Petición de aumento de sueldo

Andrew Bullock era un necio y un inútil, pero que intentaran tomarle el pelo era otra cosa.
Enzo Giraldi tenía las oficinas centrales en una barriada de los suburbios metropolitanos de Chicago. Andrew estacionó su Buick destartalado justo al lado de la entrada, atropellando a dos hombres bien vestidos y con semblante impávido flanqueando las falsas columnas decorativas.
Ninguno de los dos se quejó. Murieron con las botas puestas.
Andrew se caló el sombrero de fieltro de los años cuarenta y atravesó el vestíbulo. La recepcionista lo vio llegar con el rostro incrédulo.
– Avisa al signore Giraldi que Andrew Bullock arde en deseos de verle – dijo el abrupto visitante a la nerviosa empleada.
La chica se lo comunicó por línea interna. Recibió las instrucciones oportunas y frunció el ceño, simulando un inicio de disculpa.
– El señor Giraldi está muy ocupado en este momento. Tal vez con cita concertada para la semana que viene – dijo tratando de no morderse las uñas.
– No puedo esperar tanto. Voy a subir a verle de inmediato – sentenció Andrew.
En ese instante le salió al encuentro otro de los esbirros del señor Giraldi.
Andrew forcejeó ligeramente con él, hasta lograr noquearlo de un certero puñetazo en el hígado. Se lo quitó de encima y ascendió al piso superior por las escaleras de mármol.
Cuando llego al pasillo central, le esperaban dos hombres empuñando pistolas automáticas.
Andrew se ocultó detrás de una esquina y los fue hostigando con su Sig-Sauer. La refriega duró un breve período de tiempo, el necesario para anular la agresividad de los dos pistoleros. Cuando pudo recorrer el pasillo hasta la antesala al despacho de Enzo Giraldi, sorteando los dos cadáveres, tiró la puerta derecha de una contundente patada y se enfrentó al capo italiano, quien estaba oculto debajo de la mesa de su escritorio.
Andrew estaba eufórico.
Lo tenía a su merced.
Dispuesto a tener que escuchar su reiterada petición de aumento de sueldo.
O ganaba más por sus prestaciones como asesino profesional, u hoy era el día que se quedaba sin jefe y sin empleo.

¿El suicidio de un limpia cristales americano?

No debió ocurrir de la manera en que todo sucedió. Patrick Wicks era limpia cristales de un rascacielos enorme de cincuenta plantas. Con su andamio móvil se manejaba con la gracilidad de un rinoceronte en una tienda de televisores de pantalla de plasma. Era muy torpe, desmañado, bruto y enérgico sobremanera. Por eso trabajaba siempre solo. No había ni un sólo compañero que quisiera compartir andamio con él al lado. Resumiendo, era un peligro público.
Tarde o temprano tendría que caer de cabeza sobre algún transeúnte despistado que estaba hojeando el New York Times. Aún así, el bueno de Patrick tenía la suerte de cara. Esa misma mañana, sobre las siete, su pie derecho se enredó en la cuerda, tropezó y cayó por la borda. Aulló como un descosido, viendo llegar la acera como punto de impacto, pero de buenas a primeras quedó estabilizado cabeza abajo en el piso treinta. La cuerda era la encargada de mantenerlo en vilo. Estaba gracias al cielo salvado. Le palpitaba el corazón a mil por hora, la adrenalina recorría su sistema nervioso como si fuera una corriente salvaje de electricidad y su insignificancia como un simple peso pesado aplicando sobre sí mismo los efectos de la ley de la gravedad pasaron a un segundo plano. Ahora solo quedaba que alguien se fijara en su situación para auxiliarle. Pensaba pedir socorro a gritos, pero era inútil. Estaba demasiado alto, alejado del suelo. Los transeúntes, de reparar en él, sería por verle y no oírle. Recordaba que tenía el teléfono móvil bien metido en el bolsillo del pantalón. Quiso alargar el brazo para recogerlo, pero la postura en que estaba colocado su cuerpo se lo imposibilitaba.
Así quedó colgando un buen rato.
Estaba tan excitado, que ni se dio cuenta que estaba colocado cabeza abajo frente a los ventanales del abogado Ben Sturro. El tipejo era conocido por haber defendido al mafioso ucraniano Igor Brekounivili en un proceso famoso llevado por el fiscal del distrito de Nueva York. El abogado lo hizo de forma tan poco convincente que el criminal fue condenado a triple cadena perpetua.
Patrick Wicks se entretuvo viendo como Ben Sturro recibía a dos hombres jóvenes en su despacho. Nada más invitarlos a que se sentasen, estos exhibieron sendas pistolas disponible de silenciador en cada cañón. El semblante del abogado fue de horror antes de morir baleado de mala manera. El de Patrick fue de estupefacción.
Los dos asesinos no huyeron del lugar del crimen. Estuvieron un rato revisándolo todo para no dejar el menor de las pistas.
Entonces uno de ellos se fijó en la figura extravagante del limpia cristales colgando invertido en el exterior de la fachada del edificio.
Patrick se volvió histérico perdido. Hizo lo que pudo por intentar aferrarse a la cuerda con las manos y subir a pulso la misma hasta alcanzar el andamio. Era una tarea de titanes.
Los dos asesinos a sueldo de Igor Brekounivili se dejaron de sutilezas y apuntando a través de los ventanales, dispararon con la intención de eliminar al testigo.
Patrick percibía los silbidos de las balas rozándole. Finalmente una de ellas atinó con la cuerda y quiso su destino que se precipitara en diez segundos de caída vertiginosa contra el suelo.
Mientras lo hacía, la boca de Patrick estaba abierta en su máxima expresión, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

Instantes después los dos esbirros del mafioso encarcelado de por vida por la torpeza del abogado Ben Sturro abandonaban el edificio por la puerta de mantenimiento. De lejos vieron a la gente congregándose alrededor del cuerpo precipitado del limpia cristales.
Se detuvieron unos segundos.
– Buena distracción – le dijo el uno al otro. – Así tardará algo la policía en descubrir el otro cadáver.
– Tienes razón, Anatoly. La mala suerte de ese tonto nos ha venido bien.
Reanudaron su marcha a buen paso.
Ya solo quedaba informar a Igor del éxito de la misión.

Los leprosos de Chernobil

El puente era metálico y estaba en un estado muy herrumbroso. Debajo del mismo el río Pripiat desplazaba sus aguas contaminadas hacia el sur. Los soldados, revestidos de trajes protectores contra el nivel extremo de radiación estaban afanándose en la colocación de explosivos blandos a la entrada del puente.
– ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Les oigo venir! – urgió el encargado al mando del grupo.
Entre espesas nieblas llegaban aullidos y sonidos guturales, sin ningún tipo de traducción posible que los hiciera pasar por algún tipo de vocabulario humano.
Los soldados que estaban cubriendo a los artificieros apuntaron hacia las tinieblas con sus Kalashnikov. Dieron rienda suelta a sus temores mediante ráfagas innecesarias de munición malgastada en blancos inciertos.
– ¡No! ¡Alto el fuego! ¡Sólo cuando estén a la vista! ¡Estamos desperdiciando balas! – ordenó el sargento Trebelsi.
En ese instante mismo las cargas terminaron de estar montadas.
– ¡Al camión! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! – los fue instando gesticulando con los brazos.
Se montaron todos y el vetusto vehículo militar fue atravesando el puente.
Al poco fueron surgiendo siluetas retorcidas y enfermizas entre la bruma.
Eran los supervivientes en la limpieza de la planta nuclear antes de la instalación del gigantesco sarcófago que aislaba el combustible diabólico del exterior.
El camión alcanzó la otra orilla.
Continuó huyendo del lugar hasta detenerse a una distancia prudencial.
Poco después los explosivos fueron detonados, destruyendo el puente y con ello la avanzada de la horda de seres mutantes deseosos de vengarse de quienes les obligaron a exponerse de manera tan temeraria ante la radiación de las instalaciones.
El sargento Treblesi se pasó el revés de la mano derecha para secarse el sudor de la frente.
Miró a sus hombres.
En sus rostros aún quedaba reflejado el temor.
– Vayamos a la zona segura. Allí celebraremos el éxito de la misión con vodka – les animó.
Al otro lado del río, entre la humareda emergente de los restos retorcidos del puente se vislumbraban con el uso de las miras de las armas las figuras dantescas de los repudiados. Sus bocas farfullaban palabras inconexas, llenas de odio en contra de los seres humanos que los habían dejado abandonados a su suerte.

Recuerdos del pasado

– Hijo mío. Te añoro tanto.
– Ya lo se, mamá.
– Espero que te estés alimentando bien.
– Procuro hacerlo.
– Ya sabes. La juventud no os cuidáis nada. Demasiada comida basura. Aperitivos salados. Bebidas gasificadas.
– Ya suelo comer ensaladas. Y la comida preparada no está nada mal. En dos minutos ya la tienes cocinada en el microondas.
– Pero no es lo mismo, Patrick. No lo compares con una buena comida casera.
– Ya. En eso te doy la razón.
“Bueno, mamá. Tengo que dejarte. He de volver al trabajo. Me queda más de media novela por escribir.
– Siempre con prisas. Eres autónomo. Puedes escribir hoy un poquito menos.
– No creo que opinen lo mismo mis editores. Te doy un beso de los grandes. En cuanto esté menos liado, te prometo dedicarte más atención, mamá.
– En fin, hijo. Es que te quiero tanto.
– Ya lo se, mamá.
– Un beso, Patrick.
– Si.
– Te echo de menos. Y más desde que no está tu padre conmigo.
Su dedo índice le dio al botón de extracción del DVD de la grabadora de la torre del ordenador. Miró la pantalla del reproductor de video. Ahora estaba negra. Dejó el disco sobre la mesa e insertó otro. El ordenador reconoció el archivo y empezó a reproducirlo directamente en la pantalla.
La miró absorto.
– ¡Hola, papá! – le saludó su hijo.
– Hola, Bobby. ¿Cómo estás, campeón?
– Yo muy bien. Mamá está preparando una tarta de arándanos.
– Vaya. Eso es señal de que te van las cosas bien en el cole, ¿verdad?
– Bueno. He aprobado todo con suficiente, más dos notables.
– No es para tirar cohetes, pero menos es nada.
– Eres muy exigente, papá.
– Ya lo sé. Los padres siempre lo somos.
– ¿Y qué tal Alaska? Debe de ser un sitio muy chulo.
– Ya lo creo.
– Dicen que hay esquimales con trineos.
– Bueno. Si que los hay, pero normalmente se trasladan ya con motos de nieve y vehículos adaptados para circular por el hielo.
– ¿Y ya pescan en el hielo?
– Alguno si. Los de mayor edad. Conservan la tradición. Los jóvenes se dedican a otras diversiones.
– Jolines. Espero ir pronto allí, papá.
– No se si a tu madre le apetecerá mucho. Ya sabes que es muy friolera.
– Sacaré mejores notas la próxima vez. Eso le convencerá para que te visitemos.
– Te quiero, Bobby.
– Y yo a ti, papá…
Detuvo el vídeo.
Eran grabaciones de las conversaciones con su familia hace diez años. Se las sabía todas de memoria. Extrajo el disco e introdujo otro. Quería hablar ahora con su mujer.
Soledad.
Llevaba diez años sumido en ella.
Desde el Gran Día en que debió de desaparecer la totalidad de sus semejantes.
Recluido en su cabaña, alejado de todo contacto con el resto del mundo.
El destino quiso que solo él se salvase.
Dejándole como recuerdos las cintas del pasado.
Situó el puntero del ratón sobre el botón de reproducir.
El rostro de su bella mujer le saludó desde la pantalla plana del ordenador.
– ¡Patrick! No me lo puedo creer. Por fin llamas.
– Perdona la tardanza, Raquel. He estado muy ocupado con la preparación del libro…