FALSA BRUTALIDAD POLICIAL.


Custer sentía una opresión en la base de la nuca. Se masajeó la parte trasera del cuello, bajo los largos cabellos lacios. Cerró el ojo izquierdo por un movimiento involuntario. No es que fuese un tic nervioso arraigado en el músculo orbital. Más bien fue ocasionado por la notoria sensación de sentirse vigilado por un par de ojos invisibles.
Se removió en el asiento de la banqueta. Quiso incorporarse de pie y marcharse del lugar, pero su muñeca derecha permanecía esposada junto al brazo del incómodo mueble de descanso. Fijó su mirada al frente.
Contempló sin interés el amplio mostrador, con la documentación, los registros y el ordenador IBM, cuyo monitor mostraba el logotipo flotando como aburrido protector de pantalla.
Un zumbido procedía del interior de la torre de la CPU. Era el ruidoso ventilador.
Pestañeó el mismo ojo y el sonido molesto murió al instante. La pantalla del monitor se puso negra.
Estaba medio agachado, cuando se abrió la puerta situada a su izquierda.
Apareció el agente Mcrader. Era uno de los policías destinados al campus universitario. Es más, esa instalación donde se hallaba formaba parte de la zona de seguridad de la universidad de Dumas.
– Bueno, chico. Te voy a soltar un momento para que me dejes que te tome las huellas digitales – se le dirigió el policía. Hacía calor, estaban en pleno mes de mayo, la localidad de  Dumas estaba en la costa oeste del país, motivo por el cual su uniforme constaba de polo oscuro con pantalones cortos.
Se mantuvo callado.
Mcrader insertó la llave en la cerradura de la esposa que inmovilizaba al detenido. Se apartó medio metro, instándole a que se levantase. Lo hizo con evidente desgana.
– Acércate aquí. Baja tu mano sobre la almohadilla dactilar. No te preocupes por la tinta. Se quita fácil con una gasa humedecida en alcohol de 96 grados – se explicó el policía.
Ambos estaban situados de pie, casi pegados codo con codo.
Arrimó su mano derecha y se dejó tomar las huellas.
El agente estaba satisfecho.
– Ahora siéntate de nuevo en el banco. En pocos minutos vendrán a llevarte a la central. Aunque tampoco deberías de inquietarte. Lo que has hecho no es una falta muy grave. Como mucho estarás un mes o dos en la sombra.
Mcrader soltó una ligera carcajada.
Lo miró con fijeza.
Nuevamente  tuvo la apreciación de que alguien estaba controlando sus movimientos.
– No quiero – dijo, negándose a sentarse en la banqueta.
– Venga, muchacho. No me compliques la vida.
La mano de Mcrader quiso sujetarle por la muñeca derecha para encaminarle hacia la banqueta, pero Custer echó un paso atrás, evitando el contacto.
– Joder. Tú lo has querido – Mcrader pulsó el transmisor de la emisora colocado sobre el hombro derecho. – Aquí 57, solicitando refuerzos. El detenido se niega a cooperar.
Se mantuvo alejado del policía lo suficiente como para que no le echara la mano encima. Aposentó los brazos cruzados sobre el pecho.
En ese instante, el ventilador del ordenador volvió a emitir su sonido de lo más perceptible, y la pantalla del monitor se encendió.
Mcrader controlaba la posición del detenido, situándose en su camino hacia la salida. Se le veía impaciente por la llegada de otro compañero en su apoyo. Por si acaso, había desenfundado el bote de espray pimienta. Un movimiento en falso bastaría para aplicárselo directamente a los ojos.
– No he hecho nada malo, agente. Déjeme marchar – dijo en un murmullo.
La puerta de acceso fue abierta, entrando  el agente Remírez.
– Se niega a ser esposado – le explicó sucintamente Mcrader nada más verle.
– ¡Venga! ¡Arrímate al puto banco, si no quieres que te caliente! – le gritó Remírez al detenido, con la defensa en la mano.
– No.
El agente recién llegado se le arrimó decidido a reducirle. Nada más tenerlo al lado, Custer lo empujó con toda su fuerza contra el mostrador, derribando el monitor del ordenador y desparramando una serie de archivadores por el suelo.
– ¡La madre que te parió!  – maldijo Remírez.
Mcrader acudió en su auxilio, disparando un chorro de gas pimienta al rostro del detenido.
No surtió el efecto deseado. Con una violencia inusitada, recogió la torre del ordenador y se lo arrojó directamente sobre el costado del policía. Este se quejó de dolor nada más recibir el impacto.
Remírez llamó por la emisora, solicitando más refuerzos, pidiendo además que se acudiera con un táser para reducir al agresor.
A mitad del requerimiento, la pantalla del monitor crt quedó incrustada sobre su cabeza, perdiendo el conocimiento por completo. Custer recogió la porra del agente y se dirigió hacia Mcrader, aturdiéndole sin miramientos con golpes certeros sobre su cabeza, hasta dejarlo tirado de mala manera sobre el suelo.
Con respiración entrecortada y jadeante por el esfuerzo, se enderezó. Nada más hacerlo, contempló la salida.
Su frente palpitó, produciéndole un dolor de cabeza inmenso. Sus dos ojos pestañearon medio segundo. Cuando su vista se estabilizó, encontró una sombra densa presente en el umbral de la salida del cuarto de seguridad.
– ¡No! ¡No puede ser demasiado tarde! – imploró.
Un pitido in crescendo audible tan sólo por su propio sistema auditivo terminó por hacerle estallar los tímpanos.
Custer se recostó de espaldas sobre el suelo. Una opresión interna presionaba  sus ojos, hasta extraerle los globos oculares sobre los pómulos. Quiso aullar de dolor, pero su lengua fue doblada hacia su tráquea, hasta hacerle morir ahogado entre sus propias babas.

En un principio, la muerte del detenido pudiera parecer formar parte de una excesiva brutalidad policial, pero visionado el vídeo del circuito cerrado, se pudo comprobar el terrible  estado de indefensión en que estaban ambos agentes antes de la extraña muerte de Custer Monroe.

Arlequín

Sujetaba cuidadosamente la aguja de hueso de paloma entre el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda asía el traje formado por cuadros y rombos, remiendos de otras prendas usadas y deterioradas. Por ello tanto el pantalón como la chaqueta eran muy coloridos, de diversos tonos. El hilo trazaba costuras irregulares. De vez en cuando se pinchaba las yemas de los dedos con la afilada punta de la aguja. Cuando eso sucedía, gritaba, irritado; y enfadado, maldecía y soltaba imprecaciones a la soledad que le rodeaba en el sótano húmedo y frío de la casa de sus amos, ya fallecidos y enterrados, los cuales habían sido sastres, de cierta reputación entre la clase media de la localidad. Ellos fueron quienes le enseñaron la manera en que podía confeccionarse su propia ropa. Lo único humanitario y destacable que habían hecho por él, pues en lo demás había sido despreciado y maltratado como si fuera un esclavo. Mal alimentado. Con un salario insignificante.
Continuó con la creación del traje. Lo hacía con más apremio del necesario. El anterior que había lucido hasta entonces estaba descosido por varias partes, desgarrado por la pechera e impregnado de sangre. La sangre de sus amos.
Pasaron las horas. Cuando estaba a punto de despuntar el alba, lo tuvo terminado. Ansioso, se vistió con él. Estuvo bastante acertado en las medidas y rió con gusto. Buscó su sombrero de tela clara con la cola de un zorro adornándolo, se ciñó el cinturón negro con un palo que pendía como si fuera una espada y recogió una media máscara negra con facciones demoníacas con el cual se recubrió el rostro. Una vez convenientemente ataviado, abandonó el lóbrego sótano subiendo por las escaleras hasta el piso bajo. La tienda tenía los ventanales con unas lonas tupidas tapando las vidrieras. Varios maniquís estaban tirados por el suelo, acompañando a los cristales hechos añicos de los espejos de los probadores. Las manchas de sangre ya estaban espesas en el suelo formado por tablas de madera sin barnizar. Por fuera de la puerta de entrada al establecimiento estaba colgando del pomo el letrero que informaba que estaba cerrado al público. Era sábado. Si transcurría el día con normalidad, tendría dos jornadas para dedicarse a su papel, al ser el domingo día festivo. Tranquilizado por el silencio absoluto que imperaba en el interior de la sombría tienda, se tendió en el suelo, encima de la ropa diseminada, y confiando en que nadie iba a molestarle en todo el día, se abandonó a un sueño profundo y reparador.
El guardia imperial estaba cumpliendo su ronda nocturna por las callejuelas estrechas de la villa, cuando vio el personaje estrafalario asomando de una esquina. Lucía una vestimenta mal cosida, formada a base de múltiples remiendos, con una pernera más corta que la otra. La chaqueta tenía una caída desigual por los faldones. Sobre la cabeza llevaba un gorro con una sucia cola de zorro. El rostro permanecía medio oculto por una máscara con adornos en forma de cuerno. Y al lado de su costado derecho, colgando del cinturón, un largo palo con la punta roma.
Los labios de la persona disfrazada de tal guisa esbozaron una sonrisa, enseñando los dientes.
El militar tardó en darle el alto. Le impresionó sobremanera observar que la mayoría de las piezas dentales eran puntiagudas.
– ¿Qué hace usted merodeando a estas horas de la madrugada? Hay toque de queda. – le advirtió el guardia.
Aquel personaje se rió por lo bajo y de repente dio unos brincos de medio lado, acercándose con extrema rapidez.
Cuando lo tuvo al lado, vio como desenvainó el palo.
– ¿Qué hace? ¿Busca que le atraviese con mi espada? – dijo el guardia sumamente serio.
El movimiento que realizó aquella persona con el palo le sorprendió de tal forma, que le dio la ilusión óptica de ser atravesado a la altura del corazón por la punta del madero. La luz desprendida en oblicuo sobre ambos reflejó sobre la pared la sombra del palo hincado en su cuerpo. Y cuando sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho acompañado de una debilidad súbita, supo consternado que aquél palo estaba ejerciendo presión como una espada de acero. Sus piernas fueron vencidas por su peso, cayendo de rodillas sobre el empedrado de la callejuela. En un sutil instante, el Arlequín rasgó el aire con su palo, sesgando con su filo la cabeza con la precisión de un experto maestro de esgrima. Una vez decapitado, el resto del cuerpo del guardia imperial se derrumbó en el suelo, cerca de las puntillas de los pies del eficaz atacante nocturno.
Arlequín sonrió con satisfacción carente de disimulo. Se puso a danzar de manera irreverente alrededor de la cabeza y el cuerpo del militar, glorificando su insensatez con una euforia desmesurada.
Pasado un rato, dejó el cadáver abandonado en la calle y se marchó por el mismo lugar por el que vino.

Las ventanas de las casas estaban sin cerrar. Esa noche hacía mucho calor, y los postigos estaban abiertos de par en par.
En el dormitorio de un niño llamado Antonio, un personaje se adentró por la ventana y se quedó quieto en cuclillas al lado de la cama del pequeño, quien tendría poco más de siete años.
El halo de la luna se dispersaba entre penachos de nubes, colándose por el hueco de la ventana, iluminando tenuemente el lecho donde dormía Antonio.
Arlequín alargaba hacia arriba las comisuras de los labios, mostrando su dentadura afilada, sonriente. Feliz de estar al lado del niño. En un momento dado, la punta de su palo rozó el suelo emitiendo un sonido brusco que despertó a Antonio. El muchachito se sorprendió al ver aquella persona situada al lado de la cama.
– Hola – le dijo Arlequín.
El niño se sobresaltó, apartándose del borde de la cama.
– papá… papá… – dijo, asustado.
– Quietecito… Si vuelves a hablar, te ensartaré con la punta de mi espada – gruñó Arlequín.
– ¡Antonio! ¿Te ocurre algo, hijo? – llegó la voz del padre del chiquillo.
El visitante se alzó cuan largo era. La puerta del dormitorio quedó entornada hacia adentro, con la mano del padre de Antonio aferrada al pomo. Desvió su mirada hacia la silueta vestida con un traje repleto de triángulos de diversos colores.
– ¿Quién es usted? ¿Qué hace en el dormitorio de mi hijo?
El extraño hizo una rápida reverencia descubriéndose la cabeza. En cuanto se colocó el sombrero sobre la misma, extrajo el palo de la funda de su cinturón.
– Luchemos. Tendrás una espada.
– Si.
– Pues ve a por ella. No me causa emoción matarte estando desarmado.
Lo dijo asomando la punta de su lengua blanquecina entre las dos hileras de sus dientes afilados.
El padre de Antonio echó a correr. Transcurridos unos segundos, regresó armado con su espada.
– En guardia – le animó Arlequín.
El padre del chiquillo no era ningún experto espadachín. El asaltante del atuendo llamativo se abalanzó sin miramientos hacia el cuerpo de su oponente, haciendo entrechocar la madera de su arma contra la espada del padre del niño, quien se defendía del ímpetu atacante de Arlequín a duras penas. Para su asomo, el palo le partió su arma por la mitad.
– Imposible – siseó el hombre, incrédulo.
– Pero cierto – le replicó Arlequín, atravesándole de lado a lado con su peculiar arma.
– ¡Papá! – lloró Antonio al ver como Arlequín mataba a su padre.
– Antonio – dijo este en un hilo de voz, derribando un mueble conforme perdía toda la estabilidad del cuerpo. En cuanto llegó al suelo, ya estaba muerto.
– Así son los finales en las luchas épicas – dijo Arlequín, feliz.
Dio unas cabriolas y se colocó al lado de la cama. Antonio estaba gimiendo y sorbiéndose los mocos, impresionado por la muerte de su padre.
– Calla. No llores. Es la noche del dolor. No conviene malgastar lágrimas por un hecho consumado – le dijo Arlequín.
– Has matado a mi padre…
– Y qué.
Se subió sobre la cama, colocándose de rodillas, y como si tuviera una capa que los cubriera a ambos, se situó sobre el niño, acercándole el rostro al suyo.
– Tengo que enseñarte algo, Antonio – se presentó. – Soy Arlequín. Visto así por obra y gracia de mis amos. Estos necesitaban alguien que hiciera mucho por ellos. Así que hace muchos, muchos años fueron a ver a mis padres, y a cambio de unas cuantas monedas me compraron como siervo suyo. Eran crueles y tacaños. Me golpeaban a todas horas y me obligaban a realizar tareas desagradables y muy penosas. Un día traté de huir, pero me cogieron. Estuve una semana encerrado en un sótano, desnudo y encadenado a la pared, muerto de hambre y de frío. Pero lo peor estuvo por llegar. Para evitar que volviese a intentar escapar, esculpieron mi rostro. Me lo cambiaron. De esa manera no se me ocurriría querer mostrarme ante los demás habitantes del pueblo. Y tenían toda la razón del mundo. ¿Cómo querría yo por aquel entonces compartir mi rostro con los demás?
Arlequín miró fijamente al niño. Luego se quitó la máscara que cubría la parte superior de su rostro. Ante el horror de Antonio se le presentaron unos ojos inyectados en sangre encajados en las cuencas de una calavera viviente. Pues desde los pómulos hasta la frente, aquella persona tenía el hueso a la vista, con ausencia total de músculos faciales, tejidos y la piel que debiera recubrirlo en su conjunto.
– Pero ahora estoy dispuesto a mostrarme. Mis amos ya no existen. Y no temo a la noche.
“Pues quien ha de temer a Arlequín, eres tú y el resto del vecindario. Quienes vivís de día y dormís de noche – dijo aquella criatura, antes de arrancar una nueva vida.
Segundos después, cuando eludía de un salto el alféizar de la ventana para alcanzar la calle, la iluminación débil y mortecina reflejada por la luna remarcó su dentadura puntiaguda cubierta de sangre fresca.
Era su noche.
La de Arlequín.
Un ser débil, que ahora era fuerte.
Un ser acomplejado, que ahora se regodeaba de todos aquellos que no le habían considerado como uno de sus semejantes.