El destino de los perdedores (sin rostro, no hay lágrimas).

A veces el azar puede llegar a jugarnos malas pasadas. Más cuando tentamos la suerte jugando grandes cantidades de dinero en apuestas, pensando que un golpe de fortuna va a hacernos millonarios, concediéndonos la oportunidad de vivir una vida de lujo y desenfreno. Craso error. Lo peor llega cuando encima las cantidades que apostamos son fruto de un préstamo solicitado a un miembro del crimen organizado. Si no se gana, se pierde el dinero, y lo que es más probable, la vida.
Pero pasen y vean el siguiente capítulo de mi teleserie favorita. Acomódense en las butacas de huesos, y sirvánse ustedes mismos. Ahí están las palomitas y las cervezas.
Servilletas no tengo, así que tendrán que secarse las babas con las manos, ja ja.
Aquí tengo el mando a distancia. El programa empieza
ahora.

Eran tres. Cada uno vivía en zonas distintas de la ciudad. Conseguir reagruparlos le llevaría toda la mañana y gran parte de sus esfuerzos en el empeño. Afortunadamente conocía el momento apropiado para abordar a cada individuo. Fueron meses de seguimiento en la sombra, conociendo los hábitos de cada cual.
Su debilidad física lo compensaría con el inestimable uso de una porra eléctrica.
Así los fue asaltando uno a uno, para finalmente conducirlos al punto de reunión en un lugar bastante alejado y solitario, lo suficientemente distante del núcleo urbano donde los tres residían.

El despertar fue duro para los tres. Estaban encerrados en una cámara frigorífica a siete grados bajo cero y bajando. 
Dos de ellos se conocían perfectamente. El tercero era un absoluto desconocido para ambos.
– Soy Regis Sinclair – dijo el extraño. Era un hombre negro de edad mediana y complexión delgada. Tenía amplias entradas que se percibían a pesar de su corte de pelo al uno.
Tony De Matteo y Robert Salgado se miraron consternados.
– ¿Qué coño pintamos en este lugar? Hace un frío del carajo – se quejó Tony De Matteo, golpeándose los antebrazos con las manos.
– Parece una cámara frigorífica de un camión de transporte de congelados – le puso al corriente Robert Salgado.
Regis trataba igualmente de entrar en calor.
– Ustedes dos se conocen. ¿Quiénes son?
Tony le devolvió una mirada displicente, dando unos saltos para entrar en calor.
– Lo de menos es saber nuestra identidad.
“Lo importante es determinar el motivo por el que estamos aquí metidos. Si no salimos pronto, esta cámara será nuestro panteón – aseveró Tony.
Robert se acercó a la puerta del camión. Como era de esperar, la única posibilidad de poder abrirla era desde la parte externa.
– Joder. Esto no tiene ningún sentido – masculló, golpeando la puerta con un puño.
Entonces Regis se fijó en una cosa. Al fondo de la cámara, supuestamente cercana a la cabina del camión, había una serie de objetos. Se acercó. No tardó en mostrar su perplejidad.
– Eh, ustedes dos. Aquí hay una serie de armas blancas diseminadas por el suelo.
– Cómo.
Robert y Tony se pusieron a su lado.
Había un par de machetes con el filo mellado, tres navajas, cuatro cuchillos de carnicero y un hacha de doble filo.
– ¿Qué diantres significa todo esto? – las palabras de la pregunta flotaron en el ambiente en forma de volutas gélidas conforme Regis hablaba.
Para su propia sorpresa descubrieron que la cabina tenía una ventanilla metálica que se comunicaba con el interior de la cámara. Esta se abrió de repente y de igual modo volvió a cerrarse.
– El cabrón está sentado en la cabina. ¡El muy miserable nos está vigilando! – alborotó Robert, enojado. Se arrimó a la ventanilla y empezó a golpearla con sendas manos. – ¡Eh, miserable! ¡Sácanos de aquí! ¿Qué buscas? ¿Que nos quedemos congelados?
– Obviamente esas parecen sus intenciones – dijo Regis, riéndose nerviosamente.
– Cállate de una puta vez o te corto el gaznate de una cuchillada – le espetó Tony, empujándolo contra la pared lateral izquierda.
Eso no tenía ningún sentido.
Que un tío desconocido los secuestrara y los mantuviera encerrados en condiciones extremas dentro de una cámara frigorífica era cosa de locos. Y de película. Ni que estuvieran protagonizando una nueva secuela de la exitosa saga “Saw”…

Su vida dependía de una última apuesta. Eso era indudable. Había arriesgado hasta el último penique que le quedaba del préstamo solicitado al hijo de puta de Tony De Matteo. Este era un mafiosillo del tres al cuarto, pero era conocido por su sádica forma de cobrar las deudas. Con la ayuda de sus secuaces, cortaba miembros a los desgraciados que no podían pagarle los préstamos con los debidos elevados intereses, o los dejaba sin vista extrayéndoles los ojos con garfios, o simplemente les metía una bala por el culo, dejándoles morir desangrados en una agonía lenta y eterna. Así era el villano de Tony De Matteo. Más motivo para tener que jugárselo todo a una carta en el hipódromo.
Conocía a un corredor de apuestas que le debía un favor algo lejano. Se llamaba Regis. Al principio este hizo como que no le recordaba de nada. Casi se lo tuvo que pedir de rodillas.
– Me lo debes, Regis. En Irak te salvé el culo por la matanza de Qadawi. Si no hubiera sido por mi informe, nos podrían haber presentado ante un Consejo de Guerra.
– De acuerdo. Pero como se entere mi jefe, estoy perdido.
– Sólo necesito una apuesta segura. El ganador de una carrera amañada. Venga. Así quedaremos en paz.
– Joder.
Regis cogió un bolígrafo y remarcó el nombre de un caballo en el programa de carreras.
– Little Red Daddy en la cuarta. De diez participantes, es el último en los pronósticos y con diferencia. De quince carreras, sólo ha acabado dos veces entre el quinto y el séptimo puesto. Pero hoy va a dar el triple salto mortal y sin red. Te lo aseguro. Te vas a volver de oro con esta apuesta – le dijo Regis convencido.
– Que Dios te oiga, amigo – contestó con un fulgor de emoción en las comisuras de los ojos.
Cuan importante era que aquel caballo ganara para seguir de una sola pieza.

Habían pasado cinco minutos desde que se abriera y cerrara la ventanilla. Los tres hombres estaban poco a poco perdiendo el control. La sensación térmica de la cámara cada vez era más baja. No podían permanecer quietos en el sitio. Estaban al borde de la hipotermia. Quince minutos, o a lo sumo media hora más, y podrían considerarse historia. Serían tres estatuas congeladas.
– ¡Maldita sea! ¡Sácanos de aquí, condenado desgraciado! – Tony De Matteo estaba aterido de frío. Miraba a los cuchillos y al resto de las armas blancas tiradas por el suelo – Joder, Robert. Tienes que sacarme de aquí. No PUEDO morir en este puto lugar y de esta estúpida manera.
Robert Salgado permanecía callado, sacudiéndose con las manos el cuerpo para intentar remitir en parte la sensación de frío.
Mientras, Regis cogió una navaja. En el momento que la estaba inspeccionando, la ventanilla se abrió por segunda vez de manera imprevista. Alguien se acercó a la rejilla.
– Ustedes tres van a formar parte de una competición deportiva. Con la salvedad que no se admiten apuestas…- dijo una voz ronca.

Todo salió mal. El maldito caballo se partió la pata tomando el interior de la curva y hubo de ser sacrificado en directo ante el horror del público.
Abandonó el recinto confuso y aterrado. Estaba sin blanca y a merced de la nula benevolencia de Tony De Matteo. La única alternativa que le quedaba era ir a casa, hacer las maletas y largarse cagando leches de la ciudad. Lo primordial era conservar la vida. Más tarde, si conseguía darle esquinazo al gángster, se preocuparía de intentar rehacer su vida en un nuevo destino y con una falsa identidad.
Sin ni siquiera alcanzar las cercanías de su casa, los hombres de Tony De Matteo se le acercaron en un Mustang gris.
– Venga, entra. El jefe te quiere ver – fue la frase lapidaria que le dijo el que acompañaba al conductor, apuntándole con el cañón de su pistola.
No le quedó más remedio que subirse al Mustang y elevar sus oraciones al Cielo.
La llevaba clara.

– Los tres disponen de la misma oportunidad. Uno de ustedes será el único vencedor. En otras palabras. Dos morirán y uno vivirá para contarlo. Pero tienen que darse prisa. Estoy bajando poco a poco la temperatura de la cámara. Si el espíritu de la supervivencia no les hace reaccionar en aproximadamente diez o quince minutos, los tres morirán.
– ¡Canalla! ¿Por qué no reúnes el valor de formar parte del grupo? Así sería mucho más interesante. Cuatro en vez de tres – increpó Tony De Matteo a la persona resguardada en el anonimato detrás de la diminuta rejilla.
– Está perdiendo unos segundos preciosos malgastando saliva.
“Les he dejado un bonito arsenal para que luchen entre si.
“En cuanto quede uno solo en pie, se le abrirá la puerta para que pueda salir por la misma.
“Ahora me despido. De ustedes depende morir congelados o luchar por la supervivencia.
La ventanilla fue cerrada por última vez.
– Cabronazo. ¡Si te tuviera aquí mismo, te ahogaba bajo la presión de los dedos de mis propias manos! – graznó Tony.
Sin pensárselo, se agachó para recoger un machete del suelo.
– Espera. ¿Qué haces? ¿No irás a seguirle la corriente a ese chalado? – preguntó Robert, alarmado.
Regis miraba a sus dos compañeros de penurias con rostro expectante.
Tony recogió el hacha y se lo tendió a Robert Salgado.
– De momento hay que empezar con uno. Y esta claro que el eslabón más débil de los tres es ese petimetre de ahí – le dijo, señalando a Regis Sinclair.
– Dos contra uno – susurró Robert.
– Exacto – enfatizó Tony.
Los dos fueron en pos de Regis, acorralándole en un rincón.
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No lo hagan! ¡No le sigan el juego a ese perturbado! – imploró Regis.
Sus ruegos fueron desatendidos, con las paredes cubriéndose con las salpicaduras de su sangre conforme Robert y Tony se ensañaban con su cuerpo…

Tonny De Matteo se presentó en la bajera de un almacén que tenía en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Nada más entrar, vio a aquella asquerosa rata que le debía treinta mil libras esterlinas. Ahora era una figura patética. Desnudo, colgado cabeza abajo de una cuerda atada alrededor de sus tobillos, con las manos maniatadas a la espalda y convenientemente amordazado.
Nada más notar la presencia de Tony, el botarate se puso a intentar moverse, buscándole con la mirada. Quería suplicar por su vida, pero la mordaza impedía que los vocablos emitidos por su garganta resultaran intelegibles del todo.
Tony se mantuvo un instante interminable mirándole con desprecio. Estaba vestido con un cierto estilo elegante, al revés que sus hombres, quienes lucían un atuendo llamativo consistente en un mono amarillo confeccionado para resistir agresiones de sustancias químicas, de alto cuello con capucha, cierre de cremallera frontal con elástico en los puños y los tobillos, además de pantallas faciales, guantes de PVC y botas de seguridad.
– Ponle las gafas – ordenó a uno de sus matones.
Este obedeció de inmediato, colocándole unas gafas de natación sobre los ojos.
– Sabes, rata de cloaca. Porque eso es lo que eres realmente. Un gusano que merece ser pisoteado.
“No. No temas. No voy a ordenar que te manden al otro barrio. Simplemente voy a aplicar el mismo rasero con respecto al dinero que me debes. Está claro que ya puedo olvidarme de recuperarlo.
Es un chiste tonto, y encima tú te ríes en mis propias narices. ¿Pero quién te crees que es Tony De Matteo? ¿Que me voy a sumar al regocijo general? ¿Acaso te piensas que me voy a echar unas risotadas por ver tus payasadas? ¿Por comprobar cómo la cagas una y otra vez?
“Nada. Eres una piltrafa. Una boñiga de vaca. Y como eres una mierda, nos queda transformarte en eso. En una PUTA MIERDA.
Tony pidió a uno de sus hombres que le acercara una silla. Quería contemplar la tortura que iban a inflingir a ese pobre diablo. Sería una lección para toda la vida. Y quedaría marcado para siempre.
– Podéis empezar con la diversión. ¿Cuántas dosis de ácido habéis conseguido?
– Cuatro, jefe.
– Bien. Estupendo. Iniciad aplicándoselo por la cara, respetándole los ojos.
” Quiero que no pierda la vista. Que todas las mañanas pueda contemplarse en el espejo el puto monstruo aberrante en que quedó convertido por deber dinero al Gran Tony.

El cuerpo sin vida de Regis Sinclair se encontraba tendido en el suelo. Tenía una mano despedazada por intentar defenderse de los ataques de machete y del hacha. La otra mano se hallaba distante un metro de su muñón. Su cabeza estaba abierta y destrozada como si fuera una sandia madura precipitada desde la ventana de un primer piso a la acera. La realidad es que no pudo ofrecer mucha resistencia. Tony De Matteo y Robert Salgado se pusieron de acuerdo en la forma de avasallarlo, como si se hubieran entrenado para matarlo de esa manera.
Ahora el quid de la cuestión radicaba en que eliminado Regis, sobraba uno de ellos dos.
En cuanto hubo expirado este, los dos se apartaron, dejando un espacio entre ellos, y se pusieron a vigilarse en silencio. La sensación de frío se iba incrementando minuto a minuto. Les temblaban los labios y las manos. No les quedaba mucho tiempo para poner un eficaz remedio a ese encierro irracional.
Tony fue el primero en intentar dar por zanjado el asunto. Tenía el machete. Robert Salgado el hacha. Eso fue un craso error por su parte el habérselo tendido. Ahora estaba en clara desventaja. Tendría que maniobrar con rapidez para sorprenderle e impedirle que contraatacara con la fuerza del hacha. Robert vio venir su ataque, y se defendió con el mango de su arma.
– Joder – bramó Tony al ver repelido su ataque.
Robert recondujo el impulso en la inercia de Tony sobre su cuerpo para emplear una defensa evasiva golpeándole en el rostro con la base del mango del hacha.
– Joder
Tony De Matteo se trastabilló, quedándose un instante ligeramente aturdido por el golpe.
Cuando pudo enfocar su visión en su rival, notó un impacto seco y preciso en su cráneo, seguidamente de un fuerte chorro de sangre oscura y pedazos de su cerebro escurriéndose por sus mejillas. El machete se le escapó de entre los dedos de la mano, y con mirada extraviada, fue perdiendo el equilibrio hasta caer desplomado justo al lado del resto de las armas tiradas por el suelo.

Daba la casualidad que esa tarde Robert Salgado no estaba de servicio. Así que cuando recibió un mensaje sms de Tony De Matteo, decidió acudir por su cuenta y riesgo.
Al entrar en el almacén, pudo ver la obra de arte creada por aquel sádico criminal.
– ¡Jesús! ¿Esa cosa que está colgando cabeza abajo es de origen humano? – dijo empleando su sarcasmo habitual.
– Ya sabes. Lo de siempre. Me debía una cantidad respetable de pasta – dijo Tony, incorporándose de la silla para saludarle con un gesto de la mano derecha.
Robert Salgado iba a sonreír de manera forzada, cuando reparó en que el cuerpo se agitaba ligeramente.
– El tipo está vivo.
– Ese es un hecho incuestionable. No era mi intención matarlo.
– Pero… Joder, Tony. Está hecho un cristo. Tiene que estar sufriendo como un cerdo.
– Eso le sucede por querer contarme un chiste de dudoso gusto.
– ¿Cómo dices?
– Nada. Cosas mías. Ya sabes. Te dejo a cargo de todo. El tema del hospital. La discreción. Que ningún detalle llegue a oídos de tus superiores.
Tony le tendió un fajo de billetes.
– Esto… Será complicado aducir una excusa convincente ante los médicos que tengan que tratarlo. Te costará mucho más que todo esto que me ofreces, Tony.
“Sinceramente, te convendría más acabar con su patética vida.
Tony mostró la hilera superior de su dentadura en una sonrisa del todo detestable e inhumana.
– Es mi capricho, polizonte. Matar es quitarle el sufrimiento en segundos. En cambio, dejarle con vida, es castigarle para el resto de su existencia.
“Cuando tengas todo esto solucionado, el doble de lo que te he dado para que sobornes a los médicos durante su tratamiento clínico irá a parar directamente al fondo de tu cartera.
– Eso suena mucho mejor.
– Nos entendemos de maravilla. Eso es lo bueno de tener a un inspector de policía en nómina – se rió Tony De Matteo de manera escandalosa.
Ordenó a sus hombres que bajaran el cuerpo cubierto de terribles heridas lacerantes, para acto seguido hacer mutis por el foro por la puerta del almacén.

Escasos segundos discurrieron desde el instante en que Robert Salgado hubo acabado con la vida de Tony De Matteo hasta que la puerta del camión refrigerado quedase definitivamente abierta, ofreciéndole la posibilidad de abandonar el insoportable frío acumulado en el interior de la cámara.
Tales eran sus ganas de salir de allí, que no se hizo con ninguna de las armas tiradas por el suelo.
Cuando salió de la parte trasera del camión, se encontró con la oscuridad de la noche, sin ninguna iluminación artificial que pudiera revelarle el lugar donde se hallaba. Tan solo los pilotos traseros del camión y sus faros irradiaban un ligero aura superficial en el pavimento más cercano. Pestañeó varias veces, tratando de adaptar con premura su visión a las penumbras, tiritando de frío por el largo rato encerrado en el camión frigorífico.
Justo en el instante que pensaba alejarse de la zona, del lado contrario del vehículo de transporte surgió una figura encapuchada sosteniendo una escopeta entre las manos enguantadas. Sin mediar palabra, el desconocido apuntó al vientre de Robert Salgado y le disparó, acertándole de lleno. Producto de la potencia del impacto del disparo, Robert salió ligeramente despedido de espaldas contra la parte trasera del camión. El policía se dio de cuenta que en ese instante todo estaba perdido. En un acto reflejo se llevó las manos al regazo. Las vísceras estaban al descubierto. Sus fuerzas empezaban a abandonarle. Se le pasó la tiritona.
– Tramposo. Jodido… tramposo… – fueron sus últimas palabras antes de fallecer.
La figura de la capucha cargó con su cadáver y lo introdujo en el camión refrigerado, cerrando la puerta a cal y canto. Luego se subió a la cabina.
Dejó la escopeta en el suelo por un momento y se recostó la espalda contra el respaldo del asiento. Necesitaba descansar unos segundos. Respiró profundamente, contemplándose en el espejo retrovisor a través de los orificios practicados en la tela que le cubría el rostro.
En cuanto estuvo relajado, se quitó la capucha, dejando su faz a la vista.
La herencia de una vida interminable se mostraba ante su propia repulsión.
Todo era un sin sentido.
Su rostro era una aberración.
Al igual que el resto de su cuerpo horriblemente mutilado.
No tenía sentido postergar más su propio sufrimiento.
Los tres bastardos que le habían arruinado la vida, su sentido de existencia entre el resto de los seres humanos, habían recibido su merecido.
Por lo tanto, era hora de aplicarse su propia medicina, llevándose el cañón de la escopeta a la boca y apretando el gatillo.
Cosa que hizo a continuación.

Falsa brutalidad policial. (False police brutality).

A continuación, un relato de terror un pelín rarillo en el argumento, je, je.

Custer sentía una opresión en la base de la nuca. Se masajeó la parte trasera del cuello, bajo los largos cabellos lacios. Cerró el ojo izquierdo por un movimiento involuntario. No es que fuese un tic nervioso arraigado en el músculo orbital. Más bien fue ocasionado por la notoria sensación de sentirse vigilado por un par de ojos invisibles.

Se removió en el asiento de la banqueta. Quiso incorporarse de pie y marcharse del lugar, pero su muñeca derecha permanecía esposada junto al brazo del incómodo mueble de descanso. Fijó su mirada al frente.
Contempló sin interés el amplio mostrador, con la documentación, los registros y el ordenador IBM, cuyo monitor mostraba el logotipo flotando como aburrido protector de pantalla.
Un zumbido procedía del interior de la torre de la CPU. Era el ruidoso ventilador.
Pestañeó el mismo ojo y el sonido molesto murió al instante. La pantalla del monitor se puso negra.
Estaba medio agachado, cuando se abrió la puerta situada a su izquierda.
Apareció el agente Mcrader. Era uno de los policías destinados al campus universitario. Es más, esa instalación donde se hallaba formaba parte de la zona de seguridad de la universidad de Dumas.
– Bueno, chico. Te voy a soltar un momento para que me dejes que te tome las huellas digitales – se le dirigió el policía. Hacía calor, estaban en pleno mes de mayo, la localidad de  Dumas estaba en la costa oeste del país, motivo por el cual su uniforme constaba de polo oscuro con pantalones cortos.
Se mantuvo callado.
Mcrader insertó la llave en la cerradura de la esposa que inmovilizaba al detenido. Se apartó medio metro, instándole a que se levantase. Lo hizo con evidente desgana.
– Acércate aquí. Baja tu mano sobre la almohadilla dactilar. No te preocupes por la tinta. Se quita fácil con una gasa humedecida en alcohol de 96 grados – se explicó el policía.
Ambos estaban situados de pie, casi pegados codo con codo.
Arrimó su mano derecha y se dejó tomar las huellas.
El agente estaba satisfecho.
– Ahora siéntate de nuevo en el banco. En pocos minutos vendrán a llevarte a la central. Aunque tampoco deberías de inquietarte. Lo que has hecho no es una falta muy grave. Como mucho estarás un mes o dos en la sombra.
Mcrader soltó una ligera carcajada.
Lo miró con fijeza.
Nuevamente  tuvo la apreciación de que alguien estaba controlando sus movimientos.
– No quiero – dijo, negándose a sentarse en la banqueta.
– Venga, muchacho. No me compliques la vida.
La mano de Mcrader quiso sujetarle por la muñeca derecha para encaminarle hacia la banqueta, pero Custer echó un paso atrás, evitando el contacto.
– Joder. Tú lo has querido – Mcrader pulsó el transmisor de la emisora colocado sobre el hombro derecho. – Aquí 57, solicitando refuerzos. El detenido se niega a cooperar.
Se mantuvo alejado del policía lo suficiente como para que no le echara la mano encima. Aposentó los brazos cruzados sobre el pecho.
En ese instante, el ventilador del ordenador volvió a emitir su sonido de lo más perceptible, y la pantalla del monitor se encendió.
Mcrader controlaba la posición del detenido, situándose en su camino hacia la salida. Se le veía impaciente por la llegada de otro compañero en su apoyo. Por si acaso, había desenfundado el bote de espray pimienta. Un movimiento en falso bastaría para aplicárselo directamente a los ojos.
– No he hecho nada malo, agente. Déjeme marchar – dijo en un murmullo.
La puerta de acceso fue abierta, entrando  el agente Remírez.
– Se niega a ser esposado – le explicó sucintamente Mcrader nada más verle.
– ¡Venga! ¡Arrímate al puto banco, si no quieres que te caliente, drogata de mierda! – le gritó Remírez al detenido, con la defensa en la mano.
– No.
El agente recién llegado se le arrimó decidido a reducirle. Nada más tenerlo al lado, Custer lo empujó con toda su fuerza contra el mostrador, derribando el monitor del ordenador y desparramando una serie de archivadores por el suelo.
– ¡La madre que te parió!  – maldijo Remírez.
Mcrader acudió en su auxilio, disparando un chorro de gas pimienta al rostro del detenido.
No surtió el efecto deseado. Con una violencia inusitada, recogió la torre del ordenador y se lo arrojó directamente sobre el costado del policía. Este se quejó de dolor nada más recibir el impacto.
Remírez llamó por la emisora, solicitando más refuerzos, pidiendo además que se acudiera con un táser para reducir al agresor.
A mitad del requerimiento, la pantalla del monitor crt quedó incrustada sobre su cabeza, perdiendo el conocimiento por completo. Custer recogió la porra del agente y se dirigió hacia Mcrader, aturdiéndole sin miramientos con golpes certeros sobre su cabeza, hasta dejarlo tirado de mala manera sobre el suelo.
Con respiración entrecortada y jadeante por el esfuerzo, se enderezó. Nada más hacerlo, contempló la salida.
Su frente palpitó, produciéndole un dolor de cabeza inmenso. Sus dos ojos pestañearon medio segundo. Cuando su vista se estabilizó, encontró una sombra densa presente en el umbral de la salida del cuarto de seguridad.
– ¡No! ¡No puede ser demasiado tarde! – imploró.
Un pitido in crescendo audible tan sólo por su propio sistema auditivo terminó por hacerle estallar los tímpanos.
Custer se recostó de espaldas sobre el suelo. Una opresión interna presionaba  sus ojos, hasta extraerle los globos oculares sobre los pómulos. Quiso aullar de dolor, pero su lengua fue doblada hacia su tráquea, hasta hacerle morir ahogado entre sus propias babas.
En un principio, la muerte del detenido pudiera parecer formar parte de una excesiva brutalidad policial, pero visionado el vídeo del circuito cerrado, se pudo comprobar el terrible  estado de indefensión en que estaban ambos agentes antes de la extraña muerte de Custer Monroe.


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El usurpador de mentes.

Una pequeña joyita de Escritos de Pesadilla en sus comienzos anónimos, allá por el 2009. Revisado y mejorado en sus imperfecciones primigenias, ja ja.



Fuiste tú. Eres el asesino. El responsable de su muerte – me susurró una voz en el interior de mi cabeza.
Estaba paralizado. Quieto. De pie en la antesala de la entrada a aquel callejón angosto y estrecho sin salida final. Delante de mí estaba aquella persona. Vestía un amplio gabán marrón oscuro de aspecto pulcro y limpio. Parecía casi de estreno. La prenda le cubría hasta las pantorrillas de los pantalones. Sobre su cabeza, una especie de sombrero de ala ancha. Estaba lloviendo. Jarreando con fuerza. No me fijaba en los rasgos de su rostro. No podía fijarme en nada. Estaba inmóvil en cuerpo y espíritu. En palabra y pensamiento.
Aquella entidad me habló de nuevo.
Sujeta esto. Lo necesitas para justificar tu participación en los hechos. Has matado a una muchacha. Le has abierto la garganta para verter su sangre. Una sangre que yo necesito. Y que me llevo. Ya no me verás más. Eso espero por tu bien. Ellos te juzgarán. Te culparán de mi hazaña. No te entenderán. Aborrecerán tu actitud. Te pudrirás en la cárcel por mí. Eso en el mejor de los casos. Eres mi escudo. Otro tanto de cientos que tengo por el mundo. Gracias a la cantidad, mi existencia sigue vigente.
La figura se apartó de mi campo de visión.
Desapareció de mi vista.
La lluvia me cegaba.
Al poco pude recuperar los sentidos de nuevo y aprecié lo que me había dejado entre los dedos de la mano. Un feroz estilete de acero. De aspecto ancestral. Perteneciente a una cultura de siglos atrás.
El filo estaba sucio de sangre fresca. Al igual que parte del mango. Las gotas de la lluvia diluían su contenido sobre la manga de mi chaqueta. Desesperado, lo dejé caer sobre el suelo encharcado. Alcé el rostro protegiéndolo con la palma de la otra mano para así entrever el final del callejón. Unas piernas desnudas surgían desde detrás de un contenedor de basura. Los pies relucían del brillo de la sangre recogida en un amplio charco. Se suponía que aquella persona estaba muerta.
Asesinada vilmente.
Su futuro quedó truncado por mi instinto homicida.
Yo era un criminal sin remordimientos.
Una brutal bestia que ansiaba la muerte ajena.
Todo esto lo comprendí en escasos segundos.
Mi mente me había jugado una mala pasada.
Dándome cuenta que corría un grave riesgo permaneciendo cerca de mi víctima, eché a correr.
Me di a la fuga sin un rumbo fijo. Simplemente corría todo cuanto mis piernas me permitían.
¡Dios Santo! El asesino del estilete ha matado a una chica – escuché detrás de mi conforme me alejaba de aquel callejón.
Quise ganar metros, pero fue inútil.
La gente se arremolinó en mis cercanías. Se me relacionó con los hechos por la manga de mi chaqueta impregnada en sangre. Se inició una persecución por las calles adyacentes. La calzada estaba compuesta de adoquines. El suelo estaba deslizante por la humedad. Me resbalé y caí de bruces. Cuando quise incorporarme, ya era demasiado tarde. Fui agarrado y zarandeado.
¡Criminal! ¡Pagarás todos tus abusos con tu propia vida!
Recibí golpes y escupitajos. Alguien facilitó una soga y fui atado con los brazos sobre los costados. Luego otra soga con su final en forma de lazo con un nudo corredizo fue lanzada por su extremo alrededor del soporte de la luz de una farola de hierro. Quise evitar que me pasaran el lazo por el cuello, pero fue imposible.
Yo era responsable de mis delitos.
Por ello se pusieron a tirar de la cuerda.
Mis pies perdieron contacto con el suelo.
El nudo se apretó contra mi nuez.
Me resistí como pude, pataleando en el vacío.
La turba reía y me vilipendiaba.
Estaba claro que deseaban mi muerte.
Tanto como yo deseaba la de los demás.


Los segundos finales pasaron con una lentitud exasperante.
En el fondo de mi ser estaba plenamente convencido de ser una alimaña sin escrúpulos.
Un asesino de mujeres jóvenes.
Hasta que, estando ya a punto de morir ahorcado, contemplé entre el grupo de justicieros a la figura conocida del gabán. Mi mente dejó de estar nublada.
“¡Soy del todo inocente!”, quise proclamar sin demora, pero la cuerda estaba ya demasiada ceñida y de mis labios amoratados no surgió ni siquiera la primera sílaba de la frase.
Lo tenía claro en ese instante.
Yo era en verdad un ciudadano normal y honesto.
Sin embargo iba a morir ahorcado como un vulgar perro callejero, observando como últimos detalles de mi ingrata realidad al verdadero rostro de mis pesares.
– ¡Así se trata a los cerdos! – gritó una voz estridente sobre las del resto del grupo.
Era la entonación del auténtico asesino.
Este me sonrió con ironía.
Sería lo último que me quedaba por ver en vida.
El sucio regodeo del causante de dos muertes esa misma tarde.
La de la muchacha y la mía propia.


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El sol sobre el tejado. (The sun on the roof).

El sol despuntaba con cierta timidez, ocultando su figura entre hilachos de blancas nubes que parecían recorrer el cielo empujados por el viento surgido a través de la trompeta imaginaria de Eolo.
Eran las nueve de la mañana de un lunes cualquiera del mes incómodamente frío de noviembre. Nicanor Dullian estaba ubicado sobre la cubierta a cuatro aguas de su casa de planta baja, dispuesto a arreglar la gotera que amenazaba por deteriorar de manera irremediable la escayola decorativa del dormitorio. Accediendo desde una pequeña claraboya situada en la cocina, se guió por su lógica sobre las tejas oscuras de pizarra, hasta dar con la zona por donde se filtraba hacia el interior de la casa el agua de las lluvias. Enseguida comprobó que una de las tejas estaba agrietada, así que bajó por la escalera colocada en la cocina y rebuscó en el garaje, donde halló una caja de cartón con cuatro tejas de repuesto. Se hizo con una paleta de albañil y fue preparando la argamasa para la sustitución de la teja. Nuevamente en el exterior de la casa, fue acercándose con precaución hacia la parte deteriorada de la cubierta.
Habían pasado treinta o cuarenta minutos. El sol estaba alcanzando su sitio correspondiente en el firmamento, dándole de lleno justo en la zona donde él estaba. La luz le deslumbraba, así que tuvo que bajar para buscarse las gafas de sol. Con ellas colocadas, fue removiendo la teja rota, retirando algunos pequeños escombros del cemento que la habían mantenido en su sitio.
Estaba agachado. Desde esa perspectiva pudo comprobar que los límites del vecindario se habían acortado. Caramba. Ya no atisbaba las casas decrépitas y en estado de abandono, habitadas por  jóvenes ocupas  situadas en la siguiente manzana con respecto a la suya. El sol picaba que daba gusto. Estaba sudando. Se tuvo que sacar el jersey por la cabeza para quedarse en manga corta. No es que hiciese frío, doce grados no daban la confianza suficiente para exhibirse de dicha manera con riesgo a un resfriado, pero al incidir los rayos solares directamente sobre esa parte del tejado, la temperatura daba la sensación de ser casi veraniega. Nicanor Dullian incluso estaba empezando a transpirar por el calor. Se pasó el revés de la mano por la frente.
Cuando la mezcla del cemento estaba ya preparada, su mirada se centró en el jardín delantero de su casa.
Fue entonces cuando se dio de cuenta que no lograba enfocarlo con la vista. Se quitó las gafas. El deslumbramiento del sol le impedía cerciorarse de que ahora tan sólo podía atisbar la parte sobre la que estaba subido, es decir, el propio tejado de su  casa. Todo cuanto lo rodeaba, estaba sumido en una luminosidad radiante inmensa. Nicanor se incorporó de pie. Ese dichoso sol estaba jugando con su raciocinio. Seguramente al estar expuesto sin haberse protegido la cabeza, estaba teniendo alguna clase de espejismo. Preocupado ante la posibilidad de coger una insolación, dejó el arreglo del tejado para mejor ocasión, decidido a bajar por la escalera que daba a la cocina. Fue avanzando por las tejas de pizarra, hasta ver de manera difuminada que la mitad de la cubierta ya no existía.
Nicanor estaba aterrado.
El tejado parecía un cubo de hielo derritiéndose ante los treinta grados de un día de verano.
Se restregó los ojos con los puños, girando sobre los talones, intentando buscar un punto de referencia en los alrededores. Aquella luz inclemente que procedía del sol lo fue cegando más y más. No existía ningún vecindario. No existía ni su propia casa, que iba desapareciendo físicamente por una goma de borrar invisible. Se colocó las gafas de sol. Todo cuanto veía era el fulgor intenso procedente del sol. No podía atisbar el cielo.
Terriblemente desorientado, quiso retroceder, acercarse a la parte del tejado donde estaba la teja que debía ser reparada. Pero esa zona también había desaparecido.
Ahora miraba a sus pies. Luego en derredor suya. El tejado continuaba desvaneciéndose. La nada se iba apoderando de todo.
Nicanor estaba atrapado en lo alto de algo que antes había sido su casa.
Unos segundos después, su figura se disipó para siempre.
El agente inmobiliario recorrió toda la propiedad, acompañando a la familia Henderson. Aún no tenían hijos, y no pretendían tenerlos por el momento. Por eso buscaban una casa pequeña cuyo alquiler no fuese muy alto. Esa vivienda estaba emplazada en los suburbios de la ciudad. Era la única de una antigua urbanización que fue languideciendo hasta casi desaparecer. Las demás casas estaban en un estado precario de abandono.
– Se tiene previsto por parte del ayuntamiento derribar todas las casas dentro de tres años. Por eso nadie las habita. Esta es la única que se alquila. Y como pueden observar, está en muy buen estado, dadas las circunstancias – les dijo el agente alcanzado el jardín delantero una vez visitada por dentro.
– Si. El precio es muy asumible. Y no requiere muchas mejoras – dijo Larry Henderson, feliz, abrazando a su joven esposa.
Ella lo miró algo ceñuda.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Hay algo que no te gusta de la casa?
– La mancha en el techo de escayola del dormitorio. Hay filtraciones.
Larry sonrió, quitándole importancia al asunto.
– No te preocupes. Será una teja en mal estado. Con subirse a reemplazarla, todo solucionado.
– Hay tejas de recambio en el garaje – le avisó el agente inmobiliario. – Pero puedo llamar a un albañil para que se lo solucione.
– No, déjelo. Soy un manitas. Aunque estemos en invierno, hace un tiempo muy soleado. Así me paso una mañana entretenida, arreglando el tejado, ja, ja.
– Como usted, quiera.
El agente inmobiliario les hizo de entrar en la cocina para firmar el contrato de alquiler por un año. Esperaba que no sucediera como con el anterior inquilino, que a los dos meses de instalarse, se marchó sin haber dado previo aviso. 


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La Caja del Alma. (Soul Box).

Era una atracción de lo más singular. Situado encima de un mostrador rectangular, había una especie de caja de madera artesanal sin barnizar. Estaba supuestamente hueca por dentro y tenía una tapa en la parte frontal ofrecida al público con forma circular y un tirador.

El dueño de la barraca anunciaba a viva voz lo divertido del número de la “Caja Del Alma”.
Consistía en que el cliente, tras el pago de la entrada, se situase frente a la caja, se agachase de tal manera que su cabeza podía ser introducida al completo dentro de la caja por el orificio circular hasta el tope de su propio cuello.
Una vez en esa postura ligeramente incómoda, disponía de dos o tres minutos donde se le iban a reflejar imágenes del alma. El feriante les hacía ver que lo que se obtenía con la caja era un resultado que se acercaba bastante al mito de la muerte, cuando la persona tiene la sensación de caminar hacia una lejana luz ubicada al final de un túnel oscuro, y mientras lo recorre, se le reproducen en imágenes todos los aspectos de la vida discurrida hasta entonces, como si fuera una película.
Con esta premisa, el feriante conseguía un cierto flujo de clientes interesados por revivir de algún modo escenas del pasado.
Tan sólo estaba permitido acceder a la caja personas adultas. No era un espectáculo para los jóvenes y los niños.
Por el hueco de la caja entraban decenas de cabezas de varones y mujeres. Las reacciones que experimentaban al retirarlas minutos después eran muy variadas. Había personas con el rostro risueño. Otras sin embargo, estaban afectadas por el dolor de haber recordado fases tristes del pasado. Las más, emocionadas por cuanto les había sido ofrecido en el interior del enigmático objeto.
Pasaron dos días de exponer la “Caja del Alma” en la feria del pueblo.
Todo iba transcurriendo con normalidad, hasta la tarde en que acudió un caballero ataviado con un traje gris y con gorra de golf. A pesar de su vestuario, su rostro vulgar y sus enormes manos curtidas daban a entender que era un obrero. Su edad era intermedia. Difícil de precisar si tendría cuarenta o cincuenta. La tez esta adherida al hueso del cráneo, por la extrema delgadez del rostro. En cuanto llegó, lo primero que hizo fue adelantarse al resto en la cola de espera. Hubo quejas, y por medio de la sensatez esgrimida por el feriante, se le convenció para que esperara su vez.
Eso sucedería media hora más tarde.
El dueño de la atracción le animó a subirse al escenario.
El hombre trajeado lo hizo con cierto ímpetu. Su vista no se apartaba de la tapa de la “Caja del Alma”.
– Amigo mío, en cuanto suelte unos chelines, podrá visitar fragmentos de su pasado en la intimidad de la caja. Podrá llorar, reír, emocionarse con lo que vea. Pero antes, el dinerito, por favor.
Aquel hombre bufó. Giró su rostro y contempló al feriante con evidente disgusto. Rebuscó en los bolsillos la cantidad que le reclamaba. Cuando reunió las monedas suficientes, se las tendió con prisa, volviendo a observar la caja con apremio.
– Ja, ja. Caballero. Todo correcto. Ya puede disfrutar del espectáculo que este portentoso y extraordinario objeto ofrece a todos quienes escudriñan en su interior.
El cliente huraño abrió la tapa y se acomodó la cabeza dentro de la caja, con las manos apoyadas sobre el borde del mostrador.
El público contemplaba el comportamiento del hombre con cierta diversión.
Durante un minuto, el hombre estuvo quieto, inmóvil, sin ni siquiera oírsele ninguna exclamación al maravillarse de todo cuanto la caja le estuviese ofreciendo.
Hasta que un grito profundo y estremecedor surgió de su garganta. Sus manos se convirtieron en sendos puños, golpeando con furia el tablero del mostrador. Hizo el ademán de incorporarse con la caja encajada sobre sus hombros.
El feriante se mostró muy preocupado y se acercó con la intención de calmarle.
El hombre de la caja notó la cercanía del feriante, y se llevó la mano izquierda bajo la chaqueta, haciéndose con un cuchillo de buen tamaño.
La gente exclamó, petrificada por la actitud del hombre del traje gris.
– ¡No más muertes! ¡No quiero matar más! ¡No quiero hacerlo de nuevo! – vociferó el hombre, sosteniendo el cuchillo.
El feriante se apartó a tiempo, temiendo por su propia vida.
Las intenciones del hombre trajeado no eran las de acabar con otra vida.
Acercó el filo del cuchillo a su garganta y profundizó hasta establecer un corte mortal que propiciaría su propia muerte.
Con las escasas fuerzas que le quedaban conforme se desangraba, extrajo la cabeza del interior de la “Caja del Alma”, cayendo de espaldas sobre las tablas de madera del escenario.
El feriante se apresuró a situarse a su lado, contemplando sus estertores de muerte.
El hombre moribundo, consiguió enfocar su visión en la figura de quien intentaba atenderle.
Sus labios descoloridos se separaron lo suficiente para susurrarle al oído:
– Los rostros… que he visto… me odian… es lógico… porque fui yo quien les quitó la vida… Durante cinco años… en varios pueblos diferentes… habrán sido unos quince… mujeres, niños, ancianos…  Todos seres desprotegidos… Con los que disfrutaba… causándoles mucho dolor… antes de llevarles a la muerte…
– ¡Dios Santo! Eres entonces el “Monstruo de Essex”.
Aquella bestia sanguinaria expiró sobre el escenario de la atracción de “La Caja del Alma”.
El feriante se irguió, indignado, y alertó a los presentes de la identidad del cadáver.
– ¡Este bastardo es el Asesino de Essex! ¡Acaba de confesarlo antes de morir! ¡La Caja ha conseguido que sintiera remordimientos por sus horrendos crímenes! ¡Razón por la que se ha quitado la vida!
– ¡Bastardo!
– ¡Hijo de perra!
– ¡Malnacido!
– ¡Hay que hacer su cuerpo pedazos!
La muchedumbre asaltó la barraca, y entre todos, se llevaron el cuerpo del asesino con la intención de colgarlo de la rama de un árbol cercano y de prenderlo fuego, para que su alma no se escapara en su camino al infierno.


El feriante estaba exultante de alegría. Aquello iba a proporcionarle fama y mucha publicidad a su espectáculo. Y todo ello conllevaría una suma de ingresos de lo más respetable. Quién lo iba a decir que con la fabricación artesanal de una simple caja, con unos efectos de luces y espejos en su interior, se pudiera desenmascarar a un asesino tan temido y renombrado.


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La leyenda urbana del camión de la basura.


Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.


Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.

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