La prueba del afecto

A continuación reedito uno de los relatos más exitosos en Escritos de Pesadilla durante su primera edición en el blog. 

Una persona enferma y cruel…

– ¡Noo! ¿Qué pretende hacerme?
La angustia de sus víctimas…
El sufrimiento.
El dolor.
La tortura.
La lucha por la supervivencia.
– Tengo que desfigurarte por completo. Hacerte irreconocible. De esta manera serás sometido a la prueba final del afecto. Si la superas, vivirás y retornarás con tus seres queridos.
“Si sale fallida, yo mismo te quitaré la vida, porque una vez seas rechazado, no aportarías nada a la humanidad nuestra tan perfeccionista.
Semanas y meses de seguimiento de cada futura víctima. Siempre la persona elegida era el novio o el marido. A ser posible sin hijos.
En el instante más propicio, llegaba el secuestro.
Su confinamiento durante semanas en su calabozo secreto.
– ¡Por amor de Dios! ¡Libéreme de esta penitencia!

Se consideraba un genio en transformar el aspecto físico externo de las personas. No era ningún cirujano plástico. Pero bien pensado, los médicos nazis no tenían bases científicas sólidas en sus crueles experimentos con seres humanos durante el holocausto de la segunda guerra mundial.

Su mentalidad era fría y certera. Empleaba con precisión el escalpelo y demás instrumentos quirúrgicos para sajar y deteriorar la piel de sus víctimas. También se servía de ácidos, de agua y aceite hirviendo.
Su presión psicológica sobre sus particulares cobayas era extrema. Les ponía a veces música altisonante las veinticuatro horas del día. La comida que les proporcionaba era escasa y magra, con el fin de ocasionar una pérdida de peso, falta de nutrientes, vitaminas, minerales y proteínas esenciales que ocasionaban la caída incipiente del cabello y las uñas.
Los ruegos de cada hombre torturado eran continuos. Sus gritos y aullidos eran tan tremendos conforme les infligía el castigo corporal que le hacían de tener que operar con tapones para los oídos.
El tiempo se eternizaba. Siempre permanecía atento a cuanto se emitiese por los noticiarios de la televisión y la radio, se informara en la prensa escrita y por las webs oficiales periodísticas de internet.
A veces se precisaba el reconocimiento público de la ausencia o desaparición de alguna de las víctimas. Otras veces se obviaba por causas desconocidas.
Lo que ignoraban los familiares de las personas desaparecidas era que, aparte de ejercer los cambios externos en la anatomía de estas, continuaba un seguimiento casi a diario de las novias y esposas.
Conseguida la información precisa, se la transmitía al prometido, amante o marido.
– Te sigue echando de menos. Está claro que será difícil que te olvide.
– Maldito… Pagarás por esto… Por todo lo que me estás haciendo…
– Te queda poco tiempo ya para afrontar la prueba. Deberías de estar ansioso por la cercanía de esa fecha, donde se demostrará que Eloísa te seguirá queriendo aún a pesar de tu aspecto.
Cerraba la puerta de acero a cal y canto.
La prueba del afecto.
La proporción entre el éxito y el fracaso de la misma se inclinaba manifiestamente por lo segundo.
Donald. Reginald. Samuel. Ethan.
Todos fueron incapaces de superarla.
¿Acaso lo lograría Eddie Williams?
Su joven esposa lo adoraba. Suspiraba por él.
Ahora esta estaba sumida en una profunda depresión desde que Eddie desapareciera hacía casi dos meses. La policía dio por archivado el caso, haciéndole ver que su marido se había marchado por iniciativa propia, motivado por las deudas de su empresa de hosting de páginas webs.
Conocedor de que Eloísa permanecía encerrada en su propia casa, dejándose marchitar por la inmensa pena que la afligía, no tuvo la menor duda de que ese sería el escenario ideal para llevar a cabo la prueba del afecto.
Con el táser inmovilizó a Eddie. Cuando este despertó, estaba sentado al lado de su captor, quien conducía el furgón.
– Vamos camino a casa, Eddie. Vas a ver a Eloísa. Y estoy seguro que aún a pesar de todo, ella te reconocerá  fácilmente.
– Eso espero…- dijo en un hilo de voz ronco Eddie.
Sumiso. A merced suya.
A eso conduce el deterioro de la mente tras un continuado daño físico y psicológico.


Eloísa estaba sumida por el efecto adormecedor del prozac entre las sábanas de su cama.
Percibió el sonido del timbre de la puerta. En un principio no le prestó gran atención. Ante la persistencia, se incorporó, recorriendo el camino hasta la entrada con paso cansino.
Quiso mirar por la mirilla, pero la persona que llamaba estaba situada fuera del alcance de la lente  de aumento.
En ese instante de inseguridad ante qué hacer, si abrir o no, una voz maltrecha y grave la llamó por su nombre de pila.
– Eloísa. Soy yo. Eddie. Por fin he regresado.
¡Eddie! Era su marido. ¡Estaba vivo!
Pero ese tono de voz no se correspondía con el de su marido.
Sin quitar la cadena, abrió la puerta hasta el límite permitido.
– Eddie. Si eres tú, muéstrate, y te abriré al instante. No sabes cuánto te he echado de menos.
Eloísa estaba anhelante. Impaciente por quitar la cadena. De abrir la puerta del todo para arrojarse en los brazos amorosos de su Eddie…
Sus expectativas de esperanza cumplida se desvanecieron al asomarse en el hueco de la puerta con el quicio un rostro esquelético y horrendo, surcado de profundas cicatrices. Llevaba puesta la capucha de una sucia sudadera deportiva para ocultar su calvicie extrema.
– Mi Eloísa. Déjame pasar. Estoy extenuado y necesito cuidados médicos urgentemente.
– ¡Tú no eres Eddie!
Aquella boca que le hablaba tenía los labios resecos y partidos, carecía de dentadura y supuraba por las encías sangrantes grumos de tono escarlata.
Era irreconocible. Su marido pesaba ochenta y cinco kilos. La criatura demencial presente en el quicio no llegaría ni a los cincuenta.
Eloísa estaba desquiciada por la presencia. Cerró la puerta de golpe y se apresuró a correr hacia el teléfono para alertar a la policía de la amenaza de un desconocido que la estaba acosando.
– Eloísa. Soy yo. No me hagas esto…
La voz de Eddie era llorosa.
Una mano se aferró a su hombro derecho.
Eddie se volvió para encontrarse con su captor.
– No has superado la prueba del afecto, Eddie. Ella no te ha reconocido.
Eddie no tenía fuerzas para resistirse. Lo acompañó hasta la furgoneta, desapareciendo de la vida de su mujer para siempre.


Un nuevo fracaso.
Tanto esfuerzo dedicado en la transformación de la víctima para nada.
La chispa del amor que debía de haber quedado entre marido y mujer no prendió al no reconocer Eloísa al monstruoso ser que la visitó como la identidad verdadera de Eddie Williams.
Eddie estaba colocado de rodillas sobre bolsas de plásticos esparcidos por el suelo de su celda.
De pie, detrás de él, estaba su creador.
Este mantenía la boca del cañón de la pistola apretada contra su nuca.
– Siento que no hayas superado la prueba, Eddie.
No le contestó. Ni rogó ya por su vida.
Todo era llanto entre gimoteos de pura desilusión.
Aquel disparo certero iba a rematar su terrible e infame calvario.
El dedo índice apretó el gatillo.
Un fogonazo y el estallido de la bala.
Seguido de un cerebro destrozado.
Un cuerpo que se derrumba, inerte.
Más tarde recogió el cadáver y limpió la estancia.
Llegada la noche se deshizo del quinto ejemplar que tampoco había superado la prueba del afecto.

El hombre adinerado y el empleado codicioso. (Revisión de una triste realidad humana).

Aquel hombre era un personaje no muy conocido, pero poseedor de una cierta fortuna que guardaba en la caja fuerte de su vivienda. Su propio hogar estaba aislado, una casa señorial perdida entre los lotes de árboles que componían la foresta de la zona, en el norte del estado de Massachusetts.
Igualmente, su nuevo ayudante, quien se ocuparía del mantenimiento del lugar, así como de las labores de jardinería, era una persona anónima con grandes ambiciones monetarias. Antes de contestar al anuncio donde se solicitaba el puesto de trabajo, había estado siguiendo la vida y milagros del hombre afortunado en varios cientos de miles de dólares. De hecho, no tardó en encargarse de su anterior ayudante…, quedando así la plaza vacante.
Una vez obtenido el visto bueno por parte del hombre de cierta alta calidad de vida, estuvo trabajando durante casi un mes, controlando sus pasos por la casa, hasta cerciorarse que efectivamente, aquel acaparador acumulaba su dinero en una parte secreta, sin recurrir al depósito del efectivo en un banco cualquiera.
Confirmado el hecho del excesivo dinero disponible al alcance de sus manos, una tarde decidió entrar en acción.
Trajo en su furgoneta una caja de metro y medio cuadrado, de cristal blindado. Dentro estaba la sorpresa para su jefe.
Cuando este recobró la conciencia tras media hora después de haber sido golpeado por la porra eléctrica que había empuñado su empleado en su contra, se halló desnudo, introducido dentro de aquella caja ubicada en el sótano de su propia casa.
Acompañado estaba por cientos de pulgas que no tardaron en comérselo casi vivo.
En cuanto vio al traidor poniéndose de cuclillas a la altura de su rostro enrojecido, respondió aporreando el cristal de manera estéril, pues era irrompible.
– ¡Sáqueme de aquí! ¡Me están devorando! ¡El picor es insoportable!
– No lo dudo. Son pulgas de perros. Un hermano mío trabaja en la perrera municipal, sabe.
Aquellos infernales insectos eran una auténtica molestia para el hombre adinerado, con toda su anatomía expuesta a las picaduras. En pocos minutos, la saliva de las incontables pulgas le produjeron erupciones en la piel, con ciertas zonas del cuerpo ya visiblemente inflamadas, acentuándose por el efecto de sus propias uñas al rascarse.
– ¡La sensación de los picores me está matando! ¡Es usted un miserable sádico!
– Esto tiene un punto final cuando me diga dónde guarda el dinero.
– ¿Es eso lo que quiere saber, bastardo?
– Nada más y nada menos. Sé que no ingresa más que cantidades ínfimas en la cuenta del banco. Para los gastos y poco más. La parte más importante la mantiene oculta en alguna zona secreta de la casa.
Su jefe se removía dentro de su jaula acristalada, incapaz de permanecer quieto. Las pulgas eran insaciables, haciéndole ya casi enloquecer por la tortura de sus continuas picaduras.
– Lo guardo todo en la caja fuerte, maldito infame.
– ¿Dónde está ubicada?
– En mi despacho. Debajo del escritorio. Se desliza la mesa hacia la izquierda, y queda a la vista. ¡Ya es suficiente! ¡Estos picores del demonio!
– La combinación. Me falta eso para satisfacer mi propia codicia, ja ja.
El hombre se la dio sin detenerse en el roce de su piel con las uñas, tratando en vano de aliviar la desazón del picor que le embargaba desde las cejas a los dedos de los pies.
Su empleado abandonó el sótano, dejándolo en compañía de las pulgas…, sin intención de liberarle, pues en cuanto obtuviera el dinero, se marcharía con viento fresco.
Se dirigió al despacho. Con premura y cierto nerviosismo por estar tan cerca de hacerse medianamente rico, deslizó la mesa, quedando la puerta de la caja fuerte a la vista, con el cuerpo del compartimento de seguridad empotrado en el mismo suelo. Agachado, utilizó la combinación dada por su circunstancial jefe. La puerta cedió, y cuando ya estaba esbozando una amplia sonrisa de oreja a oreja, dispuesto a apropiarse de la cantidad respetable de billetes acumulados en el interior de la caja fuerte, de los aspersores antiincendios dispuestos en el techo de la estancia surgió una lluvia fina y continua que le fue empapando en segundos, con la diferencia que el liquido era ácido en vez de agua, tardando nada en disolverle primero el tejido de la ropa para luego carcomerle la piel hasta alcanzar la plena dureza de los huesos … De haberlo sabido, antes de haber abierto la caja, hubiera pulsado un botón oculto bajo la mesa del escritorio que desactivaba la puesta en marcha del funcionamiento de la mortal trampa.
El ayudante del hombre acaudalado murió en menos de un minuto en medio de un sufrimiento terrible y agonizante, hasta de él no quedar más que un montón de restos visibles y repulsivos de masa sanguinolenta esparcidos por el suelo, cercanos a la caja fuerte abierta.
A la vez que el hombre rico tardó día y medio en hacerlo por las infecciones de las infinitas picaduras de las pulgas que terminaron hinchando su cuerpo hasta hacerle casi quedar encajado, estrujado dentro de la diminuta jaula de cristal.

Histeria Colectiva (el exterminio de una nueva especie).

Empezamos el mes de marzo con la publicación de un nuevo relato de terror. 



Inicio. Normalidad.

“Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal.”
Dalai Lama

Intermedio. Histeria Colectiva.

– ¡Hay que impedirles que entren!
– ¡Por Dios! ¡Están tirando la puerta abajo! ¡Y las persianas arrancadas de cuajo!
– ¡Vayamos a la planta superior! ¡De alguna forma hay que evitar que se nos acerquen!
Ruidos impetuosos de una cacofonía terrible. Gritos y alaridos exageradamente molestos y que implicaban una desazón en quienes  los captaban por el sentido auditivo. Rotura de objetos. De cristales. De madera.
Encaminaron sus pasos de manera precipitada hacia las escaleras. Fueron subiendo los escalones sin casi respetarse los unos a los otros. Eran simplemente tres, pero como si fuesen trescientos en la histeria de una huída caótica. Se llamaban Marianella, Humberto y David. No se conocían. Simplemente convergieron en ese punto de encuentro por casualidad. Cada uno huyendo de la locura de la multitud que pretendía hacerles daño. Maltratarles hasta hacerles sucumbir en la exhalación de un último suspiro de vida. El estado físico de cada cual era muy penoso. Sus ropajes estaban destrozados, quedando su carne trémula y pálida, cubierta de arañazos, hematomas y heridas abiertas expuestas a través de los jirones desgarrados de la tela.
– ¡Sigamos! ¡Tenemos que entrar en una habitación y atrancar la puerta desde dentro!
– ¡Deprisa! ¡Ya están entrando! ¡Están abajo!
Sus miradas estaban ensanchadas por el horror. Los ojos exageradamente abultados y enormes como los globos oculares de los personajes de los dibujos animados japoneses.
Goterones de sudor frío sucio recorrían sus frentes. Los cabellos apelmazados.
– ¡Aquí! ¡En este!
Era la voz chillona de Humberto.
Entraron en un cuarto pequeño. Encendieron las luces, dándose de cuenta que era el dormitorio de un niño. En ese momento estaba vacío. Con la cama sin hacer y los juguetes tirados por el suelo. El armario de la ropa estaba medio abierto, con las perchas y las prendas arrinconadas en la oscuridad del interior.
Los dos hombres buscaron algo pesado que pudiese contener la puerta. La mesilla de noche era demasiada diminuta y frágil.
– ¡La cama! ¡Hay que empujarla contra la puerta!
Los tres se pusieron de acuerdo. Afortunadamente la puerta se abría hacia dentro.  Conforme apoyaban los pies de la cama contra la puerta, se pudo percibir la llegada de infinitas pisadas acercándose por el pasillo. Numerosas voces descompuestas por los alaridos de las mismas prorrumpieron en un vocabulario furioso lleno de exabruptos en contra de los tres perseguidos.
– ¡A tiempo! ¡Lo hemos puesto a tiempo!
– ¡Pero esto no aguantará mucho!
Efectivamente, nada más decir esto Marianella, desde el otro lado empezaron a destrozar el cuarterón central de la puerta con el filo de un hacha. Seguidamente alguien disparó con rabia un tiro de escopeta, formando un agujero tosco e irregular en la madera, haciendo que se dispersasen infinitas astillas. Sin esperar a más, el portador del arma repitió disparo, dando de lleno en el abdomen de Humberto.
Este cayó de rodillas, con el estómago enrojecido por la sangre. Instintivamente, trató de cubrirse la herida con ambas manos, sin poder contener la salida de parte del intestino delgado.
– ¡Me muero! – gritó.
David quiso socorrerlo, cuando vio de refilón a Marianella abriendo la ventana y saliendo al exterior a través de su marco.
– ¡No! ¡No lo hagas! – imploró a la mujer, sin poder ofrecerle otra alternativa a la horrenda situación por la que estaban pasando.
Marianella se arrojó de cabeza. El muchacho se asomó con presteza. Abajo, sobre la hierba, descansaba el  cuerpo maltrecho de la joven por la caída. Quiso huir de la escena arrastrándose, pero la infeliz chica fue rodeada por la multitud. En escasos segundos desmembraron su debilitada figura con el uso de machetes, hachas, cuchillos de carnicero, sierras,  gritando con júbilo el final de la existencia de Marienella. Algunos señalaron hacia la ventana donde estaba el perfil de David.
– ¡No!
Se volvió. La puerta cedió. Aquellas bestias eludieron el obstáculo de la cama. Algunos se interesaron por Humberto, mientras otros, comandados por quienes estaban armados, avanzaron directamente hacia donde él se encontraba.
No le dieron tiempo a decidir qué tipo de muerte prefería: bajo los disparos de la escopeta, destrozado por el filo del hacha o su propio suicidio desde la misma ventana por la cual se defenestró Marianella.
Un disparo reventó su rostro, mientras el hacha profundizó en sus entrañas.
Aquel gentío prorrumpió en risas al ver consumada la muerte de cada uno de aquellos tres sujetos. Pues ya no eran seres humanos en esencia como lo eran ellos, si no entidades resurgidas desde corazones cuyos latidos habían decaído hasta detenerse muchos días atrás.
Epílogo. El exterminio de una nueva especie.

“De alguna manera, en los inicios del regreso a esta maldita vida, sus cerebros tardan en asumir lo que en verdad ahora son. Putos cadáveres andantes que deben de volver a ser enterrados bajo tres metros de tierra.”
Douglas Lee Sullivan. Comisario de la policía local del condado de Nassau, Long Island.


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La elección correcta.

En Escritos de Pesadilla seguimos revisando y mejorando las versiones originales de relatos de la primera época del blog, cuando este estaba aún por conseguir cierto seguimiento a nivel internacional, je, je. Espero que les produzca una ligera desazón, sobre todo si piensan en incorporar caracoles a la paella…

1.

Era un pequeño polígono industrial que llevaba cerrado desde hacía diez años. En un período de crisis económico a nivel nacional, la mayoría de las empresas decidieron cerrar, y las pocas que resultaban rentables, por el abandono y la lejanía del lugar, decidieron trasladarse a otros núcleos industriales de mayor relieve. Así que cuando el enigmático señor Torre me citó a la una de la madrugada en las inmediaciones de la entrada de una de las naves más pequeñas y peor conservadas del polígono, una extraña sensación de desconfianza me fue acompañando durante todo el trayecto en taxi hasta la llegada definitiva a aquel lugar alejado y abandonado. Nada más pagar al chófer de origen hindú y bajarme del vehículo, vi la alargada limusina del señor Torre. La iluminación del polígono era inexistente, con todas las feas farolas evidentemente apagadas por el nulo uso del conjunto de naves y fábricas allí aún cimentadas hasta la fecha futura de su derribo, y con la simpleza del halo de los focos del taxi y la luminiscencia propia de la luna llena pude apreciar el brillo de su carrocería negra. Todos los cristales de las ventanillas eran ahumados, donde quien estuviera dentro podría observarme sin pudor a la vez que impedía que yo hiciera lo propio llevado por la curiosidad.
La cita fue concertada hace dos días. Me encontraba casi sin blanca, con la cuenta del banco al descubierto y a punto de no poder pagar el alquiler del mes del piso miserable donde pasaba mi vida enganchado a un procesador de textos intentando crear la obra maestra de la novela negra que iba a hacerme rotundamente famoso y rico. De alguna manera, angustiado por no poder concentrarme siquiera en el prólogo del texto, me dio por navegar sin ton ni son por agencias de colocación en búsqueda de alguna oferta de trabajo que me pudiera sacar del apuro hasta fin de mes. Descubrí en el buscador un enlace un poco llamativo que ofrecía ganar mil dólares por una noche de trabajo. No ofrecía otra dirección de contacto que una dirección de correo electrónico a nombre de Laelecció[email protected]. Al verme con el agua al cuello no dudé ni un segundo en mandar un emilio solicitando el puesto de trabajo. A la media hora el sonido característico de aviso de recibo de un mensaje en mi cuenta de correo me revelaba que acababa de recibir la pertinente respuesta. Dejé lo que estaba haciendo en el procesador de textos y pinché en el mensaje. Decía de manera sucinta lo siguiente:


De: Laelecció[email protected]
Asunto: oferta aceptada
Texto: Estimado señor Leman, me es grato confirmarle como el aspirante más apropiado para el tipo de trabajo que debe realizarse bajo la supervisión de mi empresa. Queda usted citado esta madrugada a la una en el polígono Rojo 1, calle 101, nave A-15.

Atentamente,
Señor Munch, asistente del señor Torre,
propietario de la empresa Laeleccióncorrecta.



Tras un breve e incómodo intervalo de espera, una de las ventanillas traseras de la limusina bajó hasta casi la mitad y un hombre de edad media, rostro anodino y con un uso superfluo de gafas de sol Ray-Ban me hizo la indicación de que acercara mi cara a la suya.
– Me imagino que estamos tratando con el señor Leman – indagó con voz monocorde y sin mover en absoluto la cabeza tras la abertura de la mitad del cristal.
– Si. Soy Leman.
– Bien, señor Leman. Ya conoce usted las condiciones principales. Esto va a ser un contrato verbal. Usted procure trabajar por nosotros durante esta madrugada en curso, y al término de la misma recibirá un talón de mil dólares girado a su nombre.
– Perfecto. Me parece bien.
– ¿Sólo le parece? Me encargo de avisarle que esa es la oferta que tenemos para usted. No trate de intentar conseguir cualquier incremento en la misma. Si no está convencido del todo, le llamaríamos otro taxi y recurriríamos al siguiente candidato de la lista.
– No. Mil dólares me parece una cantidad excelente para una noche de trabajo.
– Entonces diríjase a la entrada de la nave. Toque tres veces con los nudillos y mi asistente se ocupará de atenderle y de indicarle la labor encomendada esta noche a la empresa que dirijo. Por cierto, soy el señor Torre.
– Encantado – dije con ganas de estrecharle la mano, pero el hombre de la limusina subió la ventanilla.
– No merece la pena, señor Leman. Le aseguro que nunca más volverá usted a verme.
Dio la orden al conductor del imponente vehículo para encender el motor y alejarse del polígono industrial, dejándome en solitario ante la nave A-15.
Me acerqué a la puerta de entrada y toqueteé suavemente con los nudillos. Pasaron unos segundos. Estuve a punto de insistir de nuevo cuando la puerta quedó entornada hacia adentro. Vi la iluminación llenando el hueco del quicio. Desde dentro me llegó otra voz igual de monótona que la del dueño de la empresa que había contratado mis servicios:
– Pase, señor Leman. Le explico lo que tiene que hacer y me marcho ya, que tengo otro asunto pendiente que atender en otra parte y me urge abandonar este lugar cuanto antes.
Introduje mi cuerpo por el hueco de la puerta. Si desde fuera, y aún a pesar de la oscuridad de la noche la nave parecía pequeña, el interior le confería un aspecto todavía más insignificante. Había una serie de focos dispuestos en cada esquina de la pared con el techo, iluminando el centro del local donde no había nada. Toda la nave estaba vacía. No había restos de maquinaria. Sólo el suelo homogéneo de cemento pulido. Calculé que allí no habría ni cien metros cuadrados. Ni se me ocurrió qué clase de empresa habría utilizado esa nave en el pasado. Salvo que hubiese sido un pequeño taller perteneciente a algún tipo de negocio familiar.
– Señor Leman, no se me distraiga por favor – me rogó el asistente personal del señor Torre.
– Nada. Es que sólo me preguntaba…
– No se le ha contratado para que formule usted preguntas – me cortó el hombre. – Soy Munch. No le digo mi nombre de pila porque no procede. Su labor es muy sencilla. Se le va a proveer de una simple linterna. La pila que lleva puesta está calculada para que le dure a usted una hora. ¿Ve usted esos cuatro focos? – preguntó señalando cada una de las cuatro esquinas. – Al no haber corriente general por razones obvias, están conectadas a un generador que tendrá un límite de dos horas de autonomía. Eso nos da tres horas de luz artificial sumada la hora de la linterna. Ahora es la una y cuarto. En cuanto yo salga de este local, quedará usted encerrado bajo llave. Cuando amanezca, sobre las siete de la mañana, volveré a por usted. Le entregaré el talón de mil dólares y cada uno se marchará por su lado. Eso es todo, señor Leman. Tenga usted la linterna. Le recomiendo que sepa utilizarla bien.
En todo este rato de su explicación plana, aquel hombre de estatura media, edad media, ataviado con un traje gris hecho a la medida y con la vista resguardada tras las lentes oscuras de sus gafas de sol de alto coste, no hice más que permanecer atento a la cantidad de luz existente en la nave. Además de fijarme en la linterna que sostenía entre las manos. Pensé para mí mismo, qué chorrada es ésta. Me encierran unas cuantas horas de noche y cuando se haga de día soy mil dólares menos pobre.
Cuando el señor Munch me tendió la linterna, le sujeté por la manga de la chaqueta.
– Supongo que aquí no hay ningún tipo de gato encerrado – dejé caer, suspicaz.
– Usted permanece la noche en vilo, y recibe lo que se merece. Recuerde que tuvo la libre elección de rechazar en el último momento el asentimiento verbal del contrato. No pensará romper lo acordado, ¿verdad? – me dijo, siempre con el mismo tono de voz. Dios, parecía un robot diseñado a principios de los años setenta.
Me quedé con la linterna. Necesitaba los mil dólares. Ese dinero me iba a venir de perlas.
– Yo nunca falto a mi palabra – le contesté haciéndome el ofendido.
– Entonces nos veremos de nuevo dentro de unas pocas horas, señor Leman.
Fue lo último que me dijo antes de encaminarse hacia la puerta de la nave. Salió, cerró la puerta bajo llave y se fue de este lugar a dios sabe dónde.
Yo me quedé iluminado por los cuatro focos. Pulsé el interruptor de la linterna para ver si funcionaba y lo apagué al instante. Caminé por el recinto. Mis pasos resonaban con fuerza sobre el cemento.
– ¡Hola! – dije en voz alta. Mi estúpido saludo reverberó por las paredes, formando un eco que me quitó las ganas de repetir dicho comportamiento infantil en lo que quedaba de madrugada.
No había ninguna silla, caja u otro tipo de objeto sobre el cual reposar mis posaderas. Decidí hacerlo en el centro de la nave sobre el frío suelo. Permanecería así mientras me durase la luz de los focos. Así tendría el cuerpo más descansado para cuando sólo me quedara la luz de la linterna. Entonces me arrimaría a una de las paredes y vigilaría la nave situado de pie hasta que la dichosa puerta volviera a abrirse de nuevo.
Por no tener, no tenía ni reloj de pulsera ni mucho menos teléfono móvil, así que no podría guiarme por las horas que restaban hasta la llegada del amanecer. El edificio tampoco disponía de ventanas y los dos lucernarios del techo estaban tapiados por dos láminas de uralita.
Cuando llevaba un rato sentado me empezó a molestar el dichoso trasero. El suelo estaba verdaderamente frío, así que no me quedó más remedio que quedarme de pie. La luz que irradiaban los focos era una luz directa que te cegaba, así que en vez de permanecer en el centro de la nave, fui alternando un recorrido por los rincones.
El tiempo fue pasando de manera inexorable y a la vez lenta.
Llevaba dos horas encerrado en el lugar. Lo supe cuando un foco tras otro quedó apagado hasta sumirme en las tinieblas. Este momento me pilló situado en la pared del fondo. En un principio decidí no utilizar la linterna. Sería demasiado pronto. Lo ideal iba a ser encenderla a fogonazos cada equis tiempo. Más que nada para vencer mi inquietud hacia la oscuridad imperante en la nave.
Estaba recostado de pie sobre la pared, cuando percibí un sonido extraño. Procedía del centro de la nave. Parecía como si algo en concreto estuviera arrastrándose por el suelo. Cada vez el sonido era más audible. No se trataba de mi imaginación. Me puse muy nervioso y decidí encender la linterna, enfocándola hacia la zona de donde surgía el ruido.
El haz de la linterna iluminó algo parecido a una enorme babosa. Su blanda piel relucía con la intensidad de unos zapatos de charol recién sacados el brillo por una gamuza y tenía un tamaño bastante considerable. Por lo menos medía un metro de largo. Y reptaba hacia donde estaba yo… hasta que se detuvo. Enfocado por la luz, el ser repulsivo permanecía quieto. Pude ver un orificio con afilados dientes. Era su boca. Aparte disponía de dos protuberancias que pudieran pasar por unos ojos primitivos aún en fase de evolución. Parecía que la luz le molestaba sobremanera, y empezó a recular hacia la pared frontal de la estructura abandonada. Fui enfocando su retirada, cuando otro sonido similar surgió procedente del techo. Desvié la dirección del haz hacia el lugar de origen del segundo sonido. Era un segundo espécimen de menor tamaño que el primero. Estaba dirigiéndose hacia donde me encontraba yo con la boca abierta y medio jadeando por el esfuerzo de tener que desplazarse por el techo. Al ser enfocado pude apreciar como su silueta se contraía levemente y para evitar la luz de la linterna se dejó caer literalmente del techo para asentarse acompañado de un sonoro “plof” sobre el suelo de cemento a dos metros y medio escasos de donde estaba yo situado. Con horror la volví a iluminar, consiguiendo que retrocediera con suma lentitud hacia donde estaba su compañera. Las dos criaturas parecían estar disgustadas. Sus cuerpos se retorcían y se alzaban como si fueran elefantes marinos exhibiéndose con sus colmillos antes las hembras en pleno período de celo. Las bocas abiertas del todo. Se iban acercando la una a la otra hasta que finalmente llegaron a tocarse. Mis manos temblaban compulsivamente. Un sudor frío me recorría toda la espalda desde los omoplatos hasta la rabadilla. Miré hacia la puerta. Estaba sellada a cal y canto. Encima se interponían las dos babosas gigantes en mi camino hacia ella. Entonces una de las dos empezó a emitir una especie de chillido estridente que me dejó más horrorizado todavía. El motivo de la demencial queja es que estaba siendo absorbida literalmente por la otra babosa que era de mayor tamaño que ella. Fusionándose un cuerpo con el otro. Como resultado de esa fusión, al cabo de los segundos surgió una única criatura de casi dos metros de longitud. Me desplacé por la pared del fondo tocando la misma con la mano que tenía libre. Un sonido surgido a mi lado me hizo detenerme de súbito. Dirigí el chorro de luz hacia allí y vi otro ejemplar a medio metro de mi pierna izquierda. Este medía sobre el metro de largo y sus ojos ciegos me miraban con deseos de poder sondear mi posición definitiva antes del inicio de lanzar su ataque. De nuevo la luz me salvó de su acoso, haciéndolo retrasarse unos metros hasta sumirse en las penumbras.
– ¡Esto es una puta pesadilla! – grité, desesperado.
Estuve manteniendo las dos criaturas a raya iluminándolas a rachas. Hasta que la linterna quedó apagada para siempre al gastarse las pilas. Una hora de duración tenían. Y me imagino que ese fue el tiempo exacto de duración de las mismas.
Sentí a las dos criaturas acercándose a rastras. Sus bocas chasqueaban como si tuvieran una lengua que se relamiera contra la fila de dientes. Tenían que ser las cuatro o las cuatro y media de la madrugada. Me quedaban casi tres horas hasta que viniera Munch a mi rescate. Siempre y cuando cumpliera su palabra…
Tuve que guiarme por el sonido que emitían las criaturas. Palpaba con las manos las paredes.
Estuve así un buen rato.
¿Cuánto sería?
¿Una hora tal vez?
Hasta que tropecé con una de ellas. La maldita se me había cruzado en el camino sin que yo me percatara de ello. Caí encima de ella. Su asqueroso cuerpo era blando como la gelatina. Al querer apoyarme sobre las manos para reincorporarme de pie, descubrí que me sería imposible hacerlo, porque el cuerpo de la criatura comenzó a fusionarse con el mío. Esta vez fui yo quien empezó a chillar de dolor. Era inimaginable. Quise despegarme, pero con cada esfuerzo conseguía que mi unión con ella fuera cada vez más firme. ¡Mi maldita cabeza me empezó a doler de manera terrible! Aquello que me absorbía quemaba mis sentidos. Grité, pero ni siquiera me escuché a mí mismo…


2.
– Buenos días, señor – se escuchó una voz cansina por el altavoz del teléfono móvil.
– Dígame el resultado de la prueba de esta noche, señor Munch.
– Lamentablemente nuestro empleado no logró utilizar con sapiencia la hora que le duraba la linterna.
– Eso me entristece mucho, señor Munch.
– Si, señor.
– Ese detalle rompe el lema de la empresa.
– Estoy de acuerdo, señor.
– Tendremos que elevar el nivel de exigencia en la próxima selección de personal.
– Así lo creo yo también, señor.
– Adiós, señor Munch.
– Que pase usted buena mañana, señor.


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Pensamientos infantiles.

“Cuando los pensamientos son impulsados por la excesiva imaginación y perversidad de un niño, hasta el mayor de los seres deleznables de la historia de la maldad es un mero angelito tierno con alas de algodón al lado de semejantes infantes.”

(Robert A. Larrainzar. 19 de enero de 2011.
 Escritor amateur de terror de medio pelo).

1.

Pollock estuvo contemplando desde la distancia el discurrir de la tarde, esperando que llegaran las 15:00. Se entretuvo jugando con el teléfono móvil hasta que apreció el movimiento de padres aguardando la salida de los críos del colegio elemental de Westbury. Se mordisqueó la uña del pulgar derecho. Sonrió con evidente sarcasmo. Aquellos puñeteros lugareños disponían de una escuela sin ningún cierre de protección. Seguramente no existía ninguna clase de delincuencia en la localidad, pero aún así no era entendible para su mentalidad neoyorquina. Cualquier extraño podría arrimarse al patio e intentar colar algo de droga para los más creciditos.

Se sacudió los hombros, aferrándose al volante de su Volvo 850 R color vainilla, aunque el tono estaba descolorido por el descuido de su dueño. A través del vidrio tachonado de mosquitos muertos en su choque desproporcionado contra el parabrisas cuando el vehículo circulaba por las autopistas nacionales de la costa este pudo cerciorarse que un alto porcentaje de la chavalería iba alejándose,  tomados de la mano de sus respectivos padres. El resto, regresaba con desparpajo o bien en grupitos o en solitario. Todos ellos atravesaban el paso de cebra situado al lado del colegio. Ahí había un solícito voluntario con un cartelito de aviso que ponía “stop”, deteniendo la algarabía de los menores, hasta advertirles cuando podían cruzar hasta el otro lado de la calle.
En un momento dado, los ojos del hombre de la señal se fijaron en los suyos. Lo hizo lo más disimulado posible. A la vez hizo girar el mentón hacia la figura de un crío de oscura melena.
El niño iba a su aire, cargando la mochila con cierta desgana. Era delgaducho y de tamaño minúsculo para los diez años que tenía. Lo que más le llamó la atención fue el rostro del chico.
Se rió por lo bajo. Con lo condenadamente racista que era, el niño seleccionado para ser secuestrado tenía que ser ese de entre todos los enanos paletos de aquel pueblo de ilusos, donde las puertas principales de las casas no se cerraban bajo llave y las hojas de las ventanas estaban abiertas a medio subir en cuanto apretaba algo la temperatura.


2.
– Ya has visto el niño que hay que raptar para pedir el rescate – le dijo Rodney, el voluntario escolar que vigilaba el paso de peatones cuando abría y cerraba el colegio.
– Joder, tío. Estás de coña. No me hablaste de secuestrar a un puñetero niñito japonés de dibujos animados – Pollock apagó su cigarrillo en el cenicero situado encima de la mesa de la cafetería. Degustó la parte final del café cargado sin ocultar su perplejidad.
– Escucha, idiota. Aparca tus prejuicios raciales el tiempo que dure este trabajito. El muchacho no es asiático. Es americano. Simplemente que procede de Alaska. Es un inuit. Esquimal, que este término seguro que es más entendible para tus neuronas a medio evolucionar.
– Además de huerfanito. Cómo se me conmueve el corazón de cabrón asentado dentro de la coraza de mis costillas, ja.
– La cuestión es que sus padres adoptivos son los Collarson. Son dueños de una editorial de categoría media, pero bien posicionada a nivel nacional. Tienen una casa enorme de aspecto colonial, un buen terreno que lo circunda, dos coches de marca. Organizan fiestas literarias una vez al mes con el fin de promocionar a sus escritores menos conocidos. Lo dicho, su patrimonio es bastante envidiable, y más si se compara con las cuentas corrientes que manejamos tú y yo. Así que estarán más que dispuestos en aportar una suma decente por la recuperación de su hijito, que se llama Miki por cierto.
– Como Mickey Mouse, ja, ja.
– Condenado malnacido. Déjate de memeces. Pide por Dios otro café negro y concéntrate en la ejecución del plan para mañana. Todo tiene que salir perfecto. Un secuestro exprés y un montón de billetes verdes que nos permitirá vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada.
– Está bien. Te prometo no decir ninguna chorrada más en un buen rato. Pero me sigue haciendo gracia que ese enano sea chino, ja, ja.



3.
El niño estaba sentado entre los dos hombres. Pollock conducía, mirando de reojo a Miki.
– ¡Deja de reírte del pobre chaval, imbécil! – le echó en cara Rodney.
– Es que no puedo remediarlo. ¡Hasta Piolín es más grande, ja, ja!
Miki permanecía callado, con rostro pensativo. Ni siquiera pataleó cuando lo introdujeron en el coche de Pollock, y tampoco se quejó cuando Rodney le exigió que le diese su teléfono móvil. Eso sí, se negó a buscarles el número del móvil o de la casa de sus progenitores.
– Da igual. Ya lo encontraré yo mismo. Con entrar en el directorio… Una vez obtenido, llamaremos  desde una cabina a sus padres.
– ¿Para qué tanta molestia? Se les llama desde el móvil del enano y ya está. Encima vamos a pagar las llamadas, no te jode – dijo Pollock.
– Eres más tonto de lo que aparentas – se le encaró Rodney. – La mejor manera para que la policía localice la llamada es ponernos a utilizar el móvil.
– Oye, oye. Quedamos que vamos a amenazar a sus padres con matarlo si acuden a la pasma.
– Ya. Pero nunca se sabe. Pueden ser prepotentes y hacer caso omiso de la advertencia.
El niño mantenía los ojos cerrados. En la parte trasera del Volvo estaba su mochila volcada contra el suelo.
– Mis papás nunca harán caso a lo que les diga el vigilante del paso de cebra y a su amiguito gracioso – mencionó Miki sin mirarles.
– Estupendo, compañero. El mocoso sabe quién eres – dijo con desagrado Pollock.
– Eso es lo de menos. Cuando esté de vuelta y se lo diga a la peña, yo al menos ya estaré en otro estado del país …



4.
Rodney había alquilado una bajera en una nave industrial de las afueras de la localidad, utilizando para ello una credencial con datos falsos. Cuando llegaron, devolvieron la mochila al niño y le hicieron de acompañarles hasta el interior del local de cuarenta metros cuadrados. Constaba de paredes desnudas, con la pintura a medio levantar y sin ningún tipo de mobiliario, aparte de una manguera de incendios y un hacha dentro de la vitrina.
– ¡Joder, tío! ¡No hay ni sillas! – protestó Rodney.
– Si pensabas que iba a pagar el coste del alquiler de unos putos taburetes para unas pocas horas, la llevabas clara, amigo – se defendió Pollock, cruzándose de brazos.
– Estoy cansado de estar de pie – dijo Miki en un susurro monocorde.
Ambos lo miraron como si acabara de hablar una marioneta de Barrio Sésamo.
Pollock se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, cerca de donde estaba el pequeño.
– Tendrás que conformarte con sentarte en el puñetero suelo. Bastante es que te dejo mi anorak para que no se te enfríe el trasero, jolines.
Miki se acomodó con las piernas cruzadas. Dejó la mochila al lado. Cerró los párpados. Al instante sus facciones se relajaron, apreciándose una suave sonrisa en sus labios escuetos y resecos por el frío invernal.
– Demonio de crío. Esos Collarson tienen que estar de la azotea para ponerse a adoptar a un esquimal en miniatura – gruñó Pollock.
– Deja de meterte con el niño. Salgo un poco para mirar en el directorio del móvil. En cuanto de con el número de sus padres, uno de los dos se dirige a la cabina telefónica situada a media milla, donde la droguería abandonada.
– Míralo aquí. No sé para qué tienes que salir afuera, con la que rasca.
– Me meto en el coche, chalado. Que esta bajera parece una cámara frigorífica. No tardaré ni cinco minutos. En cuanto de con el teléfono, lo anoto, te lo doy y vas a la cabina telefónica. Ahora que lo pienso, Miki estará más tranquilo conmigo.
– Si tú lo dices.
Rodney abrió la puerta y salió al exterior, llevándose el teléfono móvil del niño consigo.
Pollock suspiró, desesperado por lo perfeccionista que era su compañero de fechorías.
Unas volutas de su aliento se expandieron como si estuviera fumando un cigarrillo.
– Tiene razón el compañero. Aquí hace un frío de la leche. Sintiéndolo mucho, niñito, vas a tener que devolverme mi abrigo. Así que levanta tu trasero enjuto, si no quieres que te aparte de un empellón – se dirigió hacia el niño.
– Yo no hago caso a un árbol – musitó Miki.
Pollock se quedó de una pieza. Aquel renacuajo era un espanto de mocoso. Ni cobrando cien mil dólares hubiera aceptado su adopción.
– Eres un árbol malo. Mereces morir, árbol – insistió Miki.
– ¡Maldito bastardo! ¡Como tus padres no paguen, te hago picadillo y tus restos se los doy a mi perro como aperitivo de su cena, porque no tienes ni un kilo de carne sobre los huesos!
El niño no se inmutó ante la amenaza de aquel hombre.
Simplemente apretó más todavía los párpados, encogiendo los dedos de las manos hasta formar sendos puños.
Cuando frunció el ceño, Pollock se quedó de inmediato paralizado.
No podía dar un paso. Tampoco podía mover los brazos ni girar la cabeza.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
– Eres una persona mala. Así que si te transformo en un árbol, también eres un árbol malo – le dijo Miki, acomodado sobre el anorak de Pollock.
Pollock fue percibiendo una dolorosa rigidez que iba agarrotando cada músculo de su cuerpo. Su piel iba poniéndose cetrina, surgiendo rugosidades sobre el revés de las manos y su cuello. También notaba las protuberancias asentándose en el resto de su anatomía bajo la tela de su ropa. No podía bajar la vista por el súbito dolor de sus vértebras cervicales, pero sentía que sus pies se iban ahondando en el mismo hormigón del suelo. Lo sabía porque había perdido unos siete centímetros de estatura. Su respiración se tornó entrecortada, y cada vez le resultaba más difícil inhalar y exhalar tanto por la boca paralizada como por las fosas nasales. Algo le decía que iba a morir de un colapso brutal en menos de un minuto. Eso le aterrorizó profundamente.
Cuando quiso hacer un último esfuerzo para separar las piernas y los brazos,  la puerta de la bajera fue abierta, entrando Rodney. En un principio no se fijó en su compañero, ubicado en el rincón contrario. Su visión estaba enfatizada en el niño. Arrojó el teléfono contra el hormigón del suelo, haciéndolo trizas.
– ¡Puñetero niño! Tu teléfono es tu puto juguete, ¿verdad? Uno que ya no utilizaban tus padres y que está inutilizado por la compañía operadora. El directorio es más viejo que Matusalén, y en él no aparece ninguna referencia actual con los números telefónicos de tus papaítos Collarson.
– Eres un hombre malo – le dijo Miki.
– Mira, Miki. Soy un hombre comprensivo. Si en ese teléfono no figura el número con el cual poder comunicarme con tus padres, es señal que tienes otro sistema por el cual… ¡Dios! ¡Un localizador! ¡Estamos jodidos! Llevas un localizador de personas por GPS.
Dejó de fijarse en el niño para volverse, encontrándose con la escalofriante imagen de Pollock.
– ¡Pollock! ¡Joder!
– Eres un leñador malo – le llegó la voz cansina y repetitiva del niño.
– ¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a Pollock? ¡Da igual! ¡Tengo que encontrar tu localizador y destruirlo! Luego ya veré qué hago contigo.
Rodney avanzó hacia Miki, dispuesto a hurgar en su mochila.
– Leñador malo, necesitas un hacha para talar ese árbol malo – surgió la vocecilla procedente  de los labios sonrientes de Miki.
Rodney se sacudió la cabeza. Sin saber por qué motivo, había cambiado el rumbo de sus pasos. Se halló a sí mismo situado frente a la vitrina de antiincendios que guardaba el hacha. Estaba en un estado de conservación excelente. El filo afilado y brillante.
Cerró sus puños con fiereza, y llevado por un impulso demencial, se puso a golpear con énfasis el cristal con la intención de romperlo. Arremetía sin descanso por una insistencia involuntaria de su mente. Los nudillos se le fueron poniendo en carne viva, hasta que el vidrio cedió. Asió el hacha por el mango, dirigiendo su cuerpo hacia la postura extravagante adoptada por Pollock. Los ojos de Rodney estaban fuera de sí. Babeaba.
– Por favor, leñador malo. Mata al árbol malo.
Carente de toda lógica, y comandado por la absurda orden infantil de Miki, se puso a trocear el cuerpo paralizado de Pollock. Tardó quince minutos en despedazarlo. Los restos estaban esparcidos por todo el suelo de la bajera. Rodney estaba embardunado de la cabeza a los pies con la sangre de su compañero. Cuando comprobó lo que acababa de hacer, dejó caer el hacha a sus pies, espantado de la escabechina.
– ¡Dios! ¿Qué he hecho? – gritó, al borde del llanto.
Miki abrió los ojos. Se alzó con rapidez felina, agarrando su mochila, y con la felicidad embargando su rostro, gritó alborozado:
– ¡Papá! ¡Por fin estás aquí!
Rodney se giró hacia la entrada. En la jamba de la puerta estaba el señor Collarson.
Este le apuntó con una pistola con silenciador, haciéndole estallar su cráneo en fragmentos de hueso aderezado con porciones de su cerebro. El cuerpo del secuestrador se desplomó inerte en medio de la carnicería y del enorme charco de sangre que cubría buena parte del suelo.
Miki corrió hacia su padre, más feliz que unas castañuelas. Este lo cogió en brazos, sacándole lo antes posible del infierno que representaba la bajera.
Minutos después, mientras conducía el Mercedes negro metalizado camino de regreso a casa, con Miki asentado en el asiento del acompañante, Robert Collarson hablaba con su mujer a través del manos libres.
– Todo está bien, querida. Miki está conmigo – le decía sin emocionarse.
– Gracias a Dios que le pusimos ese localizador, Robert.
– Por lo demás, mejor que olvidemos este pequeño incidente. Quienes se lo llevaron, están muertos.
– Eran hombres malos – le interrumpió su hijo Miki.
Su padre sonrió forzadamente.
– Así es, hijo mío. Recibieron lo que se merecían.
Continuó hablando con su esposa, consternado por la mala elección que hicieron cuando decidieron adoptar ese niño tres años atrás.


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Sigo llamando a la puerta y tú no me abres. (I keep knocking on the door and you don´t open me).

                        Después de las imágenes de casas abandonadas, qué mejor que un breve relato de terror al respecto, je je.

                        Se percibió el golpeteo de los nudillos contra la puerta de madera. Ese hecho le extrañó mucho. El timbre de la casa funcionaba perfectamente. Estaba solo, así que tuvo que acudir él mismo a la entrada.

                Hubo una repetición en la sucesión de breves impactos contra el otro lado. Miró la hora en el reloj de pulsera.
                21: 05.
                Atisbó a través de la mirilla. La lente estaba defectuosa y no pudo ver nada. Igualmente no había luz que alumbrara el dintel.
                – ¿Diga? – preguntó con cierto nerviosismo.
                Nadie le contestó.
                Pensó que sería algún crío del vecindario que estaba haciendo una broma pesada. Recorrió el rellano hacia la cocina, donde estaba levantando una tabla del suelo de madera para depositar en el hueco una grabadora introducida dentro de una bolsita de cierre hermético. Llevaba toda la tarde y comienzo de la noche ubicando varias de ellas en sitios escogidos por su interés y posible transcendencia dentro de los muros de aquella casa abandonada y en evidente estado de deterioro.
                Un fuerte porrazo sobre la puerta de la entrada principal le hizo detenerse.
                Su vista se asentó en principio sobre la ventana de la cocina. Al igual que el resto de aberturas, estaba tapada por tablones claveteados. Incluso dos ventanas más estaban tapiadas. Eso le tranquilizaba. Saber que nadie podía colarse por ahí para cogerle desprevenido.  Por sorpresa.
                Sonó un segundo golpe fuerte y rotundo, que hizo crujir la madera pútrida de la puerta. Esta resistió el embate sin problemas, pero los efectos del sonido se trasladaron por el resto del pasillo y de la casa con el odio de un eco devastador, propiciando la sensación de la rotura de la misma.
                Dejó caer la grabadora dentro del hueco y se incorporó de pie.
                Una gota de sudor frío, casi lechosa, fluyó desde su entrecejo, recorriéndole el perfil de la nariz, deteniéndose en la punta de la misma.
                El silencio se mantuvo durante menos de dos minutos, interrumpido por otro golpetazo más potente que el anterior.
                Abandonó la cocina, manteniéndose quieto en la mitad del camino hacia la puerta principal de la casa. Sujetó el teléfono móvil con el firme deseo de comunicarse con alguno de los dos miembros del equipo de investigación que habían salido en busca de algo de comida y de café para pasar la noche en vela dentro de aquel lugar nada agradable. Primero marcó un número y seguido el otro. Con tardanza, se fijó en la pantalla que le indicaba que no había cobertura. A los pocos segundos, se quedó sin batería.
                Tiró el móvil al suelo.
                ¡POOOOM!
                Miró con fijeza más allá del recibidor, donde se acumulaba la dejadez y la suciedad de años sin que nadie mediase para impedir el decaimiento de la vivienda.
                ¡POOOM! ¡POOM! ¡POOM!
                La severidad de los golpes retumbó  por la estrechez del pasillo central de la planta baja. El estruendo de la violencia empleada sobre la puerta estaba consiguiendo finalmente que diera la sensación que fuera a desencajarse de los goznes, derrumbándose hacia adentro, alzando una cortina de polvo y llevándose en la caída jirones de seda del arte decorativo y hacendoso de las arañas tejida en el travesaño superior.
                Los poros de la piel en la espalda se dilataron, consiguiendo que transpirara un sudor gélido y repulsivo al humedecer su camiseta, haciendo que se adhiriese a la zona lumbar como si fuera una piel muerta en plena fase de muda de la misma.
                ¡POOM!
                Finalmente una voz surgió desde la parte de fuera, donde la puerta era maltratada con tamaña vileza.
                – Sigo llamando, y tú no me abres.
                ¡Era la voz de Lorena!
                Precipitó sus pasos por el recibidor hasta situarse ante la puerta. Descorrió el enorme cerrojo que se mantenía oxidado pero cuya utilidad seguía siendo de lo más eficiente para el cierre eficaz de la entrada.
                – Jolines, Lorena y María. Os habéis pasado con los golpecitos. Espero que al menos la comida y el café sean digeribles.
                Quiso añadir otra frase, pero la puerta fue golpeada nuevamente con fuerza, dándole de lleno en pleno rostro, destrozándole el tabique nasal, precipitándole de espaldas contra el suelo mugriento.
                Su visión quedó oscurecida por la brutalidad del impacto. Agitó la cabeza, tratando de enfocar con cierta claridad hacia el hueco de la puerta abierta. Percibió un sonido característico detrás de donde estaba sentado. Eran los clavos de las tablas de la tarima que estaban siendo arrancados. Las mismas tablas eran apartadas, estrellándose contra las paredes. Cuando volvió la vista, aquello invisible que estaba delante de sus ojos lo empujó hacia el fondo del suelo, hincándole con precisión en la base con los propios clavos extraídos a la madera, atravesándole los miembros y la garganta, hasta inmovilizarlo dentro de aquella especie de tumba. Quiso gritar, pero tenía la tráquea aplastada. Sus pupilas se dilataron y los ojos se le salieron casi de las órbitas al ver el arco que describió una de las tablas de la tarima antes de empotrarse contra su propio cráneo.




                Lorena se desplazó por la cocina. Encontró la grabadora en el hueco de la parte del suelo levantado por su compañero. Se dio de cuenta que no estaba en funcionamiento, y le dio a la tecla de grabación. Abandonó la estancia y recorrió la parte del pasillo que llevaba a la sala de estar. Justo en ese momento María descendía las escaleras, llegando procedente de la planta superior donde estaban los antiguos dormitorios de quienes habían residido por última vez en aquella casa abandonada.
                – Nada. Javier tampoco está arriba – dijo disgustada.
                – No es propio de él querer gastar bromas de mal gusto. Me refiero a lo de dejar la puerta de la entrada medio abierta a nuestro regreso – aclaró Lorena.
                – Ya. Y tampoco lo es marcharse sin venir a cuento. Más si fue él quien más empeño puso en lo de pasar una noche en este sitio para intentar registrar alguna psicofonía – replicó María, enfurruñada.
                Recorrieron la parte del recibidor que llevaba hacia la puerta. María reparó en los tablones de la tarima del suelo que estaban flojos.
                – Mira. Aseguraría que esta parte del suelo no estaba tan mal cuando llegamos. Las tablas están medio sueltas. Les faltan los clavos. Ha tenido que ser el entretenimiento principal de Javier mientras hemos estado de compras, porque la grabadora que dejó en la cocina estaba sin poner en marcha.
                Se le ocurrió agacharse para mirar mejor una de las tablas. Vio que era fácil de quitar, y eso hizo. Su respiración se cortó brevemente al descubrir parte del semblante destrozado de su amigo a través del hueco.
                Lorena la miró preocupada.
                – ¿Qué sucede, María?
                – ¡Dios mío! ¡Es Javier! ¡Está…! ¡Su cuerpo está enterrado bajo las tablas del suelo!
                En ese instante comenzó a sonar un suave golpeteo de nudillos contra la puerta principal.
                – ¿Oyes eso? – preguntó Lorena a María.
                Esta se incorporó muy alterada. Miró a su amiga.
                Luego lo hizo con la puerta. Estaba cerrada pero sin correr el cerrojo enorme y herrumbroso que la mantendría en su sitio.
                Los golpeteos sobre la madera cobraron nueva insistencia.
                – ¿Qué hacéis? Sigo llamando, y nunca se me abre – les llegó una voz desde el exterior.
                Lorena y María se quedaron rígidas por el tono del mismo.
                Aquella voz era la de Javier…
                Pilladas de improviso, la puerta fue abierta de golpe.
                Una ráfaga intensa de aire fétido enredó los largos cabellos de Lorena y María. Se sintieron sujetadas por el pelo por una agresiva fuerza invisible. La puerta se cerró con estrépito y el cerrojo quedó corrido. María luchaba desesperada por desasirse de los dedos imperceptibles que tironeaban de sus cabellos. Vio que Lorena estaba siendo arrastrada por el suelo, alejándose hacia la cocina.
                – ¡Lorena!
                – ¡Ayúdame, María!
                María no pudo ayudarla. Miró hacia atrás, pero no encontró nada físico y palpable que la estuviese sujetando. Con brusquedad, se sintió alzada sobre el suelo, dirigida hacia el techo, donde pendía una vieja lámpara araña. La lámpara fue arrojada con fuerza y estrépito hacia el suelo. Aquello que la mantenía a la altura del techo, fue enredándole los cabellos contra el gancho de sujeción de la lámpara. María pataleaba. Oía de lejos los gritos doloridos de Lorena. Ella quiso hacer lo propio, pero algunos de los cristales de la lámpara fueron arrancadas de la misma e introducidas en su boca hasta ahogarla. Finalmente su cuerpo  quedó colgando por su larga melena enredada al gancho del techo, conforme su vida se apagaba con el vidrio incrustado en su garganta, consiguiendo que muriese en una lenta y larga agonía por asfixia.
                En la casa vacía y abandonada prosiguieron por unos minutos más los lamentos desgarradores de Lorena. Una vez sumida esta en el descanso eterno, el lugar permaneció el resto de la noche en completo silencio, sin que volviera a percibirse más golpes de nudillos contra la puerta principal. Pues ahora no había motivo para que percutiesen, al no haber ya nadie que pudiera responder a la llamada de los mismos.


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Sucedió en un instante. (Happened in an instant).

 1.          

                     Los gritos eran agónicos. Eternos. Incesantes. El dolor estaba implantado dentro de la persona que lo sufría. Ellos dos lo oían cuando descendían por los escalones que conducían al sótano. Al otro lado de la puerta, asegurada esta por seis cadenas y seis candados, se percibían los golpes de un cuerpo contra las paredes, las columnas de sustentación y la propia entrada de acero. El suelo trepidaba como si mediase un movimiento sísmico que hubiera conseguido hacer temblar con fuerza objetos y muebles si el local dispusiera verdaderamente de ellos. Ambos se miraron. Igualmente observaron a la joven que les acompañaba en contra de su voluntad. Estaba maniatada, con unos grilletes en los tobillos y amordazada. Su frente estaba perlada de gotas finas de sudor. No hacía calor, pero la tensión del momento estaba facilitando que su cuerpo transpirara. Mientras uno de ellos la sujetaba, el otro iba introduciendo las llaves en los diferentes candados. Cuando retiró el último, abrió la puerta con cierta precaución. El interior estaba a oscuras. Una ráfaga de olor de lo más hediondo le hizo de aguantar la respiración, protegiéndose con un pañuelo sobre los orificios nasales. Buscó el interruptor ubicado al otro lado del quicio de la puerta y encendió la luz.
                Con el sótano iluminado, obligaron a que la muchacha se adentrase, cerrándole la puerta a sus espaldas, colocando las cadenas y asegurando que no pudiera salir con los recios candados.
                Se fueron retirando, ascendiendo los escalones, mientras una voz potente, procedente desde el otro lado de la puerta,  mascullaba en latín:

                “Corrupta sum, ille status immortali.”
                (“Corrupto soy, y esa es mi condición eterna.”)

2.
        Sucedió en un instante. Su liberación fue la causante de tanto dolor y de infinitas muertes.

               
3.
        Claro García pertenecía a la unidad de asalto. Con él iban cinco compañeros más. Todos a las órdenes del teniente Tax Edwards. En esta ocasión, su misión consistía en acometer un registro de una casa en la pequeña localidad del estado de Nueva York, llamada Shutton Place. La hora elegida fue las once de la noche, cuando la mayoría del vecindario ya estaba casi durmiendo.
                Equipados con visión nocturna, blindaje defensivo y rifles de asalto con silenciadores, se posicionaron en la entrada lateral izquierda de la casa. El compañero Rick Delio situó una mini cámara por debajo de la puerta para comprobar que la cocina estaba desocupada.
                – Acceso libre – dijo por el transmisor ubicado cerca de sus labios, transmitiendo la situación al resto del equipo y a los dos componentes de la Unidad Móvil, estacionada a una manzana de distancia.
                – Recordad que hay que asegurar a los objetivos. Si no peligra su situación, la fuerza letal está permitida – les llegó la orden del teniente Edwards.
                Claro García asumió el reto de abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Insertó una ganzúa que les  facilitó el acceso al interior. Apenas se creó ruido que pudiera relevar su entrada en la casa. Los seis fueron avanzando por la cocina, con la visión nocturna conectada y apuntando con sus armas de tal manera que todos quedaban bien cubiertos por si hubiera una irrupción violenta por parte de cualquiera de los ocupantes de la vivienda.
                – Los individuos en cuestión son dos – se encargó de refrescarles la memoria el teniente.
                La cocina quedó despejada, así que continuaron por el pasillo de la planta baja que comunicaba con el salón y con el supuesto dormitorio de uno de los sospechosos.
                Los haces de luz acoplados a los rifles iluminaban en tonos grises los lugares y rincones a donde apuntaban. Fueron a la sala de estar. Comprobaron que allí no había nadie, excepto la suciedad manifiesta y el desorden de los muebles. En ese instante, el teniente les indicó que había que desdoblarse.
                – García y Delio, equipo Alfa, conmigo al piso superior de la casa. El resto, equipo Delta, que registre ese dormitorio y la parte trasera del jardín. Tiene que haber una entrada al subsuelo por cojones.
                El equipo Alfa encontró el tramo de escaleras que llevaba a la parte superior de la vieja casa, inmueble que se presuponía abandonada por buena parte de los habitantes del pueblo.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Procedemos a entrar en el cuarto – le llegó a Claro García por el auricular insertado en su oído izquierdo.
                Este seguía la espalda del teniente, ascendiendo por las escaleras, con su retaguardia cubierta por Rick Delio. No encontraron a nadie en el rellano. El suelo era de madera, crujiendo tenuemente aún a pesar del sigilo de sus pasos. En ese instante escucharon una ráfaga de disparos amortiguados por los silenciadores acoplados a las armas.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Enemigo abatido. Portaba un machete. Habitación despejada – les informó Ernest  Dropp, del equipo Delta.
                – Equipo Alfa para Equipo Delta y Unidad Móvil.  Procedemos a explorar las dependencias superiores. Que el  equipo Delta examine el jardín trasero. Tiene que haber un acceso a algo similar a un sótano.
                – Recibido Equipo Alfa. Nos dirigimos al exterior hacia la parte trasera de la casa.
                El teniente Edwards verificó que había dos puertas que supuestamente tenían que corresponder con dos dormitorios. Rick Delio husmeó con la mini cámara por debajo de las rendijas de ambas con el suelo.
                – Derecha, vacía.
                “Izquierda, se ve una persona tendida en la cama.
                Se posicionaron frente a la puerta, irrumpiendo al unísono, cegando con las luces de las linternas de los rifles al hombre que estaba durmiendo en la cama.
                – ¿Qué coño significa esto? – farfulló, alterado.
                A una indicación del teniente, Claro García obligó al sujeto a tumbarse sobre su vientre, maniatándolo con una lid de plástico por detrás de la espalda.
                – ¡No apriete tanto! ¡Que duele, joder! – masculló el hombre.
                – ¿Dónde las tenéis?  A las chicas. – le preguntó el teniente Edwards, dándole la vuelta.
                – No pienso decirles ni pío.
                La culata del teniente le golpeó sin miramientos la nariz, partiéndole el tabique nasal, consiguiendo que fluyera un hilo de sangre hacia su mentón.
                – ¡Cabrón! ¡Esto no quedará así! – vociferó, quejándose de dolor por el golpe.
                – Hable, basura. Su compañero está muerto. Y tú lo estarás pronto si no confiesas dónde mantenéis encerradas a las pobres víctimas de vuestros desmanes – insistió el teniente.
                – ¡Y una leche! ¡Además de nada sirve tratar de salvarlas, porque hace tiempo que sus almas están perdidas!
                Edwards dirigió el cañón del rifle hacia la pierna derecha del individuo, disparándole una ráfaga sobre la rodilla, dejándosela en carne viva, despellejada y destrozada.
                – ¡Ahhhh! ¡Cabronessss! ¡Aaaaa!
                En ese instante se estableció comunicación del Equipo Delta con el Equipo Alfa y la Unidad Móvil.
                – Aquí Equipo Delta. Nos ha costado, pero lo hemos encontrado. La trampilla estaba camuflada con hierba artificial, para que pareciera  que formaba parte del jardín.
                – Equipo Delta. Aquí Equipo Alfa. Nos reagrupamos con vosotros en breve.
                El rifle del teniente Edwards apuntó hacia el rostro de quien permanecía maniatado encima de la cama. Ordenó a sus hombres que desconectaran brevemente la conexión con la Unidad Móvil.
                – ¡No! ¡Por Amor de Dios! ¡NO ENTREN AHÍ! ¡Puede ser su perdición! – suplicó aquel individuo con los ojos desmesuradamente abiertos.
                La ráfaga de disparos acabó con su vida en un santiamén. Edwards se fijó en un abrecartas colocado sobre la mesilla de noche. La recogió y se la colocó entre los dedos de la mano derecha del cadáver.
                – Equipo Alfa a Equipo Delta y Unidad Móvil. Enemigo caído. Portaba un arma blanca – informó, restableciendo la conexión con el resto por radio.
                El Agente Claro García y su compañero Rick Delio asumieron el comportamiento de su superior sin remordimientos.
                Salieron de la estancia, descendieron las escaleras y se aproximaron a la parte trasera de la casa, donde les esperaba el Equipo Delta. Entre la hierba, había un hueco con unos escalones de madera podrida que descendían hacia una especie de sótano.
                – ¿A qué esperan? – les indicó el teniente Edwards, ya impaciente por encontrar a los rehenes. – Atención, Unidad Móvil, procedemos a bajar por unos escalones que previsiblemente conducen al sótano de la casa.
                – Recibido, Equipo Delta. Aquí Unidad Móvil.  Tanto Equipo Delta, como Equipo Alfa están autorizados para el registro de esa zona – llegó la voz de Antoine Carr desde el furgón de la Unidad Móvil.
                Ernest Dropp hizo de avanzadilla.
                – Maldición. Equipo Alfa. Equipo Delta. La puerta de acceso está asegurada con varias cadenas y candados. Necesitaremos las tenazas para romperlas.
                – Entendido. Ahora te llega el refuerzo de Monroe con el equipo.
                Al poco llegó ante la puerta el agente Monroe cargando una pesada mochila. De ella extrajo una tenaza de roturas. Con cierta insistencia, consiguió soltar las cadenas y romper los candados en menos de un cuarto de hora.
                Después instaló una carga pequeña de C4 para terminar con la resistencia de la puerta de acero. Salió al exterior, y a una distancia prudencial, hizo detonar el explosivo.
                Descendió con el agente Rick Delio.
                – Acceso franco. Repito. Acceso franco – transmitió Delio al resto del equipo de asalto.
                – ¡Joder! ¡Qué olor más insoportable! – dijo Monroe.
                El resto fue bajando de uno en uno por los escalones. Abajo se encontraron con el sótano iluminado tenuemente por una bombilla que colgaba desnuda justo en el centro del recinto. Todos los miembros de la unidad de asalto estaban preparados mentalmente para las situaciones más adversas y terribles. En este caso, muchos no pudieron contenerse, vomitando en los rincones de la estancia. El sótano disponía de paredes desnudas, encaladas. No existía ningún mobiliario. El suelo era de hormigón. Sobre el mismo, diversos pentagramas perfilados con trazo irregular en tinta roja. Diseminados por el suelo, los cuerpos en avanzado estado de descomposición de siete, ocho, nueve o diez jóvenes. Era difícil cuantificarlos, porque algunos estaban tan deteriorados y despedazados, que se precisaría de la investigación forense.
                La mayoría de los cuerpos estaban inmovilizados por cadenas, grilletes, correas de cuero y esposas. Se hallaban desvestidos, con múltiples laceraciones sobre la piel. Los ojos estaban vueltos del revés, y las lenguas sobresalían desde las mandíbulas como si hubieran sido estiradas con violencia hacia afuera hasta casi arrancarlas del interior de la cavidad bucal.
                – Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta y Equipo Alfa. Hemos dado con el hallazgo de numerosos cuerpos mutilados en apariencia de únicamente condición femenina – informó el teniente Edwards, haciendo a su vez un gran esfuerzo por controlar su propia repugnancia ante la carnicería cometida por los dos psicópatas  merecidamente abatidos durante su incursión por la casa.
                – Unidad Móvil a Equipo Delta y Equipo Alfa. Por favor, informen del estado de las personas retenidas en el sótano.
                – Equipo Delta y Equipo Alfa a Unidad Móvil. No se encuentra ninguna superviviente entre los cuerpos hallados. Repito. No hay ninguna persona viva.
                Justo en ese momento, uno de los cadáveres se incorporó con presteza.
                – ¡La Virgen! ¡Esa tía está viva! – chilló el agente Rodríguez.
                La joven estaba en los puros huesos. Su mandíbula chasqueó con fuerza, mientras sus ojos se removían en las acuosas cuencas, ofreciéndoles una visión horrorosa.
                Empezó a levitar un palmo sobre el suelo, girando sobre sí misma para fijarse en los seis miembros de la brigada de asalto.
                De su garganta emergió una voz cavernosa y profundamente masculina, recitando en latín:

                “Exitus cavendum”
                (Asegurad la salida)
                “Dies unus effugit terror”
                (El espanto escapará un día)
                “passus mortem sementem multis locis”
                (Sembrando muerte y dolor en muchos rincones.)

                Nada más haber pronunciado estas palabras, cayó rendida al suelo, desprovista nuevamente de toda vitalidad, pues ahora la entidad que la había impulsado con movimientos de marioneta, anidaba en el cuerpo y la mente de los seis componentes del Equipo Alfa y del Equipo Delta.

4.
                Antoine Carr estaba  sumamente alterado por la pérdida de conexión con el Equipo Alfa y el Equipo Delta.
                – ¡Esto no tiene ningún sentido! ¡Nunca ha sucedido algo parecido en los diez años que llevo en la unidad de Asalto! – se quejó, enfurecido.
                – Todo está en orden. La emisora funciona perfectamente. Es como si ellos mismos se hubieran desconectado de la frecuencia – dijo su compañero, Martínez.
                En ese instante se abrió la puerta del lateral del furgón. Se encontraron frente a frente con Claro García.
                – ¡Joder! ¡Ya era hora! ¿Por qué coño habéis cerrado la conexión con la Unidad Móvil? Ya sabéis que eso puede costarnos un expediente de cojones – le advirtió Antoine Carr, molesto por aquella irregularidad.
                Claro García tenía los ojos en blanco. Su boca salivaba en exceso, con un hilillo corriéndole desde la comisura derecha de los labios hacia la barbilla. Dirigió su rifle hacia Antoine Carr y Martínez, alcanzándoles con una ráfaga de treinta impactos de bala. Los cuerpos cayeron acribillados sobre el respaldo de las sillas, para seguidamente hacerlo sobre la moqueta del suelo del interior del furgón de la Unidad Móvil.
                Las portezuelas de la parte trasera fueron abiertas, subiéndose al furgón Rick Delio y el teniente Edwards. Ambos hicieron acopio del resto del arsenal disponible en el vehículo, pasándoselo al resto de los componentes de la unidad de asalto.
                En completo silencio, sin dirigirse siquiera la palabra, fueron asaltando casa a casa de la pequeña localidad de Shutton Place, invadiendo las propiedades privadas, acabando con los habitantes de cada una de ellas. Sus mentes estaban coordinadas por las órdenes de una voz poderosa y posesiva que controlaba sus cuerpos y su raciocinio.
                Una voz perteneciente a un espíritu demoníaco que en su debido momento, fue convocado por dos personas arrogantes e insensatas que pretendían anhelar algún tipo de poder que les hiciera sobresalir entre el resto de la humanidad, y todo cuanto consiguieron fue acaparar la cobardía más simple de unos seres aterrorizados y sumisos, que para calmar la cólera de aquella entidad encerrada en el sótano de su casa, le fueron proporcionando personas para el control interno de las mismas por parte del propio demonio en cuestión.
                Ahora esta entidad poderosa estaba libre, controlando a seis guerreros sanguinarios, sembrando la aniquilación y el caos por cada lugar que pasaban.
                Todo esto sucedió tristemente de madrugada, hasta que la noche dio paso al día. La Oscuridad Húmeda y Pútrida era relevada por el brillo profundo de la sangre de los mortales, desparramada por paredes y suelos de decenas de hogares, incitando a la Bestia, que pudo por fin rugir.                
                De su tremenda boca, surgió un regocijo impuro:

                Aurora
                Campus erat  sanguinolenta
                Sanguinem  innocentem
                Sanguine  expetendum
                Mortem representantes
                (Al amanecer
                La tierra quedó teñida de sangre
                Sangre inocente
                Sangre deseable
                Que representaba la muerte)


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Recorriendo senderos. (Walking paths).

                        Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.

                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.

                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos del calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.
                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…


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El sonajero. (The rattle).

Desmond Twitt era un empresario sin el menor de los escrúpulos. Ávido de crear ganancias, hacía y deshacía sus empresas en un abrir y cerrar de ojos. Poco le importaba si una de sus fábricas de componentes de vehículos le generaba beneficios aún a pesar de la crisis. Si surgía una oportunidad de trasladarla a un estado del tercer mundo, donde los obreros serían sometidos a extensos y agobiantes horarios sin descansos semanales, con un sueldo básico correspondiente a unos cincuenta dólares mensuales, no lo dudaba. Cerraba la fábrica y la creaba en el extranjero. Cuando heredó el pequeño imperio industrial de su padre Edeltore Twitt, tenía quince fábricas dispersas por los Estados Unidos. Ahora quedaban seis, mientras en el exterior tenía implantadas trece. La producción de automóviles, cuyos fabricantes principales eran abastecidos por los componentes de sus fábricas, habían reducido los pedidos por la menor venta en el período de la crisis financiera mundial, pero gracias a su intuición de ir trasladando Twitt´s Components por el continente africano y parte del asiático, estaba manteniendo una buena cifra de ingresos por ventas.

Aún así, Desmond Twitt no estaba conforme. Sus intenciones era la de cerrar a corto plazo las seis fábricas locales para reubicarlas entre Indonesia, Taiwán y algún país africano que tuviera gobernantes de lo más corruptos, donde casi ni habría que pagar a los empleados. Simplemente con darles su ración diaria y un catre, la producción en cadena no se detendría en las veinticuatro horas.
Su decisión de cerrar la fábrica de Nogales, en Arizona, fue tomada en la reunión quincenal del 12 de Agosto. Ya se había conseguido la aprobación por parte del ministro de industria albanés para su instalación en un polígono industrial de Tirana.
Las obras tardarían cuatro meses, al estar la nave ya edificada a medias por una anterior empresa que se había echado en el último momento para atrás.
En el mes de Noviembre, Desmond Twitt se trasladó en varias ocasiones a la fábrica de Nogales. Su intención era comunicar a los obreros el cierre de la fábrica para Diciembre, en plenas navidades. Quienes lo desearan, podrían continuar su labor en Tirana.
La ciudad de Nogales está ubicada lindando con la mexicana del estado de Sonora, llamada también Nogales. Al estar en la línea fronteriza, no era de extrañar que la mayoría de los obreros fuesen de origen mexicano.
Finalmente, el 23 de Diciembre, en el preludio del inicio de la Navidad, con todos los empleados congregados en la nave industrial, Desmond Twitt les hizo saber el cese de la producción de piezas y componentes del sector del automóvil en esa fábrica.
Las quejas fueron visibles. El desencanto, notorio. Desmond cedió la palabra al director de la planta de Nogales para que les informara de la manera en que iban a ser indemnizados en acorde a la antigüedad, además de la posibilidad de seguir trabajando para el grupo Twitt´s Components en Albania para quien se animase a ello.
Desmond Twitt se retiró al despacho del director, mientras este recibía el continuo abucheo por parte de los empleados, quienes le interrumpían constantemente sin apenas dejarle hablar.



Luis Reinaldo Renés ya era muy mayor para soportar sorpresas desagradables. De hecho, nunca había tenido una pizca de buen humor. De energía brusca, nunca aceptaba que alguien le jodiera la vida. En este caso, cuando aún le quedaban cinco años para jubilarse, el dueño de la fábrica les comunicaba el cierre en víspera de navidades.
“hijo de perra”.
Luis Reinaldo se dirigió a los vestuarios. A sus espaldas seguían las muestras de desaprobación de sus compañeros mientras el director trataba de calmarlos con argumentos vacíos de contenido y promesas de traslado a un país situado en dios sabía dónde, con un salario diez veces menor al que cobraban ahora, que de por sí tampoco era una cifra que te invitaba a bailar llevado por la alegría. Se trasladó por las taquillas hasta presentarse ante la suya. La número 117. Introdujo la llave en la cerradura y la abrió. Con decisión, rebuscó entre sus pertenencias, hasta encontrar lo que buscaba.


Desmond Twitt estaba sentado detrás de la mesa del director, observando la gráfica de pedidos para la primera quincena de Enero en la pantalla del ordenador portátil, cuando percibió por el rabillo del ojo izquierdo como la puerta del despacho era abierta. Pensando que se trataba de Fitzgimonds, se enderezó contra el respaldo de cuero negro de la silla.
Ante él estaba uno de los empleados de la fábrica. Lo sabía por el mono negro que llevaba por uniforme. De otra forma, la máscara enfurecida que le cubría el rostro y algo que portaba en la mano le hubiera hecho creer que se trataba de un chalado fugado de algún centro médico de salud mental.
– ¿Quién demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a entrar sin permiso en este despacho?
– Señor Twitt. Oiga cómo suena el sonajero – le contestó el empleado enmascarado.
Desmond Twitt se fijó que la careta era un tipo de ornamento ritual indígena. Unos ojos enormes saltones, con una boca torcida que indicaba que estaba iracundo. Parecía hecha de piel  curtida de alguna clase de animal.
Entonces escuchó un sonido muy peculiar. Provenía de un extraño objeto que aquel sujeto sostenía entre los dedos de su mano derecha.
– Fíjese cómo suena el sonajero – repitió con voz maliciosa el empleado cuya identidad permanecía oculta detrás de la horrenda máscara.
– ¡Qué diablos! ¡Deje usted de hacer el tonto y márchese a trabajar! Que aún le quedan algunas horas de productividad antes de quedar desvinculado de la empresa.
El empleado agitó el objeto. El sonido era repetitivo. Constante.
– Mire cómo suena el sonajero.
Parecía estar hecho de arcilla. Con algo en su interior, como pepitas o pequeñas piedras que producían el ruido al ser agitado con brusquedad.
Desmond Twitt estaba harto. Se incorporó de pie desde detrás de la mesa del escritorio, dispuesto a sacarlo a empujones del despacho a aquel payaso si acaso fuese necesario.
Fue alzarse, y no poder moverse. Se quedó petrificado. Se esforzó por salir de su inmovilidad, pero no pudo.
– ¡Socorro! ¡Me he quedado paralítico! – chilló, fuera de sí.
No sentía su propio cuerpo. Pero tampoco perdía la estabilidad. Continuaba erguido. Paralizado en esa posición.
El sonajero continuaba sonando, con el empleado repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
– Escuche cómo suena el sonajero.
Desmond Twitt notó un escozor procedente de los ojos. Sin poder hacer nada, empezó a lagrimear de manera intensa. Igualmente un picor surgía del interior de los oídos y de las fosas nasales. Cuando se dio cuenta, gritó aterrado. Estaba sangrando por los ojos, los oídos y la nariz. Al poco su grito quedó medio ahogado por la sangre que emergía de su boca hacia el exterior.
El ordenador portátil y luego la mesa quedó cubierta por la sangre que surgía de los orificios faciales de Desmond Twitt.
El empleado continuaba con su letanía.
– Oiga cómo suena el sonajero.
La sangre ya llegaba a empapar la alfombra del suelo del despacho. Desmond ya no podía articular ninguna palabra. Sólo barbotaba sonidos ininteligibles al estar manando constantemente sangre procedente de su garganta hacia el exterior. Sintió la ropa interior húmeda y pegajosa. También estaba desangrándose por el recto.
El sonajero era sacudido por la mano diestra del empleado con más vigor, sin decaer en la insistencia, hasta que finalmente, Desmond Twitt perdió por fin su verticalidad, desplomándose sobre la alfombra, rodeado de su propia sangre. Una sangre que representaba toda la que podía circular dentro del organismo de una persona, pues había sido expulsada hasta la última gota.
Luis Reinaldo dejó de agitar el sonajero. Se quitó la máscara, y con rostro serio, abandonó la estancia.
Su venganza había sido consumada.
Si él perdía su puesto de trabajo, qué menos que el causante directo del cierre de la fábrica, Desmond Twitt, a la sazón propietario de la misma, perdiera su vida miserable.


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La leyenda urbana del teléfono sonando sin que nadie conteste al mismo. (The urban legend of the phone ringing and no one answer to it).

Queridos seguidores y seguidoras de Escritos. Con este relato un poco más largo de lo habitual, iniciamos la semana aterradora de Halloween. ¡Adelante con la marcha fúnebre! Ja, Ja, JA!

Llamaron al mismo número varias veces a lo largo del día durante cinco días seguidos.

Era una casa situada en un barrio del suburbio. Entraron de noche, tomando las precauciones de siempre para robar todo cuanto pudiera haber de valor en el interior de la vivienda.
Efectivamente, daba la sensación de llevar desocupada un tiempo. No había mucho polvo acumulado y todo estaba en orden, así que era de suponer que los dueños estaban ausentes por vacaciones.
Registraron habitación por habitación, mueble por mueble. Lo más valioso eran ciertos equipos electrónicos de vídeo, televisión y sonido, además de un ordenador de sobremesa. No hallaron dinero, ni siquiera algo de calderilla. Cargaron con los componentes hasta su furgoneta y se marcharon en silencio. Les había llevado casi una hora. Todo perfecto.
Se quitaron los guantes de látex y los pasamontañas negros.
– Llevamos una buena racha. Ya van cinco de cinco – comentó Julius.
Era el mayor en edad de los dos. Tenía 37 años, por 25 Derrick Mitchell IV. Ambos eran afroamericanos, curtidos por manejarse en el mundillo de la delincuencia. Julius había pisado la cárcel un par de veces. Siempre por pequeños robos.
Ahora la cosa era más seria si eran pillados por la policía. Asaltar casas en plena nocturnidad y armados les podría costar una severa pena en una prisión de las más conflictivas del este del país.
– Bueno, hermano. Aquí hay para unos mil dólares pagados muy a la baja – calculó Julius, poco eufórico.
– ¡Demonios! Tenemos que cambiar de tratante. Ese puñetero blanco bajito es un tacaño.
– Conozco a Richie desde la trena, chaval. Será blanco, pero es legal. Si fuera negro, tampoco íbamos a sacar más de mil dólares por esta chatarra. Lo más nuevo parece la mini cadena musical. Lo demás debe de tener más de tres o cuatro años de uso, joder. Aunque la marca sea buena.
– Vale, ese tipejo es nuestro mecenas, ja. No te jode. Nosotros arriesgamos el trasero para que luego él monte su supermercado ilegal.
– Déjate de coñas. Tengo hambre. Cenemos pollo frito, nos vamos cada uno a nuestra casa a dormir y mañana entregamos la mercancía a Richie.
– Vale, tío. Mi estómago ruge. En eso tienes razón con lo del pollo frito.

La táctica era sencilla y funcionaba. Consistía en explorar en los barrios más alejados del centro de la ciudad casas familiares que dieran la sensación de poder estar abandonadas por la época veraniega. Ahora no podían guiarse simplemente por la acumulación del correo o de la prensa en el buzón y sobre la alfombrilla de la entrada de la casa porque los dueños recurrían a los vecinos, familiares cercanos o gente conocida para que se lo llevara, evitando esa sensación de abandono. Julius y Derrick primero procuraban hacerse con el número de teléfono de la casa. Eso era ahora sencillo gracias a internet. En el buscador de las páginas amarillas introducías el apellido familiar, la calle y el número de la casa, y si el dueño no había puesto reparos marcando la casilla del contrato telefónico donde impedía el uso de sus datos para fines comerciales, ¡tachán!, el número quince de Redson Street tenía el 389-4274, por ejemplo. Conseguido el detalle del teléfono, llamaban varias veces al día, esperando que nadie contestara. Al mismo tiempo controlaban las cercanías de la vivienda desde su furgoneta esperando ver algún tipo de movimiento o de idas y venidas hacia la misma. Cuando llevaban dos o tres días sin que nadie contestase al teléfono, y con la casa dando la misma sensación de estar vacía, se preparaban para el asalto nocturno.
El plan les funcionaba bien de esa manera, aunque a Derrick le parecía que tomaban demasiadas precauciones iniciales. Él hubiera preferido robar en la primera noche.
– Más vale ser precavidos que imprudentes, chaval – le aconsejó una tarde Julius a Derrick mientras vigilaban una casa. – Te diré una cosa. Un tío que se creía muy listo, y que ahora está en el corredor de la muerte, también asaltaba casas. Igualmente llamaba por teléfono. Pero su impaciencia le hizo de ir a allanar una casa en su primera noche. Dio la casualidad que mientras se preparaba, llegó la dueña, que era periodista o algo similar. Ella aparcó su coche dentro del garaje y se metió en la casa. Cuando el otro llegó con su furgón, vio las luces de la casa apagadas. El coche de la tía estaba oculto en su garaje, recuerda. Aún así, el tío no es tonto del todo y vuelve a llamar al número del teléfono de la casa. Nadie contesta y tan tranquilo, entra por una ventana de la planta baja. Empieza a registrar el salón con la linterna, cuando se lleva el susto padre al oír el grito de la mujer y ver cómo se enciende la luz principal de la planta baja. Se vuelve, y la ve envuelta en una toalla. El truco del teléfono no había funcionado porque la pava se estaba duchando y no había escuchado la llamada. Así que el colega, fuera de sí, con el plan reventado, le pega dos tiros y se larga echando leches, hasta que la poli le trinca al día siguiente.
“¿Y sabes por qué la cagó? Por no haber hecho un seguimiento de varios días seguidos. Por eso, tengo ya todo preparado con antelación en la furgoneta para el instante del asalto. No se me ocurre tampoco marcharme del lugar ni para mear. Por eso somos dos, para turnarnos en los descansos. Porque cinco minutos de ausencia pueden bastar para que les dé a los dueños de volver cuando menos te lo pienses, aunque sea en la puñetera madrugada, jolines, chaval. Así que métete las prisas por donde tú ya sabes. Que mientras estés conmigo, se harán las cosas a mí manera.

Julius estuvo esperando la vuelta de su compinche. Estaba claro que esa misma noche iban a irrumpir en esa casa de madera de aspecto colonial de doble planta y ático. Derrick regresó de la cabina telefónica más cercana.
– ¿Qué tal?
– Joder. Ya sabes. No contesta nadie. Ya son cuatro días haciendo el idiota, Julius. Encima hay una pechada de quince minutos hasta la jodida cabina, coño. No sé porqué nunca utilizamos el móvil.
– Porque quedaría registrado el número. Y no tengo ganas de estar cambiando de teléfono cada cuatro o cinco horas. Si pasa algo mal, los de la policía científica descubrirán que las llamadas fueron efectuadas desde la cabina. Y sin huellas, se podría inculpar incluso al pato Donald de haberlas hecho, ja, ja.
– ¡Listo que eres! Ahora espero que esta haya sido la última caminata.
– Nada. Dentro de una hora estará anocheciendo. Entraremos hacia las once. Tenemos la suerte que la casa está bastante apartada del resto.
– ¡Las once, dices! Joder, me acomodo en la parte trasera para dormir un rato.
– Eso, hazlo. Así no escucharé tus quejas durante un rato. Mocoso quejica de las narices.

Julius y Derrick flanquearon la casa por el lado izquierdo. Tantearon con la primera ventana, pero la hoja estaba demasiada encajada como para permitir hacer fuerza con la palanca. Fueron a la siguiente y la forzaron con facilidad. Se adentraron con la tranquilidad de saber que no había casas vecinales que pudieran albergar testigos en su interior.
– Esto es muy extraño, tío. Una casa tan aparatosa, sin vecinos que la molesten – dijo Derrick, inquieto.
– Cálmate, quieres. Es una vivienda antigua. Esto antes debía de ser un campo, con los habitantes distanciados unos de otros. Ahora con el crecimiento de la ciudad, el barrio lo ha absorbido todo.
– Menos esta puta casa, que sigue en casa Cristo, ja, ja.
– Tarde o temprano, o será integrada en el barrio, o lo más probable, derruida para la construcción de nuevas viviendas. Ahora cállate y echemos un vistazo, a ver con qué nos encontramos.
Julius y Derrick fueron iluminando la estancia en la que estaban con las luces halógenas de sus linternas. En este caso la vivienda no estaba vacía por las vacaciones de sus ocupantes, pues había mucha suciedad acumulada en forma de polvo sobre los muebles, con insectos muertos, papeles de periódico amarillentos y cuarteados cubriendo el suelo, telarañas en cada rincón…
Derrick enfocó algo que había cerca de una pata de un armario.
– ¡Joder! ¡Cómo huele! ¿Qué coño es eso?
Julius se acercó lo mínimo para comprobar horrorizado que era un feto humano en avanzado estado de descomposición.
– Es un bebé muerto.
– ¡La madre! ¡Salgamos de aquí, Julius! Este sitio me da escalofríos. Además todo está en un estado lamentable. Es imposible que encontremos algo de valor entre toda esta mierda.
– Sí que da la sensación de estar desocupado desde hace muchos años. Pero el crío nació hace poco.
– Joder. Julius. Estás chapado a la antigua, pero debes saber que lo más seguro que la tía que estaba embarazada vendría aquí, o bien para abortar o para tener el crío. Seguro que era una drogata blanca que se lió con alguien que le dejó el recado. ¡Venga, tío! ¡Marchémonos de una vez!
Julius se alejó del cuerpo del niño muerto.
En ese instante escucharon un teléfono que sonaba desde una habitación cercana.
El sobresalto que se llevaron por el sonido repentino fue inenarrable.
– ¡La puta! ¡El teléfono! ¡Está sonando el teléfono! Y no somos ni tú ni yo, colega – dijo alterado, Derrick.
– Tienes razón. Salgamos por donde hemos entrado. ¿Me vas a hacer caso? ¿Por qué pones esa cara de los cojones? – Julius veía el terror en estado puro reflejado en el rostro de Derrick. Cuando quiso averiguar qué era lo que le que estaba sacando de quicio, fue demasiado tarde. Notó unas fuertes manos asentarse con firmeza a ambos lados de su cabeza, su giro brusco del cuello hacia la derecha y la pérdida de la vida en apenas un segundo.
Derrick estaba paralizado por la presencia de aquella criatura enorme que acababa de romperle el cuello a su amigo.
La figura sin vitalidad de Julius se desmoronó sobre el polvoriento suelo como si fuera un simple saco pesado.
La sonrisa del ser alcanzaba una longitud de oreja a oreja. Era diabólica, con una dentadura puntiaguda y negruzca asomándose con malicia.
Entonces sonó el teléfono de la habitación cercana.
Derrick salió momentáneamente de su parálisis. Miró el cadáver de Julius derrumbado sobre los periódicos, el manto de polvo y los insectos resecos. Sus ojos se encontraron con las cavidades oblicuas de la criatura, en cuyo interior sobresalía el tono anaranjado brillante del iris.
Derrick se acercó a la ventana por la cual se habían colado en aquella estancia infernal. Conforme retrocedía, sin dejar de alumbrar la figura que sonreía perversamente, el teléfono volvió a sonar con persistencia.
La mano izquierda de Derrick se posó entre temblores sobre  el marco inferior de la ventana abierta.
El teléfono cesó en sus llamadas.
La criatura se llevó un dedo retorcido al filo irregular de uno de los dientes superiores.
Contemplaba con evidente regocijo a Derrick.
La hoja de la ventana se deslizó de golpe hacia abajo, mutilando la mano de Derrick, para de paso cerrarle la única vía de escape que disponía.
– ¡Nooo! ¡Ahhh!
Derrick perdió la linterna, llevándose el muñón al regazo, tratando de impedir que sangrara. El dolor aún era ínfimo con lo que podría llegar a sentir más tarde.
La criatura se desplazó en dos zancadas hacia Derrick, asiéndole por el cuello con una mano mientras que con la otra le hizo de introducir el muñón sangrante en la enorme boca sonriente.
Derrick pataleaba en vilo, sin poder tocar el suelo con las zapatillas. Poco a poco se fue sintiendo más débil conforme aquel ser se alimentaba de su sangre.
Antes de morir, la criatura lo arrojó contra el cuerpo de su compañero muerto. Saboreó la sangre del joven con deleite, pasando la alargada lengua por los labios enrojecidos.
Conforme Derrick iba apagándose como una vela, con los párpados cediendo al deseo de un sueño eterno, el teléfono de aquella otra  maldita habitación reincidió en su llamada.
La criatura soltó una carcajada malsana, mientras contemplaba los últimos estertores de vida del intruso.
– Aquí nunca contestamos al teléfono – graznó,  con el teléfono manifestándose como insistente sonido de fondo


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