Pensamientos infantiles


“Cuando los pensamientos son impulsados por la excesiva imaginación y perversidad de un niño, hasta el mayor de los seres deleznables de la historia de la maldad es un mero angelito tierno con alas de algodón al lado de semejantes infantes.”
(Robert A. Larrainzar. 19 de enero de 2017.
 Escritor amateur de terror de medio pelo).
1.
Pollock estuvo contemplando desde la distancia el discurrir de la tarde, esperando que llegaran las 15:00. Se entretuvo jugando con el teléfono móvil hasta que apreció el movimiento de padres aguardando la salida de los críos del colegio elemental de Westbury. Se mordisqueó la uña del pulgar derecho. Sonrió con evidente sarcasmo. Aquellos puñeteros lugareños disponían de una escuela sin ningún cierre de protección. Seguramente no existía ninguna clase de delincuencia en la localidad, pero aún así no era entendible para su mentalidad neoyorquina. Cualquier extraño podría arrimarse al patio e intentar colar algo de droga para los más creciditos.
Se sacudió los hombros, aferrándose al volante de su Volvo 850 R color vainilla, aunque el tono estaba descolorido por el descuido de su dueño. A través del vidrio tachonado de mosquitos muertos en su choque desproporcionado contra el parabrisas cuando el vehículo circulaba por las autopistas nacionales de la costa este pudo cerciorarse que un alto porcentaje de la chavalería iba alejándose, tomados de la mano de sus respectivos padres. El resto, regresaba con desparpajo o bien en grupitos o en solitario. Todos ellos atravesaban el paso de cebra situado al lado del colegio. Ahí había un solícito voluntario con un cartelito de aviso que ponía “stop”, deteniendo la algarabía de los menores, hasta advertirles cuando podían cruzar hasta el otro lado de la calle.
En un momento dado, los ojos del hombre de la señal se fijaron en los suyos. Lo hizo lo más disimulado posible. A la vez hizo girar el mentón hacia la figura de un crío de oscura melena.
El niño iba a su aire, cargando la mochila con cierta desgana. Era delgaducho y de tamaño minúsculo para los diez años que tenía. Lo que más le llamó la atención fue el rostro del chico.
Se rió por lo bajo. Con lo condenadamente racista que era, el niño seleccionado para ser secuestrado tenía que ser ese de entre todos los enanos paletos de aquel pueblo de ilusos, donde las puertas principales de las casas no se cerraban bajo llave y las hojas de las ventanas estaban a medio subir en cuanto apretaba algo la temperatura.
2.
– Ya has visto el niño que hay que raptar para pedir el rescate – le dijo Rodney, el voluntario escolar que vigilaba el paso de peatones cuando abría y cerraba el colegio.
– Joder, tío. Estás de coña. No me hablaste de secuestrar a un puñetero niñito japonés de dibujos animados – Pollock apagó su cigarrillo en el cenicero situado encima de la mesa de la cafetería. Degustó la parte final del café cargado sin ocultar su perplejidad.
– Escucha, idiota. Aparca tus prejuicios raciales el tiempo que dure este trabajito. El muchacho no es asiático. Es americano. Simplemente que procede de Alaska. Es un inuit. Esquimal, que este término seguro que es más entendible para tus neuronas a medio evolucionar.
– Además de huerfanito. Cómo se me conmueve el corazón de cabrón asentado dentro de la coraza de mis costillas, ja.
– La cuestión es que sus padres adoptivos son los Collarson. Son dueños de una editorial de categoría media, pero bien posicionada a nivel nacional. Tienen una casa enorme de aspecto colonial, un buen terreno que lo circunda, dos coches de marca. Organizan fiestas literarias una vez al mes con el fin de promocionar a sus escritores menos conocidos. Lo dicho, su patrimonio es bastante envidiable, y más si se compara con las cuentas corrientes que manejamos tú y yo. Así que estarán más que dispuestos en aportar una suma decente por la recuperación de su hijito, que se llama Miki por cierto.
– Como Mickey Mouse, ja, ja.
– Condenado malnacido. Déjate de memeces. Pide por Dios otro café negro y concéntrate en la ejecución del plan para mañana. Todo tiene que salir perfecto. Un secuestro exprés y un montón de billetes verdes que nos permitirá vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada.
– Está bien. Te prometo no decir ninguna chorrada más en un buen rato. Pero me sigue haciendo gracia que ese enano sea chino, ja, ja.
3.
El niño estaba sentado entre los dos hombres. Pollock conducía, mirando de reojo a Miki.
– ¡Deja de reírte del pobre chaval, imbécil! – le echó en cara Rodney.
– Es que no puedo remediarlo. ¡Hasta Piolín es más grande, ja, ja!
Miki permanecía callado, con rostro pensativo. Ni siquiera pataleó cuando lo introdujeron en el coche de Pollock, y tampoco se quejó cuando Rodney le exigió que le diese su teléfono móvil. Eso sí, se negó a buscarles el número del móvil o de la casa de sus progenitores.
– Da igual. Ya lo encontraré yo mismo. Con entrar en el directorio… Una vez obtenido, llamaremos  desde una cabina a sus padres.
– ¿Para qué tanta molestia? Se les llama desde el móvil del enano y ya está. Encima vamos a pagar las llamadas, no te jode – dijo Pollock.
– Eres más tonto de lo que aparentas – se le encaró Rodney. – La mejor manera para que la policía localice la llamada es ponernos a utilizar el móvil.
– Oye, oye. Quedamos que vamos a amenazar a sus padres con matarlo si acuden a la pasma.
– Ya. Pero nunca se sabe. Pueden ser prepotentes y hacer caso omiso de la advertencia.
El niño mantenía los ojos cerrados. En la parte trasera del Volvo estaba su mochila volcada contra el suelo.
– Mis papás nunca harían caso a lo que les diga el vigilante del paso de cebra y a su amiguito gracioso – mencionó Miki sin mirarles.
– Estupendo, compañero. El mocoso sabe quién eres – dijo con desagrado Pollock.
– Eso es lo de menos. Cuando esté de vuelta y se lo diga a la peña, yo al menos ya estaré en otro país…
4.
Rodney había alquilado una bajera en una nave industrial de las afueras de la localidad, utilizando para ello una credencial con datos falsos. Cuando llegaron, devolvieron la mochila al niño y le hicieron de acompañarles hasta el interior del local de cuarenta metros cuadrados. Constaba de paredes desnudas, con la pintura a medio levantar y sin ningún tipo de mobiliario, aparte de una manguera de incendios y un hacha dentro de la vitrina.
– ¡Joder, tío! ¡No hay ni sillas! – protestó Rodney.
– Si pensabas que iba a pagar el coste del alquiler de unos putos taburetes para unas pocas horas, la llevabas clara, amigo – se defendió Pollock, cruzándose de brazos.
– Estoy cansado de estar de pie – dijo Miki en un susurro monocorde.
Ambos lo miraron como si acabara de hablar una marioneta de Barrio Sésamo.
Pollock se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, cerca de donde estaba el pequeño.
– Tendrás que conformarte con sentarte en el puñetero suelo. Bastante es que te dejo mi anorak para que no se te enfríe el trasero, jolines.
Miki se acomodó con las piernas cruzadas. Dejó la mochila al lado. Cerró los párpados. Al instante sus facciones se relajaron, apreciándose una suave sonrisa en sus labios escuetos y resecos por el frío invernal.
– Demonio de crío. Esos Collarson tienen que estar de la azotea para ponerse a adoptar a un esquimal en miniatura – gruñó Pollock.
– Deja de meterte con el niño. Salgo un poco para mirar en el directorio del móvil. En cuanto de con el número de sus padres, uno de los dos se dirige a la cabina telefónica situada a media milla, donde la droguería abandonada.
– Míralo aquí. No sé para qué tienes que salir afuera, con la que rasca.
– Me meto en el coche, chalado. Que esta bajera parece una cámara frigorífica. No tardaré ni cinco minutos. En cuanto de con el teléfono, lo anoto, te lo doy y vas a la cabina telefónica. Ahora que lo pienso, Miki estará más tranquilo conmigo.
– Si tú lo dices.
Rodney abrió la puerta y salió al exterior, llevándose el teléfono móvil del niño consigo.
Pollock suspiró, desesperado por lo perfeccionista que era su compañero de fechorías.
Unas volutas de su aliento se expandieron como si estuviera fumando un cigarrillo.
– Tiene razón el compañero. Aquí hace un frío de la leche. Sintiéndolo mucho, niñito, vas a tener que devolverme mi abrigo. Así que levanta tu trasero enjuto, si no quieres que te aparte de un empellón – se dirigió hacia el niño.
– Yo no hago caso a un árbol – musitó Miki.
Pollock se quedó de una pieza. Aquel renacuajo era un espanto de mocoso. Ni cobrando cien mil dólares hubiera aceptado su adopción.
– Eres un árbol malo. Mereces morir, árbol – insistió Miki.
– ¡Maldito bastardo! ¡Como tus padres no paguen, te hago picadillo y tus restos se los doy a mi perro como aperitivo de su cena, porque no tienes ni un kilo de carne sobre los huesos!
El niño no se inmutó ante la amenaza de aquel hombre.
Simplemente apretó más todavía los párpados, encogiendo los dedos de las manos hasta formar sendos puños.
Cuando frunció el ceño, Pollock se quedó de inmediato paralizado.
No podía dar un paso. Tampoco podía mover los brazos ni girar la cabeza.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
– Eres una persona mala. Así que si te transformo en un árbol, también eres un árbol malo – le dijo Miki, acomodado sobre el anorak de Pollock.
Pollock fue percibiendo una dolorosa rigidez que iba agarrotando cada músculo de su cuerpo. Su piel iba poniéndose cetrina, surgiendo rugosidades sobre el revés de las manos y su cuello. También notaba las protuberancias asentándose en el resto de su anatomía bajo la tela de su ropa. No podía bajar la vista por el súbito dolor de sus vértebras cervicales, pero sentía que sus pies se iban ahondando en el mismo hormigón del suelo. Lo sabía porque había perdido unos siete centímetros de estatura. Su respiración se tornó entrecortada, y cada vez le resultaba más difícil inhalar y exhalar tanto por la boca paralizada como por las fosas nasales. Algo le decía que iba a morir de un colapso brutal en menos de un minuto. Eso le aterrorizó profundamente.
Cuando quiso hacer un último esfuerzo para separar las piernas y los brazos,  la puerta de la bajera fue abierta, entrando Rodney. En un principio no se fijó en su compañero, ubicado en el rincón contrario. Su visión estaba enfatizada en el niño. Arrojó el teléfono contra el hormigón del suelo, haciéndolo trizas.
– ¡Puñetero niño! Tu teléfono es tu puto juguete, ¿verdad? Uno que ya no utilizaban tus padres y que está inutilizado por la compañía operadora. El directorio es más viejo que Matusalén, y en él no aparece ninguna referencia actual con los números telefónicos de tus papaítos Collarson.
– Eres un hombre malo – le dijo Miki.
– Mira, Miki. Soy un hombre comprensivo. Si en ese teléfono no figura el número con el cual poder comunicarme con tus padres, es señal que tienes otro sistema por el cual… ¡Dios! ¡Un localizador! ¡Estamos jodidos! Llevas un localizador de personas por GPS.
Dejó de fijarse en el niño para volverse, encontrándose con la escalofriante imagen de Pollock.
– ¡Pollock! ¡Joder!
– Eres un leñador malo – le llegó la voz cansina y repetitiva del niño.
– ¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a Pollock? ¡Da igual! ¡Tengo que encontrar tu localizador y destruirlo! Luego ya veré qué hago contigo.
Rodney avanzó hacia Miki, dispuesto a hurgar en su mochila.
– Leñador malo, necesitas un hacha para talar ese árbol malo – surgió la vocecilla procedente  de los labios sonrientes de Miki.
Rodney se sacudió la cabeza. Sin saber por qué motivo, había cambiado el rumbo de sus pasos. Se halló a sí mismo situado frente a la vitrina de antiincendios que guardaba el hacha. Estaba en un estado de conservación excelente. El filo afilado y brillante.
Cerró sus puños con fiereza, y llevado por un impulso demencial, se puso a golpear con énfasis el cristal con la intención de romperlo. Arremetía sin descanso por una insistencia involuntaria de su mente. Los dedos se le fueron poniendo en carne viva, hasta que el vidrio cedió. Asió el hacha por el mango, dirigiendo su cuerpo hacia la postura extravagante adoptada por Pollock. Los ojos de Rodney estaban fuera de sí. Babeaba.
– Por favor, leñador malo. Mata al árbol malo.
Carente de toda lógica, y comandado por la absurda orden infantil de Miki, se puso a trocear el cuerpo paralizado de Pollock. Tardó quince minutos en despedazarlo. Los restos estaban esparcidos por todo el suelo de la bajera. Rodney estaba embardunado de la cabeza a los pies con la sangre de su compañero. Cuando comprobó lo que acababa de hacer, dejó caer el hacha a sus pies, espantado de la escabechina.
– ¡Dios! ¿Qué he hecho? – gritó, al borde del llanto.
Miki abrió los ojos. Se alzó con rapidez felina, agarrando su mochila, y con la felicidad embargando su rostro, gritó alborozado:
– ¡Papá! ¡Por fin estás aquí!
Rodney se giró hacia la entrada. En la jamba de la puerta estaba el señor Collarson.
Este le apuntó con una pistola con silenciador, haciéndole estallar su cráneo en fragmentos de hueso aderezado con porciones de su cerebro. El cuerpo del secuestrador se desplomó inerte en medio de la carnicería y del enorme charco de sangre que cubría buena parte del suelo.
Miki corrió hacia su padre, más feliz que unas castañuelas. Este lo cogió en brazos, sacándole lo antes posible del infierno que representaba la bajera.
Minutos después, mientras conducía el Mercedes negro metalizado camino de regreso a casa, con Miki asentado en el asiento del acompañante, Robert Collarson hablaba con su mujer a través del manos libres.
– Todo está bien, querida. Miki está conmigo – le decía sin emocionarse.
– Gracias a Dios que le pusimos ese localizador, Robert.
– Por lo demás, mejor que olvidemos este pequeño incidente. Quienes se lo llevaron, están muertos.
– Eran hombres malos – le interrumpió su hijo Miki.
Su padre sonrió forzadamente.
– Así es, hijo mío. Recibieron lo que se merecían.

Continuó hablando con su esposa, consternado por la mala elección que hicieron cuando decidieron adoptar un niño tres años atrás.

Audio relato de terror: "Lucas, el tonto."

Todos los relatos escritos y los audios, estos últimos narraciones de los primeros que voy grabando poco a poco, son obra mía, Robert A. Larrainzar. En este en concreto, Lucas el Tonto, varias veces lo han copiado sin citar al autor, y encima hace pocos días en youtube añadiendo que es un creepypasta… Sin comentarios. Es un relato corto de terror, de los primeros que escribí.

http://www.ivoox.com/player_ej_11109410_4_1.html?c1=0a0807

Inductores de la maldad

Aquellas dos figuras se mostraron ante los habitantes de aquella localidad en semejanza física a ellos.

Desde el primer momento, murmuraciones sin sentido surgieron conforme intentaban implicarse en la vida diaria del lugar elegido por un designio superior a sus verdaderos anhelos de antaño.
Ambos fueron estigmatizados por los lugareños. Las burlas soterradas dejaron de ser tan evidentes hasta resurgir con breve pero infausta brutalidad.
Una noche, cuando estos dos seres se hallaban en un intervalo distendido en un local de ocio, donde se prodigaba la bebida, el juego y la lascivia, tratando de asumir como la raza humana volvía a tropezar en la misma piedra un millar de veces, siglo tras siglo de existencia, sin esforzarse en enderezar su rumbo desorientado por la estela de la  estrella equivocada y moribunda de una enana blanca, fueron apuntados por los cañones de diversos revólveres.
Forzados a salir del salón, iluminados por antorchas, aquellos hombres despiadados armados hasta los dientes les conminaron por la fuerza a desprenderse de sus ropas. Vieron como un enorme puchero de alquitrán había sido retirado del fuego de una hoguera formada en el centro de la calle principal del pueblo. Frases soeces, risas procaces, surgieron de las gargantas ebrias conforme inmovilizaron a los dos recién llegados con recias cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Acallaron las posibles súplicas de la pareja con trapos sucios humedecidos en rancio vinagre a modo de mordaza. Sin mayor dilación, con los dos cuerpos tendidos sobre el polvoriento suelo, los fueron cubriendo con el alquitrán, embardunando su piel hasta conseguir ennegrecer sus anatomías por completo. Carcajadas insanas, deseos infames, insultos improcedentes llegados de la inmensa mayoría de los residentes del pueblo se fueron diseminando en las cercanías de los dos infortunados. No solo los brutos formaban parte del salvajismo primigenio inherente a la conciencia humana. También se sumaban las mujeres, los niños, los ancianos…
Sin duda, tiempos difíciles en esa tierra de promisión que debiera de ser bendita por su juventud, pero cuyos colonizadores estaban mancillándola con su condición de usurpadores sin escrúpulos, arrebatándosela a las ancestrales tribus nativas amerindias, esquilmando sus riquezas y exterminando su medio de alimentación más natural como lo era la de su sagrada caza de bisontes.
Asentamientos creados desde la nada por el hombre blanco como ese insignificante pueblo, donde se estaba acometiendo una horrible tortura en contra de los dos forasteros de procedencia desconocida.
Al amparo de la displicencia de la máxima autoridad defensora de la supuesta aplicación de la ley, la turba recubrió los cuerpos doloridos, maltrechos y humillados con plumas de gallina. Satisfechos con la lección dada a sendos infelices, quien nadie había invitado a formar parte de la comunidad, montaron sus cuerpos en una carreta, decididos a llevarlos a una distancia considerable para dejarles claro el mensaje que su presencia allí no era grata.
La carreta fue alejándose entre los vítores de la gran mayoría.
Acabada la diversión, el grupo se disgregó.
Los restos de la hoguera fueron perdiendo viveza e intensidad, hasta sumir la calle en la penumbra inherente a la noche avanzada.
Los rescoldos chispearon. Una ráfaga de aire disipó el humo.
En la lejanía emergió un estruendoso trueno.
El horizonte estaba despejado, con ausencia de cualquier contorno volátil en forma de nube que pudiera implicar la llegada de una repentina tormenta.
Aún así, decenas de rayos iluminaron el cielo con intermitencia.
Poco más tarde de su partida, no se habría superado ni la media hora, la carreta retornó. Llegó sin conductor, con el caballo desbocado y nervioso. El alboroto que armó consiguió que varios de los vaqueros presentes en la taberna salieran al porche. El animal recorrió la calle del pueblo hasta finalmente detenerse, cayendo fulminado. Sus relinchos finales helaron la sangre de quienes pudieron presenciar su muerte.
Llevados por la intriga y la curiosidad, una buena representación de la localidad rodeó el carro. En el interior del cuerpo de la carga figuraba un cadáver despedazado, con las entrañas extraídas y dispuestas sobre las tablas de la carreta. Los restos de la ropa desgarrada pertenecían al voluntario que había insistido en conducir la carreta hasta unas treinta millas de distancia, donde dejaría abandonados los cuerpos emplumados de los dos forasteros.
El nerviosismo se asentó entre los habitantes de la pequeña población.
En la bóveda celeste un trueno destacó sonoramente, hasta resultar ensordecedor para sus simples oídos.
En ese instante, uno de los ayudantes del comisario advirtió a los presentes de la aproximación de la silueta de dos personas hacia la entrada sur del pueblo.
Todos concentraron su mirada en la llegada de las figuras.
La no muy distante lejanía era acortada, tanto por sus pasos, que eran firmes, como por sus zancadas, que eran largas.
Con horror se pudo comprobar que eran los dos forasteros torturados y humillados por el castigo del alquitrán y de las plumas.
Una voz ronca y desafiante llegó procedente desde los labios de uno de ellos.
Sois obra de un ser supremo. Fuisteis creados por sus manos. Desgraciadamente, proseguís en el empeño de contradecirle. Esta persistencia vuestra nos favorece. Os habéis demostrado, como seres descarriados que sois, que os corresponde ocupar un sitio destacado en el Abismo.
En aquel momento, los dos desconocidos se mostraron como Representantes Celestiales Caídos. Dos emisarios enviados en búsqueda de Almas Condenadas al Castigo Eterno.
Al alcanzar el centro del pueblo, las plumas que los cubrían se disolvieron y la capa de alquitrán que los envolvía se escurrió hasta desaparecer en el polvo del camino. Sus ojos abultados enfurecidos y llameantes fueron carbonizando a las personas más cercanas. Sus lenguas enormes viperinas diseminaron gotas de ácido sobre el siguiente grupo. Los hombres armados se resguardaron detrás de barriles, carretas, columnas de los porches, en el interior de la taberna, disparando sin parar a los cuerpos de esos dos seres demoníacos.
Las entidades infernales rieron con agrado. Las balas rebotaban en sus pechos acorazados recubiertos de pinchos. De la nada hicieron surgir lanzas y flechas flamígeras, apuntando con pleno acierto en quienes intentaban detener su marcha.
Llegado este punto, las dos figuras eran dos colosos ígneos. La fuerza de sus pisadas hizo temblar la tierra. Las débiles estructuras de las casas y resto de edificios colapsaron, sepultando a quienes se habían mantenido refugiados bajo sus techos.
Los embajadores de Lucifer  incrementaban su poderío con cada muerte. De cada fallecido la esencia incorpórea de su alma fue engullida por las fauces de los demonios.
No se tuvo piedad con ninguno de los habitantes de la nefanda población.
Varones, mujeres, ancianos, niños, inválidos.
Todos fueron masacrados en pocos minutos, el pueblo fue arrasado y borrado del mapa.
Cuando cumplieron con su cometido, se alejaron de las ruinas de lo que había sido un simple tosco esbozo de la brillante Gomorra antes de haber recibido el castigo divino por sus innumerables pecados.

El sonajero

Desmond Twitt era un empresario sin el menor de los escrúpulos. Ávido de crear ganancias, hacía y deshacía sus empresas en un abrir y cerrar de ojos. Poco le importaba si una de sus fábricas de componentes de vehículos le generaba beneficios aún a pesar de la crisis. Si surgía una oportunidad de trasladarla a un estado del tercer mundo, donde los obreros serían sometidos a extensos y agobiantes horarios sin descansos semanales, con un sueldo básico correspondiente a unos cincuenta dólares mensuales, no lo dudaba. Cerraba la fábrica y la creaba en el extranjero. Cuando heredó el pequeño imperio industrial de su padre Edeltore Twitt, tenía quince fábricas dispersas por los Estados Unidos. Ahora quedaban seis, mientras en el exterior tenía implantadas trece. La producción de automóviles, cuyos fabricantes principales eran abastecidos por los componentes de sus fábricas, habían reducido los pedidos por la menor venta en el período de la crisis financiera mundial, pero gracias a su intuición de ir trasladando Twitt´s Components por el continente africano y parte del asiático, estaba manteniendo una buena cifra de ingresos por ventas.

Aún así, Desmond Twitt no estaba conforme. Sus intenciones era la de cerrar a corto plazo las seis fábricas locales para reubicarlas entre Indonesia, Taiwán y algún país africano que tuviera gobernantes de lo más corruptos, donde casi ni habría que pagar a los empleados. Simplemente con darles su ración diaria y un catre, la producción en cadena no se detendría en las veinticuatro horas.
Su decisión de cerrar la fábrica de Nogales, en Arizona, fue tomada en la reunión quincenal del 12 de Agosto. Ya se había conseguido la aprobación por parte del ministro de industria albanés para su instalación en un polígono industrial de Tirana.
Las obras tardarían cuatro meses, al estar la nave ya edificada a medias por una anterior empresa que se había echado en el último momento para atrás.
En el mes de Noviembre, Desmond Twitt se trasladó en varias ocasiones a la fábrica de Nogales. Su intención era comunicar a los obreros el cierre de la fábrica para Diciembre, en plenas navidades. Quienes lo desearan, podrían continuar su labor en Tirana.
La ciudad de Nogales está ubicada lindando con la mexicana del estado de Sonora, llamada también Nogales. Al estar en la línea fronteriza, no era de extrañar que la mayoría de los obreros fuesen de origen mexicano.
Finalmente, el 23 de Diciembre, en el preludio del inicio de la Navidad, con todos los empleados congregados en la nave industrial, Desmond Twitt les hizo saber el cese de la producción de piezas y componentes del sector del automóvil en esa fábrica.
Las quejas fueron visibles. El desencanto, notorio. Desmond cedió la palabra al director de la planta de Nogales para que les informara de la manera en que iban a ser indemnizados en acorde a la antigüedad, además de la posibilidad de seguir trabajando para el grupo Twitt´s Components en Albania para quien se animase a ello.
Desmond Twitt se retiró al despacho del director, mientras este recibía el continuo abucheo por parte de los empleados, quienes le interrumpían constantemente sin apenas dejarle hablar.


Luis Reinaldo Renés ya era muy mayor para soportar sorpresas desagradables. De hecho, nunca había tenido una pizca de buen humor. De energía brusca, nunca aceptaba que alguien le jodiera la vida. En este caso, cuando aún le quedaban cinco años para jubilarse, el dueño de la fábrica les comunicaba el cierre en víspera de navidades.
“hijo de perra”.
Luis Reinaldo se dirigió a los vestuarios. A sus espaldas seguían las muestras de desaprobación de sus compañeros mientras el director trataba de calmarlos con argumentos vacíos de contenido y promesas de traslado a un país situado en dios sabía dónde, con un salario diez veces menor al que cobraban ahora, que de por sí tampoco era una cifra que te invitaba a bailar llevado por la alegría. Se trasladó por las taquillas hasta presentarse ante la suya. La número 117. Introdujo la llave en la cerradura y la abrió. Con decisión, rebuscó entre sus pertenencias, hasta encontrar lo que buscaba.


Desmond Twitt estaba sentado detrás de la mesa del director, observando la gráfica de pedidos para la primera quincena de Enero en la pantalla del ordenador portátil, cuando percibió por el rabillo del ojo izquierdo como la puerta del despacho era abierta. Pensando que se trataba de Fitzgimonds, se enderezó contra el respaldo de cuero negro de la silla.
Ante él estaba uno de los empleados de la fábrica. Lo sabía por el mono negro que llevaba por uniforme. De otra forma, la máscara enfurecida que le cubría el rostro y algo que portaba en la mano le hubiera hecho creer que se trataba de un chalado fugado de algún centro médico de salud mental.
– ¿Quién demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a entrar sin permiso en este despacho?
– Señor Twitt. Oiga cómo suena el sonajero – le contestó el empleado enmascarado.
Desmond Twitt se fijó que la careta era un tipo de ornamento ritual indígena. Unos ojos enormes saltones, con una boca torcida que indicaba que estaba iracundo. Parecía hecha de piel  curtida de alguna clase de animal.
Entonces escuchó un sonido muy peculiar. Provenía de un extraño objeto que aquel sujeto sostenía entre los dedos de su mano derecha.
– Fíjese cómo suena el sonajero – repitió con voz maliciosa el empleado cuya identidad permanecía oculta detrás de la horrenda máscara.
– ¡Qué diablos! ¡Deje usted de hacer el tonto y márchese a trabajar! Que aún le quedan algunas horas de productividad antes de quedar desvinculado de la empresa.
El empleado agitó el objeto. El sonido era repetitivo. Constante.
– Mire cómo suena el sonajero.
Parecía estar hecho de arcilla. Con algo en su interior, como pepitas o pequeñas piedras que producían el ruido al ser agitado con brusquedad.
Desmond Twitt estaba harto. Se incorporó de pie desde detrás de la mesa del escritorio, dispuesto a sacarlo a empujones del despacho a aquel payaso si acaso fuese necesario.
Fue alzarse, y no poder moverse. Se quedó petrificado. Se esforzó por salir de su inmovilidad, pero no pudo.
– ¡Socorro! ¡Me he quedado paralítico! – chilló, fuera de sí.
No sentía su propio cuerpo. Pero tampoco perdía la estabilidad. Continuaba erguido. Paralizado en esa posición.
El sonajero continuaba sonando, con el empleado repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
– Escuche cómo suena el sonajero.
Desmond Twitt notó un escozor procedente de los ojos. Sin poder hacer nada, empezó a lagrimear de manera intensa. Igualmente un picor surgía del interior de los oídos y de las fosas nasales. Cuando se dio cuenta, gritó aterrado. Estaba sangrando por los ojos, los oídos y la nariz. Al poco su grito quedó medio ahogado por la sangre que emergía de su boca hacia el exterior.
El ordenador portátil y luego la mesa quedó cubierta por la sangre que surgía de los orificios faciales de Desmond Twitt.
El empleado continuaba con su letanía.
– Oiga cómo suena el sonajero.
La sangre ya llegaba a empapar la alfombra del suelo del despacho. Desmond ya no podía articular ninguna palabra. Sólo barbotaba sonidos ininteligibles al estar manando constantemente sangre procedente de su garganta hacia el exterior. Sintió la ropa interior húmeda y pegajosa. También estaba desangrándose por el recto.
El sonajero era sacudido por la mano diestra del empleado con más vigor, sin decaer en la insistencia, hasta que finalmente, Desmond Twitt perdió por fin su verticalidad, desplomándose sobre la alfombra, rodeado de su propia sangre. Una sangre que representaba toda la que podía circular dentro del organismo de una persona, pues había sido expulsada hasta la última gota.
Luis Reinaldo dejó de agitar el sonajero. Se quitó la máscara, y con rostro serio, abandonó la estancia.
Su venganza había sido consumada.
Si él perdía su puesto de trabajo, qué menos que el causante directo del cierre de la fábrica, Desmond Twitt, a la sazón propietario de la misma, perdiera su vida miserable.

Malos vecinos

Aquella familia estaba compuesta por marido, mujer y un hijo adolescente de trece años. Nada más verlos llegar para establecerse en la localidad, residiendo como vecinos en la casa de al lado, un presentimiento turbio le hizo intuir de manera drástica y sin sutilizas que algo raro pasaba con ellos.
Él era escritor de nulo éxito, pero tenía un gran conocimiento de la personalidad de la gente.
El cabeza de tan peculiar nueva familia era Patrick Reck. Un tiarrón de casi dos metros, pero de espalda encorvada y con una ligera cojera en la pierna derecha, motivo por el cual se servía de un bastón de marfil, y eso que no tendría ni los cuarenta.
La mujer se llamaba Fravilia. Era supuestamente descendiente de italianos. Al contrario que su esposo, ella medía metro sesenta, pesaba sus buenos ciento veinte kilos y su rostro tenía un cierto parecido con el semblante sombrío y nocturno de una lechuza, donde las enormes lentes se asemejaban a los ojos del ave en cuestión.
Con respecto al hijo único de la familia Reck…
Su nombre de pila era Leopoldus. Su estatura era de lo más ordinaria entre los chavales del pueblo, con la salvedad de su anatomía esquelética y casi cadavérica. Su tez era blanquecina, los ojos hundidos en sus cuencas, las cejas pobladas y prominentes, la nariz mordida en su aleta izquierda y los labios visiblemente amoratados. El resto del tono de la piel era descolorido. Al poco de residir la familia Reck en el pueblo, los críos le pusieron el mote de “Pesadilla”. Aunque semejante burla duró poco porque el muchacho sabía emplear un tipo de arte marcial de lo más exótico, dejando a más de uno con los huesos magullados y la cara hinchada. A raíz de emplear esta autodefensa personal, los padres de los niños del pueblo les prohibieron a estos acercarse a Leopoldus nada más salir de clase, y mucho menos arrimarse a su casa.
Decididamente, los Reck eran una familia atípica, nada deseables como vecinos.
Él lo supo cuando desapareció su perro fox terrier, “Malas Pulgas”. Al volver del trabajo no lo encontró por el jardín ni por las dependencias de su hogar. Eran las dos de la tarde, y media hora después, le llegó un fuerte olor a barbacoa procedente de la parte trasera de la casa de sus horribles vecinos. Se asomó a la valla, y los encontró degustando carne cortada en dados, ensartados en banderillas de madera. Sus mandíbulas se movían en consonancia con el hambre que tenían, masticando como si llevasen todo el día en ayunas.
Fue entonces cuando reparó en la cabeza de “Malas Pulgas”. Estaba decapitada, situada en un charco de sangre, no muy lejos del festín culinario de los Reck.
Aquella pérfida familia se había apropiado de su perro y se lo estaban asando a la barbacoa.
Su corazón le dio un vuelco. Se sentía al borde de un desmayo. Como pudo, se alejó de la valla de separación de ambas viviendas y se introdujo en su casa por el saloncito, dejándose caer sobre el sofá. Hizo lo posible por controlar el ritmo de su respiración. Discurridos cinco minutos, ligeramente recuperado de la conmoción de saber que su perro fox terrier había sido vilmente asesinado por la malnacida familia Reck, estuvo por llamar a la policía local, con intención de interponer una denuncia. Pero su amor propio le hizo de dirigirse al cuarto donde guardaba sus armas. Recogió la primera que le quedaba más a mano, una escopeta de repetición de calibre 12.
Cegado por la ira, encaminó sus pasos hacia la parte trasera donde su propio jardín y el de los Reck quedaban separados por la valla de madera rústica. Al asomarse sobre ella, ganando altura sobre una silla, vislumbró a los tres miembros que en ese instante estaban tomando un granizado de limón como postre. Patrick le sonrió con desdén, antes de perder toda la dentadura y parte de la nariz de un certero disparo, falleciendo de inmediato. Fravilia se quedó estupefacta por su reacción desproporcionada. Esos segundos de indecisión le costaron dos disparos en el estómago, haciéndola sufrir muchísimo antes de morir delante de su hijo Leopoldus, quien permanecía arrodillado a su lado, llorando como una magdalena.
Aquel niño era el mal encarnado. De los tres componentes, seguramente era el más nocivo y perverso.
Recargó su arma, presto a culminar su venganza…
No le dio tiempo a apretar el gatillo.
Leopoldus se alzó sobre la valla, situándose a su lado con la agilidad de una ardilla. Estaba agachado. Encogido como un muelle tenso. Acercó su rostro a la corva derecha del vecino y le mordió con tal virulencia, que el dolor le hizo de dejar caer la escopeta sobre la hierba.
– ¡Hijo de Satanás! – aulló, desesperado.
Entonces…
Las voces de Patrick y Fravilia llegaron muy cercanas.
Miró un segundo al frente, y se los encontró al otro lado de la valla. Patrick con la boca destrozada. Fravilia con las manos cubriéndose el regazo ensangrentado. Ambos rieron de manera endemoniada.
– Primero fue tu condenado perro.
“Esta noche serás tú a quién devoremos…
Marido y mujer brincaron por encima de la valla, y sumándose al hijo, llenaron el cuerpo del escritor con docenas de brutales dentelladas, que le costaron la vida, y con ello, ocupar sitio en la parrilla de la barbacoa nocturna de la familia Reck.

FREAK (un fenómeno de circo).

FREAK
(un fenómeno de circo)

Escena primera
La feria es de cuarta categoría. Bueno. Eso es lo que pensaba yo. Me encontraba en un estado lamentable, la ciudad estaba en fiestas y andaba vagando de aquí por allá como un transportista extranjero sin GPS. Este año los señores del ayuntamiento habían recortado gastos en el presupuesto de actividades, y se habían conformado con concederle la licencia a un empresario de un país del este de Europa. Se encargaba de aportar su circo propio, amén de unas cuantas atracciones de feria. Yo siempre había detestado el circo. Más que nada por el olor que desprendían las bestias. Nunca he sido un fervor seguidor de las piruetas simpaticonas de los animales adiestrados a golpe de látigo y zanahoria. Soy así de raro. En cambio las casetas de los fenómenos y las atracciones de espejos y de terror sí que concitaban mi atención. Me divertía atrapado entre laberintos de espejos donde se reflejaba mi perversa personalidad en varios clones sonrientes. Y atravesar montado en una vagoneta por los vericuetos aterradores del castillo fantasma del doctor Dolor era ya el no va más para mi sentido gusto del morbo.
Así que medio alcoholizado, me fui recorriendo las barracas y para mi disgusto, no hallé más que atracciones propias para niños menores de diez años. No había ninguna creada para el deleite de los adultos. Un timo. Una estafa. Mi humor se puso denso y destemplado. Me apetecía agarrar al dueño de toda esa colección de baratijas y emprenderla a patadas contra el paquete de su ingle hasta dejarle caer desvanecido en un ovillo. Si hubiera dispuesto de una tea, toda esa patética feria hubiera ardido por los cuatro costados, clientela incluida. La bebida… Estaba dejándome influenciar por sus efectos nocivos. Sería mejor abandonar el recinto. La gente chillaba y se reía, y mi dolor de cabeza iba en aumento. Estaba a punto de irme, cuando alguien me asió por el codo de mi brazo derecho.
– No se marchará así, señor. No al menos sin ver una atracción – me dijo un ridículo gordinflas vestido de maestro de ceremonias. Hasta llevaba el sombrero de copa sobre la azotea del cráneo.
– Menuda diversión tiene aquí, amigo. Un circo aberrante y cuatro tonterías para los mocosos más tontos del barrio – le dije con acritud. Hipé en frente de su orondo y grasiento rostro. El tío estaba sudando dentro de su aparatoso traje como un cerdo bien cebado.
Se me quedó mirando con cara de no comprender nada.
– Usted trae toda esta porquería desde Mesopotamia – le critiqué con desdén.
– Albania, señor.
– Eso queda en Europa.
– Así es, señor. Y me es justo decirle que nuestra caravana tiene una reputación de alto nivel en buena parte del continente.
– Pero aquí estamos en América, amigo. Y qué quiere que le diga. Su circo y el resto de su feria me parece pura bazofia.
– Ajá. Discrepo de su opinión, pero en América hay democracia.
– Eso mismo.
– Y como hay democracia, tiene cabida tanto su opinión como mi maravilloso espectáculo.
Me estaba hartando de tanta cháchara con ese payaso. Me libré de su apretón y continué dando tumbos con la bebida dominando mis impulsos. Joder, ese albanés no me conocía bien. Si supiera lo cabrón que llego a ser, ni se hubiera dignado en dirigirme la palabra. Con lo fácil que resultaba atarle en la silla del sótano de mi casa y sacarle los dientes uno a uno con unas tenazas. Le salvaba que me encontraba borracho perdido. Si no otra patética víctima anónima que iba a sumarse a mi depravado juego solitario del torturador y su presa. Ya no sé ni cuántos cuerpos llevo sepultados bajo el piso del sótano. Deben de ser ya una docena. No está mal para llevar simplemente un año y medio con mi diversión infernal.
Continué andando en eses, cuando percibí que alguien correteaba detrás de mi estela. Me volví y el inmenso dueño de la barraca me alcanzó casi con la lengua fuera. Estaba opulento. Mucha carne para ser diseccionada con el filo de un buen bisturí de cirujano. Tardó unos segundos en recuperarse del esfuerzo de la carrera.
– Es una pena que decida marcharse, señor.
– Déjeme ir a mi bola, amigo. Si no lo hace, lo más probable es que lo lamente luego – le corté poniendo mi característica mirada que helaba la sangre en todo aquel que se pusiera pesado conmigo.
El hombre se quedó quieto por un momento. Luego fue sonriendo.
– Usted es perfecto- dijo encantado con mi pose.
– ¿A qué se refiere?
– Digo que usted es perfecto para mi espectáculo.
Dicho y hecho extrajo un arma de esas que al disparar descargan una serie de corrientes eléctricas para inmovilizar a los presos en ciertas cárceles del estado. El caso es que me apuntó de maravilla y consiguió que perdiera el conocimiento entre fuertes espasmos de dolor.



El circo y el resto de su negocio es albanés. Desconozco en qué parte de Europa queda ese condenado país. Sólo se que en lo que a mí me atañe, su dueño es un sujeto muy peligroso para la sociedad en que vivimos. Más o menos cómo lo soy yo.
Desperté mucho más adelante sin derecho a replicar ninguna de sus órdenes. Para algo me había sido arrancada la lengua. Además de las orejas y el posterior ensañamiento con mi nariz. Mediante el efectivo uso de la morfina, y unos ásperos conocimientos de cirugía plástica, el dueño del espectáculo modificó mi rostro tornándolo irreconocible incluso para mí mismo. Me convirtió en un fenómeno de circo. Un ser aberrante y deforme, que sufría las pesadas bromas de tres payasos sádicos e inclementes. Vivía encerrado en un carromato insignificante, con barrotes en las ventanas y con la puerta cerrada bajo llave y un grueso candado oxidado. Este era mi nuevo destino. Las pocas veces que conciliaba el sueño, era para tener horribles pesadillas en las cuales los espíritus de mis víctimas del sótano acudían a mi encuentro para regocijarse de mi situación actual.
Mi abuelo paterno solía decirme a veces las vueltas que daba la vida.
En eso tenía toda la razón.
De carcelero he pasado a prisionero.
De torturador a la persona torturada.
De depredador a presa.
La última diferencia entre mis víctimas y yo es que ellas ya estaban muertas mientras yo me mantengo aún vivo.
Me levanto para aferrarme a los barrotes de mi prisión rodante.
¿En qué me he convertido?
Antes, por mi condición de asesino en serie sin remordimientos de ningún tipo, pudiera ser merecedor de la pena capital. ¡Pero y ahora! No me queda más consuelo que esperar mi oportunidad. No mi ocasión de escape. Si no la simple posibilidad de tener a mi alcance el cuello de triple papada del dueño de la compañía para rebanárselo de oreja a oreja con un afilado cuchillo. Hasta que ese momento llegue, he de conformarme con mis penurias de Monstruo de La Cabeza Lisa.
La entrada sólo cuesta doce dólares.
Pasen y vean, señores…
Verán que el “show” merece la pena.


FREAK
(un fenómeno de circo)


Escena segunda


No tengo más el don de la palabra. Tan solo puedo soltar gruñidos abyectos por la falta de mi lengua. Mi rostro es una pura máscara de horror chinesca. Sin orejas. Sin nariz. Con la cabeza afeitada. Al principio me maquillaban como si fuera un payaso esquizofrénico surgido de una pesadilla de gin tonic con barbitúricos. Con el tiempo ya me fui acostumbrando a hacérmelo yo solito delante del espejo de mi camerino. Mi camerino estaba dentro mismo de mi prisión rodante. Mi espejo era un pequeño trozo roto perteneciente a uno mayor que seguro que le habría traído no siete, sino un millón de años de mala suerte al dueño del mismo. Ojala que ese dueño fuese Basilio. Así se llama el gran maestro de ceremonias de la TROPA CELESTE. Y así se hace llamar su circo majestuoso y las atracciones que lleva a cuestas por buena parte de Europa y del continente americano. Las atracciones eran insufriblemente infantiles. ¿Para qué iban a resultar interesantes para los adultos, si la verdadera atracción era el propio circo? Un circo maquiavélico, donde los protagonistas eran seres deformes y caricaturescos saltando de trapecio en trapecio, fustigando a leones famélicos y carentes de toda cola, lanzando cuchillos afilados a la bella Marta, lo único agradable de ver en toda la “trouppe”, y rematando faena, el número de los payasos poseídos por Satanás persiguiendo sin parar al Monstruo de la Cabeza Lisa con el fin de masacrarle a porrazos con auténticos bates de béisbol.
Por cierto, yo soy el Monstruo de la Cabeza Lisa.
Basilio no me conoce bien. Cuando me atacó con el táser en mi ciudad natal con el objeto de convertirme en lo que ahora soy y en servirse de mis atractivos cara a la galería, jamás pudo sospechar que nos habíamos unido dos seres de lo más despreciables. Yo era por aquel entonces un asesino en serie sádico y cruel. Me encantaba mantener a mis víctimas inmovilizadas en una silla en el sótano de mi casa por horas interminables, inflingiéndoles todo tipo de torturas con objetos afilados, hasta que llegado el momento me aburría y decidía acelerar el proceso. Luego quedaba echar mano de la pala. De hecho en apenas un año y pico disponía de un bonito cementerio bajo el suelo del sótano. Allí reposan los restos de una tal Anna. La osamenta de un tío cretino que vino a venderme un seguro del hogar a todo riesgo. La bicicleta de la repartidora de prensa matutina del barrio con su dueña, evidentemente. En fin. Eso era yo. Un despiadado, frío y calculador asesino. Hasta que a un estúpido dueño de una compañía ambulante albanesa se le ocurrió la brillante idea de secuestrarme para formar parte de su insufrible elenco de fenómenos de circo.  Sin contar con mi asentimiento. Como me había dejado mudo, indocumentado y alejado de mi entorno familiar, si es que acaso yo lo tuviera, porque mis padres me detestaban y vivían al otro extremo del país, el bueno de don Basilio se había pensado que con el paso del tiempo ya no iba a tenérsela jurada. Que iba a terminar por adaptarme a su peculiar tropa de aberraciones andantes y parlantes. Craso error.
Llevaba un año colaborando de manera desinteresada en el dichoso numerito de los payasos satánicos, y poco a poco el maestro de ceremonias fue bajando de manera peligrosa la guardia. Se ve que tenía alguna clase de remordimiento respecto a lo que me había hecho, y como veía que El Monstruo de la Cabeza Lisa estaba ejecutando su labor diaria con todas las ganas del mundo que podía hacerlo una persona raptada y mutilada a las órdenes de su brutal captor, decidió que era hora que yo dejara de vivir y de trasladarme en el interior de la prisión andante. Me encontró acomodo en la caravana de un tipejo que tenía aspecto de reptil y que ejercía el número del hombre bala. Jamás quise interesarme si el tal Basilio le había rebautizado bajo una lluvia de ácido para conferirle a la piel ese aspecto tan granulado, así que estuvimos conviviendo ambos en buena paz y armonía, porque del mismo modo a mi nuevo compañero de habitación le importaba un pepino el modo en que yo me había quedado sin habla, sin nariz y sin orejas.
Con el paso del tiempo, me fui convirtiendo en uno más de la compañía y podía ya merodear a mis anchas por toda la zona de acampada. Para mi sorpresa, una mañana don Basilio me concedió permiso para ir de excursión a la ciudad donde nos correspondía estar por esas fechas de la gira de verano.
Mi mejor amiga era la encantadora y majestuosa Marta. La muchachita que se afanaba en todas las funciones del circo a eludir los lanzamientos de cuchillos por parte de Sanabrio, el Duende de la Doble Chepa. Mediante mi escritura sobre el reverso de un programa de fiestas de la localidad pude invitarla a que fuera mi adorable acompañante. Y Marta, cuyo corazón es de oro, aceptó de muy buen grado.
Más tarde, cuando volvimos ya de la excursión, me dirigí acompañado de mi colega de cuarto, el hombre con aspecto de reptil, hacia la caravana que hacía de oficinas del dueño albanés. Don Basilio abrió la puerta con desgana. Raramente aceptaba visitas de sus empleados en su despacho.
– Vaya. Don Feo y don Escamoso. ¿Qué se os ofrece por aquí? – nos trató de inicio con desdén.
Evidentemente yo no podía articular ni media palabra. Pero eso no importaba. Reptil estaba bien aleccionado sobre lo que tenía que decirle al puerco seboso de don Basilio.
– Cierre el pico, y quédese sentado en su silla – le ordenó Reptil.
– ¿Cómo? – Basilio hizo la intención de incorporarse, pero mi compañero le convenció de lo contrario con la exhibición de un machete.
– Está bien, muchacho. No te exaltes. Tengamos la fiesta en paz. Si queréis algo de dinero suelto para tomaros una coca cola, id a la taquilla y que os de Adela unos cambios. Decidle que vais de mi parte.- continuó diciendo para tratar de convencernos de no cometer una tontería.
El maestro de ceremonias esbozó una sonrisa nerviosa. No se esperaba que me fuera a acercar yo con una preciosa cuerda de nylon. Para cuando quiso resistirse, ya estaba con el lazo colocado entre su barriga y el respaldo del sillón. Lo demás fue dar vueltas a su alrededor hasta inmovilizarle por completo.
Su rostro se tornó iracundo. Estaba claro que esa situación no le agradaba lo más mínimo.
– ¿Qué hacéis, pareja de desgraciados? ¡Soltadme os digo! ¿O es que acaso queréis que os arregle un poco más vuestra fachada de aspirante a actor secundario de una producción barata de terror?
Pataleó sentado y tironeó de la cuerda, pero los nudos que le había aplicado eran de los más eficaces contra todo tipo de escapismo. Hasta Houdini las hubiera pasado canutas con mi técnica de creación de nudos marineros.
Le puse un buen trapo en la boca, y así estuvo bien calladito. Con un gesto le indiqué a Reptil que se ocupara de vigilarlo mientras yo me dirigía al ordenador de sobremesa. Estaba encendido. Busqué la página Web del banco donde don Basilio tenía depositado todos sus bienes financieros. Esta información bendita se la debía a Marta, que por algo pasó alguna que otra velada lujuriosa con nuestro amigo el mantecas. Estaba todo introducido, menos la contraseña particular. Miré al empresario albanés. Reptil adivinó mis intenciones y se encargó de quitarle la mordaza.
– ¡Cabrones! En cuanto me suelte os voy a despellejar vivo en una tinaja de aceite hirviendo – bramó, con el rostro rojo de furia.
Reptil se encargó de tranquilizarle con el apoyo del filo del machete bajo su triple papada.
– Dinos la contraseña de acceso a tu cuenta – siseó Reptil.
– Me cago en tu madre…
– Será la última vez que te lo pida – le amenazó Reptil, apretando el filo contra los pliegues de grasa de su garganta.
El maestro de ceremonias de TROPA CELESTE nos confío la contraseña en un susurro desesperado. Me encargué de teclearlo en el campo de la pequeña ventana de acceso a su cuenta.
Una vez conseguido esto, todo lo demás fue coser y cantar.


Abandonamos la caravana un cuarto de hora después. Estuve divirtiéndome todo ese rato con la proliferación de grasa del empresario. Con un simple punzón de zapatero se consiguen un montón de perforaciones en un cuerpo humano antes de condenarlo a la muerte más sádica posible. Seguía llevándolo en mis genes. Demonios, me había mantenido casi dos años sin haber asesinado a nadie. Fue una especie de liberación mental. Un viejo anhelo recuperado de nuevo.
Los dos dejamos el complejo circense para dirigirnos a la ciudad. Quedamos citados con Marta en un local de comida rápida. Mi amigo Reptil estaba muy desconfiado. Pensaba que la chica nos la iba a jugar en el último momento. Le aseguré por gestos que ella era la persona en la que más creía de toda mi vida. Llegó con media hora de retraso. Acarreaba consigo un maletín de piel. Estaba muy sonriente. Dios. La chica te podía derretir con su simple sonrisa. Nada más sentarse, nos enseñó el contenido del maletín. Dentro del mismo había un montón de fajos de billetes de cincuenta euros. Una cantidad total de seiscientos mil euros. La recaudación de la mitad de la gira recorrida por media Europa. Lloré emocionado.
Esa mañana que fui acompañado de Marta a la ciudad, fuimos a un banco y abrimos una cuenta a nombre de ella. A esa cuenta fue donde yo transferí buena parte de los ahorros del dueño del circo y del resto de atracciones de la feria.
Los tres juntos nos fundimos en un único y noble abrazo.
El camarero nos miraba de refilón.
Su expresión lo decía todo.
Cómo diablos podía tamaña belleza estar relacionada con dos fenómenos de circo como el Reptil y yo.
Ay amigo, eso mejor te lo explicaría yo con pelos y señales en un oscuro sótano acompañado de cuerdas y cuchillas de afeitar…


Mi destino es hallarte en el infierno.

– Estás aquí por justicia. Es lo que te mereces.

– ¡Déjame! ¡No me hables más, bastardo!
– ¡Ja! ¡Ja! ¡Sigue así, sin medir tus palabras!
– No pienso hacerte ni puñetero caso. He de buscar una forma de salir de este sitio.
Pero no había salida.
La oscuridad medraba entre pasillos metálicos interminables, donde resonaban con estridencia los pasos. Su vista se adaptaba en cierta manera a las penumbras. Como si fuera una especie de animal depredador de vida nocturna.
Quiso mirar la hora que era, pero no encontró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Es más, descubrió que estaba desnudo, representando las características externas inherentes a toda bestia asesina sin el menor de los sentimientos.
Golpeó una pared con los puños, enfurecido por estar encerrado en ese laberinto infernal sin un camino que condujera al exterior.
– ¡Continua así! ¡Exactamente representas lo que eres! ¡Tu incoherencia es una virtud en esta dimensión donde ahora te hallas!
– ¡Cierra tu puta boca!
– ¡Hablaré las veces que quiera! ¡Y me regocijaré mil veces con tu caída al pozo del dolor infinito!
Reanudó su caminar por los corredores. Su mente estaba desconcertada por la tensión. Condujo instintivamente los dedos sobre la frente, llevándose la sorpresa de toparse con la tersura repulsiva de su cerebro, asomando a través de un enorme orificio horadado en el hueso frontal del cráneo. Apartó los dedos de aquel contacto inesperado, con su respiración incrementándose por la agitación.
– ¿Qué significa esto? ¡Joder! ¿Qué me ha pasado?
– Ya te cuesta asumir que estás muerto…
Lidia.
Ángela.
Su hermosa y maravillosa mujer.
Su preciosa hijita.
Lidia tenía 36 años.
Ángela, 6.
El destino se comporta mucha veces de forma caprichosa, asentando de manera indiscriminada e injusta el dolor más profundo en el seno de una bendita familia formada por el amor y la consideración hacia el resto de las personas.
No estaba preparado para verse en una confrontación caprichosa y circunstancial con una miserable alimaña inadaptada, cuyo axioma era valerse de la violencia criminal para la consecución de sus sucios propósitos.
Carter lo supo cuando entraron en la sucursal bancaria. Un joven alto, desgarbado, vestido con vaqueros desgastados y con la personalidad oculta bajo un pasamontañas de lana negra los incluyó como rehenes en su asalto. Estaba fuera de sí. Consumido por el síndrome de abstinencia. Precisaba de un buen puñado de dinero para adquirir su dosis de droga. Salivaba. Pestañeaba sin cesar. Ordenaba de forma brusca a la familia recién llegada, a la cajera y al director. De alguna manera, este último pudo pulsar el botón de alerta a la policía. En escasos cinco minutos, el banco fue rodeado por tres coches. Todo transcurrió demasiado rápido para el ladrón. Al revés que para Carter, que vivió lo acontecido, escena a escena, a cámara lenta.
Aquel desgraciado perdió los nervios. Sin esperar a nada, se hizo con Lidia y Ángela, y con ambas se dirigió a la entrada. Exigió a los agentes que le dejaran irse en un coche. Si no cedían a sus deseos, empezaría a matar a los rehenes uno a uno.
Carter apreció que lo decía en serio. Estaba desquiciado. Enloquecido. Era un ser que no valoraba una vida ajena.
Sin venir a cuento, se escuchó un disparo. Acababa de ejecutar a su mujer delante de Ángela, demostrando a la policía que iba en serio.
Lidia cayó fulminada, exangüe sobre el suelo de la entrada, formándose un charco con su sangre. Carter gritó, desesperado. Corrió hacia ellos. Conforme se aproximaba, percibió los disparos procedentes de la policía. Aquel bastardo se agachó. Ángela logró desasirse de la mano izquierda del criminal, echando a correr hacia los brazos de su padre. Carter estuvo pendiente de la llegada de su hija. El estallido de una descarga se propagó por el interior del banco. Cuando Ángela quedó recogida contra el pecho de su padre, lo hizo debilitada, empapándole la pechera de la chaqueta con su sangre infantil.
En ese instante, Carter vio como su mundo perfecto se desmoronó con la facilidad de un castillo de arena.
Fueron apenas ochenta segundos de ingrata demencia.
El tiempo que llevó desde la muerte de su mujer, pasando por la de su hija, para culminar con la del propio asesino a manos de la policía.
Días de luto.
La ceremonia respetuosa del funeral.
El entierro prematuro de sus dos seres queridos.
Un dolor profundo. Una incomprensión infinita.
Los días de duelo fueron sustituidos por su adaptación a un mundo irreal.
Lidia. Ángela.
Ángela. Lidia.
Su existencia lastrada repentinamente por el deseo sanguinario brutal de un miserable inadaptado.
Estuvo dándole vueltas a lo inútil de su existencia.
Su tristeza fue sustituida por un ansia de venganza. De pura furia.
Tras días de cierta indecisión, buscó la dirección de la familia del asesino de su mujer e hija.
Se armó de una escopeta de repetición y se dirigió en la mitad de una tarde, dispuesto a impartir su propia justicia.

– ¡La diversión está muy cercana!
– ¡Cállate! ¡No soporto oírte!
– ¡Ja! ¡Vete acostumbrándote!
Sus pies estaban en carne viva. Llevaba no horas, si no innumerables días dirigiéndose por aquellos pasillos entrelazados que conducían a ninguna parte en particular. Su estómago estaba revuelto. No de hambre. Si no de los ardores del odio más nefando. Constantemente se tocaba la horrenda herida infligida a su frente.
Entonces…
Una figura surgió repentinamente al doblar la esquina de un camino. Entre sombras, su perfil era neutro. Cuando se movió y se le acercó, pudo ver que estaba igual de desnudo como lo estaba él. Lo primero que le llamó la atención del recién llegado fue la enorme llaga que supuraba sangre viscosa procedente de su estómago.
– ¡Joder! ¡Estás peor que yo! – le dijo, enfurruñado por el encuentro. – Ni que te hubieran pegado un buen tiro en las tripas.
Cuando el extraño alzó el rostro pálido y contraído por la ira, lo reconoció al instante.
Era el padre de aquella niña. (Ángela)
El marido de aquella mujer. (Lidia)
Aquel  hombre llamado Carter se contuvo como pudo por unos segundos.
Finalmente separó los labios para simplemente musitarle:
– Por fin te encuentro. Tuve que matar a tus padres y a tu hermana para obtener la condenación eterna.
Tomó impulso como un atleta al iniciar una carrera de cincuenta metros lisos, y sin más, se abalanzó sobre el autor de la muerte sin sentido de Lidia y Ángela.
Se entabló una pelea antológica. Una lucha que se repetiría constantemente entre aquellos dos contendientes.
A su vez, una carcajada estridente se expandía por las paredes de los pasillos metalizados del laberinto en forma de eco, evidenciando el soberano del mal eterno lo satisfecho que estaba por haberlos reunido a ambos en aquella prisión del inframundo.