“Cuando los pensamientos son impulsados por la excesiva imaginación y perversidad de un niño, hasta el mayor de los seres deleznables de la historia de la maldad es un mero angelito tierno con alas de algodón al lado de semejantes infantes.”
(Robert A. Larrainzar. 19 de enero de 2017.
Escritor amateur de terror de medio pelo).
1.
Pollock estuvo contemplando desde la distancia el discurrir de la tarde, esperando que llegaran las 15:00. Se entretuvo jugando con el teléfono móvil hasta que apreció el movimiento de padres aguardando la salida de los críos del colegio elemental de Westbury. Se mordisqueó la uña del pulgar derecho. Sonrió con evidente sarcasmo. Aquellos puñeteros lugareños disponían de una escuela sin ningún cierre de protección. Seguramente no existía ninguna clase de delincuencia en la localidad, pero aún así no era entendible para su mentalidad neoyorquina. Cualquier extraño podría arrimarse al patio e intentar colar algo de droga para los más creciditos.
Se sacudió los hombros, aferrándose al volante de su Volvo 850 R color vainilla, aunque el tono estaba descolorido por el descuido de su dueño. A través del vidrio tachonado de mosquitos muertos en su choque desproporcionado contra el parabrisas cuando el vehículo circulaba por las autopistas nacionales de la costa este pudo cerciorarse que un alto porcentaje de la chavalería iba alejándose, tomados de la mano de sus respectivos padres. El resto, regresaba con desparpajo o bien en grupitos o en solitario. Todos ellos atravesaban el paso de cebra situado al lado del colegio. Ahí había un solícito voluntario con un cartelito de aviso que ponía “stop”, deteniendo la algarabía de los menores, hasta advertirles cuando podían cruzar hasta el otro lado de la calle.
En un momento dado, los ojos del hombre de la señal se fijaron en los suyos. Lo hizo lo más disimulado posible. A la vez hizo girar el mentón hacia la figura de un crío de oscura melena.
El niño iba a su aire, cargando la mochila con cierta desgana. Era delgaducho y de tamaño minúsculo para los diez años que tenía. Lo que más le llamó la atención fue el rostro del chico.
Se rió por lo bajo. Con lo condenadamente racista que era, el niño seleccionado para ser secuestrado tenía que ser ese de entre todos los enanos paletos de aquel pueblo de ilusos, donde las puertas principales de las casas no se cerraban bajo llave y las hojas de las ventanas estaban a medio subir en cuanto apretaba algo la temperatura.
2.
– Ya has visto el niño que hay que raptar para pedir el rescate – le dijo Rodney, el voluntario escolar que vigilaba el paso de peatones cuando abría y cerraba el colegio.
– Joder, tío. Estás de coña. No me hablaste de secuestrar a un puñetero niñito japonés de dibujos animados – Pollock apagó su cigarrillo en el cenicero situado encima de la mesa de la cafetería. Degustó la parte final del café cargado sin ocultar su perplejidad.
– Escucha, idiota. Aparca tus prejuicios raciales el tiempo que dure este trabajito. El muchacho no es asiático. Es americano. Simplemente que procede de Alaska. Es un inuit. Esquimal, que este término seguro que es más entendible para tus neuronas a medio evolucionar.
– Además de huerfanito. Cómo se me conmueve el corazón de cabrón asentado dentro de la coraza de mis costillas, ja.
– La cuestión es que sus padres adoptivos son los Collarson. Son dueños de una editorial de categoría media, pero bien posicionada a nivel nacional. Tienen una casa enorme de aspecto colonial, un buen terreno que lo circunda, dos coches de marca. Organizan fiestas literarias una vez al mes con el fin de promocionar a sus escritores menos conocidos. Lo dicho, su patrimonio es bastante envidiable, y más si se compara con las cuentas corrientes que manejamos tú y yo. Así que estarán más que dispuestos en aportar una suma decente por la recuperación de su hijito, que se llama Miki por cierto.
– Como Mickey Mouse, ja, ja.
– Condenado malnacido. Déjate de memeces. Pide por Dios otro café negro y concéntrate en la ejecución del plan para mañana. Todo tiene que salir perfecto. Un secuestro exprés y un montón de billetes verdes que nos permitirá vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada.
– Está bien. Te prometo no decir ninguna chorrada más en un buen rato. Pero me sigue haciendo gracia que ese enano sea chino, ja, ja.
3.
El niño estaba sentado entre los dos hombres. Pollock conducía, mirando de reojo a Miki.
– ¡Deja de reírte del pobre chaval, imbécil! – le echó en cara Rodney.
– Es que no puedo remediarlo. ¡Hasta Piolín es más grande, ja, ja!
Miki permanecía callado, con rostro pensativo. Ni siquiera pataleó cuando lo introdujeron en el coche de Pollock, y tampoco se quejó cuando Rodney le exigió que le diese su teléfono móvil. Eso sí, se negó a buscarles el número del móvil o de la casa de sus progenitores.
– Da igual. Ya lo encontraré yo mismo. Con entrar en el directorio… Una vez obtenido, llamaremos desde una cabina a sus padres.
– ¿Para qué tanta molestia? Se les llama desde el móvil del enano y ya está. Encima vamos a pagar las llamadas, no te jode – dijo Pollock.
– Eres más tonto de lo que aparentas – se le encaró Rodney. – La mejor manera para que la policía localice la llamada es ponernos a utilizar el móvil.
– Oye, oye. Quedamos que vamos a amenazar a sus padres con matarlo si acuden a la pasma.
– Ya. Pero nunca se sabe. Pueden ser prepotentes y hacer caso omiso de la advertencia.
El niño mantenía los ojos cerrados. En la parte trasera del Volvo estaba su mochila volcada contra el suelo.
– Mis papás nunca harían caso a lo que les diga el vigilante del paso de cebra y a su amiguito gracioso – mencionó Miki sin mirarles.
– Estupendo, compañero. El mocoso sabe quién eres – dijo con desagrado Pollock.
– Eso es lo de menos. Cuando esté de vuelta y se lo diga a la peña, yo al menos ya estaré en otro país…
4.
Rodney había alquilado una bajera en una nave industrial de las afueras de la localidad, utilizando para ello una credencial con datos falsos. Cuando llegaron, devolvieron la mochila al niño y le hicieron de acompañarles hasta el interior del local de cuarenta metros cuadrados. Constaba de paredes desnudas, con la pintura a medio levantar y sin ningún tipo de mobiliario, aparte de una manguera de incendios y un hacha dentro de la vitrina.
– ¡Joder, tío! ¡No hay ni sillas! – protestó Rodney.
– Si pensabas que iba a pagar el coste del alquiler de unos putos taburetes para unas pocas horas, la llevabas clara, amigo – se defendió Pollock, cruzándose de brazos.
– Estoy cansado de estar de pie – dijo Miki en un susurro monocorde.
Ambos lo miraron como si acabara de hablar una marioneta de Barrio Sésamo.
Pollock se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, cerca de donde estaba el pequeño.
– Tendrás que conformarte con sentarte en el puñetero suelo. Bastante es que te dejo mi anorak para que no se te enfríe el trasero, jolines.
Miki se acomodó con las piernas cruzadas. Dejó la mochila al lado. Cerró los párpados. Al instante sus facciones se relajaron, apreciándose una suave sonrisa en sus labios escuetos y resecos por el frío invernal.
– Demonio de crío. Esos Collarson tienen que estar de la azotea para ponerse a adoptar a un esquimal en miniatura – gruñó Pollock.
– Deja de meterte con el niño. Salgo un poco para mirar en el directorio del móvil. En cuanto de con el número de sus padres, uno de los dos se dirige a la cabina telefónica situada a media milla, donde la droguería abandonada.
– Míralo aquí. No sé para qué tienes que salir afuera, con la que rasca.
– Me meto en el coche, chalado. Que esta bajera parece una cámara frigorífica. No tardaré ni cinco minutos. En cuanto de con el teléfono, lo anoto, te lo doy y vas a la cabina telefónica. Ahora que lo pienso, Miki estará más tranquilo conmigo.
– Si tú lo dices.
Rodney abrió la puerta y salió al exterior, llevándose el teléfono móvil del niño consigo.
Pollock suspiró, desesperado por lo perfeccionista que era su compañero de fechorías.
Unas volutas de su aliento se expandieron como si estuviera fumando un cigarrillo.
– Tiene razón el compañero. Aquí hace un frío de la leche. Sintiéndolo mucho, niñito, vas a tener que devolverme mi abrigo. Así que levanta tu trasero enjuto, si no quieres que te aparte de un empellón – se dirigió hacia el niño.
– Yo no hago caso a un árbol – musitó Miki.
Pollock se quedó de una pieza. Aquel renacuajo era un espanto de mocoso. Ni cobrando cien mil dólares hubiera aceptado su adopción.
– Eres un árbol malo. Mereces morir, árbol – insistió Miki.
– ¡Maldito bastardo! ¡Como tus padres no paguen, te hago picadillo y tus restos se los doy a mi perro como aperitivo de su cena, porque no tienes ni un kilo de carne sobre los huesos!
El niño no se inmutó ante la amenaza de aquel hombre.
Simplemente apretó más todavía los párpados, encogiendo los dedos de las manos hasta formar sendos puños.
Cuando frunció el ceño, Pollock se quedó de inmediato paralizado.
No podía dar un paso. Tampoco podía mover los brazos ni girar la cabeza.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
– Eres una persona mala. Así que si te transformo en un árbol, también eres un árbol malo – le dijo Miki, acomodado sobre el anorak de Pollock.
Pollock fue percibiendo una dolorosa rigidez que iba agarrotando cada músculo de su cuerpo. Su piel iba poniéndose cetrina, surgiendo rugosidades sobre el revés de las manos y su cuello. También notaba las protuberancias asentándose en el resto de su anatomía bajo la tela de su ropa. No podía bajar la vista por el súbito dolor de sus vértebras cervicales, pero sentía que sus pies se iban ahondando en el mismo hormigón del suelo. Lo sabía porque había perdido unos siete centímetros de estatura. Su respiración se tornó entrecortada, y cada vez le resultaba más difícil inhalar y exhalar tanto por la boca paralizada como por las fosas nasales. Algo le decía que iba a morir de un colapso brutal en menos de un minuto. Eso le aterrorizó profundamente.
Cuando quiso hacer un último esfuerzo para separar las piernas y los brazos, la puerta de la bajera fue abierta, entrando Rodney. En un principio no se fijó en su compañero, ubicado en el rincón contrario. Su visión estaba enfatizada en el niño. Arrojó el teléfono contra el hormigón del suelo, haciéndolo trizas.
– ¡Puñetero niño! Tu teléfono es tu puto juguete, ¿verdad? Uno que ya no utilizaban tus padres y que está inutilizado por la compañía operadora. El directorio es más viejo que Matusalén, y en él no aparece ninguna referencia actual con los números telefónicos de tus papaítos Collarson.
– Eres un hombre malo – le dijo Miki.
– Mira, Miki. Soy un hombre comprensivo. Si en ese teléfono no figura el número con el cual poder comunicarme con tus padres, es señal que tienes otro sistema por el cual… ¡Dios! ¡Un localizador! ¡Estamos jodidos! Llevas un localizador de personas por GPS.
Dejó de fijarse en el niño para volverse, encontrándose con la escalofriante imagen de Pollock.
– ¡Pollock! ¡Joder!
– Eres un leñador malo – le llegó la voz cansina y repetitiva del niño.
– ¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a Pollock? ¡Da igual! ¡Tengo que encontrar tu localizador y destruirlo! Luego ya veré qué hago contigo.
Rodney avanzó hacia Miki, dispuesto a hurgar en su mochila.
– Leñador malo, necesitas un hacha para talar ese árbol malo – surgió la vocecilla procedente de los labios sonrientes de Miki.
Rodney se sacudió la cabeza. Sin saber por qué motivo, había cambiado el rumbo de sus pasos. Se halló a sí mismo situado frente a la vitrina de antiincendios que guardaba el hacha. Estaba en un estado de conservación excelente. El filo afilado y brillante.
Cerró sus puños con fiereza, y llevado por un impulso demencial, se puso a golpear con énfasis el cristal con la intención de romperlo. Arremetía sin descanso por una insistencia involuntaria de su mente. Los dedos se le fueron poniendo en carne viva, hasta que el vidrio cedió. Asió el hacha por el mango, dirigiendo su cuerpo hacia la postura extravagante adoptada por Pollock. Los ojos de Rodney estaban fuera de sí. Babeaba.
– Por favor, leñador malo. Mata al árbol malo.
Carente de toda lógica, y comandado por la absurda orden infantil de Miki, se puso a trocear el cuerpo paralizado de Pollock. Tardó quince minutos en despedazarlo. Los restos estaban esparcidos por todo el suelo de la bajera. Rodney estaba embardunado de la cabeza a los pies con la sangre de su compañero. Cuando comprobó lo que acababa de hacer, dejó caer el hacha a sus pies, espantado de la escabechina.
– ¡Dios! ¿Qué he hecho? – gritó, al borde del llanto.
Miki abrió los ojos. Se alzó con rapidez felina, agarrando su mochila, y con la felicidad embargando su rostro, gritó alborozado:
– ¡Papá! ¡Por fin estás aquí!
Rodney se giró hacia la entrada. En la jamba de la puerta estaba el señor Collarson.
Este le apuntó con una pistola con silenciador, haciéndole estallar su cráneo en fragmentos de hueso aderezado con porciones de su cerebro. El cuerpo del secuestrador se desplomó inerte en medio de la carnicería y del enorme charco de sangre que cubría buena parte del suelo.
Miki corrió hacia su padre, más feliz que unas castañuelas. Este lo cogió en brazos, sacándole lo antes posible del infierno que representaba la bajera.
Minutos después, mientras conducía el Mercedes negro metalizado camino de regreso a casa, con Miki asentado en el asiento del acompañante, Robert Collarson hablaba con su mujer a través del manos libres.
– Todo está bien, querida. Miki está conmigo – le decía sin emocionarse.
– Gracias a Dios que le pusimos ese localizador, Robert.
– Por lo demás, mejor que olvidemos este pequeño incidente. Quienes se lo llevaron, están muertos.
– Eran hombres malos – le interrumpió su hijo Miki.
Su padre sonrió forzadamente.
– Así es, hijo mío. Recibieron lo que se merecían.
Continuó hablando con su esposa, consternado por la mala elección que hicieron cuando decidieron adoptar un niño tres años atrás.