Patricia nunca tuvo infancia.

 La infancia de Patricia fue infernal. Sus padres estaban enfermos. Pero no de una enfermedad incurable. Estaban desquiciados. Eran un peligro para el resto. Por desgracia, nadie quiso atajar la situación antes de que todo se desatase en un torbellino destructivo.

                Los tres vivían alejados de cualquier población cercana no menos de dos horas de distancia recorridos en vehículo. La casa era de dos plantas, con tablas de maderas horizontales, tejado a dos aguas, porche delantero. Todo era de color gris. Como igual de grisáceo era la tierra del jardín, pues la hierba llevaba muerta desde que la conciencia de Patricia pudiera recordar.
                Su padre se llamaba Norton. Su madre, Teresa. Cuando la tuvieron, ambos habían superado los cuarenta. Fue un parto muy duro y de cierto riesgo para su madre. De hecho, alumbró a Patricia en el sótano de la casa, sobre el duro hormigón del suelo, atada de pies y manos a unas estacas hincadas y con su marido ejerciendo de comadrona.
                A esas alturas, sus padres ya estaban perdiendo la razón a pasos agigantados.
        Norton se quedó sin trabajo por golpear a su encargado con una llave stillson en la gasolinera donde trabajaba. Teresa bailaba a todas horas al son de una música insonora, surgida en el interior de su mente, despertando a su hija con frecuencia, sacándola de la cuna y alzándola con brusquedad hasta conseguir que llorara sin parar todo el día. Su padre consiguió una ayuda como veterano del Vietnam, y con esa economía tan precaria iban tirando.
                Cuando Patricia fue creciendo, se fijó en la predisposición de su padre en traer animales que carecían de dueño. Gatos y perros. Conforme los traía, los ataba por una pata a un árbol situado detrás de la casa y se pasaba un día o dos torturándolos con un bate de béisbol, cuchillos y el atizador del fuego de la chimenea. Una vez que los mataba, se los pasaba a su madre, que los evisceraba para luego cocinarlos. Esa era su fuente de nutrición principal. Carne de perro y de gato. Incluso a veces su madre guisaba alguna rata que caía en alguna de las trampas dispuestas por su padre.
                Patricia odiaba esa comida. Aún así la consumía por obligación. Siempre deseaba no ver ningún animal callejero atado al tronco del árbol, pues eso significaba que comería verdura o pescado, lo que consideraba un alivio.
                Cuando Patricia tenía once años, su padre se ahorcó con el cable arrancado del televisor desde la rama más alta del árbol donde torturaba a los animales que recogía cuando visitaba la localidad más próxima en su furgoneta oxidada.
                Recordaba ver cómo se balanceaban las piernas descalzas de su padre. Su cuello estaba torcido por la presión del cable y la lengua oscura e hinchada se presentaba fuera de su boca, entre los dientes de su dentadura postiza. Cuando su madre se dio de cuenta del suicidio de Norton, no derramó ninguna lágrima. Ordenó a su hija que entrara en la casa y se quedó quieta frente al cuerpo sin vida durante dos horas, hasta que anocheció. Entonces entró en la casa, dejando el cadáver de su marido pendiendo del cable que lo mantenía en vilo al lado del árbol.
                Así estuvo semana y media. Con el cuerpo en avanzado estado de descomposición y con los insectos dando buena cuenta de las partes blandas y carnosas del mismo.
                Patricia estaba aterrada, pero su madre tironeaba de su brazo para que saludara a Norton todos los días.
                – Es tu padre, hijita. Recuérdalo – insistía su madre.
                Teresa reía y cantaba. Bailaba sin parar. Entre tanto, Patricia permanecía recluida en su cuarto, recreándose en los dibujos de los libros infantiles que habían pertenecido con anterioridad a su madre cuando esta fue niña.  La muchacha no sabía leer porque sus padres se habían empeñado en que ir a la escuela era una pérdida de tiempo y de dinero.  Estaba siempre desaseada. Mal vestida y desnutrida, pues su madre ya cocinaba poca cosa una vez que no estaba Norton, quien le proporcionaba la carne de los animales encontrados, a la vez que era  quien compraba en el pueblo más próximo el pescado, la verdura, la fruta y la harina para hacer el pan. Teresa no sabía manejar la furgoneta, y tampoco tenía ninguna gana de ir caminando, pues el trecho era largo y tedioso.
                Una mañana, Patricia vio a su madre subida a una escalera tosca, apoyada en el árbol, descolgando el cadáver pútrido de Norton.
                – ¡Ven! ¡Ayúdame un poco! ¡Agárrale los pies, hija! – le apremió su madre.
                Con mucha dificultad, lograron dejar el cuerpo sobre la tierra gris del jardín. Poco después su madre fue a por dos palas. Le tendió una a Patricia y le señaló con énfasis con un dedo una parte del jardín.
                – Vamos a cavar un hoyo muy digno para tu padre. Así descansará en paz para siempre.
                Estuvieron cinco horas trabajando en crear el foso,  para a continuación depositar en el fondo del mismo el cuerpo y luego volver a cubrirlo con la tierra. Cuando finalizaron, su madre escupió sobre la tumba.
                – Te echaré de menos, Norton.
                Tiró la pala a un lado y se puso a bailotear como una poseída. Estuvo así el resto del día, hasta que quedó rendida por el cansancio y se metió en la cama, cubierta de tierra de la cabeza a los pies.
                Patricia sólo pudo comer unos granos de arroz duro antes de irse a la cama.


                Al día siguiente llegó un visitante. Era un viajante. Decía llamarse Herman. Se empeñó en pasar a la sala donde extendió encima de la mesa un catálogo de útiles de cocina. Patricia estaba interesada por la maleta del vendedor ambulante. En su interior debía de guardar los artículos. El señor Herman era muy elocuente hablando, siempre sonriendo. Su madre estaba sentada a su lado. Lo escuchaba con poco interés. En un momento dado invitó al hombre a pasar a la cocina para que viera que no necesitaba ningún complemento.
                Patricia permanecía sentada al lado de la maleta. Estaba a punto de intentar abrirla, cuando escuchó un grito procedente de la cocina. Era la voz del señor Herman. Este no tardó en abandonar la cocina tropezándose con la jamba de la puerta de la sala de estar. Su mano dejó un rastro de sangre en la madera. Volvió a gritar. Era lógico que lo hiciera, porque tenía un cuchillo clavado en el ojo derecho.
                – ¡Maldita chiflada! – vociferó.
                Quiso buscar la salida, pero su madre lo alcanzó con un hacha. Se lo hincó tres veces en la espalda, hasta conseguir que perdiera la estabilidad, cayendo al suelo. El vendedor se arrastró desesperadamente por el suelo del vestíbulo.
                Patricia estaba de pie en el quicio de la puerta de la sala de estar. Observaba la escena con aprensión pero también con cierta curiosidad.
                Su madre se abalanzó sobre el cuerpo del señor Herman y le cortó los dedos de la mano derecha. Acto seguido el pie de ese lado. Por último lo decapitó…
                Cuando retornó al lado de su hija, portaba la cabeza del hombre en la mano derecha. Estaba cogida por los cabellos. Patricia miraba la sangre que goteaba de la base del cuello de la cabeza.
                – Ya tenemos comida para unos días. Además de la buena – le dijo su madre.
                Se puso a bailar por el salón con la cabeza del señor Herman, y por primera vez, su hija Patricia la acompañó con ganas en el jolgorio.




                El señor Herman tenía un coche. Era un modesto Talbot de dos plazas. Como la madre de Patricia no sabía conducir, el vehículo permaneció aparcado frente a la casa. Tampoco les preocupaba mucho que estuviese expuesto, pues vivían apartados de la sociedad en general.
                Curiosamente, a quien no iba a pasarle desapercibido tal hecho fue al ayudante del Sheriff de la localidad más cercana. Aquella familia tenía una hija pequeña que por sus informes no estaba escolarizada. Igualmente su padre estaba en el paro. Detuvo el coche al lado del Talbot estacionado frente al porche. Se acercó a observarlo de cerca. No tenía la puerta asegurada por dentro, así que le fue fácil abrirla. En el asiento del copiloto había un abrigo de hombre recogido. Desde luego, vaticinó que ese coche no podía pertenecer al señor Norton. Este conducía una furgoneta vieja y destartalada. Abrió la guantera y vio los papeles del seguro guardados en un archivador de plástico. El Talbot estaba asegurado a nombre de un tal Herman Noles.
                Salió del coche y se dispuso a llamar por la emisora, aportando los datos de la matrícula y el nombre del dueño del coche.
                – Aquí 120 a Central. Estoy en la propiedad de los Watkins. Tengo un vehículo matrícula del estado de Virginia PL 3546, a nombre del hombre que estamos buscando, Herman Noles.
                – Enseguida le busco la confirmación, 120.
                En ese instante surgió la presencia de una niña. Estaba de pie en el porche delantero de la deteriorada casa de madera a tablas. Vestía un raído camisón anaranjado. Estaba descalza, muy sucia y extremadamente delgada, con los largos cabellos lisos castaños tapándole casi el rostro.
                El agente se fue acercando con extremado sigilo. La niña lo miraba con cierta desconfianza.
                – Hola, chiquita. Me imagino que eres la hija de los Watkins. Yo soy el agente Newland.
                – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tenemos otra visita! – chilló la niña con todas sus fuerzas, cerrando los ojos.
                La puerta de la entrada se abrió de un empujón. En el umbral estaba la madre. Esta hizo un movimiento rápido con la mano diestra. El agente Newland vio el enorme cuchillo dirigirse hacia su pecho, sin poder apartarse a tiempo. La punta se le clavó entre las costillas del lado derecho. Se quejó del dolor. Sin detenerse a evaluar la situación, desenfundó el arma reglamentaria y disparó a la mujer, alcanzándola de lleno.
                La niña se precipitó hacia su madre, quien estaba tendida frente a la puerta de la casa, escupiendo sangre de manera profusa por la boca. Los disparos del agente le habían dado en pleno estómago, propiciándole una muerte agónica.
                Newland se apoyó de espaldas contra el lado derecho de la carrocería del Talbot y se sacó el cuchillo con sumo cuidado. Acto seguido, comunicó la situación por la emisora, pulsando el botón ubicado en el hombro derecho.
                – Aquí 120 a Central. Agente herido. Repito. Agente herido. Agresor igualmente herido. Solicito refuerzos y asistencia sanitaria.
                – Recibido 120. Enseguida llegarán los refuerzos y la ambulancia. Hemos de saber si la situación está controlada. Control a 120. ¿Está la situación controlada?
                – Aquí 120 a Central. La situación está controlada…
                El agente Newland se detuvo en la comunicación. Frente a él avanzaba la niña portando un hacha.
                Quiso desenfundar de nuevo. La hija de los Watkins alzó lo que pudo el hacha, hasta descargar el golpe del filo cortante contra la rodilla derecha del agente.
                – ¡Dios!
                Newland se apretó de espaldas contra el coche para no perder el equilibrio. La niña hizo un nuevo impulso con el hacha, hincándole el filo en el muslo hasta alcanzar la femoral.
El agente vio la sangre manando torrencialmente de su miembro con evidente horror. Su rostro contraído por el dolor se tornó pálido por la pérdida de sangre. La niña estaba dispuesta a asestarle otro hachazo, pero el agente sacó fuerzas de flaquezas, consiguiendo hacerse con el revólver y la atinó de lleno en el entrecejo.
                – ¡Familia de perturbadas! ¡Cabronas! – gritó el agente, impotente, sin poder impedir que su cuerpo se desmoronara sobre el suelo duro.
                A escaso medio metro, el cuerpo sin vida de Patricia reposaba igualmente sobre la tierra gris.
                Tenía once años, y nunca había tenido una infancia normal.

Carne de muertos.

Tras una temporada de cierta pereza literaria, estrenamos este mes de septiembre en el apartado de relatos de terror con la siguiente pieza. Espero que os asuste un pelín.

1.
Ron Divas encendió la sirena estridente, con la luz ubicada en la parte superior del vehículo lanzando destellos azules conforme se desplazaba a buena velocidad por la carretera comarcal.

A quince metros de distancia, un furgón blanco petardeaba humo gris por el tubo de escape. Tenía los ventanales de la parte trasera y laterales pintados de blanco, convirtiendo la caja en un conjunto del todo opaco, imposibilitando tanto la introducción de luz hacia el interior como la posibilidad de averiguar lo que había dentro del mismo visto desde el exterior. Los neumáticos no estaban hinchados del todo y carecían de tapacubos. Era indudable que se trataba del cochambroso medio de transporte de los Toodles. Una estrafalaria familia de granjeros que vivía apartada del resto de la civilización, no fuera a serles usurpado el bendito don de la endogamia por relaciones carnales entre miembros del mismo clan.
Tras una leve insistencia en la persecución, el furgón se detuvo en el arcén polvoriento.
Ron Divas, ayudante del Sheriff de la localidad de Dellamore, hizo lo propio, a cinco metros del parachoques trasero.
– Aquí Divas a Centralita. Voy a investigar un vehículo en aparente mal estado como para estar circulando. Ni siquiera lleva placas estatales.
“Recibido, agente Divas.”
Abrió la puerta del coche patrulla con cierto ímpetu. Se palpó la funda del arma reglamentaria antes de incorporarse erguido sobre el asfalto de tierra dura de la infame carretera rural.
Desde la furgoneta, no se apreciaba el menor ruido o movimiento.
Fue avanzando con paso firme, dispuesto a dejarse oír su voz autoritaria sobre los ocupantes del vehículo.

2.
Sara Peller era la maestra oficial de Rockings, un pueblo de apenas trescientos habitantes, ubicado a quince millas de Dellamore. Era tan insignificante, que dependía de la administración local de esta última, al mismo tiempo que sus finados eran enterrados compartiendo parcelas del cementerio de San Lorenzo de Dellamore.
La mujer estaba a punto de cumplir los sesenta, cuando falleció por una mala caída desde una escalera de su casa al intentar subir al ático en búsqueda de sus juguetes de la infancia, para enseñárselos a los alumnos de primaria.
Era considerada una persona cabal, sensata, sumamente inteligente e instruida en la literatura americana, algo poco frecuente dado el carácter de gente de campo de la mayoría de los habitantes de la zona.
La pequeña iglesia de Rockings estuvo llena de asistentes dispuestos a tributar un sentido homenaje a la maestra. Igualmente, su posterior entierro en el cementerio de Dellamore tuvo un seguimiento muy notable entre los residentes del condado.
Los ritos fúnebres fueron celebrados al mediodía.
Su tumba quedó hermosamente decorada por varias coronas de flores y demás adornos fúnebres.
A las seis, el guarda del camposanto cerró la puerta de acceso de la verja, colocando desde el exterior un candado de considerable tamaño, impidiendo de ese modo que alguien pudiera acceder al interior para cometer cualquier tipo de fechoría de lo más indecorosa. En Dellamore había un grupito de jóvenes haraganes, que eran dados a gamberradas. No fuera que les diera por tomarla con el cementerio.

3.
 – ¿Qué tal, agente? Hace una mañana muy calurosa como para andar siguiendo nuestra vieja vagoneta- dijo Efeander Toodles.  No estaba acompañado en la cabina. Vestía un conjunto de vaquero con peto, sin camiseta, con las axilas a la vista. Estaba desaseado. Su sonrisa era forzada, mostrando simplemente los cinco dientes que le quedaban en las encías oscurecidas por su adicción compulsiva al tabaco.         
– Esta furgoneta, además de vieja, tiene ya todos los visos de tener que ser retirado de la circulación. Lo digo en serio. Lo siento mucho, pero aquí se queda hasta que se lo lleve la grúa municipal al desguace – le advirtió el agente Divas, ocultando su disgusto de tener que hablar con semejante persona tras las lentes de las gafas de sol.
– Venga. No nos haga esto. Es una faena gorda. Quedan trece millas hasta llegar a casa. No pretenderá que los recorramos andando. Con la que está cascando.
– Así que tienes compañía en la parte trasera – agregó Divas.
– Joder. Vale. Si. Están mis dos hermanos, durmiendo la siesta como lirones.
– No te muevas del volante, si no quieres que te vuele la cabeza, Efeander – le ordenó el ayudante del sheriff.
– Divas a centralita. He decidido poner el vehículo fuera de servicio. Necesito que venga la grúa para llevarlo al depósito.
“Recibido, agente Divas. Ahora mismo se lo tramitamos.”
–  Procedo a registrar la parte interior del vehículo, Central.
“¿Alguna sospecha, agente Divas?”
– Más que nada una inspección rutinaria, Central.
“Entendido, agente Divas.”
Divas se situó frente a las puertas medio desvencijadas. Tiró de la manilla con firmeza.
Las lentes oscuras mantuvieron su cordura por breves momentos.
Dentro de la furgoneta, se hallaban Deonor y Chatt Toodles. Estaban sentados sobre las rodillas. Cuando la luz externa penetró en la parte trasera del vehículo, diseminando las pesadas penumbras, los dos dejaron caer cuanto portaban sobre las manos, para cubrirse el entrecejo por el efecto del deslumbramiento.
– ¡Jodida puerta abierta! No veo nada, hermano.
– Yo tampoco… de momento.

4.
– Necesitamos la llave del candado, muchacho.
– ¡No pienso entregarla, malditos canallas!
– Pues ya sólo nos queda mandarte al otro barrio, y luego registrar tu cuartucho. Tarde o temprano daremos con ella.

5.
  Fueron cincos segundos de silencio. El necesario para que el agente Divas viera asombrado lo que los hermanos Toodles transportaban en la parte trasera de la furgoneta, así como para que Deonor y Chatt adaptaran su vista al chorro de luz que quedaba proyectada sobre ellos.
A un lado, estaba el cuerpo sin vida del guarda del cementerio, con la garganta rajada de oreja a oreja, y sobre las rodillas de los dos hermanos, el torso desmembrado de la fallecida maestra Sara Peller. Estaba desvestido, con un pecho al aire y el otro medio mordisqueado. Deonor volvía a sostener entre sus manos un brazo ligeramente devorado de la difunta, mientras Chatt se conformaba con la mano del otro. Ambos estaban empapados de la sangre y fluidos del cuerpo mancillado. Sus bocas abiertas, con sendos maxilares inferiores colgando, con las babas corriendo desde los labios, descendiendo por sus cuellos hasta la nuez.
El agente Divas descubrió que las piernas de la maestra estaban apartadas en una esquina.
– Es carne de muertos, agente – le susurró Chatt, entrecerrando los ojos. – Y es nuestra. No estamos dispuestos a compartirla con nadie más que no sea de nuestra familia.
Divas los apuntó con el cañón del revólver. Su corazón palpitaba frenéticamente. Repentinamente, goterones de sudor frío recorrieron su frente.
– ¡Quietos los dos! – dio dos pasos atrás y se dirigió a viva voz hacia el otro hermano, ubicado frente al volante. – ¡Y tú no te muevas de ahí! ¡Al primero que intente algo, le vuelo la tapa de los sesos!
Deonor sonrió con malicia.
– No se ponga así, agente. Además, sólo nos sirve la carne de la maestra. El otro cuerpo puede quedárselo. No tiene ningún tipo de valor para nosotros. Como dice nuestro padre, de lo que comemos, dependen nuestros logros. La maestra era muy lista, y comiendo su carne, estamos adquiriendo parte de su inteligencia. En cambio, la carne del guarda, no aporta nada. Es más, como mucho, nos demostró antes de morir, que era un gran cobarde.
– ¡A callar, he dicho! – ordenó el agente Divas.
Le temblaban los dedos de la mano libre. Quiso dar novedades por la emisora.
– Agente. No tiene de qué preocuparse – recalcó Deonor. – Sólo nos interesa la carne de los muertos. Y usted está vivo, por ahora.
En ese instante se percibió una detonación desde la lejanía.
El agente Divas dejó caer la mano libre. Luego el arma se le escapó de la mano derecha. Seguidamente se desplomó sobre el suelo, con el sombrero apartándose de su cabellera. Un orificio de bala con entrada por el parietal izquierdo y salida por el derecho, inclinándose levemente por la conexión con el hueso occipital en su parte superior refrendaba el origen de la súbita muerte del agente.
Chatt gritó alborozado.
– ¡Viva! ¡Ese es nuestro padre!
Desde el lado opuesto del arcén llegó el reflejo de la mira telescópica de un rifle de francotirador.
De inmediato llegó Efeander, jadeando por el sobresalto.
– Joder. Esta furgoneta ya no nos sirve. Por su culpa, casi nos descubre este desgraciado.
Deonor miraba la figura inerte del policía. Ensanchó los carrillos, mostrando una sonrisa de lo más infantil.
– En este momento sí que nos interesa usted, señor agente. Ese vigor que albergaba su cuerpo, ahora se transferirá a nuestro espíritu conforme consumimos su carne…

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La leyenda urbana del matrimonio rural forzado por las circunstancias.

   Existe en los Estados Unidos una leyenda urbana no muy conocida, la cual indica que cualquier hombre o mujer de ciudad que visita alguna granja solitaria de una zona rural con escasa comunicación con el exterior, puede acabar casándose en contra de su voluntad con alguno de los miembros en estado soltero de la familia que los recibe de una manera excesivamente hospitalaria.
Para el caso, el ejemplo que se expone a continuación.
(Basado en hechos reales).                



                – Usted es hombre de ciudad, sin duda, hijo.
                – Bueno, soy de Boston, pero me pateo toda la costa Este vendiendo enciclopedias a domicilio.
                – Sacará un buen dinerito dándole a la lengua, eh, pájaro.
                – ¿Cómo dice, señor?
                – Que por su labia convencerá a un montón de tontorrones para que le firmen un contrato de compra de una enciclopedia que luego no leerá nadie.
                – Yo sólo vendo las obras a los clientes interesados en adquirirlas.
                – Por cierto, ahora que me fijo, no luce usted ningún anillo de compromiso, eh joven.
                – Estoy soltero, si.
                – Y no tendrá más de cuarenta, jolines. Bien conservados además. Porque no está ni medio gordo.
                – Digamos que ando en la treintena, si.
                “Ahora si me permiten pasar para hacerles una exposición de algunas de las obras en las cuales pudieran andar interesados.
                – Como no. Pase. Así conocerá a nuestra hija única. Se llama Roménica. Tiene veinte años y pesa ciento treinta kilos…



                (Un rato después):

                – ¡Diantres, joven! No se haga el duro. Simplemente deseamos que se convierta usted en el futuro marido de nuestra pequeña sílfide.
                – ¡Ni hablar! ¡Están todos chiflados! ¡Tanto su mujer como usted mismo! ¿Cómo pretenderán que quiera interesarme por la hipopótama de su hija?
                – ¡No se ensañe con el hermoso físico de Roménica! ¿Ve usted? Ya le ha hecho de ponerse a llorar como una magdalena. Anda, Mariee, llévatela de aquí y prepárale una tila a la chiquita, mientras termino de convencer al joven Jimmy.
                – ¡Lo que mejor podría hacer es soltarme las correas que me sujetan a esta incómoda silla de hierro!
                – Va a ser que no.
                – ¿Qué va a hacer con ese brasero encendido?
                – Voy a colocárselo debajo del asiento. Verá qué pronto le hago cambiar de opinión.
                – ¡No! ¡No lo haga! ¡Ayyy! ¡Cómo quema! ¡Malnacido! ¡Mi pobre trasero!


                
(Discurren cinco minutos de tortura medieval).

                – Bueno, Jimmy, espero que tenga algo interesante que contarle a nuestra querida Roménica.
                – Yo…
                – Recuerde que la silla puede estar disponible nuevamente al instante. Y no mire a la bola de acero de cuatro kilos que tiene encadenada al tobillo derecho. Eso no se lo quitaremos en meses o incluso años. Que los de la ciudad sois propensos a divorciaros en menos que canta un gallo.
                – Yo…
                – Siga, buen hombre.
                – Señor Tyler, quisiera pedirle la mano de su hija en matrimonio.
                – ¡Toma, ya! ¡Encantado te la entregamos mi mujer y yo! Además nos vendrá de perlas la ayuda de un varón tan joven y sano en las duras labores del campo, que yo ya me estoy haciendo viejo.
                “Ahora ya puedes arrimarte a ella y darle un beso. La boda será mañana. Mi mujer ya está en camino para avisar al reverendo Brenard.
                “Desde luego que los caminos del señor son inescrutables, muchacho. ¿Quién iba a decir hace poco menos de una hora que ibas a conocer a la hermosa Roménica cuando simplemente venías para tratar de engatusarnos una inútil enciclopedia? Ja, ja, ja.


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