Días melancólicos, relatos de tal guisa…
La bruma densa y húmeda se arremolinaba entre las lápidas verticales, cubriendo las que estaban entre la alta hierba descuidada del cementerio del pueblo.
En una de estas el sonido repetitivo sesgado de las paladas sacando tierra de una tumba en concreto y acumulándola en las cercanías llevaba produciéndose en la última media hora. Su esfuerzo era ímprobo pero necesario. Cuando dio con la tapa del ataúd, se detuvo, aliviado. Pasó la manga sucia de la camisa por la frente, enjugándose el sudor que perlaba la misma. Su respiración era acelerada por la impaciencia. Dejó la pala y buscó con la linterna el mazo y el punzón depositados cerca de la cruz de mármol negro de la tumba. Estuvo muy impreciso en la separación de la tapa, tardando cinco minutos en abrir el ataúd. Cuando lo hizo, arrojó las herramientas y rebuscó en el interior enfocando el cadáver embalsamado con el haz de la linterna. El funeral y su posterior entierro tuvieron lugar ese mismo día al mediodía, por tanto, el finado estaba bastante fresco y bien conservado mediante la eficiente labor profesional de los empleados de la funeraria.
Estuvo contemplando el rostro relajado y sereno del hombre de temprana edad. Lucía su traje de las grandes ocasiones.
Una lágrima surgió de la comisura del ojo izquierdo.
Respiró hondo y pausado. Tenía que relajarse.
Investigó la mano derecha del hombre fallecido, encontrando la alianza de oro. Con sumo cuidado, intentó extraerlo, pero el dedo estaba entumecido e hinchado. Ya lo tenía previsto, así que buscó en el maletín el escalpelo de cirujano y procedió con la incisión, lo suficientemente profunda, como para conseguir separar la falange y de esta manera, obtener el anillo…
En cuanto estuvo en sus manos, recogió los instrumentos utilizados en la profanación de la tumba y se marchó sin preocuparse en dejar la tumba violada y con la figura del difunto al descubierto.
Laura estaba desvelada. Los últimos días habían sido muy duros para ella. La pérdida inesperada de su joven marido mientras participaba en una carrera de campo a través era el mayor de los mazazos para su único año de unión. Verlo llegar tambaleando a la meta, cayendo sobre las rodillas, con el rostro congestionado, víctima de una muerte súbita, sin que las asistencias médicas pudieran conseguir reanimarlo con el desfibrilador, constituían los fotogramas de una especie de cortometraje infernal, que ella hubiera deseado nunca haber contemplado.
Anthony tenía 24 años. Toda una vida por delante. Al igual que ella, estaba en los inicios de su carrera profesional tras haberse licenciado en la universidad. El destino, sin haber consultado con Laura, la había dejado de lado, con 23 años. Una soberana injusticia. Si pudiera, Laura le metería una bala entre ceja y ceja a quien regía el futuro de los mortales.
En estos días de desasosiego, se había sentido protegida por sus familiares y amistades. Si no hubiera sido por su compañía en los momentos difíciles de los trámites y los ritos fúnebres, su espíritu habría desfallecido por la impotencia y el dolor.
Ahora a Laura le quedaba el terrible trance del duelo.
Las fotos de Anthony. El olor corporal de Anthony en las ropas que conservaba en los armarios. Su aún reciente cercanía en cada rincón de la casa compartida entre ambos en los últimos meses…
Por eso estaba desvelada. Y aún a pesar de las pastillas, era conocedora que tardaría en dormir en las semanas venideras. Porque siempre que cerraba los párpados, ahí veía a Anthony sonriéndole antes del inicio de la carrera que iba a costarle la vida.
Laura se sentía incómoda en su lecho. Miró la hora que marcaba el despertador.
Las 3:30 A.M.
Vencida por el insomnio, se incorporó, se puso una bata de seda color crema, se calzó las zapatillas y abandonó el dormitorio, dirigiéndose a la cocina. Cuál fue su sobresalto al verla iluminada. En cuanto alcanzó la jamba de la puerta, vio a la persona que más deseaba ver.
– ¡Anthony! ¡Eres tú! ¡No es posible!
Sentado frente al mostrador que delimitaba el comedor con la cocina propiamente dicho, estaba la figura gallarda de su joven esposo. Estaba vestido con un traje elegante, de los que solía usar cuando acudía al trabajo.
– Hola, Laura. Esa bata tan entallada te sienta estupendamente bien – le dijo su marido.
Laura le miraba embelesada. Las dos pastillas que había tomado para los nervios y facilitar su sueño no había causado el efecto necesario, pero aún así tenía la cabeza algo pesada. Como si estuviera flotando entre nubes, viviendo una ensoñación. Pero aquello era real. Anthony vivía. Estaba con ella, acompañándola en la cocina. Y estaba tan radiante. Tan natural.
– Ven aquí. Tengo que abrazarte y darte un merecido beso – le dijo Anthony, poniéndose erguido cuan alto era.
Laura no lo dudó ni un instante. Se acercó deprisa y se dejó rodear por los hombros por las manos cálidas de su esposo. Los labios se buscaron y se besaron con pasión. Estuvieron así un rato, hasta que se separaron. Ella lo cogió de la mano derecha, donde brillaba el oro de la alianza.
– Vayamos a la cama. Quiero permanecer contigo toda la noche.
– Lo que tú digas, Laura. Esta noche soy tu prisionero.
Conforme lo decía, su deseo era mayor por formar parte de la vida de la viuda de su hermano gemelo…
Eran dos gotas. Dos briznas de la misma hierba. Dos monedas recién acuñadas.
De eso se serviría.
Pues un dolor profundo era tan fácil de confundir…