Responsabilidad cívica.

Se creía un ser superior al resto. Aborrecía al ser humano en su conjunto. Aun a pesar de haber recibido la educación adecuada por parte de sus padres, de haber resultado exitoso en los estudios universitarios donde se había graduado brillantemente en Derecho, de resultar extremadamente atractivo a las mujeres y de vestir elegantemente como un dandy inglés, parte de su mente había desarrollado una habilidad fría e insensible propio de todo asesino en serie que se precie de serlo.
En su doble vida, la normalidad realizaba una transición trágica hacia la monstruosidad de la barbarie sanguinaria. Llevaba cerca de año y medio sembrando el horror y el espanto entre la ciudadanía, creando una psicosis de inseguridad nocturna en cada rincón habitado de la gran ciudad donde residía y ejecutaba sus fechorías criminales.
La cifra llegó a estabilizarse en once víctimas, todas ellas féminas, mancilladas y ejecutadas de la peor manera posible, erradicando la existencia de noviazgos y matrimonios felices.
Víctimas que se libraran de su sinrazón, que él supiese, una única joven en sus comienzos por su nula experiencia en el arte de ejercer como subordinado de la Muerte. Estuvo medio mes de baja laboral, aduciendo una neumonía, pues ese fallo le hizo temer lo peor, sin pisar la calle, inquieto ante la mera casualidad que aquella chica lo reconociese entre la multitud.
Testigos presenciales, ninguno.
Si no a éstas alturas estaría detenido…
Pero…
A pesar de detestar a sus congéneres, él mismo era humano, con sus virtudes, sus defectos y sus enfermedades mundanas.
A veces en su ego fantaseaba con una larga y duradera inmortalidad conseguida en base de sus actos y por ello no esperaba sufrir nunca daño físico alguno que menguara su salud.
Así que esa mañana en que acudía bien trajeado a su trabajo en el gabinete de abogacía de los hermanos Wilson, el imprevisto amago de ataque al corazón le hizo de perder la verticalidad y caer desplomado justo en medio del paso de peatones de la avenida más concurrida de tráfico a falta de diez segundos del cambio del color del semáforo del rojo al verde, haciéndole ver que también podía ser un ser débil y a merced del destino.
Con la mano situada encima del corazón y con el pulso extremadamente débil, vio aproximarse un autobús de línea urbana. En ningún momento pensó que iba a precipitarse hacia delante llevado por la inercia de la luz del tráfico. Era responsabilidad cívica detenerse, y a ser posible, atenderle hasta que llegara la ambulancia.
Pero dio la casualidad que el chófer de aquel autobús era una mujer. El fantasma real de una de sus primeras víctimas, la afortunada que resultó indemne de sus siempre feroces y mortíferos ataques.
La conductora lo reconoció de inmediato.
Los recuerdos de aquella lejana pesadilla se agolparon repentinamente en la retina de sus bonitos ojos verdes.
Sus manos se aferraron con más firmeza al volante, y para espanto de la totalidad de los pasajeros, apretó con fuerza el pedal del acelerador, haciendo pasar el chasis con sus cuatro ruedas por encima del cuerpo tendido del asesino en serie.
Cuando menos lo hubiera podido vaticinar, su carrera de psicópata había llegado a su fin…

Mi destino es hallarte en el infierno. (My destiny is to find you in hell).

Un relato nuevo recién salido de la barbacoa. Yo aporto las patatas fritas. Ustedes, la bebida, a ser posible una refrescante sangría, je, je…


Estás aquí por justicia. Es lo que te mereces.
– ¡Déjame! ¡No me hables más, bastardo!
¡Ja! ¡Ja! ¡Sigue así, sin medir tus palabras!
– No pienso hacerte ni puñetero caso. He de buscar una forma de salir de este sitio.
Pero no había salida.
La oscuridad medraba entre pasillos metálicos interminables, donde resonaban con estridencia los pasos. Su vista se adaptaba en cierta manera a las penumbras. Como si fuera una especie de animal depredador de vida nocturna.
Quiso mirar la hora que era, pero no encontró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Es más, descubrió que estaba desnudo, representando las características externas inherentes a toda bestia asesina sin el menor de los sentimientos.
Golpeó una pared con los puños, enfurecido por estar encerrado en ese laberinto infernal sin un camino que condujera al exterior.
¡Continua así! ¡Exactamente representas lo que eres! ¡Tu incoherencia es una virtud en esta dimensión donde ahora te hallas!
– ¡Cierra tu puta boca!
¡Hablaré las veces que quiera! ¡Y me regocijaré mil veces con tu caída al pozo del dolor infinito!
Reanudó su caminar por los corredores. Su mente estaba desconcertada por la tensión. Condujo instintivamente los dedos sobre la frente, llevándose la sorpresa de toparse con la tersura repulsiva de su cerebro, asomando a través de un enorme orificio horadado en el hueso frontal del cráneo. Apartó los dedos de aquel contacto inesperado, con su respiración incrementándose por la agitación.
– ¿Qué significa esto? ¡Joder! ¿Qué me ha pasado?
Ya te cuesta asumir que estás muerto…
Lidia.
Ángela.
Su hermosa y maravillosa mujer.
Su preciosa hijita.
Lidia tenía 36 años.
Ángela, 6.
El destino se comporta mucha veces de forma caprichosa, asentando de manera indiscriminada e injusta el dolor más profundo en el seno de una bendita familia formada por el amor y la consideración hacia el resto de las personas.
No estaba preparado para verse en una confrontación caprichosa y circunstancial con una miserable alimaña inadaptada, cuyo axioma era valerse de la violencia criminal para la consecución de sus sucios propósitos.
Carter lo supo cuando entraron en la sucursal bancaria. Un joven alto, desgarbado, vestido con vaqueros desgastados y con la personalidad oculta bajo un pasamontañas de lana negra los incluyó como rehenes en su asalto. Estaba fuera de sí. Consumido por el síndrome de abstinencia. Precisaba de un buen puñado de dinero para adquirir su dosis de droga. Salivaba. Pestañeaba sin cesar. Ordenaba de forma brusca a la familia recién llegada, a la cajera y al director. De alguna manera, este último pudo pulsar el botón de alerta a la policía. En escasos cinco minutos, el banco fue rodeado por tres coches. Todo transcurrió demasiado rápido para el ladrón. Al revés que para Carter, que vivió lo acontecido, escena a escena, a cámara lenta.
Aquel desgraciado perdió los nervios. Sin esperar a nada, se hizo con Lidia y Ángela, y con ambas se dirigió a la entrada. Exigió a los agentes que le dejaran irse en un coche. Si no cedían a sus deseos, empezaría a matar a los rehenes uno a uno.
Carter apreció que lo decía en serio. Estaba desquiciado. Enloquecido. Era un ser que no valoraba una vida ajena.
Sin venir a cuento, se escuchó un disparo. Acababa de ejecutar a su mujer delante de Ángela, demostrando a la policía que iba en serio.
Lidia cayó fulminada, exangüe sobre el suelo de la entrada, formándose un charco con su sangre. Carter gritó, desesperado. Corrió hacia ellos. Conforme se aproximaba, percibió los disparos procedentes de la policía. Aquel bastardo se agachó. Ángela logró desasirse de la mano izquierda del criminal, echando a correr hacia los brazos de su padre. Carter estuvo pendiente de la llegada de su hija. El estallido de una descarga se propagó por el interior del banco. Cuando Ángela quedó recogida contra el pecho de su padre, lo hizo debilitada, empapándole la pechera de la chaqueta con su sangre infantil.
En ese instante, Carter vio como su mundo perfecto se desmoronó con la facilidad de un castillo de arena.
Fueron apenas ochenta segundos de ingrata demencia.
El tiempo que llevó desde la muerte de su mujer, pasando por la de su hija, para culminar con la del propio asesino a manos de la policía.
Días de luto.
La ceremonia respetuosa del funeral.
El entierro prematuro de sus dos seres queridos.
Un dolor profundo. Una incomprensión infinita.
Los días de duelo fueron sustituidos por su adaptación a un mundo irreal.
Lidia. Ángela.
Ángela. Lidia.
Su existencia lastrada repentinamente por el deseo sanguinario brutal de un miserable inadaptado.
Estuvo dándole vueltas a lo inútil de su existencia.
Su tristeza fue sustituida por un ansia de venganza. De pura furia.
Tras días de cierta indecisión, buscó la dirección de la familia del asesino de su mujer e hija.
Se armó de una escopeta de repetición y se dirigió en la mitad de una tarde, dispuesto a impartir su propia justicia.

¡La diversión está muy cercana!
– ¡Cállate! ¡No soporto oírte!
¡Ja! ¡Vete acostumbrándote!
Sus pies estaban en carne viva. Llevaba no horas, si no innumerables días dirigiéndose por aquellos pasillos entrelazados que conducían a ninguna parte en particular. Su estómago estaba revuelto. No de hambre. Si no de los ardores del odio más nefando. Constantemente se tocaba la horrenda herida infligida a su frente.
Entonces…
Una figura surgió repentinamente al doblar la esquina de un camino. Entre sombras, su perfil era neutro. Cuando se movió y se le acercó, pudo ver que estaba igual de desnudo que lo estaba él. Lo primero que le llamó la atención del recién llegado fue la enorme llaga que supuraba sangre viscosa procedente de su estómago.
– ¡Joder! ¡Estás peor que yo! – le dijo, enfurruñado por el encuentro. – Ni que te hubieran pegado un buen tiro en las tripas.
Cuando el extraño alzó el rostro pálido y contraído por la ira, lo reconoció al instante.
Era el padre de aquella niña.
El marido de aquella mujer.
El hombre se contuvo como pudo por unos segundos.
Separó los labios para simplemente musitarle:
Por fin te encuentro. Tuve que matar a tus padres y a tu hermana para obtener la condenación eterna.
Tomó impulso como un atleta al iniciar una carrera de cincuenta metros lisos, y sin más, se abalanzó sobre el autor de la muerte sin sentido de Lidia y Ángela.
Se entabló una pelea antológica. Una lucha que se repetiría constantemente entre aquellos dos contendientes.
A su vez, una carcajada estridente se expandía por las paredes de los pasillos metalizados del laberinto en forma de eco, evidenciando lo satisfecho que estaba por haberlos reunido a ambos en aquella prisión del inframundo.


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Héroe efímero.

Nuevamente recupero otro relato semi desconocido para el gran público lector de Escritos de Pesadilla. He corregido algunas frases. También comunicar que llevo cinco días con serios problemas con la línea adsl de internet, lo que me ha imposibilitado actualizar el blog. También este contratiempo me ha quitado ganas de concentrarme en la elaboración de nuevos escritos. Esperemos que este desequilibrio de la gran y fastuosa red comunicativa que tan barata nos resulta en España
(JA JA JA) quede pronto subsanado, y pueda así editar relatos terroríficos de nuevo cuño. 


Estacionó el coche a una manzana de la casa residencial de tejado de teja de pizarra y de una sola planta baja con el correspondiente sótano. Abrió la tapa de la guantera y recogió la beretta con silenciador incorporado. Hacía calor. Pleno mes de agosto. Las moscas se colaban por la ventanilla bajada del conductor. Aún así se colocó el chaleco antibalas de kevlar. Encima del mismo la chaqueta del traje que en su número de talla no concordaba con la del pantalón. Era un número superior. Más amplitud para disimular el uso de la prenda defensiva. Respiró hondo, levantó el cristal de la ventanilla, salió del vehículo y cerró la puerta sin colocar el seguro ni insertar la llave en la cerradura. Dio la vuelta y se aseguró que el resto de las puertas estaban abiertas. Las necesitaba así. Cabía la posibilidad de que las cosas no salieran tan fáciles como pudiera preverse en principio.
Se tocó el flequillo de la frente y con pasos furtivos se acercó a la casa. Esta estaba rodeada por un seto descuidado. Medio agachado, vislumbró la entrada. Como siempre, su objetivo tenía el hábito de dejar la puerta entreabierta. Se ve que tenía tanta confianza en sí mismo, que actuaba como un hospitalario lugareño que confiaba en su vecindario, sin temer que alguien pudiera colarse en su casa.
“Paletos”, pensó para sí mismo.
Comprobó que su arma llevaba el seguro quitado. Medio encorvado, prefirió rodear la casa por el flanco izquierdo. Se acercó a una de las ventanas que daban al interior de la cocina. Desde dentro llegaba música procedente de una radio de pilas. Era una canción de country. Una versión muy mala. Le sonaba pero no conseguía ubicarla con el cantante original. Continuó avanzando en paralelo a la pared hasta doblar la esquina. En la parte trasera el jardín parecía un erial. No había casi ni una brizna sana. Se veía tierra reseca y hierbajos amarillentos. Se fijó en seis o siete ruedas usadas de coche amontonadas donde se suponía que estaba enterrada por lo menos una de las víctimas. Podría tratarse de la última, pues lo vio cavando un hoyo profundo hace treinta horas. El resto de los cuerpos debían de estar enterrados en el sótano. Llegaría un momento que ya no le cabrían más, y había decidido a arriesgarse utilizando el jardín trasero como fosa común. Puto emulador de John Wayne Gacy…
Conforme a lo esperado, el portón exterior del sótano sí que estaba asegurado por un candado. Imposible adentrarse por ahí. No le quedaba más remedio que infiltrarse en la condenada casa. Cerca de la parte trasera estaba la puerta de la cocina. Estaba sin asegurar. Era inexplicable. ¿Pero acaso la actitud de los perturbados se derivaba hacia la lógica más elemental?
Entre la tensión que soportaba y el calor que hacía, estaba sudando de manera copiosa. El chaleco le molestaba sobremanera. Si lo llegaba a saber, no se lo hubiera puesto. No era previsible que aquel lunático tuviera el valor de dispararle, aunque… Confiarse podía conducirle a la ruina. Y lo que el no estaba dispuesto era a formar parte del abono orgánico de la parte trasera de ese jardín inmundo del tal Leonard Brecevic.
Con natural sigilo se aventuró a través de la jamba de la puerta de la cocina. Como era de esperar, la estancia era de lo más insalubre. Basura por doquier, platos amontonados en la pila del fregadero con los restos de la comida de varios días. El hedor era insoportable. Parecía no emanar precisamente de ese lugar en concreto. Vio una mancha rojiza y semiborrosa cerca del frigorífico. No hacía falta utilizar el luminol para destacar que eso era una mancha de sangre reseca por el paso del tiempo. Conforme pisaba el linóleo cuarteado del suelo, se percibía el sonido de las zonas abombadas.
La música que emitía la radio procedía de una zona interior de la residencia. Probablemente de algún salón. Pero en sí no era primordial saber del lugar de procedencia de la música de marras. Precisaba dar con la puerta que llevaba directamente al sótano. Y a ser posible, ahí es dónde estaría la bestia humana.
No tardó en dar con la puerta. Estaba ubicada justo a la izquierda de la entrada a la cocina por el pasillo principal de la casa.
El filo de la puerta no estaba encajado contra el marco. Antes de bajar, echó un vistazo por las demás habitaciones. No encontró a nadie. Ni siquiera en el diminuto comedor, de donde averiguó que procedía la música emitida por la radio portátil. Todo estaba mugriento y abandonado. Más propio de una persona aquejada del síndrome de Diógenes.
Retornó a la puerta semiabierta del sótano. La fue abriendo de manera muy precavida. Abajo todo permanecía en oscuras. Aún así pudo notar la fetidez y un movimiento cansino de cadenas al entrechocar de sus eslabones.
La víctima más reciente de Leonard.
La última por lo que a él respectaba.
Llevaba una diminuta linterna halógena. Apuntó hacia el suelo, y las paredes. Vio los primeros escalones y una barandilla metálica en el lado derecho.
Empezó a bajar con la linterna entre los dientes y con la pistola preparada para su uso infalible.
Cuando llevaba descendiendo los cuatro primeros escalones, la persona encadenada debió de notar de alguna forma su presencia, porque empezó a forcejear con las cadenas. Aunque también podía ser la señal de que Leonard andaba oculto ahí abajo.
Entonces…
cabrón… pagarás por todo esto… me has destrozado la vida… mereces morir…
Era la voz de Leonard.
Se le aceleró el pulso. Sujetó con más firmeza la beretta. Fue descendiendo más escalones. El halo de luz débil emitida por su linterna, en un giro de cabeza, enfocó a una persona encadenada por las muñecas y los tobillos a la pared del fondo del sótano. Llevaba colocada una capucha de tela de saco sobre la cabeza, ceñida al cuello por una cuerda atada. Era un hombre. Estaba en ropa interior y descalzo.
Este notó la luz a través de la tela del saco y empezó a agitarse con desesperación. Murmullos ininteligibles brotaban de su boca, que denotaban que estaba amordazado.
También Leonard notó la luz de su linterna.
no… ¿quién eres? ¿vienes a por mí, o a por él?
Casi se le cayó la linterna de entre los dientes. Enfocó hacia donde le llegaba la voz.
Ahí estaba. Acurrucado en un rincón. Estaba igualmente vestido sólo con ropa interior. Tenía los brazos surcados de arañazos y los largos cabellos lacios y apelmazados sobre su frente, casi ocultándole el rostro enjuto.
– Se acabó la diversión, Leonard.
no… no puede terminarse… tengo que hacerlo…
– ¿Hacer qué, Leonard?
primero no me llames así… no vuelvas a mencionar ese nombre… es asqueroso, asqueroso, asqueroso…
Fue bajando otro tramo de escalones, sin dejar de enfocar a Leonard. Empuñó su arma. El psicópata se había incorporado de pie. Dios, era un esqueleto andante. ¿Cómo aquel alfeñique podía habérselas arreglado con sus víctimas de constitución superior a la suya?
– Dime, ¿qué demonios te queda por hacer antes de que te arreste?
eres policía… esa es la mejor noticia que podía esperar oír…
– No lo soy. Soy un caza recompensas. Voy en busca de presos que quebrantan la libertad condicional. Por una casualidad he descubierto que aquí vive un psicópata. Un asesino en serie.
cierto… por eso tengo que hacerlo…
– Continua.
matarlo… podemos hacerlo entre los dos…
– Cabrón- no se pudo contener más y le disparó de lleno en la frente.
El cuerpo de Leonard Brecevic se desplomó sobre el suelo de hormigón, con los sesos desparramados y pegoteados contra la pared situada detrás.
Con la firme convicción de que Leonard estaba muerto, guardó el arma en la sobaquera. Agarró la linterna con la mano derecha y se dirigió hacia la última víctima desgraciada del asesino.
Esta estaba completamente inmovilizada por las cadenas. Le desató la cuerda que le ceñía la capucha. Afortunadamente el nudo no era firme. Le quitó la capucha. Era un hombre con la cabeza afeitada. También era de complexión delgada. Tenía los ojos abiertos como platos. Estaba deseando que se le quitara la mordaza. Así hizo.
– La llave de los cierres… La dejó encima de la mesa de herramientas. Está a su izquierda – le dijo en un anhelo suplicante aquel pobre hombre.
Buscó con la linterna y no tardó nada en encontrar una llave. Uno a uno fue abriéndole los cierres hasta liberarlo.
– Joder, de buenas te he librado, amigo.
– gracias… gracias… le debo la vida… tenía entre ceja y ceja matarme.
– Estoy buscando a un fugitivo que anda por este estado. Conforme investigaba su paradero, por cosas del destino descubrí a ese hijo de puta enterrando un cuerpo hace semana y media.
– es usted tan eficiente, agente…
– Soy un caza recompensas, mejor dicho.
“Ahora salgamos de aquí. Le llevaré al hospital más cercano, y de ahí a la comisaría para declarar ante el sheriff.
– si… mejor salgamos… quiero subir esas dichosas escaleras de una vez…
– Le iluminaré el camino. ¿Ya podrá ascender por ahí? ¿No estará demasiado débil?
– Jesús, estoy en los huesos…
Había que subir las escaleras.
Todo había acabado bien. En un momento le ofrecía la espalda.
Fueron cinco segundos.
Los suficientes para darse de cuenta que perdía el conocimiento por el brutal impacto de una barra metálica contra su nuca…
– chico malo… – dijo aquel hombre recién liberado de las cadenas. 
Portaba la barra entre ambas manos. Sonrió con malicia. 
– Te doy las gracias por haber intervenido, señor agente. Aquel tonto se me escapó y me había puesto las cadenas que tanto adoro… Pero una cosa es usarla con mis mascotas, y otra cosa es probarlas uno mismo…
“quería matarme… no le gustaba cómo le trataba…
“en fin… vamos a quitarte esa ropa tan pesada y a ponerte las cadenas…
“eres muy robusto… tengo que evitar cometer el mismo fallo contigo…
“porque estoy seguro que si te sueltas, querrás hacerme picadillo.


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Relatos de Terror Navideño

Desde Escritos de Pesadilla, deseamos a todos nuestros ilustres y corteses visitantes una Feliz Navidad. Con ese motivo, repesco unos relatos de terror e intriga publicados el año pasado por estas fechas, que están ambientados en la Navidad y el Año Nuevo. 
Para entrar a leerlos, hay que pinchar en el título correspondiente de cada ilustración.
Comentar que lo más probable es que me tome un descanso en lo que queda de mes. Con ello no digo que pueda surgir la publicación de algún nuevo relato o algo de humor gráfico.
Como diría alguien de corazón acaramelado (¡puaf!) : Sed Buenos.

FELICES NAVIDADES
MUÑECOS DE NIEVE
AÑO NUEVO


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El compañero de piso que daba mala suerte al resto.

Bartolo Cuajones era gafe. Sus cualidades negativas eran indudables. Nunca supe cómo nos engatusó en la entrevista previa que Antonio y yo le hicimos como futuro compañero de piso. El caso es que superó la prueba. Era un tío joven y en principio serio. Sin vicios más allá de las juergas, pero sanas, sin probar cosas peligrosillas como las drogas y cualquier otro tipo de estimulante cerebral.

Nosotros dos somos solteros. Emancipados de casa y viviendo como adultos hechos y derechos, con trabajito  de setecientos euros. Antonio trabaja en un local de comida rápida y yo de conserje en un centro comercial. Vaya guasa que tiene el asunto. El alquiler de la habitación y los gastos en luz, agua y gas compartido nos dejaba a dos velas, razón por la cual tuvimos que buscar una tercera persona para recortar los gastos y así poder llegar a fin de mes con cincuenta euros mal ahorrados.
En fin. Finalmente decir que Antonio está estudiando para vigilante de seguridad, mientras yo soy un perezoso de la leche. Me veo de conserje toda la vida, con los setecientos euros adornando el interior de mi cartera de piel de becerro.
A lo que iba. El nuevo compañero, Bartolo Cuajones, tenía casi los treinta y nos dijo que curraba de noche en los fines de semana en los bares más movidos del centro de la ciudad. Vamos. Que el resto de la semana no hacía nada. Aunque no hacía el zángano por el piso. Solía estar ausente de día. Vete a saber lo que hacía.
Empecemos con los motivos del sambenito finalmente adjudicado al chaval.
A los pocos días de residir en el apartamento, está Antonio sacando del horno un pedazo empanada gallega prefabricada en todo su punto de cocción. Sale de la cocina para exhibirla, se tropieza con un pie del Bartolo y se nos va la empanada por la ventana abierta, aterrizando sobre la capota de un coche del vecino del tercero dejándolo bastante perdidito.
Menudas risas. Encima va el Bartolo y argumenta que la masa estaba dura, así que agarró la jarra de cristal y vació un litro de agua sobre los restos, dejando el vehículo más guarro que la nariz de un chucho vagabundo.
– Mira que tienes mala pata, tropezarte con la pezuña del Bartolo – le dije luego a mi colega.
– No sé. Tiene un no sé qué que me escama. Espero que no sea gafe – soltó Antonio con una medio sonrisilla de cabroncete.
Transcurrieron los días. Antonio repartía bofia en el restaurante de medio pelo donde curraba y  yo me limitaba a sonreír y a atender a la clientela simpaticona del centro comercial, con mi traje y mi corbata, otorgándome la imagen de un ejecutivo estresado al borde del suicidio.
El muchachete Bartolo iba a su aire. Llegábamos a casa, y no nos lo encontrábamos hasta las siete o las ocho de la tarde. Vamos, que el resto del día estaba más ausente que un mocosete haciendo novillos en el día de su examen de física cuántica.
Recuerdo que por esa fecha tuvimos una conversación acerca del mobiliario del piso. Antonio estaba encantado para el precio que pagábamos. Sobre todo presumía de su cama. Dormía a pata suelta buena cosa sin tener que recurrir a pastillas ni nada por el estilo. Ahí estábamos los tres en su dormitorio, contemplando su área de descanso, cuando Bartolo incidió en la firmeza del colchón y la buena madera con que estaba tallada la dichosa cama.
De ahí fuimos a ver el fútbol antes de recargar energías para el día siguiente.
Pues bien, a eso de las tres de la madrugada se escuchó un ruido tremendo procedente de la habitación de Antonio. Seguido de varios respingos.
Acudí junto con Bartolo a ver qué demontre pasaba, y vimos a nuestro compañero sentado en el suelo, con la cama tronchada por la mitad, el somier partido, la cabecera apoyada contra el escritorio y el colchón reventado con los muelles al aire, como si un tiranosaurio salvaje hubiera pasado por ahí confundiendo la cama con un becerro bien cebado.
– ¡Antonio! ¡Qué ha pasado! ¡Qué desastre! ¿Ya estás bien, niño? – le dije, muy preocupado.
Bartolo observaba el estropicio guardando un silencio muy respetable.
Antonio se llevó las manos a los pelos. Me miró con la estupefacción de ver que nuestro Osasuna ganaba en el Bernabéu por siete a cero.
– Yo… Esto… Soñaba con Sonia… Lo rica que está cuando se agacha para barrer el suelo del comedor, con la minifalda naranja… De repente escucho un “croc”, seguido de tres “poing, poing”, más un “catacroc”, y aquí me ves, que me despierto en medio de la batalla de las Termopilas. Mi pobre cama. Con lo robusta que parecía. ¡Y el colchón estaba en buen estado, jolines! ¡No entiendo lo que ha podido pasar!
– Seguro que te acaloraste en el sueño, y diste algún que otro empujón, chaval.- musitó Bartolo.
Esto me hizo de reír, pero Antonio estaba bastante mosqueado.
Al día siguiente mi amigo tuvo que pedir un anticipo a su empresa para adquirir un colchón nuevo, mientras sus padres le mandaban una cama desmontada, que es la que tenía en el cuarto de su propia casa cuando vivía a papo de rey.
Cuando terminamos entre los dos de montarle la cama, nos tomamos unas cervezas frente a la tele.
Antonio me miró un rato para al final confesar:
– Ese capullo trae mala suerte.
– Cómo dices.
– El Bartolo. Es gafe. Primero la empanada tan exquisita y ahora la cama tan resistente. Sin contar con la locura del destripamiento del colchón.
– Pudo haber intervenido un ente paranormal de esos.
– Nada, tío. Como siga esto así, habrá que buscarse nuevo compañero de piso.
– ¡Hala! Vas muy lejos, tío. ¡Ni que se nos hubiera caído la casa encima!
Dejamos la discusión por el momento.
Bartolo continuó viviendo con nosotros, pagando su parte del alquiler. No tenía ningún problema en hacerlo. Al revés que Antonio y quien les habla, que teníamos que recurrir a los dichosos anticipos.
Discurrieron unos diez días de lo de la cama, cuando nos tocó el turno de la limpieza de las escaleras y del portal. Bartolo se ofreció muy orgulloso. Antonio quiso ayudarle con los cristales, y justo en ese momento bajaba la vecina del octavo derecha. Una señora de unos cien kilos y con una mala uva muy destacable. El caso es que se deslizó por el suelo recién fregado del portal, con la mala fortuna de caer encima de Antonio, al que pilló desprevenido.
– ¡Socorro! ¡Quítenme a esta gorda de encima! – suplicaba, luchando por no morir asfixiado bajo el peso de la vecina.
Bartolo vino a alertarme de la situación, y entre los dos y el abuelete de noventa años del primero izquierda, conseguimos apartarla medio rodando por el suelo para que Antonio saliera del apuro.
Nada más fijarse sus ojos en Bartolo, se puso a gritar como un loco.
– ¡Idiota! Has puesto cera en el agua en vez de lejía.
– Huy. Vaya. Es que a veces tengo cada cosa…- le contestó Bartolo riendo a lo tonto.
Afortunadamente la vecina se recuperó del golpe y no nos denunció por negligencia en las labores de limpieza.
Cada vez Antonio estaba más convencido del mal fario de nuestro compañero de piso.
– Ya te digo que es gafe, jolines.
– Bueno. Han pasado unas cosas raras en muy poco tiempo.
– ¡Si! ¡Y siempre me ha tocado a mí sufrirlas! ¡Y desde que está él aquí con nosotros!
– Bueno, ya sabes. Esto de compartir piso es como la lotería. Que esté una temporadita más, y si ocurre algo más insólito, pues ponemos un anuncio en la prensa para encontrar otro que pueda pagar la renta.
El caso es que el tal Bartolo me caía bastante bien. Así que aprovechando una tarde que Antonio trabajaba a turno partido, mientras preparaba la cena, le puse al tanto de las creencias supersticiosas de mi amigo.
Bartolo se rió con la fuerza de un mono loco.
Hasta me pegó unas buenas palmadas en la espalda.
– ¡Se lo ha creído! ¡Qué bueno!
Yo lo miraba muy extrañado. En ese momento más pudiera pasar por un tío chiflado que por un tío que transmitiera mala suerte a quienes le rodean.
– Deja que te explique todo, soy Bartolo Cuajones en la vida normal, pero en mi faceta artística soy “El Gran Ridauro”. Soy mago ilusionista y también hago bromas a los clientes en los locales nocturnos donde realizo mis actuaciones.
“Efectivamente, me he estado divirtiendo un poco con tu amigo. Lo de la empanada fue un tropezón hecho a propósito, aunque no salió del todo bien, pues mi intención fue la de que Antonio saliera precipitado por la ventana y no la cena.
“Lo del colchón y la cama fue preparado cuando ninguno de los dos estabais en el piso. Utilicé un serrucho y el cuchillo jamonero. Aunque mis deseos es que Antonio hubiera acabado sepultado bajo los restos de la cama más dolorido que nunca en toda su joven vida.
“Lo del friegasuelos salió todo bien. Lo que me extrañó es que Antonio no se lastimara con la caída de esa mole humana sobre su espalda.
– Pero… Tus intenciones han sido de lo más malvadas.
– Bueno. Las bromas pesadas, son eso, bromas pesadas.
Aquella confesión me alteró visiblemente. Bartolo no era un gafe. Era un cabronazo, que con tal de divertirse a costa de los demás, no le importaba si pudiera ocasionar daño a las personas objeto de sus bromas.
– Se te acabó la diversión, Bartolo. Vete recogiendo tus cosas y largándote del piso. Eres todo menos un buen compañero. Si se entera de esto Antonio, es capaz de matarte.
En ese instante se abrió la puerta de la entrada. Era Antonio. Llegaba muy temprano para el turno que tenía por la tarde.
Su cara era todo un poema. Me miró con amargura. Desde la entrada, podía observar parte del perfil de Bartolo quieto de pie en el salón.
– Antonio, tengo que comentarte algo acerca de Bartolo – le empecé a decir.
Antonio no me hizo caso y se dirigió hacia la salita.
Cuando llegó allí se precipitó sobre Bartolo con violencia. Era un abrazo de lo más anormal. Me aproximé al instante, y vi la sangre manchando la ropa de ambos y goteando hacia el suelo.
Antonio dejó de abrazar a Bartolo, quien no tardó en caer desplomado, muerto por la acción del cuchillo que empuñaba mi amigo.
Este se me volvió con la desesperación en el rostro sudoroso.
– Ya te dije que este cabrón era un puto gafe. Mi jefe me ha despedido y justo cuando salía del local, mi hermana me ha llamado al móvil dándome la noticia de que han muerto mis padres en un accidente de tráfico.


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Torturas psicóticas en la América Profunda.

Es un hecho terrible. Perturbador. Nuestra enviada especial de Escritos de Pesadilla en la América Profunda (USA), la candorosa Croqueta Andarina, nos comunica de la existencia de un demente psicópata obsesionado por los personajes de los dibujos animados de Walt Disney. 
Este individuo peligroso secuestra a cualquier inocente niño que pilla fumando a escondidas en los callejones más abandonados, y tras unos días de transformación, los libera, no sin antes colgar en youtube las imágenes que pueden apreciarse a continuación.

Tortura psicótica número uno: “Las orejas de Mickey Mouse”.

El muy desalmado ha cortado las orejas naturales del niño para sustituirlas por unas enormes del ratón Mickey Mouse cosidas a la piel con grapas inoxidables.


Tortura psicótica número dos: “La trompa de elefante disecada”.

En este caso al pequeñuelo le ha sido arrebatada su hermosa nariz, para ser sustituida por una enorme trompa de elefante disecada adquirida en la tienda de un anticuario de la Pequeña Manchuria. Reseñar que la fijación ha sido con el uso de un pegamento industrial, condicionando la vida del niño tanto en su fase juvenil como adulta.


Como siempre, hemos de mantener en secreto la identidad de sendas víctimas por ser ambos menores de edad, aunque Croqueta Andarina es tan metomentodo, que nos comenta que el de las orejas es Mathew Cucumber, de doce años, matón del colegio Saint Drewton, y el de la pedazo protuberancia elefantina, Alex Trinidad, de catorce años y contrabandista de parches de nicotina en el barrio italiano de la localidad de Creature Lane.
Dos jovenzuelos traumatizados para el resto de su existencia. Vilipendiados y burlados por sus ridículas caras, y todo por culpa del torturador psicótico de la América Profunda.
Esperemos que las autoridades locales no tarden en dar con el paradero de semejante monstruo, para así ser obligado a pagar los correspondientes derechos de imagen y de autor de la compañía Disney.

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La leyenda urbana del camión de la basura.


Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.


Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.

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La caseta del árbol. (Tree house).

– ¡Corre, Nathan! ¡Corre todo lo rápido que puedas!

Fueron las palabras angustiosas y desesperadas de su madre.
Como pudo, alcanzó el jardín trasero. Sus cortas piernas se desplazaban con titubeos. Estaba nervioso. Asustado. Lloroso.
Demonios. Era un crío de ocho años.
Afuera el sol daba de lleno. Hacía mucho calor. Era de día. Empezó a sentir un fuerte escozor en el revés de las manos y en la cara.
A mitad de camino del árbol donde tenía situada entre las ramas la caseta construida el año pasado con la ayuda de su padre, escuchó el grito de su madre.
Fue espeluznante.
Recordó la orden que le dio. Tenía que correr. Trepar a la caseta del árbol. Con suerte ahí podría permanecer escondido. Y lo mejor, protegido por la oscuridad.
Alcanzó la escala de cuerda y fue subiendo.
Los ojos le picaban. Las lágrimas eran ácidas. Las sentía al deslizarse por sus mejillas. Tuvo que entrecerrar los párpados para continuar escalando el árbol.
Cuando llegó arriba, se refugió dentro de la casa, recogiendo la escala.
Nada más ubicarse al amparo de las sombras, sintió cierto alivio en la piel. Aunque sollozaba con ganas. Tenía mucho miedo. Por lo que pudo pasarle a su madre. Notó cierta humedad en los pantalones. Se había hecho pis.
Trataba de permanecer acurrucado en un rincón. El más sombrío.
Al poco llegaron ellos.
Estaban en el jardín.
Dos hombres malvados.
Los que habían entrado en la casa. Habían forzado una ventana de la cocina. Lo hicieron sigilosamente, más que nada para evitar que el vecindario supiese de su llegada. Por lo demás eran sabedores de que Nathan y su madre estaban durmiendo profundamente.
– ¡Niño! ¡Baja del árbol! – le dijo uno de los dos hombres malos.
Estaban ambos situados al pie del árbol.
– Sabemos que estás ahí arriba.
– ¡Venga! Baja con nosotros. ¿No querrás que subamos hasta la caseta para bajarte a rastras?
Nathan se mordía los puños de las manos para no meter ruido. Estaba transpirando copiosamente por el brutal efecto del calor. No podría aguantar mucho rato dentro de la caseta. Aquella oscuridad era artificial. Por los intersticios de los listones de la madera se filtraba parte de la luz solar.
– ¡Niño tonto! Desciende del puto árbol de una vez.
– Eso. Mejor que vengas con nosotros. Tu madre te está esperando.
Las voces eran enfermizas. Malsonantes.
Se apartó un poco de las sombras para verlos de refilón desde el hueco de la trampilla del suelo.
Eran dos hombres vestidos con indumentaria militar. Llevaban cascos, chalecos y botas pesadas.
Uno de ellos se fijó en su cabecita asomando por el hueco, y sin mayor dilación le mostró la cabeza de su madre. La sujetaba por los cabellos.
El hombre malo sonrió con ganas.
– Desciende del árbol, hijito. Y ven a saludar a la cabeza de tu mamá…
Nathan cerró la trampilla, retirándose entre las sombras del rincón donde no accedían los rayos del sol.
El hombre  que sostenía la cabeza de su madre profirió su malestar con insultos.
Nathan notó un fuerte impacto contra la parte inferior de la caseta, cerca de la trampilla.
Le habían lanzado la cabeza de su madre…
– Es cuestión de tiempo… – trataba de calmar a su impulsivo compañero. – Aunque esté cobijado de la luz, el propio calor lo va a freír dentro de la caseta.
– El muy cabrón no se va a bajar del puto árbol.
– Por eso mismo te digo que hagamos guardia con el visor térmico. En cuanto nos confirme que ha muerto, nos marchamos sin tener que ingeniárnoslas para trepar hasta la copa del árbol.
– Puede que tengas razón. Ya nos hemos cargado a su madre. Y la brigada 12 ha hecho lo propio con el padre.
– Está confirmado. Eso es lo bueno de hacer un correcto seguimiento antes de cazarlos. Ese tío tenía la costumbre no de dormir en su casa, si no dentro del panteón familiar. La brigada 12 ha presentado al guarda del cementerio la autorización judicial para penetrar en el recinto a las siete horas. Este les ha entregado la llave de la verja de acceso al interior del panteón y han utilizado directamente el procedimiento del fuego directo.
– Como se disfruta achicharrándolos con los lanzallamas… Aunque yo personalmente prefiero el machete a la antigua usanza.
– Ya entiendo tu sobrenombre de Greg “El Jíbaro”.
– Eso es. No reduzco cabezas. Simplemente se las separo del cuerpo de los chupasangres…
Miró con rostro desafiante a la cabeza femenina tirada al lado de una raíz que sobresalía del suelo. Juntó ambas manos sobre la boca para hacer bocina, dirigiéndose al niño pequeño de la caseta en el árbol:
– ¿Qué tal chaval? Me imagino que te estás asando como un pollo. Tú estate tranquilo, que aquí permaneceremos los dos para impedir que te escapes.
“Cuando nos marchemos, de ti sólo quedarán cenizas…
– No seas cruel con el mocoso. Bastante estará sufriendo ya.
– A mi no me digas. Yo no tengo la culpa que sea un jodido vampiro.

El supervillano Mega Muerte. (Supervillain Mega Death).

– Tienes que decírmelo, Barny.
“Es verdad…  Espera a que primero pulse el interruptor del micrófono. De otra forma me es imposible oírte.
– ¡Escoria! ¡Eso es lo que eres! ¡No te voy a decir ni una leche!
– Eso siempre sucede al principio. Vamos a ver. Te enfrentas con el supervillano Mega Muerte.
Te tengo encerrado en una cápsula sellada a cal y canto. Tienes un suministro de oxígeno para media hora escasa. Yo tengo el control absoluto de la situación. Si confiesas lo que espero oír de ti, te dejaré oxígeno para las suficientes horas que necesite el superhéroe Tony Roca Pétrea en rescatarte. Si te niegas, no solo dejarás de tener ración extra de oxígeno, si no que yo mismo te la recortaré, asfixiándote en menos de dos minutos si me da la gana.
– ¿Superhéroe? ¿Al rescate? ¡Estás loco! ¡Deja de apretar, joder!
– No cejaré en mi empeño hasta que me digas el lugar y la hora exacta de la entrega de las armas de largo alcance. El mafiosillo de tu jefe tiene una reunión de negocios con un general de un ejército de una república bananera. Pasta a cambio de armas. Mucho dinero. Muchas armas.
– ¿Mi… jefe? No… Aire… Suéltame… Me estás ahogando. Cabronazo…
– Se que más temprano que tarde me lo vas a facilitar todo. Ahora mismo te quedan tres minutos de oxígeno puro. No es que proceda de las montañas suizas, pero sirve para mantenerte vivo.
– ¡Chalado! ¡Te lo diré…! ¡Te lo diré…!
– El lugar y la hora.
– Todo… ¡Y luego que te den, por mamonazo!
Era un polígono industrial abandonado a las afueras de Chicago. Antonino “Il Bello” estaba aguardando la llegada del comprador. La nave donde iba a llevarse el acuerdo pertenecía a uno de sus hombres de confianza. El mafioso estaba numerosamente acompañado por sus esbirros, aunque notaba la ausencia de Barny O´Gere.
Faltaba un cuarto de hora para la cita. Antonino tenía la costumbre de llegar siempre con mucha antelación a las citas. En ese instante desde una esquina cercana vieron acercarse a un desconocido. Estaba protegido por las penumbras, pues las farolas de esa zona estaban destrozadas a pedradas.
– Qué coño.
Ordenó a dos de sus hombres que fueran a ver de qué se trataba. Justo en ese instante el visitante salió a una parte más iluminada.
Los dos secuaces de Antonino se detuvieron al instante al verle. Se miraron el uno al otro, atónitos. No tardaron en troncharse de risa.
El recién llegado vestía un ridículo disfraz de superhéroe. Llevaba mallas anaranjadas, un jersey de lycra verde y botas militares. El rostro estaba recubierto de maquillaje amarillento y sobre la cabeza llevaba un casco de protección para las obras.
Antonino lo señaló con el índice, remarcando la presencia de aquella desternillante y dantesca figura a diez metros escasos de donde se encontraba. Todos sus pistoleros a sueldo se echaron a reír con ganas.
– Pero, bueno. ¿Quién eres tú?  – le preguntó con guasa.
– Señores. Soy Mega Muerte. Y vengo a quedarme con todo. Las armas y el dinero de la transacción – contestó con fuerza y vigor el hombre disfrazado.
– Pero vamos a ver. Apréndete bien tu papel, chaval. Si eres un superhéroe, vendrás a detenernos, para entregarnos a la pasma. Si te quedas con el dinero y las armas, estarás saltándote las normas de tus colegas  Superman, Batman, El hombre araña, etc.… Vamos, que tienes un código ético que cumplir, ja, ja.
– No soy ningún héroe. Soy lo contrario. Un supervillano. Por eso os voy a mandar a todos al mismísimo infierno, para así quedarme con el dinero y las armas.
“Así que rezad lo que sepáis, que dentro de unos segundos cada uno de vuestros cuerpos quedarán diseminados por el suelo por el efecto devastador de estas granadas múltiples que llevo en las manos.
Antonino cesó de reír nada más apreciar que Mega Muerte les lanzaba las granadas…
Dos de ellas dieron de lleno en los dos hombres cercanos al supervillano. Otras tres más fueron lanzadas en dirección al lugar donde se encontraba Antonino  “Il Bello” con el resto de la banda de maleantes.
– ¡La puta!
Su reacción de autoprotección fue instintiva.
Entonces…
– ¡Será tonto de culo! Son globos hinchados de agua – despotricó uno de los dos hombres próximos a Mega Muerte.
Él y su compañero habían sido blancos fáciles, y estaban mojados de la cabeza a los pies.
Los otros tres globos habían errado en la diana, estallando a los pies de Antonino y de algunos de sus secuaces.
– ¡Gilipollas de tío! ¡Llenad de plomo a ese payaso! – bramó Antonino.
Mega Muerte estaba sorprendido por el fracaso de su ataque con las mortíferas granadas, y cuando quiso echar mano de la pistola desintegradora, los dos pistoleros situados justo enfrente de él descargaron sendos cargadores en su cuerpo, acribillándole a tiros, cayendo a plomo sobre el frío asfalto de la nave industrial, formándose un amplio charco de sangre en su derredor.
Antonino “Il Bello” estaba histérico perdido. El militar de la república corazonista de no sé dónde estaba a punto de llegar.
– ¡Quitad ese espantajo de mi vista! ¡Y daos prisa, por Dios! ¡Cómo se joda todo por su culpa, soy capaz de cortarme las venas!
El cadáver de Mega Muerte fue retirado hacia una zanja que bordeaba uno de los laterales de la nave.
Antonino buscó la cigarrera para fumarse un puro.
– Signore, disculpe…
Era uno de sus vasallos. Se volvió, tratando de contenerse.
– Dígame, Julio.
– Tengo la explicación de por qué no está con nosotros Barny.
“Su cuerpo ha sido localizado ahogado en la bañera del cuarto de baño de su propia casa.  La casera tuvo tiempo de poder ver como salía corriendo del piso un tío igual de disfrazado que este que acabamos de mandar al otro barrio.
“Lo gracioso es que este elemento debe de ser el hermano de Barny.
“Ya sabe. El que suele estar entrando y saliendo del psiquiátrico Darkmind…


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Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

El relato.

Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.

“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”


El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…

La leyenda urbana.


“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”


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