¡Archivos desclasificados de la NASA! ¡El hombre nunca llegó a la Luna!

Se confirmó el montaje costoso realizado en unos estudios clandestinos de Hollywood. He aquí una fase del rodaje (21 de julio de 1969). En concreto unas tomas falsas que hubieron de ser desechadas por su excesiva crudeza fantasiosa.



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La Fisura (Capítulo Segundo).

II
            1.
            Arthur Code experimentó una noche pésima. Flotando en una nube de temores insondables y de zozobra onírica, se vio a si mismo zambulléndose en las profundidades negras y glaciales de su piscina doméstica.
            Porque
            “eso”
            era su piscina, aún a pesar del légamo y de un sinnúmero de incontables rocas pulidas y porosas depositadas en el fondo de la misma. Code buceaba bajo diez o quince metros de profundidad, utilizando sus pulmones, forzándolos a dar más de sí. Le dolía el vientre y sintió una serie de agudas punzadas en las extremidades. Soltó algo de aire, viendo las burbujas surgir de sus labios entreabiertos, pendiente de cómo ascendían en espiral hacia la superficie.
            (blup…, blup…)
            Enfiló hacia una roca sinuosa recubierta de algas marinas y la abarcó con ambas manos al igual que un quarterback de los Miami Dolphins haría lo propio con el balón ovalado en los últimos segundos de la Super Bowl, decidido a encaminar a su equipo hacia la gloria con la consecución del touchdown de la victoria final. La miró enajenado mentalmente. Abobado. Con los bronquios obturados.
            Se fijó en la zona de la roca donde no florecían las algas. En esa zona yerma se dibujaba una sonrisa quebrada, lloriqueante. No pudo contener la respiración.
            (blup…)
            La sonrisa dolorosa era una raja de casi medio metro de largo y con la anchura suficiente como para poder encajar el antebrazo entero de una persona adulta. Tan dilatada… No podía creer con cuánta facilidad se extendía.
            (blup…, blup…)
            Code miró a la rendija. Se le nubló la visión. Buscó más aire en los pulmones ya agotados, derrengados como un púgil de los pesos pesados afrontando el último de los asaltos. Abrió los ojos y sintió una opresión pungente, como si se le fuesen a salir de las cuencas.
            Tenía que subir a la superficie.
            Remontar.
            Remontar esos quince metros…
            (blup)
            Pataleó y braceó, y en el momento de girar para afrontar esa ascensión remota y perdida, de la hendidura surgieron dos ojos brillantes de fiebre, con una mandíbula demoníaca entrechocando, abriendo y cerrándose. Los colmillos alargados y puntiagudos se centraron en una de sus piernas.
            (¡¿…?!)
            El mordisco fue atroz. El cuerpo se le puso rígido. El pecho tirante.
           (blu…)
            No lo pudo ver, pero supo que tenía la totalidad del pie derecho encajado en las mandíbulas de la cosa que había salido del agujero. Como en un cepo para osos…
            Terrible.
            Terrible.
            Los pulmones se le reventaban, al límite de la exigencia submarina. Tironeaba de la “cosa” aferrada a su tobillo. Lanzaba bocanadas vacías. Al hacerlo, el agua entraba en su boca. Y la tragaba. Su cuerpo quedó del todo agarrotado. Tragaba más y más agua. Sin parar. Se sentía morir.
            Cuando la “cosa” tironeó de su pierna, introduciéndola en la grieta, Arthur Code blasfemó en sus pensamientos de perdición, se removió encima de la cama y cayó como un pesado fardo encima de la tarima del suelo de su dormitorio.
            Se miró al pie, consolándose al verlo tan entero.
            2.
            Como era de suponer, Code no reconcilió el sueño por segunda vez, permaneciendo tumbado de lado sobre el costado derecho encima del cobertor de la cama. No dejó de observar minuto a minuto la hora que marcaba su despertador electrónico Minroko Hatsuna, deseando que despuntara la mañana.
            Desvelado como estaba, optó por levantarse a las siete en punto. Se relajó con una ducha fría, desayunó frugalmente y se atavió con ropa ligera.
            3.
            William Hope, uno de los vecinos que vivía al lado, pudo observar intrigado desde el ventanal de su dormitorio como Arthur Code, por lógica, un hombre tradicional desde la época de las cavernas, cuyas querencias naturales no se encaminaban precisamente hacia la contemplación puntual del amanecer del día, estaba paseando por su jardín trasero con el ímpetu y la energía de alguien que lo hiciese en ayunas. En un principio, William se imaginó con cierta perspicacia que el bueno de Code estaría saboreando el fresco y emblemático amanecer del paraíso armonioso y consolidado del Condado de Tucksville.
            (fragancia de zarzamora y esencia de pino mentolado a partes iguales)
VENGA Y PERMANEZCA PARA SIEMPRE
EN TUCKSVILLE.
EL PULMÓN DE
AMÉRICA.
            Así rezaba el cartel indicador que se podía ver antes de adentrarse uno en el inicio de los límites del condado.
            Pero no, Code no estaba purificándose los pulmones.
            Estaba inspeccionando sus propios dominios particulares.
            Buscaba algo a ras de tierra, entre la hierba de su jardín.
            William se moría por saber qué coño querría encontrar en la parte trasera de su bungaló, aparte de hierba sana y fibrosa.
            Se incorporó con un codo en la cama, fue hasta el armario del pasillo principal y se hizo con sus antiguos binoculares de la guerra de Corea. Regresó a la cama, tumbándose sobre su vientre respetable y escudriñó a través de las lentes de aumento.
            Arthur Code estaba agachado. William lo observaba como si estuviera a apenas medio metro de él. Casi le podía rozar la nuca con los dedos de una mano, esa es la impresión óptica que le creaban los binoculares.
            – ¿Qué diantres está haciendo este memo? – se preguntó a sí mismo.
            La pregunta no tenía una contestación sencilla.
            O al menos racionalmente asumible.
            Juraría que el vecino estaba rastreando el territorio. Se erguía y comprobaba la consistencia de la tierra con el pie. Deambulaba unos metros y se agachaba, rascando el suelo permeable con la uña. Williams orientó los binoculares hacia la mano que rascaba, apreciando el abundante vendaje aplicado al dedo índice de la misma. Lo tenía tan abultado como una bombilla.
            De improviso, Code se enderezó como el oso amaestrado de una zíngara pizpireta, y rodeó la piscina. William pudo ver que estaba completamente vacía.
            – Qué raro…
            Arthur Code terminó de sortear la piscina, entrando en el bungaló por la terraza.
            Al poco, William escuchó el rugido de un motor de 240 CV. Procedía de la parte frontal de la casa. Abandonó la postura adquirida en la cama y se dirigió a la sala opuesta a su dormitorio, donde los grandes ventanales frontales daban a la calle. Le dio el tiempo justo de llegar para ver como Code se alejaba de la urbanización en su Subaru “Black Style Yoko Oto”.
            William permaneció clavado en su sitio, frente al ventanal central. Los binoculares colgaban de su cuello por la cadena de plata. Se estrujó a fondo el cerebro, buscando algo lógico en el comportamiento estrafalario del vecino. No lo halló por más que lo buscase, como tampoco era conocedor de que Arthur Code se dirigía en su coche hacia el Centro Comercial de Burmingstone.
            4.
            Arthur Code dedicó gran parte de la mañana en Burminstone, la única localidad del condado que disponía de un Centro Comercial. Al poco de llegar, Code se encaminó en dirección a la clínica del pueblo, donde había concertado una cita previa con el doctor Prescott, especializado este en toda clase de enfermedades rábicas. Code le explicó someramente que el terrible estado en que se hallaba la punta del dedo herido fue debido a un mordisco de una ardilla nativa. El doctor se lo examinó con la minuciosidad de quien contempla su colección de sellos con fecha de impresión del año pasado. Al final de la revisión, acordó que lo más acertado era vacunarle contra el tétanos.
            – ¿Seguro que fue una ardilla? – se interesó el galeno mientras le aplicaba la vacuna en el antebrazo derecho.
            – Si. Suelo por costumbre arrojar un puñado de cacahuetes en la parte trasera del jardín de mi casa. Me entretengo observando cómo bajan de los arbustos y se los llevan con los mofletes inflados.
            – No siga. Le entraron ganas de que se le acercaran de tal manera que fueran a cogerle los cacahuetes de la misma mano, y una ardilla ingrata se lo recompensó con un buen mordisco.
            – Y tanto. Menudo bocado me pegó el
            (bicharraco)
            “animalito de los demonios.
            El doctor Prescott estaba muy locuaz. Code tuvo que disculparse por las prisas que llevaba.
            – Adiós, señor Code.
            “Ah… Le recomiendo que la próxima vez que le muerda una simpática ardilla, no deje que pasen veinticuatro horas. Es preferible vacunarse en el mismo instante de la infección. No sea que un día de estos me lo encuentre en la calle echando espuma por la boca como un extintor averiado – le recomendó el doctor en la misma entrada de la consulta. La sonrisa del doctor le dejó un cierto resquemor. Ese semblante tan risueño insinuaba que el médico era ya conocedor que, fuese lo que fuese lo que le había mordido, no era una ardilla autóctona de Tucksville.
            Code abandonó la clínica de dos plantas y arquitectura estilo colonial. Se introdujo en el Subaru negro metalizado. Lo puso en marcha y en completo silencio, como debiera ser con todo vehículo de cuatro tracciones valorado en cincuenta y dos mil dólares, fue recorriendo parte de la calle Grandison, doblando por la intersección de Sinclair Robinson, hasta enfilar la avenida central de Hamilton y alcanzar de este modo el paseo que enlazaba directamente con el Centro Comercial de Burmingstone. Lo rodeó por uno de los flancos, entrando en el área dispuesto como aparcamiento gratuito en horario de apertura al público. Buscó una entrada al parking del subsuelo, bajando por la rampa, dispuesto a adquirir todo el instrumental necesario para eliminar el “problemilla” de la piscina.
            Porque bien pensado, todo el condenado asunto no iba más allá de un conflicto doméstico.
            En este caso, de pesticidas y nociones básicas de albañilería.
  
            5.

            Arthur Code estuvo de vuelta del centro comercial hacia las dos y media de la tarde. No es que hubiera estado inmerso toda la mañana en la vorágine del consumismo desmedido, comprando objetos inútiles y caros como un comprador burgués empedernido, sino más bien aprovechando la coyuntura del deseo irrefrenable de la comida basura. Semejante menú aderezado de hidratos de carbono y calorías a tutiplén estuvo compuesto por dos raciones de pizza, tres coca colas y un batido de helado de caramelo. El local disponía de un equipo de home cinema marca Panasonic (que a tenor de Code, tendría el valor inicial de diez mil dólares en “Gregorie´s”). A través de su enorme pantalla plana se estaban ofreciendo las imágenes nítidas y espectaculares de uno de los primeros partidos de pretemporada del equipo de Los Ángeles Raiders, cuyo oponente consistía en una selección nacional de los jugadores más destacados y notorios, todos ellos profesionales, diseminados en las bisoñas ligas semi profesionales europeas. Code estuvo tan interesado en el evento deportivo, que aun habiendo degustado su comida hacía cosa de cuarenta y cinco minutos, continuaba ocupando sitio en la mesa del comedor avanzado el tercer cuarto del partido. En esos instantes los Ángeles Raiders vencían a los Top Europa por 75 puntos a 5.
            – ¿Se va usted ya? – le preguntó de forma maleducada el encargado de la pizzería al constatar como de una santa vez Code se levantaba de la mesa, dejando el importe de la cuenta al lado de la cajita metálica de las servilletas de papel encerado.
            Code permaneció en silencio, sin inmutarse, abandonando el local por la puerta giratoria.
            – La próxima vez que venga y permanezca dos horas y media ocupando una mesa con el establecimiento abarrotado, háganos el favor de comunicarlo con año y medio de antelación, enviándonos la petición de reserva por paloma mensajera – insistió el dueño con sarcasmo.
            Code no pudo enterarse de esta última ocurrencia del encargado de la pizzería, pues al poco de salir, se estampó de lleno contra la fisonomía pugilística de un transeúnte despistado vestido con un traje negro plano, holgado, y con el dobladillo de las perneras de los pantalones recogido por fuera. Code apenas reparó en su rostro, quedándose con el simple recuerdo de las gafas oscuras que le ocultaban los ojos.
            El hombretón se le quedó mirando por un breve instante. Lo hizo con cierta parsimonia, en una observación nítida desde la cabeza a los pies.
            – Lo siento mucho – se le disculpó formalmente con voz aflautada.
            – Está bien. No ha pasado nada. Otra cosa hubiera sido si me hubiera matado, ja, ja – repuso Code.
            El eventual encuentro concluyó, yéndose cada cual por su lado.

            Al llegar a casa, Code hizo aparcar el Subaru “Black Style” en la parte frontal del bungaló, a escaso medio metro de la entrada del garaje. Descendió del vehículo como si lo hiciera de una nave espacial, y se desplazó hasta el maletero trasero. Lo abrió, empezando a sacar todo lo que había adquirido en el centro comercial. Conforme lo sacaba, lo iba depositando todo en el interior de la cocina.
            Descargado el Subaru, lo resguardó en el garaje e hizo descender la puerta de aluminio con el mando a distancia. Desde la puerta interna del garaje, se metió en la casa, decidido a iniciar las hostilidades.
            6.

            William Hope estaba en plena partida de un juego de mesa por turnos llamado “El Laboratorio Infernal del Profesor Gommus”. Su compañero de partida era su amigo Rusty Smith. Estaban en una fase decisiva del desarrollo del juego. Si William elegía el camino equivocado, el batallón de Zombis Desdentados de su contrincante podría contraatacar con saña, matando a su Gorila Furioso e hiriendo gravemente a su Alienígena Mutante, que por cierto, aún continuaba enjaulado en el sótano del Profesor Gommus por haber caído el número del dado en la casilla equivocada. Entonces fue cuando de repente quedó perfilada en perspectiva secundaria la figura llamativa de Arthur Code en la parte trasera de su jardín.
            – Te toca mover, Bill – le espetó Rusty, inquieto.
            William entrecerró los ojos, atisbando a través del cristal del ventanal de la biblioteca.
            – ¿Qué coño estará haciendo ese? – musitó para sí mismo.
            – Bill, mueve la ficha. Que mi Demonio Rugiente tiene unas ganas locas de echarle mano a tu Secretaria Sadomasoquista del Profesor Gommus.
            William hizo caso omiso al requerimiento. Se levantó de su sillón de mimbre, apresurándose por el pasillo, desapareciendo de la escena de la biblioteca por unos segundos. Rusty ni se percataba de qué iba la fiesta.
            – Bill, vuelve y mueve la puta ficha de tu Vegetariano Caníbal de una repajolera vez.
            William retornó con los binoculares militares colgando del cuello.
            – ¿Para qué gaitas traes eso? No eres tan cegato como para tener que recurrir al uso de unos prismáticos para mover una condenada ficha.
            – Cállate de una vez, Rusty – le repuso William, pegándose al cristal.
            Enfocó debidamente las lentes de los binoculares y contempló a su vecino sin el menor de las discreciones.
            Arthur Code estaba bajando en ese instante mismo por la rampa de la piscina con un equipo de fumigación ubicado sobre su espalda doblada por el peso del aparato. La espectral calavera que advertía de la toxicidad extrema del producto químico albergado en la bomba del fumigador era esclarecedora. Las letras blancas en mayúsculas de la palabra “METOXICLORO CL50” desfilaron con la celeridad de un pelotón de ciclistas disputando el último kilómetro de una etapa llana del Tour de Francia.
            Code terminó de descender por la rampa de la piscina vacía de contenido líquido, hasta quedar oculto en el fondo.
            William apartó los binoculares de las cuencas de sus ojos rodeadas de arrugas marcadas por el paso del tiempo y dejándolos colgados sobre su pecho, se volvió hacia Rusty.
            – ¿Sabes lo que acabo de presenciar, amigo Rusty?
            – ¿Es un dichoso acertijo?
            – No. Te lo estoy preguntando en serio.
            Rusty se removió sobre el asiento de su silla. Se concentró durante un minuto entero. Cuando dio con la solución que aclaraba el misterio, expuso una sonrisa de niño travieso:
            – Ya conozco la respuesta a tu estúpida pregunta. Has visto a una tía de muy buen ver luciendo mini tanga acostada en la tumbona en la parte trasera de su jardín.
            William exhaló un suspiro clemente. Rusty no era una lumbrera andante desde que recibiera un proyectil de ametralladora en la sesera, allá por los cincuenta.
            – Casi has acertado en un uno por ciento.
            – Si no es una tía con las tetas al aire, ya me dirás qué otra cosa inusual te ha podido dejar tan perplejo.
            – Rusty, acabo de ver a mi “entrañable” vecino entrando en su piscina.
            – ¿Y eso qué tiene de extraordinario?
            – No me asombraría si no fuese que la referida piscina está completamente drenada, y el bueno de Code se ha introducido en ella con un fumigador potentísimo cargado sobre sus hombros.
            Rusty permaneció en silencio. Cuando salió de su trance, gruñó.
            – Ya. Últimamente las plagas de mosquitos brasileños están haciendo de las suyas por esta zona del país. Deben de llegar arrastrados por las corrientes del Pacífico.
            “Y ahora, si no te importa, haz el favor de sentarte enfrente del tablero y mover la jodida ficha del Gusano Baboso de una repajolera vez – le farfulló Rusty. – Que mis zombis están hambrientos…
            7.

            Code se colocó bien las gafas protectoras y se ajustó la mascarilla de plexiglás sobre la boca. Introdujo parte del manguito verde en la grieta, y apretando la pera del fumigador, hizo expandir el insecticida en la madriguera. Partículas tóxicas blanquecinas revolotearon a su alrededor como pequeñas nubecillas nada idílicas emergentes de una chimenea de una fábrica industrial.
            A pesar de tener la mascarilla puesta, no pudo evitar toser ante la gran niebla de “METOXICLORO CL50” que se iba formando en el fondo de la piscina.
            – Cof… Cof…
            Estrujó la pera entre los dedos burdos de la mano enguantada.
            La niebla tóxica se fue haciendo más y más densa, casi impenetrable.
            – Cof… ¡COF…!
            Los ojos le empezaron a escocer. El “METOXICLORO CL50” le dificultaba la visión.
            El manguito del fumigador se salió de la enorme oquedad. Code no se dio de cuenta, y continuó fumigando a discreción. Le envolvió una nube semejante a un hongo atómico.
            – Jesús… Cof… Cof…
            Se echó hacia atrás y enfiló hacia la rampa resbaladiza de la piscina. Quiso escalarla, pero en medio de su frustración se fue escurriendo con las suelas de las zapatillas de tenis “Reebok” de quinientos dólares.
            – Maldita sea…
            El fumigador le estorbaba en su ascensión. Antes de intentar el asalto de la rampa por segunda vez, se pasó las correas del artilugio por los brazos, arrojándolo al suelo encharcado. Libre del peso muerto, se dispuso a escalar la pendiente, con el cuerpo inclinado hacia delante. Se deslizó veinte centímetros en caída. Luego avanzó medio metro.
            – Joder…
            Escaló dos tercios de repecho. Era como estar en un ejercicio militar, aunque Code ya quisiera ver a esos reclutas mentecatos adolescentes pecosos atosigados por un nubarrón envolvente de “METOXICLORO CL50” capaz de ocasionar la defunción precoz de una manada de elefantes zambianos.
            “Ánimo, Arthur, ya sólo te queda medio palmo” – se animó a sí mismo.
            Subió el metro que le quedaba de pendiente, coronando el borde de la piscina, y dejándose caer sobre la hierba del jardín, se arrastró por el suelo como un reptil, magullándose los codos y las rodillas, alcanzando la terraza salvadora. Se incorporó de rodillas, desencajando la luna de cristal, cerrándola nada más refugiarse en el interior del bungaló.
            Mientras encendía las ráfagas máximas del aire acondicionado, despatarrado encima del sofá, afuera, en las inmediaciones de la piscina, la nube tóxica se fue levantando con la colaboración desinteresada de una brisa del poniente.
            Un cuarto de hora más tarde, con la nube de “METOXICLORO CL50” ya difuminada, Code salió de su búnker con una varilla de aluminio de un metro de longitud. Se dirigió hacia la inevitable piscina. Descendió por la rampa de hormigón y se encaminó hacia el límite del nivel de adultos, dejando detrás el maltrecho equipo de fumigación.
            Sonrió hacia la grieta de casi un metro de longitud.
            Tenía la anchura suficiente como para acunar a un niño recién nacido de cuatro kilogramos de peso carnoso.
            – Estás creciendo, ¿eh? – dijo, dirigiéndose al hoyo. – Pero el bicharraco que estaba formando la entrada ya estará bien frito. A que sí.
            Para confirmar esta aseveración, hizo introducir la varilla en la grieta.
            El metro de aluminio no encontró ningún obstáculo. Code quiso ahondar más, pero el recuerdo del día anterior le hizo retraerse. Se conformó con remover la varilla.
            – La cosa que construyera este túnel debía de tener el tamaño de un topo – aseveró para sí mismo convencido de tener cierta sabiduría de biología marina.
            Concluyó la inspección interna del hoyo, sacando la varilla y ascendiendo por la rampa de la piscina, fue recogiendo el fumigador “Havoc” de 350 dólares.
            Al poco regresó con una baqueta, un saquito de cemento y un cubo de agua, además de una extendedor de cemento y una paleta.
            Lo llevó todo al fondo de la piscina, dispuesto a rellenar el agujero.
            8.
           
            Arthur Code durmió esa noche como un bendito. Con la tranquilidad que aportaba saber que la grieta-madriguera había quedado bien cerrada, sellada con la capa de cemento impermeabilizado “Ultraquick”, a Code no le quedaba otra preocupación que la de aguardar a la espera del período de solidificación de la argamasa para poder llenar la piscina, y así darse algún que otro chapuzón con las amiguitas de Tracy, la dueña del burdel “Flame Island” emplazado en la localidad vecina de Bedville.
            Sí, con un día tan ajetreado, necesitaba recuperar el ánimo.
            La mejor receta médica era asistir a las lecciones particulares de Lucy para aprender a nadar de espaldas.
            O a las de “Boom-Boom”.
            No, mejor con Martha.
            ¿Y por qué no con Paula?
            Aunque Brenda…


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Problemas con Blogger. ¡Brrrr…!

Nada, uno trata con cariño su blog, y se encuentra que los chicos de Blogger hacen cositas, mantenimiento y la lían parda, fastidiando a montones de sitios webs. En Escritos, desaparecen los seguidores, los comentarios, las valoraciones de los post… ¡Una vergüenza! Y más cuando desde el año pasado no tengo la versión gratuita de Blogger, sino que un dominio propio que me cuesta mis dólares cuando renuevo la titularidad de la dirección de la url del blog.
En fin, esperemos que dejen de hacer estúpidos experimentos con gaseosa…
De seguido, os dejo el segundo y largo capítulo del relato gordo de terror de “La Fisura” mientras la frustración más severa me mantiene alterado pateando las farolas de la calle, con el evidente riesgo de que se me imponga una multa de lo más perniciosa para la cartera…

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La Fisura (Capítulo Primero).

LA FISURA
I
1.-
            Salió de la piscina empapado. Arthur Code le tendió una toalla playera para que se secase. Mientras lo hacía, guardaba silencio, expectante.
            – ¿Y…? – se aventuró en animarle a que le aclarase su desconcierto.
            El hombre se pasó la toalla por el torso tostado y luego por la cabeza.
            Estaba serio.
            Demasiado.
            – Tiene usted toda la razón, joder. Hay una grieta en una zona próxima al nivel de los adultos, por donde se filtra el agua. Aún no dispongo de los planos, pero me imagino que se alivia en una sección de la red del alcantarillado que pasa por debajo.
            – ¿No podría ser un manantial subterráneo?
            El hombre se encogió de hombros, sacando los pies descalzos del charco de agua que se había formado en el suelo de losas de tonalidad arcillosa.
            – Es otra hipótesis que se puede barajar.
            Arthur estaba visiblemente nervioso. Echó un vistazo tenue hacia la piscina, en concreto donde el nivel de agua crecía en profundidad, destinado preferentemente a las personas que supieran desenvolverse con una relativa soltura a partir de tres metros de profundidad. Él denominaba esa parte de la piscina la “zona de buceo”.
            – ¿Y qué se puede hacer? Pierde un flujo de cincuenta litros cada diez horas.
            – Simplemente vaciarla. Luego tape la grieta con maseta o algo por el estilo. No soy un asistente técnico de albañilería y fontanería, tan sólo quien se encarga de verificar el nivel de pureza del agua.
            “Por cierto, conforme con el “Aqualizer”, usted no cumple con el nivel mínimo exigente de salubridad pública…
            El hombre se vistió con presteza y antes de despedirse con frialdad polar, le tendió una papeleta color sepia.
            Era una multa monstruosa por excesiva salinidad y por carencia casi total de cloro.
            ¿A quién le importaba si acostumbraba a aliviarse dentro del agua? Para algo era su piscina privada.
            Arthur la estrujó entre los dedos.
            Con el regusto amargo de la sanción en el paladar, se acercó al borde de la piscina.
            Hoy parecía que perdía mayor cantidad de agua. Se postró de rodillas, atisbando a través del líquido elemento hacia el fondo azulino de la piscina. Justo en la separación del nivel de los adultos con el nivel infantil, se desplazaba una alargada línea agrietada. Era grande, más amplia que lo que había creído en un principio. Días atrás había atisbado por pura rutina, para cerciorarse de que no hubiera ninguna clase de sedimento depositado en el fondo, y no había encontrado resquicio alguno.
            Se puso de pie, pensativo.
            Una burbuja afloró a la superficie poblada de destellos rómbicos, justo en el centro de su esparcimiento acuático.
            Luego otra.
            Y otra.
            Code enarcó sus pobladas cejas canosas. Se colocó las sandalias de plástico y se desplazó caminando por el caminillo de piedras, hacia la terraza de su bungalow recubierto de hiedra. Corrió la puerta deslizante de cristal y entró en la sala. Cerca del equipo compacto de música había una mesilla metálica que le había costado tres mil dólares en Macy´s. Encima de la mesilla descansaba el teléfono transparente, fosforescente en la oscuridad, conectado a un contestador automático de lujo. Recogió el receptor del teléfono y marcó el número de la “Acqua Service Company”, empresa destinada al servicio particular del llenado y drenaje de piscinas públicas y privadas.
2.-
            El vaciado de la piscina llevó casi toda la tarde noche. Cuando terminaron con su anodina tarea, la cisterna media repleta de la “Acqua Service Company” rugió calle abajo en su segunda y última visita, abandonando el complejo residencial de “Resting Place”, alejándose con la misma presteza con que la alegría se difumina en la chabola del necesitado.
            Code observó la piscina vacía. Aún quedaban unos pocos charcos solitarios, salteados aquí y allá como diminutos espejos que reflejaban la moribunda luz estival que ya se iba acantonando por detrás de las montañas ancianas que circundaban el condado de Tucksville.
            La grieta le ofreció una sonrisa desairada, incidiendo en su hendidura cariada.
            Code se tragó el chicle dietético que estaba mascando, adentrándose por la rampa que conducía singularmente hacia el fondo. Pasó algunas penurias hasta llegar ante la hendidura. Se quedó mirándola.
            La inspección la mostró visiblemente más desarrollada. Ahora estaba zigzagueante, como la mandíbula deformada de algún pez contaminado por aguas residuales tóxicas. Tendría unos treinta centímetros de largo, con la anchura suficiente como para que pudiera introducir los cinco dedos de una mano en su abertura. Code se conformó con uno.
            El dedo entró hasta el tope de la articulación del metacarpiano. Y aún podría seguir entrando, penetrando, aventurándose en la grieta si ésta hubiera tenido mayor tamaño. Code removió el dedo, y mientras lo hacía, sentía algo en la punta. Era gélido y cortante, parecido a una especie de corriente de aire subterránea. Elucubró sobre la posibilidad de la existencia del pertinaz manantial debajo de la piscina, e incluso yendo más lejos, ampliando sus dotes imaginativas, se maravilló ante la mera probabilidad del asentamiento de su área de esparcimiento acuático sobre un pasadizo secreto horadado para fines por el momento inconfesables.
            Entonces notó que algo inmundo le relamía el dedo.
            – ¡Ah…!
            Lo retiró enseguida. Cuando lo tuvo a la vista, vio que le faltaba la uña.
            El tejido subyacente, la carne de la cutícula, estaba rojizo, sangrante.
            Atónito, se lo llevó a los labios y escalando la empinada rampa, salió de la piscina.
            – Dios. Algo… Algo me ha mordido. Me ha hecho daño – se repetía, perplejo y conmocionado.
            Se trompicó con la tumbona sin replegar, llegando ante los ventanales de la parte trasera de la vivienda. Deslizó una de las hojas y entró en el bungalow.
            Minutos después, se estaba desinfectando la herida con agua oxigenada y mercromina, vendándose la punta del dedo afectado con suma delicadeza. Seguidamente se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico y se tomó una cerveza sin alcohol combinándola con un “valium”.
            Se retiró a su dormitorio, dispuesto a olvidar ese desagradable e inesperado incidente.


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Introducción al relato "La Fisura".

Tras mucho pensarlo, como administrador de Escritos, y creador de las obras aquí expuestas para horror del resto de la humanidad lectora, je, je, he tomado la decisión de empezar a escribir una serie de historias de más larga duración. Normalmente, excepto unos cuantos relatos, la mayoría hasta ahora producidos para Escritos han sido breves. Han surgido innumerables cuentos de terror. Ahora que me hallo en un proceso creativo ligeramente estancado, he decidido retomar unos argumentos en la época que no había internet tal como ahora lo conocemos, y donde todos los borradores de esos años pasados fueron pergeñados a base de haber aporreado con escasa delicadeza las teclas de una máquina de escribir. La pereza me ha impedido revisarlos y pasarlos a limpio hasta el momento presente, pero como uno nunca sabe cuando puede llegar a palmarla, creo llegada la ocasión de darles su segunda oportunidad. 
Se que a mis estimados seguidores, lectores y ocasionales visitantes les puede parecer un coñazo tragar con relatos de gran tamaño. Os pido mil perdones por ello. Quienes se aventuren a seguir dichas historias de principio a fin se merecerán litros de horchata valenciana y algún barquillo con helado de plátano.
En principio me animo con el primer “ladrillo”, ja ja. Eso si, entre entrega y entrega, procuraré compensarles con algo de humor gráfico, y si me surge, algún nuevo relato corto.



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Dos libros infantiles para el trabajo escolar de mi sobrinito Gurmesindo.

La maestra de mi muy estimado sobrino Gurmesindo le ha encargado, como al resto de los angelicales niños de su clase, un trabajo escolar de lo más fatigoso. Tiene que leer dos libros infantiles de libre elección, y luego presentar un resumen de ambos.
Como está un poco indeciso, he acudido a la librería del tuerto jorobado Belloto Duro. Haciendo un enorme esfuerzo económico, he escogido dos títulos de lo más llamativo.
Gurmesindo: ¡Más te vale haber elegido bien, tío! ¡Si son aburridos y encima cateo, publicaré en el muro de tu perfil de facebook que te duchas con el pijama puesto encima!
Mi querido Gurmesindo. Te aseguro que los dos cuentos son entretenidos y además de lo más didácticos para un mocoso de tu edad.
Aquí tienes la portada del primero.

Gurmesindo: Si al final se la come, habrá merecido la pena leerlo a las dos de la madrugada…

Je, je. Eres de lo más sutil, sobrino. Ahora vayamos con la portada del siguiente libro infantil.

Gurmesindo: ¡Este si que tiene buena pinta! ¡Además el vampiro cateto del medio se te parece un montón, tío Robert!
¡Hala! ¡Hala! ¡Llévatelos contigo, sobrinete, y que te den!
Gurmesindo: ¡Lo mismo te digo, vejestorio!


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Tus ojos en mi mano. (Balada de la América Gótica Profunda).

La senda es larga y muy cansina. 
Persigo la vida verdadera de los demás.
Busco su felicidad para tornarla en tristeza.
Posteriormente, este estado de melancolía quedaría transformada en la más pura desesperación.
Guío mis pasos entre la bruma de mis pensamientos funestos.
Cuerdas, cadenas y dolor.
Mordazas, cinta aislante.
Herramientas punzantes y cortantes.
Gritos.
Súplicas agonizantes.
Corto, cerceno.
Extraigo. 
Restos enterrados en un camposanto anónimo.
Carne fresca convertida en corrupta.
Huesos con los huesos propios del lugar.
Observo la luna.
El halo de su fulgor enfermizo.
De vuelta, selecciono los órganos sensitivos y sensibles de aquel ser apartados sobre la mesa de operaciones.
Cierro los párpados, pongo la mente en blanco, concentrado en los recuerdos ajenos a mi mente.
Al poco, empiezo a visualizar las primeras imágenes.
El rostro de una mujer joven y bella se me ofrece como una dádiva de lo más excepcional.
Con el discurrir de los minutos, consigo encaminarme hacia el hogar donde vive.
Son las dos de la mañana.
Tardo hora y media en presentarme ante su casa.
Se que vive sola.
Hago sonar el timbre de la puerta.
Pasa minuto y medio. 
Insisto.
Las luces se encienden en la pequeña casa de planta baja.
Alguien se sitúa al otro lado de la puerta. 
Pregunta qué quiero.
Le digo que he llegado hasta ahí por intermediación de su novio.
La puerta se abre hasta ofrecer parte del rostro de la joven. Una cadena impide mi acceso al interior.
Da igual. El resquicio es lo suficientemente amplio como para rociarle la cara con el spray somnífero.
Mientras pierde la conciencia, introduzco la mano y retiro desde dentro la cadena, consiguiendo acceso libre al interior de la casa.
Sonrío.
Separo los párpados, vislumbrando el cuerpo caído de la muchacha con mi propia vista.
Río con ganas.
Entre los dedos de mi mano derecha porto los ojos de su novio.
Los estrujo con fruición, consiguiendo rezumar su contenido por la manga de mi camisa.
Una vez que me habían orientado hasta donde vivía su prometida, ya no me servían para nada más.
Miro a la chica. 
Sus ojos eran grandes.
Estaba seguro que una vez extraídos de sus cuencas, me mostrarían imágenes de lo más interesantes…



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Cosas de críos. (Kids things).

Cronología de los hechos:
Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.
Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.
Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.
Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


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