La inocencia de una piñata

Aquella gente me quería mucho. Demasiado, diría yo. Nada más adoptarme, me dieron de comer multitud de dulces sin parar. Me encantaban los caramelos, las piruletas, las gominolas, los chicles, los pastelitos y la fruta escarchada, pero llegó un momento en que no pude comer más. Estaba atiborrada. La panza resaltaba cosa mala. Había engordado un montón en un tiempo récord. En fin, con la digestión y una buena siesta, me imaginé que todo bajaría.
Estaba equivocado. Las mismas personas que me cebaron a base de bien, ahora me querían maltratar.
Vinieron con cuerdas. Me enredaron con ellas y las pasaron por las ramas de un árbol colocado en mitad del patio comunal. Tiraron de las cuerdas y me dejaron colgando en vilo, desesperado, con las cuatro patas al aire.
Pero lo peor aún estuvo por venir.
Los más chiquitines se quedaron cerca de donde yo estaba en fila de a uno. Al primero le vendaban los ojos y le armaban con una estaca de madera. Todos se pusieron a gritar con alegría.
¡No me lo podía creer!
Estaban instigando al pequeño para que me golpeara con la estaca. Como estaba a ciegas, iba dando vueltas sobre si mismo como borracho y lanzaba inofensivos golpes contra nada en concreto.
Terminó su turno y le llegó idéntica misión que cumplir al segundo. En este caso era una niñita muy mona.
Tras hacerla girar un par de veces para desconcertarla, estuvo haciendo el ridículo por todo el patio sin acercárseme lo más mínimo.
A los cuatro siguientes les pasó lo mismo.
Yo ya estaba súper tranquilo. Sabía que no querían hacerme daño. Que simplemente era un anzuelo que utilizaban para que la chiquillería se divirtiese de lo mal que lo hacía cada uno de ellos con la pésima puntería de su estaca.
Entonces le tocó el turno al último. Y este también falló.
Bueno, la diversión había llegado a su conclusión, pensé dichoso.
Ahora me descolgarán y me llevarán a un rinconcito donde poder echar la siesta reparadora que tanto echaba yo en falta.
Uno de los adultos que me ató, cogió la estaca.
– Ya que ustedes no han podido, niños, lo haré yo.
Se me acercó.
¡Me quedé de piedra! Enarbolaba la estaca. Dispuesto a golpearme.
– ¡Dale a la piñata! – gritaban los críos.
Y me dio de lo lindo, hasta reventarme, con todos los caramelos y golosinas saliendo disparados de mis entrañas en todas direcciones para regocijo de la chavalería.
Mientras, yo…
… dejé de existir.

Un robot dulce y cariñoso

El científico loco estaba orgulloso de su nueva creación. Llamó con prisas a su ayudante, un muchacho sin estudios y bastante zopenco.
– Solete, llama a la prensa. Tenemos que presentar esta obra maestra lo antes posible ante el gran público – le urgió.
– Como diga, profesor.
– Dígales que la rueda de prensa será en el pabellón deportivo de la universidad.
– Así se hará, profesor.
La hora escogida fue las cinco de la tarde. Desde el estrado del pabellón deportivo y ante tres periodistas locales, el eminente científico hizo las galas de presentar a su nueva obra.
– Señores. Ante ustedes el robot que solucionará los males del planeta. Les presento a X-300, en honor de los héroes de la batalla de las Termópilas.
Desde detrás de un biombo dispuesto en el escenario surgió una figura metalizada con forma de humanoide de casi tres metros de altura.
– X-300, te presento a una parte de la civilización humana – le dijo el profesor a su criatura robótica.
– Yo querer humanos…- dijo el robot con voz meliflua.
– Ohhh…- exclamaron los tres reporteros impresionados por la bondad del robot.
El robot alzó un dedo índice del tamaño de un espárrago de los gordos. Les hizo guardar silencio.
– No dejarme terminar la frase.
“Yo querer humanos… exterminados.
Y dicho y hecho, fulminó a los tres periodistas con el láser emitido desde los ojos. Los tres infelices quedaron hecho papilla.
El profesor se volvió cara al robot.
– Muy mal hecho, X-300. Eso tienes que reservarlo cuando te presente al presidente del gobierno. Tiene que ser una sorpresa.
– Lo siento, papá – se disculpó el engendro metalizado – Es que me lo pedía el cuerpo.

Volver a ser primera portada de un periódico

Era época de crisis. La situación laboral afectaba a buena parte de la población. Los salarios se congelaron. Los expedientes de regulación de empleo estaban a la orden del día. Ya no se contrataba de manera indefinida a nadie. Como mucho por meses. La incertidumbre rondaba los pensamientos de muchos, tornándose en preocupaciones que luego quedaban reflejados en el rendimiento posterior dentro del trabajo. Las propias empresas exigían cada vez más dedicación y esfuerzo personal, con el aliciente que si no se era lo suficientemente rentable, la puerta estaba abierta y al otro lado aguardaban en fila un número indeterminado de futuros candidatos a la usurpación del puesto laboral.
Así se encontraba Matías Ayúcar. Era un reportero de calle de un periódico al punto del cierre por descenso de ventas en los últimos meses. El redactor jefe le fue sincero.
– Matías. Primero van a empezar por reducir plantilla. Tú tienes cincuenta años y tienes todas las papeletas para irte a la calle. Además llevas una temporada sin producir noticias relevantes. Y el último artículo tuyo que fue primera portada data de hace más de una década.
– Ya, bueno. La sección en que estoy no es que de para paralizar al lector y dejarle sin habla durante cinco minutos seguidos – se defendió Matías.
– Chico, sabemos que esta ciudad no es Nueva York, ni Madrid o Barcelona. Pero no hay forma de que consigas una exclusiva. Y que conste que la inseguridad ciudadana ha aumentado con el paro y la presencia excesiva de inmigrantes sin papeles.
– Estamos hablando de una localidad de treinta mil habitantes.
– Más o menos.
– No esperarás que una banda de mafiosos se fije en una de las sucursales bancarias, se haga con rehenes y dispare una ensalada de tiros en la huída estilo sur de Los Ángeles.
– ¡Cielo Santo! Ni lo deseo. Pero está claro que los pocos sucesos reseñables se los lleva nuestra competencia. Siempre se te anticipan. Estás lento de reflejos.
– Bueno, no creo que esté tan lento.
“Por cierto, el café que te he traído está envenenado. Tardarás en pasar al otro barrio en menos de cinco minutos y con ello, volveré a ser noticia dentro de las páginas de nuestro diario de villa estrecha…