El manjar de los Dioses (o la digestión de una nave espacial orgánica)


– Soy Dominique. Estoy cerca de la ciénaga pútrida, esperando que Harry logre escaquearse de parte de sus malditos quehaceres diarios en el castillo donde reside nuestro insoportable amo. Ya son las once de la noche. El cielo está nublado y el escenario está completamente a oscuras. Traía unas velas de sebo de dromedario herniado, pero me olvidé el mechero en la biblioteca cuando estaba quitándole el polvo a los Libros Malditos.
Oigo pasos chapoteantes. Debe de ser…
– ¡Buuuuuuh! ¡Vengo a zamparte! ¡Tiembla, humano debilucho!
– Harry. Tu actuación es lamentable. No consigues asustar ni a un político corrupto, tan de boga estos días, por cierto.
– La verdad, contigo me entretengo menos que con una muñeca hinchable. ¿Para qué me has citado en este lugar tan apartado y pestilente?
– Verás. La última vez que incorporé un relato de ciencia ficción, el señor Robert casi me rebana el cuello. “Este es el rincón del terror infinito”, me matizó. Para que no se entere, en esta ocasión leeré otro relato de ese género literario aquí, con tu presencia como oyente atento y cortés.
– No me lo puedo creer. Me haces dejar de limpiar los excrementos de las hienas, para pasar un frío del demonio en plena oscuridad y olfatenado los gases nocivos de la laguna. ¿Sabes lo que te digo?
– No.
– Que te escuche tu tía. Yo me vuelvo al castillo.

Una imagen recortadamente oscura y ampulosa…
Una luz pasajera.
Un estrépito, advenimiento de una posible calamidad igualmente estrepitosa.
Y después

después se restregó las comisuras de los ojos.
Mel Freeman jadeó convulsivamente, hinchándose como un sapo en periodo de celo, aspirando y soltando frenéticas bocanadas de aire. Su pecho saliente y corcovado subía y bajaba como una plancha de acero de una caldera vibrante cercana a estallar en su catártica explosión final. Volvió a frotarse con fuerza los ojos.
Afuera llovía con intensidad y la cortinilla de continuas gotas del tamaño de monedas de cinco centavos corría de izquierda a derecha en oblicuo sobre la luneta agrietada del parabrisas. El mecanismo del limpiaparabrisas continuaba conectado con las escobillas de goma negra puliendo la superficie del vidrio. La música del cantautor Joe Cocker fluía en oleadas de gran intensidad desde el radiocasete. También tenía encendida la luz interna del coche de quince vatios. Fue lo primero que hizo. Lo segundo permanecía en punto muerto. Lo tercero aún estaba por verse.
Freeman observó la luz cegadora que provenía de delante de él. Una luz que se difundía a través de las capas húmedas del aguacero cuyas gotas golpeaban sin cesar sobre el cuarteado cristal delantero. Además de esta intensísima luz, había otras dos más limitadas en su alcance, de menor fulgor, de tonalidad anaranjada y en cierto modo ejerciendo cierto magnetismo. Mirándolas a través del parabrisas fragmentado las luces parecían estar interrelacionadas entre sí; un punto anaranjado a cada lado y la luz llamativa y rabiosa en medio. Por su forma, a Freeman le recordaba a una luz de adorno navideño de considerable tamaño. Bueno, considerable, no. Mejor dicho, de monstruosa envergadura. Desde el interior de su climatizado y confortable “Shiruzuki K-79”, si de un vehículo de tracción a las cuatro ruedas se tratase, lo asociaría de inmediato con un descendiente del linaje de los “Range Rover”.
Sí, sin duda debía de tratarse de un “Range Rover” salvaje e indómito.
La tromba tamborileaba encima de la carrocería, y la más densa oscuridad rodeaba a ambos vehículos como una red de malla…, al menos en lo referente al “Shiruzuki”.
Freeman ojeó de izquierda a derecha, sin siquiera poder vislumbrar los contornos rectos y encajonados de los edificios cimentados a ambos flancos de la calle. No existían farolas o una derivación de alumbrado público y si la había, los vándalos del “guetto” más próximo habían dado buena cuenta de ella hasta dejarla inutilizada.
El “Tío Sam” saltó de un respingo acrobático desde su cesta de mimbre, maulló de forma bastante lacónica y se escurrió entre los dos asientos delanteros hasta posicionarse sobre el regazo de su amo. Sus bigotillos estaban tensos como si estuvieran medio congelados.
– Shss… Tranquilito, “Sam”. No pasa nada. Sólo ha sido un leve topetazo con un primerizo que venía en dirección contraria. Lo más seguro es que esté borracho como una cuba- le cuchicheó Freeman, haciéndole todo tipo de fiestas en el lomo y por debajo de la mandíbula.
El golpeteo sistemático de las escobillas del limpiaparabrisas empezaba a dejarle ligeramente amodorrado, haciendo que las ondas cerebrales disminuyeran en su capacidad de concentración. Tuvo que depositar al “Tío Sam” en el asiento contiguo antes de quedarse grogui.
“Unnnchainnnn myyyy heart…” – emergía desde la radio como si fuera el anuncio convincente del fin del mundo.
Freeman redujo el volumen de la radio, sacudiéndose la cabeza con ambas manos, alejando la modorra, reactivando la correcta circulación de las ondas cerebrales. Las extrañas luces parpadeaban a ciento veinte o ciento cincuenta centímetros del morro del “Shiruzuki”. La lluvia iba arreciando en su ímpetu. Era todo un clamor apocalíptico bullendo sobre las láminas de la carrocería como si se estuviera siendo atacado por las pelotas de goma sintética disparadas por los rifles antidisturbios de la brigada de Protección Civil. Ya habían transcurrido cinco largos minutos desde la inesperada colisión frontal. Nadie del vehículo agresor que le había embestido como si se estuvieran divirtiendo con cochecitos de autochoque en el parque de atracciones de Permouth había salido al exterior para justificarse o al menos dar las oportunas explicaciones. Tampoco se había congregado el típico círculo de curiosos incentivados por el gusto al morbo, y los agentes del tráfico parecían estar tocando las pelotas en cualquier otra parte de la ciudad menos en esa calle de mala muerte.
– Creo que voy a tener que ser yo quien de la cara.
Y eso a pesar de que era la víctima en el choque y no el culpable del mismo. Para colmo de males (por eso había ido retrasando la salida al exterior) no disponía ni de un impermeable ni de un triste paraguas que lo cobijara de la tremenda tormenta.
“LA HUMEDAD RELATIVA EN EL AIRE ES EN ESTOS MOMENTOS DE UN NOVENTA Y SIETE POR CIENTO. EL TERMÓMETRO REGISTRA UNA TEMPERATURA QUE OSCILA ENTRE LOS DIEZ GRADOS EN EL EXTRARRADIO DE LA CIUDAD Y LOS DOCE EN LA ZONA CENTRO…”– anunció con debilidad entre interferencias de estática la chica de la emisora sintonizada en la radiocasete “Sony Real Music FM/OM”.
– Hum – gruñó Freeman, descontento. Encima de mojarse, iba a pasar bastante frío.
Se volvió hacia atrás, reclinó el respaldo con una mano y forzando la columna vertebral, agarró la cesta del “Tío Sam”. Le quitó el mullido cojín de goma espuma. El minino lo miró con tristeza.
– Lo lamento, “Tío”, pero no me queda otra alternativa que servirme de tu cesta como una ocasional capucha.
Salió del automóvil cubriéndose la cabeza con la cesta de mimbre cerrando la puerta dejando el seguro puesto. Lo que caía del dosel ennegrecido era un aguacero impresionante, como si alguna deidad gregaria estuviese escurriendo un gigantesco paño empapado Allí Arriba en los templos celestiales del Olimpo.
“plat”, “plat”, “plataplat”
El corto paseo consistente en cinco zancadas amplias hasta alcanzar las inmediaciones del vehículo que le había embestido frontalmente lo dejó como una sopa, con la ropa chorreando y los zapatos de cuero inundados y dilatados al haber tenido que chapotear entre amplios charcos estancados. La lluvia crepitaba atronadoramente encima de sendas carrocerías pulidas y encima del pavimento alquitranado.
Freeman encendió la linterna de bolsillo. Pudo comprobar que los desperfectos ocasionados a su “Shiruzuki K-79” eran ínfimas minucias, casi una caricia amorosa, equiparado con lo que había temido encontrarse producto del fuerte impacto del choque. Aparte del cuarteamiento del parabrisas, las secuelas del accidente de tráfico se remitían al alzado del capó en unos dos centímetros donde debería quedar encajado y la marca de una abolladura en el centro del parachoques delantero, justo donde había puesto una pegatina ya semiborrada por el paso del tiempo que rezaba su devoción hacia los Dodgers.
– Perfecto – se dijo, algo más animado.
Entonces rememoró el impacto.
Todo fue tan súbito y poderoso que por unas centésimas de segundo se vio ya cruzando el mojón fronterizo allende la defenestración corporal acompañado en su fidelidad por el “Tío Sam” – lo de las siete vidas del gato era una pura patraña publicitaria para vender comida gatuna -, recibiendo la parte delantera del coche plegándose hacia adentro como un acordeón, aprisionándole entre un amasijo de hierros que transpiraban sangre, piel, miembros descoyuntados, huesos astillados y tripas de felino. Hasta juraría haber sentido con visos de realidad palpable como el tablero de instrucciones lo oprimía contra el respaldo de bolas relajantes del asiento como si hubiera sido embestido por un defensa de apertura de la NFL, con el volante aplastándole el tórax y con los cristales fragmentados del parabrisas lapidándole el rostro, engarzando en su carne como la cuchilla de un bisturí enloquecido, rajándole los músculos faciales con las tiras de piel cetrina colgando de la parte frontal de la calavera como el empapelado viejo y acartonado de la pared de un piso marginal de los suburbios, dejándole en ciertas zonas del cráneo el hueso blanquecino al descubierto, después ladeaba la cabeza hacia abajo en un movimiento reflejo y sus globos oculares se salían dantescamente desde las cuencas enrojecidas hasta sus muslos desgarrados. Entonces, es esas centésimas de segundo en que se vio adaptado y consolidado en el valle árido de la muerte, podado del árbol de la vida, no hizo más que parpadear varias veces y todo el interior del “Shiruzuki” le acogía en su rutina de todos los días.
Estaba vivo.
VIVO
Y el “Tío Sam” se lo confirmaba con un maullido taciturno encogido en su cestita.
Después, lo ya reseñado.
Freeman dejó de lado los contornos elegantes del “Shiruzuki” y se concentró en el otro vehículo. Dirigió el haz de luz cobriza de la linterna hacia su perímetro. Lo alumbró de lleno.
Se quedó sin aliento.
(Joder qué coche)
Las luces traseras se apagaban y se encendían de forma discontinua. Bañaron su rostro en combinaciones discotequeras anaranjadas. Giró la linterna en círculos y fue iluminando varias zonas del coche. Cuando se dio de cuenta de qué se trataba, la apagó y se recostó contra el capó levemente alzado del “Shiruzuki”. La lluvia regó su rostro vuelto hacia el cielo encapotado.
Y cuando una puerta susurrante inició su abertura lateral hacia el exterior, se le cortó la respiración.
El vehículo en cuestión era un
era un
“ovni”.
Un inquietante “Objeto Volador No Identificado”.
De eso no cabía la menor duda.
El “ovni” estaba invitándole con sutileza a que se aventurase en sus entrañas. La forma de maquinilla de afeitar eléctrica le vino a la cabeza del mismo modo que se manifestaba la sensación inherente al dolor cuando se deja arrimar la yema de un dedo cualquiera a la llama de un cirio. Era de diseño metalúrgico, algo rectangular, con su supuesta parte delantera algo más estrecha que la cola, salpicado por las lucecillas eslabonadas en singulares figuras geométricas que parecían haber sido trazadas por un compás poco común, carente de ventanillas o escotillas de ningún tipo, disponible de tan solo de la puerta deslizante que se había perfilado segundos antes. Casi parecía el anuncio callejero de una “SkinShave Extra”, psicodélico, que aún a pesar de no encajar en la armonía del distrito marginal en que estaba estratégicamente emplazado, si que estaba lo suficientemente dispuesto a llamar la atención en el logro de conseguir un incremento de ventas en el supermercado de la esquina. Un anuncio en tres dimensiones. Descomunal. Atractivo. Sugerente.
“Aquí me tienen. Una vez en sus manos, el afeitado será tan perfecto
que su piel ni lo notará. “- parecía estar divulgando a los cuatro vientos.

“Entra”
“Que entres”
“Entraaa…”

No podía ser posible.
Era un susurro razonablemente humano.
Inteligible.
Accesible al intelecto de un terrícola medio.
Comprensible.
Correctamente articulado.
Le estaba instando a que entrase.
– No puede ser posible. Aún estoy acusando el golpe. Debo de estar medio aturdido. Soñando despierto. Alucinando… Esto no es una nave interestelar… Es un “Silver Rover” robado. El tío que se lo birló a algún ingenuo se largó por patas nada más colisionar conmigo temeroso de ser presa fácil para la policía adscrita a este distrito.
Entornó los ojos, tratando de transformar ese objeto reluciente y bruñido de apariencia extravagante en un “Silver Rover” valorado en ochenta mil dólares. Las pupilas eran meras líneas horizontales como las de un reptil.
El “ovni” seguía siendo un “ovni”.
El proceso mental de metamorfosis fue un rotundo fracaso.

“Entraaa”
“Sé mío…”
“Te necesito”

– Noo
La voz sonaba seductora. Por unos breves instantes parecía hasta casi genuinamente femenina. Dios, debía de ser un delirio erótico. No podía haber una marciana ahí dentro, deseosa de tener un buen polvo. Con ganas de mantener una pasajera relación libidinosa con un terrícola antes de proseguir en su ruta hasta el planeta rojo, verde, azul o de dónde fuese la tía.
No solo era quimérico, es que no era razonable. NI creíble. Ni siquiera mal encajado en el argumento más pésimo de una película de ciencia ficción de serie “Z”. Sin embargo…

“Ansío tenerte…”
“desde siempre”
“mío”
“formaríamos un sólo cuerpo”

Freeman
(el Freeman Mente)
quería permanecer a varios metros del “ovni”,
pero el Freeman “físico”
(el Anatómico)
ansiaba en correr con el riesgo.
Tenía sed.
Se le había despertado el apetito carnal.
El Freeman Anatómico quería arrastrarse por el suelo como un vil lagarto, reptar ante esa cascada de palabras hechizantes.
Haría cualquier cosa.
Entraría en esa extraña
(“Cuna del Amor”)
nave espacial, y si acaso hubiese una extraterrestre predispuesta, la poseería con todo su ardor aunque fuese amorfa y blanda como una cartilaginosa medusa de mar y dispusiese de diez ojos de estructura simple como los ocelos de los insectos.

“Ven”
“VEN…”
“Te necesito con urgencia”

La pierna derecha de Freeman dio un paso complaciente hacia delante.
– Noo – (gritó el Freeman Mente).
Luego dio otro.
En diez segundos distaba medio metro escaso de la compuerta.
Se veía encaminándose
(el Freeman cachondo)
sin que
(el Freeman Mente)
pudiera hacer nada al respecto, hacia la abertura ovalada del acceso al interior de la nave.
– Noo

“Te necesito…”

La pierna diestra cruzó bajo el umbral metalizado, siguiéndole la izquierda con la masa de su cuerpo.
Cuando quiso echarse atrás, rectificar,
(que el Freeman Mente le ganase la partida al Freeman Lujurioso)
la compuerta se cerró.
Una luz cegadora como de diez faros costeros le rodeó similar a una redada policial en pleno intercambio de drogas y dinero negro. Apenas pudo recaer en el asfixiante compartimento en que había quedado definitivamente confinado. Instantes después vio los colmillos de acero, enormes como lápidas y cortantes como los filos de mil guadañas recién pulidas.
Los reflectores reflejaron su imagen petrificada en la superficie del acero.
– ¡NOOO!
Las mandíbulas se cerraron sobre él como si fuera una mosca atrapada por una planta carnívora, destrozándole en el acto la columna vertebral, inutilizando la médula espinal, dejándole paralítico y cercano al encefalograma plano.
– uuuuuuuuu
En tres masticaciones, los músculos, tejidos, ligamentos, tendones, armazón óseo, tuétano y entrañas quedaron reducidos a enormes bolos alimenticios, toscos y sangrantes como unas gigantescas albóndigas, que perfectamente rociados con los jugos gástricos, fueron descendiendo paulatinamente
“Glup”, “Glup”
por un largo y acanalado conducto que ejercía las funciones de esófago, que los conduciría hacia el depósito del combustible de la nave.

El único tripulante de la nave, un enano cabezón embutido en un traje espacial de silicona negro equipado con tubos respiratorios y acolchado frontal anticompresor, pulsó el botón verde del mando a distancia. Se dejó percibir el susurrar mecánico de una abertura oval en el costado izquierdo de la nave orgánica. El tripulante entró, con la compuerta cerrándose a su espalda. Se acomodó en el asiento de fijación regulable, adoptando la postura más adecuada frente al complejo tablero de mandos de la nave. La luz verde que irradiaban los instrumentos tiñó su rostro enorme, donde destacaban dos enormes ojos frente a una nariz y una boca pequeña. Se puso a observar de modo impasible el nivel del depósito del combustible.
Los músculos de sus finos labios se relajaron.
Perfecto. Estaba lleno. A rebosar.
La nave ya estaba convenientemente alimentada hasta la próxima escala en la galaxia de Andrómeda. Una vez allí se detendría a repostar en el planeta Urzac, conocida como “La tierra de los Esclavos”, donde se haría con los servicios de un par de insurrectos que servirían más adelante a la nave como un aperitivo frugal en la continuación del regreso hasta su planeta de origen.
La nave se elevó en vertical levitando a diez metros de altura en el aire, y en completo y amortajado silencio, inyectó los propulsores traseros. En menos de diez segundos logró alcanzar la velocidad de la luz surcando el firmamento como una estrella fugaz en un escorzo diagonal. Cuando hubo abandonado la atmósfera de la Tierra, en los límites de la Exosfera, evitando colisionar contra los satélites artificiales y los meteoritos desbocados, se dispuso a iniciar la trayectoria hacia su querida Andrómeda.
Andrómeda.
Allí donde las naves orgánicas se repostaban con carne,
donde los dioses eran una pura farsa.

La desaparición de Robert Smith

Bueno, el siguiente relato va dedicado a tres compis que han premiado nuevamente este diminuto rincón de pesadillas inenarrables (sobre todo cuando a Harry le falla el megáfono). Son:

Anrafera, autor del blog “Diseño Gráfico con Photoshop”.
Thundergirl, autora del blog “X-pressions”.
Nikkita (y su gato), autora del blog “Holocausto en Español”.

A los tres, mi gran agradecimiento. Ya no me quedan pañuelos de papel de tanto llorar a moco tendido, embargado por la lógica emoción.
– Exagerado.
Dominique, piérdete, ¿quieres?

Robert Smith es un nombre ordinario. Los hay a miles en el país. Enchufas la radio, y en cualquier emisora hay un Robert Smith, o bien de comentarista de partidos de voleibol, o bien en forma de oyente insoportable narrando su lucha contra la pérdida de peso en una anatomía gordinflona de ciento cincuenta kilos. Enciendes la tele, y si ves un partido de la NBA, verás a un Robert Smith machacando una canasta en doble giro y con los ojos cerrados, o si cambias de canal, allí tendrás a Robert Smith pronosticando la nevada del milenio en Buffallo, estado de New York, y si decides darle de nuevo al mando a distancia, en el canal 125 está la comedia de situación de un actor llamado Robert Smith intentando desplumar un pavo en la noche de navidad sin conseguirlo, claro está. Y están los Robert Smith en la situación de vecino de la tercera planta, del Robert Smith carnicero en el supermercado nada más cruzar al otro lado de la calle, el Robert Smith taxista que te llevará de vuelta al trabajo y el Robert Smith vagabundo que extiende su sucia palma de la mano para pedirte un dólar para la cerveza del desayuno. En fin, que lo dicho, Robert Smith a tutiplén… Pero seguro que no hay ninguno que se supiese por Youtube que quedara succionado por el conducto de ventilación y permaneciera atrapado ahí dentro de por vida. ¿A que no?
Este Robert Smith es un tío con el que yo nunca había tenido trato alguno hasta el preciso instante de conocerle en las oficinas del edifico Independence, que es donde yo trabajo de lunes a sábado. No les doy mis datos, simplemente confórmense con saber que soy el vigilante nocturno del inmueble. Veinte plantas de altura. Catorce horas de turno interminable para acumular las suficientes horas para sumar 1500 dólares a fin de mes. Mi trabajo es sencillo. Controlar desde una pequeña zona habilitada para la seguridad cada uno de los accesos exteriores e interiores del edificio con una veintena de monitores en blanco y negro, además de una ronda por todas las plantas desde el último piso al sótano cada hora y media. Nada, que no se requiere estudios superiores para realizar este trabajo. Aparte de no dormirse, sólo se precisa algo de concentración y de interés por hacer las cosas como es debido. Volviendo al asunto que nos interesa, en una de esas noches recibí la visita ya anunciada por una nota de mi compañero del turno de día, donde se informaba de que un técnico de la empresa encargada del mantenimiento del aire acondicionado iba a pasar la noche revisando los conductos de ventilación de las oficinas de la decimocuarta planta. El individuo en cuestión era, ustedes ya lo han adivinado, Robert Smith. Este Robert Smith era de estatura media, delgaducha y bastante normalita. Ni guapo ni feo. Y era genuinamente norteamericano, que hoy en día lo más normal es encontrarte con un tío de Manchuria hablándote en ruso. La única conversación que tuvimos fue extremadamente larga y amena. Vamos, que casi duró dos minutos.
– Buenas noches, caballero. ¿El motivo de su visita?
– Soy el técnico de Calor Nunca en Verano, y vengo a inspeccionar la instalación de las oficinas de la planta catorce que ha debido de petar.
– En efecto, señor. Aquí tengo una nota que me avisa de su llegada. ¿Me dice su nombre, por favor?
– Robert Smith.
– Bien. Ya está usted introducido en la base de datos del ordenador. Aquí tiene la acreditación. Le doy la tarjeta verde número trece. Debe de llevarla siempre en lugar visible.
– Aunque no haya nadie más por aquí que nosotros dos en toda la jodida noche…
– Así es, señor. Y recuerde que antes de irse, debe entregarla aquí en seguridad.
– Hombre, no me voy a llevar esta tontería a casa.
– Que pase buena noche, señor.
– Ya. Si le llama a husmear en las secciones del aire acondicionado algo divertido, para usted el trabajo.
Y así acabó nuestra efímera amistad.
Robert Smith se dirigió a uno de los ascensores, entró y desapareció de mi presencia para… siempre.
Al menos por el momento.

Hay veces que uno le da vueltas a la cabeza sobre un tema en cuestión. Esto es muy susceptible de suceder en un tipo de trabajo tan rutinario como el mío, donde el sonido de las alas de una mosca en pleno vuelo parece una novedad súper interesante, y más si lo hace al lado de un micrófono encendido del sistema de la megafonía central del edificio.
En esas ocasiones suelo divagar acerca de la naturaleza predecible del ser humano. A fin de cuentas, la mayoría de nosotros presumimos de un ego propio al mismo nivel que si fuéramos emperadores romanos, cuando una simple gripe nos tumba a las primeras de cambio y nos da la sensación que entonces no valemos ni para prepararnos un caldo de pollo. Y no digamos los accidentes tontos, del todo fortuitos, que nos dejan con algún que otro hueso roto, eso en el mejor de los casos, que en el peor la palmamos y ya nadie se acuerda de nuestra fama elevada al cubo, ja ja.
Me imagino que Robert Smith hubiera estado de acuerdo conmigo en todo esto. Más a partir del instante en que contemplé por el monitor doce como se encaramaba en la escalera plegable para retirar una de las rejillas del conducto de ventilación de una de las oficinas del piso catorce. Se le veía muy hábil con el uso del destornillador. Tanto, que sin querer, consiguió desequilibrar la escalera, quedándose medio introducido en el hueco, con las piernas colgando de mala manera.
Pensé, este tío es más gilipollas, que si cambia de oficio y se mete a la política, se nos forra.
Cuando patalearon las piernas, y tiró la escalera, le pegué un buen puñetazo a la mesa. Demonios. Me obligaba a tener que subir a echarle una mano. Encima en el intermedio de una ronda recién vencida y la nueva por llegar.
Aparté mi sabroso emparedado de pavo con lechuga (estaba a régimen) y me desplacé hasta el ascensor. Cuando llegué al piso catorce, miré la hora en el reloj y asumí que el pobre desgraciado ya llevaba casi cinco minutos colgando como un pelele por la abertura del conducto de la ventilación. Si encima tenía claustrofobia, a lo mejor me lo encontraba en pleno ataque de histeria.
Corrí a buen paso para acortar el calvario del operario de la empresa de mantenimiento de la instalación del aire acondicionado. Con las prisas, me equivoqué de oficinas. En la segunda intentona, esta vez acertada del todo, nada más adentrarme pude ver la escalera tirada sobre la moqueta del suelo y el hueco vacío del conducto. El muy ladino había conseguido introducirse de alguna manera por la abertura, y debía de estar dentro del tramo del conducto de ventilación.
Me situé justo debajo, apartando la rejilla caída sobre el suelo con mi pie derecho.
– ¿Señor Smith? ¿Está bien? ¿Acaso necesita ayuda para salir de ahí adentro? – le pregunté.
Su contestación me llegó metalizada y alejada de aquella entrada, como si hubiera ido avanzando y estuviera en otro nivel de la instalación.
Ayuda… – dijo.
“Dios… Necesito que me saque de aquí…
El tono fue decayendo, hasta quedarse en un murmullo casi inaudible.
– Esto, usted es el técnico. Ya me dirá en qué forma puedo serle de ayuda – le hablé en voz alta, haciendo bocina con mis manos para que así pudiera oírme.
En esta ocasión no me llegó su respuesta. Simplemente pude percibir un movimiento lejano sobre el metal del conducto. Seguido de un aviso en la central de alarmas. Al notar su cambio de posición en el interior, se había disparado una alarma volumétrica dada la sensibilidad de la misma. Tuve que dejarle para bajar deprisa y corriendo a las dependencias de seguridad para anular el falso aviso, evitando que viniera la policía en vano. Aunque bien pensado, como aquél inútil no consiguiera salir del interior del sistema de ventilación, no me quedaría otro remedio que recurrir a sus servicios. Y seguramente a los bomberos.
El panel de las alarmas está ubicado en la pared izquierda. Al teclear el código de anulación, me quedé mirando de frente al conjunto de monitores. Me llamó poderosamente la atención como en un bufete de abogados de la décima planta la rejilla del aire acondicionado caía de sopetón sobre una de los escritorios.
Naturalmente deduje que era Robert Smith, tratando de salir por ahí. Lo maldije mentalmente, y de nuevo me encaminé al ascensor con la intención de llegar al piso décimo.
Tardé poco más de cuatro minutos en adentrarme en las dependencias de Morrison&Duwards Lawyers. El impacto de la rejilla contra la madera de caoba de la mesa había dejado una marca que iba a requerir explicaciones en cuanto se abriera el edificio a las siete de la mañana. Aunque en ese momento, era lo de menos. Alcé el rostro hacia la abertura y pude ver la cara sucia y apurada del técnico.
– ¡Hombre! No sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido descender cuatro plantas por un recorrido angosto y estrecho en menos de diez minutos – le dije, sonriente.
El hombre no expresaba felicidad alguna.
Es más, sus ojos estaban casi fuera de las órbitas, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
No. No he sido yo… Hay algo… Que me está estirando… Oh, no…- Su rostro tenso fue sustituido por un gesto de dolor infinito. – Ah… Las piernas… Los brazos… El cuello… Me los está tensando… Como si fueran de plastilina… El dolor… Es inenarrable… Ayúdeme… Ayúdeme a acabar con este sufrimiento.
Entonces fue cuando saltó la alarma por segunda vez.
Miré a Robert Smith con cierta inquietud.
– Aguarde un poco. Tengo que bajar a silenciar el aviso de emergencia. Vuelvo enseguida y le ayudo a salir del conducto del aire – le dije, y me fui corriendo a toda pastilla.
Estaba tan nervioso, que bajé por las escaleras. El sonido de la alarma era estridente, con las luces de emergencia destellando en cada rellano. Cuando llegué abajo, introduje el código de desactivación por segunda vez. Las pantallas de los monitores estaban situadas al frente, y con consternación pude ver tres rejillas de ventilación tiradas por los suelos. Correspondían a las plantas decimonovena, undécima y quinta.
Lo más dantesco fue observar como por cada uno de los diferentes huecos de la ventilación asomaban de manera independiente una pierna, dos brazos y la cabeza de Robert Smith… En ese instante desde la quinta, donde asomaba parcialmente el rostro desencajado del técnico, su lengua se sacudió como una culebra, prorrumpiendo en un espeluznante berrido que pudo escucharse desde mi puesto de control.

Permanecí un buen rato sentado en mi puesto, sin capacidad de reacción. Contemplando fijamente los monitores, en un estado de shock. Pude ver cómo los miembros dejaron de moverse espasmódicamente pasados unos diez minutos, para luego ser recogidos hacia el interior de cada conducto.
Con manos temblorosas, llamé a urgencias, solicitando ayuda porque un técnico de mantenimiento acababa de tener un terrible accidente, quedando engullido por un tramo del sistema de ventilación central del edificio.
La policía llegó en menos de cinco minutos. Los bomberos en siete. Y todo cuanto puedo decir, es que pusieron todo su empeño en localizar el cuerpo de Robert Smith, guiándose por las grabaciones de las cintas de seguridad.
Tras dos días de intensa inspección, manteniendo el edificio acordonado y cerrado tanto al público como a los propios arrendatarios de las oficinas, se dio a Robert Smith por desaparecido en extrañas circunstancias.
Obvio es decir que solicité un cambio de aires.
No me interesaba seguir mirando por los monitores las cámaras de vigilancia donde por última vez vi al señor Smith asomarse de manera simultánea desde distintas plantas del edificio.

Miedo verdadero

Después de tanta ceremonia de entrega de premios, corresponde reeditar un relato de terror. Estoy con la voz descarriada, muy cascada, de trasegar tanta sidra en la cena celebrada con los premiados, así que la presentación se la dejo en esta ocasión al cocinero Bogus Bogus.
– ¡Es un cacho honor para mí, jefe!
Bueno, se breve y conciso, que se nos duermen los lectores.
– Este relato es súper incómodo de leer, sobre todo si no lo hace uno tumbado en la cama.
Bogus Bogus…
– Si… Que no se os ocurra echarle una ojeada en plena masticación de un bocado de un bocadillo de chorizo de Pamplona, que puede que se os atragante y luego haya que ir a urgencias a por un lavado de estómago.
Jesús, menudo prólogo para un cuento de terror.
– Por lo demás, es aconsejable haber hecho testamento antes de centrarse en su lectura. Más de uno se nos morirá de un tremendo patatús.
Vale.
– ¿A que lo he hecho bien?
Lo tuyo es la cocina, y no fomentar el gusto por la literatura entre mis invitados.
– Bueno. Ahora le preparo la cena. ¿Hace una cacatúa rellena con carne picada de Ñú?

Connor no era un niño, sino un adulto de edad mediana. Tenía cuarenta y dos años. Hasta aquella noche en el dormitorio de su piso solitario de soltero empedernido, nunca recordaba haber tenido el más ligero retazo de recuerdo de algún tipo de trauma infantil. Sus padres siempre se comportaron bien en su infancia, y en la escuela había sido uno de los críos más populares. A la hora de dormir nunca había tenido pesadillas de consideración, y sus miedos infantiles se remitían a las imágenes contempladas con anterioridad de alguna película de terror, relato o vídeo visto a escondidas cuando estaba algún rato a solas en su antigua casa familiar. Superado ese período de su fase de aprendizaje de la vida mundana, lo que menos podía esperarse es que algo fuera a intimidarle en la fecha actual. Un hombre talludito, maduro, que se reía de casi todo lo terrorífico que le pudieran echar por Internet y la televisión por cable, estaba ahora marcadamente aterrado, paralizado entre las sábanas de su cama. El cuarto estaba perfectamente a oscuras, con las tablillas de la persiana encajadas sin permitir que se filtrara hacia el interior de la habitación ningún atisbo de luz procedente del exterior nocturno, tanto del alumbrado público como del transcurrir del tráfico o el halo pálido y débil de la luna en fase creciente.
Hacía mucho frío. Temblaba de pies a cabeza. Estaba en pleno mes de julio, y en el exterior la temperatura era de casi treinta grados. Eso era incomprensible, de no ser por lo que había debajo del somier…
El piso era de alquiler y llevaba residiendo en él más de una década. Nunca había acontecido nada relevante o perturbador en su interior. Y de hecho siempre había conciliado el sueño con relativa facilidad. Pero esta noche era distinta al resto de sus noches precedentes. A la una de la madrugada continuaba sin poder pegar ojo. Se removía inquieto sobre el colchón. Estaba vestido con un boxer y una camiseta de tirantes de algodón. Era una vestimenta de lo más elemental para el calor que hacía. A partir de las dos su situación de triste insomnio quedó alterada por el descenso brusco de grados Celsius. En poco más de media hora la estancia estaba sumida en un frío aterrador. Y su cuerpo desgarbado y con ligero sobrepeso terminó por quedarse rígido, como si tuviera una especie de experiencia fuera del mismo, del estilo de los viajes astrales. Entonces notó que su pie derecho quedaba libre fuera de las sábanas, colgando sobre el borde del colchón. Quiso recuperar la sensibilidad de su anatomía, pero no había forma de poder movilizar los miembros. Estaba completamente inmóvil. Su respiración se aceleró. Sus labios se separaron para expresar alguna palabra en voz alta que ejerciera de conjuro para anular su inmovilidad. Justo antes de que lo hiciese, percibió como algo le aferraba el pie por el tobillo, y con una brutalidad sobrehumana tironeó de él hasta introducirlo debajo de su cama.
Entonces…
– ¡No! ¿Quién eres? ¿Qué eres? – chilló en agonía, sintiendo el congelado suelo sobre su pecho, pues estaba tumbado boca abajo.
Quien estuviera encima de su espalda le hizo de comprimirse más contra las losas.
– ¿Que quién soy? – le llegó una voz dentro de su propia mente. – Considérame tu propio tormento. Habito en la sinrazón. Corroo el espíritu. Soy…

Connor estaba acurrucado en posición fetal encima de las sábanas revueltas de su cama. Eran las tres de la tarde. La persiana continuaba echada. Afuera lucía un sol esplendoroso. En el interior de su habitación, luchaba, confrontaba sus creencias básicas contra la cosa que le consumía dentro de su intelecto.
Sus ojos estaban en blanco. Hilillos de saliva blanquecina colgaban de las comisuras de sus labios. Tenía la camiseta desgarrada, con el pecho al descubierto y maltratado por incontables arañazos.
Dentro de la habitación continuaba haciendo un frío antinatural.
Igualmente otro tanto en el interior de su alma.
Musitaba palabras extrañas.
Blasfemaba.
Aunque en su comportamiento ya no era él mismo, pues aquella entidad le dominaba por completo, una pequeña porción que le quedaba de raciocinio clamaba por el fin de aquella posesión.
Lo peor es que vivía solo.
Nadie podría reclamar la liberación de su alma.
Las sombras se perpetuaron en aquel cuarto.
Y mientras padecía los tormentos, el diablo le hablaba dentro de su cabeza.
Y se reía y se mofaba.
– Ahora sí que tienes miedo, verdad – le dijo en más de una ocasión.
A Connor no le quedaba más remedio que reconocerlo.
Estaba consumido por el terror.

Nuevos premios recibidos por parte de X-pressions

Bueno, nuevamente acabamos de recibir un lote de premios geniales obsequiados por la compañera superchachi Thundergirl.
– ¡Nos los merecemos, señor!

Dirás que finalmente me los he ganado a pulso yo solito, Dominique.
– ¡No hay derecho! Su codicia es intolerable.
Cálmate un poquillo, Harry.
– ¡Cómo no los repartas entre todos nosotros, te vamos a dar de lo lindo!
¡Bogus Bogus! ¡Harry! ¡Dominique! ¡Esas cuerdas! ¡Y las tenazas al rojo vivo que estáis portando!
– ¡Y la mordaza! JA JA JA.
¡Os estáis amotinando! Esto no puede consentirse.
~~~~~~~~~~
– ¡Horror, chicos, el amo nos ataca con su visión de rayos térmicos!
– ¡Ay, cómo quema!
– ¡Y cómo duele!

Hum… Bueno. Ya los tengo controlados por el momento. A partir de mañana verán reducido su salario a diez euros mensuales.

Ahora toca mencionar los cuatro premios otorgados por X-pressions:




Cada premio tiene su propia condición a la hora de recibirlo.

Premio Espada: Menciona a tu heroína favorita: Sin duda para mi gusto, Selene (Kate Beckinsale) en la saga Underworld.

Premio Blog Irresistible: Nombra tres cosas a las que nunca te resistirías: En mi caso, a la repostería, ir de excursión con una mochila en plena naturaleza y recibir el beso de una chica, je je.

Premio Fortuna: Di algo que tenga un valor incalculable: Sin duda la amistad.

Premio Sweet Blogger: ¿Qué cosas te encantan en un blog?: Un atractivo diseño, con buenos temas y que sea activo en los posts.

Cumplidos los requisitos para recogerlos, ahora toca por mi parte premiar a los compañeros/as.

Son:
Los chistes del Viernes
El cuarto Oscuro
Nuevo Brevemente
freesiete
Blog Gil de Luna
Latinmixstereo
TjGeek

A todos ellos, que los disfruten con gusto y ningún sobresalto, ja ja.

La grabación

Sigo tumbado en mi diván. Dándole mil vueltas a lo futil que me resulta residir en este lóbrego castillo con la mera compañía de mi servidumbre. Tengo pocas ansias de hablar. Preciso de un psicoanálisis, pero por desgracia, el doctor Herr Pretengarmer bebió más de la cuenta la noche pasada y se nos cayó al foso de las hienas.
En fin, yo mismo conectaré la grabadora para musitar mis desdichas por lo bajinni…

“dormido
me encuentro dormido entre las sábanas revueltas de mi lecho. De vez en cuando mis labios secos y cuarteados se entreabren ligeramente, dejando salir la sutileza de un fugaz ronquido. Entonces, por alguna clase de instinto perceptivo, desconcertante y de índole desconocida, me despierto. Parpadeo varias veces, restregándome las molestas y pegajosas legañas adheridas a las pestañas. Hecho esto, yergo la espalda, desviando mi atención hacia un lado. Logro vislumbrar entre sombras pegadizas el espejo de cuerpo entero adosado al armario ropero de roble inglés.
observo
a la vez observo la disposición de las tibias manecillas fosforescentes del despertador.
De forma increíble, aún hallándose toda la estancia a oscuras, mis ojos logran ver al instante con absoluta claridad todo su interior, como si una capacidad mejorada de visión nocturna adaptara mi vista a sus contornos. Evidentemente, no dispongo de ninguna clase de equipo militar. Veo persianas bajadas, haciendo encajar las tablillas de bambú, impidiendo así que las luces emergentes de las farolas de la calle del edificio en donde resido pudieran filtrarse por grieta alguna.
Lámparas apagadas.
Candelabros de bronce con sus velas invidentes.
Del mobiliario consigo apreciar los trazos florales acentuados en el papel de las paredes, la escayola del techo falso, el harakiri de un noble japonés en la pintura decorada del biombo…
Lo percibo todo por la bondad de mi sexto sentido,
Mi BENDITO sexto sentido…



Un frío gélido e ignoto me abofetea en pleno rostro, como el guante de un noble caballero francés que reclamase el resarcimiento de la afrenta mediante la inexcusable citación a un duelo a muerte, produciéndome con ello una extraña y perturbadora sensación de temor respetuoso hacia algo indeterminado. Entonces veo que la puerta de mi dormitorio se encuentra abierta como las fauces de un depredador preternatural donde a través de su jamba, resolla más que suspira, una corriente desbocada de aire. El sexto sentido me permite atisbar el pasillo que comunica directamente mi dormitorio con el recibidor. Justo hacia la mitad del mismo, en su flanco izquierdo, distingo un hueco. Es el quicio correspondiente al cuarto de baño.
levantarme
debo levantarme.
Me acomodo sentado sobre el borde de la cama, inclinando mi mirada somnolienta hacia el suelo para buscar las zapatillas afelpadas, unos “souvenirs” infantiles de Disneylandia. Las recojo por las lengüetas y me las pongo, introduciendo los pies con la ayuda del dedo pulgar de la mano diestra como eventual calzador. El frío de cámara frigorífica de un matadero me envuelve como una red de pesca de un barquero de alta mar y se encarga de aumentar en su gélida escala de intensidad al igual que la propia inseguridad ciudadana de cualquier metrópoli media americana.
Me pongo de pie. Cada movimiento mío es realizado a cámara lenta, ralentizando cada una de sus secuencias al mínimo, propio de encontrarse uno sumergido dentro de un estado líquido embrionario, y de repente asocio esta situación latente con lo que pudiera sentir un feto de avanzado desarrollo en la placenta de su madre. El inquietante pensamiento desaparece con la misma facilidad con que eclosionó en el hemisferio izquierdo de mi cerebro.
Me quedo mirando fijamente en la superficie reflejante del espejo de cuerpo entero. Reflejado en él, compruebo con desazón que llevo puesto encima el pijama adolescente deportivo verde y que me queda relativamente encogido, una indumentaria ridícula que me regaló mi madre durante unas navidades ya sumidas en su ocaso. Digo algo inconexo en voz queda, casi un murmullo inaudible que alcanza a oír simplemente el cuello levantado de la chaquetilla del pijama, y surge al unísono el perímetro de radio de acción de un círculo perfecto de vaho sobre la superficie lisa y pulida del espejo.
interior
en el interior del círculo opaco hay plasmada una letra mayúscula, bosquejada con lápiz de labios color carmesí. Es una caricatura de carácter imprecisa y vacilante en su caligrafía, como si la hubiera creado un niño muy pequeño (o un adulto de mentalidad poco desarrollada).
Es una EME.
(M)
Dejo el espejo de cuerpo entero en el olvido, caminando pausadamente hasta salir de mi aposento.
El corredor
un corredor que debiera de encontrarse en penumbras, con el consiguiente riesgo permanente de que uno pudiera tropezarse con una de las sillas situadas en el margen derecho. En vez de ello el riesgo era negligente, pues ahora lo veía todo gracias a mi sexto sentido. Qué gratitud le debía, pero qué gratitud.
Veía el color crema descolorida y avejentada de las paredes estucadas. Pude contemplar el enigmático retrato del navegante desconocido de supuesto origen español, ataviado con una gran capa color turquesa y un traje rojo encendido de ira, acompañado de una boina marina de idénticos matices. Veía las sillas anteriormente mencionadas de imitación estilo Luis XV. Ni siquiera la madera era auténtica y genuina. Y entreveía
hacia la mitad del corredor entreveo la dependencia destinada a la higiene personal. Observo que al quicio le falta la puerta, dejando al marco de aluminio inútil y desasistido. Veo también como los goznes bruñidos reposan sobre el suelo. Por el hueco percibo el espejo situado encima de la pila del lavabo. Me aproximo más para ver mejor el estado del interior del cuarto de baño.
La superficie del suelo se encuentra de esquina a esquina recubierta por una apreciable capa de barro fresco, enlodado hasta más no poder. Distingo levemente entre tanta suciedad la alfombrilla de la ducha. La pelusilla del tapiz que representaba a un Snoopy romántico olisqueando una rosa estaba empapada, con los rizos blancos apelmazados por culpa del repulsivo limo. Por el desagüe del plato de la ducha emerge más légamo a borbotones, como brota la sangre de una yugular nada más serle aplicado un tajo en el cuello de la víctima de un asesinato. El barro salía acompañado de una cohorte de bichitos gelatinosos de origen desconocido y que maniobraban con la presteza militar y unitaria de la marabunta.
Pero hay algo más.
Un olor.
Una emanación
¿… a sangre?
Prosigo mi lenta peregrinación por el apartamento de doble planta, dejando atrás el cuarto de baño y la hilera de sillas, para llegar hasta el recodo del corredor, que vira ahora hacia la izquierda. Unos cortinajes rojos y pesados cierran la salida.
Los descorro.
A primera vista se me presenta la mesilla rinconera de maderamen, con el teléfono inalámbrico de pie en su cargador. A su izquierda, sobre la pared, hay un respetable desconchón leproso mostrándome los ladrillos rezumantes de una sustancia lustrosa y de connotaciones siniestras. En este instante la alta tensión que se acumula en mi cuerpo adormecido de sonámbulo busca una válvula de escape. Consigo que mis labios se separen y resoplo, desfilando mí aliento en el aire en forma de nubes.
Las piernas entumecidas me obligan a continuar avanzando. Al dar los pasos percibo un sonido blando de adherencia, una especia de “flop”, “flop”. Ante mí se me presenta la puerta de cristal escarchado de la sala de estar. Ya había dejado detrás de mí la enorme puerta principal, con su pomo de plata que tiene las proporciones anatómicas del puño de un boxeador. Me quedo quieto. Desde donde estoy, en pleno corazón del vestíbulo, puedo distinguir las restantes cuatro puertas. En el margen derecho contemplo la puerta correspondiente al dormitorio de mi padre. En el margen izquierdo veo las puertas que corresponden a la cocina y a la biblioteca familiar. La puerta de la cocina se encuentra abierta. Por último existe la puerta de la despensa, al final del todo. Está cerrada. Esto no encaja con la realidad diaria, pues siempre la mantengo parcialmente abierta antes de acostarme. Dicha manía representa para mí el intríngulis de un ritual arcano, lo que usted suele calificar como una obsesión metódica de índole aprensiva.
Los pies me encaminan hacia la cocina. Entro a medias por la jamba. Todo está aparentemente normal: a mi izquierda se encuentra el frigorífico congelador de cuatro estrellas, al fondo de la cocina queda la lavadora de treinta años casi fusionada con el lavavajillas, a izquierda y derecha de ese doble conjunto se encuentra el fregadero de aluminio, con el escurreplatos, la encimera y el mostrador y la mesa funcional de metra quilato. El horno eléctrico se halla ubicado justo debajo de los armarios empotrados de madera de cerezo destinados al albergue de la vajilla y la cristalería, además de la colección de especias más extensa que haya visto en mi menguada existencia, que sin duda haría las delicias del más extraordinario de los herbolarios medievales encerrado en su limitado y precario laboratorio, cotejando las características y propiedades curativas y culinarias de cada cual.
Giro la cabeza hacia mi derecha, viendo como la hoja de la puerta está abierta hasta cierto punto, ejerciendo un ángulo de ochenta grados con la esquina, encajando el filo contra la pared, dejando de esa forma ocultos los útiles de limpieza allí guardados. Algo amenazador se deja sentir procedente de ese rincón.
Salgo de la cocina para escudriñar por las rendijas que hay entre las bisagras de la puerta. Alguien o algo permanece parapetado en ese escondrijo. Acechante. Vigilante. Lo intuyo. Y además tengo asumido que esa maldad furtiva tiene su razón de ser. Su existencia en esta locura de mundo de duermevela viene impuesta por la malicia de mi subconsciente. Reside en ese rincón desde hace meses y meses y lo hará durante años venideros si antes nadie se lo impide, dirigiendo su acritud residual en contra de quien ose observar a través de los intersticios de los goznes de cobre.
Y si le soy sincero, yo mismo anhelo poder desvelar el secreto de su aspecto externo, físico y mundano, pero por algún motivo, una especie de resorte que se dispara y activa la materia gris de mi cerebro inmerso en la ensoñación onírica, no me es posible actuar con el coraje necesario de entrometerme en la parcela de la cosa o criatura residente en el escondrijo.
Cuando llego a esta situación del sueño, mis piernas se tensan y me obligan a encaminarme hacia la puerta que da a la sala de estar. Me detengo ante ella. Mi mano derecha se aferra al pomo con la misma firmeza y ansiedad que si fuese un saliente rocoso salvador que emergiese de una pared vertical de escalada libre de una montaña pelada y desnuda en auxilio del montañero. Otro suspiro acaba desparramándose en una cascada condensada por mis labios insensibles. Tiro del pomo abriendo la puerta hacia afuera. Está pesada como si fuera la compuerta sellada de un submarino. Mi sorpresa no se hace de esperar, pues este acto cotidiano no habría de resultar perturbador de haberse ABIERTO HACIA EL INTERIOR y no de forma opuesta a la disposición de los goznes.
El sexto sentido me permite prescindir del interruptor de la luz.
Todo se encuentra en orden como sucediese con la cocina. A la derecha, según se entra, se encuentra al inmenso armario de roble barnizado en tonos claros y obscuros de vetas alargadas en forma de hilachos, con su mueble bar y demás estantes, éstos últimos distribuidos de manera prefabricada para que encajasen el televisor de tft-lcd de 52 pulgadas, el vídeo de sistema DVD y la cadena musical Samsung Berlín 1998. Una balda alargada restante – el hueco más espacioso – estaba destinada estrictamente para albergar una buena colección de libros, pero mi padre prefiere utilizarla para una exposición de innumerables estatuillas extravagantes, labradas y talladas de manera artesanal en ónice, marfil y madera, traídos de no sé qué país del lejano oriente.
En el centro de la estancia está situada la antiquísima mesa de caoba, con un bello y sofisticado acuario encima cuyos cristales tintados en verde fosforito hacen ofrecer al interior sonrosado una panorámica acuática espectral, donde los peces tropicales dormitan en su reposo nocturno, unos flotando en la superficie cálida del agua cristalina con los ojillos colapsados observando en su ceguedad terminal las luces piloto, otros sumergidos en el fondo dispersados entre el lecho arenoso, las conchas y las rocas de coral ensartados en las púas afiladas de dos tenedores…
Vuelvo mi vista hacia arriba. Allí, colgando del techo, está la majestuosa araña. Su estructura cristalina tintinea de vez en vez por los arrullos sibilinos de un viento espectral.
La corriente de aire arrecia. La lámpara empieza a oscilar y oscilar como un péndulo. Y no cesa de bascular al borde del desplome…
Me sobresalta una expectoración resollante. Me figuro que será mi padre que estará roncando hondamente como en él es habitual.

Las piernas

me predisponen a abandonar la sala de estar, teledirigiéndome hacia el dormitorio de mi padre.
Andar ahora me cuesta un mundo.
Da la sensación que llevo un lastre de veinte kilos en cada pierna.
Logro alcanzar su dormitorio. La puerta está cerrada. Insto a la mano derecha a que se aferre por completo alrededor del pomo y lo gire.
A mis espaldas brota un gruñido que viola el silencio.
“LeRoy…”
Penetro en la estancia de mi padre. La persiana del ventanal está bajada, sin dejar un mínimo resquicio entre los listones.
cama
la cama de mi padre se encuentra vacía de contenido, ordenada y sin hollar, impoluta, sin haber sido utilizada desde que se retocase por última vez.
o sea
él no estaba durmiendo.
Por segunda vez me llega el gruñido. Procede de la cocina y rasga la quietud sepulcral de la noche. Me doy la vuelta. Creo que estoy sudando copiosamente, pues tengo la camiseta pegada a mi torso como si fuera una segunda piel.
saliste
la cosa salió desde detrás del escondrijo de la puerta de la cocina. A pesar de mi visión nocturna tan sólo puedo verle la dentadura. El resto de su configuración cabría describirla como un monigote de guiñol a tamaño natural y expuesto a contraluz. Negro como la mina de un lapicero y ejerciendo las propiedades atribuidas a un imán, iba absorbiendo la negrura de la noche. Su resplandeciente doble fila de dientes relucía sedienta de sangre como los reflectores nocturnos de una bicicleta. Pero a pesar de que la abominable figura prefería recluirse en el anonimato de las tinieblas, yo ya sabía de quién se trataba por mucho que emborronase el resto de las facciones de su rostro monstruoso.
“LeRoy…”
Portaba un hacha. El hacha que teníamos guardado en la despensa. El hacha que tenía el filo de la hoja mellado y desgastado por el poco uso que se le daba en los últimos tiempos. Pero ahora la hoja estaba afilada como nunca antes lo había estado. Brillaba en la oscuridad. Descollaba de las manos abultadas y tenebrosas que lo sujetaban con religiosidad pagana. Irradiaba destellos ante mi sexto sentido, destellos que titilaban hasta la saciedad con la furia de un millar de luciérnagas doradas.
“M” en el espejo de cuerpo entero de mi dormitorio.
Tú…
La cosa del escondrijo se me acerca para decirme con voz seca y marchita de sentimientos nobles:
– “M” de MUERTE, hijo. No podía significar otra cosa.”
Mi cuerpo se traslada hasta el estado de rigidez presente en toda pieza disecada de un taxidermista: no puedo ejercitar movimiento alguno por más que yo lo quiera y lo anhele.
Él se me acerca con el hacha asida del mango por su mano derecha.
mano
Dios
garra
zarrpa

por favor, ayúdeme
mano, garra, zarpa…
Se me acercó lo suficiente, llegándome el miasma de su transpiración. Podía oler su aliento de depredador carroñero. Sujetó el mango del hacha con ambas manos y lo levantó en el aire.
noo
quiero salir
Me está gruñendo
Blandió el hacha sobre su cabeza indefinida.
Me miró con rabia.
Sonrió con afección.
– “Adiós, hijo mío…”
“Adiós para siempre.”
Bajó el hacha y lo desplazó en un sesgo preciso, precipitándolo hacia mí. Sentí como me lo incrustaba en el cráneo haciendo que saltaran astillas de hueso en un baile de gala mortuorio.
Pero lo que más sentí y me afectó fue al ver que
no lo puedo ocultar por más tiempo, papá.
La cosa del escondrijo,
el portador del hacha,
el estandarte de mis continuas zozobras y pesares,
el príncipe bastardo de la aniquilación,
eras tú.”

Conrad Spite apagó la reproducción sonora de la grabación de la casete insertada en la mini grabadora Sanyo. Era la enésima vez que escuchaba la cinta número 25 desde que falleciera atrozmente asesinado su paciente LeRoy.
Conrad era en ese preciso momento el psicoanalista más laureado y renombrado del estado de Georgia. Cierto que se veía en la disyuntiva de correr con el sambenito lapidario en lo tocante al excesivo lujo de sus emolumentos, pero aún así asumiendo la impertinencia de este lastre era el más solicitado y, por qué no reseñarlo, el más sanamente envidiado por sus colegas del gremio.
Conrad hizo descansar los pies encima de la mesa de cuarzo. Desvió su mirada lánguida hacia uno de los múltiples títulos acreditativos enmarcados y colgados a lo largo y ancho de las paredes de su despacho. Se concentró en el diploma “Suma Cum Laude” por la Universidad de Harvard emplazada en la pared derecha restándole protagonismo al retrato patriótico del presidente de los Estados Unidos. Se relamió en su contemplación, derrochando parte de su absorbente vanidad.
“no lo dudes, eres mi padre”
Conrad cambió de nuevo de dirección la atención de su mirada, centrándola en la mini grabadora del tamaño de un naipe de póker. Su memoria se acomodó en la cabina de la estrafalaria máquina del tiempo de H.G. Wells y se puso a rememorar el instante diez años atrás cuando se le presentó en su consulta un chico tímido y retraído de dieciséis años llamado LeRoy Reck, hijo único del hastiadamente adinerado Nathaniel Reck, el Rey del Cobre.
Este muchacho refinadamente vestido y amanerado en su porte no sintonizaba con los preceptos liberadores de un “sanador mental”, y por tal actitud tuvo que ser traído casi a rastras por un conocido de su padre. Este último se lo enviaba porque sufría de espantosas pesadillas desde que falleciera su madre a raíz de un terrible accidente de tráfico ocurrido dos años antes. Conrad le escuchó en todo momento con la paciencia común a su profesión. Las pesadillas del joven versaban alrededor de un universo onírico donde se le aparecía su difunta madre en el horrible estado en que había quedado después del percance mortal. Como siempre que tenía un paciente atrincherado en esas circunstancias, atrapado en la trampa de su ansiedad y con la mente ofuscada y traumatizada, Conrad convenía en la necesidad de recurrir a la socorrida terapia de la hipnosis inducida. Una vez que lo hubo convencido de tal necesidad, lo situó en trance, incitándole a que le relatase la pesadilla tal cual transcurría en su estado latente, registrándola en soporte de cinta magnética.
Y eso hizo con cada uno de los sueños de LeRoy. El padre del chico le giraba cheques de grueso calibre pecuniario por cada una de las sesiones (LeRoy le visitaba asiduamente dos veces a la semana). Entonces un día el muchacho acudió a su consulta aterrado, sumido en tal estado de paroxismo, que se vio obligado en la necesidad de administrarle un sedante. La posterior justificación de LeRoy al asumir su histeria era que todo venía debido a que soñaba de nuevo.
Soñaba que su propio padre le asesinaba a sangre fría.
– Esta pesadilla es peor que las anteriores. Doctor, si no consigue borrármelo de mi subconsciente, voy a volverme completamente desquiciado. Es tan creíble…
– Está bien, LeRoy. Tranquilízate. Relájate un instante. Concéntrate en la seguridad esgrimida por mi puño cerrado. Déjate llevar por la serenidad de las olas relamiendo la playa de una isla paradisíaca. La luna llena está influyendo en la dirección de sus aguas. La marea está bajando. Bajando…

Y para desahogarle anímicamente, le grabó su sueño.
“Realmente es algo estremecedor” – recapacitaba Conrad siempre que se le ocurría analizar el contenido de la cinta.
Claro que cómo le iba a matar su propio padre. Era un dislate. Y mucho menos asimilable, si se conocía la reputación inquebrantable de Nathaniel Reck. Aún así las visitas semanales de LeRoy se iban incrementando de forma febril. En una de éstas, cuando Conrad iba a sincerarse con el chico, indicándole bien a las claras que ya no tenía ningún sentido la continuidad de las sesiones, LeRoy expuso sus conclusiones personales.
– Ya sé lo que me obsesiona, doctor.
Y Conrad le siguió el juego.
LeRoy dudaba de que el asesino en cuestión fuese Nathaniel Reck, su padre legal.
Conrad tuvo que quemar con alcohol de noventa y seis grados la cinta en la cual LeRoy Reck afirmaba de manera rotunda que la bestia del escondrijo de su sueño se iba asemejando cada vez más al físico de su psicoanalista.
(¡Eh!)
Conrad también hizo quemar las
– ¡increíble! –
pruebas de paternidad que sacó de no se sabía dónde, en las cuales se decía que Conrad Spite podría hacerse pasar por el padre biológico de LeRoy si se lo propusiese.
Sangre
Una mañana tuvo a mal cortarse con el abrecartas en la yema de uno de los dedos de la mano izquierda, y unas gotas de su sangre empaparon un trozo de algodón que luego fue arrojado despreocupadamente al cesto de los papeles… en presencia del muchacho. Hipotéticamente, en un momento dado en que le habría dado la espalda, LeRoy bien pudo haber rebuscado sigilosamente entre los papeles hasta haber dado con el apósito marcado con las perlas de su hemoglobina. Obteniendo de ese modo la prueba. Esos ojos de puñetero paranoico… Apoderándose de retazos de sus genes para destinarlos a una analítica de ADN con el firme objeto de confirmar su presunta paternidad.
En otra grabación fanática – también reducida a cenizas -, afirmaba que era el hijo ilegítimo de su psicoanalista.
– Tú… maldito bastardo…
“Qué insinúas. Qué…

que su supuesta idealizada y angelical madre modelo número uno había sido en efecto leal y fiel con su padre en un porcentaje del noventa y nueve por ciento de eficiencia, si se obviaba esa tórrida noche del cuatro de julio de mil novecientos ochenta y dos durante la cual se había rendido a los encantos de un adulador diplomado de Harvard apellidado Spite.
– Te aprovechaste de ella.
– LeRoy…
– Alguien te habría informado que con un par de dry martinnis bastarían para llevarla al huerto.
– Estás delirando.
– Te dijeron que estaba melancólica por la ausencia de Nathaniel, que por esas fechas se vio obligado a trasladarse a Oslo para participar en un importante convenio metalúrgico con Noruega y Suecia. Una vez enterado, te dejarías caer por la barra del bar y la impresionarías con tus conocimientos. Ella era aún tan joven. Tan ingenua.
– Si esta es una de tus groseras bromas, LeRoy, esta vez lo estás llevando demasiado lejos.
– “Trato con lunáticos“, le dirías lo más seguro. “Me cuentan sus fantasías, indago en sus intimidades de luna llena.”
– Ya basta.
– “Me lleno los bolsillos y continúan siendo unos locos incurables, pero…”
– ¡LeRoy! Maldita seas.
– “… qué más da, nena, si a fin de cuentas, cada día que pasa, cada desahuciado mental que me ventilo por la consulta, sirve para que me enriquezca más y más, y más… Y todo ello sin mover casi ni medio dedo.”
– Aparte de un niñato consentido, eres un insensato, LeRoy.
– “Y lo mejor de toda esta respetable profesión, chiquilla mía, es que uno se siente consolidado entre la élite del estado. Aunque todo ello sea a costa de tener que lidiar con desequilibrados y toda una gama de maníacos depresivos, por no mencionar a los hijos de papá que no rigen bien por los excesos de las anfetaminas y que precisan de un gurú espiritual que se encargue de ajustarles bien los tornillos de la sesera…”

Y claro, el día en que LeRoy le hizo saber que todo iba a ser revelado y publicado en la revista sensacionalista de difusión nacional “Telling Lies”, Conrad no tuvo más remedio que hacerlo. Estaba en la sana obligación de salvaguardar su honor sin tacha.
Tuvo que entrar por la noche en la casa de la familia Reck en las afueras de Brigdes, estado de Georgia, burlando la celosa vigilancia del guarda nocturno.
Tuvo que irrumpir en el dormitorio del patriarca, alargando el sueño natural de Nathaniel Reck con un trapo impregnado de cierta cantidad de cloroformo. Conocedor de la existencia del hacha erosionada, tuvo que conseguir con anterioridad en una ferretería de un pueblo perdido para no levantar sospechas de ningún tipo un hacha bien afilado.
– Ni la cuchilla de la guillotina esa que cercenó la estúpida vida de Luis XVI estuvo tan afilada – le confirmó el ferretero al entregársela en mano.
Tuvo que cobijarse detrás del escondrijo de la puerta de la cocina, manteniéndose alerta avanzada la noche en una postura ridícula e incómoda.
En fin, que tuvo que aguardar a que el sonámbulo crónico recorriese su intricado paseo nocturno.
Y cuando llegó al término de su itinerario,
tuvo que matarlo.
Al fin y al cabo, tenía que morir a manos de su verdadero padre.
Conrad Spite decidió destruir también ésta última grabación (el último vínculo que le quedaba con su “recordado” hijo), para ver si de esta manera las terribles y reiterativas pesadillas que le acosaban noche tras noche
aquí estoy, padre
aquí estoy, con la furcia de mamá
ya sólo nos faltas tú

en los últimos diez años cesaban de una maldita y misericorde vez.

No más sangre derramada

¡Ay, Dominique, mi aberrante mayordomo!
– ¿Qué le sucede al señor?
Estoy con la depre. No se si llegaré a mañana.
– Quiera la suerte que así sea.
Pasaré por alto tu comentario. Me recostaré sobre el sofá de piel de mamut a ver si se me pasa esta época de pensamientos negativos.
– Si no escribe tanto últimamente, será por algo.
Más o menos.
– Le aseguro que así se lo agradecerán los lectores. Porque ya casi no nos quedaban aspirinas.
Dominique, haz el favor de cerrar la puerta bajo llave cuando salgas. No respondo de mi segunda personalidad.
– Como usted mande…
Paz, necesito paz. Y cierto optimismo. Este mundo no me agrada nada…

(microrrelato)

– Dicen que dentro de esta cueva ha habido más de un suicidio – advirtió Greta.
Él lo tenía decidido.
– ¡No se te ocurra! – imploró Greta desesperada.
Se adentró en solitario hasta dar con una gruta sombría y estrecha. Había cierta humedad y la temperatura gélida se le calaba hasta los huesos.
Greta gritaba desde lejos.
Ella no se atrevía a entrar.
Se sentó sobre una piedra.
Pensó en cómo había sido toda su vida. Una infancia que no fue tal. Una juventud llevada por el irracional odio que anidaba en su interior.
Los ojos.
Dos cuencas sangrantes vacías de emociones.
No deseaba hacerlo de nuevo.
No con Greta.
Su pasado dedicado a cercenar vidas.
Al tormento de sus víctimas.
El sótano de su casa…
El HORROR.

Aquella cueva sería su panteón particular.
Acercó el filo de la navaja hacia su muñeca izquierda.
Correspondía derramar más sangre.
Pero esta vez no era sangre inocente.
Ni la sangre de Greta.
Sino la suya propia.

La niña perdida del bosque

Fin de semana. Mucho ajetreo en las dos últimas semanas debido a factores externos a mi querido castillo del horror. Hasta he desatendido el pago correspondiente de los emolumentos de mis queridos siervos. Esto no puede ser. Las musas siguen algo huidizas últimamente. En fin, de momento reparo mis errores con un breve relato. Espero que al menos provoque alguna mínima turbación… Queridos lectores, os deseo la mayor de las diversiones de cara al domingo. Un fuerte saludo, acompañado de risas agudas de lunático evadido del penal de Sing Sing.

Encontré a la niña andando sola por el bosque.
Deambulaba descalza y ataviada simplemente con un camisón deshilachado color crema, sin vida y gracia. Llovía con cierta intensidad, con rachas de viento fuerte. Las hojas otoñales zigzagueaban ingrávidas de aquí para allí, sin orden ni concierto.
La pequeña andaba errática, aterida de frío, empapada por el pertinaz aguacero. La contemplaba de espaldas, alejándose lentamente de mi refugio, una simple caseta prefabricada de obra destinada para vigilar el acceso a un camino que derivaba hacia las propiedades acotadas de una parcela embargada a su propietario por fraude fiscal. Como pude, me protegí de la lluvia con un chubasquero y salí tras ella, a su encuentro.
– ¡Niña! ¿Estás perdida? – le pregunté en voz alta conforme me aproximaba.
La niña continuaba ofreciéndome la espalda. Cada vez arreciaban gotas lluviosas con mayor fuerza. El viento ululaba al enredarse a su paso por las ramas desnudas de los árboles más cercanos.
Entonces me habló en un hilo de voz suave y casi inexistente:
– No estoy perdida. Ni estoy sola. Tengo a mis amigos. Me acompañan a todas partes. Y me protegen de los extraños.
La muchachita se volvió. Pude ver su rostro infantil, todo pétreo y carente de emociones. Y flanqueándola, ¡Dios, cómo no me di cuenta hasta entonces!, dos siluetas profundas en negritud como la misma noche, con leves retazos similares a facciones fantasmales en lo que parecían corresponder con sus rostros enjutos y malditos.
Por un breve momento dejaron de ofrecer protección a la niña, su compañera de juegos, rodeándome hasta sumirme en el olvido de su propia oscuridad infinita.

¡Qué alegria! Hemos matado a un hombre lobo.

Estoy superatareado. Y últimamente con pocas ganas de diezmar la población mundial del planeta a base de sustos literarios lo más monumentales posibles… Miro una de las vigas de la techumbre del ala oeste de mi castillo. Me imagino una soga, y de ella pendiendo mis musas…
– ¡Señor! ¡Señor!
¿Qué ocurre, Dominique?
– Tenemos una visita de las orondas.
Perdonen el elemental lenguaje de mi mayordomo…
¿De quién se trata en esta ocasión?
– De Bustarrazo, el licántropo súper gordo.
Y dále con tu ordinariez.
– Es que pesa doscientos kilos el tiparraco. A Bogus Bogus le han entrado las fiebres de malta al enterarse la cantidad de chuletones de gato que va a tener que asar a la parrilla para contentar su apetito desmesurado.
Bueno, siempre queda la solución de guiarle por el corredor con la trampilla secreta que da al foso de los tiburones.
– ¿Entonces echamos mano de Harry para eliminar visita tan pesada?
Eso mismo. Y después de que lo haya conseguido, le daré media hora de asueto. Seguro que me lo agradece.
– Yo opino que Harry mandará la generosidad supina de mi amo al vertedero de basura más cercano.
No te he pedido tu opinión, pazguato.
En fin, mejor dar a conocer un relato en honor a la memoria de Bustarrazo… Lástima, con lo bien que aúlla.

Ethaniel y Zachary estaban aterrados. A pesar de ser dos hombres de pelo en pecho, y de ser leñadores, con fácil manejo de la motosierra de cadena, aquella desagradable sorpresa les hizo de pasar el peor trago de sus vidas cuarentonas.
– Es terrible, Et – le dijo Zachary a su compañero, contemplando los dientes de la motosierra impregnados de sangre.
– Y que lo digas. ¡Quién iba a decir que por esta zona pudieran existir hombres lobos!
– Así es. Pero le hemos echado lo que había que echar, y ha acabado recibiendo su merecido. Ahora vayamos a avisar al ayudante del sheriff. Nosotros ya hemos hecho bastante. Que él se haga cargo del resto.
– Como tú digas, amigo.
Los dos montaron en su ranchera, abandonando el bosque de Ferrick, en dirección a la localidad de Tree Junction.


Una hora después estaban de vuelta en la amplia arboleda de pinos. El hombre lobo estaba bastante despedazado por los efectos mortíferos de las motosierras de los leñadores.
– En fin, muchachos. Lo vuestro es de juzgado de guardia – les enfatizó finalmente el ayudante del sheriff, Donald Swamp, con el ceño fruncido.
– Hombre. El pobre bicho opuso bastante resistencia. Por eso está tan descuartizado – le explicó Ethaniel.
Donald echó mano a las esposas.
– Venga, los dos, quiero que juntéis una muñeca con la muñeca del otro. Os tengo que esposar y llevar detenidos a comisaría.
– ¡Cómo!
– ¿Se le han fundido los fusibles? Encima que hemos hecho un bien a la comunidad…
– Qué bien ni que niño muerto – rezongó el oficial enfurruñado. – No habéis cazado a un hombre lobo, si no que acabáis de asesinar a la nueva maestra de la escuela elemental del pueblo.
– ¡No puede ser! Es un hombre lobo. Más peludo no puede ser.
– Seréis botarates. Lo que lleva encima es un abrigo de piel. No me puedo creer que nunca hayáis visto a una mujer vistiendo uno de ellos. Y vale que la señora Hills sea fea de narices, pero eso no es excusa suficiente como para haberla hecho picadillo.
Una vez esposados, acompañó a los dos leñadores hacia el coche patrulla.
Estando los dos situados en la parte trasera, puso el vehículo en marcha.
– Tiene que estar usted equivocado, agente – insistía Zachary. – Es un hombre lobo. No hacía más que gruñir cosas sin sentido.
Donald lo miró por el espejo retrovisor, clavándole una mirada asesina.
– Claro que no la podías entender. La pobre estaba de picnic. La pillasteis comiendo un trozo de pastel de arándanos. Tenía la boca llena, y si encima os presentasteis de sopetón, dándole un susto con las motosierras, seguro que se atragantaría. Hatajo de idiotas.
Ethaniel y Zachary se miraron el uno al otro.
– Mira que te dije que era un poco raro verle a un hombre lobo con una porción de tarta en la mano – le reconoció Zachary a Ethaniel.
– Ya. Pero en los dibujos animados eso suele ocurrir con frecuencia – continuó erre que erre Ethaniel.
Donald apretó con firmeza el volante.
Diantres. ¿Qué les iba a decir a los niños?
¿Que la nueva maestra llevaba ejerciendo sólo dos días y ya había pedido vacaciones?

No es el momento

– ¡Por orden del señor jerifalte del castillo más infame de Transilvania, se procede hoy mismo a la publicación de un nuevo relato de horror y miedo más espantoso que pueda uno leer en una librería de quinta fila!
Dominique…
– ¿Sí, mi amo?
Lo tuyo no es la finura.
– Bueno, la realidad es que dejé la escuela en segundo de EGB.
Claro, a tan tierna edad, ni te aguantaban los profesores.
– Más o menos. Cuando desapareció la segunda maestra y el director, dedujeron que yo tuve algo que ver.
Hum… Interesante. Ya se qué hacer cuando me visite nuevamente el inspector de hacienda…

Todo lo que sabía es que el diminutivo de su nombre era Ted. Era un tipo de unos cuarenta años. Con avanzada calvicie y entrado en carnes. Llevaba una de esas tiendas franquicia de venta de artículos baratos y de baja calidad, la mayoría procedentes de Asia. La tienda estaba abierta de lunes a sábado. El tal Ted atendía al público en turno partido, ayudado por un chico de unos veinte años al que le pagaría un sueldo de risa. Normalmente, el empleado abandonaba la tienda a las siete y media de la tarde, mientras su jefe se quedaba una media hora más haciendo caja. Para las ocho abandonaba el sitio día tras día. Menos en una ocasión al mes. Solía suceder en la última semana del mismo. Un jueves o un viernes. Ted permanecía hasta casi la una de la mañana. Llegada tal hora, cerraba la puerta y se marchaba a su casa. Un hecho del todo inusual.
Algo se cocía ahí dentro cuando el dueño permanecía tanto rato. En su momento, barajó la posibilidad de que estuviera haciendo el inventario mensual. Esto quedó descartado cuando una tarde vio al ayudante en un bar que este frecuentaba. Le invitó a unas cervezas, y como tal cosa, se lo sonsacó. El muchacho le dijo sin malicia que los inventarios eran semanales, en cada sábado, por eso cerraban en dicho día una hora y media antes. Satisfecho por haber conseguido la información que le faltaba, llevó adelante sus planes.
Disponía de una pistola bastante vieja y en mal estado. Y por mucho que revisó en su piso, tan sólo pudo encontrar dos balas. No le dio mucha importancia. Con mostrar el arma, el pobrecito Ted le daría toda la pasta que tendría guardada en su negocio de todo a cinco dólares.
Ese viernes de la última semana del mes de agosto, aguardó al término de la jornada laboral del único empleado. Dejó pasar una hora y media, y sobre las nueve de la noche, cuando la oscuridad ya era absoluta, y cerciorándose de la ausencia de personas por las cercanías de la calle, se aproximó a la puerta de la tienda. Con una pericia destacable, forzó la cerradura con una ganzúa. Comprobó con cierta perplejidad que el confiado Ted no había echado el cerrojo, y tan campante, se coló en su interior, ajustando la hoja de la puerta lo más silenciosamente posible.
El local estaba iluminado a media luz. Estuvo quieto, expectante, en una zona de sombras, pegado a una estantería repleta de juguetes infantiles. No tardó en percibir una tos procedente del mostrador donde se atendía a la clientela. Fue avanzando lo más sigiloso posible, portando la pistola en la mano derecha. Al llegar frente a la caja registradora, no encontró al dueño. Rodeando el mostrador, había una puerta que debía conducir al despacho u oficina de Ted. Y desde ahí le llegó otra tos seca.
No hizo caso a la caja registradora. Primero tenía que someter a Ted. Intuía que debía de guardar algo interesante en su local, aparte de la recaudación del día. Se plantó bajo del dintel de la entrada al cuarto. El interior estaba a oscuras.
Ted percibió la intrusión del extraño.
Este también sintió la respiración acelerada del tendero. Parecía jadear presuroso. Como con cierta dificultad.
– ¿Qué hace aquí, insensato? – le preguntó Ted, desde la nada.
Sonrió y amartilló la pistola, presto por si hiciese falta disparar.
– Nada, Ted. Me preguntaba el motivo por el cual te encierras aquí a solas unas cuantas horas una vez al mes. Se sale de lo habitual. A lo mejor tienes alguna especie de tesoro escondido que está pidiendo ser compartido con otra persona.
– Te doy cinco segundos para que te marches por donde has venido. Luego no respondo de mis actos – le dijo Ted, con voz apremiante, en vez de amenazante.
– Anda. Déjate de frases hechas y sal de tu oficina. Tienes que decirme unas cuantas cosas. Y te aseguro que las conseguiré, bien por las buenas, bien por las malas. Tú decides.
Ted resollaba con fuerza. Se percibió un crujido de huesos.
– ¡Botarate! ¡Te estoy diciendo que no es el momento!
– Que salgas. Si no, voy a empezar a disparar al buen tuntún ahí dentro. Puede que te de en una pierna, o en la tripa, tú mismo.
– ¿Quieres que salga, eh? – la voz de Ted cambió su tono. Parecía pertenecer a otra persona.
Se le borró la sonrisa de los labios al instante.
Algo se le echó encima surgiendo desde la oscuridad, tumbándole de espaldas. Perdió de inmediato el control de la pistola. Echado sobre su pecho estaba Ted…
Completamente desnudo.
Con la piel cayéndosele a tiras.
Por los orificios de los ojos al igual que por los oídos le surgían largas lenguas reptilianas. El rostro deformado, surcado de venas grises hinchadas. Gruñía.
– ¡La Virgen! ¿Qué eres? – atinó a gritar, horrorizado.
Aquella criatura infernal separó sus mandíbulas, mostrándole tres lenguas reptilianas. Ya no estaba capacitada para pronunciar frase alguna. Al menos en esa fase de metamorfosis.
El asaltante fue fácilmente aniquilado. Una vez muerto, la personalidad desdoblada de Ted se dispuso a alimentarse del cadáver caliente. Comió frenéticamente, de vez en cuando alzando la brutal cabeza, y aunque estaba ciega, las lenguas rastreaban los alrededores, tratando de identificar la cercanía de algún depredador rival…
Pero lógicamente, estaba a salvo de toda competencia.
Y hacía tanto tiempo que no se alimentaba en su estado de transformación actual. Llevaba unos cuantos años controlándose. Conocía la fecha, la hora del mes en que se convertía en aquello. Por ello no abandonaba la tienda antes de la una de la madrugada. Para que su mujer y sus hijos no vieran la terrible maldición que acosaba a su estirpe desde la edad media…

Teaser

¿Está todo ya preparado, Dominique?
– Sí, mi amo. La cámara es del año catapúm, pero grabará las penurias del invitado.
Estupendo.
Vamos a ver, señor Anthony Vacquio. Es la tercera vez que intenta irse sin pagar. Las otras dos veces se lo perdonamos, porque tenemos cierta tendencia masoquista, pero en este caso…
– ¡Pagaré lo que haga falta! Pero por favor. Sáquenme de esta jaula tan diminuta. No puedo permanecer en cuclillas eternamente. Ya me duele el espinazo.
Eso es solamente el comienzo, señor Vacquio. Lo peor está por llegar.
Ja ja ja JA JA JA
¡Dominique!
– ¿Si, Maldad Infinita?
Es hora de traer el tarro de las pulgas. Me parece que nuestro invitado está ansioso por tener un ataque de picores…

Los gritos se expanden por los pasillos. Los ecos son ensordecedores.
Edward está fuera de si. No sabe qué hacer.
La situación está descontrolada.
Se mesa los cabellos y suelta una patada contra una pequeña mesilla que vuelca y desparrama unas cuantas hojas de papel en blanco sobre cuatro o cinco baldosas, las más cercanas a sus pies.
Mira las hojas. De repente la blancura va desapareciendo. Surgen rostros desconocidos. Dibujados al carboncillo. Semblantes asustados. Suplicantes. Endoloridos.
Se agacha y recoge los papeles. Los arruga y los arroja más a lo lejos.
– No. Basta de atormentarme de esta manera – solicita al borde del llanto.
Los chillidos siguen haciéndole de enloquecer.
Surgen de todas partes.
Su cabeza está a punto de estallar.
Se alza, con las palmas de las manos cubriendo sus oídos.
Los tímpanos estallan y se queda sordo para toda la vida.
¿Pero cuánta vida le queda ya?
Aquel hogar está maldito.
Debe de abandonarlo.
Salir de ahí huyendo.
Lo hace.
Tropieza varias veces con los muebles que le salen al paso impulsados por una fuerza invisible.
No oye sus propias pisadas. Tan sólo le llega el palpitar de su corazón acelerado.
Las mucosidades se le deslizan por los orificios de la nariz.
Toda su cara está sudorosa.
Al final logra alcanzar la entrada. La puerta se resiste a ser abierta.
Nota una corriente de aire fuerte que le recorre la tela empapada por la transpiración de la camisa adherida a su espalda.
Se vuelve y ve lo que nunca hubiera deseado haber visto.
Las personas de las facciones perfiladas en los folios en blanco.
Están aullando de dolor, aunque él no pueda escuchar los sonidos pronunciados por sus bocas afligidas.
Le basta con ver los gestos.
Están dispuestas a no dejarle escapar con vida.
Es su época de venganza.
Edward jamás pensó que sus víctimas pudieran volverse un día contra su agresor.
Y mucho menos cuando estuvieran ya muertas.
Pero esto era plausible.
Se les debía algo por haber soportado tanta penalidad bajo su personalidad perturbada.
Ese instante había llegado.
Era el fin de Edward.
La conclusión de este
TEASER*.

* Teaser: Tráiler imaginario de una película que jamás será producida.