En Escritos de Pesadilla seguimos revisando y mejorando las versiones originales de relatos de la primera época del blog, cuando este estaba aún por conseguir cierto seguimiento a nivel internacional, je, je. Espero que les produzca una ligera desazón, sobre todo si piensan en incorporar caracoles a la paella…
Era un pequeño polígono industrial que llevaba cerrado desde hacía diez años. En un período de crisis económico a nivel nacional, la mayoría de las empresas decidieron cerrar, y las pocas que resultaban rentables, por el abandono y la lejanía del lugar, decidieron trasladarse a otros núcleos industriales de mayor relieve. Así que cuando el enigmático señor Torre me citó a la una de la madrugada en las inmediaciones de la entrada de una de las naves más pequeñas y peor conservadas del polígono, una extraña sensación de desconfianza me fue acompañando durante todo el trayecto en taxi hasta la llegada definitiva a aquel lugar alejado y abandonado. Nada más pagar al chófer de origen hindú y bajarme del vehículo, vi la alargada limusina del señor Torre. La iluminación del polígono era inexistente, con todas las feas farolas evidentemente apagadas por el nulo uso del conjunto de naves y fábricas allí aún cimentadas hasta la fecha futura de su derribo, y con la simpleza del halo de los focos del taxi y la luminiscencia propia de la luna llena pude apreciar el brillo de su carrocería negra. Todos los cristales de las ventanillas eran ahumados, donde quien estuviera dentro podría observarme sin pudor a la vez que impedía que yo hiciera lo propio llevado por la curiosidad.
La cita fue concertada hace dos días. Me encontraba casi sin blanca, con la cuenta del banco al descubierto y a punto de no poder pagar el alquiler del mes del piso miserable donde pasaba mi vida enganchado a un procesador de textos intentando crear la obra maestra de la novela negra que iba a hacerme rotundamente famoso y rico. De alguna manera, angustiado por no poder concentrarme siquiera en el prólogo del texto, me dio por navegar sin ton ni son por agencias de colocación en búsqueda de alguna oferta de trabajo que me pudiera sacar del apuro hasta fin de mes. Descubrí en el buscador un enlace un poco llamativo que ofrecía ganar mil dólares por una noche de trabajo. No ofrecía otra dirección de contacto que una dirección de correo electrónico a nombre de Laelecció[email protected]. Al verme con el agua al cuello no dudé ni un segundo en mandar un emilio solicitando el puesto de trabajo. A la media hora el sonido característico de aviso de recibo de un mensaje en mi cuenta de correo me revelaba que acababa de recibir la pertinente respuesta. Dejé lo que estaba haciendo en el procesador de textos y pinché en el mensaje. Decía de manera sucinta lo siguiente:
De: Laelecció[email protected]
Asunto: oferta aceptada
Texto: Estimado señor Leman, me es grato confirmarle como el aspirante más apropiado para el tipo de trabajo que debe realizarse bajo la supervisión de mi empresa. Queda usted citado esta madrugada a la una en el polígono Rojo 1, calle 101, nave A-15.
Atentamente,
Señor Munch, asistente del señor Torre,
propietario de la empresa Laeleccióncorrecta.
Tras un breve e incómodo intervalo de espera, una de las ventanillas traseras de la limusina bajó hasta casi la mitad y un hombre de edad media, rostro anodino y con un uso superfluo de gafas de sol Ray-Ban me hizo la indicación de que acercara mi cara a la suya.
– Me imagino que estamos tratando con el señor Leman – indagó con voz monocorde y sin mover en absoluto la cabeza tras la abertura de la mitad del cristal.
– Si. Soy Leman.
– Bien, señor Leman. Ya conoce usted las condiciones principales. Esto va a ser un contrato verbal. Usted procure trabajar por nosotros durante esta madrugada en curso, y al término de la misma recibirá un talón de mil dólares girado a su nombre.
– Perfecto. Me parece bien.
– ¿Sólo le parece? Me encargo de avisarle que esa es la oferta que tenemos para usted. No trate de intentar conseguir cualquier incremento en la misma. Si no está convencido del todo, le llamaríamos otro taxi y recurriríamos al siguiente candidato de la lista.
– No. Mil dólares me parece una cantidad excelente para una noche de trabajo.
– Entonces diríjase a la entrada de la nave. Toque tres veces con los nudillos y mi asistente se ocupará de atenderle y de indicarle la labor encomendada esta noche a la empresa que dirijo. Por cierto, soy el señor Torre.
– Encantado – dije con ganas de estrecharle la mano, pero el hombre de la limusina subió la ventanilla.
– No merece la pena, señor Leman. Le aseguro que nunca más volverá usted a verme.
Dio la orden al conductor del imponente vehículo para encender el motor y alejarse del polígono industrial, dejándome en solitario ante la nave A-15.
Me acerqué a la puerta de entrada y toqueteé suavemente con los nudillos. Pasaron unos segundos. Estuve a punto de insistir de nuevo cuando la puerta quedó entornada hacia adentro. Vi la iluminación llenando el hueco del quicio. Desde dentro me llegó otra voz igual de monótona que la del dueño de la empresa que había contratado mis servicios:
– Pase, señor Leman. Le explico lo que tiene que hacer y me marcho ya, que tengo otro asunto pendiente que atender en otra parte y me urge abandonar este lugar cuanto antes.
Introduje mi cuerpo por el hueco de la puerta. Si desde fuera, y aún a pesar de la oscuridad de la noche la nave parecía pequeña, el interior le confería un aspecto todavía más insignificante. Había una serie de focos dispuestos en cada esquina de la pared con el techo, iluminando el centro del local donde no había nada. Toda la nave estaba vacía. No había restos de maquinaria. Sólo el suelo homogéneo de cemento pulido. Calculé que allí no habría ni cien metros cuadrados. Ni se me ocurrió qué clase de empresa habría utilizado esa nave en el pasado. Salvo que hubiese sido un pequeño taller perteneciente a algún tipo de negocio familiar.
– Señor Leman, no se me distraiga por favor – me rogó el asistente personal del señor Torre.
– Nada. Es que sólo me preguntaba…
– No se le ha contratado para que formule usted preguntas – me cortó el hombre. – Soy Munch. No le digo mi nombre de pila porque no procede. Su labor es muy sencilla. Se le va a proveer de una simple linterna. La pila que lleva puesta está calculada para que le dure a usted una hora. ¿Ve usted esos cuatro focos? – preguntó señalando cada una de las cuatro esquinas. – Al no haber corriente general por razones obvias, están conectadas a un generador que tendrá un límite de dos horas de autonomía. Eso nos da tres horas de luz artificial sumada la hora de la linterna. Ahora es la una y cuarto. En cuanto yo salga de este local, quedará usted encerrado bajo llave. Cuando amanezca, sobre las siete de la mañana, volveré a por usted. Le entregaré el talón de mil dólares y cada uno se marchará por su lado. Eso es todo, señor Leman. Tenga usted la linterna. Le recomiendo que sepa utilizarla bien.
En todo este rato de su explicación plana, aquel hombre de estatura media, edad media, ataviado con un traje gris hecho a la medida y con la vista resguardada tras las lentes oscuras de sus gafas de sol de alto coste, no hice más que permanecer atento a la cantidad de luz existente en la nave. Además de fijarme en la linterna que sostenía entre las manos. Pensé para mí mismo, qué chorrada es ésta. Me encierran unas cuantas horas de noche y cuando se haga de día soy mil dólares menos pobre.
Cuando el señor Munch me tendió la linterna, le sujeté por la manga de la chaqueta.
– Supongo que aquí no hay ningún tipo de gato encerrado – dejé caer, suspicaz.
– Usted permanece la noche en vilo, y recibe lo que se merece. Recuerde que tuvo la libre elección de rechazar en el último momento el asentimiento verbal del contrato. No pensará romper lo acordado, ¿verdad? – me dijo, siempre con el mismo tono de voz. Dios, parecía un robot diseñado a principios de los años setenta.
Me quedé con la linterna. Necesitaba los mil dólares. Ese dinero me iba a venir de perlas.
– Yo nunca falto a mi palabra – le contesté haciéndome el ofendido.
– Entonces nos veremos de nuevo dentro de unas pocas horas, señor Leman.
Fue lo último que me dijo antes de encaminarse hacia la puerta de la nave. Salió, cerró la puerta bajo llave y se fue de este lugar a dios sabe dónde.
Yo me quedé iluminado por los cuatro focos. Pulsé el interruptor de la linterna para ver si funcionaba y lo apagué al instante. Caminé por el recinto. Mis pasos resonaban con fuerza sobre el cemento.
– ¡Hola! – dije en voz alta. Mi estúpido saludo reverberó por las paredes, formando un eco que me quitó las ganas de repetir dicho comportamiento infantil en lo que quedaba de madrugada.
No había ninguna silla, caja u otro tipo de objeto sobre el cual reposar mis posaderas. Decidí hacerlo en el centro de la nave sobre el frío suelo. Permanecería así mientras me durase la luz de los focos. Así tendría el cuerpo más descansado para cuando sólo me quedara la luz de la linterna. Entonces me arrimaría a una de las paredes y vigilaría la nave situado de pie hasta que la dichosa puerta volviera a abrirse de nuevo.
Por no tener, no tenía ni reloj de pulsera ni mucho menos teléfono móvil, así que no podría guiarme por las horas que restaban hasta la llegada del amanecer. El edificio tampoco disponía de ventanas y los dos lucernarios del techo estaban tapiados por dos láminas de uralita.
Cuando llevaba un rato sentado me empezó a molestar el dichoso trasero. El suelo estaba verdaderamente frío, así que no me quedó más remedio que quedarme de pie. La luz que irradiaban los focos era una luz directa que te cegaba, así que en vez de permanecer en el centro de la nave, fui alternando un recorrido por los rincones.
El tiempo fue pasando de manera inexorable y a la vez lenta.
Llevaba dos horas encerrado en el lugar. Lo supe cuando un foco tras otro quedó apagado hasta sumirme en las tinieblas. Este momento me pilló situado en la pared del fondo. En un principio decidí no utilizar la linterna. Sería demasiado pronto. Lo ideal iba a ser encenderla a fogonazos cada equis tiempo. Más que nada para vencer mi inquietud hacia la oscuridad imperante en la nave.
Estaba recostado de pie sobre la pared, cuando percibí un sonido extraño. Procedía del centro de la nave. Parecía como si algo en concreto estuviera arrastrándose por el suelo. Cada vez el sonido era más audible. No se trataba de mi imaginación. Me puse muy nervioso y decidí encender la linterna, enfocándola hacia la zona de donde surgía el ruido.
El haz de la linterna iluminó algo parecido a una enorme babosa. Su blanda piel relucía con la intensidad de unos zapatos de charol recién sacados el brillo por una gamuza y tenía un tamaño bastante considerable. Por lo menos medía un metro de largo. Y reptaba hacia donde estaba yo… hasta que se detuvo. Enfocado por la luz, el ser repulsivo permanecía quieto. Pude ver un orificio con afilados dientes. Era su boca. Aparte disponía de dos protuberancias que pudieran pasar por unos ojos primitivos aún en fase de evolución. Parecía que la luz le molestaba sobremanera, y empezó a recular hacia la pared frontal de la estructura abandonada. Fui enfocando su retirada, cuando otro sonido similar surgió procedente del techo. Desvié la dirección del haz hacia el lugar de origen del segundo sonido. Era un segundo espécimen de menor tamaño que el primero. Estaba dirigiéndose hacia donde me encontraba yo con la boca abierta y medio jadeando por el esfuerzo de tener que desplazarse por el techo. Al ser enfocado pude apreciar como su silueta se contraía levemente y para evitar la luz de la linterna se dejó caer literalmente del techo para asentarse acompañado de un sonoro “plof” sobre el suelo de cemento a dos metros y medio escasos de donde estaba yo situado. Con horror la volví a iluminar, consiguiendo que retrocediera con suma lentitud hacia donde estaba su compañera. Las dos criaturas parecían estar disgustadas. Sus cuerpos se retorcían y se alzaban como si fueran elefantes marinos exhibiéndose con sus colmillos antes las hembras en pleno período de celo. Las bocas abiertas del todo. Se iban acercando la una a la otra hasta que finalmente llegaron a tocarse. Mis manos temblaban compulsivamente. Un sudor frío me recorría toda la espalda desde los omoplatos hasta la rabadilla. Miré hacia la puerta. Estaba sellada a cal y canto. Encima se interponían las dos babosas gigantes en mi camino hacia ella. Entonces una de las dos empezó a emitir una especie de chillido estridente que me dejó más horrorizado todavía. El motivo de la demencial queja es que estaba siendo absorbida literalmente por la otra babosa que era de mayor tamaño que ella. Fusionándose un cuerpo con el otro. Como resultado de esa fusión, al cabo de los segundos surgió una única criatura de casi dos metros de longitud. Me desplacé por la pared del fondo tocando la misma con la mano que tenía libre. Un sonido surgido a mi lado me hizo detenerme de súbito. Dirigí el chorro de luz hacia allí y vi otro ejemplar a medio metro de mi pierna izquierda. Este medía sobre el metro de largo y sus ojos ciegos me miraban con deseos de poder sondear mi posición definitiva antes del inicio de lanzar su ataque. De nuevo la luz me salvó de su acoso, haciéndolo retrasarse unos metros hasta sumirse en las penumbras.
– ¡Esto es una puta pesadilla! – grité, desesperado.
Estuve manteniendo las dos criaturas a raya iluminándolas a rachas. Hasta que la linterna quedó apagada para siempre al gastarse las pilas. Una hora de duración tenían. Y me imagino que ese fue el tiempo exacto de duración de las mismas.
Sentí a las dos criaturas acercándose a rastras. Sus bocas chasqueaban como si tuvieran una lengua que se relamiera contra la fila de dientes. Tenían que ser las cuatro o las cuatro y media de la madrugada. Me quedaban casi tres horas hasta que viniera Munch a mi rescate. Siempre y cuando cumpliera su palabra…
Tuve que guiarme por el sonido que emitían las criaturas. Palpaba con las manos las paredes.
Estuve así un buen rato.
¿Cuánto sería?
¿Una hora tal vez?
Hasta que tropecé con una de ellas. La maldita se me había cruzado en el camino sin que yo me percatara de ello. Caí encima de ella. Su asqueroso cuerpo era blando como la gelatina. Al querer apoyarme sobre las manos para reincorporarme de pie, descubrí que me sería imposible hacerlo, porque el cuerpo de la criatura comenzó a fusionarse con el mío. Esta vez fui yo quien empezó a chillar de dolor. Era inimaginable. Quise despegarme, pero con cada esfuerzo conseguía que mi unión con ella fuera cada vez más firme. ¡Mi maldita cabeza me empezó a doler de manera terrible! Aquello que me absorbía quemaba mis sentidos. Grité, pero ni siquiera me escuché a mí mismo…
2.
– Buenos días, señor – se escuchó una voz cansina por el altavoz del teléfono móvil.
– Dígame el resultado de la prueba de esta noche, señor Munch.
– Lamentablemente nuestro empleado no logró utilizar con sapiencia la hora que le duraba la linterna.
– Eso me entristece mucho, señor Munch.
– Si, señor.
– Ese detalle rompe el lema de la empresa.
– Estoy de acuerdo, señor.
– Tendremos que elevar el nivel de exigencia en la próxima selección de personal.
– Así lo creo yo también, señor.
– Adiós, señor Munch.
– Que pase usted buena mañana, señor.
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