Locura infernal

Domingo y último día del mes de febrero. Estoy en la privacidad de mi despacho revisando un relato cuando recibo la visita más desesperante del día. Gurmesindo. Mi sobrino. Un solete de crío, más repelente que un gurú espiritual intentando convencer a mi servidumbre de adoptar una nueva creencia religiosa pagana. Buf.
– Hola, tío. ¿Qué estás haciendo? ¿Escribiendo un rollazo de los tuyos?
Niño, vete a jugar con Dominique. Ahora estoy a punto de pulir esta historia de argumento irracional.
– Dominique está encerrado en su dormitorio con sus sombras.
Pues vete a ayudarle a Bogus Bogus con la preparación de la comida.
– Tu cocinero es malo y grosero. Cada vez que me ve, me arroja un pulpo congelado a la cabeza.
Tienes a Harry…
– Me aburre dar de comer a tus miserables bichos. Y el tío es un muermo. No hace más que pucheros desde que la parienta lo mandó a paseo.
¡Vale, Gurmesindo! ¡Vete! Me estás impacientando con tu repetitiva presencia cuando me pongo a escribir.
– Dame algo de dinero para chuches y me piro.
Toma un céntimo.
– O me das diez euros o tendrás que verme dando botes a lo tonto encima de tu piano.
¡Demonios! Eres una criatura luciferina de lo más terca. Toma el dinero de tu dichoso chantaje y lárgate de una vez.
– ¡Adiós, tío! ¡Y que el relato te salga infumable!
Criajo miserable. Sus padres le están malcriando demasiado, y luego lo pagamos los parientes… Miserias del mundo.

Albert Belt se dirigió a grandes pasos uniformes hacia el cuarto de baño familiar. Pulsó el interruptor que revitalizaba el tubo fluorescente del techo, tipo circular, y se plantó en las narices de la pila del lavabo. Abrió la llave de paso del grifo con los dos pulgares redondeados como la cabeza de un martillo de bola, enjuagándose las manos y el rostro gratinado y granujiento de acné con un trapo sucio de franela que más bien pudiera pasar por la frazada del gato. El trapo, ensebado con los potingues cosméticos de la señora Fox, descasaba replegado justo debajo de la tubería del desagüe del lavabo. Esta carencia de pulcritud en otros tiempos le hubiera repugnado, pero su pusilánime aprensión remilgada quedó contenidamente aparcada en el garaje del subsuelo de su hemisferio izquierdo, toda vez que lo esencialmente importante consistía en conseguir que su tez y su piel lechosa se liberase de la capa de sangre que le recubría en forma de lunares caprichosos de tonalidades bermellones.
Al terminar de asearse, abandonó el cubículo de azulejos malva, encaminándose hacia el dormitorio situado al final del corredor de paredes color crema pastelera. Cruzó por la jamba, afrontando la oscuridad palpitante del interior con tanta torpeza, que se llevó por delante una diminuta mecedora, atropelló el “Bambi” de tamaño real, levantó una de las esquinas de la alfombra irlandesa, trazando medio giro en el aire, palmoteando en busca de poder asirse a algún saliente salvador, cayendo fulminantemente de bruces justo al lado de la camita cuna adornada con los habitantes del Mundo Disney. Se incorporó a medias pernoctando en su aturdimiento, se sacudió la cabeza para verificar si todo permanecía en su sitio, aguardó unos segundos a que los ojos se adaptasen a la penumbra, hasta encontrar los contornos rectos de la lámpara nocturna situada encima del centro de una mesa rinconera mejicana. Se arrastró hacia ella, sorteando los objetos derribados en la consumación de su cabriola circense, acuclillándose sobre sus talones. Encendió la tulipa de tela morada salpicada de siluetas deslucidas de los Picapiedra. Sonrió cansinamente a Pedro, a la vez que le daba las buenas noches a su adorada Wilma. Acto seguido se puso de pie y se miró en el espejo ovalado de cuerpo entero adosado a un armario ropero de un respetable tamaño.
Primero de frente, más tarde medio de espaldas, para finalmente observarse de perfil. De inmediato se desposeyó de la camisa hawaiana. Los lamparones que la adornaban no podían pasar por manchas de Ketchup. Era notorio que era sangre. Por lo demás no había ningún rastro de ella adherida en todo el resto de su anatomía, las muñecas, el cuello y menos apelmazado entre las raíces de su tupé vanguardista; ni sobre su camiseta de tirantes de algodón ni sobre sus vaqueros “shorts” de color caqui.
“Esto va sobre ruedas” – afirmó introvertidamente, esbozando una alucinante sonrisa de oreja a oreja, quedándosele remarcados los hoyuelos de las comisuras de los labios.
En efecto, para sus pretensiones nefandas, todo le había salido a las mil maravillas.
La hora intempestiva.
La soledad del momento.
La nula resistencia de la víctima.
Dios Santísimo, si encima los propios padres de Henry le habían allanado el camino al escogerle como su canguro particular…
Aunque a fuerza de ser sinceros, habría que reconocer cabalmente que fue Albert Belt en persona quien se ofreció como tal, demostrando un gran interés y derrochando litros de dosis de convicción, granjeándose la simpatía de la pareja, facilitando con ello que le pusieran al cuidado del simpaticón y regordete retoño.
– Esténse tranquilos. Disfruten de la velada en el “Regardiè”. Dispongo de toda la noche libre – les había dicho.
Cierto.
Completamente fidedigno en su declaración de principios. La noche era enteramente suya.
Quiso persuadir a los Fox sobre la idea loable pero innecesaria de querer recompensarle con una escueta cantidad monetaria en virtud de las horas que iba a derrochar en la vigilancia del sueño de Henry.
– No hay porqué.
– Venga. Venga. Quédeselo – insistió el señor Fox, estrujándole el billete negro de diez dólares, donde Hamilton era un mero busto sin rostro reconocible.
Albert contempló el viejo billete, seguramente emitido en la década de los cincuenta, aunque mirase donde mirase, no constaba la fecha de emisión.
– Si no hace falta. Con que me presten una vieja revista del “People”.
– Como quiera…
Antes de que Robert Fox cambiase de intenciones altruistas, Albert se lo resguardó en el bolsillo trasero de los “shorts” estilo André Agassi en su época de tenista profesional.
Diez miserables dólares casi caducados.
No era mucho dinero – en efecto NO LO ERA -, pero ellos adujeron prosaicamente que como el pequeñuelo apenas tenía un año de constantes vitales, no tendría mucho trabajo que lo empalagase. ¿Qué tipo de trabajo llevadero? Lo típico relacionado con estos casos de abandono infantil: cambiar los pañales nada más apreciar un cierto tufillo agridulce en el ambiente de la sala, aplicarle polvos de talco “Johnsson´s” en el culito terso, darle el biberón de leche templada al “Bourbon”, y antes de ponerle a dormir con el perro Snoopy, entonarle una serenata atosigante de gallos destemplados, engarzando de carrerilla con la escena estelar y truculenta de la noche, el seccionamiento de su cuello uniforme con el cuchillo eléctrico. ¡Sencillísimo, colegas de la morgue!

– Adiós, “zampullín” nuestro – el señor Fox le frotaba la barriguita siempre antes de salir de casa.
Al bebé, nunca hacía tal cosa con Albert.
Y el bebé, en este caso despidiéndose de mamá, decía:
– Gu – gu.
– Diles adiós a tus papaítos, Henry – le susurraba Albert al oído, sosteniéndole en volandas, viendo congratulado como los Fox bajaban por las escaleras del rellano.
“Diles otra vez “gu – gu”, Henry…
– Gu – gu.
– … porque ya no los verás más.

Albert Belt cumplió recientemente la mayoría de edad otorgada legalmente al estado de Nueva York. La efemérides de sus veintiún primaveras daban por cobijo a un maníaco de estimable graduación etílica. Un breve pero esclarecedor recordatorio de su feliz infancia hasta el momento presente sería tal como sigue.
Al poco de aprender las funciones motrices, caminando erguido como la mayoría insigne de los bípedos mamíferos de alto coeficiente de inteligencia, empezó a sobresalir aventajadamente mostrando sus destrezas. En un principio sintió una especial predilección por morder a diestro y siniestro, y practicando para perfeccionar su estilo en búsqueda de la dentellada perfecta, se cebó con los muñequitos de peluche del entorno familiar de “Winnie the pooh”, interesándose paulatinamente por las protuberancias faciales de los seres MÁS ALTOS, allegados íntimos del “zampullín” Albert, despuntando parcialmente la nariz de su progenitor de un mordisco canibalesco y arrancando de cuajo el lóbulo de la oreja derecha de su santa madre. Tratado bajo un estudio exhaustivo por parte de un pediatra licenciado en Vancouver, este a su vez asesorado por la vasta experiencia de un especialista en los trastornos infantiles de ascendencia chipriota, fue de cierto modo enderezado en los subsiguientes años, hasta que la curvatura del gráfico de su estabilidad mental llegó a ser tan inestable, que terminaría por explotar como un neumático Dunlop al rajarse con la punta de un cristal a doscientos por hora. Las consecuencias fueron absolutamente desastrosas para él, para la familia que le arropaba y por qué no airearlo, para la entera seguridad del Mundo Moderno.
A la edad de diez años se vio súbitamente impelido a empujar un carrito de supermercado atestado de compras pendiente abajo por una calle de dos direcciones para alegría de los talleres mecánicos de los seguros de los coches implicados en el desastre, repitiendo el hecho un poco después, con la salvedad de que en esa ocasión lo que arrojó cuesta abajo se remitiría a una silleta de bebé con el infante correspondiente “al volante”. Fue internado en un reformatorio estatal durante un año bisiesto. Nuevamente en la calle, a los quince años asaltó con unas podaderas de setos un banco agrícola, destrozó una cabina telefónica adaptada a las condiciones de los minusválidos en silla de ruedas y fue asistiendo a las clases de la escuela primaria dos días salteados a la semana. A los dieciséis golpeó con una barra de hierro oxidado a una anciana en el pie aquejado de un ataque efectivo de gota, y achicharró las inexistentes vellosidades del brazo de un niño monaguillo de la iglesia de Saint Merrick con la colilla humeante de un cigarro puro habano. A los diecisiete se vio impulsado por una fuerza externa cuasi mística a maltratar a la profesora de Ciencias con un pollo de goma. Fue por consiguiente expulsado a perpetuidad del colegio. Prendió fuego a un buzón de correos y repateó a base de bien la mascota en forma de iguana de una tortillera cegatona. A los dieciocho se declaró ateo confeso, renegando de la religión protestante. Adoptó tendencias radicales y de signo xenófobas, y para mayor vergüenza, oprobio y escarnio de sus legítimos padres (por si todo lo anterior no hubiera bastado ya para haberle aislado eternamente del hogar paterno), dejó entrever que sus inclinaciones sexuales se iban encauzando hacia el territorio prohibido y depravado de la zoofilia, lo que representaría la definitiva ruptura del nexo familiar.
Era incompatible con ellos.
No había santa forma de que le “comprendieran”.
“Están chapados a la antigua. Ellos fueron educados convencionalmente. Lo cual les hace creer a ciegas en el binomio heterosexual “hombre-mujer”.”
La disyuntiva de tener que elegir entre ellos y sus tendencias perniciosas fue tomada con la abrupta brusquedad de un tosco leñador canadiense al talar un abeto centenario. El día que quedará inexorablemente marcado con hierro candente en los anales de la historia contemporánea americana, Albert se vio sorprendido en la intimidad de su dormitorio por la ilegítima intromisión de su padre, aún a pesar de haber colocado el evasivo letrerito de “PROHIBÍDO EL PASO A EXTRAÑOS, Y MUCHO MENOS A LOS CONOCIDOS”.
– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, desvergonzado? En nuestra casa no tolero a ninguna de tus amiguitas mini falderas que se pasan todo el día fumando mariguana barata de contrabando… – le espetó el pobre hombre aún sometido a la cordura.
Se arrimó colérico a la cama, tironeó de la manta y la sábana…, y observó, primero estupefacto y después descompuesto, como además de la presencia en cueros vivos lógica de su hijo, acompañándole no estaba la esperada amiguita medio hippie.
No, no, noooo…
Ni tampoco se vaya a pensar desaprensivamente que le hacía compañía a su hijo una “loca” vodevilera.
No, nooo…
Colmándole de atenciones terrenales, bufando y gruñendo como un poseso, estaba la traza y figura primitiva de un primate. Su hijo agnóstico, militante activo de la facción fascista de “Los Hijos de Goering”, se lo estaba pasando de lo lindo con un chimpancé tirititero. El muy majadero estaba encima tan pancho, exhibiendo esa sonrisilla libidinosa.
– Pecador.
“PECADOR. Has vendido tu alma al diablo. Deseas arder en el infierno como una tea de pez.
– Bueno, qué se le va a hacer, tronco… Al menos, ya lo sabes de una puta vez…
Su padre, indignado ante tamaño dislate, no tardó en abalanzarse sobre el bicho peludo, agarrándole por la carne consumida de los omoplatos, para seguidamente arrojarlo por el hueco de la ventana abierta (vivían en un décimo piso), contemplando satisfecho la defenestración del mono.
Desde abajo llegaría la voz deformada y airada del vecino del quinto derecha, que a todas horas solía presumir de las prestaciones de su “Mercedes Black Shield”:
– ¡MI COCHE!
“Pero… Pero…
“¿Pero QUÉ le han hecho al techo de mi coche? ¿Y QUÉ COÑO ES ESTE MANOJO DE PELLEJO Y DE PELOS MARRÓNCEOS?
Su padre se volvió hacia su primogénito, sonriendo gélidamente:
– Ahora llega tu turno, Hijo de Satán.
Sin retardar más su aseveración, agarró el bate de béisbol de los Cardinals y se dispuso a calentarle las nalgas y las costillas flotantes de su hijo a base de bien.
La tremenda y brutal paliza – el bate acabó astillado – no le haría de trastocar sus gustos singulares. ODIABA poderosamente a las mujeres y a los niños pequeños. Sentía una terrible, inalienable y cada vez más creciente fobia en contra de todos ellos.

– Henry bien que lo sabe. Vaya, vaya si lo sabe. Ju-ju-ju… – murmuró Albert, acompañado de una débil carcajada.

Al día siguiente de la tunda maderera, decidió dejar el hogar familiar antes de que ellos le echaran a patada limpia, alquilando un piso en un edificio franco de la calle Denford, en una de las arterias cavas de Manhattan Sur. El alquiler era aparentemente asequible para su debilitada economía: ciento veinte dólares semanales. Claro que así era el piso: treinta metros cuadrados de cómodo espacio, saturado de humedad, goteras flemáticas y cañerías flatulentas. Dormitorio polifuncional. Podías hacer en él de todo: desde dormir a pierna suelta, cocinar el rancho, saltar a la comba con la cadenilla de la cisterna del inodoro, contemplar embobado la televisión empotrada en la pared, leer una de las revistas porno del revistero, hasta admirar la panorámica de la bahía subido encima del borde de la cornisa de la ventana emulando el poderío de un Tarzán urbano, todo ello salpimentado con la elevada fauna consistente en unas cucarachas del tamaño de un alpargata, las termitas devoradoras de la madera del ascensor, las polillas del armario ropero y las moscardas invasoras de la boñiga del perro del rinconcillo del rellano, cerca de la salida de incendios, que por cierto estaba atrancada con un par de maderos claveteados. El dinero lo extraía de sus menguados ahorros personales, más la suma pecuniaria obtenida de la ejecución de insignificantes trabajillos como el actual de niñero “degolla gallinitas”.
En una de esas ocupaciones laborales, llegaría a ejercer de profesor de inglés básico particular de una damisela italiana de buena cuna. Harto de recibir chismorreos por parte del mayordomo de la familia acerca de las bonanzas físicas de las cuales gozaba la exuberante ragazza, resolvió comprobarlo en el mismo estadio de los Yankees y no a través de la retransmisión televisiva de la CBS. Armándose de valor machista, y con ausencia de premeditación (los ataques de furia incontrolable no partían de él, sino de su Alter Ego psicosomático), intentó en vano consumar en una fría tarde de otoño el acto heroico de sajar en una ablación eufemística uno de los pezoncillos respingones de la joven con la intervención decisoria de una cuchilla de afeitar de filo mellado y semi oxidado, sorprendiéndola enmarañada entre los brazos de su amante secreto, envuelta entre los velos condensados del vapor emergente de la pera de la ducha. Por extraño que pudiera parecer, ninguno de los implicados en el ataque quiso atreverse a denunciarle.
“Quizás influyera el condicionante de que descubriera sus sentimientos más desaforados” – intuyó en su momento, sucumbiendo ante la chica universitaria que satisfacía los impulsos lúbricos de la latina, rogándole encarecidamente para que no difundiera la primicia a una revista sensacionalista, estableciendo el acuerdo que ellas dos harían la vista gorda sobre su acometida sádica con cuchilla de afeitar en ristre. Finalmente optó por dejar el empleo repelido por la imagen desasosegante de la ducha. Una relación “mujer-mujer” le producía urticaria en la espalda.
Tras andar divagando por aquí y por allí sobre su futuro contractual, lograría establecerse con un empleo en principio definitivo. Se trataba de la multinacional de reparto SOID. Le ofertaban 400 dólares semanales limpios de polvo y paja. El trabajo consistía en llevar el reparto de un volumen de libros en una furgoneta similar a las que conducían los carteros rurales. Los ejemplares al parecer destilaban religiosidad fanática por los cuatro costados, toda vez que figuraba impreso en cada una de las perceptivas portadas una estilizada cruz con el Dador de Vida y Esperanza clavado sumisamente. Lo estrambótico, peculiar y novedoso estribaba en que la susodicha cruz estuviera editada bocabajo, con El Salvador grotescamente invertido como los palos de golf en su bolsa de piel de vaca, enarbolando una sonrisa caricaturesca cercana al disfrute del tormento que le fue impuesto por los romanos. Albert pasaría por alto esta particularidad obscena, dedicándose a su labor de repartirlos por toda Manhattan.
Un día le llamó el Jefe de la Sección Sur.
– Quiero que me hagas un trabajito, Belt – le dijo. – Ganarás una cantidad respetable en dinero negro por ello.
– ¿No tendré que repetir el Juramento Apócrifo, verdad? Es desagradable que te pinchen los brazos y las piernas con alfileres de tricotar, como si fueras el muñeco de cera de una bruja de Salem.
– No habrá repetición de fidelidad infinita, Belt.
– Entonces no tengo nada que objetar.
El Jefe le estuvo observando mientras cargaba el furgón con las cajas que contenían el lote de libros de la cruz invertida.
– Cuando termines de introducir toda la mercancía en la furgoneta, pásate por mi despacho.
– De acuerdo, Jefe.
Y continuó acumulando las cajas en la parte posterior del vehículo.
Cuando hubo acabado, se acercó a la oficina del Jefe, interesándose por el asunto.
Querían un niño precoz.
Un ejemplar que no superase los dos años de edad.
Dos mil quinientos dólares sellarían el pacto, mil por adelantado.
Ese fue el motivo principal por el cual había aceptado los diez míseros dólares de la familia Fox. Los Fox residían en el apartamento contiguo al suyo. Los veía todas las mañanas y todas las tardes. A Robert Fox en sus idas y venidas del empleo de fontanero por cuenta propia. A Susana Fox yendo y viniendo de compras, tirando arduamente de la silleta de mecano tubo de Henry. Atento al crujir de los zapatos y al taconeo presuroso. Escrutando a través de la mirilla indiscreta de la puerta, atento al gorjeante “gu – gu” expectorado por la cosilla sonrosada embutida en su pijama de pana.

– SOID necesita un niño, Belt – le hizo saber el día anterior su superior.
– ¿Un… niño?
“¿Para qué coño necesita un niño? – inquirió Albert, mostrándose intrigado hasta los huesos.
– No puedo comunicártelo. Es…”confidencial”.
– Ya sabes de sobra que puedes confiar en mí.
El Jefe de la Sección Sur se rascó su protuberante nariz verrugosa. Tras unos efímeros segundos de indecisión, reconvino en matizar tenuemente los detalles:
– Verás, Belt. Lo necesitamos estrictamente para los fines del… accionista principal de la empresa. Requiere un primerizo con urgencia. SOID lo reclama en las condiciones estipuladas en la última reunión de autos.
– Comprendo.
“Lo sintonizo.
“Y, ¡cojones! Alucino. Sois en realidad una secta – Albert estaba a favor de la fomentación e implantación de todo tipo de creencia flipante. Le encantaba cómo confundían a la juventud…
El Jefe dio un sonoro puñetazo encima del escritorio de su despacho. Se le tensaron la mayoría de los músculos del rostro. Enarcó las recias cejas, llevándose uno de los lapiceros del cubilete a la boca, mordisqueando el borde.
– Belt, “lea mis labios”…
“SOMOS mucho más que una simple y mediocre secta del carajo. Significamos mucho más.
“Infinitamente más.
Farfullando entre dientes, partió el lápiz justo por el centro con el apoyo de un dedo anular.
Albert se encorvó como un sauce llorón, reculando la vista hasta las punteras de sus zapatillas deportivas. Tragó saliva.
“glup”
Había herido a su Jefe de sección con su bochornosa apreciación personal.
Por extensible, había herido e irritado a SOID.
“No – noo.”
“Pero QUÉ TORPE SOY. QUÉ TORPE…”
Destrozado y deshonrado por la frescura aldeana de su lengua viperina, recogió el rabo entre las piernas igual que un zorro apaleado en las cercanías de una granja avícola, cabizbajo en su retirada. Pero su Jefe aún debía de comunicarle otra cosa antes de que ahuecase el ala. La postdata de la misiva papal. Lo fundamental del encargo.
– Belt, el niño ha de ser entregado con vida. SOID es muy exigente al respecto. Ha de estar vivo.
“V -I- V – O.
Estaba bien explícito que si no cumplía con este condicionante, todo lo demás resultaría baldío. No valdría para nada. Equivaldría a CERO. NULIDAD ABSOLUTA.

“¡Cristo!” – bramó Albert para sus adentros.
Corrió alocadamente por el pasillo central, dirigiéndose hacia la sala de estar.
La cuna de mimbre estaba ensangrentada, al igual que el parque donde acostumbraba el pequeñuelo a jugar con sus juguetes de peluche cuando sus padres estaban atendiendo los quehaceres de la vida adulta.
Desvió su atención desquiciada hacia el lugar evocador donde reposaba el cuerpo inánime de Henry. Parecía estar dormitando angelicalmente, recogidito encima de la alfombra étnica amerindia que cubría el parqué flotante del suelo.
Estaba tan natural en la pose, encantador…
Cuan lastimoso era que le faltase la linda cabecita.
– Madre mía… ¿Dónde está su cabeza?
“¿DÓNDE? – gritó Albert, crispado.
El infante proseguía tumbado sobre el suelo, despatarrado y remojado sobre un charquito de sangre que iniciaba ya su proceso natural de coagulación, como si fuese una hogaza de pan tierno en un bol que contuviese leche cremosa.
– ¡Su cabezaaa…! – berreó Albert, mesándose los cabellos ensortijados.
Buscó por toda la estancia, incidiendo en los lugares más recónditos, pero la preciosa y diminuta cabecita no aparecía por ninguna parte.
Salió de la salita empleando solemnes zancadas de grulla, con el sudor corriéndole por la frente ceñuda y por las piernas peludas. No tenía más remedio que revisar todo el apartamento a conciencia, habitación por habitación.
Para desesperación suya, comprobaba exaltado que lo que más anhelaba hallar no se encontraba en el fondo desinfectado del cubo de la basura de la cocina. Tampoco estaba encima del televisor del dormitorio del matrimonio Fox, ni dentro del espectral lecho marino del acuario de peces plateados de la biblioteca. Ni tan siquiera se guarecía en el interior del congelador del frigorífico.
– ¡LA CABEZA! – aulló en una letanía escandalosa.
– ¿Se quiere callar de una vez? – le llegó el ruego del vecino del piso superior.
– ¡ES QUE BUSCO UNA CABEZA, JODER!
– ¡Que se calle, tío impresentable!
– ¡CABEZAAA…!
– ¡QUE CIERRE LA BOCA DE UNA VEZ, DESGRACIADO, O LLAMO A LA POLICÍA!
– ¡Ahh…!
Retornó a la sala de estar. Lo que quedaba del chavalín seguía rebozado en el charco de sangre. Albert se aproximó al cuerpo decapitado, se arrodilló encima de la alfombra empapada, sujetando la manita derecha del niño entre sus dos manazas.
– ¡Bastardo! Dime dónde está tu condenada cocorota. ¿Dónde?
“¡Venga! Dímelo… – masculló enfurecido, agitando el cuerpo inerte de Henry arriba y abajo como si estuviera ondeando una bandera nacional en la quinta avenida durante la celebración del cuatro de julio.
En ese preciso instante de desenfreno irracional, se le iluminó la mente con la potencia energética de un faro costero.
Recordaba.
Rememoraba los hechos acaecidos media hora antes.
Todo afluía a su conciencia con la pureza de un río serpenteante y contaminado por la evacuación química de una central nuclear.
– Si. Eso es. Ya te tengo.
Dejó caer el cuerpo maltrecho dentro de la cuna, para salir del salón y precipitarse como una flecha de cerbatana hacia la despensa.
Revisó entre los estantes…, y ahí estaba.
La cabeza de Henry Fox dormitaba solazmente dentro de una olla a presión.

“SOID LO REQUIERE CON VIDA, BELT”
“VIVO. ¿ME ENTIENDES?”
“LO QUIERE CON EL CORAZÓN PALPITANTE”
“NOS LO EXIGE…”
“VIVO”
“V – I – V – O”

Ese era el requisito que le había impuesto el Jefe de la Sección Sur de Manhattan.
Las frases perseverantes revoloteaban dentro de su cráneo de cavernícola como una bandada de gorriones errantes por entre las bóvedas ruinosas de una iglesia abandonada, produciéndole una infernal jaqueca. La migraña sólo remitiría si preparaba una tortilla de cuatro huevos de avestruz, aderezada aromáticamente con un frasco de pastillas masticables “Bayer”.
– Ya sé. Sé cómo solucionar este entuerto – se dijo, sonriendo aun a pesar del dolor de cabeza.
Rebuscando en la cesta de costura de la señora Fox se esmeró en dar con una aguja y su correspondiente carrete de hilo.

El Jefe de la Sección Sur de Manhattan se vio en la obligación plausible de despachar con rigurosidad ejemplarizante al subordinado logístico nº 245768/ZAB, conocido por Albert Belt, empleando para tal contingencia cinco balazos en la perforación del bajo vientre.
Mohamed Al-Sir, el subordinado infiltrado nº 245690/ZFR, un enorme afroamericano de dos metros de estatura y ataviado con indumentaria marinera – aún estaba de servicio, cumpliendo con la Patria -, entró en el despacho para llevarse el cadáver mientras su Superior Jerárquico desenroscaba el silenciador de la “Mauser”. Una vez guardado el arma en uno de los cajones de doble fondo del escritorio, se dejó repantigar contra el respaldo de su sillón de cuero negro.
Estaba muy contrariado. Sobre todo enfadado. Pero que muy, muy cabreado.
Para desahogarse de la bilis aglutinada en su interior efervescente, recurrió a la tradición de blasfemar tres veces seguidas en alto, sin importarle que se le oyese con nitidez al otro lado de la puerta.
¡Dita sea!
SOID no recibiría el niño.
SOID iba a encolerizarse por la falta del sacrificio quincenal.
Y al no poder consumarse este, RODARÍAN CABEZAS.
SOID no iba a contentarse simplemente con la aplicación de un leve tirón de orejas.
No – no – noo…
El Jefe de la Sección Sur consolidó su mirada vidriosa por segunda vez en el absurdo y aberrante objeto traído por Albert. La “cosa” permanecía tirada en el suelo de mala manera.

– Aquí tiene el niñato, Jefe.
“Edad de la ofrenda: quince meses – le había dicho el subordinado nº245768/ZAB, para terminar agregando: – Y no se crea que por su aparente fragilidad externa denote su inactividad operativa. Para que vea, está más vivo que “Bugs Bunny”.

El estúpido e incompetente de Albert había recurrido a la unión de la cabeza de un niño – en este caso el de Henry Fox – con el cuerpo de un muñeco robot que funcionaba a pilas, mediante la aplicación de unos cuantos zurcidos insustanciales. Había sustituido la pella del muñeco andarín por la cabeza del niño gorjeante.

Uno de los dedos ásperos de Albert apretó el resorte digital que existía en la espalda del muñeco, cercano a la rabadilla. Este emitió un zumbido, empezando a moverse pesadamente como un elefante reumático, haciéndole concebir ciertas esperanzas de éxito.
Un pasito
Dos pasitos
Tres
Y la cabeza de Henry se soltó de sus costuras, rodando por el suelo como si fuera un melón en oferta.
– ¿Sabe lo que le digo, Belt?
– No, Jefe.
– Afortunadamente para el porvenir artístico de los mentores de “Bugs Bunny”, este sólo es un personaje de dibujos animados.
– No puede ser cierto. Si el otro día le vi en Macy´s obsequiando a la chiquillería con caramelos y globitos de aluminio…
Albert vio como su Jefe extraía la “Mauser” de uno de los cajones del escritorio.
– Belt, ¿qué es lo que estoy empuñando en estos instantes?
– Una pistola, Jefe.
– ¿Y qué crees que voy a hacer con ella?
Belt se quedó pensativo.
– Recastañas… Pues encenderse un puro. He visto un par de encendedores similares al suyo.
– Demonios, Belt, que hasta en los preámbulos de tu muerte me tengas que salir con una sandez.
Sin esperar a más, vació el cargador en el abdomen liso de Albert Belt.

Definitivamente, SOID iba a enojarse con la Sección Sur.

Al día siguiente, la Sección Sur de Manhattan desapareció del mapa como si nunca antes hubiese existido.

La charlatana


CENA ESPECIAL DEL VIERNES. Invitado honorífico:
OBIWAN1977

MENÚ DE LA NOCHE:

Entrantes- Lechuga podrida con espárragos pasados de moda
Primer plato – Ojos de búho con salsa parmesana
Segundo plato – Empanada transilvana rellena de sanguijuelas rebosantes de sangre humana
Postre – Cuajadas de leche de hiena hembra
El festín se hará acompañado de selectos caldos, estilo Vino Marqués de Sade 1785

-Una vez cenados como El Amo manda, el lector de Escritos de Pesadilla seleccionado para tal ocasión, en este caso, un tal Obiwan1977, será sometido a tortura…
digo, se encargará de leer en voz alta por un megáfono el relato escogido por nuestra Excelencia, El Señor de la Oscuridad Pútrida y Nauseabunda.
O sea, el que nos hace trabajar a destajo y cada vez nos recorta más el salario, el muy…
¡Dominique! No te vayas por los cerros de Úbeda.
– Nada, señor. Que nuestro invitado se dispone ya a graznar con todas sus fuerzas el relato de LA CHARLATANA…


NEW HAMPSHIRE LINES

NUEVO ACCIDENTE LABORAL MORTAL
(AZT Agencias, Exeter, Estado de New Hampshire, 29 de abril de 2009)

El quinto accidente laboral con resultado mortal para el trabajador en New Hampshire, ha tenido lugar esta madrugada, a las 2:05, en la planta de fermentaciones de cerveza Ludmeister. El fallecido, Levander Collors, de 45 años, era el encargado del turno nocturno. Por razones que aún se desconocen, el trabajador ha sido hallado ahogado en el interior de una tina de fermentación de cinco mil litros. La policía local está abriendo una línea de investigación, pues se sospecha que más allá de un desgraciado contratiempo laboral, pueda haber ciertas connotaciones de una negligencia imprudente por parte de alguno de los empleados de la fábrica. También se está evaluando las medidas de seguridad disponibles en la empresa con respecto a los miembros de la plantilla de Ludmeister en materia de prevención de riesgos laborales.

Estaba furioso consigo mismo. Una nueva oportunidad perdida. Sus poderes infinitos eran lesivos para sus congéneres. Si no conseguía controlarlos, jamás podría convivir con ellos. Sería un completo inadaptado. Un bicho raro.
Aunque en esta ocasión no fue por perder el empleo. Más bien por no haberlo conseguido. Aquel hombre no aceptaba ofrecimientos de parte de nadie para formar parte de la plantilla sin que antes intentara presentarse ante los de Recursos Humanos. Él trató de eludir ese filtro. La tensión siempre había podido con él en las entrevistas de selección de personal. Por alguna razón u otra, tendía a perder la compostura, y por ende, las posibilidades de ser contratado.
Sin trabajo, no había ingresos.
Así de claro.
Por eso estaba tan impaciente en la obtención de un puesto de trabajo.
El encargado no se avino a razones, y su furia emergió a la superficie como la aleta intimidante de un tiburón en las cercanías de una playa atestada de bañistas.
Afortunadamente, nadie le vio acompañando al encargado el rato que estuvo tratando de convencerlo para que le contratara directamente sin tener que antes entregar su currículum al departamento de Recursos Humanos de la cervecería. Su terrible reacción iracunda pasó inadvertida para todo el mundo, menos para el infausto encargado del turno de noche.


Beatriz Longer era una de las empleadas de limpieza del centro comercial Buy at Low Prices (BLP), en Dover. Se ocupaba de todas las mañanas a las siete y media, y de lunes a sábado, de dejar limpio como los chorros de oro dos de los locales de la galería comercial. La buena mujer tenía cincuenta y cinco años. Estaba casada y con cuatro hijos. Optimista por naturaleza, y de verbo fácil, le encantaba hablar hasta por los codos con todo el mundo. De hecho tenía una gran amistad con el veterano guarda del tuno de mañana en el centro comercial. Este era Brian Willing. Estaba en su último día de trabajo antes de tener que jubilarse a los sesenta y cuatro años. Ambos se llevaban de cine. Brian tenía su puesto justo a la entrada de la sala de ventas, al lado de la galería comercial, y muy cerca de uno de los dos locales que Beatriz tenía que limpiar a conciencia con la escoba, los trapos para quitar el polvo y la fregona.
– Así que hoy es tu última mañana, eh, Brian – dijo Beatriz, abandonando la tienda para hablar con el vigilante. De hecho, lo hacía con excesiva frecuencia. La limpieza de los dos locales le tendría que llevar como mucho una hora, y ella tardaba dos porque se entretenía charlando cada dos por tres con Brian.
– Sí, señora. Ya está bien. Llegó la hora de descansar y disfrutar algo de la vida, Bea.
– Jolines. Te voy a echar mucho de menos, muchacho.
– No te quejes. Seguro que mañana a esta misma hora le estarás dando la vara al que me esté sustituyendo – Brian le guiñó el ojo derecho con malicia.
Beatriz se llevó las manos a los costados, simulando indignación.
– Oye tú, que yo no me vendo tan fácil.
“Por cierto, ¿ya sabes quién viene en tu lugar?
– Ni idea. Bueno, por lo que me ha comentado el Inspector, debe de ser un chico joven. De treinta años más o menos. Y nada más. Ni sé cómo se llama, ni si está casado, ni si estuvo en Irak con los Marines…
– Carajo. En fin, mañana le conoceré. Eso si, será muy difícil que sea una persona tan agradable como lo eres tú, Brian.
– Me vas a hacer sacar los colores en las mejillas, señorita.
– Mira este. Que estoy casada y a mucha honra.
– Si, sería muy mala señal que a tu edad aún estuvieras soltera y sin compromiso.
– Serás desvergonzado.
– Ya ves, yo es que no me contengo contigo, ja ja.
– Ay, Brian. Te voy a echar un montón de menos. Ven un beso casto de despedida en la mejilla, caracoles…
– Como tú mandes, chiquilla.

El traje le quedaba a la medida. Se contempló su imagen en el espejo de cuerpo entero del vestuario. Se arregló el nudo de la corbata.
Perfecto.
Era el día de la euforia. El inicio de una nueva vida.
Su oportunidad de recuperar por fin la autoestima en sí mismo en el estreno de otra ocupación laboral. Y sin haber tenido que pasar previamente por el doloroso trámite de una entrevista de trabajo. Cierto es que en el mal retribuido sector de la seguridad privada, siempre había puestos disponibles. Por ello fue seleccionado de manera directa.
Iba a ocupar una vacante dejada por un guarda que había llevado casi veinte años seguidos en el mismo servicio. Ayer hizo su último día, antes de la merecida jubilación.
Su tarea era en principio sencilla. Permanecer quieto en su sitio durante doce horas. De pie. Controlando la entrada a la sala de ventas mientras el centro estuviese cerrado al público, como luego durante su apertura en el resto del día.
Tirado de fácil.
Eso es lo que había pensado.
Al iniciar el turno, informó de ello por la emisora a la central. De inmediato se ubicó en su puesto. Eran las seis de la mañana.
Los empleados iban entrando, pasando por su lado. Le saludaban, y él, tratando de no irritarse, les devolvía el mismo con cierta cortesía.
Respira hondo, se decía.
No la cagues.
Ahora tienes un trabajo.
Hazlo bien.
Discurrieron las primeras dos horas. Las suficientes para entender que su tarea iba a ser consecuentemente aburrida y rutinaria.
Mejor. Así mantendría la calma con facilidad.
Aunque a lo mejor, cuando fuesen a abrir el centro a partir de las nueve de la mañana, la clientela empezaría a buscarle las cosquillas con preguntas absurdas y quejas que nunca vendrían a cuento. Sin olvidar a los chistosos y a los ladronzuelos de poca monta.
Aspiró profundamente. Se fue relajando en previsión de que luego pudiera sentirse algo agobiado por la presencia de los clientes.
Cerró los párpados para contemplar una oscuridad artificial durante diez segundos.
Entonces…
– Hola, muchachito.
Qué…
Abrió los ojos y giró el cuello hacia su izquierda. Una de las mujeres de la limpieza, en concreto la que estaba limpiando desde las ocho menos cuarto de la mañana la pizzería situada al lado de la entrada a la sala de ventas, era quien había tenido la osadía de interrumpir su fase de meditación.
– Eres el nuevo. El que sustituye a Brian – continuó la buena mujer.
La miró ceñudo.
– ¿Quién es ese tal Brian? – preguntó, desconcertado.
– El anterior vigilante. El que estaba en tu puesto.
– Ya. Si. No tengo el placer de conocerle.
– Qué pena. Es un hombre majísimo. Ahora está jubilado. Llevándose la vida padre. Qué suerte tienen algunos.
– Bien.
Perfiló una media sonrisa.
Bueno. La presentación ya está hecha. Ahora la señora de la limpieza vuelve a la pizzería y yo sigo aquí plantado como un pino. Tranquilo. Sosegado. Sin perder los estribos.
Pensó que todo estaba ya bajo control.
Al menos así fue durante los próximos diez minutos.
Hasta que…
– Oye, muchacho. No me has dicho cómo te llamas.
Apretó los puños con fuerza.
De nuevo volvió el rostro hacia aquella charlatana.
– Soy Jerry.
La mujer prorrumpió en una risotada escandalosa al escucharlo.
– ¡Ay, qué gracia! Como Jerry Lewis.
– No me apellido Lewis.
– Me imagino. Además no tienes tanta edad. ¿Cuántos años tienes, Jerry?
Esa falta de intimidad.
La excesiva curiosidad ajena.
Todo ello le sumía siempre en una incomodidad extrema.
Se atusó el cuello de la camisa.
Empezaba a sudar por la nuca.
La miró, tratando de disimular su irritación más profunda.
– Tengo treinta y dos años.
– Vaya. Eres un poco más mayor de lo que me dijo Brian. Él me aseguró que tendrías treinta como mucho.
– Le repito que no conozco de nada a ese Brian. Es imposible que él supiera mi edad concreta.
– Ya, eso te piensas tú, chaval. Brian es un lince. Siempre da en el clavo.
Los poros se le estaban dilatando. Estaba ya en plena fase de transpiración.
La angustia.
Los nervios.
Se revisó el nudo de la corbata por enésima vez.
La señora de la limpieza escrutó su figura con un único ojo, entrecerrando el otro. Le apuntó con el mango de la escoba, como si este fuera el dedo acusador de un miembro de la inquisición española.
– Oye, Jerry. Ese traje que llevas te da mucho calor. Estás sudando demasiado.
– No hace calor, señora.
– No lo niegues, chico. Yo lo entiendo. Es tu primer día aquí. Todo el mundo, cuando se estrena en su nuevo trabajo, tiende a pasarlo mal y a ponerse algo nervioso.
“Por mí no te cortes. Si tienes calor, quítate la chaqueta y quédate en mangas de camisa. Al menos hasta que se abra el centro. Nadie te dirá nada por eso. Brian siempre lo hacía cuando tenía calor.
Sentía las pulsaciones acelerándose en ambas muñecas. Su corazón trepidaba.
Le dolían los ojos. La cabeza.
Se le aceleraba la respiración.
– Oye, Jerry. Te estás poniendo rojo como un tomate. Espero que estés bien. Aunque si ves que estás agobiado por tu primer día de trabajo, puedes salir un rato fuera a tomar el aire. Seguro que te recuperas en un periquete.
La carne debajo de las uñas de los dedos de las manos se le pusieron blanquecinas. Apretó los dientes con tanta fuerza en las mandíbulas, que los hizo rechinar.
Los dedos de los pies estaban doblados dentro de los zapatos.
– Jerry… No me cuesta nada acercarte un vaso de agua. Seguro que con un poco de bebida, te repones un en un santiamén.
Se volvió con rostro enfurecido hacia ella.
Sus ojos la contemplaron con una furia irresistible.
Concentró sus deseos en la figura de la mujer de la limpieza.
Unos deseos que finalmente fueron cumplidos.

NEW HAMPSHIRE LINES

EXTRAÑO ACCIDENTE DE TRABAJO EN EL CENTRO COMERCIAL BLP DE DOVER
(John Rogan, Dover, estado de New Hampshire, 15 de mayo de 2009)

Una trabajadora de limpieza de la empresa Cleaning 24 Hours, ha sido hallada en estado inconsciente frente al local donde estaba ejerciendo sus labores de limpieza.
B. L., de 55 años de edad, fue encontrada en las inmediaciones de una pizzería con quemaduras de avanzada gravedad. Al parecer, debió de sufrir las consecuencias de una agresión superficial por la mezcla de los componentes de dos productos de limpieza incompatibles entre si, formando una reacción química que le llegó a afectar en un noventa por ciento de alcance en el rostro, principalmente en la boca, vista y músculos faciales. Según testimonios de dos de sus compañeras de trabajo, la afectada, a resultas de los efectos del ácido, tenía los labios sellados entre sí como si fueran cera derretida, y otro tanto sucedía lo propio con los párpados y la zona de los pómulos.
Nada más llegar los servicios de emergencia, fue trasladada con carácter urgente al Hospital de Dover, para ser tratadas sus quemaduras faciales de tercer grado. Su estado en general ha sido considerado como muy grave.

Ni un día le duró el trabajo de guarda de seguridad en el centro comercial.
Estaba muy alterado.
Se puso el chándal y salió a correr por el parque. Tenía que liberar toda la frustración y la tensión acumulada en el sistema nervioso.
Porque ni siquiera el hecho de haber hecho acallar a aquella señora tan charlatana de manera definitiva le había dejado del todo satisfecho.

El anhelo de la muerte

Bueno, siervos del horror nefando.
– ¡Si, Amo nuestro que nos eterniza el sufrimiento hasta la llegada de nuestra propia muerte!
Bravísimo. Estais mejorando. Dentro de unos años hasta infundireis algo de miedo…
Como iba diciendo, el siguiente relato es algo peculiar. Como buen norteamericano, me siento orgulloso del legado literario dejado por Edgar Allan Poe. En este caso quiero homenajearle a él, y a su consorte, pues tuvo la pérdida de su mujer muy tempranamente. El personaje del relato no es Poe. Hago ese inciso. Es en el tipo de escrito, donde intento acercarme siquiera a los talones de semejante maestro de las letras.
– Entonces seguro que la pifia, mi Amo.
Gracias por el apoyo incondicional, Harry.
Ahora llega la dedicatoria general para mis queridos compañeros, quienes tuvieron el atrevimiento de entregarme un montón de premios.
“El anhelo de la muerte” va dedicado a Thundergirl, Joan Montane, Mar, Obiwan1977, Ramón Ferrera, Marian y El Teju.
Va por ustedes, mis queridos compañer@s.

Cuán complicado resulta asumir la soledad eterna.
Ingrata y demoledora en los sentimientos más profundos tributados a la persona amada con quien se ha convivido durante tantísimos años plenos de felicidad y regocijo mutuo.
El hogar donde resido está marcado por la unidad invisible de mi profunda melancolía.
Me hallo apartado y distante de todo contacto externo que implique relacionarse socialmente con seres de mi misma condición humana.
En esta tesitura estoy por mi propio deseo.
Desde la marcha de la mitad de mi alma comprensiva, el dolor gélido de su ausencia más sentida se ha adueñado en su integridad bajo la coraza donde se alberga mi corazón palpitante.
Mis comidas son frugales.
Mis descansos de recuperación física, ínfimos, pues de noche apenas dormito.
De día no hago más que recorrer sumido en el pesar los incontables pasillos y corredores de mi lar, deteniéndome ante los retratos donde ambos aparecemos juntos y dichosos.
Noto zonas de la casa donde hay una fuerte impregnación de mi querida y añorada consorte. Cuando me aproximo a estas áreas, despliego los párpados y sumido en la oscuridad, la busco.
¡Te siento!
Comento en voz alta.
¡Siénteme tú!
Insisto.
Mis anhelos, parcos en palabras, son repetidas por la reflexión de las ondas sonoras de las paredes.
Está en ese instante conmigo.
Pero no me responde.
Algo la retiene…


La soledad.
Una angustia insufrible.
Hace tiempo que me deshice del servicio doméstico. Su presencia me era insoportable.
Esta casa.
Este lugar.
Pertenece a ella.
El espacio no merece ser ocupado por personas ajenas a mi devoción.
Cuando transito frente a los espejos, veo mi porte.
Cada vez transmito una imagen más enfermiza.
Lo se.
Más no me importa.
A veces sonaba alguno de los teléfonos dispuestos por la casa. En un principio, descolgaba el auricular, anhelante, esperando escuchar la voz aterciopelada y hermosa de mi querida mujer. Más eso no sucedía. Decepcionado, opté por arrancar los cables.

Silencio.
Eso es lo que busco.
Silencio.
La única manera de poder percibir alguna sílaba el día en que se atreva en replicar a mis devotas palabras donde solicito su regreso.
Las semanas discurren.
Noto debilidad.
No ingiero comida, quitando alguna pieza de fruta.
Beber, me limito al agua.
Estoy extremadamente delgado. Ahora me desplazo por los rincones de la casa apoyado en muletas.
Es cierto que cada vez camino menos. El escaso rato que reposo en mi lecho, lo sustituyo por permanecer sentado en el sillón de la sala. Contemplando fotografías ajadas donde ambos aparecemos inmortalizados hasta el fin de los tiempos.
Suspiro.
Cierro los ojos.
¡Amada mía! ¡Vuelve!,
grito.
El tiempo pasa lentamente.
Los días son similares.
Mis lágrimas, muchas.
Mis fuerzas menguan.
Ya mis piernas no se dignan en sostenerme ni con la ayuda de las muletas. Decido por tanto permanecer acostado.
Pasan más días.
No sueño.
No duermo.
Mi respiración es sutil.
La pesadez de los párpados es notoria.
Mi propio fin está cercano.
En un hilo de voz evoco su presencia por enésima vez.
¡Este sufrimiento es interminable!
¡Ven, querida mía!
Tengo las cuencas desbordadas de lágrimas dignas de compasión.
La visión es similar a estar sumergido bajo cualquier tipo de sustancia líquida transparente.
Bajo esta visibilidad borrosa, una silueta conocida se acerca al costado de mi lecho.
Con dificultad me giro para contemplarla en todo su esplendor.
Sonrió al fin.
Me emociono.
Ella me toma de las manos.
Su tacto es frío.
Pero para mí es de lo más reconfortante.
¡Por fin has vuelto!, le digo.
Ella no contesta.
Sólo me acaricia.
Mientras me dejo sosegar por su roce, cierro los ojos y relajo los labios.
Es la hora de recuperar el tiempo perdido en su ausencia.
Algo me dice que en esta ocasión la unión de ambos será para toda la eternidad.
En ello confío.
En ello creo.

Gracias a Todos

Más premios de parte de mis adorables invitados. En este caso, como son de la misma cadena de los tres premios otorgados primero por X-pressions, no voy a repetir su colocación.

Lo que haré será dar a conocer los nombres y apellidos, con el enlace correspondiente de los blogs de quienes me han vuelto a obsequiar con semejantes dádivas.

Premios Cute-Cute, ERES GENIAL!! y PREMIO BLOG VIP, otorgados por
Diseño Gráfico con Photoshop, de Ramón Ferrera

Premio ERES GENIAL!!, concedido por
Todo lo que soy, de Marian

Premios Cute-Cute, ERES GENIAL!! y PREMIO BLOG VIP, entregados por
tu blog de curiosidades EL TEJU, de El Teju

A todos ellos, de nuevo mi agradecimiento más HAPPY.
Y decir, que el relato que sigue arriba, está dedicado a todos cuantos me han premiado en estos días recientes.
Aunque quiero apostillar algo (de cara a mi servidumbre, para mantener mi prestigio incólume como personaje más siniestro de Pamplona, la Negra -por su eterno cielo nublado-).

Bogus Bogus, Harry y Dominique (me falta el sobrinete Gurmesindo, quien afortunadamente está pescando pirañas en el lago junto con su querido padrecito):
Deciros que tanto premio menoscaba mi fama como malo malísimo, por lo tanto, en los próximos días tendremos que redoblar nuestros esfuerzos por incrementar el grado de terror en mi horrendo castillo.
– Pague más, y será correspondido.
Dominique, cierra la bocaza…

Premios recibidos por X-pressions

Bueno, chicos. Una compañera nos ha obsequiado con unos cuantos premios.
-¿Quién ha osado semejante tropelía?
Dominique. Castigado un año sin postre por ser un desagradecido integral.
La súper simpática X-pressions es quien ha tenido a bien otorgarnos cuatro premios. Uno está ubicado en el sidebar, compartido por otros tres excelentes compañeros que también nos hicieron entrega del mismo: el premio Kreativ Blogger. Hablo de Joan Montane, de Abuso Sexual Infantil, de Mar, de la Red Social – La Solución y de Obiwan1977, de Nuevo Brevemente.

– Eso está muy bien. Eso es que te quieren mucho. En cambio a mí no me quiere nadie desde que mi esposa me dio la patada.
Harry, el premio es para todos, no sólo para mí. Soy vuestro Insuperable y Férreo Amo de la Noche Eterna, pero ello no significa que no sepa compartir los premios recibidos.
– Mejor súbenos el salario.
Bogus Bogus, métete en la cocina y a guisar, que es lo tuyo.
Bueno, hoy hay un poco de desorden. La gente está ligeramente excitada al ver tanto premio junto.
Aquí coloco los tres restantes que nos entrega la sinpar X-pressions.

Ahora el quid de la cuestión es seleccionar a seis compañeros blogueros para recibir los premios, creando así una cadena de agradecimiento eviterna.

Veamos, hay tantos y lustrosos, que en esta primera entrega he seleccionado a los siguientes:

1.- Historias de Nuestra Historia, de Félix.
2.- La portería de Nela, de Nela.
3.- Holocausto en Español, de Nikkita.
4.- Sal o Pimienta, de Meg.
5.- Enigmas, de Despe.
6.- Ven y tómate un café con Cafeína, de Cafeína.

Ahora sólo nos queda contactar con los agraciados para darles la buena nueva.
Y desde Escritos de Pesadilla, chorretones de gracias X-pressions por tanto regalo.

En agradecimiento, decirte que el próximo relato va a ser dedicado a ti, como a Joan Montane, a Mar y a Obiwan1977. Los cuatro os lo mereceis. Un abrazo de mamut para este cuarteto calavera, je, je.

Desesperación

Bueno, por fin se ha marchado el trasto de Gurmesindo. Realmente, no tengo espíritu de niñera. Soy un solterón empedernido. Con mis soledades y mis egoísmos. Mis aficiones deleznables, y mi mal humor característico. Eso es lo que soy, y por algo vivo en este castillo, con la compañía de mis sirvientes.
Por cierto…
¡Harry!
Ah, ya llega mi reciente fichaje. El cuidador de las bestias. Y también mi bibliotecario personal, je je (aprovechando la época de crisis, y el desempleo abundante, le encomiendo más tareas de las que le corresponden en su contrato laboral).
– Sí, mi amo…
Te veo triste.
– Echo de menos a mi mujer, mi amo.
Ya, pero no creo que quiera recuperarte, más teniendo en cuenta tu confusión del día de San Valentín con el de Halloween.
– Ya. Bueno. No fue para tanto. Si ni siquiera la achicharré en la hoguera. Sólo fue una representación con mis colegas de los Ángeles del Infierno.
Bueno. Quien quiera ponerse al día con las desventuras de Harry, que lea el relato publicado el susodicho día de los enamorados, buf.
Veamos, Harry, mi sobrinete Gurmesindo me ha dejado mal sabor de boca al escribirme un relato, no de terror, si no de humor.
– Tiene usted un sobrino infumable. Ojalá lo atropelle un tren de alta velocidad.
Todo se andará. Deseo quitarme el regusto amargo que me ha dejado su terrible cuento, leyendo una historia más acorde con Escritos de Pesadilla. Así que acércate a la biblioteca y tráeme algo mínimamente interesante.
– Vale. Obedezco, aunque le recuerdo que soy el cuidador de los animales. Esto en teoría no forma parte de mis funciones. Por 300 euros mensuales a jornada completa, no pienso…
Calla, y haz lo que se te ordena. Si no, te despido. Hay quinientos criminales anhelando ocupar tu lugar.
Qué chico más solícito. Y rápido. Ahí viene con el relato.
– Aquí tiene, pedazo de… digo, mi amo.
Parece una historia interesante. Si me gusta, te doy la tarde libre.
– Como si quiere irse al infierno…
¿Decías algo, Harry?
– Nada, nada…

Era un llanto.
De desesperanza.
Representaba la derrota.
El fin de la demencia.
– ¿Dónde crees que vas? – le llegó la voz sibilina y repulsiva de Ácatos. – Hiciste el juramento. La firma lleva tu propia sangre. No puedes retractarte. Ni echarte atrás.
Caminaba a pasos presurosos. Por dondequiera que fuera, Ácatos le seguía.
Se alejaba de su hogar. No podía retornar a él. A su interior. A lo que en ello ahora moraba…
La gente le miraba al pasar entre tropezones por la multitud. Era de día en la gran urbe. La hora punta de la mañana en que los niños y los jóvenes iban a sus estudios y las personas mayores a sus ocupaciones laborales.
– No sufras más.
Se lo decía a sí mismo.
Sus zancadas eran amplias.
Pasó varios pasos de cebra sin preocuparse si había tráfico circulando en las inmediaciones. Recibió varios reproches de transeuntes a los que golpeaba con sus codos y sus manos.
Estaba ya desenfrenado.
– ¡Vuelve, bastardo! Sellaste el pacto – le chilló Ácatos, airado.
Era una locura.
En el momento de la pérdida de su mujer y sus dos hijitas en el accidente de autobús cuando viajaban a ver a los padres de su esposa, todas sus creencias religiosas dejaron de tener sentido. ¿De qué le servía tener un buen puesto en el equipo de redacción del periódico, si acababa de perder a lo más preciado de su vida? En un arrebato de locura, no quiso que se celebrara ningún funeral, ordenando simplemente la cremación de los restos de su familia en completa soledad.
Entonces llegó él.
En una ocasión, una compañera mejicana le dijo que él era una persona muy sensitiva, proclive a la percepción de ciertos fenómenos extrasensoriales. En aquel momento se rió con ganas. Seguro que tendría madera de un buen vidente, le dijo, sonriente. Meses después sucedió la tragedia. A los pocos días empezó a sentirse observado. Pensaba que sería algo propio del reciente duelo. Hasta que una tarde, en su dormitorio, se presentó aquella sombra profunda llamada Ácatos. No tenía forma humana ni de animal. Era informe. Le insinuó que podría hacerle recobrar vida a sus ancestros fallecidos. Todo a cambio de un contrato. La venta de su alma.
Firmó sin dudarlo. Susana. Elenita. Margarita. Su bella mujer y sus dos hijas. Las necesitaba de vuelta… Su propia sangre selló el pacto.
Pasaron las horas. Los días. Casi una semana. Ácatos no había cumplido, por tanto no le debía nada ni a él ni a su amo y señor de las sombras perpetuas…
Llegó una noche. Eran las once y media. Estaba terminando de cenar.
Fue cuando por fin regresaron.
Todos sus ancestros.
De generaciones anteriores.
En estado cadavérico y descompuesto.
Los abuelos.
Los tíos y tías.
Primos cercanos y lejanos.
Sus propios padres.
Susana.
Elenita.
Margarita.
Toda una generación de sus apellidos.

Continuaba caminando.
Entonces avistó el puente del ferrocarril. Con su pretil. Apresuró más su caminar. Se encaramó sobre el borde, dispuesto a caer al abismo. En ese instante se acercaba un tren mercancías.
– ¡Si mueres antes de tiempo, te haremos de sufrir lo inimaginable! Aún te necesitamos con vida para que hagas la misión que tenemos pensado encomendarte – le rugió Ácatos.
Pudo escuchar sus amenazas con claridad.
Poco le importaban.
Miró hacia abajo.
Calculó el instante en que pasaría la locomotora por debajo del ojo del puente, y con las pocas fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia el frente, dejando caer su cuerpo al bendito vacío.

Mala suerte al cuadrado

Hay que ver. Qué monada de sobrinito. Gurmesindo Vientre Podrido. A sus nueve años, es un niño superdotado. ¿A que sí, majete?
– Que te den.
Eso me encanta de ti, Gurmesindo. Tu lenguaje diáfano y sincero. Eres digno hijo de tu madre. Ven aquí, que te haga cosquillas en el sobaco. Verás cómo te ríes de una puñetera vez en tu aún corta vida.
– Déjame en paz, viejo.
Sólo tengo cuarenta años, Gurme.
– Y eres más feo que un mapache fugado del laboratorio de un científico loco.
Dejemos las sutilezas, niño. Toma este folio y este bolígrafo. Estoy expectante por comprobar si tu mente calenturienta nos obsequia con un relato de los tuyos. Que Eleonora, tu mamá, me dice que eres un escritor en ciernes.
– Te escribo cuatro chorradas, y a ver si así me dejas en paz de un vez. Que tengo ganas de mear.
Ay. La infancia. Quién pudiera recuperarla.
Vaya. Sí que lo has escrito en un santiamén. Mientras Gurmesindo riega los cactus del vestíbulo, procedo a leerles su ocurrencia literaria…

Diego López nunca había creído en el tema manido de la mala suerte hasta aquella mañana en que estaba presenciando el desfile de parte de los integrantes del Circo Popof de Tirana por la avenida principal de la pequeña localidad donde él vivía. Había mucha gente concitada, gente mayor y principalmente los niños pequeños acompañados de sus padres. Diego estaba subido aferrado en lo alto de una farola para verlo todo desde una perspectiva privilegiada. Aunque tuviera ya cuarenta años, seguía siendo muy habilidoso para encaramarse a los árboles y similares. Todo iba de perlas. Pasaron ante él los malabaristas, los payasos, los cocodrilos bien amarrados por el domador, un cortejo de bailarinas del vientre… Entonces llegó la jirafa. Su cabeza pasó a la misma altura que la de Diego, y por algún motivo extraño, le dio por mordisquearle la oreja derecha. El pobre hombre llamó la atención de todos con sus alaridos de dolor. Se soltó del cuerpo de la farola y cayó justo en el centro del asfalto por donde discurría el desfile. Despatarrado como estaba, justo al girar la cabeza vio la enorme pata de un elefante que iba a posarse sobre su desdichada figura…
Tuvo suerte. Tan solo sufrió una cantidad considerable de politraumatismos, además de una pierna fracturada, más cuarenta puntos de sutura en la nalga derecha, pues fruto de la impresión, al domador de los cocodrilos se le soltó una de las correas y el ávido reptil cerró con firmeza sus mandíbulas en la zona más blanda y jugosa de Diego.
Se puede decir que desde esa fecha infausta, Diego López aceptaba la existencia del infortunio con la misma facilidad que uno se declaraba hincha acérrimo del Madrid o del Barcelona.

El conjuro

Esta madrugada se me ha ocurrido dar un breve garbeo por el ático. Simplemente acompañado de la lumbre tenue y mortecina de mi candil de mano, fui recorriendo la angosta estancia, apartando infinidad de cortinas de telarañas, y resguardando mis fosas nasales y la propia boca con un pañuelo de fino encaje para evitar estornudar y toser por el polvillo levantado. En un momento dado, di con una carpeta de tapas viejas y acartonadas. Por los bordes asomaban unos cuantos folios, y en uno de ellos, el que más me llamó la atención por el pentáculo dibujado en la parte superior derecha, un conjuro de lo más tenebroso. No es necesario decir que desde su descubrimiento, mi primer deseo era compartir su contenido con ustedes, mis fieles lectores. Y aquí se lo tiendo, para que lo lean entre susurros…

Oh, cuánta maldad aún emana de Tadeus Dorph.
Su sibilina presencia queda manifestada en el entorno de su territorio marcado por la locura implantada en su diabólica mente. Impregnando cada rincón. Cada ángulo.
“Yo no soy realmente malo” – osas murmurar con voz deteriorada y mecanizada en la cinta recogida de tu psicofonía.
¡Malvado, hijo de Satanás! Reconoce tu sino y haz que tu esencia repose definitivamente en la penitencia del averno. No comentes tu estado en presente. Fuiste una úlcera sangrante. Una enfermedad devastadora para tus semejantes. Tus allegados más directos sufrieron las consecuencias de tu iniquidad. Afortunadamente tu reinado de dolor y muerte llegó a su fin con la intervención de nuestros antepasados. La del pueblo liso y llano. La justicia fue tomada por sus manos, cierto. Pero es que tú, Tadeus Dorph, no merecías mejor final que el arrebato de la multitud al lapidar tu cuerpo con una lluvia de piedras y la contundencia de las estacas. De esto ya hace más de dos siglos, Tadeus. Tu espíritu errante está fuera de lugar en el momento presente. Has de aceptar la sepultura eterna. Y afrontar el castigo impuesto a tus crímenes.
Tus padres.
Una hermana.
Dos primas de corta edad.
Todos erradicados por la malevolencia de tus instintos animales.
Te encantaba el sabor de todos ellos.
El olor que desprendían al amparo de las llamas de la hoguera.
Tu apetito trascendía toda tolerancia cristiana.
La carne humana era tu deleite.
Aún así, te repito, Tadeus, que todo forma parte ya de tu pasado.
Te conjuro a que abandones este lugar para siempre.
Que dejes de atormentar con tu presencia a los inquilinos de esta casa.
Abandona este plano secuencial de la vida.
Es hora de reunirte con seres semejantes a tu condición.
Vete.
Ahora.
Tadeus.
Y descansa, si puedes, en el sitio que te corresponde.
Para siempre jamás.
Toda la eternidad.
Amén.

Un corte de pelo definitivo

Hum… Este Harry le veo un poco descuidado en su aspecto externo.
¡Dominique!
– ¿Diga?, mi amo.
El nuevo empleado precisa de un buen corte de pelo. Fíjese en sus greñas. Parece casi un mamut.
– Del todo de acuerdo, señor. Pero decirle que tijeras no tengo. Las últimas se le rompieron a Bogus Bogus descuartizando al perezoso que está cocinando para la invitada especial Nikitta, de Holocausto Español.
¡Cómo! Ese cocinero es demasiado rudo. Voy a tener que rebajarle más el salario.
En fin. Hágase con las podaderas de jardinería. Servirán igualmente.
Ahora que ya se va mi mayordomo, les dejo que lean con plena concentración los renglones torcidos de mi siguiente relato.

Marjorie escrutó con sus ojos castaños la sala de estar. Como había previsto, su hijo Jim estaba allí echado de lado sobre la alfombra de lana echándole un amplio vistazo, al parecer por la amplitud de su sonrisa satisfecha, con entera dedicación a las fotos más picantes de una revista play boy.
Jim era el hijo único de la familia Levinson, con diecisiete años recién estrenados la semana pasada. Como tantos otros golfillos de su misma edad pertenecientes a una condición social y económica por encima de la clase media acomodada, pasaba más tiempo interesado en vestir a la última moda, acudiendo el fin de semana al polideportivo para disfrutar viendo una nueva victoria de su equipo favorito de balonmano, llamado este “Los Ociosos”, jugando una partida de billar americano en el Teodoro´s Bar y entreteniéndose con algunos amigos en la búsqueda de alguna extraña criatura de melena larga y luciendo buen tipo con minifaldas sugerentes.
Su madre se acercó en completo silencio hasta situarse detrás del sofá. Erguida desde su porte pudo observar a su hijo ofreciéndole la espalda. El ruido característico producido al pasar la hoja pegajosa de una revista indecente la hizo de fruncir el ceño, disgustada. Agraviada por la frescura de Jim, tosió a propósito, haciéndole reaccionar, volviendo su cabeza hacia el origen del sonido seco, dejando momentáneamente en el olvido la revista apartada encima de la mesilla de vidrio situado entre el sofá y su cuerpo.
– ¿Qué quieres, mamá? ¿No ves que me encuentro muy atareado? – preguntó con sorna.
Marjorie rodeó el sofá y la mesilla situándose frente a su hijo. Se puso de cuclillas, alargando la mano derecha para tocarle el pelo castaño que le llegaba hasta los hombros.
– ¿No crees, Jimmy, que ya va siendo hora que te des una vuelta por la barbería? Que yo sepa, no estamos viviendo en plena jungla, ni yo poseo el espíritu aventurero de Jane. Eso sí, verte con esta pelambrera me pone en la inmensa duda si en vez de estar criando a un muchacho rebelde, estamos intentando domesticar en vano a la mona esa que siempre acompaña a Tarzán.
– Chita, madre – Jim guiñó su ojo derecho con desdén.
– Eso. La mona Chita – Marjorie permaneció pensativa unos segundos, como si su mente estuviera distraída por culpa de la interrupción de Jim. Tras morderse una uña, pudo recobrar el hilo de la conversación: – Volviendo al asunto relacionado con tu querida mata de pelo, si todavía te das prisa, puedes llegar a tiempo antes de que cierren la barbería. Así para cuando hayas vuelto, tu padre ya habrá regresado de la reunión que está manteniendo con los directivos de la constructora Purvis Ltd. A la vez yo aprovecharé para visitar el supermercado y hacer unas compras de última hora.
“Cuando tu padre te vea con otro aspecto diametralmente opuesto al que exhibes ahora, seguro que se quedará asombrado y feliz de poder reconocerte por fin como su hijo legítimo.
Jim se removió con desgana sobre la alfombra, quedándose sentado con las piernas extendidas y las manos apoyadas en el suelo. Miró a su madre, e intentando expresar una seriedad de la que carecía, dijo:
– Con una condición innegociable. Me pagas tú el corte. Yo estoy sin blanca desde ayer, en que me gasté mi último dólar.
– Claro, Jimmy. Ya te lo pagaré gustosa. Pero a ver si ahorras, hijo, en vez de dilapidar la paga semanal en bebidas, cigarrillos y revistas pornográficas. Realmente, no entiendo cómo tu padre te permite comprarlas. Tu nivel intelectual no se verá incrementado, como no sea que algunas preguntas correspondientes a tu examen de anatomía humana se refieran a las cualidades físicas de las chicas de Penthouse.
– No es que haya ningún truco raro, mamá. Simplemente que papá también las revisa de vez en cuando. Si no me crees, ve a curiosear en los cajones del escritorio de su despacho. Te aseguro que te llevarás una sorpresa descomunal, ja ja – Jim repitió el guiño con el ojo derecho.
Marjorie emitió un sintomático bufido y se puso de pie. Se acercó a su bolso que estaba sobre uno de los brazos del sofá y buscó su billetera. No tardó nada en ofrecerle un billete seminuevo de veinte dólares.
– No tengo billetes más pequeños. Arréglatelas con este, pero el cambio me lo devuelves, que se que te sobrarán unos cuantos dólares. Nada de gastarlo… – su madre esbozó una amplia mueca burlona. – Nada de gastarlo en un crecepelo de los que anuncian en la tele, ¿de acuerdo?
Jim se guardó para sus adentros la observación acerca de la escasa vis cómica de su madre.
Simplemente respondió:
– Si. Claro, madre. Yo soy de fiar.

Jim se puso con bastante desgana la cazadora de cuero negro que adquirió en el período de una campaña publicitaria televisiva de la marca irlandesa Dublin Design, saliendo de casa.
Aunque ya era ciertamente mayor, la idea de ir de excursión a la barbería no le gustaba ni un “pelo”. Recordaba con cierta tristeza la visita más reciente hace cosa de cinco meses. Su soberbia melena sufrió tal ataque virulento por parte del barbero y de sus diabólicas tijeras, obligándole en el mes siguiente a tener que llevar puesta sobre la cocorota una gorra de béisbol de los New York Yankees para de ese modo evitar ser el hazmerreír del colegio.
Aparte de este factor psicológico y de autoestima muy fundamental, odiaba la barbería por el dueño de la misma. Este era muy amigo de su padre, al que tuvo el placer de conocer cuando visitó un bloque de edificios viejos y en estado de ruina que iban a ser derribados para luego aprovechar el solar con la construcción de una estructura de oficinas. Decir que en uno de aquellos pisos decrépitos vivía por aquel entonces el peluquero y su familia, llegados desde la distante Albania. Jim nunca llegó a entender cómo llegarían a entablar una amistad que aún perduraba. Este amigo de su padre, llamado Ivanias Tonkeski, tenía la inveterada costumbre de hablar hasta por los codos, dándole la pelmada explicándole los pormenores de por qué había huido de Albania hacía veinte años. Que si había participado en manifestaciones en contra de la dictadura, formando barricadas en las calles más céntricas de Tirana, lanzando cócteles molotov a los carros blindados, escupiendo directamente en la cara a más de un soldado represor, golpeando con palos con clavos en la punta a los cuartos traseros de la caballería montada antidisturbios, y más patrañas por el estilo, que finalmente culminaría en su fuga atravesando media Europa hasta poder obtener el visado de entrada en los Estados Unidos con toda su familia como refugiado político. Pero Tonkeski no era la gota que colmaba el vaso de la paciencia de Jim siempre que este frecuentaba su negocio. Uno de los refranes que solía recitar el bueno del señor Ivanias era el referido a que cada idiota tiene un semejante que le supera en estupidez. El barbero tenía como semejante a Andrea Kostas Papanolekospoulos, griego de nacimiento. Este, con la excusa de querer ayudar en la barbería realizando la ardua labor de barrer con la escoba el pelo que caía al suelo procedente de las cabezas de la clientela, aprovechaba para largarles mil y una historias referidas a sus ancestros, a su país de origen, a su equipo favorito de baloncesto, el Aris de Salónica donde jugaban el dueto mágico formado por Gallis y Yianakkis, y como no, realzando las virtudes del yogur griego. En fin, era una máquina parlante, tan perfecta, que no necesitaba uso de que le dieran cuerda.
Lentamente y sin pausa, Jim se encaminaba a su destino final. Cruzó en diagonal la calle Denford, dirigiéndose hacia la Seven Tigers. Apresuró un poco el paso dejando detrás de si los números pares de varios portales. Transcurridos escasos segundos se quedó frente a la puerta de la famosa barbería “Ivanias Ton.”. Se rió al pensar que el hombre estaba gordo, pero en absoluto pesaba una tonelada.
Su sonrisa desapareció al instante.
El local estaba cerrado.
Un cartelito colgado al otro lado del cristal de la puerta lo decía bien a las claras.
Jim masculló unas palabras ofensivas, añadiendo un violento porrazo a la puerta con el puño cerrado de la mano derecha. El vidrio aguantó impertérrito el impacto, mientras la piel de los nudillos se levantó levemente. Jim volvió a soltar una palabra malsonante, y hubiera persistido con una lista entera emulando a la de la compra de su madre en el Wallmart si no hubiera sido por la interrupción de la voz pastosa que escuchó a la altura de su nuca.
– ¿Desea el señorito pasar una apacible noche en una celda dotada de un catre duro y un inodoro sin asiento donde poder sentarse para aliviarse los intestinos? Además disfrutarías con la panorámica estrellada. Decirte que las estrellas las verías por los efectos de mi porra en tu mollera de grillo, hijo.
Jim se dio la vuelta adoptando una pose de rebeldía juvenil, encontrándose ante el respetable cumplidor de la ley en el barrio donde residía, el agente Spity (cumplidor de que se hubiera abolido la ley seca, ja ja). En realidad se trataba de un idota presuntuoso que solo alcanzaba a rebasar con la ayuda de alguna influencia familiar la estatura mínima exigida para ingresar en el cuerpo de la policía local. La fisionomía de Spity se complementaba con una respetable barriga motivada por los ingentes filetes de ternera masticados e ingeridos y la cantidad ilimitada de cerveza trasegada a lo largo de los años como cliente asiduo de la taberna Luna Pálida.
El buen hombre daba vueltas a su porra, mostrando su amarillenta y desigual dentadura al advertir que el granuja mal hablante que estaba arremetiendo contra la propiedad privada de Tonkeski, era Jim Levinson.
– Vaya. Si eres tú. Ciertamente con esa pinta que llevas es fácil confundirte desde la distancia con un drogadicto – hizo pasar levemente la porra por encima de la poblada cabellera del muchacho. – Vienes a darte una buena rapada, ¿no, Jim? Pues el local está cerrado.
– Ya lo veo. Tengo ojos y también se leer – respondió Jim con acritud.
– Tonkeski está de luto. Su mujer murió esta madrugada. De un ataque fulminante al corazón.
Spity apartó la porra y la guardó en el cinto de su uniforme. Apuntó con el dedo índice de la mano izquierda hacia el sombrío semblante de Jim.
– Tendrás que cortártelo otro día, chaval. Si, otro día. Mira que tienes mala suerte. Por fin que te has decidido a venir, el bueno de Tonkeski no está por la labor de trabajar hoy. Bueno, a ti te dará igual que esté cerrada. Daría el coste de una velada en una pizzería italiana a que no tenías ni pizca de ganas de ver cómo el barbero iba a tener que recurrir a unas podaderas para dejarte medio decente. Pero como tu mamaíta te habrá obligado bajo la condición de no dejarte ver el capítulo especial de Tom y Jerry, no te quedó otra, eh, niño.
Jim dirigió una mirada devastadora a Spity. Apretó con fuerza sus puños, sintiendo un ligero dolor motivado por la incrustación de las uñas de los dedos en la piel de las palmas de las manos.
– Oye, bobo – explotó. – Si llevo de esta guisa el pelo es porque me da la real gana. ¿Entendido, sapo tripudo?
Spity se indignó al oír el último calificativo peyorativo dado por Jim. Apretó los dientes, asiendo al joven por los hombros, y empleando toda su fuerza, lo sacudió de lado a lado.
– Mira, maldito melenudo de mierda. No te detengo por ser tu padre un pedazo de pan, pero te aseguro…, pero que bien asegurado, que pronto tendrás noticias mías de una forma u otra. Verás qué noticias – dicho esto, lo soltó con brusquedad, marchándose del lugar a paso lento y bamboleante.
Jim escupió una flema en el suelo. Se quedó ahí de pie hasta sosegarse un poco. Enrabietado, dirigió su mirada hacia el cartelito del cierre de la barbería.
La palabra remarcada en letras mayúsculas continuaba desafiándole.
Entonces Jim lo tuvo claro.
Decidió ir en busca de otra barbería que estuviera abierta a esas horas.
Simplemente era
cuestión de orgullo.

Jim estuvo durante veinte minutos recorriendo la zona a paso casi de legionario en busca de una barbería que estuviera abierta a esas horas. Cuando ya empezaba a notar el cansancio propio de la trotina dispensada a sus piernas y tenía la intención de emprender el camino de regreso a casa, divisó una peculiar callejuela, la cual se cruzaba con parte de la calle Deskale. Se acercó hasta la entrada. Desde la acera alcanzaba a ver a lo lejos un cilindro en posición vertical común en muchas de las tradicionales barberías el cual utilizaban a modo de llamativo reclamo. Se lo estuvo pensando durante bastante rato si era conveniente o no intentar cometer la heroicidad de llegar hasta el local. Desde luego el ecosistema particular de la callejuela no ofrecía ningún tipo de garantía. Comenzando por la fauna local en forma de prostitutas parlanchinas y escandalosas, los drogadictos bajo los efectos del crack y los mendigos simulando dolencias físicas para conseguir unas míseras monedas de un centavo, pasando por el estado lamentable del asfalto, de las aceras y los edificios en general: todo era desolador.
Las fachadas de los inmuebles ofrecían innumerables desconchados y grietas ramificadas por todas las superficies como si recientemente se hubiera padecido los efectos de un terremoto de cierta entidad en la escala de Richter. De los alféizares de cada vivienda pendían tres o cuatro cuerdas mal tensadas utilizadas para tender prendas de ropa hechas harapos y empapadas, sin ni siquiera haber sido escurridas a mano: al permanecer continuamente en la sombra y sin un soplo de aire eficaz, tardarían una eternidad en secarse. Otras ventanas tenían las persianas de listones de madera bajadas del todo, como si los propietarios de los pisos tratasen de quedarse aislados del mundo que les rodeaba. Las bolsas de basura, cajas de embalaje vacías y demás restos escatológicos aparecían esparcidos por doquier. El olor era excesivamente penetrante y húmedo. Y las personas que deambulaban por ahí se lanzaban gritos e imprecaciones unas a otras en una lengua desconocida para el chico.
Al final Jim salió de su indecisión inicial, decidido a intentarlo. Al fin y al cabo, había una compensación materialista relacionado directamente con el corte del pelo. Al tratarse de una peluquería miserable, el coste del mismo iba a resultarle más barato. Calculó que por lo menos podría llegar a ahorrarse dos o tres dólares (dinero que no llegaría a ver su madre cuando le entregara los cambios, je, je).
Se internó con paso ligero y decidido por la jungla decadente de la callejuela. Mientras recorría el camino en dirección hacia la susodicha barbería, le llamó la atención que ninguno de los extraños lugareños se percatase o incomodase por su presencia en su especie de territorio comanche. Le resultaba perturbador que nadie le molestase, dada su impecable vestimenta y su peinado estilo Beatles. Sólo le faltaba llevar un cartelito que pusiera: “soy un hijo de papá con veinte pavos en el bolsillo”.
Sin dejar de vigilar de tanto en tanto sus espaldas, consiguió presentarse ante su objetivo final.
Ahí lo tenía bien en frente de las narices.
La dichosa barbería.
¡Pero qué barbería!
Su aspecto exterior era mucho peor que el ofrecido por los edificios colindantes. La fachada estaba por completo deslustrada, con impresionantes desconchados. El famoso cilindro de barbería con sus espirales rojas y blancas estaba mugriento por el conjunto del polvo grisáceo y los excrementos de insectos y deyecciones de los pájaros. Ambas lunas de los escaparates tenían los cristales en tal estado de opacidad que le imposibilitaba la visibilidad del interior del local. Arriba, sobre la marquesina, figuraba el cartel con luces de neón fundidas, formando el nombre del local:
“El Corte Definitivo”.
– Venga ya. Lo que es definitivo es el cierre de semejante antro – se dijo Jim, cariacontecido por la segunda decepción consecutiva de la tarde.
Hay ocasiones en que uno nunca debe rendirse a las primeras de cambio.
Un cartelito ubicado al otro lado del cristal de la puerta atrajo la atención del muchacho. El vidrio estaba completamente sucio, menos una zona ovalada como si alguien hubiese pasado un trapo por dentro y así facilitar la presencia de la frase
“El negocio está: ABIERTO”
hacia el exterior de la calle.
Jim giró la cabeza instintivamente, ligeramente nervioso, mirando a todas partes para asegurarse que nadie le estaba prestando algún tipo de atención. Al comprobar que ninguno de los residentes sentía curiosidad por su presencia, empujó con fuerza la puerta hacia adentro. Esta cedió enseguida, sin ponerle ningún tipo de traba. Tampoco emitió el sonido desagradable de los chirridos de las bisagras oxidadas por el paso del tiempo, cosa típica en otras puertas incluso en mejores condiciones que la de la barbería. A la vista de Jim se mostró el reino de la oscuridad y el abandono, personificada en las penumbras y el olor penetrante a cerrado del interior de la estancia, donde dos telarañas situadas en ambos ángulos superiores del marco de la puerta de entrada parecían tributarle la bienvenida nada más pasar su cabeza por debajo de ellas.
Jim vaciló un instante, el necesario para que la puerta se cerrase impulsado por una corriente de aire nociva y altamente fétida, dándole casi en las narices. Dio un paso atrás, con el susto metido en el cuerpo. Nuevamente se puso a observar en su derredor si alguien se había fijado en el incidente.
Al parecer esa panda de inadaptados no poseía ni pizca de curiosidad, o si la tenían, se tomaban la molestia de disimularla.
Jim se percató de la tremenda discusión dialéctica que cinco prostitutas mantenían en las inmediaciones de un portal cercano. Un poco más alejados de donde estaban las chicas de la calle, un grupillo de hombres de tez morena canturreaban en un idioma que Jim creyó que era una mezcla de portugués y español. Otros desconocidos charlaban animadamente cerca del umbral de una taberna mientras que un par de ancianos emulaban a la famosa y estereotipada imagen de los mejicanos de las películas del oeste, dormitando sobre la sucia y fría acera.
Pero nadie prestaba atención en el joven melenudo que estaba metiendo las narices donde no debía.
Jim se desentendió de la gente que pululaba por la calle, volviendo a empujar la puerta. En esta ocasión no perdió el tiempo meditando lo que iba a hacer a continuación, introduciéndose en un santiamén en el interior de la barbería.

La negrura encontrada era similar a la hallada en una cueva, haciéndole casi tropezar y perder el equilibrio por mediación de un objeto situado en el suelo. Jim tanteó cerca del marco de la entrada para averiguar dónde se encontraba el interruptor de la luz. Tras unas cuantas intentonas fallidas, dio con un pulsador y lo apretó, ansioso. Seguidamente una tenue luz amarillenta iluminó la barbería. Halló telarañas por doquier, una notoria capa de polvo sobre el suelo con huellas de pisadas ajenas a las suyas, el techo completamente agrietado y con la pintura levantada. Resumiendo, todo era un lamentable estado de abandono, algo previsible ya observada la apariencia externa del local.
En un momento dado, Jim bajó su mirada hacia el suelo para descubrir la cosa con que había estado en un tris de trastabillarse…, quedándose perplejo al comprobar que era una cabeza cortada de tajo en un estado avanzado de descomposición. Jim se acercó despacio, paso a paso, como temiendo que la cabeza echara a rodar de repente. A la vez que avanzaba hacia ella, iba dejando huellas sucesivas de las suelas de sus zapatillas deportivas sobre la capa de polvo que recubría el suelo. Desde su altura, sin necesidad de agacharse, pudo ver con repugnancia como una infinidad de moscas revestían las zonas aún carnosas, recorriéndolas compulsivamente con sus trompas diminutas. Jim las espantó con la mano varias veces, hasta que consiguió deducir, dado el estado de degradación de la cabeza, que había pertenecido a un hombre de edad mediana. Los ojos vidriosos rezumaban un líquido acuoso amarillento que caía en forma de pequeños hilachos por ambas mejillas descarnadas y con el hueso de los pómulos sobresaliendo entre retazos de piel. Una lengua hinchada y negruzca se ofrecía por el hueco de la dentadura abierta establecido por la separación de las mandíbulas. Su tez estaba amoratada y encogida, con partes de los músculos faciales al descubierto. Los orificios de su nariz estaban deformados. Y por último, el detalle más llamativo de su fisonomía, era su ausencia de pelo. Aparte de faltarle en el cuero cabelludo, carecía de ello en las cejas y los párpados.
Jim perdió en gran parte la compostura por el terrible hallazgo de la cabeza, y tambaleándose, intentó dirigirse con cierto apremio hacia el sillón de barbero. Nada más llegar, se dejó caer de golpe sin importarle que estuviese la tapicería manchada de polvo y excrementos de insectos. Goterones de sudor frío perlaban su frente. No estaba muy seguro si había gritado como un loco.
Permaneció sentado, respirando profundamente y tratando de recuperar la serenidad.
En teoría lo primero que debería de hacer era salir de ese cubículo a la velocidad de una locomotora descontrolada y guardar absoluto silencio de su delirante descubrimiento, dando por hecho que nadie iba a tomarle en serio (sobretodo tratándose del petimetre del agente Spity). Lo segundo que haría en mucho tiempo era eludir las cercanías de cualquier barbería o peluquería del demonio, aunque eso implicase la furia de sus padres.
Toda esta planificación se vino estrepitosamente abajo como un castillo de naipes cuando hizo acto de comparecencia su estúpido orgullo de héroe aventurero.
“Súper Jim” se puso a susurrarle al oído:
“- Hay que llegar al fondo de este asunto. Sería guay aparecer en las portadas de la prensa. Tu popularidad en el colegio subiría como la espuma.”
Jim se fijó en una puerta verde situada a su izquierda (en realidad el color se lo imaginaba). Debía de ser una de las dependencias del barbero. Se levantó del sillón y se dirigió hacia ella. Al acercarse acopló el oído a la superficie de la madera, intentando oír algo que procediese del otro lado. En vez de un sonido, lo que le llegó fue por la vía olfativa en forma de un olor fuerte y nauseabundo. Se apartó de la puerta medio metro, extendió su brazo derecho haciendo aferrar su mano al pomo mugriento y gélido de la puerta. Sin pensárselo dos veces lo hizo de girar ciento ochenta grados, tirando de la puerta hacia fuera…
Docenas y docenas de calaveras se desparramaron en un alud sobre el cuerpo asombrado y aterrorizado del jovenzuelo. La mayoría eran simples cráneos mondos y lirondos. Aún así pudo diferenciar a tres o cuatro cabezas decapitadas ofreciendo similar aspecto repulsivo a la primera encontrada cerca de la entrada del local: todas con el cuero cabelludo arrancado, dejando el tejido subcutáneo a la vista, objeto de una profunda y brutal escarificación, sin pestañas y con la zona de las cejas cortadas en jirones.
Ya no pudo contenerse más, y de la profundidad de su garganta brotó un aullido gutural. Se levantó como pudo, apartando las calaveras y cabezas decapitadas que le impedían acercarse hasta la salida de esa pesadilla infernal.
Desesperado, tiró de la puerta hacia adentro, dispuesto a huir corriendo de aquel lugar. Fue cuando se encontró de frente con una enorme masa humana en el dintel que le empujó sin miramientos de nuevo hacia el interior de la barbería.
El agresor era un hombre de más de metro ochenta y más de ciento veinte kilos de peso. Vestía un sucio y arrugado uniforme blanco de barbero, acompañado de unos destrozados zapatos de cuero negro. Sobre la cabeza, un gorro de barbero tradicional.
De uno de los bolsillos de la chaquetilla sobresalía el cabo de una soga.
El hombre obeso agarró al muchacho por los hombros con sus recias manazas, donde sus dedos regordetes cumplían la función análoga de unas tenazas. Lo arrimó contra su voluntad al sillón de barbero, haciéndole de acomodarse en él. Sin darle tiempo a reaccionar, fue pasando la cuerda alrededor del tronco y los brazos de Jim, enrollándole contra el respaldo hasta inmovilizarle.
El barbero comprobó la perfección de los nudos.
– ¿Qué hace? ¿Qué significa esto? ¿Está usted loco? – preguntó Jim, tratando de desasirse de sus ataduras sin éxito.
– A callar, prenda – le dijo el barbero, introduciéndole un pañuelo inmundo en la boca.
Satisfecho por haberle hecho cerrar la boca, extrajo una navaja de unas monstruosas dimensiones, enjuagando el filo de la misma en un pequeño cazo abollado, medio lleno de agua turbia. Se situó frente a Jim, con la navaja agarrada por el mango por su mano derecha.
– Ya verás el estupendo corte de pelo que te voy a realizar, chico – le dijo con una voz enfermiza. Se empeñó en sonreírle, mostrándole la dentadura, que debía de ser postiza, pues sus dientes eran rojizos.
El hombre, sin borrar la sonrisa, se puso a trabajar con la poblada cabellera de Jim. Los mechones de su pelo vigoroso y sano fueron cayendo al suelo con una fluidez inusual comparada con el resto de los barberos conocidos por Jim. Lo diferencia más sustancial consistía en el método empleado por su asaltante. Este, al revés que sus compañeros de profesión, no mojaba el pelo de su cliente, facilitando que el chico sufriera con cada laceración inflingida a su cuero cabelludo. Pues el barbero gordo le arrancaba los cabellos con parte de la piel.
Jim se puso a lloriquear, intentando por todos los medios soltarse de las ligaduras que lo oprimían contra el respaldo del sillón.
Transcurrieron unos interminables cinco minutos, pasados los cuales, el barbero decidió retocarle las cejas, pelándoselas a tirones con la ayuda de unas pinzas. Al acabar con ellas, se acercó al mostrador para recoger unas tijeras. Arrimó su pecho al de Jim, y con pericia le pellizcó un párpado con dos dedos de una mano, mientras con la otra se lo cortaba con las tijeras. El muchacho mordió el pañuelo, aullando de dolor.
Nada más terminar su trabajo, el barbero pasó un paño por la superficie del espejo frontal, limpiándolo a conciencia para que el reflejo fuera perfecto.
– Mira lo bien que has quedado. Un acabado perfecto, opino yo, según mi propia modestia – dijo, sin dejar de perfilar una rodaja de sandía en sus labios.
El espejo le remarcaba a Jim una escena terrible: donde antes existió una magnífica cabellera, ahora se ofrecía una repulsiva calva repleta de numerosos cortes profundos; carecía de párpados, sin poder pestañear, con los ojos irritados por la sangre que le llegaba procedente de su cuero cabelludo y la zona donde antes estaban las cejas.
Pero esta imagen grotesca no era el horror máximo que le ofrecía el espejo.
Reflejado en él se observaba la entrada al establecimiento. La puerta, antes cerrada, estaba ahora abierta. Innumerables cabezas, pertenecientes a otras tantas personas curiosas, le miraban con rostros llenos de regocijo. Cuchicheaban entre sí con los ojos desorbitados. Jim pudo distinguir de entre aquellas personas a un par de prostitutas, tres hombres de tez morena que hace poco rato conversaban en la calle en una jerga incomprensible y a algún transeúnte más que hacía cosa de veinte minutos desempeñaba otra vida en la callejuela dichosa.
El barbero se olvidó por unos segundos de Jim, para dirigirse hacia su público congregado en el quicio de la puerta.
Desde el espejo se podía ver como el barbero alzaba los brazos.
– Bueno, mi labor ya ha finalizado. Ahora corresponde decidir qué hacemos con este chico – se dirigió a su audiencia como si se tratase de un dilema con varias soluciones a seleccionar.
– ¡Le sesgamos la cabeza! – fue el grito unánime de todos.
La concurrencia se mesaba los cabellos, y ante el espanto de Jim, todos los presentes (incluido el barbero, que se había retirado la gorra de la cabeza), se levantaron las pelucas, exponiendo sus relucientes y tirantes calvas similares a cascos militares.
La luz incidía sobre esas lisas superficies.
Brillaban.
Hasta lanzaban destellos.
De entre el gentío surgió un hombre de pequeña estatura, ataviado con un descosido traje a cuadros rojos y negros de bufón. En sus callosas manos portaba un hacha con el mango y el filo de tonos rojizos…

Jim quiso gritar como nunca jamás lo hizo, pero la mordaza le impidió siquiera suplicar por su vida.

Mi merecido

Es suficiente. Se acabó el breve instante de amor amilbarado instalado durante este fin de semana en Escritos de Pesadilla. Lo que ahora viene es la semana del terror puro y duro. Sin remilgos. Un espanto que llega directo al sistema nervioso, consiguiendo que las visitas al cuarto de baño se intensifiquen, y con ello que la venta de papel higiénico se incremente de manera notable.
Empezaremos por el preámbulo del terrible relato que llegará mañana.
Uno cortito, pero intenso e infernal.
Lectores sensibleros y ñoños, absténganse de siquiera intentar leerlo.
Esto que les digo es una advertencia como una catedral. Así que luego no se me quejen.

No existo.
Resido en la OSCURIDAD.

Oigo las cadenas al tensarse y el chasquear de los látigos al inflingir su retorcido castigo de pesadilla.

Veo cuerpos descarnados, unidos unos a otros.
Lenguas enrevesadas.
Miembros descoyuntados.
Y oigo sus lamentos…
Los lamentos de sus almas sucias, míseras y pútridas.
Y huelo con nitidez su podredumbre, sus heces y sus sudores de azufre.
Sus ojos se agitan en las cuencas como albóndigas asándose en una freidora de la cocina de un bar de carretera, cuyo aceite no es cambiado en semanas.

– Oled esto… OLEDLO – dice un ALMA, acompañado de BLASFEMIAS ignominiosas. Alza su hocico y olisquea el azufre, las miasmas y la fetidez que emana de su propio cuerpo despellejado.

Una entidad calcinada desfila por el lugar, y todos se echan a reír.
Ja, ja, ja
Entonces me dirijo hacia un ALMA
(¿puede ser el de una chica?)
Le faltan los cabellos. Sus uñas fueron arrancadas por unas tenazas y le metieron una estaca por la boca, que le sale por la rabadilla.
La saludo.
Y me río.



Mi mano enfundada en un guante de púas busca una de sus orejas. Y se la arranco de un tirón brusco.
Y me río.
Y la chica LLORA.
Y yo me RÍO.
Más y más.

Entrego la oreja a una cosa peluda del tamaño de un perro fox-terrier, y se la ofrezco.
El bicho se lo devora.
Y me río de ello.

Y mientras todo esto sucede, alguien me coge la cabeza entre sus manos por detrás de mi, y me la ARRANCA de cuajo.
La deposita en el suelo, y abriéndose de piernas, realiza sus necesidades encima de ella.
Y se parte de risa.
Yo doy manotazos de ciego en busca de la cabeza, pero voy de un lado para otro, tropezando con cráneos y cajas torácicas que salen a mi paso.

Las risas caóticas se suceden con la desazón de los llantos de los arrepentidos.

Un niño LLORA.
Alguien ha debido de arrancarle de un mordisco un dedo de un pie.
Otra entidad en decadencia se conmociona de dolor.
Un ALMA del INFIERNO le ha debido de dar un buen zarpazo en el abdomen, profundizando con las garras hasta extraerle los intestinos.

– Parecen una ristra de salchichas moradas y viscosas – comenta alguien.
Me lo imaginé colocándoselos sobre los hombros como si fuera la corona de laurel del TRIUNFADOR.

Las risas seguían transmitiéndose de boca a boca en el averno.
Y cuando iba a dar con el hallazgo de mi cabeza, dispuesto a atornillármela encima del tronco, un sonido se acentuó en mis cercanías.

Fue un zumbido espantoso. Insistente.

Grité fuera de mis cabales.
“¡AHHHH…!”
Me revolví en mi cuerpo, inerme hasta entonces, y con la sábana blanca cubriendo mi pálida desnudez salté de la mesa de porcelana del DEPÓSITO del TANATORIO, echando a correr mientras un hombre ataviado con una bata blanca – fantasmal -, sosteniendo una jeringa llena de fluido para embalsamar cadáveres quedó consternado por mi repentina recuperación.
Salí tal como estaba, en cueros, apretando el paso hasta abandonar la funeraria como alma que persigue el diablo.

Alejándome de mi DESTINO,
tal como corresponde a un asesino a sueldo
aquejado de EPILEPSIA.