El pueblo maldito de Fuentefin

Hoy es un fin de semana un poco especial. Tiene el honor de visitar mis dependencias insanas un joven fascinante. Es una persona magníficamente malsana, y aunque no destaque por su inteligencia, es un gran contador de leyendas locales de la zona de donde procede. Un rinconcito de la España Negra y Profunda de épocas antañas. El salón está muy acogedor, con el fuego de la chimenea bien encendida. Sobre la mesa, unas copas con moscatel. Y de tapas, higos chumbos a la plancha con dulce de retina de ojos de víbora en almíbar. Procuremos no interrumpir al invitado en plena narración, pues podría perder el hilo de la misma, y quedarse en babia.
Aunque bien pensado, debería pedirle a Dominique que le afloje un poco la presión del cepo de la guillotina sobre su pescuezo. Necesita el suficiente resuello para poder hablar con claridad y que por consiguiente, los demás podamos entender cuanto diga…

Fuentefin es un asentamiento nada ordinario. En cierta manera, su pasmosa fama no proviene estigmatizada por hazañas ancestrales, ni adquiere vigencia a raíz de su participación activa, pasiva o meramente testimonial en incidencias de gran raigambre militar, religioso o políticas. Carece de hábitos adquiridos por el folklore regional, y la transcendencia de sus monumentos históricos brilla por su más que marcada ausencia. Ni siquiera se complace de haber amamantado a un deportista de mínimo relieve nacional. Simplemente su valor patrimonial es inexistente. Es una villa alejada de las márgenes convencionales de la razón humana. Y se nutre de la sinrazón con la misma ansiedad que un recién nacido absorbe en la plenitud de la lactancia la leche materna del pezón de su madre. Citar a Fuentefin, es componer una retahíla de versos huecos de contenido y sentimiento, recitado por lo bajini con la frialdad de un miserere desencantado de la vida. Regodearse de Fuentefin, es sacar a relucir faltas y carencias de la supuesta virtud mística litúrgica de una bendita Sagrada Forma. Ampararse en la necesidad primordial de visitarlo en el estraperlo de la madrugada, enfundado en un sudario de difunto redivivo, roído por el yantar de las ratas, un puro desatino. En pocas monsergas, si por algún motivo explícito resalta Fuentefin del resto de localidades terrenales es por su patente y probada “alegoría ilusoria”, mantenida en la irrealidad más manifiesta si cabe. No hay camino conocido que conduzca a la localidad en cuestión, ni atracción ninguna que le impele al sujeto más común a realizarlo a pie, pues el concepto de Fuentefin es la MUERTE en sí. Y nadie, absolutamente nadie en sus cabales, se siente atraído en arrimarse al recodo final que liga el presente venturoso con la residencia espiritual en uno de los variados surcos de la tierra yerma de la espera imperecedera.
Bueno, sí que tuvo a mal nacer un fulano interesado en conocer personalmente las complejidades del pueblo apestado evitado por las demás mentes lúcidas de la comarca. Esa persona irreflexiva no era otro que “El Agarrado”.
En realidad se llamaba Luis Martínez Coca, pero en la amplitud de la comarca se le conocía por el apodo simbólico de “El Agarrado”. Tal distinción le venía heredado por su acostumbrada inercia a dejarse ir más allá del límite de la cortesía caballeresca en el trajín de los bailoteos festivos de la villa. Chica que accedía a bailar unos compases “lentos” con “El Agarrado”, moza sorprendida que experimentaba in situ las caricias rijosas y desenfrenadas de los largos y felinos dedos del zagal, ampliando su alcance hasta más allá de la rabadilla. Algunas desinhibidas aceptaban la fogosidad lustrosa del sinvergüenza, riéndole la dichosa gracia; empero otras, más reservadas y de nervio caliente le recompensaban los carrillos rubicundos con sendos tortazos sonoros. He aquí, que cuando se le veía frecuentar a posteriori la Taberna de Luisinho, la parroquia, enchispada y bullanguera, se mofaba de las “calenturas” excesivas de sus mejillas.
– Mira que se te han subido los colores con la “Rabiela” – le decía uno.
– Esto que adorna el rostro no es fruto de mi timidez extrema – se defendía “El Agarrado”.
– Ah, no.
– Viene a consecuencia de mi talento. Me encanta cazar mariposas. Pasa que algunas exceden de tamaño, y al batir las alas en mis cercanías, me dejan así, más rojo que un tomate – apostillaba, y toda la congregación de bebedores prorrumpía en una estruendosa y sincera risotada (inclusive el que les relata); y alguno de los asistentes con tanta fuerza y jolgorio incontrolado, que se le asaltaba de repente la urgencia perentoria de correr en pos de los evacuatorios. Así de salido era el condenado muchacho.
Por ello la extrañeza que causó a todos la mañana encapotada de un Jueves Santo, en que se le observó muy apocado y meditabundo. Casi tristón diría uno que le conocía a fondo.
Matías, “Cara de Erudito” (por las borracheras que pillaba), y un servidor, nos procuramos un necesario acercamiento hasta la forja que circundaba el robledal del parque del pueblo, sobre cuya verja se reclinaba “El Agarrado”. Hubo turno de saludos recíprocos antes de aventurarnos en el meollo del asunto. Matías fue quien se encargó de iniciar la conversación:
– Se te ve muy comedido, “Agarrado”.
– Será por las fechas en que estamos – intercedí yo.
– No. No es por la Semana Santa – dijo amustiado “El Agarrado”.
– ¿Qué te pasa? ¿No tendrá nada que ver con la riña absurda de la otra noche? Si todo queda ya olvidado.
Tres noches atrás, “Cara de Erudito” y “El Agarrado” estuvieron en un tris de llegar a las manos en la Taberna de Luisinho por un quítame allá la novia en el tránsito de media borrachera (Luis Martínez Coca era muy dado en ofrecerse a todas las novias de sus amigos, sin que éstos supiesen nada, por supuesto). A Dios gracias que todo se remedió cuando el tabernero, en predisposición generosa, les concedió dos rondas gratis hasta bien entrada la medianoche.
El mozo meneó el mentón con molicie espartana.
– Ya me dirás – Matías le lanzó un segundo anzuelo, sólo que ésta vez debía de llevar un gusano muy apetecible, ya que el pez picó.
– Es por el camino – dijo una trucha llamada “El Agarrado”.
Nos quedamos a dos luces, medio flotando a propósito de la enigmática contestación.
– El… El… ¿”camino”?
– Si. Ya sabéis. El que conduce expresamente hasta las inmediaciones de Fuentefin.
De repente comprendimos, y con ello, unos estremecimientos muy nítidos sacudieron nuestras anatomías desfavorecidas.
“El Agarrado” estaba refiriéndose al territorio reservado a la Parca y sus adláteres.
– Jesús, “Agarrado”… NO VUELVAS A NOMBRARLO.
“No sea que la mala bicha te oiga, y venga decidida a por los tres – Matías se persignó de manera acelerada, con los ojos encendidos.
Yo me contuve como buenamente pude. Tenía que dar ejemplo de serenidad, ya que por algo se me consideraba el residente más escéptico y menos supersticioso de la villa.
“El Agarrado” se encogió de hombros.
– Lo lamento, “gente”. Es que ese trecho que lleva a los confines prohibidos del mundo, me interesa más que mucho.
– Pues vaya…
– Estoy empeñado en ser el primer ser vivo que transite por sus calles – lo reivindicó con un fervor tan devoto, que nos sonrió por vez primera en lo que se llevaba de mañana.
– Estás mal de la chaveta, chaval. Ni siquiera bromees sobre esta quimera. Ya sabes que de antemano a Fuentefin sólo se llega muerto, y como mal menor, en estado comatoso – le hablé tan alto, que la señora Cayena, que justo enfrente del pórtico de su casa tejía un paño de seda para recubrir el Cáliz destinado para la misa del domingo de Resurrección, se me quedó mirando con semblante circunspecto.
Matías gruñó, besando con aspereza su crucifijo de plata. Me observó con fiereza inquisidora.
– Y dale. Mirad que sois un par de inconscientes. Voy a evaporarme de aquí, antes de que me convierta en manjar de primer plato de la Parca.
Dicho y hecho se nos marchó con viento fresco, dejándonos en la soledad enquista de la pareja pronunciadamente casada en el tiempo que rompe lazos afectivos, con la celosa vigilancia de la anciana sentadita contra el exiguo respaldo de su banco de madera, tejiendo que te teje.
Me acomodé sobre el sillar superior del borde de la verja, aguardando solícito a que mi amigo se extendiera en los pormenores de su peculiar futura excursión andante. Pasaron los minutos, la calle se fue quedando desierta de gente, con los últimos rezagados dirigiéndose con premura hacia la propia plaza del pueblo, donde en cosas de unos minutos, iban a ser escenificados los avatares penitenciales de la Pasión del Señor. Miré al “Agarrado”. Su figura inexpresiva permanecía volcada de espalda contra el enrejado con la vista gacha, fija e inánime en las punteras polvorientas de los zapatos, mientras se arrancaba un pellejo seco de piel de la yema del dedo índice de la mano derecha.
– Así que estás empecinado en desentrañar los misterios insondables y los secretos vedados de la senda maldita que intercomunica el mundo de los vivos, es decir, nosotros, los destinados al respiro, con la morada tres metros bajo tierra de los muertos, es decir, los que no respiran ni rechistan, porque simplemente no pueden – reanudé la insólita charla.
“El Agarrado” asentó la barbilla casi encima del hombro derecho, buscándome la mirada. Los ojos de naturaleza lánguida le imprimían a la dichosa mirada un aire de profesor nostálgico de la materia impartida en un lugar muy recóndito, modélico y sublime, debidamente alejado en su lejanía de la docencia capitalina de cualquier gran ciudad.
– Mira, chico… – reinició mi amigo, empleando su lenguaje tosco, propio del lugareño que éramos todos, aunque yo por suerte era un abandonado a la lectura de los grandes clásicos arracimados en los estantes del único maestro de la villa. – No voy a explayarme en este asunto tan delicado. Mañana prepararé un hatillo con lo estrictamente necesario, algo de dinero para no andar mendigando por las esquinas, y partiré en busca del mal fario, cuyas historias que lo conciernen no suelen ser mentadas en las cocinas de nuestros hogares, habida a cuenta que los chiquillos tendrían malas ideas de noche y a las mujeres se les borraría toda expresión dulce del semblante. Y si acaso me sonriese la suerte de los exploradores corajudos, habré de dar con los vestigios grises y roñosos de Fuentefin, con una delegación de acogida recibiéndome con todo tipo de parabienes – concluyó “El Agarrado”, empleando términos lingüísticos en absoluto rústicos y poco elaborados gramaticalmente, dejándome pasmado.
No sólo estaba siendo transformada su actitud, si no que a medida que iban pasando los minutos, los conocimientos de la mente del “Agarrado” rayaban la cultura cultivada del referido maestro de la villa.
Por un momento recurrí a un repentino ataque mental, una especie de fogonazo que corroía el indudable libre pensar del “Agarrado”, pero para cuando quise separar mis labios tratando en balde de persuadirle de sus ficticias y rocambolescas intenciones arqueológicas en sacar a la luz el descubrimiento de los restos de una población intemporal, en donde la hambrienta Parca mantiene establecido el pontificado de nuestros pesares mortales, el joven se adelantó hacia la recta opuesta de la calle, apresurando el ritmo rutinario de sus diligentes pasos, hasta desaparecer de la escena por la vuelta de una esquina, vértice que conducía directamente al zaguán de su propia vivienda.

*****

Al atardecer siguiente, la totalidad estamental de la villa estuvo presente en el discurrir de la magna Procesión del Cristo Resurgido. Unos cuantos, los integrantes de la Cofradía Nazarena, imprimiendo fuerzas en su misión de costaleros, mientras una segunda cofradía más numerosa daba vida natural a los tres pasos móviles ante el resto de la población que asistía con creciente admiración religiosa conforme transcurría el evento. Bueno, todos no si con tal cantidad quisiéramos referirnos al cien por ciento de la concurrencia. Si alguien faltó al acto de Pasión y Dolor del Hijo de Dios, este fue “El Agarrado”. Nadie le vio partir del pueblo al albur de la madrugada anónima en búsqueda de emociones tétricamente fuertes en la región del acabose, pero conforme el segundo Paso se mecía de lado a lado con lentitud supina ante mi mirada serena y nada penitente, pude imaginarme al bravo mozo empaquetando dos o tres mudas en el fondo del hatillo, cerrar bajo llave la puerta maciza de su hogar, tornándola fortaleza inconquistable para los escasos amigos de lo ajeno de la provincia, para jamás retornar.
Por desgracia, pasados unos cuantos meses después, resurgiría la figura encogida y porosa del presente altivo y creído “Agarrado” pateando con arrogancia los adoquines desiguales de la callejuela principal de la localidad, y con su presencia indigna, iban a desatarse los demonios que anidan en el interior de las personas más enfermizas.
Mucho antes de que dicho Apocalipsis sucediera, la localidad que le vio nacer iba a verse afligida por la repentina y brutal muerte callejera de Matías, “Cara de Erudito”. El suceso luctuoso aconteció durante el enlace figurado del viernes con el nacimiento prematuro del sábado, a la semana siguiente de la apresurada y secretísima partida del “Agarrado”. Como queda ya reflejado, Matías profesaba una espiritualidad costumbrista cercana a la más burda superstición, atributo éste que la totalidad del villorrio consideraba una manía digna de ser extendida entre el resto de la población. En cuanto al origen que le hacía merecedor desde los ocho años de un alias tan peyorativo para el alias en sí, que no para Matías, decir que toda su sapiencia se limitaba a saber sumar melocotones con la ayuda de los dedos de la mano. Pero nimiedades aparte, lo que de verdad profesaba “Cara de Erudito” era una especial predilección catadora por el trasfondo de los efectos secundarios que la bebida de mayor graduación etílica pudiera dispensarle. Precisamente durante esa madrugada en que se despidiera de la escueta parroquia concitada en la Taberna de Luisinho con el fin de experimentar con la facultad de la doble visión atribuible a todo bebedor de primera fila, el aludido trovador de versos desaliñados se encontraba medianamente ebrio, como para hacer desfallecer de su esfuerzo titánico a un tiro de bueyes con la mera exhalación de su aliento. Al verle transitar entre tropezones por la calzada de adoquines encajonados, maniobrando en eses cada vez más dilatadas, me vi impulsado a ir en su búsqueda, con la loable intención de agarrarlo del hombro, ayudándole a encaminarse hacia las proximidades del portal de su vivienda situada nada más abordar el giro hacia la derecha de la salida de la callejuela. Servidor disfrutaba igualmente de los placeres derivados del trasiego de una botella enterita de vino tinto y los movimientos impulsados por las extremidades inferiores no concordaban en absoluto con los intereses racionales de mi conciencia embotada, hallándome a diez metros escasos de donde se hallaba Matías, que en dicha tesitura rondaba la antesala del recodo ciego al amparo del haz de luz enfermiza expelida por un antiguo farol de gas. Recuerdo haber voceado en más de una repetición su nombre de pila, y en semejanza parecida, haber presenciado su lenta torsión de cuello, indagando el origen del vocablo altisonante. Y justo cuando me disponía a echar a correr como un rajado idiota hacia su triste destino donde se hallaba acantonado postrado de pie falsificándose a sí mismo en su figura de estatua de dudosa valía artística, rememoro haber visto cómo de la nada, postergada en la linde del recodo, surgió una ráfaga de viento despendolado, cuyo torbellino tórrido quedó enroscado alrededor de la silueta obnubilada de mi paisano, llevándoselo por delante con las consecuencias derivadas de un frenesí demoledor. Al poco de transcurrido el grueso del tumulto, me aclaré algo las ideas, atisbando cómo se esbozaba en la lejanía, entre enmarañadas y entretejidas brumas veleidosas, el perfil fantasmal de un carro de heno fresco, impulsado por el desenfreno sobrenatural de un jaco sarnoso y anémico, que pareciome estar más muerto que vivo de como estaba en los puros huesos. Sobre el pescante vetusto de madera pútrida, vi erguida, la figura nada decorativa de la Parca, tirando de las riendas que guiaban los impulsos de la cabalgadura con el ímpetu de un poseso, justificándose y sonriendo de manera insana dentro de las entrañas del sayo oscuro, en donde la infinidad y multiplicidad de sus facciones expresivas escapaban del conocimiento lúcido y cabal de toda presencia viva.
El carro dantesco y patibulario se fue alejando en tres o cuatro acelerones, saltando y rebrincando de una rueda a la otra, y mientras yo me perdía a la vera de mi desmayo, derrumbándome de costado sobre el pavés duro e ingrato de la vía pública, pude entreoír al difunto Matías gemirme su tramitación cortés de este plano secuencial de la vida bullidora y dichosa, antes de expirar entre inexplicables requiebros de satisfacción plenaria, cuya clara expresividad llegué a catalogar de innecesaria.

*****

La consiguiente conmoción del amanecer sacudió los cimientos centenarios de la villa como si a consecuencia de la defunción precoz, turbulenta y súbita de Matías, se dedujese un notorio y antinatural bajo índice de mortandad entre el resto de los residentes. Partiendo del accidente desafortunado del bebedor por excelencia del pueblo, donde nunca más iba a poder suponerse de quién dependía la conducción del obsoleto carruaje – salvo quien les hace a ustedes copartícipe de la historia, que noche tras noche desde entonces al apagar la luminiscencia de la llama del quinqué que emana su taciturna aureola cobriza en el centro del círculo imaginario que rodea mi lecho, recogiéndome en un ovillo, con la manta de lana aborregada arropada hasta las cejas y conformándome en susurrar unas vanas plegarias a modo de fútil conjuro, expectante, ansioso y aprensivo en una misma proporción de perder de vista para siempre las cenizas fúnebres de la puñetera Parca, acaparadora de sepelios, avariciosa hasta más no poder, cuyos restos polvorientos plasmaban su maldición en lo más hondo de las cataratas atronadoras de mi dichosa memoria indeleble -, el incidente de Matías no sería más que el detonador de la carga de dinamita que arrastraría al resto del pueblo hacia el cráter de la mina, sucediéndose una serie de despedidas sucesivas.
María Petí, la consorte del panadero Lucas Lemont i Frau, se nos fue a la semana del óbito de Matías, aquejada de unas dolencias punzantes en los bronquios. Un mes más tarde falleció el teniente de alcalde, y durante el proceso del tercer trimestre del año, las plañideras ejercieron de acompañantes de endeble fervor popular en los cortejos fúnebres tributados a Feliciano Ramírez, un rapazuelo de siete veranos; Héctor Lafuente, primo hermano del párroco don Elías y la señora Ramona, aunque a decir verdad, la bondadosa mujer se nos marchó del recuento del padrón municipal más por vieja que por factores inesperados.
Nuestro pueblo se sumió en la más hereditaria de las melancolías. Las cosechas de trigo, cebada, avena y maíz se perdieron a raíz de una sequía asfixiante. El suministro del agua corriente fue menguando hasta que las autoridades competentes del Departamento Comarcal de Recursos Hídricos decidieron de común acuerdo establecer un horario de restricciones. Paquito Morales, un sobrinito de la Antonia, desarrolló una sintomatología viral que iba más allá del proceso gripal al que no se le concedería la debida importancia y presteza en remedios galenos, yendo a más con el devenir de las horas, y a los dos días, su traviesa e inagotable vitalidad de mocoso indomable se le disipó por completo con don Elías deseándole la paz y el sosiego eterno en la inmensidad del paraíso celestial. Al pastor Celestino Ruscón le sorprendió un pedrisco beligerante en la cima de la Peña Echada, y perdió una veintena de ovejas atemorizadas que dieron un salto al vacío una detrás de otra, partiéndose el cuello y las más afortunadas fracturándose dos o tres patas, a las que hubo que sacrificar, además de su fiel escudero “Charro”, un perro pastor de lo más eficiente. En los comienzos del invierno, las bajas temperaturas recrudecieron sus gélidos registros en el mercurio de los termómetros, y a consecuencia de ello, dos ancianos muy queridos por todos se nos quedaron igual de tiesos que dos pilotes de cemento armado, con las cuencas azuladas y la mirada perdida en la indiferencia aún a pesar de haber dejado los fogones del horno de leña encendidos a lo largo de la noche.
En resumidas cuentas, un rosario de calamidades y tragedias. Todos nos volvimos más creyentes y a la vez más propensos a la superchería. Y a medida que se nos aproximaban las navidades, un joven embutido en harapos y apoyado erecto sobre un recio palo de roble a modo de muleta pateó con lentitud el sendero que conducía al pueblo, y una vez que estuvo a las puertas del umbral para acometer su ingreso en él, dos chiquillos lo reconocieron, y a voz en grito se encargaron de anunciar el regreso inopinado del “Agarrado”.
Los postigos y las contraventanas de los miradores y ventanales de cada propiedad se abrieron con ligereza. Las madres de los dos críos les urgieron para que se refugiaran en el portal. Miradas indiscretas escrutaron la estructura anatómica del extraño, pero nadie considerado de bien (y en la villa lo éramos todos) se encargó de tributarle una cálida bienvenida. Ni siquiera de sus más íntimos allegados partió salutación alguna.
“El Agarrado” prosiguió impertérrito en su marcha agonizante, renqueando como can apaleado sin piedad por su amo, enfilando rumbo a la Taberna. En ese preciso instante el referido local, refugio del duermevela y de la vista cansada, estaba de concurrido en similares condiciones de asistencia al recital cantarín de un loro del pirata Barba Gris: sólo estábamos el dueño de la tasca y un servidor. Hasta en ese comportamiento del ocio había ido declinando el pueblo.
“El Agarrado”, ataviado como un pordiosero leproso digno de la mayor de las lástimas, asentó sus cuartos traseros en la silla más accesible al alcance de su cojera predominante, y guardando reposo, se nos quedó allí, remolón y silente a la usanza de un rústico cuenta fortunas, a medias ciego, a medias vidente de la buenaventura, con la vista envejecida circunscrita en un punto intermedio situado entre la columna decorativa de la barra del bar y la pared de la licorera donde quedaba pésimamente colgada la copia baratija de un cuadro paisajístico de Zurbarán.
De un modo malintencionado, Luisinsho y yo le hicimos un vacío muy desconsiderado.
Tal falta de destreza en la salvaguarda de los buenos modales no fue óbice para que el recién llegado se aclarara la garganta y me llamase por mi nombre adquirido en el rito del bautismo:
– Dios bendito, Francisco.
“Francisco…Francisco… – carraspeó de manera repetida antes de centrarse en lo principal, el meollo de su verdad, de su confesión velada. – Lo he conseguido. Conseguido está…, y aquí me tienes nuevamente de vuelta.
Para la erosionada sensibilidad emocional del joven parecía no existir la cercanía hosca del tabernero. Por un breve momento de piedad cristiana, me puse a rememorar al “Agarrado” de los mejores tiempos y no pude acallarme ni ignorarle por más rato. Deposité el vaso del vino tinto sobre el mármol de recias líneas veteadas del mostrador y me dirigí, espantando mis cautelas, hacia la mesa ocupada por el muchacho. Apropiándome de una silla que caía a mano, me senté enfrente de él con el respaldo apretado contra mi esternón y costillas. Su rostro medio oculto entre la tela apolillada de una capucha de monje. Las manos como garras de halcón, enfundadas en unos mugrientos mitones de lana negra. La pierna endolorida y lacerante de torturas inconfesables (preferible mantenerlas invisibles), extendida en una postura imposible para cualquier articulación de la rodilla, apuntando la pierna hacia el dintel de la entrada como si fuera la pata movible del compás, formando un ángulo con el resto del cuerpo de noventa grados.
No pude reprimirme, y con la voz quebrada por la emoción de poder reconocer ciertos rasgos familiares en ese desecho humano, espantapájaros propio de un erial corrompido por las dotes dañinas de una hechicera, en fin, una deformidad infinita encajada en un armazón de huesos, ligamentos, carne y órganos vitales de lo que antes fuera un orgulloso cuerpo humano, me dirigí a él en los siguientes términos:
– Luis. Dios mío, Luis. ¿Pero qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? ¿En qué te han convertido? Estoy por no reconocerte, de lo desgraciado que me pareces.
El joven reclinó el mentón prominente sobre el hombro izquierdo, haciéndome creer que observaba de refilón el quicio de la puerta de donde procedía el rumor inquietante del cierzo dispersando susurros y murmullos siseantes, cuasi humanos. De sopetón separó los lívidos labios entrecerrando los ojos al hacerlo. El viento arreció… Los siseos tornáronse en una multitud de palabras blasfemas e inconexas en contenido gramático.
– Todo salió según lo previsto. Dios Sagrado, Francisco. No sabes ni por asomo lo arduo que resultó dar con el camino. Con esa ruta escurridiza y tortuosa que culmina en Fuentefin. Un camino cambiante. Un camino que parece estar VIVO, revuelto y ladino. Una noche, en la cual disfrutaba de la luz difuminada de la luna llena, podía vislumbrar la silueta de sus casas desde la lejanía en que me asentaba, subido en una colina. El sendero estaba encajado en la garganta estrecha y angosta que separaba dos riscos calizos de altitud casi lindante lo celestial, y al amanecer entrante, ya había desaparecido de mi vista. Sigiloso. Efímero. Y así en cientos de lugares, parajes, escenarios por donde yo pasaba, añadiendo una etapa a otra sin que supiese cuándo iba a concluir mi recorrido con destino incierto en el mapa de rutas. El camino era una interminable y escurridiza culebra de dimensiones monstruosas. Y por cada lugar que discurría, reptando sobre su vientre hinchado, no dejaba más rasgos y signos de su paso que el ingrato llanto del dolor familiar y la desolación de la peste.
– No puede ser cierto. Nadie… Se comenta que quienquiera que llegue a frecuentar ese lugar es para no volver.
“Y tú HAS VUELTO. Y en qué estado…
Luis Martínez Coca, alias “El Agarrado”, se removió sobre el asiento. Su vista atenta al menor ajetreo visceral del ventarrón imperante al otro lado de la puerta. Sin mirarme, prosiguió en la narración de su terrible aventura:
– Francisco, si te dijese que merece la pena regresar de la guisa en que me ves con tal de haber obtenido la primicia de haber transitado por las calles marchitas y cadavéricas de Fuentefin, me tacharías de loco confeso.
“¡Está bien! Considérame un trastornado de por vida. Un demente sin ningún futuro ni ninguna posibilidad de reinserción en la sociedad. Y todo ello por haber osado patear las calles y avenidas principales de esa villa de pesadilla. Enajenado a la par que insensato por haber asistido a la Reunión de los Sin Vida. Ido por haberme hecho pasar por uno de ellos. Y de mentalidad insana debido al engaño urdido contra la Parca. Táchame de perturbado mental, de lo que quieras, pero la cuestión es que llegué hasta el final de la historia. Conviví dos intensas jornadas de martirios con sus “habitantes” – y de entre ellos descubrí una verdad aterradora que nos atañe-; simulé que no reponía fuerzas para asemejarme a sus caracteres inapetentes permaneciendo oculto en las alcantarillas y me reí de la Sonrisa Mortal en sus mismas narices. Y lo que es más significativo y que sin duda contentará a nuestra Comarca…- se acalló por unos segundos, vacilando ante el llanto peregrino del viento. Echó la silla hacia atrás, añadiendo en un hilo de voz rota por la ansiedad: – ¿Sabes? Lo vi por allí, igual de despistado como en su vida precursora.
– ¿A quién viste?
– A Matías.
Una sombra plomiza se desparramó sobre la losa del suelo de la taberna. Unos pasos tenues resonaron cerca del dintel.
El dueño del local fue el primero en recaer en su aparición pujante, petrificándose de pie detrás del mostrador del bar. El plato que atendía entre las manos se le cayó al suelo, fragmentándose en mil piezas de porcelana toledana.
La figura se desplazó por la entrada, relajada, sonriente como un bendito. Los cabellos lacios le colgaban sobre sus hombros hundidos. La espalda encorvada hacia el frente. El pecho salido como si algo le hubiese estallado en los costillares. Y el rostro desfigurado, con los ojos recluidos en las concavidades de las cuencas, los pómulos tensos y abultados como melocotones maduros, el mentón torcido y la tez macerada. Aún a pesar de su pérdida manifiesta de vitalidad, era Matías.
Matías, “Cara de Erudito”.
Sonriendo como un niño grandote, cruzando los brazos sobre su pechera henchida de gases descompuestos, musitando mi nombre…
Luis situó su mano derecha sobre la mía, atrapándola con la misma intensidad que lo haría una viuda negra al envolver a su presa con sus patas peludas antes de haberle inyectado su atroz y paralizante veneno. Me miró con evidente felicidad. Y antes de que yo decidiese emular la comprensible actitud defensiva del dueño de la Taberna, alcancé a descifrar gran parte de su verdad enloquecida:
– Es estupendo, ¿verdad, Francisco?
“Nuestro avezado amigo está de nuevo con nosotros. Pero eso no es todo.
“Faltan los demás…
“Falta por ver a María, la esposa del panadero. Falta Feliciano. Y Héctorcito. Y la señora Ramona. Y el sobrinito de la Antonia. Y los venerables ancianos del caserío. Pero no te impacientes… Los veremos ahora mismo.
“Están ahí fuera. En la plaza Mayor. Deseando reencontrarse con sus seres queridos.
Conforme me fui haciendo a la idea, el lenguaje inquietante del supuesto ventarrón se trocó en un guirigay de voces grotescas y que en modo alguno correspondía con el genuino recuerdo de los seres que en su momento de máximo esplendor nos fueron tan queridos y apreciados, y que ahora se nos hacían tan apartados y ajenos del círculo familiar del poblado. Porque de manera incuestionable, y que me perdone el Cielo si acaso yerro, el lugar que le correspondía era el consabido purgatorio del cual, con la consabida ayuda del “Agarrado”, habían logrado evadirse de la dictadura de la Parca.
Y puedo asegurarles que no tardamos mucho en devolverles a las yacijas terrosas de sus respectivas tumbas reconvertidas en definitivos lechos mortuorios, con los restos diseminados a resultas del impulso de nuestras hachas, terminando de esta manera con los progresos de su “resurrección“…
Por cierto, en el arrebato de inmensa indignación que germinó en las hasta entonces pacíficas gentes de la comarca, “El Agarrado” fue forzado a hacerles compañía eterna, inmovilizado mediante el procedimiento anti-escapista de ajustadas correas y recias cuerdas rematadas en nudos contundentes y enterrado en su ataúd bajo cinco metros de tierra bien apisonada por nuestras palas justicieras.
Pero ésta es otra historia, y por desgracia, demasiada violenta, como para ser relatada en fechas tan señaladas…
Porque estamos en navidades, y en estos días se entonan villancicos, nunca maldades…

Jugando a ser Dios

Llegó el momento más dulce de la cena. La hora del postre. El genial repostero Bogus Bogus, refugiado apátrida en mi hacienda desde que discutiera con su anterior amo, el muy blasfemo Conde Testa Dello Infernos, y fuera por consiguiente despedido de forma injusta (afortunadamente para mis intereses golosos, um), nos presenta un pastel dulce, apetitoso, delicioso, y sabroso. Es su última creación. Pero no sean tímidos. Acerquen sus platos y deje que les sirva una porción. Saboreen su textura. Mmm…
¡ÑAM! ¡ÑAM! ¡GRONFA! ¡GRONFA!
Disculpen mi grosería al anticiparme en zamparme mi porción. No me pude contener.
Mientras Bogus Bogus finaliza con el reparto del pastel, les entretendré con mi última creación literaria. Que aproveche.

Los grillos emitían su peculiar sonido refugiados entre la verde y alta hierba que conformaba el inmenso prado que rodeaba a la casa de verano del adinerado Jim Delawere, alcanzando el paralelismo con una solitaria isla perdida en medio del océano. El astro rey empezaba a adquirir ya el característico tono anaranjado al declinar la tarde, y lentamente iba descendiendo del azulado firmamento para comenzar a ocultarse detrás de las montañas erosionadas del valle de Tenpain, dotadas de cumbres medio ovaladas por el efecto devastador del tiempo y sus condiciones meteorológicas.
En la lujosa mansión de Delawere, este mantenía una acalorada discusión con su amigo íntimo desde la infancia, Frederick Sotdhler. En la parte superior de la fachada frontal de la vivienda de estilo colonial holandés, a través del cristal de un ventanal de cuerpo entero adornado exteriormente por unas enredaderas que correspondía a la biblioteca, se podía vislumbrar la alargada figura de Frederick con una copa de brandy en una mano y un puro habano entre los dedos de la otra. Estando de pie, su vista estaba clavada en la parte derecha de la habitación, donde la pared exterior de piedra impedía ver a la persona de Jim Delawere, quien en ese instante le estaba dedicando un sermón con tono enérgico y quejoso. El rostro sonrosado de Frederick esbozó una sonrisa burlona, enarcó sus espesas cejas y abrió ligeramente la ventana por un lateral para arrojar a través del hueco la colilla de su puro. Este descendió verticalmente, y en poco más de un segundo impactó con el piso de cemento que rodeaba por completo a la hacienda, chisporroteando un poco, para finalmente dejar surgir unas volutas de humo negro que implicaba ya su fin.
De nuevo, visto a través del vidrio del enorme ventanal, Frederick se bebió de un único trago todo el licor que quedaba en su copa, y con una ligera indecisión inicial, echó a andar hasta hacer desaparecer su figura por el lado derecho de la fachada. Tras unos breves instantes, resurgiría con la copa llena hasta el mismísimo borde. El dedo índice de su mano zurda apuntaba hacia la zona de la pared que ocultaba la figura de Delawere. Al estar aún la hoja del ventanal ligeramente sin encajar en su marco, se alcanzaba a poder escuchar la voz profunda y descontenta del mencionado Delawere. Frederick se agachó, ofreciendo la espalda, y cuando se volvió a erguir portaba un teléfono antiguo de disco en una mano, con la copa en la otra, haciendo peligrar el contenido de la misma, derramando gota a gota el brandy por su redondeado pie hacia el suelo. Frederick hizo florituras en su maniobra para coger el auricular con la mano izquierda y sujetar el aparato telefónico contra su regazo, dedicándole una mirada displicente a la oculta personalidad de Delawere. Se situó el auricular entre el cuello y el hombro izquierdo para poder marcar un número con el dedo índice de la mano libre. El disco giró siete veces para otros tantos números. Una vez hecho, sujetó el auricular con la mano. Pasarían unos segundos hasta que pudo iniciar la conversación deseada con la persona a la que había llamado. Su diminuta boca se expandía y se cerraba con frenesí. De tanto en tanto miraba hacia su izquierda y entonces perfilaba una sonrisa complaciente hacia su anfitrión.
Estuvo charlando por espacio de cinco minutos. Una vez finalizada la conversación volvió a colocar el auricular en su sitio, suspirando de alivio. Guiñó un ojo a Delawere, quien continuaba lejos de ser visto desde el exterior de la casa.
Frederick se agachó para depositar el teléfono en una mesita y terminó de apurar su copa, engullendo su contenido como si fuese un camello sin reservas de agua. En un momento determinado desapareció por la derecha. En ese preciso momento, uno de los brazos de Delawere surgió desde el anonimato de su posición. La mano estaba recubierta por un guante de piel de liebre. El brazo se agitaba frenéticamente de arriba hacia abajo, la mano encogida en un puño. La ira predominaba en ese miembro expuesto. Por ende, también hacía lo propio con el estado anímico de Jim Delawere.

La noche se aposentó sobre la villa apartada de Jim Delawere. Infinitas estrellas titilaban en un cielo nocturno despejado de nubes, y por encima de los contornos de las montañas desgastadas, la luna en cuarto creciente era la reina en exclusiva de esa fase horaria.
En un desvío de la carretera procedente de la ciudad, consistente en un simple camino de tierra que atravesaba el prado, una furgoneta de carrocería blanca, marca Citroen, se iba acercando con los faros apagados, guiándose como punto de referencia por las luces que emergían de las ventanas de la mansión. Tras llegar a su destino final, y sin apagar el motor, dos hombres de fuerte constitución física se bajaron del vehículo. Sus impecables batas blancas de enfermeros fueron vistos por Frederick desde el enorme ventanal de la biblioteca. Este abandonó su puesto en la atalaya, desapareciendo su figura por la pared de piedra.
Mientras tanto, los hombres de la ambulancia privada se dirigieron hacia la puerta trasera de la misma. El más corpulento de los dos la abrió a la vez que su compañero entraba de un salto en su interior. Al poco rato surgieron las pequeñas ruedas negras de una camilla. Compenetrándose ambos, la fueron bajando con sumo cuidado, para acto seguido dirigirse con ella hacia la puerta principal de la casa. Se observaba perfectamente como una persona de larga cabellera rubia se agitaba bruscamente sobre la camilla. El enfermero más robusto llamó a la puerta con los nudillos de su mano diestra. Insistió seis veces, sintiéndose cada vez más molesto por dilatarse la entrega. Cuando iba a golpetear por séptima vez, la puerta se abrió hacia adentro. La figura tambaleante de Frederick fue quien les atendió. Este extrajo un gran fajo de billetes de cincuenta dólares del interior del bolsillo de su chaqueta y se los tendió. El compañero del forzudo introdujo la camilla dentro del recibidor de la casa y volvió a salir por el dintel de la entrada. Tras estar de acuerdo en la cantidad de dinero pactada, se despidieron cortésmente de Frederick, se subieron a la ambulancia sin distintivos y se marcharon igual de desapercibidos como llegaron.
Frederick contempló cómo se alejaban durante unos segundos, pero entre que ya era noche cerrada y lo ebrio que estaba, los perdió de vista en un santiamén. Rió con desgana como un tonto y cerró la puerta, corriendo los pestillos de los cerrojos.

– ¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? – dijo Frederick con una voz espasmódica y soltando algún que otro hipido hacia el rostro horrorizado de la muchacha tendida en la camilla.
Según veía con sus propios ojos vidriosos, al par que lujuriosos, los chicos se habían portado de maravilla en relación con lo que había encargado por el teléfono: ejemplar femenino, no mayor de treinta años ni menor de veinte, de cabellos rubios y figura atractiva. El subordinado que introdujo el pedido en el interior de la casa le aclaró lo más escueto posible que la encontraron en las cercanías de Claver Park, regresando al campus de la universidad de Pembrico. No les fue nada difícil, dado lo solitario del sitio en ese momento, abordarla con un trapo impregnado en cloroformo para luego inmovilizarla en la camilla.
Frederick la siguió examinando detalladamente. La joven sólo llevaba puesta encima la camisa de fuerza y unas braguitas negras. Un trozo de esparadrapo colocado sobre los labios le impedía articular palabra alguna, con los largos cabellos rubios revueltos sobre sus hombros. Una gruesa correa colocada sobre el pecho la oprimía contra la camilla, evitando que se moviera, y sus pies desnudos estaban amarrados con cinta aislante alrededor de los tobillos. Los preciosos ojos azules celestes de la chica miraban con terror evidente a la altanera figura de Frederick. Este dirigió una fugaz mirada hacia la hora marcada en el reloj de pie del vestíbulo, y viendo que aún faltaba más de media hora para la hora acordada con su socio, decidió pasar un buen rato con la muchacha. Se bajó la cremallera de la bragueta del pantalón e intentó subirse encima de la camilla. Estuvo forcejeando con las barandillas laterales, y cuando estuvo cerca de bajar una, se tropezó, cayendo de bruces contra el suelo y a punto de hacer volcar la camilla con la joven amarrada a ella. Masculló su maldición por esa contrariedad. Se palpó el cuerpo, antes de ponerse de pie, asegurándose que no se había roto ningún hueso. También se percató de la integridad física de la chica. Desistida la intención de mancillar su honor, estuvo hablando necedades para sí mismo, recreándose de vez en cuando en la belleza de su prisionera.
El tiempo fue pasando, hasta que sonaron las dos campanadas sobre la medianoche.
Había llegado la hora acordada con Delawere.
Sus manos blanquecinas sujetaron la camilla por el tirador, y empezó a empujarla por los pasillos mientras canturreaba una horrible canción. Se encaminó hacia el ala este, hasta detenerse ante una puerta metálica. Arrimó sus labios ante un intercomunicador automático, y dijo con voz apremiante:
– ¡Jim! ¡Jim! Ya traigo la carnaza.
Al otro lado de la puerta se podía percibir cómo alguien quitaba una serie de cadenas, para al final abrirla hacia dentro.
Frederick empujó la camilla hacia su interior mientras la puerta se volvía a cerrar a sus espaldas.
La estancia era una diabólica mezcla de sala de torturas y pequeño laboratorio científico. Las cuatro paredes y el techo estaban encaladas, mientras el suelo estaba conformado por baldosas de falso mármol gris claro. La parte que implicaba al laboratorio disponía de una alargada mesa metálica cubierta por un mantel desechable de plástico de color azulado, confiriéndole un aspecto sobrio y pulcro. Sobre la mesa había dispuestos numerosos libros y facsímiles de tratados de estudios medievales, tubos de ensayo, probetas, cubetas de plástico y de aluminio, botellas transparentes donde sobresalían los tonos variopintos de los líquidos en ellas albergadas, dos candelabros de bronce de cinco brazos con sus correspondientes velas encendidas que iluminaban tenuemente la estancia, diversos instrumentales de acero, un recipiente de madera con tapa corrediza y otra de plástico duro transparente en la cual estaba Delawere removiendo con una cuchara un espeso líquido de olor hediondo y cuya composición de los ingredientes en ello empleado sólo era conocedor su propio creador.
Frederick dejó la camilla con la prisionera al lado de un cepo vertical de estilo sadomasoquista, para luego quedarse mirando como su amigo trabajaba con tal ardor y entregado a su obra, que el sudor empapaba su frente arrugada. En realidad, Delawere se asemejaba al alma del diablo. Medía un metro ochenta, era enjuto en carnes como un prisionero de un campo de concentración nazi y su pelo grisáceo hacía simplemente mención de aparición ligeramente por los bordes de su cuero cabelludo. Lucía una bata negra, de la cual sobresalía la parte inferior de unos pantalones marrones de tela italiana. Esto y sus zapatos de piel de cocodrilo indicaban cuál era su verdadero status social y económico. En cuanto a edad, sobrepasaba en siete años a Frederick, quien tenía cincuenta.
Delawere continuaba mezclando varios ingredientes adicionales en la caja translúcida. El resultado de su peculiar elixir fue adquiriendo un color negruzco, volviéndose cada vez más repulsivamente viscoso.
– Esta es la última vez que acepto mostrarte un experimento mío, Frederick.
“LA ÚLTIMA VEZ – enfatizó, mientras seguía revolviendo con un cucharón metálico el espantoso menjunje.
– No, si al final la culpa será siempre mía… – se defendió Frederick. Los dedos de una de sus manos empezaron a recorrer la parte interna de los muslos de la muchacha, que luchaba por salir de su estado de medio shock emocional. – Recuerda que fuiste tú el que sacó a la palestra las posibilidades de una poción que hiciese evolucionar hasta el infinito el intelecto de nuestra especie.
– De acuerdo. Pero es que los experimentos y los ensayos previos hay que realizarlos con la pausa y sensatez adecuada, tomando el tiempo necesario para ello. No como tú, mi estimado amigo, que hay que llevarlo a cabo todo en poco menos de tres horas, cuando se necesita mínimo unas cuantas semanas de pruebas en animales, antes de recurrir con las personas… – continuaba revolviendo una y otra vez. Al mencionar lo último, fue cuando finalmente reparó en la presencia de la muchacha. – ¿El sujeto es como te lo había especificado? – preguntó, señalándola con su mano izquierda enguantada. La otra estaba al descubierto.
Frederick extendió la brazos hacia arriba en un gesto de satisfacción.
– Pues claro que lo es. ¿O acaso tú desconfiada mente mezquina creía que mis chicos me iban a dejar en mal lugar? Obsérvala tú mismo. Una mujer joven, esbelta, atractiva, sana, de largos cabellos rubios. Ya sabes. Las de mi tipo – le dijo a la vez que introducía su mano diestra por debajo de la camisa de fuerza buscando la rotundidad de los pechos de la joven.
Nada más percatarse Delawere, este estalló encolerizado.
– ¡Déjala en paz! No debes ni rozarla, cerdo pervertido. Que quede claro que esos datos los pediste tú, Fred, viejo verde. Yo sólo necesito un conejillo de indias de aspecto saludable, nada más.
– Bueno. Relájate un poco. Y empieza ya de una vez. Tan sólo deseo ver cómo pones en práctica la teoría de tu maldito experimento. Por favor, date prisa, por lo que más quieras. Estoy que me caigo por el sueño – Frederick se sentó sobre el borde de la camilla, emitiendo ésta un quejido metálico de protesta contra el exceso de peso. – Además te recuerdo que mañana a estas horas deberé de estar en el Hospital Nacional de la maternidad de Sao Paolo utilizando el fórceps y practicando cesáreas en aras de aumentar la población de mi querido planeta Tierra.
– Ya falta poco. Mientras haz algo útil aparte de ayudar a alumbrar niños. Por ejemplo, acomoda el sujeto A en el molde de contención.
Frederick se puso erguido con suma dificultad, colocándose detrás de la camilla, empujándola y dirigiéndose hacia un gran molde ubicado en el suelo con forma de silueta humana.
Al llegar, calibró el peso de la chica con cierto desaliento.
– Tendrás que acomodarla tú, Jim. Yo, con estas manos y mi debilidad actual por los efectos de la bebida, no puedo – protestó, tratando de controlar los temblores de los dedos.
Delawere dejó de revolver el contenido del recipiente, y sin disimular lo alterado que estaba por tener que escuchar las continuas tonterías de su colega, rodeó la mesa de laboratorio para aproximarse hacia el molde, a la vez que le ordenaba con la mirada que le sustituyese removiendo los ingredientes de la fórmula mientras él se encargaba de introducir a la joven en su encierro definitivo.
Se acercó a la camilla y la liberó de la correa que la mantenía postrada sobre la misma. La chica intentó resistirse, pero la camisa de fuerza firmemente ceñida y sus tobillos inmovilizados por la cinta aislante facilitaron su introducción en el molde. Encajó su delicado y estrecho cuello en una sujeción de acero en forma de collar y lo cerró, evitando de esta manera que pudiera intentar incorporarse sentada. Luego la agarró por las piernas, y la hizo de estirar el cuerpo al máximo, colocando otras dos sujeciones de menor tamaño alrededor de sus tobillos a modo de grilletes. Había otra enorme sujeción que apretó sobre el vientre de la prisionera. Y otras dos similares a las de los tobillos, en este caso para las muñecas, pero que no hizo falta hacer uso de ellas por la gran utilidad de la camisa de fuerza. La chica se esforzó por moverse, en vano para su pesar e impotencia. Delawere la miró con frialdad a los ojos, y al ver que los tenía bastantes enrojecidos, le aplicó las gotas de un colirio para dilatarle las pupilas. Satisfecho, ordenó a Frederick que trajese el recipiente. Este se acercó con sumo cuidado y se lo entregó. Delawere verificó que la mezcla estaba perfectamente fermentada antes de ponerle la tapa al recipiente. En realidad era un artilugio que constaba de un tubo de goma y un pequeño cuadro de mandos sobre el cierre del mismo. Delawere solicitó a Frederick que le quitase a la bella muchacha el esparadrapo de la boca, cosa que este cumplió con presteza.
– ¡Sáquenme de aquí! ¡Cabrones! ¿Qué pretenden? – vociferó la estudiante universitaria al borde de la histeria nada más verse libre de la mordaza. Tironeaba con tanta fuerza de las argollas que sujetaban sus piernas por los tobillos, que con el roce contra el metal, estaba despellejándose la piel de la zona.
Delawere se enfureció sobremanera al oír tamaño alboroto, y aprovechando que la chica tenía la boca bien abierta, le introdujo el tubo garganta abajo empleando una brutalidad desmesurada.
– ¿Y ahora…? – preguntó Frederick con el semblante asombrado de la cantidad de sonda introducida.
– ¡Ahora esto! – y al decirlo, Delawere accionó los mandos.
El líquido viscoso e ignominioso recorrió con lentitud el interior del tubo, hasta ser ingerido por la joven. Su nuez subía y bajaba sin cesar y la garganta se le dilataba por la fuerza con que era introducido el producto en su esófago hasta alcanzar su estómago. Los ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas, para finalmente volverse y quedarse blancos.
Frederick no pudo soportar ver el sufrimiento atroz de la joven, buscando una cubeta donde poder vomitar.
Casi un minuto largo le costó vaciarse al recipiente. Delawere extrajo con cuidado la sonda que estaba recubierta de una masa gelatinosa de flemas sangrantes. Aparentemente la chica había pasado a mejor vida. En cuestión de pocos minutos se le hinchó el vientre, los labios de la boca quedaron agrietados por la presión ejercida por la máquina al introducirle la extraña pócima, a la vez que su cutis terso ya adquiría un color amarillento y macilento. Delawere situó la tapa del singular féretro y la aseguró con un candado. Luego recogió la máquina de la sonda y la situó en la mesa del laboratorio, entre los dos candelabros.
– ¿Y ahora qué hay que hacer, Jim? ¿Enterrarla nosotros mismos, o llamar a Pompas Fúnebres? – le preguntó Frederick entre risitas nerviosas, bajando la altura de la camilla para echarse una cabezada.
Delawere dejó escapar un bufido. Se le ocurrió una idea brillante: ataría Frederick a la camilla (cosa que no sería nada difícil, dado que aparte que era mucho más fuerte que su amigo, Fred estaba bajo mínimos por la cantidad excesiva de bebida ingerida), le introduciría la sonda por la boca, pulsaría el botón de “succión” y contemplaría con gran regocijo por su parte cómo las vísceras del infortunado idiota irían a parar dentro del depósito de la caja. Desde luego, sería bonito observar los mofletes adhiriéndose a las mandíbulas, el vientre contrayéndose, sus contorsiones encima de la camilla producto del sufrimiento de la macabra tortura, con los restos de la cena sin digerir resbalándosele por las comisuras de los labios…
– Ahora sólo queda esperar a los resultados, si es que los hay – contestó, apartando ese pensamiento de la cabeza.
Se dirigió hacia un asiento de tortura que quedaba cerca de la entrada a la estancia, apretó tres botones disimulados que había encima del brazo izquierdo, y al instante las cuchillas puntiagudas y los grilletes desaparecieron como por obra de un milagro.
Se dejó caer en el sillón, en espera del momento en que su experimento empezase a surtir efecto en el cuerpo de la muchacha.
Entre tanto, desde el corredor más cercano sonaron las campanadas señalando las tres menos cuarto de la madrugada.

Frederick Sotdhler vio perturbado su frugal sueño nocturno a las cuatro de la madrugada por un llamativo estrépito procedente de la misma sala en donde se hallaba. Estaba tumbado boca abajo sobre la dura colchoneta de la camilla, y nada más abrir los párpados pudo ver que la estructura sólida del molde donde estaba confinada la muchacha se encontraba resquebrajada, con la tapa hecha trizas cerca de la mesa del laboratorio. Con los efectos persistentes de la borrachera que llevaba encima, hizo apoyo sobre su codo derecho para incorporarse lo más deprisa posible, y al tratar de sentarse recayó en que alguien le había atado las piernas con las correas a la barandilla de la camilla.
“Vaya, Jim. O esta es una de tus raras y atípicas bromas, o es que quieres averiguar si acaso soy la reencarnación de Houdini” – pensó.
Conforme cavilaba esto, un casi imperceptible, por la lejanía, aullido llegó procedente de los inmensos prados que rodeaban el hogar de Delawere.
Frederick dirigió su vista hacia su izquierda, observando como su amigo estaba durmiendo profundamente en el sillón de tortura. Con sumo cuidado se libró de las correas, se bajó de la camilla y se hizo con una de las velas del candelabro más cercano. Sacó el mechero del bolsillo derecho de sus pantalones, y tras un par de intentonas fallidas consiguió prender luz a la mecha negruzca de la vela. Con la ayuda de iluminación tan rudimentaria se aproximó hacia el sitio donde dormitaba Delawere, deteniéndose al fijarse que este se había situado sobre los ojos un antifaz negro para poder dormir, así como unos tapones para los oídos. Con paso indeciso desvió su camino hacia la zona donde estaba el molde. La tapa ya era irrecuperable, mientras la parte inferior se mostraba vacía, con los grilletes forzados y manchados en su superficie por restos de piel y sangre. No muy lejos del lugar donde ahora descansaba parte del molde había un charco apreciable de líquido viscoso con los restos de la camisa de fuerza del sujeto A.
– Jim. ¡Jim! – se esforzó en llamar a Delawere. – Jim, despierta – se volvió a dirigir hacia él con paso negligente.
Nada más llegar al lado de la silla empezó a golpear el brazo izquierdo de la misma, con tan mala fortuna, que apretó uno de los botones. Se escuchó un sonido seco, para contemplar seguidamente aterrorizado como siete afilados cuchillas atravesaban la garganta de Delawere.
Frederick soltó un grito penetrante al ver como su amigo se quitó el antifaz. Jim Delawere sólo alcanzó a poder decir una frase categórica antes de que la sangre acumulada en la tráquea se lo impidiera:
– Ahora entiendo tus prisas por sacar el experimento adelante, maldito traidor…
Frederick salió a trancas y barrancas de la tétrica habitación. Con las prisas, no se fijó que la puerta metálica había sido forzada desde el interior.
Recorrió innumerables pasillos hasta plantarse frente al perchero del recibidor. Recogió el abrigo, verificando que tenía las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta principal, abriéndola con mano temblorosa. Abandonó la mansión dejando la puerta abierta, afrontando la negritud de la noche estrellada. Avivó el ritmo de sus pasos, pisadas precipitadas que resonaban sobre la superficie de cemento que circunvalaba los alrededores de la casa. Al final llegó fatigado al lado de su BMW de cuatro plazas. Introdujo la llave correspondiente en la cerradura de la puerta del conductor, alzó su mirada y contempló el perfil del astro lunar en cuarto creciente.
Por fin abrió la puerta. Se sentó frente al volante, cerró la puerta y puso los pestillos de cierre. Insertó la llave en el contacto, el motor rugió sin demora y con frenesí sacó el vehículo del jardín para dirigirse hacia el camino sin asfaltar.
Justo cuando pasaba al lado de uno de los olmos que había plantados a la entrada del camino, la luz fantasmagórica de la luna iluminó una figura definida femenina que dio un salto desde una de las ramas más altas, aterrizando sobre el techo del BMW.
Frederick percibió el terrible impacto al borde del espanto más demencial. Sus manos titubearon al volante, y el coche se salió del tramo lógico, recorriendo los siguientes metros sobre la hierba del prado.
Frederick detuvo el coche.
Por el espejo retrovisor vio reflejada una pierna aferrándose con los dedos del pie a la manilla exterior de la puerta derecha trasera. Giró su cabeza hacia atrás, observando petrificado como otra pierna se sujetaba con el uso de los dedos del pie a la manilla de la puerta trasera del lado contrario. Oprimió el pulsador de la luz interna del coche para ver con mayor minuciosidad esas extremidades, y le entraron casi arcadas al apreciar que la piel estaba completamente amoratada, con los músculos horriblemente tensos y desgarrados. Las piernas prosiguieron en su prolongación antinatural, con los pies ahora reconvertidos en garras sujetándose con firmeza a los guardabarros de las ruedas traseras.
El silencio continuaba reinando hasta que sus oídos captaron un sonido como si se estuvieran rasgando mil telas del mismo tejido de algodón al unísono.
Un suspiro de satisfacción surgió desde encima del techo.
Frederick iba a volver a poner el coche en marcha, cuando dos inmensos y alargados brazos surgieron delante del cristal del parabrisas, destrozándole las escobillas. Unas manos deformadas y enormes como sartenes agarraron el parachoques delantero, con visos de arrancarlo de cuajo. Frederick no pudo mantenerse más rato en sus cabales, vomitando sobre el volante al ver la forma en que la piel de aquellos brazos se iba estirando, siguiendo el ritmo de crecimiento de los huesos y los músculos.
Se sentía enfermo y aterrado a partes iguales, sin saber qué hacer a continuación.
En un ataque de lucidez, como cuando efectuaba una cesárea sin haber probado ni una gota de alcohol en las últimas veinticuatro horas, decidió jugárselo todo a la carta más alta. Abrió la puerta del copiloto como maniobra de despiste y salió por el de su lado correspondiente. Nada más echar pie a tierra, echó a correr con todas las escasas fuerzas que le quedaban dado su lamentable estado físico.
En plena carrera pudo entreoír una voz susurrante y sibilante suspirando a la noche:
– ¿Qué habéis hecho conmigo? ¿QUÉ ME HABÉIS HECHO?
Frederick continuó corriendo hasta que por fin alcanzó el camino de tierra.
Y allí fue donde tuvo el valor de volver la vista atrás.
Sobre su BMW se extendía el resultado del fallido experimento de su fallecido amigo. La otrora hermosa joven que le habían traído sus subordinados de una maldita compañía de ambulancias de la ciudad era ahora una entidad monstruosa. Sus piernas y sus brazos se estaban estirando y al mismo tiempo estrechando. Su tronco estaba firmemente adherido sobre el techo del vehículo mediante dos ventosas que antaño habían sido los pechos de una chica de veintidós años.
Y la cabeza.
Esto fue la perdición final en el frágil equilibrio emocional de Frederick.
Del cuello surgía una inmensa cabeza redondeada que se iba hinchando como si fuese un neumático de un camión. El diámetro de la cabeza mediría unos ciento veinte centímetros. La cabellera rubia ya no existía. Los ojos, los oídos, la nariz y la boca continuaban con el mismo tamaño original, motivo por el cual ya casi ni se les distinguía desde la lejanía del puesto de observación de Frederick. Este retornó su loca carrera desbocada por el camino rural, aumentando el ritmo al oír a sus espaldas como una especie de gigantesco balón de playa terminaba reventando por sus costuras.

Al día siguiente, el cuerpo sin vida de Frederick Sotdhler fue encontrado ahorcado por su propia corbata colgando de mala manera desde un roñoso aro de una canasta de baloncesto en el patio de una escuela de educación secundaria de una zona marginal de la ciudad.

Dos días más tarde, por casualidad, se descubrió el cadáver de Jim Delawere en avanzado estado de descomposición. Se dio por descontado que se suicidó él mismo en su aberrante silla de tortura.

Del resultado final del fracasado experimento de Delawere nada más se supo, así como tampoco del vehículo BMW de Frederick Sotdhler.

Música trance

Desde la oscuridad húmeda y maloliente de mi ilustre guarida, dedico el siguiente relato a los fenomenales compañeros de Latinmixstereo, suecos chiflados por la música de su país (cosa lógica) y admiradores de los ritmos latinos bailones. Llevan la voz cantante en el control de una emisora de música combinando ambos idiomas, lo que tiene un mérito enorme. Además de todo esto, me han brindado un detalle muy bonito dedicándome un vídeo musical acompañado de una fotografía de los encierros de Pamplona. Motivo más que suficiente para que un trozo de Göteborg forme parte de este relato en la presencia del personaje principal, aunque luego el final está en la línea de mis pesadillas nocturnas, ja ja. ¡Va por vosotros, mis queridos amigos suecos!


El sonido era repetitivo y machacón para los sentidos. Incitaba al baile. Al desenfreno. Al consumo de bebidas alcohólicas. Incitaba al uso de las drogas denominadas blandas.
Convertía a la gente congregada en la sala de fiestas en personas desinhibidas. El frenesí era sinónimo de locura colectiva. El hedor de los sudores corporales embriagaba el ambiente cerrado del local.

Lutero era sueco. Estaba presente en el Reino Unido para un período de un año de una beca Erasmus en la universidad de Birmingham. Tenía veinte años. Era todo lo contrario del típico joven nórdico atlético. Le encantaba la comida basura y la cerveza. Tenía sobrepeso, pero disponía de cierto intelecto como para haberse hecho merecedor de la ayuda económica de la beca para costearse esa parte de la singladura de sus estudios en el extranjero.
Era muy abierto. Su carácter bromista y cierta empatía consiguieron que en apenas un mes estuviese plenamente integrado en la sociedad juvenil anglosajona del campus. Su inglés era bastante decente y comprensivo. Así que no era de extrañar que aparte de los estudios, adquiriera ciertos vicios de la sociedad británica.
El principal era que podía encontrarse de todo. Desde creencias muy aperturistas a una cerrazón de ideas muy conservadoras.
Lo que jamás pudo pensar que también iba a conocer la faceta del terror.

Aquella música le estaba hipnotizando de alguna forma. Llevaba horas siguiendo el ritmo de la mayoría. Estaba exhausto. Su camisa de algodón bañado en sudor. Todos sus cabellos apelmazados. Necesitaba un descanso. Abandonar la gran masa compuesta por cuerpos alocados y nada dóciles arrumbados por la repetición de la música trepidante creada por los DJ del escenario central.
Lutero se fue abriendo paso con dificultad. Tropezaba con chicos y chicas sumidos todos en una orgia de movimientos y danzas paganas. Tenía que alcanzar los aledaños de los baños. Unos minutos allí dentro, sentado en el inodoro, con las palmas sobre los oídos para evadirse del guirigay que le rodeaba. Necesitaba ese intervalo de reposo. Si no lo conseguía, pensaba que podría incluso llegar a perder el conocimiento. No le gustaba la sensación de sudor frío que le empapaba la espalda.
Estaba a punto de zafarse de los últimos brazos que lo atosigaban.
De abandonar el círculo vicioso.
Allí estaba la puerta de los servicios. Abandonada a su suerte. Curiosamente no había nadie rondando por su alrededor. Era la zona más tranquila y diferenciada del resto del inmenso local de música dance de la ciudad.
Cuando iba a encaminarse hacia ella, unos brazos le sujetaron por los hombros. Se volvió y vio a dos porteros fornidos impidiéndole dejar el fragor de la fiesta interminable.
– ¿A dónde crees que vas, insensato? – le preguntó uno.
– Me encuentro algo mareado. Tanta música, tanta gente, me está pasando factura – se justificó.
Los dos gorilas se miraron entre ellos divertidos.
– Tú no te vas a ningún lado. Si revientas, la palmas dentro – le dijo el segundo de los forzudos.
Los dos lo introdujeron a empellones de regreso a la cacofonía de la sesión de música trance.
Lutero estaba sintiéndose cada vez peor. La masa lo fue conduciendo hacia el centro de la sala.
Era un monigote moviéndose a impulsos de los demás.
Ya no sentía nada.
Formaba parte de la locura.
De la secta musical.
Del trance.

Un cuarto de hora más tarde un cuerpo inerte era retirado en camilla por los operarios de una ambulancia.
El nombre del difunto: Lutero.

El ventanuco

Bueno, acabo de visitar la cocina. Estoy muy satisfecho. El ilustre repostero Bogus Bogus está ultimando los nuevos relatos que pondré a disposición de la atenta concurrencia de Escritos de pesadilla. Mientras terminan de estar a puntito, horneándose hasta quedar realmente asquerosamente incomestibles, recupero esta benevolente historieta en honor a la vuelta de los niños al colegio. Les aseguro que es la mar de estimulante…

Dick Tracy tenía solamente doce años y regresaba del colegio con una sonrisa en los labios. En uno de los bolsillos de la mochila escolar guardaba el boletín de las notas del primer trimestre y había sacado todos A+ menos en matemáticas donde había logrado una B. Su felicidad se notaba en la forma que botaba el balón de fútbol sobre el firme de la acera conforme se acercaba a casa. Sus padres se iban a poner supercontentos. Y seguro que sus logros en los estudios iban a ser recompensados de alguna manera. Su mayor ilusión sería asistir al partido del sábado en el Madison Square Garden donde los New York Rangers se las iban a tener tiesas con los Boston Bruins de la liga nacional de hockey sobre hielo. Había tanta rivalidad entre los dos equipos que las batallas campales estaban a la orden de cada encuentro. Dick estaba seguro de que sus padres iban a permitirle ese capricho. Continuó caminando a buena marcha sin dejar de botar el balón. Dejó atrás el Burger King con su aparcamiento y afrontó la vuelta de un edificio de dos plantas que llevaba unos cuantos años clausurado. En su mejor época debió de ser una especie de casa de citas. Ahora tenía todas las ventanas tapiadas con losas de hormigón y con la puerta de acceso claveteada con tablones y con un buen candado cerrado sobre el pasador para que nadie tuviera la intención de ocupar de forma gratuita el recinto. Dick pasó por delante de la fachada y justo al doblar la siguiente esquina perdió el control del balón.
Este fue rodando hasta ocultarse detrás de un denso matorral que había al lado de la pared lateral del edificio. Sin pensárselo dos veces fue en pos del mismo, como temiendo que fuera a perderlo para siempre. Tuvo que abrirse sitio entre la maraña de ramas. Afortunadamente no tenían espinas ni el conjunto de plantas era venenoso. Encontró el balón detrás del matorral, al lado de un pequeño ventanuco ubicado a ras de suelo. El niño estaba satisfecho de haber dado con su objeto de diversión deportiva, pero aquello le llamó la atención. La diminuta ventana tendría un marco de unos 75 centímetros por alto y cincuenta de ancho y carecía de postigo. No se veía ningún gozne, ni quedaban rastros de marcas oxidadas de haber albergado alguno. Simplemente carecía de la hoja con su correspondiente vidrio. Lo que incentivó la curiosidad de Dick por el ventanuco fue que el vano estaba abierto al exterior sin nada que lo tapase. No habían puesto ladrillos ni estaba tapiada con cemento. Aunque bien pensado, ¿quién iba a poder colarse por allí dentro? Sólo un niño travieso y curioso de complexión flaca y corta estatura lograría hacerlo. Y el cuerpo de Dick correspondía a esas características físicas. Algo rondaba por la mente del muchacho. Se sentía como hipnotizado por el hueco. Dentro reinaba la oscuridad. Y no se sentía ningún tipo de ruido. Estaba a punto de recoger el balón para marcharse del lugar, cuando el propio balón rodó hacia el ventanuco.
– Epa…
Dick reaccionó demasiado tarde, viendo como su balón era tragado por la ventana de marras. Una vez dentro se suponía que debía oírse como rebotaba en el suelo del sótano del edificio, pero no surgió ningún sonido de su interior.
El niño se quedó frustrado y muy disgustado. Ese balón era su favorito. Aparte de jugar con sus amigos en el patio del colegio, todos los domingos de cada semana, si el tiempo lo permitía, retaba a su padre a un uno contra uno en la canasta que tenían al lado de la entrada del garaje de la casa.
Contempló el marco del ventanuco. Parecía un ojo de cíclope con el color del iris más negro que el petróleo. Las señales horarias de su reloj de pulsera le indicaron que se estaba haciendo tarde. Y llevado por la premura, decidió arrastrarse por el hueco ubicado a la altura de sus rodillas. No se quiso ni imaginar la altura que podría haber desde el alféizar hasta el suelo del sótano del antiguo prostíbulo, y mucho menos pensar si luego conseguiría llegar a su altura para salir de nuevo al exterior. Era de suponer que en todo caso habría alguna caja o algún tipo de mueble viejo que le ayudaría a escalar de nuevo hasta la ventana. Sin esperar a mucho estaba ya echado sobre su barriga, con las piernas colgando en la infinita negrura. Sus pies no tocaban ninguna superficie sólida. Estaba en el vacío. Y continuó estándolo cuando fue engullido del todo por la voracidad del interior del ventanuco.
– ¡Socorro! – gritó con fuerzas, implorando ayuda.
La sensación que tenía era como de ingravidez. Su cuerpo se retorcía, con las puntas de los dedos ansiando asirse a algún punto que sobresaliera de entre la oscuridad. Sus piernas patalearon compulsivamente sin tocar fondo alguno. El niño estaba aterrorizado. Todo él flotaba en un mundo desconocido. Desde su perspectiva podía entrever el vano del ventanuco alejándose de él como si fuera una nube empujada por la fuerza del aire.
– ¡Noo! ¡Que alguien me ayude! – suplicó Dick, llorando de impotencia.
Su cuerpo se agitaba con tanta brusquedad en el vacío que terminó perdiendo la mochila.
El hueco recortado del ventanuco fue distanciándose hasta que Dick terminó formando parte de la propia oscuridad del lugar.
Sus lamentos nunca le sacarían de allí.
Entonces escuchó una voz justo al lado de su oído derecho.
– Bienvenido a tu nueva vida, chico.
Se volvió pero no pudo atisbar nada en concreto entre tanta penumbra.
– ¿Quién eres? – preguntó a la voz desconocida.
– Soy quien se va. Y tú eres quien me releva.
Dick lloraba a lágrima viva. Se sorbió los mocos con el cuerpo danzando en el vacío.
La voz que escuchaba era la de otro niño.
– Si entras aquí, aquí te quedas… Hasta que alguien venga a relevarte – continuó diciéndole la voz anónima.
– No… No quiero quedarme aquí.
– No pasa nada. Aquí nunca tendrás hambre. Ni sueño. Ni ganas de ir al baño. Es como si el tiempo se detuviese un rato, hasta que lo que te retiene aquí decide volver a dejarte libre.
– No entiendo nada de lo que me dices…
– Es sencillo. Esto es una especie de trampa. Si caes en ella, lo que hay detrás de la ventana te retiene. No sé lo que es en verdad. Sólo que te mantiene aquí atrapado como si fueras su mascota.
Como no sientes nada, no te das cuenta nunca del tiempo que llevas aquí dentro retenido. Simplemente sabes que ha llegado tu hora de salir cuando alguien más se siente atraído por la ventana y decide entrar. Eso es lo que me pasó a mí en su momento, y eso es lo que ahora te pasa a ti.
– ¡No! ¡No quiero permanecer aquí por más tiempo! ¡Quiero salir! – exigió entre gimoteos Dick tratando de sujetarse a algo abriendo y cerrando las manos.
– Tendrás que ganártelo, amigo. Como yo me lo he ganado hoy.
“Ah, y por cierto, el balón es precioso. Te juro que te lo trataré bien.
“Ahora tengo que irme. Seguro que mis padres me han estado echando mucho de menos.
La voz cesó en su conversación con el muchacho.
Dick intentaba localizar el hueco de la ventana sin ningún resultado positivo.
Palmoteaba como un ciego que acabara de perder su bastón que le servía de apoyo para trasladarse por una estancia nueva.
Nunca más volvió a escuchar aquella voz surgida de entre las tinieblas…
No le quedaba otra alternativa que esperar hasta que surgiese su sustituto.
Un nuevo incauto que cayera en la trampa del ventanuco.
– No. No quiero quedarme aquí – imploró con el cuerpo flotando en una especie de limbo.
Sus gritos ansiosos no le fueron de ningún provecho.
Su destino tenía una única solución.
Y la llegada de la respuesta a sus pesares era una fecha indeterminada.
Finalmente Dick se cansó de zarandear tanto su cuerpo.
Comprendió que era inútil.
– Papá. Mamá. Os quiero mucho. No se el tiempo que tardaré en veros de nuevo – musitó entre lloros.
El tiempo se dilató. Dejó de existir para él.
No tenía ningún sentido resistirse a su suerte.
Ahora quedaba esperar y esperar.
En silencio.
Desde la negrura más allá del ventanuco.

Asesinos ficticios: Maurice Unstable, el Ilusionista Sangriento

Hoy toca el segundo capítulo dentro de la exitosa saga de Asesinos Ficticios emitido en los años cuarenta por la cadena norteamericana XRZ TV Incorporation Of Vagos From Zululandia. Tan sólo quedan las grabaciones originales, las cuales pude adquirir en una puja reñida por la cadena online E-Vay al coste final de cinco céntimos de euro. Una vez restauradas por mi eficaz ayuda de cámara, Dominique, nos prestamos a visionar en la pantalla dispuesta en el saloncito de invitados inesperados el recordatorio gráfico de las penosas hazañas de Maurice Unstable. Espero que pasen un rato desagradable…

Asesinos ficticios.
Grandes pero desconocidos asesinos en serie norteamericanos.

Maurice Unstable nació en una fecha indeterminada del año 1889 en la granja familiar de los Appleville, en un rincón recóndito de la bendita California. Era una hacienda muy humilde, donde el cultivo de una determinada remolacha condujo a la familia a la ruina (un jardinero les vendió una gran partida de semillas procedentes de una variante de la lejana y exótica Mesopotamia, cosa que fue un timo a todas luces, valiéndose de los escasos conocimientos históricos y culturales del patriarca). Una vez embargadas las tierras y la casa, los Appleville se vieron en la obligación de ofrecer sus servicios al terrateniente Hutchinson, a cambio de cobijo y comida. Ello implicaba tener que trabajar de sol a sol en los campos de árboles frutales, sin descansos posibles ni para la merienda y mucho menos echarse una reconfortante siesta, hábitos arraigados en la familia. El joven Maurice, a pesar de su corta edad de tan sólo diez años, fue obligado a tener que cargar a sus espaldas con los capazos donde eran depositadas las manzanas y peras. Más o menos hasta casi veinte kilos cada vez, decenas de veces al día. Ello conllevaría a la larga, que aún a pesar de su estatura luego alcanzada en la edad adulta (metro ochenta y cinco), se le desarrollara una columna encorvada dándole el aspecto de un muelle encogido a punto del brinco. El muchacho nunca recibió educación escolar (ni siquiera la más elemental), y con el paso de los años, aparte del ingrato trabajo diario, en los escasos ratos libres de los que disfrutaba, fue aficionándose a las revistas por los dibujos en ellas reflejados de magos de las grandes ilusiones realizando números espectaculares que le dejaban siempre con la boca abierta. A veces algunos de sus amigos que sabían leer, se ofrecían a hacerle saber lo que venía escrito en los artículos que acompañaban a las imágenes. Y lo hacían exageradamente, enfatizando en que muchos de los trucos eran un puro fracaso, conociéndose casos en los cuales algún que otro mago se había equivocado al partir un voluntario por la mitad, dejándole trabajo extra al dueño de la funeraria más cercana.
Sin querer, estas tergiversaciones acabaron calando hondo en el nulo intelecto del muchacho.
A la edad de diecisiete años, y tras numerosas prácticas realizadas a escondidas con gorrines, perros y gatos vagabundos y una anaconda robada del Rincón de los Reptiles de la localidad cercana de Lomar, abandonó las fértiles tierras del hacendado Hutchinson a hurtadillas con ciertos instrumentos de carpintería que le iban a ser útiles en sus planes de labrarse una carrera profesional como Ilusionista.
Adquirió el nombre artístico de Maurice, El Inimitable. Pertrechado de varias sierras, tablas de madera fina con borde de cuchilla, serruchos oxidados y diversas hachas, se dirigió el 17 de septiembre de 1906 a la pequeña ciudad de Gloria al Padre. Todos los habitantes eran muy religiosos, y estaban influenciados por el carisma conservador y autoritario del párroco Stewart Hen. Este tenía 80 años cuando asistió a la actuación improvisada del artista en la plaza principal. Maurice debió de estar muy convincente en su alocución a la hora de solicitar un voluntario para el gran truco del serrucho herrumbroso, logrando convencer al señor Stewart para que se tumbara encima de una mesa. Acto seguido le hizo de alargar las piernas y los brazos, sujetándoselos a la tabla con cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Según testimonios de los testigos que presenciaron su primera actuación como ilusionista, Maurice le preguntó al párroco si se encontraba cómodo. A la respuesta negativa del anciano, le colocó un trapo a modo de mordaza en la boca y sin más se puso a partirle por la mitad con un terrible serrucho con los dientes torcidos. La gente se quedó paralizada por el terror conforme el artista dividía a su querido párroco como si fuera una barra de pan. Cuando terminó de separarle las piernas del abdomen, con el señor Stewart descansando en paz en contra de su voluntad inicial, alzó la sierra y comentó lo bien que había salido el truco. No tardó en apreciar la indignación perfilada en los rostros de los feligreses del Ministro del Señor dividido en dos piezas sangrantes, así que hubo de dejar todas las herramientas en el lugar de los hechos para así huir dando grandes zancadas, evitando ser linchado y con ello ver su carrera artística finiquitada en una única y memorable actuación.
A raíz de este asesinato público a sangre fría, Maurice Unstable se vio forzado a cambiar su nombre estelar del Inimitable, por el más prosaico del Ilusionista Sangriento.
Desde la muerte del reverendo Stewart Hen, se sucedieron más actuaciones de Maurice. Tenían lugar en pueblos pequeños y apartados. Todas las víctimas era gente voluntaria que se prestaba a formar parte de sus esperados trucos de magia de escena, sin saber que en ello les iba la muerte más atroz y dolorosa. Entre 1906 y 1910, donde se celebró su última actuación sangrienta conocida, Maurice Unstable asesinó a quince personas, todas ellas varones, en catorce localidades distintas. En sus variadas performances, recurrió a decapitaciones con el uso de hachas y espadas, amputaciones a gran escala con hojas afiladas inmovilizando a la víctima en una caja con orificios para los pies, las manos y la cabeza, y destripamiento con empleo de los consabidos serruchos oxidados. Como todas sus actuaciones terminaban en un puro fracaso, con la muchedumbre asistiendo atónita a su carnicería antes de poder reaccionar y prenderle al instante, Maurice emprendía la fuga, o bien a la carrera (a pesar de su estatura, estaba muy delgado y tenía buenas piernas), o bien robando un caballo o una carreta, dejando atrás sus artilugios, motivo por el cual había un lapso de semanas o meses entre actuación y actuación, hasta que pudiera reunir nuevos instrumentos y crear nuevos artefactos donde poder inmovilizar a los próximos voluntarios del Ilusionista Sangriento.
Desde su último número en abril de 1910, donde aserró la cabeza del alcalde de Rinconcito Amado, en Nuevo México, Maurice Unstable dejó de matar, sin que se llegara nunca a descubrir su paradero.
De este modo, dejó un legado que poco a poco fue quedando en el olvido, pudiendo afirmarse que a pesar de sus esfuerzos por pasar a la fama, el Ilusionista Sangriento simplemente tuvo un pequeño momento de gloria en una zona en concreto de los Estados Unidos, para luego quedar en el anonimato más absoluto superado por otros asesinos seriales muchos más modernos.

Resumen de las hazañas criminales del asesino en serie Maurice Unstable, “El Ilusionista Sangriento”.

17 Sep. 1906, en Gloria al Padre, parte por la mitad al reverendo Stewart Hen, de 80 años.

25 Nov. 1906, en Río Chico, atraviesa a sablazos a Peter O´Moore, de 47 años, carpintero y viudo.

31 Dic. 1906, en Big Throat, decapita a Lionel Goose, de 15 años, y destripa a Benjamin Goose, de 13, ambos hermanos, hijos del sheriff local.

28 Feb. 1907, en Center Town, muere desangrado por amputación de piernas y brazos, Leopold Level, de 55 años, de profesión sastre, casado y con diez hijos.

8 mayo 1907, en Chihuahua Beach, atraviesa a sablazos a Martin Bud, de 71 años, militar retirado.

15 agosto 1907, en Green Leaves, divide por la mitad con un serrucho a David Isovechic, de 65 años, barrendero en su último año antes de la jubilación.

1 Nov. 1907, en Eternity City, decapita a Lucas Tutor, de 31 años, maestro de escuela.

7 marzo 1908, en Uptown, divide en tres partes de manera permanente a Otis Brown, de 44 años, de profesión bombero voluntario del pueblo.

23 Julio 1908, en Hillman, quema vivo antes de ser atravesado por una docena de espadas a Anthony Gross, de 27 años, dentista y recaudador de impuestos.

13 Oct. 1908, en Tree Junction, destripa a John Fatso, de 91 años, fundador de la localidad en la fiebre del Oro.

3 enero 1909, en Ringing Bell, asierra por la mitad y luego desmiembra a Ludovic Stella, de 36 años, banquero y miembro masón del Estandarte Dorado.

16 Sep. 1909, en Eturia, atraviesa con tres docenas de sables a Bobby Jo Junior, de 29 años, vividor y mujeriego sin oficio conocido.

2 Dic. 1909, en Happy Corner, decapita a Rutherford Dandy, de 54 años, dueño del casino más popular de la región.

28 abril 1910, en Rinconcito Amado, insertó dos estacas, uno en cada cavidad ocular, para seguidamente separarle la cabeza, al alcalde Cliff Border, de 63 años.

Saltando a la comba

Hola. Hoy dedico este corto relato perturbador a mis queridos lectores, seguidores de Escritos de pesadilla y a mis amigos de la comunidad bloguera de Cincolinks. Al igual que un brindis torero, “va por ustedes”. Un saludo escalofriante, y mañana nos vemos con el siguiente capítulo de Asesinos Ficticios…

Rodolfo Contreras era conocido por gastar bromas pesadas y realizar ciertas gamberradas cuando le daba finamente al morapio en la tasca del pueblo de Grandeza la Mayor. Sobre todo le encantaba fastidiar a los críos del pueblo. Si los veía jugando al fútbol, se metía en medio y apartaba el balón de una brutal patada, enviándolo al quinto pino. Así era de simpático el hombre. A sus cuarenta y nueve años, ya era difícil que cambiara su actitud y menos su carácter.
Una tarde, ya a punto de anochecer, Rodolfo salió de la tasca a trancas y barrancas, enardecido por haber ingerido unas cuantas copas de vino tinto. La iluminación en el poblado era muy limitada, y las sombras solían adueñarse con prontitud de las callejuelas y los alrededores de Grandeza la Mayor en cuanto el sol terminaba de ponerse.
Este era el caso cuando Rodolfo decidió dar una vuelta en dirección a las afueras del pueblo. Le encantaba sentarse entre pinos, y si no hacía excesivo frío, dormir la mona tumbado sobre la hierba y las agujas desprendidas de los pinares. Conforme iba avanzando por un estrecho sendero de tierra, pudo entrever con los ojos medio cerrados a tres niñas jugando. Estaban saltando a la comba con una cuerda muy larga. Le llamó la atención que las mocosillas estuvieran fuera de casa a esas horas otoñales del día, y tan alejadas de la plaza del pueblo, que era el lugar de esparcimiento de los más pequeños cuando terminaban las clases del día.
Rodolfo sonrió con malicia. Bueno, pronto iban a tener que regresar con sus padres, porque les iba a estropear la diversión, pensó para si mismo.
Andando ligeramente en zig zag, se acercó a las chiquillas y se puso a saltar a lo tonto sobre la cuerda, hasta que quedó finalmente enganchado.
– Jo, jo. Se os ha acabado el juego, mocosas. Hale, arreando a casa, que ya es hora – les dijo entre carcajadas.
La cuerda fue enredándose alrededor de su talle, incidiendo en juntar sus brazos contra sus costados.
– ¿Qué hacéis? Basta de tonterías. Que no estamos jugando a indios y vaqueros – rezongó con voz tomada por los efectos del alcohol.
Las tres pequeñas continuaron enredándole con la cuerda, apretando las ataduras alrededor de sus piernas, hasta hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas sobre el duro suelo del sendero.
– ¡Diantres, chiquillas! ¡Ya basta! – dijo, juntando los párpados para enfocar su visión sobre las niñas traviesas.
Su mandíbula se desencajó de horror.
Aquellas tres pequeñas no eran tales niñas como había creído en un principio.
Eran tres criaturas de menos de un metro de alto, negras como el alquitrán, sin ojos ni orejas, y con unos cabellos largos que les llegaban hasta tocar el suelo. Las tres deformidades antinaturales abrieron sus bocas con satisfacción. Acababan de cazar su presa del día. Empezaron a tirar del cuerpo de Rodolfo Contreras, conduciéndole por el bosque cercano, hasta dar con la entrada a una especie de madriguera formada bajo la superficie del suelo. Primero entraron las tres aterradoras criaturas, para seguidamente hacerlo el cuerpo inmovilizado de Rodolfo, tironeado por un extremo libre de la cuerda. Su cabeza alcanzó la oscuridad total de un estrecho túnel húmedo horadado por aquellas bestias horripilantes. Luego su torso y por último las piernas.
Trató de gritar como un loco, pero nadie pudo escuchar sus lastimeros ruegos de auxilio conforme las criaturas se pusieron a devorarle la carne del rostro, ansiosas de alimentarse hasta que sus estómagos estuvieran del todo repletos.

El peso de la conciencia

Hoy estoy feliz. En mi celda de castigo habilitado en las mazmorras tengo un prisonero que se merece los mayores tormentos. Hizo una cosa mala en el pasado. Me juramenta que toda la culpa procede de un conocido suyo, que por cierto, está purgando penas en el potro. Nunca dejaré de estar agradecido a Susan. Una chica maja, bondadosa e inocente. Pero que cuando tiene que salirse con la suya, lo consigue. Lástima que ya haya cumplido con su labor. La voy a echar de menos. Y no digamos nada, mi fiel lacayo Dominique, que estaba por ella hasta los huesos…
Ahora os narro su historia.

Martin estaba sentado en el borde de la cama de su dormitorio. Tenía la cabeza gacha, sostenida entre las manos, observando sus propios muslos. Vestía ropa interior de una semana. Estaba descalzo. Cansado. Desnutrido. Bebía pocos líquidos y se alimentaba precariamente de comida enlatada, sin desayunar ni cenar. Había adelgazado ocho kilos en diez días. Sus ilusiones estaban muertas.
– Martin. Comprendo que llevas una mala racha – le dijo la muchacha.
Era una chica de no más de veinte años. Muy linda. Larga cabellera castaña, de pelo alisado sobre los hombros. Esbelta y de tez ligeramente pálida. Sus ojos eran azules celestes. Muy grandes. Le observaban desde el quicio de la puerta. De pie. Luciendo un camisón largo hasta las rodillas. Estaba igualmente descalza.
Martin se volvió hacia ella.
Dios, que hermosa se le mostraba.
Y a la vez cuan incómoda resultaba su presencia allí.
– Déjame. No tengo ganas de verte – le dijo, tajante.
– Tienes que decidirte, Martin.
“Hace mes y medio fue tu padre.

Fue rápido. Un cáncer de estómago que lo condujo a la fase terminal en menos de quince días. Se quejaba de fuertes ardores en las últimas semanas. Hasta entonces había estado fuerte como un roble. Por eso no se les ocurrió llevarle a que le hicieran una analítica. Cuando súbitamente empezó con los vómitos densos y oscuros, fue ingresado en la clínica, donde la realización de una exploración por el TAC dio el resultado del avance de varios nódulos cancerígenos con metástasis derivados desde el original en el estómago, hacia el hígado, esófago y riñón derecho. Estaba viudo. De hecho, su padre sólo disfrutó de cinco años de matrimonio con su madre. Martin tenía tres años cuando ella murió también de cáncer. Ser hijo único requería una sólida relación de cariño y amor hacia su padre. Por eso lo inesperado de su enfermedad empezó socavando los cimientos sobre los cuales se sustentaba el frágil equilibrio de su estado mental.

– No necesitas recordármelo – insistió Martin a la joven.
– Tienes razón. No mencionaré más la muerte de tu padre. Entiendo que tardes en asimilar tanto dolor. Encima luego llegó el accidente de Paul. Hace dos semanas. Es tan reciente.

Paul era el hermano de su novia Clara. Se llevaban de fábula. Enseguida se hicieron buenos amigos. Martin estaba por asegurar que era su único gran amigo. Como si fuera un hermano mayor. Sincero, honesto y siempre dispuesto a echarle una mano cuando hiciera falta. Para Martin resultó un fuerte mazazo enterarse que Paul había tenido un percance en el trabajo. La voz de Clara al teléfono era temblorosa y desalentadora. Paul trabajaba de encargado en una constructora. El operario de una grúa tuvo un despiste y al girar la pluma, casi le dio a Paul. Este estaba en un tercer nivel de la obra, y al intentar esquivar el golpe, perdió el equilibrio, precipitándose al vacío y muriendo en el acto. A raíz de esa terrible pérdida, Clara se volvió esquiva. A la semana del funeral, le comunicó a Martin que lo mejor era romper la relación que mantenían. Un dolor unido a otro dolor.

– En poco más de seis semanas has perdido a las únicas tres personas que te entendían y te querían. Eso tiene que ser muy duro para ti – continuó hablándole la joven sin moverse de su sitio.
– No sigas. Vete. Necesito estar sólo.
– Martin. Hay veces que lo mejor es asumir lo que nos marca el destino.
Se llevó las manos a los ojos. Los tenía pesados. Al borde del llanto.
– Admítelo, Martin. Tus seres más queridos te han abandonado. Ahora estás completamente sólo. Sin amigos. Sin familiares directos. Sin relaciones afectivas.
– Basta.
– Ayer te llamaron del trabajo, Martin.
– ¿Cómo es que sabes eso? – la miró con las lágrimas desbordándole el rostro.
– Yo me entero de las cosas más insignificantes, Martin. Quien te llamó era tu jefe. Llevas cinco días seguidos ausentándote del trabajo de manera injustificada. Motivo suficiente para comunicarte tu despido. Ahora estás sin ingresos, Martin.
– Me estás haciendo la vida imposible.
– Simplemente reclamo lo mío, Martin.

Se llamaba Susan. Era una chica universitaria procedente de Ottawa. Tenía una beca para estudiar en los Estados Unidos. El hermano de Clara se fijó en ella en un partido de fútbol americano donde jugaba el equipo universitario. La estudiante era una de las animadoras. Con la euforia de la victoria, muchos lo celebraron yendo de ronda de bares. En un local, la chica coincidió con Paul y Martin. Ambos ya llevaban varias rondas de cervezas y estaban por consiguiente, lo suficientemente bebidos como para animarse ante la visión del hermoso físico de Susan. Paul la invitó a una copa y estuvieron hablando un poco de cosas fútiles. Después de ganarse su confianza, se ofreció a llevarla de vuelta al campus en su coche. Susan agradeció el detalle y los acompañó convencida de que al ser dos personas tan populares en el bar donde habían estado bebiendo estaría segura en su compañía. Martin ejerció de conductor, mientras Paul se sentó en la parte de atrás con Susan. Al poco de abandonar las calles principales de la localidad, Paul empezó a mostrar su fogosidad. La chica le pidió que se mantuviera quieto. Martin les preguntó si todo iba bien, a lo que Paul le indicó que condujera hasta salir de la ciudad. Susan vio entonces que la situación se estaba volviendo desagradable, y les rogó que pararan para dejarla bajar del coche. Paul se echó a reír como un loco y comenzó a abofetearla con fuerza, dejándola medio aturdida por los golpes. Martin estaba nervioso al volante, y en una curva perdió el control, dando el vehículo una vuelta de campana. Cuando recuperó la conciencia, vio a Paul llamándole desde fuera. Este se encontraba agachado, pues el vehículo estaba volcado.
– ¡Deprisa! ¡Sal! Está perdiendo combustible. Puede arder en cualquier momento – le urgió Paul, destrozando el cristal de la ventanilla a puntapiés.
– Dios.
Se soltó el cinturón de seguridad como pudo y con la ayuda de su amigo, logró salir a duras penas por el hueco de la ventanilla. Paul lo ayudó a incorporarse de pie, y pasándole un brazo por el hombro, lo hizo de abandonar las cercanías del coche.
– ¿Y la chica? ¿Dónde está ella? – preguntó Martin mientras avanzaban a marchas forzadas.
– En el coche – le contestó someramente Paul.
Justo en ese instante, sintieron la explosión del automóvil a sus espaldas, cayendo ambos de bruces sobre la hierba de la cuneta.

Martin se levantó de la cama. Quiso eludir la mirada de la chica.
Esta no se apartaba del hueco de la puerta.
– ¿No he tenido ya suficiente castigo? He perdido a mi padre, a mi mejor amigo y a mi novia.
” Me he quedado sin trabajo. Estoy sin fuerzas.
– Sin ganas de vivir. Dilo, Martin.
– No.
– No pararé hasta que me hagas justicia, Martin.
– Yo no quise hacerte daño. Fue Paul…
– Fuisteis los dos. Las intenciones de Paul eran dañinas. Y una vez que se hubiera propasado conmigo, tú harías lo propio. No te escudes en el accidente. Eso es secundario. Lo uno no evitó lo otro.
– Susan.
– Morí por vuestra culpa.
“Pero aún no he recorrido el camino que me libere del dolor. Necesito descansar en paz, Martin. Y hasta que tú no repares mi aflicción, las cosas no cambiarán.
Martin se puso a mesarse los cabellos, mirándola al borde de la locura.
– Las cosas no pueden ir a peor, Susan.
– Sí que pueden, Martin.
– ¿Cómo? Dímelo, por Dios.
– Aún no puedes superar tu separación con Clara. La quieres. La deseas. Harías cualquier cosa por ella.
– Eso es cierto.
– Y aunque ella ya no quiera saber nada de ti, Martin, su muerte te afligiría por completo.
– No.
– Primero tu padre. Luego tu mejor amigo. Después Clara.
“Dos están muertos, Martin. Me falta un tercero. Y eres tú el que tiene que decidir quién ocupará ese lugar para que yo pueda ver la luz que ilumine mi camino al otro lado de la vida.

Eran las tres de la tarde de un sábado. El vecino de al lado escuchó un disparo procedente del interior del piso de Martin. No tardó en notificar el hecho a la policía. Cuando llegaron los primeros agentes, y una vez abierta la puerta por el casero, encontraron el cuerpo sin vida del inquilino tumbado en el suelo. Acababa de pegarse un tiro. Su rostro era todo sufrimiento.
Como si algo que remordiera su conciencia le hubiera impulsado en dar término a su propia vida.

El destino de los perdedores

A veces el azar puede llegar a jugarnos malas pasadas. Más cuando tentamos la suerte jugando grandes cantidades de dinero en apuestas, pensando que un golpe de fortuna va a hacernos millonarios, concediéndonos la oportunidad de vivir una vida de lujo y desenfreno. Craso error. Lo peor llega cuando encima las cantidades que apostamos son fruto de un préstamo solicitado a un miembro del crimen organizado. Si no se gana, se pierde el dinero, y lo que es más probable, la vida.
Pero pasen y vean el siguiente capítulo de mi teleserie favorita. Acomódense en las butacas de huesos, y sirvánse ustedes mismos. Ahí están las palomitas y las cervezas.
Servilletas no tengo, así que tendrán que secarse las babas con las manos, ja ja.
Aquí tengo el mando a distancia. El programa empieza
ahora.

Eran tres. Cada uno vivía en zonas distintas de la ciudad. Conseguir reagruparlos le llevaría toda la mañana y gran parte de sus esfuerzos en el empeño. Afortunadamente conocía el momento apropiado para abordar a cada individuo. Fueron meses de seguimiento en la sombra, conociendo los hábitos de cada cual.
Su debilidad física lo compensaría con el inestimable uso de una porra eléctrica.
Así los fue asaltando uno a uno, para finalmente conducirlos al punto de reunión en un lugar bastante alejado y solitario, lo suficientemente distante del núcleo urbano donde los tres residían.


El despertar fue duro para los tres. Estaban encerrados en una cámara frigorífica a siete grados bajo cero y bajando. 
Dos de ellos se conocían perfectamente. El tercero era un absoluto desconocido para ambos.
– Soy Regis Sinclair – dijo el extraño. Era un hombre negro de edad mediana y complexión delgada. Tenía amplias entradas que se percibían a pesar de su corte de pelo al uno.
Tony De Matteo y Robert Salgado se miraron consternados.
– ¿Qué coño pintamos en este lugar? Hace un frío del carajo – se quejó Tony De Matteo, golpeándose los antebrazos con las manos.
– Parece una cámara frigorífica de un camión de transporte de congelados – le puso al corriente Robert Salgado.
Regis trataba igualmente de entrar en calor.
– Ustedes dos se conocen. ¿Quiénes son?
Tony le devolvió una mirada displicente, dando unos saltos para entrar en calor.
– Lo de menos es saber nuestra identidad.
“Lo importante es determinar el motivo por el que estamos aquí metidos. Si no salimos pronto, esta cámara será nuestro panteón – aseveró Tony.
Robert se acercó a la puerta del camión. Como era de esperar, la única posibilidad de poder abrirla era desde la parte externa.
– Joder. Esto no tiene ningún sentido – masculló, golpeando la puerta con un puño.
Entonces Regis se fijó en una cosa. Al fondo de la cámara, supuestamente cercana a la cabina del camión, había una serie de objetos. Se acercó. No tardó en mostrar su perplejidad.
– Eh, ustedes dos. Aquí hay una serie de armas blancas diseminadas por el suelo.
– Cómo.
Robert y Tony se pusieron a su lado.
Había un par de machetes con el filo mellado, tres navajas, cuatro cuchillos de carnicero y un hacha de doble filo.
– ¿Qué diantres significa todo esto? – las palabras de la pregunta flotaron en el ambiente en forma de volutas gélidas conforme Regis hablaba.
Para su propia sorpresa descubrieron que la cabina tenía una ventanilla metálica que se comunicaba con el interior de la cámara. Esta se abrió de repente y de igual modo volvió a cerrarse.
– El cabrón está sentado en la cabina. ¡El muy miserable nos está vigilando! – alborotó Robert, enojado. Se arrimó a la ventanilla y empezó a golpearla con sendas manos. – ¡Eh, miserable! ¡Sácanos de aquí! ¿Qué buscas? ¿Que nos quedemos congelados?
– Obviamente eso parecen sus intenciones – dijo Regis, riéndose nerviosamente.
– Cállate de una puta vez o te corto el gaznate de una cuchillada – le espetó Tony, empujándolo contra la pared lateral izquierda.
Eso no tenía ningún sentido.
Que un tío desconocido los secuestrara y los mantuviera encerrados en condiciones extremas dentro de una cámara frigorífica era cosa de locos. Y de película. Ni que estuvieran protagonizando una nueva secuela de la exitosa saga “Saw”…

Su vida dependía de una última apuesta. Eso era indudable. Había arriesgado hasta el último penique que le quedaba del préstamo solicitado al hijo de puta de Tony De Matteo. Este era un mafiosillo del tres al cuarto, pero era conocido por su sádica forma de cobrar las deudas. Con la ayuda de sus secuaces, cortaba miembros a los desgraciados que no podían pagarle los préstamos con los debidos elevados intereses, o los dejaba sin vista extrayéndoles los ojos con garfios, o simplemente les metía una bala por el culo, dejándoles morir desangrados en una agonía lenta y eterna. Así era el villano de Tony De Matteo. Más motivo para tener que jugárselo todo a una carta en el hipódromo.
Conocía a un corredor de apuestas que le debía un favor algo lejano. Se llamaba Regis. Al principio este hizo como que no le recordaba de nada. Casi se lo tuvo que pedir de rodillas.
– Me lo debes, Regis. En Irak te salvé el culo por la matanza de Qadawi. Si no hubiera sido por mi informe, nos podrían haber presentado ante un Consejo de Guerra.
– De acuerdo. Pero como se entere mi jefe, estoy perdido.
– Sólo necesito una apuesta segura. El ganador de una carrera amañada. Venga. Así quedaremos en paz.
– Joder.
Regis cogió un bolígrafo y remarcó el nombre de un caballo en el programa de carreras.
– Little Red Daddy en la cuarta. De diez participantes, es el último en los pronósticos y con diferencia. De quince carreras, sólo ha acabado dos veces entre el quinto y el séptimo puesto. Pero hoy va a dar el triple salto mortal y sin red. Te lo aseguro. Te vas a volver de oro con esta apuesta – le dijo Regis convencido.
– Que Dios te oiga, amigo – contestó con un fulgor de emoción en las comisuras de los ojos.
Cuan importante era que aquel caballo ganara para seguir de una sola pieza.

Habían pasado cinco minutos desde que se abriera y cerrara la ventanilla. Los tres hombres estaban poco a poco perdiendo el control. La sensación térmica de la cámara cada vez era más baja. No podían permanecer quietos en el sitio. Estaban al borde de la hipotermia. Quince minutos, o a lo sumo media hora más, y podrían considerarse historia. Serían tres estatuas congeladas.
– ¡Maldita sea! ¡Sácanos de aquí, condenado desgraciado! – Tony De Matteo estaba aterido de frío. Miraba a los cuchillos y al resto de las armas blancas tiradas por el suelo – Joder, Robert. Tienes que sacarme de aquí. No PUEDO morir en este puto lugar y de esta estúpida manera.
Robert Salgado permanecía callado, sacudiéndose con las manos el cuerpo para intentar remitir en parte la sensación de frío.
Mientras, Regis cogió una navaja. En el momento que la estaba inspeccionando, la ventanilla se abrió por segunda vez de manera imprevista. Alguien se acercó a la rejilla.
– Ustedes tres van a formar parte de una competición deportiva. Con la salvedad que no se admiten apuestas…- dijo una voz ronca.

Todo salió mal. El maldito caballo se partió la pata tomando el interior de la curva y hubo de ser sacrificado en directo ante el horror del público.
Abandonó el recinto confuso y aterrado. Estaba sin blanca y a merced de la nula benevolencia de Tony De Matteo. La única alternativa que le quedaba era ir a casa, hacer las maletas y largarse cagando leches de la ciudad. Lo primordial era conservar la vida. Más tarde, si conseguía darle esquinazo al gángster, se preocuparía de intentar rehacer su vida en un nuevo destino y con una falsa identidad.
Sin ni siquiera alcanzar las cercanías de su casa, los hombres de Tony De Matteo se le acercaron en un Mustang gris.
– Venga, entra. El jefe te quiere ver – fue la frase lapidaria que le dijo el que acompañaba al conductor, apuntándole con el cañón de su pistola.
No le quedó más remedio que subirse al Mustang y elevar sus oraciones al Cielo.
La llevaba clara.

– Los tres disponen de la misma oportunidad. Uno de ustedes será el único vencedor. En otras palabras. Dos morirán y uno vivirá para contarlo. Pero tienen que darse prisa. Estoy bajando poco a poco la temperatura de la cámara. Si el espíritu de la supervivencia no les hace reaccionar en aproximadamente diez o quince minutos, los tres morirán.
– ¡Canalla! ¿Por qué no reúnes el valor de formar parte del grupo? Así sería mucho más interesante. Cuatro en vez de tres – increpó Tony De Matteo a la persona resguardada en el anonimato detrás de la diminuta rejilla.
– Está perdiendo unos segundos preciosos malgastando saliva.
“Les he dejado un bonito arsenal para que luchen entre si.
“En cuanto quede uno solo en pie, se le abrirá la puerta para que pueda salir por la misma.
“Ahora me despido. De ustedes depende morir congelados o luchar por la supervivencia.
La ventanilla fue cerrada por última vez.
– Cabronazo. ¡Si te tuviera aquí mismo, te ahogaba bajo la presión de los dedos de mis propias manos! – graznó Tony.
Sin pensárselo, se agachó para recoger un machete del suelo.
– Espera. ¿Qué haces? ¿No irás a seguirle la corriente a ese chalado? – preguntó Robert, alarmado.
Regis miraba a sus dos compañeros de penurias con rostro expectante.
Tony recogió el hacha y se lo tendió a Robert Salgado.
– De momento hay que empezar con uno. Y esta claro que el eslabón más débil de los tres es ese petimetre de ahí – le dijo, señalando a Regis Sinclair.
– Dos contra uno – susurró Robert.
– Exacto – enfatizó Tony.
Los dos fueron en pos de Regis, acorralándole en un rincón.
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No lo hagan! ¡No le sigan el juego a ese perturbado! – imploró Regis.
Sus ruegos fueron desatendidos, con las paredes cubriéndose con las salpicaduras de su sangre conforme Robert y Tony se ensañaban con su cuerpo…

Tonny De Matteo se presentó en la bajera de un almacén que tenía en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Nada más entrar, vio a aquella asquerosa rata que le debía treinta mil libras esterlinas. Ahora era una figura patética. Desnudo, colgado cabeza abajo de una cuerda atada alrededor de sus tobillos, con las manos maniatadas a la espalda y convenientemente amordazado.
Nada más notar la presencia de Tony, el botarate se puso a intentar moverse, buscándole con la mirada. Quería suplicar por su vida, pero la mordaza impedía que los vocablos emitidos por su garganta resultaran intelegibles del todo.
Tony se mantuvo un instante interminable mirándole con desprecio. Estaba vestido con un cierto estilo elegante, al revés que sus hombres, quienes lucían un atuendo llamativo consistente en un mono amarillo confeccionado para resistir agresiones de sustancias químicas, de alto cuello con capucha, cierre de cremallera frontal con elástico en los puños y los tobillos, además de pantallas faciales, guantes de PVC y botas de seguridad.
– Ponle las gafas – ordenó a uno de sus matones.
Este obedeció de inmediato, colocándole unas gafas de natación sobre los ojos.
– Sabes, rata de cloaca. Porque eso es lo que eres realmente. Un gusano que merece ser pisoteado.
“No. No temas. No voy a ordenar que te manden al otro barrio. Simplemente voy a aplicar el mismo rasero con respecto al dinero que me debes. Está claro que ya puedo olvidarme de recuperarlo.
Es un chiste tonto, y encima tú te ríes en mis propias narices. ¿Pero quién te crees que es Tony De Matteo? ¿Que me voy a sumar al regocijo general? ¿Acaso te piensas que me voy a echar unas risotadas por ver tus payasadas? ¿Por comprobar cómo la cagas una y otra vez?
“Nada. Eres una piltrafa. Una boñiga de vaca. Y como eres una mierda, nos queda transformarte en eso. En una PUTA MIERDA.
Tony pidió a uno de sus hombres que le acercara una silla. Quería contemplar la tortura que iban a inflingir a ese pobre diablo. Sería una lección para toda la vida. Y quedaría marcado para siempre.
– Podéis empezar con la diversión. ¿Cuántas dosis de ácido habéis conseguido?
– Cuatro, jefe.
– Bien. Estupendo. Iniciad aplicándoselo por la cara, respetándole los ojos.
” Quiero que no pierda la vista. Que todas las mañanas pueda contemplarse en el espejo el puto monstruo aberrante en que quedó convertido por deber dinero al Gran Tony.

El cuerpo sin vida de Regis Sinclair se encontraba tendido en el suelo. Tenía una mano despedazada por intentar defenderse de los ataques de machete y del hacha. La otra mano se hallaba distante un metro de su muñón. Su cabeza estaba abierta y destrozada como si fuera una sandia madura precipitada desde la ventana de un primer piso a la acera. La realidad es que no pudo ofrecer mucha resistencia. Tony De Matteo y Robert Salgado se pusieron de acuerdo en la forma de avasallarlo, como si se hubieran entrenado para matarlo de esa manera.
Ahora el quid de la cuestión radicaba en que eliminado Regis, sobraba uno de ellos dos.
En cuanto hubo expirado este, los dos se apartaron, dejando un espacio entre ellos, y se pusieron a vigilarse en silencio. La sensación de frío se iba incrementando minuto a minuto. Les temblaban los labios y las manos. No les quedaba mucho tiempo para poner un eficaz remedio a ese encierro irracional.
Tony fue el primero en intentar dar por zanjado el asunto. Tenía el machete. Robert Salgado el hacha. Eso fue un craso error por su parte el habérselo tendido. Ahora estaba en clara desventaja. Tendría que maniobrar con rapidez para sorprenderle e impedirle que contraatacara con la fuerza del hacha. Robert vio venir su ataque, y se defendió con el mango de su arma.
– Joder – bramó Tony al ver repelido su ataque.
Robert recondujo el impulso en la inercia de Tony sobre su cuerpo para emplear una defensa evasiva golpeándole en el rostro con la base del mango del hacha.
– Joder
Tony De Matteo se trastabilló, quedándose un instante ligeramente aturdido por el golpe.
Cuando pudo enfocar su visión en su rival, notó un impacto seco y preciso en su cráneo, seguidamente de un fuerte chorro de sangre oscura y pedazos de su cerebro escurriéndose por sus mejillas. El machete se le escapó de entre los dedos de la mano, y con mirada extraviada, fue perdiendo el equilibrio hasta caer desplomado justo al lado del resto de las armas tiradas por el suelo.

Daba la casualidad que esa tarde Robert Salgado no estaba de servicio. Así que cuando recibió un mensaje sms de Tony De Matteo, decidió acudir por su cuenta y riesgo.
Al entrar en el almacén, pudo ver la obra de arte creada por aquel sádico criminal.
– ¡Jesús! ¿Esa cosa que está colgando cabeza abajo es de origen humano? – dijo empleando su sarcasmo habitual.
– Ya sabes. Lo de siempre. Me debía una cantidad respetable de pasta – dijo Tony, incorporándose de la silla para saludarle con un gesto de la mano derecha.
Robert Salgado iba a sonreír de manera forzada, cuando reparó en que el cuerpo se agitaba ligeramente.
– El tipo está vivo.
– Ese es un hecho incuestionable. No era mi intención matarlo.
– Pero… Joder, Tony. Está hecho un cristo. Tiene que estar sufriendo como un cerdo.
– Eso le sucede por querer contarme un chiste de dudoso gusto.
– ¿Cómo dices?
– Nada. Cosas mías. Ya sabes. Te dejo a cargo de todo. El tema del hospital. La discreción. Que ningún detalle llegue a oídos de tus superiores.
Tony le tendió un fajo de billetes.
– Esto… Será complicado aducir una excusa convincente ante los médicos que tengan que tratarlo. Te costará mucho más que todo esto que me ofreces, Tony.
“Sinceramente, te convendría más acabar con su patética vida.
Tony mostró la hilera superior de su dentadura en una sonrisa del todo detestable e inhumana.
– Es mi capricho, polizonte. Matar es quitarle el sufrimiento en segundos. En cambio, dejarle con vida, es castigarle para el resto de su existencia.
“Cuando tengas todo esto solucionado, el doble de lo que te he dado para que sobornes a los médicos durante su tratamiento clínico irá a parar directamente al fondo de tu cartera.
– Eso suena mucho mejor.
– Nos entendemos de maravilla. Eso es lo bueno de tener a un inspector de policía en nómina – se rió Tony De Matteo de manera escandalosa.
Ordenó a sus hombres que bajaran el cuerpo cubierto de terribles heridas lacerantes, para acto seguido hacer mutis por el foro por la puerta del almacén.

Escasos segundos discurrieron desde el instante en que Robert Salgado hubo acabado con la vida de Tony De Matteo hasta que la puerta del camión refrigerado quedase definitivamente abierta, ofreciéndole la posibilidad de abandonar el insoportable frío acumulado en el interior de la cámara.
Tales eran sus ganas de salir de allí, que no se hizo con ninguna de las armas tiradas por el suelo.
Cuando salió de la parte trasera del camión, se encontró con la oscuridad de la noche, sin ninguna iluminación artificial que pudiera revelarle el lugar donde se hallaba. Tan solo los pilotos traseros del camión y sus faros irradiaban un ligero aura superficial en el pavimento más cercano. Pestañeó varias veces, tratando de adaptar con premura su visión a las penumbras, tiritando de frío por el largo rato encerrado en el camión frigorífico.
Justo en el instante que pensaba alejarse de la zona, del lado contrario del vehículo de transporte surgió una figura encapuchada sosteniendo una escopeta entre las manos enguantadas. Sin mediar palabra, el desconocido apuntó al vientre de Robert Salgado y le disparó, acertándole de lleno. Producto de la potencia del impacto del disparo, Robert salió ligeramente despedido de espaldas contra la parte trasera del camión. El policía se dio de cuenta que en ese instante todo estaba perdido. En un acto reflejo se llevó las manos al regazo. Las vísceras estaban al descubierto. Sus fuerzas empezaban a abandonarle. Se le pasó la tiritona.
– Tramposo. Jodido… tramposo… – fueron sus últimas palabras antes de fallecer.
La figura de la capucha cargó con su cadáver y lo introdujo en el camión refrigerado, cerrando la puerta a cal y canto. Luego se subió a la cabina.
Dejó la escopeta en el suelo por un momento y se recostó la espalda contra el respaldo del asiento. Necesitaba descansar unos segundos. Respiró profundamente, contemplándose en el espejo retrovisor a través de los orificios practicados en la tela que le cubría el rostro.
En cuanto estuvo relajado, se quitó la capucha, dejando su faz a la vista.
La herencia de una vida interminable se mostraba ante su propia repulsión.
Todo era un sin sentido.
Su rostro era una aberración.
Al igual que el resto de su cuerpo horriblemente mutilado.
No tenía sentido postergar más su propio sufrimiento.
Los tres bastardos que le habían arruinado la vida, su sentido de existencia entre el resto de los seres humanos, habían recibido su merecido.
Por lo tanto, era hora de aplicarse su propia medicina, llevándose el cañón de la escopeta a la boca y apretando el gatillo.
Cosa que hizo a continuación.

Sombras

Esto es terrible. Todo está a oscuras en mi horrenda mansión de pesadillas. Ya les avisé que esta tempestad podría incordiarnos con algún rayo tremendo, y quedarnos a oscuras. No, en mi casa no dispongo de pararrayos. Esperen un poco, queridos e ilustres visitantes. Voy a llamar a mi mayordomo. Se llama Dominique. Le ordenaré que encienda las teas y las velas para iluminar mínimamente las dependencias. Aquí llega Dominique. Es muy servil y obediente. Eso si, tengo que comentarle que se cambie su nombre de pila por el de Igor. Es más rentable de cara a los royalties. Ja ja ja.
Ahora acomódense en mis sillones de tapicería de piel humana y escuchen la historia que tengo que contarles acerca de mi lacayo. Esto aconteció mucho antes de que entrara a formar parte de mi plantilla de eficientes sirvientes. Y una vez que me puso al corriente de sus dotes especiales, no dudé ni un instante en contratarle.

Dominique era una persona solitaria y muy aprensiva. Tenía cincuenta años y desconfiaba de todos los semejantes que le rodeaban. No tenía ocupación laboral conocida. Vivía en una pensión de mala muerte en la parte más deprimida de la ciudad. Barriada de malos hábitos y ladrones a partes iguales. Se podía decir que mientras uno apuñalaba por la espalda a su mejor amigo, otro hacia lo propio con su padre, o su mujer o amante ocasional. Como era de suponer, residir en semejante zona marginal de la metrópoli era nacer en el anonimato de la pobreza o la delincuencia y morir del mismo modo unas cuantas décadas después, y eso quien tuviera la grata fortuna de poder sobrevivir más allá de los cuarenta.
Dominique Lapierre no gozaba de amistades, ni casi gente conocida. Sus familiares le ignoraban por recelo a su extraño comportamiento social. Su mirada penetrante y su rostro hosco causaban cierta perturbación ante cualquier interlocutor con el que tuviera que mantener la más mínima relación. Nunca frecuentaba los bares, ni las timbas clandestinas y qué decir de los burdeles baratos. Permanecía recluido la mayor parte del tiempo en su miserable cuarto. La puerta disponía de su cerradura original. Dominique le incorporó una segunda y por la parte que daba al interior fijó dos cerrojos con sendos pestillos de buen tamaño. Cuando abandonaba su hogar, estaba claro que no se fiaba del resto de los inquilinos. Y cuando se encerraba dentro, la protección de los pestillos daba a entender que sin ellos pudiera ser asaltado mientras dormía o descansaba.
En resumidas cuentas, Dominique terminaría por llamar la atención al ser tan precavido.
El resto de inquilinos cuchicheaba en grupo acerca de la conducta reservada de su vecino. En la hora de la comida y la cena. En la propia calle. Poco a poco se fue corriendo la voz de un infundio. Se decía que Dominique casi no hacía otra cosa que permanecer encerrado en su habitación porque debía de poseer alguna reliquia de enorme valor económico. Quienes compartían pensión con él eran todos hombres de mala catadura. Dos eran marineros dados a la bebida y al juego. Otro era un drogadicto enfermizo. Y los otros dos eran unos maleantes, que medraban a costa de atracar a los imprudentes que recorrían las callejuelas más angostas a partir de la medianoche.
No tardaron en considerar llevar a cabo un asalto a la habitación de Dominique.
El patrono de la pensión haría la vista gorda, a cambio de recibir un porcentaje del previsible botín. Estuvieron planificando derribar la puerta de la habitación de Dominique Lapierre pasadas las doce de la noche. Sería buena hora, porque a dicha hora el guarda nocturno terminaba de recorrer los aledaños de la pensión, y sin vigilancia, y con la complicidad cobarde del vecindario, ni siquiera la oposición de Dominique ante el ataque ni sus posibles gritos de auxilio serían correspondidos en forma de ayuda.
Los cinco malhechores acudieron armados de dos hachas y un mazo. Sin esperar a una orden de inicio coordinado, fueron emprendiéndolo a hachazos y luego terminando de echar la resistencia de la puerta abajo con la contundencia del enorme mazo. Todo fue cuestión de treinta segundos. En cuanto el quicio quedó despejado de la protección y amparo de la puerta, el conjunto de los asaltantes irrumpió con presteza en la habitación.
Encontraron el cuarto iluminado por decenas y decenas de velas y unas cuantas lámparas de aceite. En el centro de la estancia estaba Dominique sentado en el suelo con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo. Estaba con los ojos cerrados. Respiraba profundamente, en una especie de estado de meditación. Parecía ajeno al estruendo ocasionado por el destrozo ruidoso de la puerta.
Uno de los cinco estaba presto a zarandearle para despertarle de su ilógica postración e interrogarle por todo artículo de valor que pudiera tener oculto, cuando el movimiento de las sombras a la luz de las velas y las lámparas fue proyectándose en las paredes, el techo y el suelo. En principio creyeron que esas sombras les pertenecía a sus propias siluetas, pero cuando estas se fueron incrementando en número y anexionándose entre si hasta teñir casi la superficie de cada pared de negro, donde el sentido del dibujo de las extremidades y las cabezas se fue perdiendo hasta su desarrollo final en formas amorfas oblongas, los criminales trocaron su ímpetu amenazador por el inherente a toda persona que percibiera un peligro inminente.
– No toquéis mis sombras – musitó Dominique sin moverse ni un ápice de su postura, ensimismado en sí mismo.
Los cinco asaltantes apiñaron sus cuerpos espalda contra espalda, mientras las sombras imperfectas abandonaban las paredes y el suelo, rodeándoles hasta sumirlos en la negrura. Un soplo de aire apagó la lumbre de las velas y de las lámparas de aceite.
Se escucharon gritos de desesperación.
Durarían cinco segundos.
Luego se instauró el silencio y la oscuridad continuó reinando en el interior de la habitación de Dominique Lapierre.
El patrono de la casa percibió las horribles lamentaciones y acudió ante el cuarto de su singular inquilino. A la vista de las tinieblas, sin atreverse a dar ni medio paso hacia el interior de la habitación, se limitó a preguntar consternado por lo que acababa de oír.
– ¿Qué han sido esos chillidos del demonio? ¿Acaso alguno de los cinco estáis en apuros?
Daba por hecho que Dominique estaría malherido o muerto.
Su rostro se tornó blanco al percibir quien contestaba era este último.
– ¿De qué cinco me habla, señor Cotard? Aquí estoy yo sólo.
“Eso si, en cuanto encienda la luz, estaré rodeado de mis serviles sombras.
“Y cuando eso ocurra, le ruego atraviese la entrada a mi humilde cuarto.
“Puede que entonces halle la respuesta a su pregunta.
El patrono vio una cerilla encenderse entre penumbras.
Unos dedos la acercaron a la mecha de una vela.
La estancia fue cobrando iluminación poco a poco.
Vela a vela.
Lámpara de aceite a lámpara de aceite.
Y cuando la habitación de Dominique quedó bien provista de luz, emergieron las sombras.
Seguido de un nuevo grito surgido de la garganta del patrono de la hacienda.

Asesinos ficticios: Edward Tellis Jr, el joven dependiente envenenador de clientes.

Incorporo al archivo de funestas pesadillas la biografía de un tunante poco conocido como asesino serial norteamericano. El chavalito se llamaba Edward. Como buen adolescente, su ardoroso deseo de poder demostrarle a su progenitor que era un chico con iniciativa en los negocios familiares, y no un simple zoquete que se limitara a silbarle a las muchachitas de su edad cuando pasaban por delante de la iglesia, le ocasionaría una breve vida entre sus semejantes. Aunque mejor visto, era lo deseable. Si no, al paso que iba, se nos cargaba hasta al apuntador.

Estamos refiriéndonos a Edward Tellis Junior. Nacido el 12 de junio de 1901 en un pueblo minúsculo de Dakota del Norte, justo cuando este estado apenas llevaba dos años formando parte de la Unión.
Sus padres eran el empleado de pompas fúnebres, Richard Tellis Blacksoul y la abnegada ama de casa Sarah Scream. Esta última ejercía en sus escasos ratos libre como maquilladora de los cuerpos presentes antes de su preparación estética para el velatorio y los restantes ritos religiosos finales. El hijo fue bautizado Edward, y aún a pesar de no llevar el mismo nombre de su padre, este se obstinó en adjudicarle la coletilla de Junior, asegurando que eso iba a traerles buena suerte en el negocio. De hecho, tuvieron que abandonar la ciudad de Redish por la puerta de atrás ante la ira popular por sus intentos de vender los cadáveres a unos forasteros de una caravana ambulante que buscaba unos cuerpos embalsamados de tal manera que pudieran formar parte de su caseta del terror. Al ser descubierto uno de los ataúdes antes del entierro, y hallar un cerdo muerto de triquinosis en vez del delicado cuerpecillo de una damisela de dieciocho años fallecida por la sífilis, el engaño se fue al garete.
Tras semejante experiencia del todo frustrante, la maravillosa familia Tellis optó por trasladarse más al sur del estado.
En la localidad de mil quinientos habitantes de Foreverlove encontraron la tierra prometida. Richard instaló su nueva funeraria con la intención clara de instalarse en aquel pueblo hasta que le llegara su hora. Estaba cansado de llevar una vida tan nómada. El pequeño Edward cumplió sus estudios primarios en la escuela local. Una vez finalizados, se incorporó al mundo laboral. Para disgusto de su progenitor, no continuó con la tradición familiar. Edward detestaba todo lo relacionado con el funcionamiento de la funeraria, así que en cuanto tuvo la oferta del señor Douglas para entrar como ayudante en su colmado, no se lo pensó dos veces. El sueldo era insignificante, pero era un comienzo. Y la realidad es que la tienda era muy próspera. El listado de clientes era de lo más lustroso.
Edward tenía quince años por aquel entonces. Justo cuando Foreverlove destacaba por la más baja tasa de mortalidad de los últimos cincuenta años. Los lugareños justificaban la buena salud que disfrutaban por los buenos alimentos de la tienda del señor Douglas. Por desgracia, nunca convenía vanagloriarse en voz alta. Los designios del Señor suelen ser inescrutables. Las muertes empezaron a suceder entre el período del 11 de febrero de 1916 y el 7 de abril del mismo año. Fueron muy llamativas, porque no es normal en una población tan sana la mortandad de cincuenta y dos personas en menos de dos meses. ¿Epidemia? Pudiera ser. Pero ninguno de los síntomas llevaba a la conclusión final de una grave enfermedad contagiosa. Y en todo el resto del condado no llegó a producirse ese aumento en el número de fallecidos de manera tan significativa como para que se generara la alarma de una enfermedad mortal contagiosa.
Porque las muertes eran fulminantes. Casi todos tenían las mismas características. Después de haber cenado algún que otro alimento enlatado, en pleno reposo digestivo, el comensal padecía unos dolores de tripas atroces, con dilatación abdominal excesiva, abandonando el mundo de los vivos en menos de dos horas entre espasmos de dolor y maldiciones indecorosas en contra de la comida ingerida.
El representante de la ley de Foreverlove, Nicholas Gringe, ató cabos en un periquete cuando la cifra de difuntos se iba incrementando notoriamente y las pompas fúnebres de Richard Tellis se lucraban sin el menor de los decoros aumentando el precio de las exequias. El Sheriff dedujo que todos los finados habían estirado la pata nada más haberse alimentado con algunos de los productos del colmado del señor Douglas. Su principal sospechoso no era el dueño, sino su nuevo dependiente, Edward Tellis Junior.
Finalmente, tras un laborioso proceso de investigación a pie de campo, pudo relacionar cada una de las muertes por envenenamiento a cargo del joven. Edward fue interrogado con dureza extrema (de hecho acabó con los dos ojos hinchados como tomates y siete dientes menos en la dentadura), y tras cinco horas de calvario, reconoció que había practicado unos pequeños orificios en cada uno de los envases de la comida enlatada expuesta en los anaqueles principales de la tienda. Utilizó una mezcla de estricnina y excremento reseco de ardilla. Revolvía bien las latas, selladas con un poco de cera para que no se notara su intervención (siempre practicaba la incisión debajo de las etiquetas pegadas con cola para que pasaran desapercibidas a primera vista, dando así la sensación de no estar manipuladas). Sus efectos producían una intoxicación alimentaria perniciosa.
Sin duda la razón de Edward era propiciar nuevos clientes para el negocio de su padre, que estaba en franco declive por la salud de hierro de los habitantes de Foreverlove. De este modo, este chico de tan solo quince años, se convirtió en uno de los primeros asesinos en serie más renombrados de los Estados Unidos, y casi el primero en el ranking de haber fomentado muertes por envenenamiento.
Edward Tellis Junior fue juzgado el 25 de mayo de 1916, encontrado culpable de cincuenta y dos homicidios premeditados, y condenado a la pena capital de morir ahorcado del árbol centenario de la localidad.
A raíz de su muerte, el negocio familiar quebró, perdiéndose el rastro de sus padres, quienes con inteligencia, decidieron emprender vida nueva en otro destino distinto al de Foreverlove.