Sucedió en un instante

 1.        

                     Los gritos eran agónicos. Eternos. Incesantes. El dolor estaba implantado dentro de la persona que lo sufría. Ellos dos lo oían cuando descendían por los escalones que conducían al sótano. Al otro lado de la puerta, asegurada esta por seis cadenas y seis candados, se percibían los golpes de un cuerpo contra las paredes, las columnas de sustentación y la propia entrada de acero. El suelo trepidaba como si mediase un movimiento sísmico que hubiera conseguido hacer temblar con fuerza objetos y muebles si el local dispusiera verdaderamente de ellos. Ambos se miraron. Igualmente observaron a la joven que les acompañaba en contra de su voluntad. Estaba maniatada, con unos grilletes en los tobillos y amordazada. Su frente estaba perlada de gotas finas de sudor. No hacía calor, pero la tensión del momento estaba facilitando que su cuerpo transpirara. Mientras uno de ellos la sujetaba, el otro iba introduciendo las llaves en los diferentes candados. Cuando retiró el último, abrió la puerta con cierta precaución. El interior estaba a oscuras. Una ráfaga de olor de lo más hediondo le hizo de aguantar la respiración, protegiéndose con un pañuelo sobre los orificios nasales. Buscó el interruptor ubicado al otro lado del quicio de la puerta y encendió la luz.
                Con el sótano iluminado, obligaron a que la muchacha se adentrase, cerrándole la puerta a sus espaldas, colocando las cadenas y asegurando que no pudiera salir con los recios candados.
                Se fueron retirando, ascendiendo los escalones, mientras una voz potente, procedente desde el otro lado de la puerta,  mascullaba en latín:

                “Corrupta sum, ille status immortali.”
                (“Corrupto soy, y esa es mi condición eterna.”)

2.
        Sucedió en un instante. Su liberación fue la causante de tanto dolor y de infinitas muertes.

               
3.
        Claro García pertenecía a la unidad de asalto. Con él iban cinco compañeros más. Todos a las órdenes del teniente Tax Edwards. En esta ocasión, su misión consistía en acometer un registro de una casa en la pequeña localidad del estado de Nueva York, llamada Shutton Place. La hora elegida fue las once de la noche, cuando la mayoría del vecindario ya estaba casi durmiendo.
                Equipados con visión nocturna, blindaje defensivo y rifles de asalto con silenciadores, se posicionaron en la entrada lateral izquierda de la casa. El compañero Rick Delio situó una mini cámara por debajo de la puerta para comprobar que la cocina estaba desocupada.
                – Acceso libre – dijo por el transmisor ubicado cerca de sus labios, transmitiendo la situación al resto del equipo y a los dos componentes de la Unidad Móvil, estacionada a una manzana de distancia.
                – Recordad que hay que asegurar a los objetivos. Si no peligra su situación, la fuerza letal está permitida – les llegó la orden del teniente Edwards.
                Claro García asumió el reto de abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Insertó una ganzúa que les  facilitó el acceso al interior. Apenas se creó ruido que pudiera relevar su entrada en la casa. Los seis fueron avanzando por la cocina, con la visión nocturna conectada y apuntando con sus armas de tal manera que todos quedaban bien cubiertos por si hubiera una irrupción violenta por parte de cualquiera de los ocupantes de la vivienda.
                – Los individuos en cuestión son dos – se encargó de refrescarles la memoria el teniente.
                La cocina quedó despejada, así que continuaron por el pasillo de la planta baja que comunicaba con el salón y con el supuesto dormitorio de uno de los sospechosos.
                Los haces de luz acoplados a los rifles iluminaban en tonos grises los lugares y rincones a donde apuntaban. Fueron a la sala de estar. Comprobaron que allí no había nadie, excepto la suciedad manifiesta y el desorden de los muebles. En ese instante, el teniente les indicó que había que desdoblarse.
                – García y Delio, equipo Alfa, conmigo al piso superior de la casa. El resto, equipo Delta, que registre ese dormitorio y la parte trasera del jardín. Tiene que haber una entrada al subsuelo por cojones.
                El equipo Alfa encontró el tramo de escaleras que llevaba a la parte superior de la vieja casa, inmueble que se presuponía abandonada por buena parte de los habitantes del pueblo.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Procedemos a entrar en el cuarto – le llegó a Claro García por el auricular insertado en su oído izquierdo.
                Este seguía la espalda del teniente, ascendiendo por las escaleras, con su retaguardia cubierta por Rick Delio. No encontraron a nadie en el rellano. El suelo era de madera, crujiendo tenuemente aún a pesar del sigilo de sus pasos. En ese instante escucharon una ráfaga de disparos amortiguados por los silenciadores acoplados a las armas.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Enemigo abatido. Portaba un machete. Habitación despejada – les informó Ernest  Dropp, del equipo Delta.
                – Equipo Alfa para Equipo Delta y Unidad Móvil.  Procedemos a explorar las dependencias superiores. Que el  equipo Delta examine el jardín trasero. Tiene que haber un acceso a algo similar a un sótano.
                – Recibido Equipo Alfa. Nos dirigimos al exterior hacia la parte trasera de la casa.
                El teniente Edwards verificó que había dos puertas que supuestamente tenían que corresponder con dos dormitorios. Rick Delio husmeó con la mini cámara por debajo de las rendijas de ambas con el suelo.
                – Derecha, vacía.
                “Izquierda, se ve una persona tendida en la cama.
                Se posicionaron frente a la puerta, irrumpiendo al unísono, cegando con las luces de las linternas de los rifles al hombre que estaba durmiendo en la cama.
                – ¿Qué coño significa esto? – farfulló, alterado.
                A una indicación del teniente, Claro García obligó al sujeto a tumbarse sobre su vientre, maniatándolo con una lid de plástico por detrás de la espalda.
                – ¡No apriete tanto! ¡Que duele, joder! – masculló el hombre.
                – ¿Dónde las tenéis?  A las chicas. – le preguntó el teniente Edwards, dándole la vuelta.
                – No pienso decirles ni pío.
                La culata del teniente le golpeó sin miramientos la nariz, partiéndole el tabique nasal, consiguiendo que fluyera un hilo de sangre hacia su mentón.
                – ¡Cabrón! ¡Esto no quedará así! – vociferó, quejándose de dolor por el golpe.
                – Hable, basura. Su compañero está muerto. Y tú lo estarás pronto si no confiesas dónde mantenéis encerradas a las pobres víctimas de vuestros desmanes – insistió el teniente.
                – ¡Y una leche! ¡Además de nada sirve tratar de salvarlas, porque hace tiempo que sus almas están perdidas!
                Edwards dirigió el cañón del rifle hacia la pierna derecha del individuo, disparándole una ráfaga sobre la rodilla, dejándosela en carne viva, despellejada y destrozada.
                – ¡Ahhhh! ¡Cabronessss! ¡Aaaaa!
                En ese instante se estableció comunicación del Equipo Delta con el Equipo Alfa y la Unidad Móvil.
                – Aquí Equipo Delta. Nos ha costado, pero lo hemos encontrado. La trampilla estaba camuflada con hierba artificial, para que pareciera  que formaba parte del jardín.
                – Equipo Delta. Aquí Equipo Alfa. Nos reagrupamos con vosotros en breve.
                El rifle del teniente Edwards apuntó hacia el rostro de quien permanecía maniatado encima de la cama. Ordenó a sus hombres que desconectaran brevemente la conexión con la Unidad Móvil.
                – ¡No! ¡Por Amor de Dios! ¡NO ENTREN AHÍ! ¡Puede ser su perdición! – suplicó aquel individuo con los ojos desmesuradamente abiertos.
                La ráfaga de disparos acabó con su vida en un santiamén. Edwards se fijó en un abrecartas colocado sobre la mesilla de noche. La recogió y se la colocó entre los dedos de la mano derecha del cadáver.
                – Equipo Alfa a Equipo Delta y Unidad Móvil. Enemigo caído. Portaba un arma blanca – informó, restableciendo la conexión con el resto por radio.
                El Agente Claro García y su compañero Rick Delio asumieron el comportamiento de su superior sin remordimientos.
                Salieron de la estancia, descendieron las escaleras y se aproximaron a la parte trasera de la casa, donde les esperaba el Equipo Delta. Entre la hierba, había un hueco con unos escalones de madera podrida que descendían hacia una especie de sótano.
                – ¿A qué esperan? – les indicó el teniente Edwards, ya impaciente por encontrar a los rehenes. – Atención, Unidad Móvil, procedemos a bajar por unos escalones que previsiblemente conducen al sótano de la casa.
                – Recibido, Equipo Delta. Aquí Unidad Móvil.  Tanto Equipo Delta, como Equipo Alfa están autorizados para el registro de esa zona – llegó la voz de Antoine Carr desde el furgón de la Unidad Móvil.
                Ernest Dropp hizo de avanzadilla.
                – Maldición. Equipo Alfa. Equipo Delta. La puerta de acceso está asegurada con varias cadenas y candados. Necesitaremos las tenazas para romperlas.
                – Entendido. Ahora te llega el refuerzo de Monroe con el equipo.
                Al poco llegó ante la puerta el agente Monroe cargando una pesada mochila. De ella extrajo una tenaza de roturas. Con cierta insistencia, consiguió soltar las cadenas y romper los candados en menos de un cuarto de hora.
                Después instaló una carga pequeña de C4 para terminar con la resistencia de la puerta de acero. Salió al exterior, y a una distancia prudencial, hizo detonar el explosivo.
                Descendió con el agente Rick Delio.
                – Acceso franco. Repito. Acceso franco – transmitió Delio al resto del equipo de asalto.
                – ¡Joder! ¡Qué olor más insoportable! – dijo Monroe.
                El resto fue bajando de uno en uno por los escalones. Abajo se encontraron con el sótano iluminado tenuemente por una bombilla que colgaba desnuda justo en el centro del recinto. Todos los miembros de la unidad de asalto estaban preparados mentalmente para las situaciones más adversas y terribles. En este caso, muchos no pudieron contenerse, vomitando en los rincones de la estancia. El sótano disponía de paredes desnudas, encaladas. No existía ningún mobiliario. El suelo era de hormigón. Sobre el mismo, diversos pentagramas perfilados con trazo irregular en tinta roja. Diseminados por el suelo, los cuerpos en avanzado estado de descomposición de siete, ocho, nueve o diez jóvenes. Era difícil cuantificarlos, porque algunos estaban tan deteriorados y despedazados, que se precisaría de la investigación forense.
                La mayoría de los cuerpos estaban inmovilizados por cadenas, grilletes, correas de cuero y esposas. Se hallaban desvestidos, con múltiples laceraciones sobre la piel. Los ojos estaban vueltos del revés, y las lenguas sobresalían desde las mandíbulas como si hubieran sido estiradas con violencia hacia afuera hasta casi arrancarlas del interior de la cavidad bucal.
                – Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta y Equipo Alfa. Hemos dado con el hallazgo de numerosos cuerpos mutilados en apariencia de únicamente condición femenina – informó el teniente Edwards, haciendo a su vez un gran esfuerzo por controlar su propia repugnancia ante la carnicería cometida por los dos psicópatas  merecidamente abatidos durante su incursión por la casa.
                – Unidad Móvil a Equipo Delta y Equipo Alfa. Por favor, informen del estado de las personas retenidas en el sótano.
                – Equipo Delta y Equipo Alfa a Unidad Móvil. No se encuentra ninguna superviviente entre los cuerpos hallados. Repito. No hay ninguna persona viva.
                Justo en ese momento, uno de los cadáveres se incorporó con presteza.
                – ¡La Virgen! ¡Esa tía está viva! – chilló el agente Rodríguez.
                La joven estaba en los puros huesos. Su mandíbula chasqueó con fuerza, mientras sus ojos se removían en las acuosas cuencas, ofreciéndoles una visión horrorosa.
                Empezó a levitar un palmo sobre el suelo, girando sobre sí misma para fijarse en los seis miembros de la brigada de asalto.
                De su garganta emergió una voz cavernosa y profundamente masculina, recitando en latín:

                “Exitus cavendum”
                (Asegurad la salida)
                “Dies unus effugit terror”
                (El espanto escapará un día)
                “passus mortem sementem multis locis”
                (Sembrando muerte y dolor en muchos rincones.)

                Nada más haber pronunciado estas palabras, cayó rendida al suelo, desprovista nuevamente de toda vitalidad, pues ahora la entidad que la había impulsado con movimientos de marioneta, anidaba en el cuerpo y la mente de los seis componentes del Equipo Alfa y del Equipo Delta.

4.
                Antoine Carr estaba  sumamente alterado por la pérdida de conexión con el Equipo Alfa y el Equipo Delta.
                – ¡Esto no tiene ningún sentido! ¡Nunca ha sucedido algo parecido en los diez años que llevo en la unidad de Asalto! – se quejó, enfurecido.
                – Todo está en orden. La emisora funciona perfectamente. Es como si ellos mismos se hubieran desconectado de la frecuencia – dijo su compañero, Martínez.
                En ese instante se abrió la puerta del lateral del furgón. Se encontraron frente a frente con Claro García.
                – ¡Joder! ¡Ya era hora! ¿Por qué coño habéis cerrado la conexión con la Unidad Móvil? Ya sabéis que eso puede costarnos un expediente de cojones – le advirtió Antoine Carr, molesto por aquella irregularidad.
                Claro García tenía los ojos en blanco. Su boca salivaba en exceso, con un hilillo corriéndole desde la comisura derecha de los labios hacia la barbilla. Dirigió su rifle hacia Antoine Carr y Martínez, alcanzándoles con una ráfaga de treinta impactos de bala. Los cuerpos cayeron acribillados sobre el respaldo de las sillas, para seguidamente hacerlo sobre la moqueta del suelo del interior del furgón de la Unidad Móvil.
                Las portezuelas de la parte trasera fueron abiertas, subiéndose al furgón Rick Delio y el teniente Edwards. Ambos hicieron acopio del resto del arsenal disponible en el vehículo, pasándoselo al resto de los componentes de la unidad de asalto.
                En completo silencio, sin dirigirse siquiera la palabra, fueron asaltando casa a casa de la pequeña localidad de Shutton Place, invadiendo las propiedades privadas, acabando con los habitantes de cada una de ellas. Sus mentes estaban coordinadas por las órdenes de una voz poderosa y posesiva que controlaba sus cuerpos y su raciocinio.
                Una voz perteneciente a un espíritu demoníaco que en su debido momento, fue convocado por dos personas arrogantes e insensatas que pretendían anhelar algún tipo de poder que les hiciera sobresalir entre el resto de la humanidad, y todo cuanto consiguieron fue acaparar la cobardía más simple de unos seres aterrorizados y sumisos, que para calmar la cólera de aquella entidad encerrada en el sótano de su casa, le fueron proporcionando personas para el control interno de las mismas por parte del propio demonio en cuestión.
                Ahora esta entidad poderosa estaba libre, controlando a seis guerreros sanguinarios, sembrando la aniquilación y el caos por cada lugar que pasaban.
                Todo esto sucedió tristemente de madrugada, hasta que la noche dio paso al día. La Oscuridad Húmeda y Pútrida era relevada por el brillo profundo de la sangre de los mortales, desparramada por paredes y suelos de decenas de hogares, incitando a la Bestia, que pudo por fin rugir.                
                De su tremenda boca, surgió un regocijo impuro:

                Aurora
                Campus erat  sanguinolenta
                Sanguinem  innocentem
                Sanguine  expetendum
                Mortem representantes
                (Al amanecer
                La tierra quedó teñida de sangre
                Sangre inocente
                Sangre deseable
                Que representaba la muerte)


Sucedió en un instante. (Happened in an instant).

 1.          

                     Los gritos eran agónicos. Eternos. Incesantes. El dolor estaba implantado dentro de la persona que lo sufría. Ellos dos lo oían cuando descendían por los escalones que conducían al sótano. Al otro lado de la puerta, asegurada esta por seis cadenas y seis candados, se percibían los golpes de un cuerpo contra las paredes, las columnas de sustentación y la propia entrada de acero. El suelo trepidaba como si mediase un movimiento sísmico que hubiera conseguido hacer temblar con fuerza objetos y muebles si el local dispusiera verdaderamente de ellos. Ambos se miraron. Igualmente observaron a la joven que les acompañaba en contra de su voluntad. Estaba maniatada, con unos grilletes en los tobillos y amordazada. Su frente estaba perlada de gotas finas de sudor. No hacía calor, pero la tensión del momento estaba facilitando que su cuerpo transpirara. Mientras uno de ellos la sujetaba, el otro iba introduciendo las llaves en los diferentes candados. Cuando retiró el último, abrió la puerta con cierta precaución. El interior estaba a oscuras. Una ráfaga de olor de lo más hediondo le hizo de aguantar la respiración, protegiéndose con un pañuelo sobre los orificios nasales. Buscó el interruptor ubicado al otro lado del quicio de la puerta y encendió la luz.
                Con el sótano iluminado, obligaron a que la muchacha se adentrase, cerrándole la puerta a sus espaldas, colocando las cadenas y asegurando que no pudiera salir con los recios candados.
                Se fueron retirando, ascendiendo los escalones, mientras una voz potente, procedente desde el otro lado de la puerta,  mascullaba en latín:

                “Corrupta sum, ille status immortali.”
                (“Corrupto soy, y esa es mi condición eterna.”)

2.
        Sucedió en un instante. Su liberación fue la causante de tanto dolor y de infinitas muertes.

               
3.
        Claro García pertenecía a la unidad de asalto. Con él iban cinco compañeros más. Todos a las órdenes del teniente Tax Edwards. En esta ocasión, su misión consistía en acometer un registro de una casa en la pequeña localidad del estado de Nueva York, llamada Shutton Place. La hora elegida fue las once de la noche, cuando la mayoría del vecindario ya estaba casi durmiendo.
                Equipados con visión nocturna, blindaje defensivo y rifles de asalto con silenciadores, se posicionaron en la entrada lateral izquierda de la casa. El compañero Rick Delio situó una mini cámara por debajo de la puerta para comprobar que la cocina estaba desocupada.
                – Acceso libre – dijo por el transmisor ubicado cerca de sus labios, transmitiendo la situación al resto del equipo y a los dos componentes de la Unidad Móvil, estacionada a una manzana de distancia.
                – Recordad que hay que asegurar a los objetivos. Si no peligra su situación, la fuerza letal está permitida – les llegó la orden del teniente Edwards.
                Claro García asumió el reto de abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Insertó una ganzúa que les  facilitó el acceso al interior. Apenas se creó ruido que pudiera relevar su entrada en la casa. Los seis fueron avanzando por la cocina, con la visión nocturna conectada y apuntando con sus armas de tal manera que todos quedaban bien cubiertos por si hubiera una irrupción violenta por parte de cualquiera de los ocupantes de la vivienda.
                – Los individuos en cuestión son dos – se encargó de refrescarles la memoria el teniente.
                La cocina quedó despejada, así que continuaron por el pasillo de la planta baja que comunicaba con el salón y con el supuesto dormitorio de uno de los sospechosos.
                Los haces de luz acoplados a los rifles iluminaban en tonos grises los lugares y rincones a donde apuntaban. Fueron a la sala de estar. Comprobaron que allí no había nadie, excepto la suciedad manifiesta y el desorden de los muebles. En ese instante, el teniente les indicó que había que desdoblarse.
                – García y Delio, equipo Alfa, conmigo al piso superior de la casa. El resto, equipo Delta, que registre ese dormitorio y la parte trasera del jardín. Tiene que haber una entrada al subsuelo por cojones.
                El equipo Alfa encontró el tramo de escaleras que llevaba a la parte superior de la vieja casa, inmueble que se presuponía abandonada por buena parte de los habitantes del pueblo.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Procedemos a entrar en el cuarto – le llegó a Claro García por el auricular insertado en su oído izquierdo.
                Este seguía la espalda del teniente, ascendiendo por las escaleras, con su retaguardia cubierta por Rick Delio. No encontraron a nadie en el rellano. El suelo era de madera, crujiendo tenuemente aún a pesar del sigilo de sus pasos. En ese instante escucharon una ráfaga de disparos amortiguados por los silenciadores acoplados a las armas.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Enemigo abatido. Portaba un machete. Habitación despejada – les informó Ernest  Dropp, del equipo Delta.
                – Equipo Alfa para Equipo Delta y Unidad Móvil.  Procedemos a explorar las dependencias superiores. Que el  equipo Delta examine el jardín trasero. Tiene que haber un acceso a algo similar a un sótano.
                – Recibido Equipo Alfa. Nos dirigimos al exterior hacia la parte trasera de la casa.
                El teniente Edwards verificó que había dos puertas que supuestamente tenían que corresponder con dos dormitorios. Rick Delio husmeó con la mini cámara por debajo de las rendijas de ambas con el suelo.
                – Derecha, vacía.
                “Izquierda, se ve una persona tendida en la cama.
                Se posicionaron frente a la puerta, irrumpiendo al unísono, cegando con las luces de las linternas de los rifles al hombre que estaba durmiendo en la cama.
                – ¿Qué coño significa esto? – farfulló, alterado.
                A una indicación del teniente, Claro García obligó al sujeto a tumbarse sobre su vientre, maniatándolo con una lid de plástico por detrás de la espalda.
                – ¡No apriete tanto! ¡Que duele, joder! – masculló el hombre.
                – ¿Dónde las tenéis?  A las chicas. – le preguntó el teniente Edwards, dándole la vuelta.
                – No pienso decirles ni pío.
                La culata del teniente le golpeó sin miramientos la nariz, partiéndole el tabique nasal, consiguiendo que fluyera un hilo de sangre hacia su mentón.
                – ¡Cabrón! ¡Esto no quedará así! – vociferó, quejándose de dolor por el golpe.
                – Hable, basura. Su compañero está muerto. Y tú lo estarás pronto si no confiesas dónde mantenéis encerradas a las pobres víctimas de vuestros desmanes – insistió el teniente.
                – ¡Y una leche! ¡Además de nada sirve tratar de salvarlas, porque hace tiempo que sus almas están perdidas!
                Edwards dirigió el cañón del rifle hacia la pierna derecha del individuo, disparándole una ráfaga sobre la rodilla, dejándosela en carne viva, despellejada y destrozada.
                – ¡Ahhhh! ¡Cabronessss! ¡Aaaaa!
                En ese instante se estableció comunicación del Equipo Delta con el Equipo Alfa y la Unidad Móvil.
                – Aquí Equipo Delta. Nos ha costado, pero lo hemos encontrado. La trampilla estaba camuflada con hierba artificial, para que pareciera  que formaba parte del jardín.
                – Equipo Delta. Aquí Equipo Alfa. Nos reagrupamos con vosotros en breve.
                El rifle del teniente Edwards apuntó hacia el rostro de quien permanecía maniatado encima de la cama. Ordenó a sus hombres que desconectaran brevemente la conexión con la Unidad Móvil.
                – ¡No! ¡Por Amor de Dios! ¡NO ENTREN AHÍ! ¡Puede ser su perdición! – suplicó aquel individuo con los ojos desmesuradamente abiertos.
                La ráfaga de disparos acabó con su vida en un santiamén. Edwards se fijó en un abrecartas colocado sobre la mesilla de noche. La recogió y se la colocó entre los dedos de la mano derecha del cadáver.
                – Equipo Alfa a Equipo Delta y Unidad Móvil. Enemigo caído. Portaba un arma blanca – informó, restableciendo la conexión con el resto por radio.
                El Agente Claro García y su compañero Rick Delio asumieron el comportamiento de su superior sin remordimientos.
                Salieron de la estancia, descendieron las escaleras y se aproximaron a la parte trasera de la casa, donde les esperaba el Equipo Delta. Entre la hierba, había un hueco con unos escalones de madera podrida que descendían hacia una especie de sótano.
                – ¿A qué esperan? – les indicó el teniente Edwards, ya impaciente por encontrar a los rehenes. – Atención, Unidad Móvil, procedemos a bajar por unos escalones que previsiblemente conducen al sótano de la casa.
                – Recibido, Equipo Delta. Aquí Unidad Móvil.  Tanto Equipo Delta, como Equipo Alfa están autorizados para el registro de esa zona – llegó la voz de Antoine Carr desde el furgón de la Unidad Móvil.
                Ernest Dropp hizo de avanzadilla.
                – Maldición. Equipo Alfa. Equipo Delta. La puerta de acceso está asegurada con varias cadenas y candados. Necesitaremos las tenazas para romperlas.
                – Entendido. Ahora te llega el refuerzo de Monroe con el equipo.
                Al poco llegó ante la puerta el agente Monroe cargando una pesada mochila. De ella extrajo una tenaza de roturas. Con cierta insistencia, consiguió soltar las cadenas y romper los candados en menos de un cuarto de hora.
                Después instaló una carga pequeña de C4 para terminar con la resistencia de la puerta de acero. Salió al exterior, y a una distancia prudencial, hizo detonar el explosivo.
                Descendió con el agente Rick Delio.
                – Acceso franco. Repito. Acceso franco – transmitió Delio al resto del equipo de asalto.
                – ¡Joder! ¡Qué olor más insoportable! – dijo Monroe.
                El resto fue bajando de uno en uno por los escalones. Abajo se encontraron con el sótano iluminado tenuemente por una bombilla que colgaba desnuda justo en el centro del recinto. Todos los miembros de la unidad de asalto estaban preparados mentalmente para las situaciones más adversas y terribles. En este caso, muchos no pudieron contenerse, vomitando en los rincones de la estancia. El sótano disponía de paredes desnudas, encaladas. No existía ningún mobiliario. El suelo era de hormigón. Sobre el mismo, diversos pentagramas perfilados con trazo irregular en tinta roja. Diseminados por el suelo, los cuerpos en avanzado estado de descomposición de siete, ocho, nueve o diez jóvenes. Era difícil cuantificarlos, porque algunos estaban tan deteriorados y despedazados, que se precisaría de la investigación forense.
                La mayoría de los cuerpos estaban inmovilizados por cadenas, grilletes, correas de cuero y esposas. Se hallaban desvestidos, con múltiples laceraciones sobre la piel. Los ojos estaban vueltos del revés, y las lenguas sobresalían desde las mandíbulas como si hubieran sido estiradas con violencia hacia afuera hasta casi arrancarlas del interior de la cavidad bucal.
                – Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta y Equipo Alfa. Hemos dado con el hallazgo de numerosos cuerpos mutilados en apariencia de únicamente condición femenina – informó el teniente Edwards, haciendo a su vez un gran esfuerzo por controlar su propia repugnancia ante la carnicería cometida por los dos psicópatas  merecidamente abatidos durante su incursión por la casa.
                – Unidad Móvil a Equipo Delta y Equipo Alfa. Por favor, informen del estado de las personas retenidas en el sótano.
                – Equipo Delta y Equipo Alfa a Unidad Móvil. No se encuentra ninguna superviviente entre los cuerpos hallados. Repito. No hay ninguna persona viva.
                Justo en ese momento, uno de los cadáveres se incorporó con presteza.
                – ¡La Virgen! ¡Esa tía está viva! – chilló el agente Rodríguez.
                La joven estaba en los puros huesos. Su mandíbula chasqueó con fuerza, mientras sus ojos se removían en las acuosas cuencas, ofreciéndoles una visión horrorosa.
                Empezó a levitar un palmo sobre el suelo, girando sobre sí misma para fijarse en los seis miembros de la brigada de asalto.
                De su garganta emergió una voz cavernosa y profundamente masculina, recitando en latín:

                “Exitus cavendum”
                (Asegurad la salida)
                “Dies unus effugit terror”
                (El espanto escapará un día)
                “passus mortem sementem multis locis”
                (Sembrando muerte y dolor en muchos rincones.)

                Nada más haber pronunciado estas palabras, cayó rendida al suelo, desprovista nuevamente de toda vitalidad, pues ahora la entidad que la había impulsado con movimientos de marioneta, anidaba en el cuerpo y la mente de los seis componentes del Equipo Alfa y del Equipo Delta.

4.
                Antoine Carr estaba  sumamente alterado por la pérdida de conexión con el Equipo Alfa y el Equipo Delta.
                – ¡Esto no tiene ningún sentido! ¡Nunca ha sucedido algo parecido en los diez años que llevo en la unidad de Asalto! – se quejó, enfurecido.
                – Todo está en orden. La emisora funciona perfectamente. Es como si ellos mismos se hubieran desconectado de la frecuencia – dijo su compañero, Martínez.
                En ese instante se abrió la puerta del lateral del furgón. Se encontraron frente a frente con Claro García.
                – ¡Joder! ¡Ya era hora! ¿Por qué coño habéis cerrado la conexión con la Unidad Móvil? Ya sabéis que eso puede costarnos un expediente de cojones – le advirtió Antoine Carr, molesto por aquella irregularidad.
                Claro García tenía los ojos en blanco. Su boca salivaba en exceso, con un hilillo corriéndole desde la comisura derecha de los labios hacia la barbilla. Dirigió su rifle hacia Antoine Carr y Martínez, alcanzándoles con una ráfaga de treinta impactos de bala. Los cuerpos cayeron acribillados sobre el respaldo de las sillas, para seguidamente hacerlo sobre la moqueta del suelo del interior del furgón de la Unidad Móvil.
                Las portezuelas de la parte trasera fueron abiertas, subiéndose al furgón Rick Delio y el teniente Edwards. Ambos hicieron acopio del resto del arsenal disponible en el vehículo, pasándoselo al resto de los componentes de la unidad de asalto.
                En completo silencio, sin dirigirse siquiera la palabra, fueron asaltando casa a casa de la pequeña localidad de Shutton Place, invadiendo las propiedades privadas, acabando con los habitantes de cada una de ellas. Sus mentes estaban coordinadas por las órdenes de una voz poderosa y posesiva que controlaba sus cuerpos y su raciocinio.
                Una voz perteneciente a un espíritu demoníaco que en su debido momento, fue convocado por dos personas arrogantes e insensatas que pretendían anhelar algún tipo de poder que les hiciera sobresalir entre el resto de la humanidad, y todo cuanto consiguieron fue acaparar la cobardía más simple de unos seres aterrorizados y sumisos, que para calmar la cólera de aquella entidad encerrada en el sótano de su casa, le fueron proporcionando personas para el control interno de las mismas por parte del propio demonio en cuestión.
                Ahora esta entidad poderosa estaba libre, controlando a seis guerreros sanguinarios, sembrando la aniquilación y el caos por cada lugar que pasaban.
                Todo esto sucedió tristemente de madrugada, hasta que la noche dio paso al día. La Oscuridad Húmeda y Pútrida era relevada por el brillo profundo de la sangre de los mortales, desparramada por paredes y suelos de decenas de hogares, incitando a la Bestia, que pudo por fin rugir.                
                De su tremenda boca, surgió un regocijo impuro:

                Aurora
                Campus erat  sanguinolenta
                Sanguinem  innocentem
                Sanguine  expetendum
                Mortem representantes
                (Al amanecer
                La tierra quedó teñida de sangre
                Sangre inocente
                Sangre deseable
                Que representaba la muerte)


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Patricia nunca tuvo infancia. (Patricia never had childhood).

                   La infancia de Patricia fue infernal. Sus padres estaban enfermos. Pero no de una enfermedad incurable. Estaban desquiciados. Eran un peligro para el resto. Por desgracia, nadie quiso atajar la situación antes de que todo se desatase en un torbellino destructivo.

                Los tres vivían alejados de cualquier población cercana no menos de dos horas de distancia recorridos en vehículo. La casa era de dos plantas, con tablas de maderas horizontales, tejado a dos aguas, porche delantero. Todo era de color gris. Como igual de grisáceo era la tierra del jardín, pues la hierba llevaba muerta desde que la conciencia de Patricia pudiera recordar.
                Su padre se llamaba Norton. Su madre, Teresa. Cuando la tuvieron, ambos habían superado los cuarenta. Fue un parto muy duro y de cierto riesgo para su madre. De hecho, alumbró a Patricia en el sótano de la casa, sobre el duro hormigón del suelo, atada de pies y manos a unas estacas hincadas y con su marido ejerciendo de comadrona.
                A esas alturas, sus padres ya estaban perdiendo la razón a pasos agigantados.
        Norton se quedó sin trabajo por golpear a su encargado con una llave stillson en la gasolinera donde trabajaba. Teresa bailaba a todas horas al son de una música insonora, surgida en el interior de su mente, despertando a su hija con frecuencia, sacándola de la cuna y alzándola con brusquedad hasta conseguir que llorara sin parar todo el día. Su padre consiguió una ayuda como veterano del Vietnam, y con esa economía tan precaria iban tirando.
                Cuando Patricia fue creciendo, se fijó en la predisposición de su padre en traer animales que carecían de dueño. Gatos y perros. Conforme los traía, los ataba por una pata a un árbol situado detrás de la casa y se pasaba un día o dos torturándolos con un bate de béisbol, cuchillos y el atizador del fuego de la chimenea. Una vez que los mataba, se los pasaba a su madre, que los evisceraba para luego cocinarlos. Esa era su fuente de nutrición principal. Carne de perro y de gato. Incluso a veces su madre guisaba alguna rata que caía en alguna de las trampas dispuestas por su padre.
                Patricia odiaba esa comida. Aún así la consumía por obligación. Siempre deseaba no ver ningún animal callejero atado al tronco del árbol, pues eso significaba que comería verdura o pescado, lo que consideraba un alivio.
                Cuando Patricia tenía once años, su padre se ahorcó con el cable arrancado del televisor desde la rama más alta del árbol donde torturaba a los animales que recogía cuando visitaba la localidad más próxima en su furgoneta oxidada.
                Recordaba ver cómo se balanceaban las piernas descalzas de su padre. Su cuello estaba torcido por la presión del cable y la lengua oscura e hinchada se presentaba fuera de su boca, entre los dientes de su dentadura postiza. Cuando su madre se dio de cuenta del suicidio de Norton, no derramó ninguna lágrima. Ordenó a su hija que entrara en la casa y se quedó quieta frente al cuerpo sin vida durante dos horas, hasta que anocheció. Entonces entró en la casa, dejando el cadáver de su marido pendiendo del cable que lo mantenía en vilo al lado del árbol.
                Así estuvo semana y media. Con el cuerpo en avanzado estado de descomposición y con los insectos dando buena cuenta de las partes blandas y carnosas del mismo.
                Patricia estaba aterrada, pero su madre tironeaba de su brazo para que saludara a Norton todos los días.
                – Es tu padre, hijita. Recuérdalo – insistía su madre.
                Teresa reía y cantaba. Bailaba sin parar. Entre tanto, Patricia permanecía recluida en su cuarto, recreándose en los dibujos de los libros infantiles que habían pertenecido con anterioridad a su madre cuando esta fue niña.  La muchacha no sabía leer porque sus padres se habían empeñado en que ir a la escuela era una pérdida de tiempo y de dinero.  Estaba siempre desaseada. Mal vestida y desnutrida, pues su madre ya cocinaba poca cosa una vez que no estaba Norton, quien le proporcionaba la carne de los animales encontrados, a la vez que era  quien compraba en el pueblo más próximo el pescado, la verdura, la fruta y la harina para hacer el pan. Teresa no sabía manejar la furgoneta, y tampoco tenía ninguna gana de ir caminando, pues el trecho era largo y tedioso.
                Una mañana, Patricia vio a su madre subida a una escalera tosca, apoyada en el árbol, descolgando el cadáver pútrido de Norton.
                – ¡Ven! ¡Ayúdame un poco! ¡Agárrale los pies, hija! – le apremió su madre.
                Con mucha dificultad, lograron dejar el cuerpo sobre la tierra gris del jardín. Poco después su madre fue a por dos palas. Le tendió una a Patricia y le señaló con énfasis con un dedo una parte del jardín.
                – Vamos a cavar un hoyo muy digno para tu padre. Así descansará en paz para siempre.
                Estuvieron cinco horas trabajando en crear el foso,  para a continuación depositar en el fondo del mismo el cuerpo y luego volver a cubrirlo con la tierra. Cuando finalizaron, su madre escupió sobre la tumba.
                – Te echaré de menos, Norton.
                Tiró la pala a un lado y se puso a bailotear como una poseída. Estuvo así el resto del día, hasta que quedó rendida por el cansancio y se metió en la cama, cubierta de tierra de la cabeza a los pies.
                Patricia sólo pudo comer unos granos de arroz duro antes de irse a la cama.


                Al día siguiente llegó un visitante. Era un viajante. Decía llamarse Herman. Se empeñó en pasar a la sala donde extendió encima de la mesa un catálogo de útiles de cocina. Patricia estaba interesada por la maleta del vendedor ambulante. En su interior debía de guardar los artículos. El señor Herman era muy elocuente hablando, siempre sonriendo. Su madre estaba sentada a su lado. Lo escuchaba con poco interés. En un momento dado invitó al hombre a pasar a la cocina para que viera que no necesitaba ningún complemento.
                Patricia permanecía sentada al lado de la maleta. Estaba a punto de intentar abrirla, cuando escuchó un grito procedente de la cocina. Era la voz del señor Herman. Este no tardó en abandonar la cocina tropezándose con la jamba de la puerta de la sala de estar. Su mano dejó un rastro de sangre en la madera. Volvió a gritar. Era lógico que lo hiciera, porque tenía un cuchillo clavado en el ojo derecho.
                – ¡Maldita chiflada! – vociferó.
                Quiso buscar la salida, pero su madre lo alcanzó con un hacha. Se lo hincó tres veces en la espalda, hasta conseguir que perdiera la estabilidad, cayendo al suelo. El vendedor se arrastró desesperadamente por el suelo del vestíbulo.
                Patricia estaba de pie en el quicio de la puerta de la sala de estar. Observaba la escena con aprensión pero también con cierta curiosidad.
                Su madre se abalanzó sobre el cuerpo del señor Herman y le cortó los dedos de la mano derecha. Acto seguido el pie de ese lado. Por último lo decapitó…
                Cuando retornó al lado de su hija, portaba la cabeza del hombre en la mano derecha. Estaba cogida por los cabellos. Patricia miraba la sangre que goteaba de la base del cuello de la cabeza.
                – Ya tenemos comida para unos días. Además de la buena – le dijo su madre.
                Se puso a bailar por el salón con la cabeza del señor Herman, y por primera vez, su hija Patricia la acompañó con ganas en el jolgorio.




                El señor Herman tenía un coche. Era un modesto Talbot de dos plazas. Como la madre de Patricia no sabía conducir, el vehículo permaneció aparcado frente a la casa. Tampoco les preocupaba mucho que estuviese expuesto, pues vivían apartados de la sociedad en general.
                Curiosamente, a quien no iba a pasarle desapercibido tal hecho fue al ayudante del Sheriff de la localidad más cercana. Aquella familia tenía una hija pequeña que por sus informes no estaba escolarizada. Igualmente su padre estaba en el paro. Detuvo el coche al lado del Talbot estacionado frente al porche. Se acercó a observarlo de cerca. No tenía la puerta asegurada por dentro, así que le fue fácil abrirla. En el asiento del copiloto había un abrigo de hombre recogido. Desde luego, vaticinó que ese coche no podía pertenecer al señor Norton. Este conducía una furgoneta vieja y destartalada. Abrió la guantera y vio los papeles del seguro guardados en un archivador de plástico. El Talbot estaba asegurado a nombre de un tal Herman Noles.
                Salió del coche y se dispuso a llamar por la emisora, aportando los datos de la matrícula y el nombre del dueño del coche.
                – Aquí 120 a Central. Estoy en la propiedad de los Watkins. Tengo un vehículo matrícula del estado de Virginia PL 3546, a nombre del hombre que estamos buscando, Herman Noles.
                – Enseguida le busco la confirmación, 120.
                En ese instante surgió la presencia de una niña. Estaba de pie en el porche delantero de la deteriorada casa de madera a tablas. Vestía un raído camisón anaranjado. Estaba descalza, muy sucia y extremadamente delgada, con los largos cabellos lisos castaños tapándole casi el rostro.
                El agente se fue acercando con extremado sigilo. La niña lo miraba con cierta desconfianza.
                – Hola, chiquita. Me imagino que eres la hija de los Watkins. Yo soy el agente Newland.
                – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tenemos otra visita! – chilló la niña con todas sus fuerzas, cerrando los ojos.
                La puerta de la entrada se abrió de un empujón. En el umbral estaba la madre. Esta hizo un movimiento rápido con la mano diestra. El agente Newland vio el enorme cuchillo dirigirse hacia su pecho, sin poder apartarse a tiempo. La punta se le clavó entre las costillas del lado derecho. Se quejó del dolor. Sin detenerse a evaluar la situación, desenfundó el arma reglamentaria y disparó a la mujer, alcanzándola de lleno.
                La niña se precipitó hacia su madre, quien estaba tendida frente a la puerta de la casa, escupiendo sangre de manera profusa por la boca. Los disparos del agente le habían dado en pleno estómago, propiciándole una muerte agónica.
                Newland se apoyó de espaldas contra el lado derecho de la carrocería del Talbot y se sacó el cuchillo con sumo cuidado. Acto seguido, comunicó la situación por la emisora, pulsando el botón ubicado en el hombro derecho.
                – Aquí 120 a Central. Agente herido. Repito. Agente herido. Agresor igualmente herido. Solicito refuerzos y asistencia sanitaria.
                – Recibido 120. Enseguida llegarán los refuerzos y la ambulancia. Hemos de saber si la situación está controlada. Control a 120. ¿Está la situación controlada?
                – Aquí 120 a Central. La situación está controlada…
                El agente Newland se detuvo en la comunicación. Frente a él avanzaba la niña portando un hacha.
                Quiso desenfundar de nuevo. La hija de los Watkins alzó lo que pudo el hacha, hasta descargar el golpe del filo cortante contra la rodilla derecha del agente.
                – ¡Dios!
                Newland se apretó de espaldas contra el coche para no perder el equilibrio. La niña hizo un nuevo impulso con el hacha, hincándole el filo en el muslo hasta alcanzar la femoral.
El agente vio la sangre manando torrencialmente de su miembro con evidente horror. Su rostro contraído por el dolor se tornó pálido por la pérdida de sangre. La niña estaba dispuesta a asestarle otro hachazo, pero el agente sacó fuerzas de flaquezas, consiguiendo hacerse con el revólver y la atinó de lleno en el entrecejo.
                – ¡Familia de perturbadas! ¡Cabronas! – gritó el agente, impotente, sin poder impedir que su cuerpo se desmoronara sobre el suelo duro.
                A escaso medio metro, el cuerpo sin vida de Patricia reposaba igualmente sobre la tierra gris.
                Tenía once años, y nunca había tenido una infancia normal.


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El regalo de Aniversario.(Anniversary gift).

                        Elroy conducía su destartalada camioneta de carga trasera descubierta por el camino polvoriento y poco transitado a cualquier hora del día, con intenciones de dirigirse muy a las afueras de la zona donde vivía con Emma, cuando de improviso divisó a un joven forastero caminando por la orilla reseca del arcén en la misma dirección que él se dirigía. El muy inútil casi arrastraba ya el trasero por la sobrecarga en la espalda de la voluminosa mochila que cargaba.

                Elroy redujo la velocidad del cochambroso vehículo hasta detenerse a trompicones al lado del jovenzuelo desgarbado. Se inclinó hacia su derecha para bajar el cristal de la ventanilla de la puerta del lado del acompañante en la cabina. Estiró el cuello rojizo y sonrió amigablemente al caminante ocioso.
                – ¡Muy buenas, joven! – lo saludó con ganas.
                – Hola, señor.
                – Veo que no eres de por aquí, ¡carámbanos!
                – No. Estoy recorriendo esta parte del estado a pie y con mis propios medios. En plan mochilero. Economía de gastos, ¿sabe?
                – ¿Cómo dices, hijo? Lo último no lo pillo. No pasé de los diez años en la condenada escuela del condado.
                – Que como soy estudiante universitario, y no tengo mucho dinero, no me queda otra que disfrutar de mis vacaciones de verano con los escasos dólares ahorrados, alojándome en albergues o acampando en los campings con tarifas especiales para la ocasión.
                – Llevarás mucho rato caminando a pleno sol.
                – Bueno. Casi quince kilómetros. Unas tres horas. Voy muy tranquilo, porque la mochila pesa un huevo. Vengo precisamente de una localidad llamada Palace. Allí he pasado la noche en los dormitorios comunitarios del Área de Beneficencia del Ayuntamiento. Gratis total. Un lujo.
                – Vaya, tres horas. ¿A dónde vas ahora, hijo?
                – Tengo previsto acercarme a la comunidad hippie asentada en las afueras de Garnick. Tengo interés en conocerla un poco.
                – Ah, sí. Los melenudos con su granja de animales enfermizos, je, je. Bueno, no me dirijo hacia allí precisamente, pero puedo librarte de tener que peregrinar un buen trecho a pata si te subes a mi Chevy. Diez kilómetros se recorren en unos minutos, y eso representa menos peso y cansancio para tus miembros inferiores, ja, ja.
                – Es usted muy amable. Acepto encantado que me lleve.
                – Pues antes de montar, empieza por dejar el macuto en la parte trasera de la camioneta, vale.
                – Si, si.
                “Por cierto, me llamo Jeremy.
                El joven descargó la mochila de su espalda y la depositó de golpe en la parte de carga de la camioneta. Al mismo instante, el conductor se bajó del Chevy con presteza, acompañado de un bate de béisbol. Cuando Jeremy se volvió, se encontró con el lugareño a unos dos pasos de sus narices. Este impactó de lleno la parte del bate que servía para golpear la pelota en el juego deportivo en la cabeza del chico.
                Desconcertado, Jeremy echó su cuerpo hacia atrás, apoyándose contra el lateral trasero de la camioneta. El bate se aproximó nuevamente, esta vez con más fuerza. Su sien derecho y el tabique nasal recibieron dos golpes brutales que le hicieron de desplomarse sin remisión sobre el asfalto de tierra apisonada.
                El hombre lo remató con un cuarto batazo, dejando el hueso del cráneo a la vista, con parte de la masa encefálica rezumando por el cuero cabelludo descarnado.
                Arrojó el bate al lado de la mochila del excursionista.
                Sonrió satisfecho.
                – Mucho gusto, Jeremy. Yo me llamo Elroy.
                Seguidamente se aprestó a recoger el cuerpo sin vida de Jeremy en la parte trasera del Chevy. Le costó lo suyo, porque el muy bicho pesaba como mínimo ochenta kilos. Pero lo hizo con total despreocupación.
                Lo dicho, por ese camino no pasaba ni un alma en semanas…
                Cuando terminaron de cenar, Elroy sonrió con amor a su mujer.
                – Emma, eres mi sol.
                – Ya lo sé, Elroy.
                – No creas que me he olvidado de qué día es hoy.
                – ¡Elroy! ¡El Aniversario! ¡No me digas que tienes preparado algo para conmemorarlo!
                – Espera un momento, nena.
                Elroy abandonó el comedor. No tardó ni un minuto en regresar con una sombrerera de cartón decorado con un rayado vertical verdinegro y con un candelabro de tres brazos con sus respectivas velas aún por ser estrenadas. Emma contempló su actuación embelesada por la emoción. Su marido colocó el candelabro muy cerca de ella, encendiendo las velas una a una con su mechero. Dejó la caja frente a Emma y se dirigió hacia el interruptor de la luz, para dejar la estancia iluminada tenuemente por la luz temblorosa emitida por las velas. Se arrimó con dulzura a su esposa y la animó a mirar el contenido de la caja.
                – Levanta la tapa, corazón – susurró con cierta impaciencia por deslumbrarla con el presente.
                – ¿Qué será lo que me traes, Elroy? ¿Acaso un sombrero caro, ja, ja?
                – Ni hablar del peluquín, je.
                Emma quitó la tapa de la sombrerera. Sus ojos se estremecieron y se abrieron de par en par. Se le escapó un gritito de felicidad incontenible al ver el regalo. Inmediatamente buscó las mejillas sonrosadas de su marido para colmarlas de besos de agradecimiento.
                – ¡Elroy! ¡Siempre serás mi pareja eterna!
                – Feliz Aniversario, cariño. Ya llevamos quince años juntos.
                Ambos miraron el interior de la caja con satisfacción morbosa.
                Dentro estaba la cabeza cercenada de un joven.
                – Se llamaba Jeremías o algo parecido – se mofó Elroy.
                – ¡Qué bien! Le has sacado los ojos. ¡Está precioso con las cuencas vacías!
                – Ahora queda colocarla al lado de las demás. La estaca está preparada para empalarla.
                Emma le puso un dedo en los labios a Elroy para que se callase por un instante.
                – No. Nada de eso. Esta es una cabeza especial por la fecha del aniversario. Quince años ya son tres lustros. Prepararemos un pequeño armario como una especie de altar, ja, ja. Las demás son demasiado ordinarias como para merecer su compañía.
                – Como tú quieras, chiquilla.
                – Ahora vayámonos al dormitorio. Coloquémosla al lado de la mesita de noche y hagamos el amor toda la madrugada.
                – Ja, ja. Eso mismo, Emma. Pasemos toda la noche haciendo cochinadas. Además como Jeremías, o cómo se llamaba el mocoso, no podrá vernos porque está ciego, ja, ja…
                Los dos se besaron, recogieron la cabeza de Jeremy además del candelabro y se dirigieron hacia la intimidad de su dormitorio, donde cometían todo tipo de perversiones desde que ambos se conocieron como sendas almas gemelas de maldad y locura quince años atrás.


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La leyenda urbana del camión de la basura.


Jooney Barrigodtam llevaba viviendo en los Estados Unidos tres años. Era holandés, de Utrecht para más señas. Tenía cincuenta años y era un decente informático en la programación del antivirus para ordenadores “Kaploski ¡Pom!”. La diminuta sede era una simple oficina en un edificio descomunal situado en pleno ombligo de Manhattan. Aún así, Jooney, por los precios tan disparatados de alquiler en los pisos y cuartos ofrecidos por las bolsas de las inmobiliarias, y dado que como mucho pensaba vivir unos cinco años para luego retornar a su tierra natal, decidió vivir en Long Island. En el pueblo de Little Orange se sintió como en su propia casa, pues había una comunidad de holandeses de lo más apreciable. También había una taberna, la del Techo Verde, donde se reunían todas las tardes noches y en especial los domingos. Jooney disfrutaba bebiendo cervezas en toda su variopinta de gamas etílicas. Estaba soltero, no tenía novia, así que luego cuando volviese a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados no tendría que rendir cuentas a nadie.
Así que Jooney bebía y bebía. No se abstenía ninguna tarde.
Todo sucedió en un viernes de sus habituales cogorzas vespertinas. Llevaba bebidas unas ocho jarras y un par de coca colas con brandy de colofón final, cuando se despidió de sus colegas y afrontó las calles con paso lento y ligeramente bamboleante. Tardaría veinte minutos en llegar a casa. Nada más hacerlo, intentaría colocarse el pijama para luego dormir de un tirón. Al día siguiente tendría que levantarse a las ocho de la mañana para acudir a la empresa con una resaca apreciable. Afortunadamente eso no influía más tarde en su habitual aporreo sobre el teclado del ordenador.
Jooney silbaba y se reía a lo tonto. Era el hombre más feliz del momento. Eso sí, sentía una incomodidad en la vejiga. Estuvo por desandar los metros que había recorrido desde la taberna para ir a los servicios, pero vio un callejón sin salida cercano y decidió aliviarse ahí mismo, en plena intimidad callejera.
Enfiló su caminar todo decidido hacia la entrada a la callejuela estrecha y maloliente. Mientras lo hacía, fue tirando de la bragueta de los vaqueros hacia abajo. Sería aparcar y regar, ja ja, pensó, soltando una carcajada.
Rodeó un cubo de basura. Entre este y un enorme compactador de basura había el hueco suficiente para arrimarse a la pared y soltar un buen chorro de orina cervecera.
Empezó a concentrarse en ello, cuando percibió una serie de pisadas de procedencia dudosa. Su mente embotada no pudo precisar si venían desde la calle principal o desde las sombras del callejón. Lo único seguro es que se estaba acercando alguien.
– Déjenme mear en paz. Luego el sitio estará disponible para vuestra cistitis… – rió con ganas.
De repente fue sujetado por varias manos enguantadas en cuero negro. El chorro de la orina empapó su pernera derecha del pantalón, cosa que le irritó.
– ¡Gilipollas! ¡No me toques!
Sin miramientos, su cara fue estampada contra la pared enladrillada, obligándole a cruzar los brazos por detrás. Quiso separar los labios para protestar airadamente, pero unas manazas le mantenían aplastado contra la pared ejerciendo presión sobre su cogote. Notó como le maniataban con una especie de lid de plástico.
En ese instante le dieron la vuelta. Jooney atisbó por un fugaz instante a tres figuras vestidas de negro y con pasamontañas.
Le apuntaron con una linterna directamente a los ojos para cegarle la visión.
– ¿Qué demonios sois? ¿Y a qué viene esto?
Dos de los individuos se le acercaron mientras el tercero continuaba deslumbrándole con el haz intenso de la linterna.
Jooney fue obligado a abrir la boca para serle introducido un trapo húmedo en la cavidad bucal. Luego le pusieron cinta de embalar alrededor de las mandíbulas, dando cuatro vueltas hasta asegurar que no podría reproducir el menor sonido de queja o de auxilio.
Acto seguido le maniataron los pies.
Cuando terminaron de inmovilizarle, los tres se rieron con ganas. Jooney tenía el pito salido, y uno de los extraños se lo introdujo en el pantalón y le subió la cremallera de la bragueta. De nuevo más risas.
Fueron unos escasos segundos en los cuales Jooney pensó que se trataba de una broma pesada de los amigos de la taberna, y por eso ladeó la cabeza en repetidas ocasiones, como diciéndoles: “vale, todo muy divertido, pero ahora soltadme, que tengo ganas de dormir la mona”.
Los tres hombres ya no rieron más. Alzaron la tapa del contenedor de basura para acto seguido, entre los tres, con ciertas dificultades, coger el cuerpo de Jooney en vilo en horizontal y dejarlo caer en su interior.
Jooney notó la basura rodeándole. Y también la llegada de la oscuridad al ver que la tapa bajaba de golpe para dejarle encerrado dentro del contenedor.
Mordió con fuerza el trapo mojado que hacía de mordaza, con el corazón palpitándole a mil por hora.
Aquellos desgraciados iban a dejarle ahí. Y el camión de la basura llegaría en menos de media hora.
Jooney hizo lo posible por desatarse. Sudó como un cerdo, pero todo fue inútil.
Su destino era morir asfixiado y triturado dentro de las tripas mecánicas del camión de la basura.
Un triste destino final sin lugar a dudas.
Además de lo más terrible.
Y la constatación de que la leyenda urbana del camión de basura estaba siendo alimentada por la mente asesina de aquellos tres psicópatas.


Existe entre los asiduos a las tabernas de Long Island (Estado de Nueva York), la leyenda urbana local de ser atacado por unos extraños en un callejón sin salida que atan de pies y manos a la víctima, además de amordazarla, para luego dejarla introducida dentro de un contenedor de la basura para que así sea recogida por el camión y muera asfixiada y triturada en el interior del mismo.

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