La leyenda urbana del camión de la basura.


Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.


Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.

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La leyenda urbana del matrimonio rural forzado por las circunstancias.

   Existe en los Estados Unidos una leyenda urbana no muy conocida, la cual indica que cualquier hombre o mujer de ciudad que visita alguna granja solitaria de una zona rural con escasa comunicación con el exterior, puede acabar casándose en contra de su voluntad con alguno de los miembros en estado soltero de la familia que los recibe de una manera excesivamente hospitalaria.
Para el caso, el ejemplo que se expone a continuación.
(Basado en hechos reales).                



                – Usted es hombre de ciudad, sin duda, hijo.
                – Bueno, soy de Boston, pero me pateo toda la costa Este vendiendo enciclopedias a domicilio.
                – Sacará un buen dinerito dándole a la lengua, eh, pájaro.
                – ¿Cómo dice, señor?
                – Que por su labia convencerá a un montón de tontorrones para que le firmen un contrato de compra de una enciclopedia que luego no leerá nadie.
                – Yo sólo vendo las obras a los clientes interesados en adquirirlas.
                – Por cierto, ahora que me fijo, no luce usted ningún anillo de compromiso, eh joven.
                – Estoy soltero, si.
                – Y no tendrá más de cuarenta, jolines. Bien conservados además. Porque no está ni medio gordo.
                – Digamos que ando en la treintena, si.
                “Ahora si me permiten pasar para hacerles una exposición de algunas de las obras en las cuales pudieran andar interesados.
                – Como no. Pase. Así conocerá a nuestra hija única. Se llama Roménica. Tiene veinte años y pesa ciento treinta kilos…



                (Un rato después):

                – ¡Diantres, joven! No se haga el duro. Simplemente deseamos que se convierta usted en el futuro marido de nuestra pequeña sílfide.
                – ¡Ni hablar! ¡Están todos chiflados! ¡Tanto su mujer como usted mismo! ¿Cómo pretenderán que quiera interesarme por la hipopótama de su hija?
                – ¡No se ensañe con el hermoso físico de Roménica! ¿Ve usted? Ya le ha hecho de ponerse a llorar como una magdalena. Anda, Mariee, llévatela de aquí y prepárale una tila a la chiquita, mientras termino de convencer al joven Jimmy.
                – ¡Lo que mejor podría hacer es soltarme las correas que me sujetan a esta incómoda silla de hierro!
                – Va a ser que no.
                – ¿Qué va a hacer con ese brasero encendido?
                – Voy a colocárselo debajo del asiento. Verá qué pronto le hago cambiar de opinión.
                – ¡No! ¡No lo haga! ¡Ayyy! ¡Cómo quema! ¡Malnacido! ¡Mi pobre trasero!


                
(Discurren cinco minutos de tortura medieval).

                – Bueno, Jimmy, espero que tenga algo interesante que contarle a nuestra querida Roménica.
                – Yo…
                – Recuerde que la silla puede estar disponible nuevamente al instante. Y no mire a la bola de acero de cuatro kilos que tiene encadenada al tobillo derecho. Eso no se lo quitaremos en meses o incluso años. Que los de la ciudad sois propensos a divorciaros en menos que canta un gallo.
                – Yo…
                – Siga, buen hombre.
                – Señor Tyler, quisiera pedirle la mano de su hija en matrimonio.
                – ¡Toma, ya! ¡Encantado te la entregamos mi mujer y yo! Además nos vendrá de perlas la ayuda de un varón tan joven y sano en las duras labores del campo, que yo ya me estoy haciendo viejo.
                “Ahora ya puedes arrimarte a ella y darle un beso. La boda será mañana. Mi mujer ya está en camino para avisar al reverendo Brenard.
                “Desde luego que los caminos del señor son inescrutables, muchacho. ¿Quién iba a decir hace poco menos de una hora que ibas a conocer a la hermosa Roménica cuando simplemente venías para tratar de engatusarnos una inútil enciclopedia? Ja, ja, ja.


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Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

El relato.

Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.

“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”


El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…

La leyenda urbana.


“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”


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