El error de Bertelok

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.



Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


ESPECIAL HALLOWEEN: "Mil escalones hacia el cielo…"

El sonido de un disparo, seguido de un fogonazo y el olor característico de la pólvora.

En qué pocos segundos la plenitud de una vida queda relegada al latido inconstante y débil que precede a la línea horizontal de la muerte testificada por el monitor del equipo de cardiología ubicado en la habitación de planta de una UVI de un hospital cualquiera.
Él no había estado preparado para una muerte tan prematura. Joder, si solamente tenía cuarenta años. Le quedaban unas cuantas décadas por disfrutar. Estaba soltero. Era mujeriego. Algo bebedor. Hijo único. Sus padres ni se preocupaban de su existencia, y él los repudiaba en secreto porque nunca le habían querido ni desde que el espermatozoide afortunado diera con el óvulo reproductor, fecundándolo de cara a su postrer nacimiento, del todo indeseado para ambos vista la indiferencia que habían demostrado por su crianza y posterior educación para la edad adulta. Así fue como siempre frecuentó compañías inadecuadas, bordeando la frontera cercana a la delincuencia, hasta cruzarla del todo.
A los veintitrés años había empezado a trabajar para un mafioso de origen ucraniano. Sus negocios principales eran el tráfico de armas, las drogas y la prostitución. Le enseñaron medidas de defensa personal, además de aprender a disparar con una puntería endemoniadamente certera armas trucadas reconvertidas en automáticas. A los veinticinco años se ganó completamente la confianza de Mykhaylo Kirichuk, y este lo consideró como uno de sus sicarios. A los veintisiete le encomendó que solventara todos los imprevistos que pudieran surgir en la organización. Se fue encargando de soplones, traidores, gente que debía dinero al no poder afrontar los altos intereses de los préstamos concedidos por Mykhaylo Kirichuk…
Era indudable que poco a poco, su gatillo fácil le reconfortaba. No le importaba ir solucionando los problemas finiquitando vidas ajenas a la suya. Es más, hasta se fue volviendo un sádico. Disfrutaba cuando encerraba a un pobre desgraciado en un cuarto de un edificio abandonado de las afueras de la ciudad. Manteniéndolo colgado cabeza abajo, atado por los tobillos por cadenas, miraba al desgraciado de turno y le susurraba:
“Reza fuerte, hijo. Y pide que Dios te libere de aquí a tres minutos. Porque cuando pasen ciento ochenta segundos, abriré la puerta, y como no te hayas fugado con la ayuda divina, seré yo quien entregue en bandeja tu alma a los ángeles caídos…”
Así fue creciendo en importancia dentro de la estructura criminal de la banda de Kirichuk. Para los cuarenta años, tenía un capital ahorrado importante, una buena casa dentro de una extensa propiedad en las afueras de la ciudad, tres coches de alta cilindrada, prostitutas de lujo que satisfacer su lujuria semanal…
Repentinamente, todo se fue al carajo cuando iba a ejecutar a un niñato que en su momento les estafó con una mala partida de cocaína. Sabía donde vivía. Acudió con algo de excesiva confianza. Cuando echó abajo la puerta de su miserable cuchitril donde se alojaba con el impulso de dos patadas, fue recibido por un certero balazo que atravesó su parietal por el sector derecho, atravesando su cerebro y con orificio de salida por el lado contrario, condenándole a una muerte fulminante. Aquella alimaña había recibido un chivatazo por parte de alguien, y cuando percibió la primera patada que se le dio a la puerta, se resguardó a un lado de la jamba. El resto es obvio. En cuanto atravesó el quicio, aquel cobarde le disparó con suma facilidad a la vez que le mandaba un recordatorio ingrato hacia la supuesta vida callejera de su madre.
Desde ese momento todo le resultó extraño.
Vio la oscuridad más pesada e ignota que jamás antes había percibido en su vida. Más allá de los rincones perdidos de su memoria antes de la conciencia al nacer.
Igualmente apreciaba una ligereza en los sentidos. Se sentía liviano, como si no pesara ni un mísero gramo.
Un hombre relleno de helio.  El hombre-globo del circo Popov. Eso era él ahora mismo. Aunque no flotaba, pues sentía los pies bien apoyados en el suelo. Debía ser que tenía un pequeño pinchazo por donde se escapaba el aire…
Quiso echarse a reír. Pero algo le decía que en el lugar que se encontraba raramente se prodigaban las risas.
Con este presentimiento, la negrura dejó paso a la luz.
(Empieza la función, muchacho)
Se encontró sumido bajo una intensa luz amarillenta que parecía proceder de un enorme proyector desde alguna parte ubicada encima de su cabeza. Y aquella luz remarcó el comienzo de una escalera. Se componía de escalones diminutos, de medio metro de ancho y sin barandilla que sirviera de apoyo. La escalera se perdía en las alturas…
– Mil escalones…
Aquella voz afilada y felina llegó procedente de alguna zona en concreto. Pero no pudo orientarse con ella debidamente. Parecía referirse al número de escalones que compondrían la escalera. Mecánicamente se acercó al inicio de la misma.
– Sube. Mil escalones y obtendrás tu recompensa…
Ahora parecía una voz femenina. Similar a la de su madre.
Quiso pensar en los motivos que tendría para que aquella persona desconocida y oculta en el anonimato de las sombras deseara que él ascendiera por la mencionada escalera de final interminable.
Pero su mente ya no regía sobre el control de los músculos de sus extremidades inferiores, y situó el pie derecho sobre el primer escalón. Avanzó sobre el segundo. A este le siguió el tercero. Y el cuarto…
Como si aquello fuera un juego infantil, se propuso llegar hasta el final. Estuvo contando los escalones que iba rebasando uno a uno, para así verificar si realmente aquella singular escalera se componía de mil peldaños…
75. 80. 90.
125. 164. 193.
Estaba subiendo a buen ritmo. Su respiración no se aceleraba. No tenía ningún problema, aún a pesar de tener un abundante sobrepeso ganado en los últimos años.
278. 341. 465.
515. 598. 647.
Se estaba acercando al objetivo que le marcaba la voz femenina. En ningún momento tuvo la tentación de detenerse en alguno de los escalones para mirar hacia atrás, afrontando su fóbico miedo a las alturas. Ni recapacitó en el tremendo riesgo que implicaba subir por una estructura tan estrecha y empinada sin la seguridad de poder aferrarse a un pasamano.
763. 813. 891.
907. 962. 997.
Ahí estaba. Cercano a los tres últimos escalones. La altura debía de ser tremenda, pero su vista estaba concentrada en sus pies, mientras su cabeza sumaba el número que debía concretarse en un millar.
– Mil escalones que te llevarán al lugar que te mereces, Simon Lorne.
La voz mencionó su nombre.
Se emocionó por ello. Enseguida supo que aquella escalera le conducía a un premio supremo.
El Cielo. A fin de cuentas el camino hacia donde se le conducía era del todo vertical. Y se sentía etéreo como un ángel.
Con anhelo, recorrió el corto trecho que le quedaba para llegar a lo alto de las escaleras.
998. 999.
1000.
En cuanto afianzó sus pies en el último escalón, una risa burlona resopló en su cara con desprecio. Le cubrió su rostro con escupitajos repulsivos conforme le decía:
– ¡Mira que eres presuntuoso, Simon Lorne! ¡Con todo el mal que has hecho a lo largo de tu vida, aún pensando en alcanzar la paz eterna entre los seres más justos y nobles de la historia del hombre!
“¡Pues va a ser que no! El haber subido una escalera tal alta y larga es para que así llegues al infierno de cabeza.
Inmediatamente, los escalones se recogieron, formando una rampa lisa e inclinada.
Sin tiempo de poder reaccionar, recibió un fuerte empujón en el pecho, y gritando de espanto, fue descendiendo por  el tobogán que iba a condenarle a formar parte del ejército de renegados de Satanás.

Mi destino es hallarte en el infierno.

– Estás aquí por justicia. Es lo que te mereces.

– ¡Déjame! ¡No me hables más, bastardo!
– ¡Ja! ¡Ja! ¡Sigue así, sin medir tus palabras!
– No pienso hacerte ni puñetero caso. He de buscar una forma de salir de este sitio.
Pero no había salida.
La oscuridad medraba entre pasillos metálicos interminables, donde resonaban con estridencia los pasos. Su vista se adaptaba en cierta manera a las penumbras. Como si fuera una especie de animal depredador de vida nocturna.
Quiso mirar la hora que era, pero no encontró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Es más, descubrió que estaba desnudo, representando las características externas inherentes a toda bestia asesina sin el menor de los sentimientos.
Golpeó una pared con los puños, enfurecido por estar encerrado en ese laberinto infernal sin un camino que condujera al exterior.
– ¡Continua así! ¡Exactamente representas lo que eres! ¡Tu incoherencia es una virtud en esta dimensión donde ahora te hallas!
– ¡Cierra tu puta boca!
– ¡Hablaré las veces que quiera! ¡Y me regocijaré mil veces con tu caída al pozo del dolor infinito!
Reanudó su caminar por los corredores. Su mente estaba desconcertada por la tensión. Condujo instintivamente los dedos sobre la frente, llevándose la sorpresa de toparse con la tersura repulsiva de su cerebro, asomando a través de un enorme orificio horadado en el hueso frontal del cráneo. Apartó los dedos de aquel contacto inesperado, con su respiración incrementándose por la agitación.
– ¿Qué significa esto? ¡Joder! ¿Qué me ha pasado?
– Ya te cuesta asumir que estás muerto…
Lidia.
Ángela.
Su hermosa y maravillosa mujer.
Su preciosa hijita.
Lidia tenía 36 años.
Ángela, 6.
El destino se comporta mucha veces de forma caprichosa, asentando de manera indiscriminada e injusta el dolor más profundo en el seno de una bendita familia formada por el amor y la consideración hacia el resto de las personas.
No estaba preparado para verse en una confrontación caprichosa y circunstancial con una miserable alimaña inadaptada, cuyo axioma era valerse de la violencia criminal para la consecución de sus sucios propósitos.
Carter lo supo cuando entraron en la sucursal bancaria. Un joven alto, desgarbado, vestido con vaqueros desgastados y con la personalidad oculta bajo un pasamontañas de lana negra los incluyó como rehenes en su asalto. Estaba fuera de sí. Consumido por el síndrome de abstinencia. Precisaba de un buen puñado de dinero para adquirir su dosis de droga. Salivaba. Pestañeaba sin cesar. Ordenaba de forma brusca a la familia recién llegada, a la cajera y al director. De alguna manera, este último pudo pulsar el botón de alerta a la policía. En escasos cinco minutos, el banco fue rodeado por tres coches. Todo transcurrió demasiado rápido para el ladrón. Al revés que para Carter, que vivió lo acontecido, escena a escena, a cámara lenta.
Aquel desgraciado perdió los nervios. Sin esperar a nada, se hizo con Lidia y Ángela, y con ambas se dirigió a la entrada. Exigió a los agentes que le dejaran irse en un coche. Si no cedían a sus deseos, empezaría a matar a los rehenes uno a uno.
Carter apreció que lo decía en serio. Estaba desquiciado. Enloquecido. Era un ser que no valoraba una vida ajena.
Sin venir a cuento, se escuchó un disparo. Acababa de ejecutar a su mujer delante de Ángela, demostrando a la policía que iba en serio.
Lidia cayó fulminada, exangüe sobre el suelo de la entrada, formándose un charco con su sangre. Carter gritó, desesperado. Corrió hacia ellos. Conforme se aproximaba, percibió los disparos procedentes de la policía. Aquel bastardo se agachó. Ángela logró desasirse de la mano izquierda del criminal, echando a correr hacia los brazos de su padre. Carter estuvo pendiente de la llegada de su hija. El estallido de una descarga se propagó por el interior del banco. Cuando Ángela quedó recogida contra el pecho de su padre, lo hizo debilitada, empapándole la pechera de la chaqueta con su sangre infantil.
En ese instante, Carter vio como su mundo perfecto se desmoronó con la facilidad de un castillo de arena.
Fueron apenas ochenta segundos de ingrata demencia.
El tiempo que llevó desde la muerte de su mujer, pasando por la de su hija, para culminar con la del propio asesino a manos de la policía.
Días de luto.
La ceremonia respetuosa del funeral.
El entierro prematuro de sus dos seres queridos.
Un dolor profundo. Una incomprensión infinita.
Los días de duelo fueron sustituidos por su adaptación a un mundo irreal.
Lidia. Ángela.
Ángela. Lidia.
Su existencia lastrada repentinamente por el deseo sanguinario brutal de un miserable inadaptado.
Estuvo dándole vueltas a lo inútil de su existencia.
Su tristeza fue sustituida por un ansia de venganza. De pura furia.
Tras días de cierta indecisión, buscó la dirección de la familia del asesino de su mujer e hija.
Se armó de una escopeta de repetición y se dirigió en la mitad de una tarde, dispuesto a impartir su propia justicia.

– ¡La diversión está muy cercana!
– ¡Cállate! ¡No soporto oírte!
– ¡Ja! ¡Vete acostumbrándote!
Sus pies estaban en carne viva. Llevaba no horas, si no innumerables días dirigiéndose por aquellos pasillos entrelazados que conducían a ninguna parte en particular. Su estómago estaba revuelto. No de hambre. Si no de los ardores del odio más nefando. Constantemente se tocaba la horrenda herida infligida a su frente.
Entonces…
Una figura surgió repentinamente al doblar la esquina de un camino. Entre sombras, su perfil era neutro. Cuando se movió y se le acercó, pudo ver que estaba igual de desnudo como lo estaba él. Lo primero que le llamó la atención del recién llegado fue la enorme llaga que supuraba sangre viscosa procedente de su estómago.
– ¡Joder! ¡Estás peor que yo! – le dijo, enfurruñado por el encuentro. – Ni que te hubieran pegado un buen tiro en las tripas.
Cuando el extraño alzó el rostro pálido y contraído por la ira, lo reconoció al instante.
Era el padre de aquella niña. (Ángela)
El marido de aquella mujer. (Lidia)
Aquel  hombre llamado Carter se contuvo como pudo por unos segundos.
Finalmente separó los labios para simplemente musitarle:
– Por fin te encuentro. Tuve que matar a tus padres y a tu hermana para obtener la condenación eterna.
Tomó impulso como un atleta al iniciar una carrera de cincuenta metros lisos, y sin más, se abalanzó sobre el autor de la muerte sin sentido de Lidia y Ángela.
Se entabló una pelea antológica. Una lucha que se repetiría constantemente entre aquellos dos contendientes.
A su vez, una carcajada estridente se expandía por las paredes de los pasillos metalizados del laberinto en forma de eco, evidenciando el soberano del mal eterno lo satisfecho que estaba por haberlos reunido a ambos en aquella prisión del inframundo.

Especial Relato de Halloween: "El error de Bertelok".

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su principal objetivo era sembrar el caos y la incertidumbre en el género de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía ropajes llamativos, similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, estaba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz y debería de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde las calderas de ácidos contenidos bullentes eran removidos constantemente para ser aplicados sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus teces pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar más acogedor que el averno.


La condenada verdadera versión de la Creación del Mundo.

Este relato está dedicado a las compañeras bloggers Almalu e Ireth. Espero que guste un poquito, je je.

En un mundo liviano y etéreo donde el significado de la muerte era una risa obscena por la inmortalidad de sus habitantes, la rutina campaba a sus anchas igual que una hormiga trabajadora de metro y medio de largo. Consecuentemente, el máximo mandatario de aquel Reino de Vida Interminable estaba más aburrido que un unicornio decorándose el cuerno con un tatuaje donde proclamaba su amor eterno hacia el oso hormiguero. Todas las diversiones existentes ya estaban demasiadas vistas. Los bufones de doble apéndice nasal eran unos necios pues cada vez su sentido del humor era más proclive a generar en el respetable soberano el  más sonoro de los bostezos. Los juegos deportivos y recreativos estaban creados para satisfacer a los seres más mundanos, pero jamás a un rey de semejante enjundia. En cuanto a sus satisfacciones de alcoba, disponía de todas las mujeres bellas que quisiera en un chasquido de dedos, con lo cual semejante facilidad se tornaba en pura rutina dado el poco mérito de cada una de sus conquistas. Además tampoco era cuestión de permanecer todo el día en la cama.

Al estar el rey tan alicaído de ánimo, los súbditos estaban preocupados. El consejero real ordenó a miles de bravos e intrépidos soldados que fuesen en búsqueda de algo nuevo e innovador que hiciese devolver la sonrisa bonachona al monarca.  Una cohorte de lacayos recorrió  la inmensa e interminable extensión celestial en pos de novedades para el entretenimiento de aquella divinidad medio aturdida por el tedio.
Discurrió un lapso de tiempo excesivamente extenso.  Cada uno de los exploradores regresaba abatido por el fracaso más aberrante y rotundo.
Cuando todo parecía ya estar perdido, tuvo que ser un personajillo extravagante, al que no describiremos, dada su naturaleza casi hasta pecaminosa, el que irrumpiese en la morada del rey. La guardia real lo retuvo hasta que apareció el consejero.
– ¿Qué le trae por aquí? – le preguntó el consejero real. Estaba perplejo por la osadía de aquel individuo, y más por el enorme saco de tela arpillera que acarreaba sobre su huesuda espalda.
– Tengo conocimiento acerca de la tristeza que acecha a su Majestad – dijo el extraño con voz arrogante.
– Así es.
– Estáis de enhorabuena. Aquí le traigo la solución a sus males – afirmó con fanfarronería.
El consejero desconfió desde el principio, ya que aquel impertinente podría ser un embaucador con el afán de beneficiarse del desánimo del rey, pero viendo que este no mejoraba, le concedió el permiso  y el beneplácito para que pudiese departir en privado con Su Majestad.
Le instó con un movimiento explícito del mentón para que le acompañase. Ambos cruzaron salas, recorrieron pasillos, ascendieron escaleras, para finalmente llegar ante la puerta correspondiente al dormitorio del monarca. El consejero golpeteó la madera barnizada con los nudillos de su mano diestra. Una voz debilucha y de poca consistencia vocal contestó desde el otro lado de la puerta.
– ¿Qué quieres, mi fiel Basil?
– Tengo a una persona que admite tener la solución a los males que le aquejan, Su Excelencia – al decir esto, se volvió a fijar en el saco sobrecargado que el visitante portaba sobre su espalda.
– ¡Y lo dices tan campante! ¡¡QUE PASE!! – prorrumpió el rey con un pequeño asomo de esperanza en su voz.
El consejero real empujó la puerta hacia adentro con cierto donaire, siendo importunado por las rudas formas del visitante que entró con suma rapidez en los aposentos reales. Naturalmente, la estancia privada del monarca era grandiosa y plagada de lujos, pero esto no viene a cuento.
Los ojos avispados del recién llegado pudieron contemplar como Su Excelencia descansaba sentado sobre una poltrona acolchada con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, adoptando una actitud pensante. Vestía elegantemente una bata multicolor, cuya cola reposaba sobre la pulida superficie de mármol del suelo, las sandalias de un rojo intenso privaban a sus diminutos pies de pasar cualquier incomodidad con el frío, mientras, curiosamente, su corona reposaba encima de la cama medio deshecha de tanto movimiento nocturno en busca de un sueño de lo más divertido jamás hallado. Al apreciar la presencia estrafalaria del visitante traído por el consejero real, exhaló un suspiro de desaliento.
– Lamentándolo con cierta antelación, señor, le presento a la persona que afirma poder levantarle en parte el ánimo, poniendo en riesgo su propio futuro en caso de fracasar en el empeño – comentó el consejero con rotunda solemnidad, evitando coincidir su mirada con la del pintoresco personaje del grotesco saco.
– Ya sabe lo te juegas, desconocido. Si me vuelves agradablemente feliz de nuevo, te cubriré de oro y te establecerás en la corte. En caso contrario, preferirás perecer al instante que permanecer vivo en las salas de tormento destinados a los fracasados.
El extraño alzó las comisuras de los labios para mostrar una sonrisa marcadamente enfermiza. Depositó el saco en el suelo de superficie pulida y brillante, acomodando sus posaderas encima del mismo. El contenido parecía tener forma redondeada.
– Así me gusta, Majestad. Usted ofrece y yo doy. Yo le concedo la felicidad a cambio de algo muy personal suyo. Así de simple y sin más ambages.
– ¡No se referirá a mi corona! ¡Si es así, llamo a la guardia para que le eche a patadas! – se agitó el mandatario, alarmado.
– No se preocupe por sus artículos de joyería, Alteza. Es otra cosa lo que espero que me sea concedido por su bondad infinita.
El consejero real no pudo reprimir un gruñido de malestar. El visitante le volvió la cabeza, devolviéndole la malicia claramente reflejada en su sonrisa.
– Señalar que este contrato nos afecta mutuamente a los dos. Tiene un inicio y un final. Una vez que la relación quede comenzada, no podrá ser detenida ni siquiera por su ayudante más fiel – siseó con segundas.
El rey se quedó meditando por unos escasos segundos. Finalmente cedió ante la petición de aquel hombre.
– De acuerdo, desconocido. Eso sí, se queda Basil como testigo – le exigió.
– ¡Ningún problema al respecto! Parece un buen chico, ja, ja.
El extraño se levantó con presteza de encima del saco, encaminándose hacia el trono del monarca arrastrando consigo la monstruosa carga. El hombre de más confianza del rey decidió observar el discurrir de la ocurrencia del desconocido desde el costado de la cama, sentándose en el borde del colchón.
– Majestad. En el interior de este saco llevo algo que le maravillará tanto, que estoy absolutamente convencido que conseguiré hacerle recobrar esa actitud desenfadada y risueña que hasta hace poco transpiraba por cada poro de su egregia piel.
El soberano  se irguió en su poltrona. La curiosidad empezaba a corroerle la conciencia. El visitante desanudó la cuerda que cerraba con gran eficiencia la abertura del saco,  introduciendo sus brazos en su interior para sacar al exterior, no sin ciertas dificultades, una  esfera destacable en su tamaño. Acompañando a la esfera, un saquito de cuero negro.
– ¿Qué contiene? – se interesó el rey por el saquito.
– Bah. Arcilla de lo más corriente – contestó el extraño. Para demostrárselo, lo abrió, hurgó un dedo dentro del mismo y extrajo una insignificante muestra.
– Me parece todo esto muy interesante, señor desconocido, pero no veo como me ha de devolver la felicidad una esfera y un saquito lleno de arcilla.
El extraño no hizo ningún comentario sobre lo dicho por el monarca. Recogió la cuerda que había anudado el saco y lo hizo pasar por una argolla que sobresalía de uno de los polos de la esfera. El otro extremo de la cuerda fue pasada por una de las vigas del techo, para posteriormente también asegurarla alrededor de una columna. El rey observaba como la esfera ahora colgaba en el aire.
– Veo que la esfera dispone de varias tonalidades, destacando por encima el azul claro.
– El color visto a distancia corresponde al agua de los océanos y los mares – respondió el extraño.
– ¿Un planeta? – inquirió la mano derecha del soberano con estupefacción.
– ¿Similar al nuestro? En eso falla usted, desconocido. Nuestra existencia difiere de las hechuras en forma y tamaño de esa cosa que pende de la cuerda – matizó el rey.
– Bueno. Digamos que es un proyecto de creación más modesto.
– ¿Puede saberse para qué quiero yo un mini planeta tan poco llamativo? – Su Excelencia ya se había levantado por entero desde su trono, dirigiéndose hacia la esfera colgante. Agachó la cabeza para ver con nitidez el polo sur del planeta.
– Para divertirse. Para reírse a carcajadas.
– Pero según puedo entrever, mi enigmático señor, en este planeta prefabricado no existe ningún atisbo de vida – el monarca palpó la superficie de la esfera, llevándose un ligero sobresalto al verificar como las yemas de los dedos de la mano se introdujeron atravesando las distintas capas de la atmósfera del planeta artificial.
– Para eso he traído la arcilla. Para crear la vida que ha de poblar este planeta – al decir esto, el desconocido cogió una ligera porción, la depositó en la palma de la mano izquierda, hurgó en el fondo del bolsillo de sus pantalones rebuscando un objeto que era una aguja de oro puro. A través del agujero de la aguja hizo encajar la porción de arcilla, desencajándola con sumo cuidado. Escupió luego sobre la microscópica figura, para al final dirigirla hacia la esfera colgante.
– Hay que elegir el lugar preciso para que esta forma de vida arraigue en el planeta. No la podemos depositar en el mar por la simpleza de que se ahogaría; tampoco la podemos dejar en una región donde haga mucho frío para evitar su muerte prematura por congelación. Por lo cual, opino que el sitio más indicado es este – el extraño escogió la zona de un continente donde predominaba un clima templado. Su mano delgaducha desapareció entre hilachos de cirros cúmulos, hasta alcanzar la superficie terrenal, depositando la figura en un paraíso poblado de vegetación, árboles frutales y manantiales de agua cristalina, donde el buen tiempo y las temperaturas soportables podrían perdurar durante eones y eones de tiempo.
El ser recién creado desde la arcilla se despertó desorientado. No sabía en ese instante inicial quién era ni por qué había surgido en plena fase adulta. Se puso en pie, contemplando maravillado todo cuanto le rodeaba sin percatarse de su desnudez pues este estado aún no significaba nada que pudiera implicar bochorno y escarnio.
– Todo esto me parece estupendo, pero no entiendo de qué me va a servir tener este planeta en mis dominios reales sin poder hacer seguimiento de las evoluciones de los habitantes que creamos, dada la pequeñez de su tamaño – el rey esforzó su vista para averiguar el sitio exacto donde había sido depositado ese cuerpecillo de dimensiones tan reducidas.
– No me extraña que Su Excelencia se muestre tan abúlico y afligido si tiende a rendirse al primer contratiempo que le surge al paso – el visitante hurgó por segunda vez en el fondo del bolsillo del pantalón, encontrando lo que buscaba con anhelo. No tardó un ápice en mostrárselo al monarca. – Esta montura ocular dispone de unas lentes de un alcance de visión ilimitado. Con ellas puestas, podrá ver con absoluta claridad cualquier cosa por rematadamente pequeña que esta sea – reconoció con énfasis, sujetando entre los dedos las patillas de unas gafas de apariencia muy burda.
– ¿Qué opináis de esto, Basil? – el rey no estaba con muchas ansias de probarse ese artilugio.
– Por intentarlo, no creo que pase nada malo, Majestad – Basil estaba erguido por detrás de la espalda del extraño, analizando la posible efectividad de esas gafas.
– Pruebe y úselas sin la mayor tardanza – animó el extraño a Su Excelencia.
Su Alteza aceptó el reto. Recogió las gafas por una de sus patillas y con una gran elegancia, se las puso sobre el puente de la nariz.
– Temo que no funcionen, pues a ustedes dos los sigo viendo con el mismo tamaño – se sinceró, decepcionado.
El visitante se le aproximó, palmeándole la espalda con cierto descaro.
– No es a nosotros a quien debe de mirar, Majestad, si no al planeta en cuestión. Al planeta – puso un especial énfasis en esas dos últimas palabras.
El monarca se acercó lo máximo que pudo hacia el planeta de mentirijillas. En un principio continuaba apreciando todo de igual forma, hasta que el visitante recitó una frase muy intrigante.
La frase fue la siguiente:
“Una vez cruzado el umbral, la veda de la locura queda levantada para siempre.”
En ese instante, ante los ojos atónitos del rey, el planeta empezó a agrandarse, doblando su tamaño cada vez de manera sucesiva.
– ¡Cielos! Si va a llenar por completo mis aposentos – gritó su Majestad.
Su consejero real se aturulló al oír semejante desatino, incorporándose de inmediato a su vera.
– ¿Qué decís, Excelencia? ¿Qué cosa en concreto va a colmar sus dependencias? – preguntó azorado, paseando su mirada escrutadora del rey al extraño.
– ¿Es que ambos estáis ciegos? ¿No veis como esta maldita esfera está creciendo desproporcionadamente? – El rey extendió los brazos formando un arco de ciento ochenta grados.
El visitante soltó una aberrante carcajada exenta de gracia.
– Nosotros no vemos nada. Sois vos quien lleva puestos los anteojos y no nosotros.
“Pero no hay de qué preocuparse, Excelencia. Es tan solo un efecto óptico. Ni os estáis precipitando hacia el interior del planeta, ni esta se está expandiendo hacia las cuatro paredes de vuestro dormitorio real. Está creciendo, eso es cierto, pero simplemente a nivel visual.
– Querido Basil, ¿debo acaso creer en la grosera palabrería de este individuo tan mezquino? – intentó dirigir su mirada hacia la figura de su hombre de confianza, pero el contorno del planeta en pleno crecimiento ya se había encargado de taparla, teniendo que conformarse con escuchar su respuesta.
– No le queda más remedio – Basil comprobó con inusitado horror los ojos del rey cuando este le dirigió su mirada. A través de las lentes el iris se mostraba con un color púrpura intenso, algo del todo antinatural.
– Sus ojos. Ese no es el color de sus ojos – le susurró al oído del visitante.
– No se preocupe. En cuanto se quite las gafas, la tonalidad volverá a su estado natural – le tranquilizó.
En ese preciso instante el rey mutó su mirada al igual que su estado anímico. Estaba exultante de alegría casi incontenida.
– ¡Basil! ¡Señor Misterioso! Puedo verle. Con absoluta claridad veo como se está moviendo. Es todo muy cómico. Está desnudo y no se da de cuenta, ja, ja.
– ¿Qué está haciendo exactamente, si puede saberse? – se interesó Basil.
– Está abriéndose paso entre una vegetación muy densa. Se está arañando con las ramas espinosas de los arbustos y de las plantas silvestres. Puedo apreciar perfectamente los arañazos impresos en su piel olivácea.
– Eso está pero que muy requetebién – graznó el visitante.
– Ahora está recogiendo algunos frutos maduros desprendidos de la copa de un árbol. Se los está comiendo con una voracidad bestial. Este pobre infeliz tiene más hambre que un preso encerrado por meses en uno de los calabozos de castigo de mi castillo, ja, ja – prosiguió hablando el rey.
– ¡Su Real Excelencia está demostrando con su elocuencia su mejoría de ánimo! ¡Se le ve por fin dichoso! – constató el consejero real.
– Es que esto es realmente la monda. Es algo único. ¡Lástima de que tan sólo dispongamos de un habitante para este planeta!
“Ja, ja. Ahora el muy cretino ha patinado y se ha pegado un buen golpe sobre las asentaderas. No hay más que ver con qué ímpetu se está frotando la zona dolorida – las lágrimas de felicidad empezaban a diseminarse por las mejillas rubicundas del rey.
– En lo concerniente a la soledad de la ínfima criatura recién creada, eso tiene fácil solución. Observad la cantidad de arcilla disponible. Con ella podemos formar una comunidad de miles y miles de seres parecidos – al exponer esto, el extraño se dirigió con cierta precipitación hacia la bolsita que contenía la arcilla. Se hizo con otra mínima porción y repitió la misma operación, con la excepción que en esta ocasión utilizó otro tipo de aguja. Al terminar de moldear la figura, se arrimó al planeta, situándose al lado del monarca. – Aquí le traigo compañía.
Con la utilidad de las gafas, el soberano pudo apreciar de primera mano que la criatura creada correspondía con el cuerpo perfecto y hermoso de una mujer. El extraño depositó la figurita en el lugar dispuesto por el rey. Al acabar de hacerlo, este le echó en cara que la había dejado en un sitio algo lejano donde estaba ubicado el hombrecito.
– Tranquilo, Excelencia. Ya se conoce el dicho de que la grandeza que reside en los sexos opuestos es la fuerza de atracción que se ejercen entre ellos. Así que terminarán aproximándose en un periquete.
El monarca rió con ganas, acompañándole esta vez en la hilaridad su fiel ayudante.
– Se ha ganado usted el premio gordo, señor Misterioso – reconoció el rey.
– Ahora vos disponéis de un planeta propio, algo de lo que nadie en vuestra corte podrá presumir de posesión semejante, pero humildemente os pido que antes me permitáis acabar con mi trabajo de manera eficiente, y cuando termine de poblar el planeta con más criaturas y especies animales, entonces os comunicaré mi solicitud a modo de recompensa.
El rey, impresionado de la verborrea utilizada por aquel personaje, aceptó de buen grado. Se quitó las gafas, entregándoselas al consejero real.
– Voy a salir a ejercitar mis piernas. Hace siglos que no tenía tantas ganas de dar un paseo llevado por el regocijo que me embarga – explicó, con los ojos recobrando el color castaño original.
Su fiel lacayo lo acompañó de buena gana, quedando el extraño confinado en la estancia privada del rey para que de esta forma pudiera dedicarse en cuerpo y alma sin que nadie interrumpiera su labor de creador.
Dada la pericia de este individuo tan estrambótico, el planeta no tardó gran cosa en estar del todo acabado. Su Alteza Real visionó mediante el uso de las gafas el resultado final de la obra. La esfera dotada de su propio microclima estaba habitada por millares de hombres y mujeres, de todo tipo de animales y peces, de vegetación exuberante y de fenómenos naturales, algunos de ellos catastróficos.
El rey paseaba su vista preferentemente por los parajes donde proliferaban criaturas del género femenino, contemplando perplejo como todas iban vestidas al igual que los hombres.
– ¿A qué viene esta modificación en el pudor? – preguntó algo molesto.
– Simplemente a que la primera mujer y el primer hombre incumplieron una orden que les impuse con severa claridad – respondió con sequedad el visitante.
– ¿Cuál era esa orden?
– Una muy simple. Tenía que averiguar el nivel de inteligencia y de comprensión de estos seres. Ambos fueron instalados en una tierra de abundancia y provisión, donde nunca les faltaría de nada. Fui tajante en mi decisión de hacerles saber que podrían aprovisionarse de todos los frutos de los árboles de aquel vergel, con la excepción de una pieza en concreto. Si desobedecían,  aunque sólo fuese un bocado dado a la fruta de ese árbol, lo perderían todo. La orden fue incumplida por culpa de su estulticia y de su egoísmo personal. Desde ese instante reconocieron su desnudez, y avergonzados de contemplarse el uno al otro en ese estado, se cubrieron sus partes más íntimas y fueron expulsados del lugar que les había destinado como goce eterno. A raíz de entonces, todos sus descendientes están vestidos.
– Increíble. Por ese estúpido mandato suyo se me ha robado el espectáculo de poder arrobarme ante la visión de esos cuerpos femeninos tan perfectos – le reprendió Su Alteza.
– Puedo asegurarle que podrá ver cuerpos desnudos correteando de manera alocada cuando usted quiera. Y si no, al tiempo – la sonrisa maquiavélica resurgió con fuerza en la boca delgada del extraño.
– Tampoco soy un depravado.
– Cambiando de tema, Majestad. Ya tengo mi solicitud – el extraño sacó del bolsillo del pantalón un papel varias veces doblado. Se lo tendió con cierta urgencia.
– ¿Está escrito en una jerga entendible por un miembro de mi posición social?
– Por supuesto. En caso contrario, nunca le entregaría este papel, ¿no cree?
El soberano sujetó el escrito con la mano derecha mientras hizo el ademán de quitarse las gafas con la mano contraria.
– No. Mejor que lea el contenido de la nota con las gafas puestas – le aconsejó aquel individuo.
– Muy bien – el monarca no se las quitó. Con los dedos fue desdoblando el papel. Este tenía numerosas dobleces, y cuando terminó de extenderlo, liberó un suspiro de alivio.
Leyó el contenido del escrito en absoluto silencio. El extraño podía observar como a medida que iba concentrándose en la lectura, el rey empezaba a disiparse. Su Majestad en cambio no se percataba de su propia invisibilidad pues las lentes de las gafas le hacían creer que todo continuaba en la más correcta normalidad.
Finalmente, su voz prorrumpió con cierta viveza por encima de su debilidad corpórea.
– Lo que acabo de leer no tiene ningún sentido, señor Misterioso.
– Siento disentir, Excelencia. Para mí, si que la tiene- ladró el extraño.
– No le comprendo – dijo el rey, con la voz consumiéndose conforme su fisonomía iba desapareciendo.
Al poco de decir esto, su porte se extinguió por completo, sin que quedara nada de él presente en la estancia privada, a excepción de las gafas. El extraño las recogió del suelo y se las puso, asentándolas sobre el puente de su nariz alargada.
Todo había salido a la perfección. A través de los cristales de las gafas veía con nitidez la figura del soberano ubicada en el interior de la esfera, y según su apreciación personal, el rey también le veía. La boca grandilocuente del monarca se abría y cerraba con gran frenesí, intentado hacerse oír, pero nada de esto fue posible.
El extraño chasqueó la lengua. Sin mayor tardanza, el estado idílico del planeta artificial mutó hacia una fase aterradora para Su Alteza. La tierra de los continentes sufrió una transmutación, donde lo verde fue sustituido por el color displicente de las rocas, la hierba y la vegetación quedó petrificada, los océanos, los mares, los ríos y los lagos sustituyeron el agua por la lava, y los seres hermosos se transformaron en horribles demonios. El rey fue rodeado por las terroríficas criaturas, y sin más, fue sometido a incontables e interminables tormentos que iban a repetirse de manera arbitraria durante toda una eternidad, pues aquel lugar era el infierno.
El extraño hizo reducir la esfera  hasta alcanzar un tamaño asumible para encajar de nuevo en el interior del saco, y entre carcajadas ladinas, fue abandonando las dependencias del monarca, para perderse en el olvido.
Más tarde, cuando el consejero real se adentró en los aposentos del desaparecido rey, tan solo dio con las lentes tiradas en el suelo, cerca de la columna donde había estado pendiendo la esfera producto del mismísimo diablo.


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Inductores de la maldad.

Aquellas dos figuras se mostraron ante los habitantes de aquella localidad en semejanza y parecido a ellos.

Desde el primer momento, murmuraciones sin sentido surgieron conforme intentaban implicarse en la vida diaria del lugar elegido por un designio superior a sus verdaderos anhelos de antaño.
Ambos fueron estigmatizados por los lugareños. Las burlas soterradas dejaron de ser tan evidentes hasta resurgir con breve pero infausta brutalidad.
Una noche, cuando estos dos seres se hallaban en un intervalo distendido en un local de ocio, donde se prodigaba la bebida, el juego y la lascivia, tratando de asumir como la raza humana volvía a tropezar en la misma piedra un millar de veces, siglo tras siglo de existencia, sin esforzarse en enderezar su rumbo desorientado por la estela de la  estrella equivocada y moribunda de una enana blanca, fueron apuntados por los cañones de diversos revólveres.
Forzados a salir del salón, iluminados por antorchas, aquellos hombres despiadados armados hasta los dientes les conminaron por la fuerza a desprenderse de sus ropas. Vieron como un enorme puchero de alquitrán había sido retirado del fuego de una hoguera formada en el centro de la calle principal del pueblo. Frases soeces, risas procaces, surgieron de las gargantas ebrias conforme inmovilizaron a los dos recién llegados con recias cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Acallaron las posibles súplicas de la pareja con trapos sucios a modo de mordaza. Sin mayor dilación, con los dos cuerpos tendidos sobre el polvoriento suelo, los fueron cubriendo con el alquitrán, embardunando su piel hasta conseguir ennegrecer sus anatomías por completo. Carcajadas insanas, deseos infames, insultos improcedentes llegados de la inmensa mayoría de los residentes del pueblo se fueron diseminando en las cercanías de los dos infortunados. No solo los brutos formaban parte del salvajismo primigenio inherente a la conciencia humana. También se sumaban las mujeres, los niños, los ancianos.
Sin duda, tiempos difíciles en esa tierra de promisión que debiera de ser bendita por su juventud, pero cuyos colonizadores estaban mancillándola con su condición de usurpadores sin escrúpulos, arrebatándosela a las ancestrales tribus nativas amerindias, esquilmando sus riquezas y exterminando su medio de alimentación más natural como lo era la de su sagrada caza de bisontes.
Asentamientos creados desde la nada por el hombre blanco como ese insignificante pueblo, donde se estaba acometiendo una horrible tortura en contra de los dos forasteros de procedencia desconocida.
Al amparo de la displicencia de la máxima autoridad defensora de la supuesta aplicación de la ley, la turba recubrió los cuerpos doloridos, maltrechos y humillados con plumas de gallina. Satisfechos con la lección dada a sendos infelices, quien nadie había invitado a formar parte de la comunidad, montaron sus cuerpos en una carreta, decididos a llevarlos a una distancia considerable para dejarles claro el mensaje que su presencia allí no era grata.
La carreta fue alejándose entre los vítores de la mayoría.
Acabada la diversión, el grupo se disgregó.
Los restos de la hoguera fueron perdiendo viveza e intensidad, hasta sumir la calle en la penumbra inherente a la noche avanzada.
Los rescoldos chispearon. Una ráfaga de aire disipó el humo.
En la lejanía emergió un estruendoso trueno.
El horizonte estaba despejado, con ausencia de cualquier fisonomía en forma de nube que pudiera implicar la llegada de una repentina tormenta.
Decenas de rayos iluminaron el cielo con intermitencia.
Poco más tarde de su partida, no se habría superado ni la media hora, la carreta retornó. Llegó sin conductor, con el caballo desbocado y nervioso. El alboroto que armó consiguió que varios de los vaqueros presentes en la taberna salieran al porche. El animal recorrió la calle del pueblo hasta finalmente detenerse, cayendo fulminado. Sus relinchos finales helaron la sangre de quienes pudieron presenciar su muerte.
Llevados por la intriga y la curiosidad, una buena representación de la localidad rodeó el carro. En el interior del cuerpo de la carga figuraba un cadáver despedazado, con las entrañas extraídas y dispuestas sobre las tablas de la carreta. Los restos de la ropa desgarrada pertenecían al voluntario que había insistido en conducir la carreta hasta unas treinta millas de distancia, donde dejaría abandonados los cuerpos emplumados de los dos forasteros.
El nerviosismo se asentó entre los habitantes de la pequeña población.
En la bóveda celeste un trueno destacó sonoramente, hasta resultar ensordecedor para sus simples oídos.
En ese instante, uno de los ayudantes del comisario advirtió a los presentes de la aproximación de la silueta de dos personas hacia la entrada sur.
Todos concentraron su mirada en la llegada de las figuras.
La no muy distante lejanía era acortada, tanto por sus pasos, que eran firmes, como por sus zancadas, que eran largas.
Con horror se pudo comprobar que eran los dos forasteros torturados y humillados por el castigo del alquitrán y de las plumas.
Una voz ronca y desafiante llegó procedente desde los labios de uno de ellos.
– Sois obra de un ser supremo. Fuisteis creados por sus manos. Desgraciadamente, proseguís en el empeño de contradecirle. Esta persistencia vuestra nos favorece. Os habéis demostrado, como seres descarriados que sois, que os corresponde ocupar un sitio en el Abismo.
En aquel momento, los dos desconocidos se mostraron como Representantes Celestiales Caídos. Dos emisarios enviados en búsqueda de Almas Condenadas al Castigo Eterno.
Al alcanzar el centro del pueblo, las plumas que los cubrían se disolvieron y la capa de alquitrán que los envolvía se escurrió hasta desaparecer en el polvo del camino. Sus ojos abultados enfurecidos y llameantes fueron carbonizando a las personas más cercanas. Sus lenguas enormes viperinas diseminaron gotas de ácido sobre el siguiente grupo. Los hombres armados se resguardaron detrás de barriles, carretas, columnas de los porches, en el interior de la taberna, disparando sin parar a los cuerpos de esos dos seres demoníacos.
Las entidades infernales rieron con agrado. Las balas rebotaban en sus pechos acorazados recubiertos de pinchos. De la nada hicieron surgir lanzas y flechas flamígeras, apuntando con pleno acierto en quienes intentaban detener su marcha.
Llegado este punto, las dos figuras eran dos colosos ígneos. La fuerza de sus pisadas hizo temblar la tierra. Las débiles estructuras de las casas y resto de edificios colapsaron, sepultando a quienes se habían mantenido refugiados bajo sus techos.
Los embajadores de Lucifer  incrementaban su poderío con cada muerte. De cada fallecido la esencia incorpórea de su alma fue engullida por las fauces de los demonios.
No se tuvo piedad con ninguno de los habitantes de la nefanda población.
Varones, mujeres, ancianos, niños, inválidos.
Todos fueron masacrados en pocos minutos, el pueblo fue arrasado y borrado del mapa.
Cuando cumplieron con su cometido, se alejaron de las ruinas de lo que había sido un simple tosco esbozo de la brillante Gomorra antes de haber recibido el castigo divino por sus innumerables pecados.


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¡Halloween en Escritos! "La leyenda falsa del Irlandés Golfo".

(Tarari- tarará, música de fondo para los créditos iniciales antes de la representación).

Robert, “El Maléfico”: Estimados lectores. Iniciamos la velada con una versión muy libre y poco fiel del supuesto origen de la famosa calabaza de Halloween, conocida como “Jack O´Lantern”. En este caso la procedencia de nuestro personaje también es irlandesa. Se llama Mick Sanders. Tiene una edad avanzada…
Dominique: ¡Protesto! ¡No soy tan viejo!
Robert, “El Maléfico” (narrador): Está bien. Omitamos su edad. El citado Mick es un holgazán de mucho cuidado. No trabaja. Vive a expensas de su hermana, pues sus padres hace unos cuantos años que estiraron la pata. En pleno período de crisis, la familia Sanders ha de tirar con unos cincuenta euros mensuales, procedente de la mendicidad de Sandy, la hermana del bribón de Mick, quien espera en la entrada de los supermercados a que los clientes le suelten alguna que otra moneda. El problema viene cuando Mick, que bebe más de la cuenta, vacía la hucha para gastarse los escasos euros en cerveza irlandesa más falsa que Judas, de procedencia chipriota. Poco le importa lo escuálida que está Sandy, ni lo debilucha por la dieta diaria de sopa de nabo con tropezones de pan birlado en el parque a las palomas. ¡Menuda vergüenza!
Dominique (“El Irlandés Golfo “): Bueno, hermana. ¡Hics…! Lo he pasado superdivertido en la taberna. Hasta he invitado a una ronda a los muchachos, ¡hics…! Eso representará que tendremos que estar un par de días sin poder probar ni medio bocado. Mira la parte positiva, ¡hics…! Al menos conservaremos la figura, je, je. Ahora me voy a echar una merecida siesta, para que se me pasen en parte los efectos del alcohol…¡hics…!
Robert, “El Maléfico” (narrador): El comportamiento bochornoso de Mick no tardó en llegar a oídos de un terrible diablillo. Este ser horrible quería ascender en el escalafón infernal, y para ello debía de recolectar unas cuantas almas perdidas. Así que no dudó ni un instante en recordarle a Mick que su destino era pasarlas canutas en un sitio donde nunca se apagaba la calefacción.

Sobrinete Gurmesindo (“Diablillo): ¿Será posible lo que contemplan mis ojos, además de mi cornamenta? ¡No solo no pegas ni golpe, si no que encima malgastas los escasos ahorros conseguidos por tu querida hermana en mala cerveza de importación, para luego sin reparos, dormir la mona en esta hamaca! Querido Micky, te has hecho acreedor de dejar ya este mundo, facundo, para condenarte eternamente en el Infierno.
Dominique (“El Irlandés Golfo): (despertándose de la siesta) ¡Oh! ¡Hiccs…! ¿Qué tenemos aquí? Un mocosillo que ha tomado demasiado sol en la playa, ja ja. Estás rojo como un cangrejo, ¡Hiccss…!
Sobrinete Gurmesindo (“Diablillo”): (visiblemente enojado) ¡A ver si te enteras que soy un diablo, y que vengo a llevarte conmigo al Infierno, leñe!
Dominique (“El Irlandés Golfo”): (dándose por fin cuenta de la situación) ¡Oh, no! ¡Qué horror! ¡Hicsss…! Por lo menos me permitirás un último deseo antes de abandonar este mundo de vivos.
Sobrinete Gurmesindo (“Diablillo”): Vale. Con tal de llevarte conmigo… (Pensativo) Pero pidas lo que pidas, nada te librará de tu merecido castigo. Así que desembucha de una vez lo que quieres.
Dominique (“El Irlandés Golfo”): ¡Una verdadera cerveza de origen irlandés! ¡Es más, quiero que tú te conviertas en la botella de cerveza! Eso garantizará que es de buena calidad, ¡hiccss…!
(En este preciso momento se escucha una protesta entre los asistentes a la representación. Es Pechuga de Pollo Mutante, que se ha disfrazado para la ocasión de Abraham Lincoln:)
 

Pechuga de Pollo Mutante (Abraham Lincoln): ¡Una cosa es que hagais una versión libre del origen de la calabaza, pero de ahí a este desmadre…! Se supone que el protagonista pide una última ronda, a costa del demonio. Y al no tener dinero, le convence para que se convierta en una moneda, nunca en una cerveza, caramba. De ese modo evita ir al infierno al meter al demonio en forma de moneda en el bolsillo, donde un crucifijo le impide salir de ahí. A cambio de salir, el demonio le concede otro plazo de un año antes de llevárselo consigo. Finalmente, el tío engaña otra vez al demonio, consiguiendo esta vez diez años de vida extra, pero aún así la palma antes de consumirlos. Cuando sube al Cielo, no lo quieren ver ni en pintura, y el diablo, como hizo el acuerdo de los diez años, tampoco lo puede admitir en el infierno, así que le da lumbre para que pueda guiarse por los caminos habidos entre el bien y el mal. En principio fue un nabo hueco, hasta que se adoptó la calabaza iluminada con la vela.
Robert, “El Maléfico” (narrador): Pechuga, ¿ya te has quedado a gusto?
Pechuga de Pollo Mutante: Más o menos. Es que si no lo suelto, se me produciría un corte de digestión ante semejante obra tan cutre.
Robert, “El Maléfico” (narrador): Pues retomemos el momento en que el vivales de Mick le pide al diablillo…

Dominique (“El Irlandés Golfo”): ¡Transfórmate en una cerveza irlandesa!
Sobrinete Gurmesindo (“Diablillo”): ¡HECHO!
Dominique (“El Irlandés Golfo”): Pues nada, chaval, ¡hiccsss…! Has picado como un novato. ¡Hala, ahí te mando para que te reciclen!

Robert, “El Maléfico” (narrador): Y así fue como finalmente el pelanas de Mick se nos libró de visitar el infierno antes de tiempo.

FIN


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Injusticia Celestial. (Heavenly Injustice).

¿Finales felices en Escritos de Pesadilla? JA JA JA. Ni en sueños. De muestra, un botón.

        Era una vergüenza. Esto de estar desempleado forzaba a tener que aceptar cualquier tipo de empleo aún a sabiendas que sería por pocos días y con unas condiciones de salario y de trabajo deplorable para la autoestima personal del empleado de turno.
        Se llamaba Donny Tronco. Tenía treinta y cinco años. Sus estudios eran básicos. Estaba soltero y llevaba sin tener un trabajo en los últimos dos años y medio. Vivía casi de la caridad y de las ayudas del Estado de Georgia. Cuando menos se lo esperaba, le surgió una oferta. Era por un simple fin de semana. El sueldo no estaba mal. Cien dólares por ocho horas diarias. El problema llegó por las características del trabajo. Tenía que promocionar bollería industrial de una marca conocida americana, disfrazado de donut gigante. Era un donut glaseado y decorado con fideos de chocolate de diversos colores vivos.
         En fin. Tragó saliva y firmó el contrato. Todo fuera por la pasta.
         Con mucha dignidad se enfundó la vestimenta indecorosa.
         Nada más empezar, fue el hazmerreír de la clientela. No solamente los niños le apuntaban con el dedo entre carcajadas, sino hasta los adultos se mofaban de manera descarada delante de sus narices. Le decían que le faltaba su novia. Una chica disfrazada de taza de café.
         Donny apretaba los dientes y continuaba ofreciendo la repostería a la clientela del supermercado.
         Entonces sucedió la hecatombe.
         Un joven acababa de robar un plátano del expositor de la frutería. Un hecho reprobable de por sí. Pero aparte de zampárselo con toda su caradura dentro de la sala de ventas, al pasar al lado de Donny, arrojó la piel al suelo con toda la mala intención del mundo. Donny estaba enfrascado en lo suyo, sin fijarse en la piel de plátano, hasta que la pisó de lleno, perdiendo el equilibrio y saliendo rodando literalmente por el pasillo central.
         – ¡Socorro! – gritaba Donny, cada vez adquiriendo mayor velocidad, afrontando las puertas automáticas de la entrada.
         Quiso su mala suerte que en ese preciso instante estuvieran abiertas de par en par, y el pobre hombre, disfrazado de Donut gigante, salió dando vueltas sobre sí mismo al exterior del parking, donde fue atropellado por un furgón blindado de seguridad de recogida de fondos bancarios y de las recaudaciones de los centros comerciales del condado.
         En ese instante quedó acabada la carrera profesional de Donny Tronco, despanzurrada bajo las diez toneladas del vehículo cual hormiga imprudente pisoteada por la pata de un elefante en fase de celo.
         Cuando minutos más tarde, tras haber recorrido el túnel con la luz al final del mismo, se encontró con San Pedro, este lo miró con el ceño fruncido, impidiéndole el paso al otro lado de la puerta del Cielo.
         – Aquí no puedes pasar, hijo mío. En esta empresa sólo se aceptan contratos de larga duración y fidelidad extrema hacia la misma. Dirígete hacia esa salida de emergencia, que te llevará tras día y medio de descenso por las escaleras hasta la zona de mantenimiento de las enormes salas de las calderas. Los trabajadores poco válidos suelen ser ahí aceptados sin mayor demora ni reparos- le dijo con voz solemne y firme.
         Donny inició la bajada por los interminables tramos de escalones de la escalera con cierta renuencia y ritmo cansino, asimilando el aumento de la temperatura y la cercanía de los lamentos sin fin de los empleados del infierno conforme iba descendiendo por la misma.
Estaba claro que ni en la otra vida iba a librarse de los empleos precarios.
         


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