Se creía un ser superior al resto. Aborrecía al ser humano en su conjunto. Aun a pesar de haber recibido la educación adecuada por parte de sus padres, de haber resultado exitoso en los estudios universitarios donde se había graduado brillantemente en Derecho, de resultar extremadamente atractivo a las mujeres y de vestir elegantemente como un dandy inglés, parte de su mente había desarrollado una habilidad fría e insensible propio de todo asesino en serie que se precie de serlo.
En su doble vida, la normalidad realizaba una transición trágica hacia la monstruosidad de la barbarie sanguinaria. Llevaba cerca de año y medio sembrando el horror y el espanto entre la ciudadanía, creando una psicosis de inseguridad nocturna en cada rincón habitado de la gran ciudad donde residía y ejecutaba sus fechorías criminales.
La cifra llegó a estabilizarse en once víctimas, todas ellas féminas, mancilladas y ejecutadas de la peor manera posible, erradicando la existencia de noviazgos y matrimonios felices.
Víctimas que se libraran de su sinrazón, que él supiese, una única joven en sus comienzos por su nula experiencia en el arte de ejercer como subordinado de la Muerte. Estuvo medio mes de baja laboral, aduciendo una neumonía, pues ese fallo le hizo temer lo peor, sin pisar la calle, inquieto ante la mera casualidad que aquella chica lo reconociese entre la multitud.
Testigos presenciales, ninguno.
Si no a éstas alturas estaría detenido…
Pero…
A pesar de detestar a sus congéneres, él mismo era humano, con sus virtudes, sus defectos y sus enfermedades mundanas.
A veces en su ego fantaseaba con una larga y duradera inmortalidad conseguida en base de sus actos y por ello no esperaba sufrir nunca daño físico alguno que menguara su salud.
Así que esa mañana en que acudía bien trajeado a su trabajo en el gabinete de abogacía de los hermanos Wilson, el imprevisto amago de ataque al corazón le hizo de perder la verticalidad y caer desplomado justo en medio del paso de peatones de la avenida más concurrida de tráfico a falta de diez segundos del cambio del color del semáforo del rojo al verde, haciéndole ver que también podía ser un ser débil y a merced del destino.
Con la mano situada encima del corazón y con el pulso extremadamente débil, vio aproximarse un autobús de línea urbana. En ningún momento pensó que iba a precipitarse hacia delante llevado por la inercia de la luz del tráfico. Era responsabilidad cívica detenerse, y a ser posible, atenderle hasta que llegara la ambulancia.
Pero dio la casualidad que el chófer de aquel autobús era una mujer. El fantasma real de una de sus primeras víctimas, la afortunada que resultó indemne de sus siempre feroces y mortíferos ataques.
La conductora lo reconoció de inmediato.
Los recuerdos de aquella lejana pesadilla se agolparon repentinamente en la retina de sus bonitos ojos verdes.
Sus manos se aferraron con más firmeza al volante, y para espanto de la totalidad de los pasajeros, apretó con fuerza el pedal del acelerador, haciendo pasar el chasis con sus cuatro ruedas por encima del cuerpo tendido del asesino en serie.
Cuando menos lo hubiera podido vaticinar, su carrera de psicópata había llegado a su fin…
intriga
Mi destino es hallarte en el infierno. (My destiny is to find you in hell).
Héroe efímero.
Relatos de Terror Navideño
Desde Escritos de Pesadilla, deseamos a todos nuestros ilustres y corteses visitantes una Feliz Navidad. Con ese motivo, repesco unos relatos de terror e intriga publicados el año pasado por estas fechas, que están ambientados en la Navidad y el Año Nuevo.
Para entrar a leerlos, hay que pinchar en el título correspondiente de cada ilustración.
Comentar que lo más probable es que me tome un descanso en lo que queda de mes. Con ello no digo que pueda surgir la publicación de algún nuevo relato o algo de humor gráfico.
Como diría alguien de corazón acaramelado (¡puaf!) : Sed Buenos.
FELICES NAVIDADES |
MUÑECOS DE NIEVE |
AÑO NUEVO |
El compañero de piso que daba mala suerte al resto.
Bartolo Cuajones era gafe. Sus cualidades negativas eran indudables. Nunca supe cómo nos engatusó en la entrevista previa que Antonio y yo le hicimos como futuro compañero de piso. El caso es que superó la prueba. Era un tío joven y en principio serio. Sin vicios más allá de las juergas, pero sanas, sin probar cosas peligrosillas como las drogas y cualquier otro tipo de estimulante cerebral.
Torturas psicóticas en la América Profunda.
Es un hecho terrible. Perturbador. Nuestra enviada especial de Escritos de Pesadilla en la América Profunda (USA), la candorosa Croqueta Andarina, nos comunica de la existencia de un demente psicópata obsesionado por los personajes de los dibujos animados de Walt Disney.
Este individuo peligroso secuestra a cualquier inocente niño que pilla fumando a escondidas en los callejones más abandonados, y tras unos días de transformación, los libera, no sin antes colgar en youtube las imágenes que pueden apreciarse a continuación.
El muy desalmado ha cortado las orejas naturales del niño para sustituirlas por unas enormes del ratón Mickey Mouse cosidas a la piel con grapas inoxidables.
Tortura psicótica número dos: “La trompa de elefante disecada”.
En este caso al pequeñuelo le ha sido arrebatada su hermosa nariz, para ser sustituida por una enorme trompa de elefante disecada adquirida en la tienda de un anticuario de la Pequeña Manchuria. Reseñar que la fijación ha sido con el uso de un pegamento industrial, condicionando la vida del niño tanto en su fase juvenil como adulta.
Como siempre, hemos de mantener en secreto la identidad de sendas víctimas por ser ambos menores de edad, aunque Croqueta Andarina es tan metomentodo, que nos comenta que el de las orejas es Mathew Cucumber, de doce años, matón del colegio Saint Drewton, y el de la pedazo protuberancia elefantina, Alex Trinidad, de catorce años y contrabandista de parches de nicotina en el barrio italiano de la localidad de Creature Lane.
Dos jovenzuelos traumatizados para el resto de su existencia. Vilipendiados y burlados por sus ridículas caras, y todo por culpa del torturador psicótico de la América Profunda.
Esperemos que las autoridades locales no tarden en dar con el paradero de semejante monstruo, para así ser obligado a pagar los correspondientes derechos de imagen y de autor de la compañía Disney.
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La leyenda urbana del camión de la basura.
Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.
Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.
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La caseta del árbol. (Tree house).
– ¡Corre, Nathan! ¡Corre todo lo rápido que puedas!
El supervillano Mega Muerte. (Supervillain Mega Death).
Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.
El relato.
Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.
“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”
El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
– Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…
La leyenda urbana.
“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”