado derecho abollado por el impacto y parte del parachoques levantado. Ese era su sino. Su puta VIDA. Siempre llena de imprevistos y de consecuencias similares. Desde luego que al nacer, no fue bendecido convenientemente. El cura estaría saturado de alcohol de 36 grados o con una fiebre palúdica. Desvió la luz de su linterna y se encaminó hacia el cuerpo del animal… Estaba a diez metros escasos… Y desde los cinco metros pudo percatarse ya de que ese puto animal no era ningún puto animal. Era una persona. O mejor dicho, el cuerpo hecho guiñapos de una persona. Dios, el peso del Jumper lo había reventado por completo. Y aquello que segundos antes albergase Vida, tratábase de una muchacha joven y desnutrida. Bernie transformó su arrebato de ira en un descontrolado nerviosismo, propio de alguien que acababa de llevarse por delante a un transeúnte. Iluminó levemente los retazos de la figura femenina caída, y sin más se puso extremadamente enfermo. Sintió una arcada emocional que emergía de su estómago y le subía por el esófago hacia la boca. Iba a echarse a un lado para vomitar su exceso de ansiedad, cuando vio otra figura ubicada cerca del Jumper.
Nooo… Nooo…
Era un hombre alto, vestido de negro: pantalones de agua, chubasquero y sombrero de ala ancha. Tenía una edad indeterminada.
-Yo… Lo siento… Siento mucho lo que ha pasado… La chica ha salido corriendo desde la floresta a la carretera y no me ha dado tiempo de frenar con la debida antelación… Ya lo siento…- balbuceó Bernie, avanzando paso a paso hacia aquel hombre.
Sería su padre lo más probable. Díos, y pensar que él era un agente de seguros de vida.
El hombre permanecía entre las sombras. Quieto. Erguido. Con la mirada clavada en Bernie.
-Ya sé que no es el momento más propicio para comentarlo, pero tengo un seguro a todo riesgo… Dentro de lo que cabe, esperamos poder resarcirle la pérdida de su familiar.
El hombre le miró con mucha calma. Eso le extrañó mucho a Bernie. No era nada normal comportarse así si alguien te acababa de matar a tu hija…
-Vida por vida – dijo al fin aquel hombre.
Bernie se acercó un poco más. ¿Qué diablos había murmurado?
-Esto… ¿Le importar repetir lo que ha dicho? Entre la fuerza de la lluvia y que me ha cogido de improviso, no le he entendido bien.
Bernie se situó casi de frente. Desvió el haz de la linterna hacia el suelo en perpendicular para no cegarlo.
Aquel hombre estaba más pálido que la muerta. Y su cabeza… Su cabeza giraba y giraba compulsivamente como si tuviera un ataque epiléptico. Una cabeza con mil facciones, mutando como la plastilina bajo el manejo de mil dedos.
-Vida por vida…
“Bernie Lavarez te llamas… Ella se llamaba Amanda Itts… Tenía 19 años… Un cuerpo y una edad perfecta para albergarme. Su morada era mi morada. Su ser era mi esencia. Su vida era la mía. Y ahora que acabas de echarme de mi casa, te reclamo a ti, Bernie Lavarez, como lugar de reposo…
Bernie estaba paralizado. Los ojos negros del hombre eran dos enormes carbones encajados en las cuencas. Y su mente… Aquello le estaba usurpando la mente.
-Soy Malaquías. Y traigo conmigo a otros siete caídos. Todos juntos viviremos dentro de ti. Formando parte de tu propia vida.
“Pues Cristo nos odia, y nosotros aborrecemos a las criaturas de Cristo. Y la manera de encorajinar a Cristo, es tomar posesión de los cuerpos que Cristo ama. Y corromperlos hasta el fin de sus vidas. Vidas como la de Amanda. Vidas como la tuya propia.
“Y te enloqueceremos. Y te haremos enfermar. Y te haremos de escuchar nuestras propias voces. Y te dominaremos a nuestro antojo. Y lo bueno, es que ni tú, ni Cristo puede impedirlo. Pues si de un cuerpo se nos echa, a otro nos trasladamos.

El cuerpo de la muchacha… Quedó abandonado en la carretera… Bernie Lavarez pensaba en ello de vez en cuando conforme conducía bajo la cacofonía de la lluvia. Cuando lo hacía, las voces le dominaban. Le hacían de seguir conduciendo.
Que no pensara más en Amanda.
Que siguiera adelante…
Que continuara con su propia VIDA.
“Tu vida es nuestra. Eres un campo fértil, y todo lo que coseches a partir de ahora, nos pertenece…”
“No pienses en morir… Pues ya estás muerto… En cuerpo, espíritu y alma.”

Bernie continuó conduciendo bajo la lluvia. Ajeno a este mundo. Perdido en las tinieblas…

Espíritus inmundos (1ª trama)

Kevin Stacey era feliz. Tenía una esposa estupenda y dos hijos maravillosos. Eran la típica familia de clase media americana. Vivían en una barriada donde había de todo, gente obrera, marginada y familias que casi siempre pasaban apuros a finales de mes, que ya era toda una hazaña tal como estaba el país, con el paro en lo alto de la cumbre gracias a los dos mandatos del peor presidente de toda la historia. Kevin y su familia estaban entre los que pasaban apuros para llegar a final de mes, pero aún así su satisfacción era plena. Vivían en un piso de la quinta planta de un edificio de alquiler que pertenecía a un supervisor de origen alemán que tenía en propiedad otras tres edificaciones más a lo largo del barrio. El alquiler era asumible por los dos sueldos que entraban en el hogar. Kevin era vigilante armado de un banco, y su mujer Kelly trabajaba a tiempo parcial de cajera en un supermercado local. Los niños estudiaban en una escuela pública, y de vez en cuando contrataban los servicios de una canguro para pasar los dos un rato junto a solas en el cine o en un restaurante que fuera asumible para su economía de gastos mensuales. Y una vez al año, pues Kevin no podía permitirse unas vacaciones normales, disfrutaban de una semana de asueto en visitas a parques nacionales o de acampada en tienda de campaña con los vecinos del segundo, un matrimonio sin hijos y con el cual guardaban una gran amistad.
Así era Kevin. Así era su familia.
Un año, en plenas navidades, con la ciudad cubierta de nieve, Kevin regresaba del largo turno diurno a casa. Habían sido doce horas, de ocho a ocho de la tarde. Estaba cansado, con ganas de pillar una buena ducha, vestirse algo cómodo, cenar con los suyos, tumbarse sobre el sofá y ver algo en la televisión antes de irse a la cama, que mañana tendría que volver a la custodia del banco. Realmente, el espíritu de la navidad estaba arraigado en la familia, aunque Kevin y Kelly no fuesen especialmente ni muy devotos ni practicantes de la religión católica a la que por tradición pertenecían. La asumían con la alegría de ver lo bien que se lo pasaban Ted y Nataly, quienes a sus cinco y ocho años respectivos, vivían la llegada de santa Claus con la típica ilusión que se tenía a esas edades. Esa tarde en que volvía a casa hacía bastante frío, sobre los dos bajo cero, pero lo llamativo para Kevin fue la sensación de que hacía mucho más dentro de su propio piso. Al abrir la puerta notó un cambio drástico de temperatura y conforme avanzaba por el recibidor, el frío era más acusado. Tocó el radiador más cercano para ver si acaso había vuelto a fallar el sistema de calefacción central del edificio, pero este estaba funcionando correctamente, notando la calidez bajo la palma de la mano. Era extraño. Aventuró que a lo mejor Kelly había abierto las ventanas para airear algo el piso antes de que él llegara, pero no encontró ninguna de las hojas de las ventanas subidas. Y lo más llamativo. No encontró a nadie de su familia.
Registró todo el piso. Las dependencias estaban en un estado de normalidad, y la mesa del comedor estaba preparada para empezar la cena. Entró en la cocina y vio la comida sobre el mostrador recién hecha y dispuesta para llevarla a la mesa. Pero Kelly
– Kelly – la llamó
ni Ted
– Teddy
ni Nataly
– Nataly
Ninguno de los tres salió a la llamada de sus nombres, pues todos estaban ausentes.
Kevin se empezó a poner nervioso. Su trabajo consistía en mantener en lo posible la compostura bajo presiones extremas al mantener la seguridad en el banco donde trabajaba. A veces cuando llegaba la crisis como él la llamaba, había que respirar de manera profunda y contar hasta cien antes de perder los nervios y liarse a tiros con el atracador que amenazaba a la cajera con una navaja automática. Claro que en este caso no se trataba del jodido dinero del banco, o de la vida de una extraña que simplemente se limitaba a saludarle y despedirse de él cuando entraba y salía de su turno de trabajo en el banco. Se trataba de su mujer y de sus dos hijos.
Era su propia sangre la que estaba en juego.
Tenía que averiguar lo antes posible qué demonios les había pasado. No encontró signos de resistencia. Todo estaba en orden. No faltaba nada. No había sangre por ningún lado. Se dejó caer de rodillas desesperado y juntó ambas manos. Quiso rezar una plegaria.
– dios mío, por favor no me hagas esto…
Estuvo sesenta segundos sin reaccionar, hasta que decidió que lo mejor era ya llamar a la policía. Fue hacia la mesita del corredor principal donde estaba ubicado el teléfono inalámbrico insertado en su cargador. Antes de llegar vio como la mesa se tambaleó un poco y el teléfono salió volando de su cargador para impactar sobre su cabeza contra la pared hasta quedar del todo inservible para su uso. Kevin miró en derredor suya. No vio nada. Estaba solo, pero algo había cogido el teléfono y se lo había lanzado a la cabeza. Entonces escuchó una serie de sonidos procedente de la cocina. Fue corriendo. Al quedarse en el quicio pudo ver que toda la comida con la vajilla y la cubertería estaban tiradas y diseminadas sobre el suelo. La luz del techo chispeó un par de veces y se apagó. La sensación de frío era ya terrible. El aliento cobraba formas arbitrarias conforme respiraba cada vez más aceleradamente. Salió de nuevo al pasillo principal y desde la entrada al salón vio avanzar una figura oscura. Estaba situada a gatas y parecía una sombra en un antinatural relieve. Se le fue acercando gateando a trancas y barrancas. Un gruñido hosco surgía de su garganta.
Kevin – le siseó la criatura.
Kevin lo veía llegar con el espanto de quien ve un hecho de difícil explicación. Eso no podía estar sucediendo. No en su propia casa.
La sombra se le acercó por completo y alzó su rostro.
Kevin sintió una fuerte convulsión antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

– Papá…
– ¡Kevin! ¿Estás bien, cariño?
Poco a poco fue recuperando la consciencia. Estaba rodeado por su familia. El piso estaba nuevamente como debería haber estado desde que entró hacía media hora por su puerta de entrada.
Se puso en pie con la ayuda de Kelly.
– Papá, papá, te has caído y te has hecho daño- se interesó Nataly.
Kevin no dijo ni palabra.
Pasado el susto, se fueron a cenar. Fue una cena muy atípica, donde Kevin no quiso ni hablar media palabra con su familia. Kelly estaba preocupada. Su marido estaba teniendo un comportamiento extraño. Los niños estaban tristes porque su propio padre no les hacía caso, y su madre prefirió llevarlos al cuarto de juegos para que no siguieran viendo el semblante serio y taciturno de Kevin.
Cuando Kelly regresó del cuarto vio como Kevin se disponía a salir de casa.
– ¿Qué haces? ¿Se puede saber qué te ocurre?
Kevin ni se molestó en mirarla. Abrió la puerta y salió. Kelly se situó en el quicio y lo vio dirigirse hacia el ascensor. Estaba indignada.
– ¿A dónde crees que te vas? Contesta. Has fastidiado el día de los niños y piensa que te puedes ir así de rositas, sin dar ni siquiera una sola explicación.
Las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Kevin avanzó dos pasos hacia su interior. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor inició su descenso, Kelly cerró la puerta del piso de un fuerte portazo.

*****

El callejón no tenía salida por el fondo. Estaba situado detrás de un restaurante ruso de poca monta y estaba decorado con los contenedores de la basura y algún que otro mueble viejo y abandonado. La nieve lo recubría todo. Solía estar frecuentado por gente sin techo que se refugiaba entre cartones para dormir a la fresca, pero en esos días invernales tan inclementes preferían el subsuelo del metro. Entre dos de los contenedores de basura estaba Kevin. Agazapado, sentado casi sobre sus talones, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba tiritando. Lo notaba. Pero no podía ejercer dominio sobre su cuerpo. Estaba controlado por otra entidad. La entidad estaba refugiada en su mente. Y le estaba enloqueciendo con sus blasfemias. Y sus risas malignas. Le hablaba por dentro en lenguas extrañas que Kevin no entendía. Y le hacía de adoptar las posturas que él quisiera. Si lo deseaba, le hacía de arañarse su propia cara. O de comerse los mocos. O de hacerse sus necesidades encima.
Kevin no entendía la razón de que aquella entidad hubiera reclamado su cuerpo. Ni comprendía cómo había surgido en el corazón puro de su hogar. Nunca habían tenido interés en temas ocultos, ni habían practicado algún tipo de juego peligroso como el de la ouija. Pero allí estaba. Dentro de su interior. Haciéndole ya la vida imposible. Deseando que morir fuese una solución a sus males. Pues su familia no merecía soportar su sufrimiento incurable.
Tras cinco horas atrapado en esa postura, lo que anidaba ahora en su interior le hizo de alzarse. Eran las tres de la madrugada. Enormes copos de algodón caían sobre sus cabellos y los hombros. Fue avanzando en un caminar desigual hacia la otra calle. No se veía a nadie. El frío era intenso. Tenía las manos congeladas. Los pies ya ni los sentía.
Las voces…
Continuó andando un buen trecho por las calles del barrio. En un momento determinado llamó la atención de un agente de policía que estaba resguardado dentro de su coche patrulla.
– ¡Oiga, señor! ¿Está usted bien?- se interesó el policía.
Al ver que no le hacía caso, puso en marcha el vehículo hasta situarse al lado de Kevin. Asomó la cabeza por la ventanilla y lo contempló tal cual era. Se asombró de que aquel hombre no estuviera al borde de la hipotermia. Su estado revestía una gran gravedad. Tenía el rostro surcado de múltiples arañazos y los nudillos de las manos agrietados y sangrantes al igual que las uñas rotas y melladas de restregarlas contra los ladrillos del callejón sin salida.
– Cristo. Se ha autolesionado usted mismo, ¿verdad? ¿Qué te has metido, hijo?
Kevin escuchaba la voz del policía.
Pero por encima de aquella voz sobresalían las voces que le atormentaban en las últimas horas.
Las voces que le habían destruido una vida idílica.
Las voces que le habían separado de su familia.
Esas puñeteras voces.
– ¡Callaos de una puta vez! – gritó Kevin en voz alta, llevándose las manos a los oídos.
Y entonces
– Relájate, chico. Levanta las manos. No hagas nada raro. Si te comportas, te llevaré a que te vea alguien para que te examine – le estaba diciendo el policía.
entonces la cosa que le dominaba le hizo de revolverse hacia el agente, buscándole el cuello con las manos semicongeladas.
– Qué haces…
haciéndole de apretar y apretar hasta que…
un tiro del arma del policía le dio de lleno en la cabeza y le hizo caer desplomado de espaldas sobre el colchón de nieve.
Kevin miraba hacia el firmamento.
Parecía que estaba formando ángeles en la nieve con los brazos extendidos
– Maldito hijo de puta. Qué coño te has metido, que casi me matas…
ahora descansaba libre de toda presencia enfermiza en su interior
estaba libre
estaba feliz
lo único que lamentaba era que ya nunca más iba a volver a ver a Kelly, Ted y Nataly…

Espíritus inmundos (2ª trama)

– Está dentro – se lo indicó con un gesto de la mano libre. La otra empuñaba una beretta con un silenciador acoplado a su cañón.
– Vale. Entramos a saco y nos lo cargamos – susurró su compañero.
Ambos llevaban protección ligera en los codos y chaleco antibalas kevlar. Uno de los dos se situó frente a la puerta de madera de entrada a la habitación número 23 del motel de carretera “Teodoro´s”. No tendrían testigos que les molestara. Eran pasadas las tres de la madrugada, el resto del motel estaba vacío tras la comprobación pertinente en el registro de la recepción y el dueño estaba criando malvas detrás del mostrador con dos balas en el pecho. Ni siquiera se presentaron ante él. Simplemente entraron por el vestíbulo y se lo cargaron. Lo mismo que iban a hacer ahora con ese desgraciado que le debía veinte de los grandes a su jefe.
Le pegó una patada a la puerta con la bota derecha. Estaba la madera tan envejecida que casi se partió en dos por los cuarterones centrales. El interior estaba a oscuras. Esa situación era previsible. Ambos se colocaron las gafas de visión nocturna y se pusieron a escudriñar desde el quicio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, las persianas bajadas y las cortinas echadas. En un extremo había una vieja televisión con el mando a distancia tirado sobre el suelo. La pantalla estaba encendida y emitía la señal de estática de un canal inexistente. La cama estaba en el lado contrario. Se veían las sábanas movidas por las prisas del que abandonaba su lecho al preveer una visita no deseada.
– Nos esperaba – se dijo el uno al otro en voz baja.
– Calla.
Entraron con precaución en la estancia. Uno cubriendo el lado contrario del otro. Eran dos profesionales. Sabían lo que se hacían. El más cercano a la televisión optó por apagarla. Quedaba por registrar el baño. La diminuta habitación no daba para más.
– Tiene que estar allí adentro.
– Si.
– Ya me adelanto yo. Tú cúbreme por si acaso. Puede que vaya armado.
– Estate tranquilo.
Uno de los dos se dirigió hacia la puerta del baño. Estaba encajada en el marco. El pomo se ofrecía como señuelo, pero pensaba abrirla del mismo modo que hicieron con la puerta de entrada al nº 23. Adoptó la postura de asalto cuando la luz de la habitación fue encendida sin previo aviso. Al llevar puesta la visión nocturna, se quedaron medio cegados.
– Coño… Qué…
– No pierdas la concentración…
– Cómo lo ha hecho… Joder, hay que quitarse la visión nocturna. No veo una mierda.
Cuando lo hizo pudo ver que la puerta del baño se abría hacia adentro y su compañero fue forzado a entrar en su interior por una fuerza desconocida.
– Dios… No… NOOO.
Desde el centro de la habitación percibió un crujido de huesos y el ruido característico de un cuerpo que se desplomaba sobre el suelo. Se puso nervioso. Aquello no estaba saliendo según lo planificado. Había una baja. Y aún estaba por cargarse al tipejo que adeudaba el dinero al jefazo.
Entonces la luz de la habitación se apagó de nuevo.
– Mierda.
Se colocó de manera precipitada la visión nocturna. La luz del baño fue encendida, expeliendo su haz sobre la cabecera de la cama desarreglada.
Se pasó la mano libre por la frente sudorosa.
Miraba fijamente al vano de la puerta desde donde surgía el chorro de luz.
– ¡Cabrón! Es tu fin. Pagarás por la deuda y por lo que acabas de hacerle a Gregori- bramó con ganas de descargarle el cargador entero a ese bastardo con mayúsculas.
Entonces le llegó la risa.
Una risa conocida.
Eran las carcajadas de su compañero.
Eso le hizo detenerse en su avance.
No podía ser posible.
Estaba claro que el cabrón acababa de liquidar a su colega.
Pero…
Las risas continuaron.
Cada vez más notorias.
Hasta rozar el escándalo.
Y sin previo aviso Gregori se asomó en el quicio con un semblante desquiciado y le apuntó con su arma directamente hacia el entrecejo.
– No
Apretó el gatillo y le acertó de lleno, haciéndole caer fulminado sobre la alfombra deshilachada colocada en el suelo. La beretta y las gafas quedaron desperdigadas a escasos centímetros de su cadáver.
Gregori se detuvo en su risotada. Dejó caer su arma a un lado. Y seguidamente se derrumbó igual de muerto que su compañero. Por algo tenía el cuello abierto por la garganta con la pechera del chaleco antibalas empapada de sangre.
La luz de la habitación cobró vida otra vez. Y del cuarto de baño surgió la persona a quien buscaban. Era un hombre de treinta años. Estatura media. Rostro anodino. Cabellos cortos rubios. Estaba vestido de calle. Se acercó a los dos cadáveres para contemplarlos de cerca. La garra de su brazo derecho recuperó la forma original de una mano humana. Esbozó una sonrisa diabólica. Estaba feliz con su cuerpo. Estaba en una forma muy saludable. Y ahora que se había librado de la amenaza que había acechado a su ocupante anterior, podría vivir tranquilo.
Se sentó en el borde de la cama. Respiró profundamente.
Esos dos matones.
Podría revivirlos si quisiera.
Convertirlos en parte de su defensa personal.
Desechó tal idea.
Era correr un riesgo innecesario.
Aparte de que su poder era absoluto.
Ningún ser humano podría echarle de ese cuerpo.
Bueno. Siempre y cuando no fuese un jodido exorcista de la iglesia católica de Roma.
Pero en fin. Procuraría no llamar demasiado la atención. Él era muy diferente a los lacayos de Lucifer, que se conformaban con invadir un cuerpo para su simple deleite basado en la tortura física y espiritual. En cambio al tratarse de un arcángel caído, la ocupación de un cuerpo humano representaba dominarlo para convivir entre los demás humanos. Era otra manera de ofender a Dios.
Recogió todo lo imprescindible, se deshizo a su manera de los restos de los dos cadáveres, tomó prestado su vehículo y emprendió camino hacia la otra costa de los Estados Unidos. Así evitaría posibles represalias de los secuaces del mafioso que había encargado la muerte del dueño original del cuerpo que ahora él poseía en su totalidad.
No lo hacía por precaución.
Simplemente era que no le apetecía ir aniquilando vidas ajenas con demasiada asiduidad.
Era un ser poderoso.
Y matar ratas era una labor de los seres inferiores.
Mientras conducía, su mente se puso a pensar en diversidad de lenguas vivas y muertas.
El motel fue quedando atrás.
En la lejanía.
Pasado un tiempo dejó de formar parte de los recuerdos de aquel cuerpo.
Pues su dueño actual daba preferencia a las reminiscencias arcanas de su mente milenaria.
Una mente que formó parte inicial del coro de ángeles de Dios Todopoderoso antes de sumirse en un estado de rebelión que lo condenó a la expulsión eterna del Paraíso.
Su venganza consistía en rebelarse contra el Juez Supremo que lo condenó a su caída en el averno.
Aquel cuerpo representaba el comienzo.
Uno nuevo.
Con un final distinto a lo escrito en los evangelios.
Así al menos Él lo esperaba.
Siguió conduciendo, ensimismado en sus pensamientos impuros.
Sentirse como un vulgar humano era una sensación excitante.
Pensaba prolongar esa sensación hasta el infinito.
Recreándose en todo aquello que fuese a sacar a Cristo de sus casillas…