El soldado del Mal.

Estaba sólo. Nadie podría interferir en su destino alejado de todo rito natural y lógico entre los mortales más racionales.
Encerrado en su apartamento por espacio de semana y media.
Sin apenas alimentarse
(aunque no le hacía falta)
Abandonado de todo aseo
(no tenía sentido purificarse)
Sin comunicarse con sus familiares y conjunto de conocidos
(ya no los necesitaba)
Manteniéndose apartado de las noticias diarias acontecidas en su ciudad, en su región, en su país, en su continente, en el resto del mundo…
(todo aquello era terrenal, superficial y de escasa relevancia para su mente plagada de múltiples pensamientos perversos)
Escuchaba voces interiores.
Percibía visiones abyectas.
Las dimensiones del cuarto en donde se hallaba recluido se distorsionaban en cualquier momento del día.
Todo en si era una letanía de odio, dolor, rabia, sufrimiento, y si, a veces se conseguía el éxtasis…
Hasta que llegó su hora.
La de servir a su señor.

Era un martes. Las ocho y media de la mañana. La ciudad estaba pletórica de vida. Personas ejerciendo sus quehaceres laborales. Jóvenes prestos en acudir a sus lugares de estudios. Las fuerzas públicas llevando el control y la seguridad en las principales calles. Nada hacía suponer que podía hacerse añicos la rutina diaria en una de sus avenidas más céntricas. Esta estaba concurrida de tráfico y de transeúntes caminando por las aceras y atravesando los pasos de cebra. En un principio, nadie se fijó en aquel extraño joven, vestido con ropa andrajosa y con evidente muestras de escasa higiene personal. En una ciudad de semejante tamaño, era del todo natural que hubiera gente extravagante pululando por ahí, siendo rechazada y evitada como una piedra situada en el camino de una comunidad de hormigas.
Ni siquiera cuando alzó su rostro al cielo y prorrumpió en gritos, la gente más cercana le dedicó la más mínima atención.
Hasta que mostró dos enormes cuchillos de cocina. Su mirada estaba del todo extraviada.
– ¡Somos muchos! – vociferó. – ¡Muchos en uno! ¡Y unidos, creamos la destrucción!
– ¡Cuidado! ¡Está loco! – se escuchó a un hombre vestido de ejecutivo.
Lo vieron avanzar en tumbos entre el gentío. Las personas se apartaban a su paso, verdaderamente preocupadas de que aquel individuo pudiera hacer algún tipo de agresión física con los cuchillos.
Pero este hizo caso omiso de quienes le rodeaban. Anduvo hasta el bordillo de la acera, observando por segundos ensimismado el tráfico que circulaba a gran velocidad y sin interrupción por ese tramo de avenida.
– ¡Yo soy uno de innumerables soldados! ¡Vengo a cumplir con la misión que se me ha encomendado!!
Enardecido por el tono demencial de su propia voz, y ante el horror de los presentes, llevó un cuchillo ante su ojo derecho y se lo clavó en el globo ocular hasta reventarlo.
– ¡Dios mío! – gritó una mujer, cerca de desmayarse nada más verlo.
El joven no experimentó dolor ninguno
(pues ellos también controlaban su sistema nervioso)
Con frenesí, volvió a autolesionarse, hincándose el segundo cuchillo en el otro ojo, y sin inmutarse, dio varios pasos al frente…
Los numerosos testigos no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Aquel demente se situó en medio del tráfico, con los brazos alzados y hablando en voz alta en medio de los bocinazos de los vehículos que trataban de eludir atropellarlo.
– ¡Soy un soldado del mal! – chilló, desgañitándose.
Estaba ciego.
Pero intuía el autobús urbano que se precipitaba hacia su presencia. Estaba repleto de viajeros. El rostro del conductor reflejaba su impotencia. Quiso realizar una maniobra brusca para no darle de lleno, y en su giro, invadió dos carriles contrarios, donde un enorme camión de mudanzas venía en la dirección opuesta. El choque fue tremendo, y aquel soldado del mal apreció el éxito de su misión al escuchar los lamentos y los lloros de las personas agonizando antes de que los dos vehículos estallaran en llamas, consumiéndolos sin que se pudiera hacer nada por rescatarlos del amasijo de hierros.
Seguidamente de este hecho, un coche no pudo evitar llevárselo a él mismo por delante, cercenando su propia vida.
Aunque en verdad que hacía muchos días que ya no dominaba su cuerpo.
Y todo desde que su mente fuese infestada por un nido de víboras, cuyas lenguas siseaban sin cesar dentro de sí mismo, hasta poseerlo al completo, convirtiéndole en una punta de lanza del ejército de los caídos…

Rascayú, cuando mueras qué harás tu.

No hay solución en el horizonte.

Hola estimados lectores y seguidores de Escritos de Pesadilla. Los más antiguos habréis observado que llevo casi año y medio sin publicar un relato nuevo. Digamos que estoy bajísimo y no tengo ganas ni ilusión de nada. Mientras, estoy subiendo los relatos publicados revisados de nuevo porque todos son imperfectos y se pueden mejorar, eso sin duda. Eso en espera de  la vuelta de la inspiración más malsana…
Este relato que vuelvo a situar en el blog lo publiqué justo hace tres años. Cuando España ya estaba dando tumbos con la crisis. No es de miedo. Discurrido ese tiempo, seguimos igual o peor. Da igual la ideología y sus siglas, todos los políticos apestan a corrupción. Permitidme este grito: ¡DAIS ASCAZO, CABRONES Y CABRONAS!. Y los directivos de los bancos, los sindicalistas vendidos, la patronal de las empresas. Sin olvidarnos de ciertos componentes de la familia real, escrito esto con minúsculas, que no se merecen las mayúsculas. También a nivel mundial. Todo lo que suene a política es una mierda. Así de claro. Algo creado para dominar a las masas que a pies juntillas creen cualquier bobada de un tío que desprende algo de ¿carisma? Bof. Lo peor es que siempre ha sido así a lo largo de la historia, da igual la época romana, de los egipcios, etc… Una minoria arriba corrupta, una parte acomodada enmedio y debajo los millones de personas indefensas. Como en la Edad Media europea, un señor feudal apretándole las clavijas a sus vasallos. En fin, si se han saltado esta introducción mejor. La he escrito para desahogo personal.

Relato: No hay solución en el horizonte.

La situación es difícil. Nos afecta a muchos. Se puede decir que a millones de personas. Y por fin implica a los habitantes pertenecientes del Primer Mundo, ya que por desgracia, la necesidad jamás desaparece ni hay visos de que tal hecho acontezca en el Tercer Mundo.
Los economistas, los políticos, los periodistas, los sindicalistas, los trabajadores y un largo etcétera lo han bautizado como crisis mundial. Yo lo catalogo como un cuento, el de la hormiga y la cigarra. Hemos sido la cigarra. Se ha vivido en época de vacas opulentas, y ahora nos toca apechugar con las esqueléticas. Encima pagando las consecuencias de un orondísimo grupito selecto de personalidades corruptas que han robado a manos llenas, tanto en el sector de la política, como de la banca y las empresas.
Soy supuestamente Eduardo R. Tengo 45 años. Aparentemente llevo diez años trabajando como portero de una fábrica. 700 euros de salario mensual. 14 pagas. No estoy casado, por tanto sin cargas familiares, pero ocupo una habitación en un piso de alquiler, donde vivimos tres personas y pagamos cada uno 300 euros. No puedo permitirme ningún plan de pensiones. Los gastos se me van en el pago de las letras del coche de tercera mano que tengo, en la alimentación y pequeños imprevistos que siempre suceden.

Eso hasta hace poco. La fábrica ha decidido prescindir del servicio de portería, por tanto me voy a la calle, con un paro de poco más de 400 euros, una edad inadecuada para encontrar trabajo en un país de casi seis millones de desempleados, donde en su momento un sobrevalorado presidente de gobierno nos tiene a los ciudadanos con la soga al cuello, mientras él y su círculo cerrado se lo montan bien entre sonrisas y carcajadas. Y con la oposición ofreciendo una alternativa igual de demoledora en el horizonte del negro futuro que se nos avecina.
Yo no lo tengo. No tengo perspectiva.
Me miro en un espejo y veo un reflejo devastador.
Lo que hay en su superficie me escudriña sin reparos.
Aquella cosa soy yo.
– No te queda nada – me dice.
– Es cierto.
– La única alternativa que te queda es alcanzar el final del túnel, amigo – continúa.
No puedo ni mirarle a los ojos.
¿Qué he conseguido en toda esta vida? ¿Qué pretendo conquistar ahora?
La respuesta a la primera pregunta es nada.
Poca cosa surge como contestación a la segunda.
Abandono el piso compartido sin despedirme de los compañeros. Recorro los escalones de la escalera en sentido descendente sintiendo un ardor interno que me induce a salir a la calle.
En la misma respiro profundamente y exhalo.
Entonces miro al cielo…
… y me desvanezco.

Nada más volver con los míos, me preguntaron infinidad de cuestiones acerca de los años transcurridos entre los mortales.
Yo me sentía carente de emociones.
Simplemente les hice saber cosas acerca de la desazón de un ser ínfimo, pisoteado contundentemente por las penurias ocasionadas por la misma sociedad a la que él pertenecía.
– Entonces todo sigue igual. Pasan los siglos, y nunca aprenden.
Es la voz de uno de mis hermanos.
– Así es. Prefiero no volver a pasar por esa experiencia.
Nos miramos sin apartarnos la vista el uno del otro.
Ya no nos dijimos nada más.
Previsiblemente, aquella sería una de las últimas investigaciones a pie de campo ocupando la personalidad de uno de aquellos seres tan imperfectos…