Diario de un imposible (versión definitiva).

22 de septiembre de 2007
Memoria mía. Qué frágil te conviertes con el paso del tiempo, sumando multitud de recuerdos en el olvido.
Cuerpo mío. Qué inútil me resultas en la vejez, necesitando el apoyo del bastón o de la silla de ruedas para continuar recorriendo los lugares más comunes de la vida.
Salud mía. Qué quebradiza se torna con los órganos envejecidos y asumiendo la precariedad de las enfermedades.
¿Pretendemos tener una vida larga con un sufrimiento final necesario antes de abordar el recodo final del sendero que ha de conducirnos al cementerio?
Yo no lo deseo así.
Me presento. Soy David Hammer. Tengo cuarenta años. Dispongo de un trabajo estable. Estoy soltero y sin compromiso. Mi estado es bueno en general. No tengo sobrepeso, el nivel del colesterol nunca ha sido alarmantemente alto, hago ejercicio con cierta frecuencia, bebo lo justo y fumo dos o tres cigarrillos diarios.
Nunca he tenido alguna dolencia más allá de una simple gripe y tampoco he sufrido ninguna lesión física.
Un tipo sano, de edad mediana, que vive a su aire. Eso soy yo. Algo solitario y sin muchas pretensiones. Tampoco es que sea muy dado a integrarme en grupos sociales, y el apetito sexual lo controlo, sin que se convierta en una obsesión que me haga buscar ligues pasajeros en los bares de solteros o en las discotecas.
Lo que me intranquiliza es el paso de los años. Ahora cuarenta. Dentro de poco, sin darte cuenta de ello, llegarán los cincuenta. Y luego los sesenta, la jubilación y la fosa de la tumba del cementerio de la ciudad…
Deprimente.
Calidad de vida. No deseo morir tempranamente producto de ningún infortunio, pero tampoco llegar a viejo con un centenar de achaques.
Daría cualquier cosa por vivir cien años en buenas condiciones. Firmaría un pacto con el mismo diablo por llegar hasta esa edad con mi salud y mi estado físico actual.
Morir a los cien años con el organismo de un hombre de edad mediana. Suena bien.
Aún estoy esperando a un vendedor a domicilio que me ofrezca esa panacea.
15 de junio de 2008
Pasan los meses desde la última anotación reflejada en mi diario.
Sigo igual de optimista en lo que afecta a mi vejez. Las edades tardías del anciano. Je.
Demonios. Ha quedado claro en un chat que he tenido en un cibercafé con un interlocutor con el nick de SinReservas que todos mis pensamientos trascienden la lógica elemental del nacimiento, el crecimiento, la fase adulta, la madurez y la muerte del ser humano.
Estuve divagando con él sobre este asunto por espacio de la media hora que había pagado por anticipado por el alquiler del ordenador público.
Al final llegamos a la conclusión que antes de llegar al dolor ineludible, existen medidas paliativas. Si hay una reserva mínimas de fuerzas, el suicidio es la mejor de las maneras de atajar las inclemencias de la ancianidad.
Aunque no me veo arrojándome desde el pretil del puente de un río. En eso soy un cobarde.
Por tanto, no me quedaba más que asimilar el dolor, los síntomas amargos de las enfermedades cuando llegase a viejo. La terrible fase terminal.
“No seas tan poco positivo, tío. Puedes morir de viejo en la cama sin enterarte.”
Esta fue la aportación final de SinReservas a mi billetera necesitada de dólares.
Menudo alivio. En fin, mejor que termine con esta parrafada de una vez por todas.
23 de diciembre de 2008
¡Ten miserias, y el infortunio te las magnifica por mil!
Me ha costado un mes decidirme a escribir algo en mi bitácora.
El 22 de noviembre pasé la revisión médica anual con la mutua médica de la empresa en la que estoy trabajando. La doctora que me atendió reparó en un bulto surgido en mi axila derecha. Me sugirió que fuera a una revisión más exhaustiva. Como tengo algunos ahorros, fui a una clínica privada, y ahí se me detectó un cáncer.
Joder. Lo tengo extendido por el pulmón y parte del hígado. Me dan menos de seis meses de vida.
El caso es que no siento ningún tipo de malestar. Sigo haciendo ejercicio físico sin cansarme.
El dolor.
Quisieron convencerme para las sesiones de quimioterapia. Podría prolongar mis expectativas de vida en algunos meses más. Pero el sufrimiento iba a ser obvio.
¡No!
¡Dije NOOOO!
 ¡No quiero padecer ningún tipo de dolor!
Jesús. Ayer dejé el trabajo.
Me quedan unos pocos meses para disfrutar de los placeres de este mundo.
El final de mi existencia será horroroso.
¡No quiero llegar a conocerlo!
Mañana…
Si.
Mañana tengo decidido ir a una armería y comprarme una pistola.
Afortunadamente no tengo antecedentes policiales…
7 de enero de 2009.
Han pasado las navidades, y aquí sigo, vivito y coleando. Tengo la pistola guardada en uno de los cajones de la cómoda de mi dormitorio.
Joder, no tengo huevos para dispararme a la tapa de los sesos.
¡Pero no me queda otra!
Hace tres días hice ejercicio por espacio de hora y media en la bicicleta estática, y acabé reventado. Necesité dos días para recuperarme del esfuerzo. Me siento cansado. En exceso.
¡Nooo!
¡Maldita sea mi suerte! Con cuarenta  y un años.
A nadie le importa si voy a sufrir como un perro antes de morir. Tan sólo en la fase terminal se me administraría morfina.
¡No hay derecho, hombre! ¡Puta vida la mía! ¡Ojalá nunca hubiera nacido…!
Nunca, nunca, nunca…
10 de enero de 2009.
He querido realizar algo de footing, y me he tenido que detener al cuarto de hora, jadeando como un perro.
Luego me he pasado colgado en internet toda la tarde. Llevo así desde que dejé el empleo decentemente remunerado que tenía.
En una página web encontré algo sobre poderes sobrenaturales de un brujo haitiano. En uno de sus artículos asegura que está capacitado para reconvertir el dolor en placer, la enfermedad en curación. La vejez en un período de juventud longevo sin aflicciones e incomodidades propia de esa edad.
Ja, un brujo del demonio. Me reí a gusto. Aún así, le dejé un comentario con la dirección electrónica.
El resto de la noche me la pasé bajándome episodios de la serie Perdidos. Nunca la había visto, y ahora tendría la oportunidad de pegarme un atracón con ella…
11 de enero de 2009.
Se llama Jacques Dernier. Me devolvió la contestación a mi comentario a las pocas horas. En ella mostraba su pesar por mi estado de salud. A la vez se mostraba muy interesado en conocerme en persona. Afirmaba que conocía un método para atajar mis dolencias. De matar el cáncer. No mencionaba ninguna cantidad a cambio de esa primera toma de contacto.
Sin reparos le di la dirección donde yo residía. No me importaba derrochar mis ahorros en las vanas expectativas de curación que pudiera ofrecerme aquel curandero haitiano. Me quedaba menos de medio año de vida. No he hecho testamento, y si no gasto el dinero, lo que me sobre se lo quedará el estado, je.
Por lo demás estoy algo debilitado. Sin ganas de abandonar mi piso. De salir al exterior.
Como con desgana y veo películas y series bajadas por el ordenador de internet…
¡Ven brujo! ¡Sálvame! ¡Y si no consígueme un bebedizo que acorte este desdichado final que me aguarda!
13 de enero de 2009.
La cita con Jacques Dernier fue en una cafetería cercana. El hombre era sumamente joven. No tendría ni treinta años y estaba fino como un junco. Nada más verle llegar y situarse ante mi mesa, esbocé una sonrisa, pensando que el haitiano comía alpiste por su extrema delgadez.
Al sentarse frente a mí, me tomó la mano derecha entre los dedos esqueléticos y con los ojos cerrados, susurró unas pocas palabras en lo que debía ser creole. Abrió sus ojos saltones y se me quedó mirando con cierta afabilidad.
“Vayamos a su casa. Usted está enfermo por un mauvais oeil. Un mal de ojo que le ha echado alguien.”
“No lo entiendo. No tengo conocimiento de nadie que me odie” – le dije, consternado.
“No siempre puede ser echado por alguien que odie a otra persona. También puede formar parte del ritual de una curación. Una persona enferma que le haya pasado a usted su enfermedad. Pero no continuemos hablando aquí en público. Su cáncer se expande por los órganos vitales día a día, y tengo que atajarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde e irreversible.”
Así ha sido cómo Jacques Dernier accedió al interior de mi vivienda.
Portaba con él una mochila usada y repleta de objetos singulares, figuritas religiosas y frascos de contenido indefinido.
“Échese sobre el sofá. Las manos sobre el estómago, el cuerpo relajado, los párpados cerrados”, me dijo con voz suave pero que reflejaba una gran seguridad ante lo que fuera a practicar en ese momento para evitar los efectos del dichoso mal de ojo.
“Estamos hablando de una especie de conjuro”, le interrumpí, abriendo el ojo derecho.
“Cierre el ojo de nuevo y no vuelva a hablar hasta que yo se lo diga.”
Cerré los ojos.
Jacques Dernier empezó a recitar un sinfín de palabras en su jerga haitiana, hasta sumirme en un sueño ligero.
Fui despertado por él. Abrí los ojos y comprobé horrorizado que el brujo estaba cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. Estaba temblando.
“¡La ducha! ¡Deprisa! ¡Dígame dónde queda la ducha!”, me urgió con los ojos abiertos y casi en blanco.
Me incorporé de un salto, y con el corazón en un puño, lo conduje al cuarto de baño. Nada más entrar, Jacques Dernier descorrió la mampara de la ducha y se situó bajo la pera.
“¡Haga correr el agua! ¡Yo no puedo!”, gritó desesperado aquel hombre.
Hice girar ambas manijas. El agua surgió con fuerza y Jacques Dernier se sacudió bajo la cortina líquida, limpiándose toda su figura de la sangre que le recubría. Estuvo cinco minutos duchándose con la ropa puesta. Cuando terminó le tendí dos toallas. Abandonó la estancia tiritando.
“Le haré un café caliente”, le ofrecí.
“Si, por favor.”
El hombre aferró la taza y se bebió su contenido humeante sin el añadido del azúcar nada más traérselo desde la cocina. Sobre la mesita del salón ya no estaba el sobre que contenía diez mil dólares, el precio convenido por la sesión de hechicería.
Su tez oscura ahora estaba muy pálida. Su rostro estaba exhausto por el esfuerzo.
Miré la hora actual en el reloj de pared de la sala y me quedé sorprendido al comprobar que habían pasado cinco horas desde que me quedé adormilado en el sofá bajo la letanía susurrante del hechicero haitiano.
Jacques percibió el asombro reflejado en mi rostro.
“Señor Hammer. Tenía usted tres presencias malignas arraigadas en su cuerpo.”
“No le comprendo.”
“Tres personas enfermas le han utilizado como cuerpo receptor de sus males para así curarse ellas mismas. Nunca me había pasado con ninguna persona maldita. El ritual ha tenido que repetirse con cada mauvais oeil echada contra usted. Casi he sucumbido por el agotamiento de tal esfuerzo, pero he conseguido sacarle todas las impurezas. Ahora debo marcharme. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. No quiero saber más de usted.”
Jacques Dernier se levantó con las ropas empapadas.
“¡Pero no puede salir así a la calle! Se va a congelar.”
El brujo asió su mochila y antes de abrir la puerta principal del vestíbulo, giró su rostro. Había envejecido prematuramente diez o quince años…
“Tengo que salir, señor Hammer. No tengo mucho tiempo para encontrar tres personas a las que echarles sus tres males de ojo…”
Con paso presuroso se dirigió hacia las escaleras.
Jamás volví a saber de Jacques Dernier desde esa fecha. Y su página web dejó de actualizarse desde el mismo día de la visita.
21 de enero de 2009.
Por fin me han entregado los resultados de la revisión médica. El doctor que sigue las evoluciones de mi enfermedad se ha quedado impresionado por mi recuperación. Los tumores y los nódulos han desaparecido. Estoy sano. Ya no tengo cáncer metastásico. Soy un tío saludable de cuarenta y un años. Voy a recuperar mi trabajo. Puedo correr y andar en bicicleta de nuevo.
Por fin puedo escribir en este diario lo feliz que me encuentro.
Mientras, dejaré de pensar en lo que pueda aguardarme en la vejez.

Y la tierra le pertenecía… (Relato corto recuperado, revisado y corregido por el autor).

A continuación, un nuevo relato revisado y corregido por el tonto del autor, o sea, yo, Robert “El Maléfico”.

La tierra le pertenecía. Una vez perdida toda la vitalidad, su ingreso en ella le supuso un renacimiento. Un útero firme y compacto. Una cuna donde regocijarse con la eternidad de una nueva existencia de lo más abyecta, contemplando la naturalidad impetuosa del día y la imperturbable soledad de la noche desde su pensamiento alejado de todo razonamiento lógico, habida cuenta que su imparcialidad murió con su vida racional.
Su odio se acentuó hasta límites inabarcables desde un punto de vista del todo incomprensible para cualquier miembro de la raza humana.
Ansiaba instaurar un régimen de terror que pudiera sacar de sus casillas a sus antiguos semejantes.
A partir de ahora, trataría de incrementar su propio legado maldito, dejando a todos los herederos del mismo desamparados y absortos en una vorágine de locura sangrienta que haría rebosar los albañales hasta desbordar los desagües de las alcantarillas de una calle cualquiera.


Claudia salió muy tempranamente como todas las mañanas en su labor de repartidora de prensa matutina. Pedaleaba con ganas en su bicicleta de montaña que le fue regalada en las pasadas navidades por sus abuelos maternos. La fricción con el aire hacía que sus largos cabellos castaños rubios se agitasen sobre sus hombros conforme avanzaba zarandeando de lado a lado la bicicleta, lanzando los periódicos en las entradas de las casas particulares del vecindario del pueblo.
Quedaban dos suscriptores a quien entregar la prensa, cuyas casas estaban algo distanciadas del resto por la ubicación de una pequeña arboleda atravesada por un sendero sin asfaltar. La muchacha estaba en la zona más sombría del camino, cuando una ráfaga de viento golpeó su rostro infantil. En un instante recibió con desagrado por las fosas nasales de su naricita achatada un olor sumamente desagradable.
Le recordaba a la sensación que recibía cuando visitaba la residencia de ancianos donde estaba ingresada su abuela Magie.
(el olor de la vejez, de la pérdida del control de los esfínteres, de la necesidad de su padre de tener que llamar al celador para que avisara a una de las enfermeras para el cambio del pañal)
Instintivamente, Claudia frenó en seco, apoyando el pie derecho en el suelo de tierra del camino.
Su pelo enmarañado reposó sobre su espalda.
El viento declinó su fuerza hasta detenerse del todo.
El hedor que le llegó al instante se tornó inaguantable. No tardó en sentirse mareada, con verdaderas ganas de vomitar el desayuno que se había preparado personalmente esa misma mañana antes de partir con su tarea del reparto de la prensa.
Un sonido singular la alertó.
(la tierra crujiendo)
Claudia se fijó angustiada en las grietas que se iban formando en el suelo bajo sus pies.
Cuando quiso darse de cuenta, la tierra firme y compacta se relajó, quedando desmenuzada, hasta transformarse en una zanja profunda, que fue requiriendo que la parte superior se deslizase hacía el fondo de la misma. La niña quiso huir pedaleando, pero en escasos segundos fue absorbida por la profundidad del hoyo, bicicleta incluida, siendo inmediatamente cubierta por una densa capa de tierra, que no tardó en volverse compacta, haciendo retornar el aspecto normal a ese tramo del sendero ubicado entre los árboles.


La rabia que le invadía fue correspondida en dicha por la posesión del cuerpo de la infausta muchacha. Con deleite fue absorbiendo sus fluidos vitales, diluidos por las enzimas de su complejo sistema digestivo.
No sentía ningún tipo de remordimiento por su corta edad.
En realidad le era indiferente.
Él ya no era humano.
Y la tierra donde antaño fue enterrado, era ahora su posesión más preciada.

1 de noviembre (relato de terror revisado por el autor).

Hoy, aprovechando que estamos en noviembre, vuelvo a publicar en Escritos por segunda vez este relato largo. Lo he revisado a fondo, encontrando algunos fallos notorios y algún que otro error ortográfico, glup. Ahora ha quedado un poco mejor, bajo mi modesta opinión. Aunque ustedes, mis estimados lectores/as, serán quienes tengan la última palabra. Simplemente recordar que esta historia viene influenciada por el estilo de H. P. Lovecraft. Uno de mis mega maestros favoritos.

Cualquiera que se considere cuerdo, lo primero que pensará de la historia que estoy plasmando en el reverso de los folios mecanografiados por una sola cara que encontré en una de las casas de Postville es que se trata de una historia pergeñada por la mente trastornada de un residente loco fugado del manicomio de North Temple. Y si he de ser franco, posiblemente lo esté. Por ello, una vez que concluya con la ardua labor de escribir lo acontecido en las últimas horas, lo más probable es que me arme de valor, forme una especie de cuerda con las sábanas de la cama de mi habitación del hospital en donde me hallo ingresado, lo anude alrededor del enganche de la lámpara del techo, y si este resiste mi peso, decida ahorcarme para librarme del terrible futuro que me aguarda.
Todo tuvo su inicio el día uno de Noviembre, fecha de Todos los Santos, cuando me encontraba conduciendo mi Ford descapotable del 61 por la carretera mal asfaltada de Lowchester a poco más de noventa por hora. Recuerdo estar tarareando una canción comercial de Elvis cuando me vi sorprendido por la súbita aparición de un tipo emergiendo de entre la maraña de altas hierbas del margen izquierdo de la carretera, situándose frente al morro de mi coche y haciendo con vehemencia señales con sendos brazos para que me detuviese. Eso hice más que nada por no llevármelo por delante. El hombre que se acercaba a la ventanilla de mi lado tendría unos treinta años, era alto, de fisonomía atlética y encima vestía con aparente buen gusto. Bajé el cristal de la ventanilla para ver qué se le ofrecía.
– ¡Baje deprisa, por favor! ¡Mi mujer se encuentra en grave estado! Con su coche la podremos acercar al centro sanitario más cercano – me dijo en un ruego de lo más desesperado.
Convine en serle de ayuda en lo que pudiera y bajé del coche. El hombre me precedió por un estrecho camino creado por el continuo peso de las pisadas de algún que otro excursionista de fin de semana hasta que llegamos ante una especie de choza sucia y muy mal conservada.
– Mi mujer se encuentra en el interior. Ayúdeme a sacarla de allí. Está inconsciente – me informó el hombre.
Entramos en la choza y allí dentro estaba su esposa echada de medio lado sobre un catre destartalado y mugriento. Entre los dos conseguimos sacarla de ese antro y volvimos por el mismo camino estrecho que nos llevaría hasta la carretera donde tenía mi coche estacionado. La introdujimos en la parte trasera y yo coloqué la cubierta de mi Ford para cubrirla del sol que picaba de lo lindo. Su marido se sentó a su lado cogiéndole una de sus manos entre las dos de él y me urgió:
– ¿A qué espera a poner el vehículo en marcha? ¡Está muy grave!
– Ya voy. Ya voy. Pero relájese un poco. Procure no alterarse en exceso, ya que está usted tratando con una persona que pierde los nervios con enorme facilidad.
El hombre se quedó callado unos instantes. Mi miró algo perplejo. Desde luego no podía tener ninguna queja de mi ayuda desinteresada, pero si continuaba por esos derroteros de la histeria, no me quedaría más remedio que sosegarle el espíritu de un buen puñetazo.
Con voz más razonable, me preguntó por el punto de asistencia sanitaria más cercano.
– Está en Postville, a unas siete millas – le contesté.
El hombre se relajó algo más, dejándose caer reclinado de espalda contra el respaldo del asiento trasero. Yo estaba muy desorientado por el extraño suceso ocurrido a su mujer y por eso decidí no andarme con rodeos.
– ¿Qué le ha ocurrido a su esposa? ¿Se ha tropezado y se ha roto algo? ¿O ha sufrido un golpe de calor?
– Algo mucho peor – me respondió muy angustiado. – Le mordió un animal enorme. Tendría unos dos metros de alzada desde la cabeza a los pies, con mucho pelo por todo el cuerpo.
– ¿Acaso algún oso?- sugerí.
– No. Eso no se trataba de ningún oso. Aunque el ataque sucedió de noche, el ruido que emitió no era el de un plantígrado. Además… No me creerá…
– Siga, que estoy vivamente interesado en el asunto.
– Lo que emitió más bien era, sin exagerar, una voz gutural endemoniadamente humana. Creo que lo que gritó antes de morderla era algo parecido a “Sangre. Necesito más SANGRE”. Créame, fue horrible. Estuve toda la noche vigilando la choza por si volvía a reaparecer para culminar su festín. Ya con la aparente seguridad del día me mantuve escondido entre la alta hierba observando si aparecía un vehículo o alguien que pudiera auxiliarnos. Gracias a Dios que en este momento usted pasaba por aquí.
– Si. Esto es como jugar a la lotería. Por pura coincidencia me ha tocado a mí formar parte del guión de su película de terror de serie Z. Ahora mantenga la calma, que enseguida llegamos a Postville.
Apreté el acelerador al límite de la velocidad máxima que podía permitir el mal estado del asfalto bajo cuyas ruedas transitaba mi Ford descapotable, dado el estado de gravedad que revestía la mujer que perdía demasiada sangre aún a pesar del precario apósito aplicado por su marido para curarle la herida.
A Postville llegamos a las dos y media de la tarde. La pequeña localidad de doscientos treinta y seis habitantes que nos había informado de manera detallada el letrero de bienvenida, estaba en apariencia desolada de tal manera que parecía que allí no había habitado nadie desde hacía unos cuantos años. Aún así dirigí el coche hacia las inmediaciones del edificio al que identifiqué lo más parecido a un pequeño hospital. Una cruz roja fluorescente colgaba a modo de cartel sobre el dintel de la entrada. Descendí del Ford y le dije al hombre que aguardara en el interior haciéndole compañía a su maltrecha mujer, pues yo sólo me bastaba para pedir la ayuda necesaria. La puerta del hospital local estaba abierta. Entré muy decidido pero en su interior no encontré a nadie que me atendiera. El lugar de información estaba ausente de personal, el suelo estaba sucio y lleno de polvo, al igual que el mostrador, sobre el que vi desparramados unos cuantos periódicos apergaminados y amarillentos. Cogí uno de ellos pudiendo comprobar que la fecha de edición databa del 15 de mayo de 1917. Escogí otro de los allí dispuestos y era del mismo período. Sin necesidad de mayor información podía deducirse que aquel pueblo estaba desierto desde principios de siglo, por lo cual abandoné el recinto y me dirigí al coche.
– El hospital está vacío y completamente abandonado. Hasta estoy por asegurarle que el resto del pueblo también lo está- me encargué de ponerle al corriente de la triste situación al hombre.
– Mi mujer está que se me muere entre los brazos y usted me dice que aquí no vive nadie. ¿Cómo lo sabe? Demonios, si no ha visitado ninguna de las demás casas.
– Mire, no soy adivino ni futurólogo de ninguna clase. Simplemente le digo que dentro del hospital lo único que he encontrado ha sido un montón de viejos periódicos, la mayoría datan del año 1917. Todo ello es tan esperanzador, que antes encontraremos petróleo que a un ser humano viviendo aquí.
– Vale. Muy bien. Me decido a creerle, pero si aquí no vive nadie, ¿a dónde nos dirigiremos para encontrar asistencia para mi mujer?
Extraje un mapa de ruta plegable del bolsillo de mi camisa y tras mirarlo detenidamente por unos segundos, dije:
– Veamos, el lugar más próximo se encuentra a 28 millas y dudo de que pueda existir asistencia médica avanzada en ese lugar.
– ¡28 MILLAS! – me vociferó con su saliva fuera de sí.- ¡Vamos! Un puñetero paseo en bicicleta. Mi mujer se desangra como si estuviera en un matadero y usted encima indica la posibilidad de que ni tan siguiera exista un hospital pasadas 28 millas.
– ¡Ya vale de echarme toda la mierda encima! ¿Entendido? – le repliqué harto de tanta bronca injusta. – ¿Qué culpa tengo yo de que hayan escogido esta zona tan poca poblada para ir de acampada? ¿Y de que hayan sufrido un ataque de una especie de oso o de lo que demonios sea? Aquí lo único que queda claro es que estoy intentando ayudarles en lo que buenamente puedo, y todo lo que estoy recibiendo a cambio es una catarata de reproches histéricos de un estúpido marido que no tiene ni puta idea de tapar como Dios manda una puta herida superficial. Luego a decir que MI MUJER SE DESANGRA. No se por qué no agarro el volante y les dejo a los dos aquí a su suerte. Así podría seguir gritando como un poseso mientras ella muere.
El hombre se calmó de inmediato. Sinceramente, me avergüenza haber tenido que recurrir a tales expresiones, pero es que encima de que uno intentaba poner toda la voluntad del mundo en ayudarles…
– Perdóneme. Me he excitado demasiado – se excusó el marido de manera sincera. – La realidad es que mi mujer se desangra por momentos y no tengo conocimientos de primeros auxilios…
– Intentaré practicarle un torniquete. Tampoco es que yo esté muy ducho en estos temas, pero al menos algo se. ¿Tendrá por algún casual un pañuelo limpio?
– Si, tenga. Pero dese prisa, por favor.
Cogí un palo que encontré cerca de las raíces de un arbusto cercano y con el pañuelo realicé un tosco pero eficiente torniquete sobre la extremidad herida que haría detener la afluencia de sangre durante el tiempo esencial de encontrar algún tipo de asistencia médica.
– ¿Qué hacemos ahora? – me preguntó el hombre.
– Ahora que hemos detenido de mejor manera la hemorragia, podríamos ir a una de las casas y llamar por teléfono a cualquier número que encontremos en alguna agenda. Quizás haya suerte y nos conteste alguien que se encuentre cercano a este lugar abandonado.
Me asintió con la cabeza. A su esposa la dejamos echada de manera lo más cómoda posible. Cerré las puertas con el seguro echado y bajo llave por simple precaución.
Lo primero que observamos al adentrarnos en el pueblo era la evidente ausencia de vida en sus calles. Los pocos vehículos que encontramos eran claras víctimas de la corrosión y los escaparates de las tiendas estaban claveteados con tablones. Le sugerí que cada cual eligiese una casa al azar. Yo me decidí por una de paredes exteriores invadidas por vegetación silvestre y con el porche frontal medio destartalado. La puerta de entrada estaba curiosamente igualmente abierta de par en par. El interior de la casa estaba desbaratado por el desorden. El suelo se encontraba con el linóleo levantado, cuarteado y recubierto de una especie de líquido blanquecino como la leche. Entré de puntillas en la cocina. Abrí la puerta del frigorífico por curiosidad innata en toda persona que investiga en casa ajena y de su interior me llegó un hedor insoportable. Era evidente que los restos de comida llevaban mucho tiempo allí almacenados. Sobre la puerta del congelador había una hoja de papel cuadriculado con varios nombres de pila, acompañados de números de teléfono. La tinta estaba apagada, pero la escritura aún era legible.Agarré la nota con decisión y decidí salir de la cocina. Recorrí un pasillo entre telarañas tupidas hasta llegar al otro extremo. Allí había una puerta medio resquebrajada. La abrí. En el cuarto lo primero que hice fue tirar de la correa de la persiana hasta que se iluminó lo suficiente. Me encontré con una cama. Junto al lecho había una mesita con un teléfono de los antiguos colocado encima. Me senté en el borde de la cama y cogí el receptor del teléfono. Al menos había línea.En el disco marqué el primer número que encabezaba la lista, a nombre de un tal Nathaniel. Al principio estaba comunicando pero al final alguien estaba decidido a contestarme.
– Hola. ¿Con quién hablo? – pregunté esperanzado.
– Con quien te contesta – rumió con aspereza una voz varonil, colgando al instante.
Evidentemente se trataba de un lugareño huraño. Decidí olvidarme de él cuando sentí un ruido misterioso procedente del armario ropero que se encontraba al otro lado de la cama. Me levanté y dirigí mis pasos hacia allí. La llave estaba insertada en la cerradura y decidí abrirlo con suma precaución. Al tirar hacia fuera de la puerta un cadáver emergió de su interior y se desplomó contra el suelo como si pesara mil kilos. Ya se imaginarán cuál fue mi impresión al ver ese cuerpo putrefacto salir del armario. Para mi sorpresa y disgusto, no debería de llevar un tiempo muy relativamente largo muerto en ese peculiar sarcófago, pues el olor nauseabundo que despedía seguía vigente en lo inaguantable. Antes de abandonar la estancia corriendo me fijé que en su brazo derecho amoratado e hinchado destacaba una herida similar a la que tenía la esposa del hombre que recogí en la carretera. Abandoné la casa de manera precipitada. Ya en la calle decidí ir al encuentro de mi acompañante. En esas estaba cuando un aullido espeluznante llegó procedente desde el lugar donde estaba aparcado mi coche. Justo en ese instante llegaba el hombre a mi lado jadeando desde otra casa abandonada.
– ¿Qué ocurre? – me preguntó de nuevo alterado.
– Si no vamos a averiguarlo, nunca lo sabremos – respondí con sequedad.
Ambos fuimos lo más deprisa que nuestras piernas nos lo permitían. Al llegar al lado del hospital local de Postville, vimos estupefactos como la mujer que se suponía que estaba gravemente herida estaba destrozando las luces de los focos y los cristales de las ventanillas de mi Ford descapotable con una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Me encaminé hecho una furia hacia donde estaba ella y le propiné una fuerte bofetada para sacarla de su trance de locura destructiva.
– ¡Estúpida! ¿Qué se propone? ¿Destrozar el coche para que no podamos salir de este lugar? – le dije con la mano preparada por si hubiera necesidad de golpearla de nuevo.
Se quedó quieta como una estúpida mientras su marido se acercó hasta arrimar su rostro al mío, dedicándome una mirada más propia de un demente.
USTED SE HA VUELTO LOCO. MI MUJER SE HALLA EN ESTE ESTADO Y USTED LA ABOFETEA. MISERABLE BASTARDO. VUELVA A HACERLO Y…
– ¿Y qué? Está tan desquiciado que no ve que si no la detengo iba a destrozarnos el coche – contraataqué furioso.
Mientras sucedía esta acalorada discusión, se nos acercó su mujer y me maldijo:
– ¡Maldito hijo de perra! ¡Ojala te mueras ahora mismo y más tarde que en tu tumba los coyotes profanen tu descanso y se alimenten de tus huesos!
Esto terminó por sacarme de mis casillas. Mira que le había avisado a su marido que yo era muy proclive a perder los nervios con facilidad. Así que me senté frente al volante, puse en marcha el motor y di la marcha atrás decidido a dejarles allí tirados como dos colillas humeantes. Cuando me iba el tipo me dijo al borde del llanto:
– ¡No! ¿Qué hace? ¡No nos deje aquí! ¡Mi mujer terminará por desangrarse!
OJALÁ – grité orgulloso de mi huída. – Si quieren pueden continuar intentando llamar por teléfono a alguien con mucha más paciencia que la mía. Aquí tienen una lista de aldeanos desagradables a quién darles la tabarra.
Cuando me marchaba, escuché como él me chillaba colérico perdido:
¡NO TIENE USTED CORAZÓN! ¡NI UNA PIZCA!
Seguidamente de la letanía de su malograda mujer desde la lejanía:
– No te preocupes por él, Albert. El Padre de los Padres le convertirá.


Llevaba rodados unas nueve millas, cuando el horror más indescriptible no hizo más que incrementarse como la capa de nieve conforme caía una arisca nevada sin tregua. Estaba conduciendo el Ford descapotable con la capota aún echada y completamente enfurecido por la escena que acaba de dejar atrás, cuando de nuevo en mitad de la carretera otro hombre surgió del arcén derecho, situándose de tal manera que no me quedó otra alternativa que pisar el freno y detenerme ante él, so pena de atropellarlo.
– ¿Qué cojones quiere? – inquirí con los nervios a flor de piel.
respa dete no puche leteva – me respondió con voz gutural, entre gorgoteos de putrefacción.
– ¿Qué dice? – volví a insistir.
duda lesteva norte precaste – volvió a decir horriblemente con la misma voz de antes.
Entonces me fijé que en su brazo izquierdo llevaba una herida idéntica a las del muerto surgido del fondo del armario ropero y de la esposa del histérico que me había acompañado hasta Postville. Este hombre tan extraño me miraba con un interés verdaderamente malsano y de repente mostró un hacha que llevaba escondido por detrás de la espalda y se puso a golpear la puerta de mi lado. Aterrado, puse el vehículo en marcha hasta poner tierra de por medio entre él y yo. Estaba tan impreciso en la conducción por los nervios, que tuve que parar más adelante para tomarme unas pastillas de valeriana para calmarme. Acto seguido puse dirección hacia la siguiente localidad marcada en el mapa de ruta. Se llamaba Castle y estaba a 50 millas de distancia. Cuando llevaba recorridos unas treinta y cinco, se me echó la noche encima, por lo cual no me quedó más remedio que esperar a que se hiciese de día (les recuerdo que la endemoniada mujer, además de destrozar tres ventanillas, me inutilizó los faros sin dejar ninguno en funcionamiento). Miré y vi que eran las ocho de la noche. Cogí un cojín que llevaba en los asientos traseros y me acomodé lo mejor posible para mi descanso. Me fue entrando una modorra que me mantenía medio despierto, medio dormido, soñando con el horrible personaje que se había cruzado en medio de la carretera con un hacha y que se puso a hablarme en una lengua extraña. Al fin fui despertado por un fulgor de luz que provenía desde detrás de una arboleda nada espesa. Esto me produjo una inmensa alegría ya que podía tratarse de una cabaña donde quizás sus dueños, de ser algo hospitalarios, podrían ofrecerme cena y cama por esta noche. Salí de mi coche, asegurando el cierre de las puertas. Con una pequeña linterna de mano me fui dirigiendo hacia el conjunto de árboles dispersos. Solo llevaría unos veinte pasos, cuando me fijé que la luz no procedía de las cristaleras de una cabaña sino más bien de una hoguera. Esto no era todo, pues también me fijé que un conjunto de unas veinte personas danzaban en círculo a su alrededor en una clase de baile demencial. Me acerqué más medio agachado y me escondí detrás del tronco ancho de un árbol para observar más detenidamente tan peculiar espectáculo. Entonces aprecié que a la derecha de la hoguera, a unos veinte metros de ella, había emplazado un trono de piedra ocupado por una horripilante criatura. No encuentro palabras adecuadas para describirlo de una manera exacta. Desde la distancia tenía un cierto parecido con un oso, con pelo por todas partes, predominando de manera especial en la cabeza, pero lo más llamativo es que en vez de dos patas, tenía una especie de cola grande y recia y completamente móvil, transformándolo en una sirena de tierra firme infernal y grotesca. Las personas que bailoteaban lo hacían al son del percutir de un tambor que tocaba un humanoide medio gorila con el brazo derecho tachonado de sangre coagulada debido a un gran mordisco en él infligido por unas fauces terribles. De repente la danza satánica quedó detenida y uno de los danzantes se aproximó al ser acomodado en el trono de piedra y le dijo henchido de satisfacción:
¡Oh, Padre de los Padres! Como es hábito y costumbre, le traemos un sacrificio para que apacigüe su ENORME SED.
El hombre que habló hizo una señal y desde detrás de otro árbol acercaron a la víctima propiciatoria sujetada de pies y manos por grilletes de hierro. La víctima era el marido de la mujer contagiada por la enfermedad de la locura que puso especial ahínco en inutilizar las luces y los cristales de mi querido Ford descapotable. Daba la casualidad que era su propia esposa quien le traía a rastras. Entre tres hombres lo cogieron de manera definitiva y lo pusieron frente a la figura del ser abominable. Su enloquecida mujer se acercó al ser con un cuchillo ritual de sacrificio entre las manos y le anunció:
Aquí le traemos, Padre de los Padres, la ración nutritiva que apaciguará vuestra sed.
El ser se puso tieso de pie sobre su propia cola y cogió el cuchillo. Pronunció una única palabra con voz cavernosa y gutural:
¡SANGRE!
El pobre infeliz estaba llorando como un niño y pedía a su esposa compasión y ayuda.
¡KATHERINE! – volvió a pronunciarse el ser con el uso de su vil acento. – ¡MÁTALO!
¡No, Katherine! ¡Por amor de Dios, no lo hagas! ¡Soy tu esposo! ¡Te quiero! ¡No lo hagas!
El rostro de la mujer se dirigió con desgana hacia su marido.
Yo sólo atiendo a lo que me pida el Padre de los Padres – sentenció ella y sin esperar más, le desgarró la camisa, dejando su pecho y su vientre a la vista, hincó la punta del cuchillo en sus carnes y lo abrió en canal.
Era un espectáculo horrible, pero lo más repulsivo fue cuando el ser blasfemo se dirigió de manera zigzagueante sobre su cola hacia la víctima ofrecida en sacrificio y la asió por las piernas, alzándola cabeza abajo para chuparle toda la sangre que manaba del tajo abierto en su vientre. Todos los asistentes entraron en trance de nuevo. Sus cuerpos se pusieron a danzar y a gritar vítores de alabanza en voz alta, repitiendo mil veces la misma palabra insana: “¡SANGRE!, ¡SANGRE!, ¡SANGRE!”.


Después de esta orgía infernal, el ser se levantó otra vez de la comodidad de su trono y les dijo a todos:
– Yo también voy a cumplir con mi parte del pacto.
Hizo una señal y de detrás de unos árboles surgieron dos de sus secuaces, no se si bien eran humanos o bestias y aún me sigo preguntando si pertenecerán a este plano del mundo en el que nos movemos. Ambos portaban dos pucheros de barro cocido llenos hasta los bordes de un líquido espeso negrecino. Salía humo de los pucheros y una fuerte emanación hedionda que me llegaba a pesar de encontrarme a una distancia bastante alejada. Todos los discípulos de la criatura se fueron acercando en formación de dos filas de uno en uno a los pucheros depositados en el suelo. Los seres introducían un cazo en su contenido, lo llenaban y se lo daban de beber al primero de cada cola. Cada uno de los presentes al terminar de sorber el repulsivo líquido lanzaban al aire unos gritos inhumanos. Finalizado el acto de beber el brebaje maldito todos reanudaron sus bailes desgarbados. Tras un rato de frenesí se detuvieron de repente y me di cuenta que esto era debido a que acababa de ser descubierta mi posición desde el cual contemplaba el diabólico evento. El ser se alzó en su trono y apuntó con lo que parecía un dedo hacia el lugar donde me encontraba. Eché a correr con el corazón saliéndose por mi boca. Oí una serie de gritos enfurecidos detrás de mí iniciando mi persecución. Me atreví a echar la vista hacia atrás y vi que afortunadamente lo que acababan de beber les ralentizaba los movimientos, haciéndoles correr de manera muy lenta y torpe. Continué corriendo, hasta que atisbé gracias al halo de la luz lunar que de manera nítida se filtraba entre las nubes, un campo de hierba alta. Aumenté la velocidad de mis piernas, viendo como poco a poco, a pesar de que los seres andaban más que corrían, se me iban acercando de manera inexplicable. Cuando llegué al campo, me arrojé de cabeza,  pues la alta hierba iba a servirme de camuflaje. Me faltaba el resuello. Estaba bien escondido, tendido entre la hierba cuan largo era y aún así estaba temblando de miedo como pura tarta de gelatina, pues no quería ni imaginar lo que pudiera pasar por el más cruel de los infortunios si alguno de los integrantes del ejército de seres me pisoteara por un casual y diera así conmigo. Mi sentido auditivo percibía como la plaga de exaltados se iba acercando más hacia mi zona, haciendo con ello incrementar mis rezos en forma de padrenuestros en un número superior a todas las oraciones invocadas en la totalidad de años que he ido a la iglesia. La horda estaba estrechando el cerco y finalmente llegó lo inconcebible: un ser baboso y repulsivo que llegó reptando me agarró del pie izquierdo y empezó a tirar de mí con toda su fuerza. Lo que recuerdo después es que desperté tirado de mala manera en medio del campo de alta hierba. Me incorporé poco a poco y me dirigí hacia la carretera de mis desdichas. Allí detuve un coche y su ocupante me trasladó a un hospital de urgencias. El médico de guardia de dicho hospital me administró un fuerte sedante para que durmiese. Finalmente me desperté dos días más tarde con el doctor acercándose a mi lado nada más ser avisado de mi recuperación por la enfermera del turno de noche.
– Muy buenas, mi joven paciente. Debe darle usted gracias al conductor que le trajo aquí, si no a éstas alturas del calendario ya estaría formando parte de la sección de las esquelas del periódico local. Perdió usted mucha sangre y tuvimos que hacerle una transfusión. Eso también se lo debe al mismo hombre que le recogió en la carretera. Afortunadamente se ofreció como voluntario nada más saber que ambos compartían el mismo grupo sanguíneo.
Le oía las palabras fluir de su boca con una lenta pesadez por efecto del último sedante que se me había administrado. Entonces miré de soslayo a mi brazo derecho y observé que tenía una herida visible igual que la herida del cadáver del armario de la casa del pueblo fantasma visitado por mí días atrás, idéntica al ser agresivo que me atacó en la carretera con un hacha, e igual que la terrorífica herida de la mujer chiflada que sacrificó a su propio esposo en un ritual infernal y de carácter impío.
– Joven, este es el señor Brown, el conductor que se brindó a la transfusión de sangre – me aclaró el doctor con una larga sonrisa de satisfacción.
En el vano de la puerta de mi habitación vi lo imposible. Lo inimaginable. El conductor que me había recogido era la víctima ofrecida por su enloquecida mujer al ser del trono.


Las sábanas están quedando bien anudadas y enrolladas. Tan sólo me queda arrimar aquella silla de allí para acercarme al enganche de la lámpara del techo.
Hay que ser razonable.
A veces es mucho mejor morir estando aún cuerdo, que volver a vivir después de muerto.

Carne de muertos.

Tras una temporada de cierta pereza literaria, estrenamos este mes de septiembre en el apartado de relatos de terror con la siguiente pieza. Espero que os asuste un pelín.

1.
Ron Divas encendió la sirena estridente, con la luz ubicada en la parte superior del vehículo lanzando destellos azules conforme se desplazaba a buena velocidad por la carretera comarcal.

A quince metros de distancia, un furgón blanco petardeaba humo gris por el tubo de escape. Tenía los ventanales de la parte trasera y laterales pintados de blanco, convirtiendo la caja en un conjunto del todo opaco, imposibilitando tanto la introducción de luz hacia el interior como la posibilidad de averiguar lo que había dentro del mismo visto desde el exterior. Los neumáticos no estaban hinchados del todo y carecían de tapacubos. Era indudable que se trataba del cochambroso medio de transporte de los Toodles. Una estrafalaria familia de granjeros que vivía apartada del resto de la civilización, no fuera a serles usurpado el bendito don de la endogamia por relaciones carnales entre miembros del mismo clan.
Tras una leve insistencia en la persecución, el furgón se detuvo en el arcén polvoriento.
Ron Divas, ayudante del Sheriff de la localidad de Dellamore, hizo lo propio, a cinco metros del parachoques trasero.
– Aquí Divas a Centralita. Voy a investigar un vehículo en aparente mal estado como para estar circulando. Ni siquiera lleva placas estatales.
“Recibido, agente Divas.”
Abrió la puerta del coche patrulla con cierto ímpetu. Se palpó la funda del arma reglamentaria antes de incorporarse erguido sobre el asfalto de tierra dura de la infame carretera rural.
Desde la furgoneta, no se apreciaba el menor ruido o movimiento.
Fue avanzando con paso firme, dispuesto a dejarse oír su voz autoritaria sobre los ocupantes del vehículo.

2.
Sara Peller era la maestra oficial de Rockings, un pueblo de apenas trescientos habitantes, ubicado a quince millas de Dellamore. Era tan insignificante, que dependía de la administración local de esta última, al mismo tiempo que sus finados eran enterrados compartiendo parcelas del cementerio de San Lorenzo de Dellamore.
La mujer estaba a punto de cumplir los sesenta, cuando falleció por una mala caída desde una escalera de su casa al intentar subir al ático en búsqueda de sus juguetes de la infancia, para enseñárselos a los alumnos de primaria.
Era considerada una persona cabal, sensata, sumamente inteligente e instruida en la literatura americana, algo poco frecuente dado el carácter de gente de campo de la mayoría de los habitantes de la zona.
La pequeña iglesia de Rockings estuvo llena de asistentes dispuestos a tributar un sentido homenaje a la maestra. Igualmente, su posterior entierro en el cementerio de Dellamore tuvo un seguimiento muy notable entre los residentes del condado.
Los ritos fúnebres fueron celebrados al mediodía.
Su tumba quedó hermosamente decorada por varias coronas de flores y demás adornos fúnebres.
A las seis, el guarda del camposanto cerró la puerta de acceso de la verja, colocando desde el exterior un candado de considerable tamaño, impidiendo de ese modo que alguien pudiera acceder al interior para cometer cualquier tipo de fechoría de lo más indecorosa. En Dellamore había un grupito de jóvenes haraganes, que eran dados a gamberradas. No fuera que les diera por tomarla con el cementerio.

3.
 – ¿Qué tal, agente? Hace una mañana muy calurosa como para andar siguiendo nuestra vieja vagoneta- dijo Efeander Toodles.  No estaba acompañado en la cabina. Vestía un conjunto de vaquero con peto, sin camiseta, con las axilas a la vista. Estaba desaseado. Su sonrisa era forzada, mostrando simplemente los cinco dientes que le quedaban en las encías oscurecidas por su adicción compulsiva al tabaco.         
– Esta furgoneta, además de vieja, tiene ya todos los visos de tener que ser retirado de la circulación. Lo digo en serio. Lo siento mucho, pero aquí se queda hasta que se lo lleve la grúa municipal al desguace – le advirtió el agente Divas, ocultando su disgusto de tener que hablar con semejante persona tras las lentes de las gafas de sol.
– Venga. No nos haga esto. Es una faena gorda. Quedan trece millas hasta llegar a casa. No pretenderá que los recorramos andando. Con la que está cascando.
– Así que tienes compañía en la parte trasera – agregó Divas.
– Joder. Vale. Si. Están mis dos hermanos, durmiendo la siesta como lirones.
– No te muevas del volante, si no quieres que te vuele la cabeza, Efeander – le ordenó el ayudante del sheriff.
– Divas a centralita. He decidido poner el vehículo fuera de servicio. Necesito que venga la grúa para llevarlo al depósito.
“Recibido, agente Divas. Ahora mismo se lo tramitamos.”
–  Procedo a registrar la parte interior del vehículo, Central.
“¿Alguna sospecha, agente Divas?”
– Más que nada una inspección rutinaria, Central.
“Entendido, agente Divas.”
Divas se situó frente a las puertas medio desvencijadas. Tiró de la manilla con firmeza.
Las lentes oscuras mantuvieron su cordura por breves momentos.
Dentro de la furgoneta, se hallaban Deonor y Chatt Toodles. Estaban sentados sobre las rodillas. Cuando la luz externa penetró en la parte trasera del vehículo, diseminando las pesadas penumbras, los dos dejaron caer cuanto portaban sobre las manos, para cubrirse el entrecejo por el efecto del deslumbramiento.
– ¡Jodida puerta abierta! No veo nada, hermano.
– Yo tampoco… de momento.

4.
– Necesitamos la llave del candado, muchacho.
– ¡No pienso entregarla, malditos canallas!
– Pues ya sólo nos queda mandarte al otro barrio, y luego registrar tu cuartucho. Tarde o temprano daremos con ella.

5.
  Fueron cincos segundos de silencio. El necesario para que el agente Divas viera asombrado lo que los hermanos Toodles transportaban en la parte trasera de la furgoneta, así como para que Deonor y Chatt adaptaran su vista al chorro de luz que quedaba proyectada sobre ellos.
A un lado, estaba el cuerpo sin vida del guarda del cementerio, con la garganta rajada de oreja a oreja, y sobre las rodillas de los dos hermanos, el torso desmembrado de la fallecida maestra Sara Peller. Estaba desvestido, con un pecho al aire y el otro medio mordisqueado. Deonor volvía a sostener entre sus manos un brazo ligeramente devorado de la difunta, mientras Chatt se conformaba con la mano del otro. Ambos estaban empapados de la sangre y fluidos del cuerpo mancillado. Sus bocas abiertas, con sendos maxilares inferiores colgando, con las babas corriendo desde los labios, descendiendo por sus cuellos hasta la nuez.
El agente Divas descubrió que las piernas de la maestra estaban apartadas en una esquina.
– Es carne de muertos, agente – le susurró Chatt, entrecerrando los ojos. – Y es nuestra. No estamos dispuestos a compartirla con nadie más que no sea de nuestra familia.
Divas los apuntó con el cañón del revólver. Su corazón palpitaba frenéticamente. Repentinamente, goterones de sudor frío recorrieron su frente.
– ¡Quietos los dos! – dio dos pasos atrás y se dirigió a viva voz hacia el otro hermano, ubicado frente al volante. – ¡Y tú no te muevas de ahí! ¡Al primero que intente algo, le vuelo la tapa de los sesos!
Deonor sonrió con malicia.
– No se ponga así, agente. Además, sólo nos sirve la carne de la maestra. El otro cuerpo puede quedárselo. No tiene ningún tipo de valor para nosotros. Como dice nuestro padre, de lo que comemos, dependen nuestros logros. La maestra era muy lista, y comiendo su carne, estamos adquiriendo parte de su inteligencia. En cambio, la carne del guarda, no aporta nada. Es más, como mucho, nos demostró antes de morir, que era un gran cobarde.
– ¡A callar, he dicho! – ordenó el agente Divas.
Le temblaban los dedos de la mano libre. Quiso dar novedades por la emisora.
– Agente. No tiene de qué preocuparse – recalcó Deonor. – Sólo nos interesa la carne de los muertos. Y usted está vivo, por ahora.
En ese instante se percibió una detonación desde la lejanía.
El agente Divas dejó caer la mano libre. Luego el arma se le escapó de la mano derecha. Seguidamente se desplomó sobre el suelo, con el sombrero apartándose de su cabellera. Un orificio de bala con entrada por el parietal izquierdo y salida por el derecho, inclinándose levemente por la conexión con el hueso occipital en su parte superior refrendaba el origen de la súbita muerte del agente.
Chatt gritó alborozado.
– ¡Viva! ¡Ese es nuestro padre!
Desde el lado opuesto del arcén llegó el reflejo de la mira telescópica de un rifle de francotirador.
De inmediato llegó Efeander, jadeando por el sobresalto.
– Joder. Esta furgoneta ya no nos sirve. Por su culpa, casi nos descubre este desgraciado.
Deonor miraba la figura inerte del policía. Ensanchó los carrillos, mostrando una sonrisa de lo más infantil.
– En este momento sí que nos interesa usted, señor agente. Ese vigor que albergaba su cuerpo, ahora se transferirá a nuestro espíritu conforme consumimos su carne…

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Comida de cerdos. Gótico Americano. (Relato gráfico de terror).

Este fin de semana corresponde un relato tremebundo. Abstenerse de leerlo si acaso tienen una ración de pizza en la mitad de la boca, ja ja.


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La Fisura (Capítulo Primero).

LA FISURA
I
1.-
            Salió de la piscina empapado. Arthur Code le tendió una toalla playera para que se secase. Mientras lo hacía, guardaba silencio, expectante.
            – ¿Y…? – se aventuró en animarle a que le aclarase su desconcierto.
            El hombre se pasó la toalla por el torso tostado y luego por la cabeza.
            Estaba serio.
            Demasiado.
            – Tiene usted toda la razón, joder. Hay una grieta en una zona próxima al nivel de los adultos, por donde se filtra el agua. Aún no dispongo de los planos, pero me imagino que se alivia en una sección de la red del alcantarillado que pasa por debajo.
            – ¿No podría ser un manantial subterráneo?
            El hombre se encogió de hombros, sacando los pies descalzos del charco de agua que se había formado en el suelo de losas de tonalidad arcillosa.
            – Es otra hipótesis que se puede barajar.
            Arthur estaba visiblemente nervioso. Echó un vistazo tenue hacia la piscina, en concreto donde el nivel de agua crecía en profundidad, destinado preferentemente a las personas que supieran desenvolverse con una relativa soltura a partir de tres metros de profundidad. Él denominaba esa parte de la piscina la “zona de buceo”.
            – ¿Y qué se puede hacer? Pierde un flujo de cincuenta litros cada diez horas.
            – Simplemente vaciarla. Luego tape la grieta con maseta o algo por el estilo. No soy un asistente técnico de albañilería y fontanería, tan sólo quien se encarga de verificar el nivel de pureza del agua.
            “Por cierto, conforme con el “Aqualizer”, usted no cumple con el nivel mínimo exigente de salubridad pública…
            El hombre se vistió con presteza y antes de despedirse con frialdad polar, le tendió una papeleta color sepia.
            Era una multa monstruosa por excesiva salinidad y por carencia casi total de cloro.
            ¿A quién le importaba si acostumbraba a aliviarse dentro del agua? Para algo era su piscina privada.
            Arthur la estrujó entre los dedos.
            Con el regusto amargo de la sanción en el paladar, se acercó al borde de la piscina.
            Hoy parecía que perdía mayor cantidad de agua. Se postró de rodillas, atisbando a través del líquido elemento hacia el fondo azulino de la piscina. Justo en la separación del nivel de los adultos con el nivel infantil, se desplazaba una alargada línea agrietada. Era grande, más amplia que lo que había creído en un principio. Días atrás había atisbado por pura rutina, para cerciorarse de que no hubiera ninguna clase de sedimento depositado en el fondo, y no había encontrado resquicio alguno.
            Se puso de pie, pensativo.
            Una burbuja afloró a la superficie poblada de destellos rómbicos, justo en el centro de su esparcimiento acuático.
            Luego otra.
            Y otra.
            Code enarcó sus pobladas cejas canosas. Se colocó las sandalias de plástico y se desplazó caminando por el caminillo de piedras, hacia la terraza de su bungalow recubierto de hiedra. Corrió la puerta deslizante de cristal y entró en la sala. Cerca del equipo compacto de música había una mesilla metálica que le había costado tres mil dólares en Macy´s. Encima de la mesilla descansaba el teléfono transparente, fosforescente en la oscuridad, conectado a un contestador automático de lujo. Recogió el receptor del teléfono y marcó el número de la “Acqua Service Company”, empresa destinada al servicio particular del llenado y drenaje de piscinas públicas y privadas.
2.-
            El vaciado de la piscina llevó casi toda la tarde noche. Cuando terminaron con su anodina tarea, la cisterna media repleta de la “Acqua Service Company” rugió calle abajo en su segunda y última visita, abandonando el complejo residencial de “Resting Place”, alejándose con la misma presteza con que la alegría se difumina en la chabola del necesitado.
            Code observó la piscina vacía. Aún quedaban unos pocos charcos solitarios, salteados aquí y allá como diminutos espejos que reflejaban la moribunda luz estival que ya se iba acantonando por detrás de las montañas ancianas que circundaban el condado de Tucksville.
            La grieta le ofreció una sonrisa desairada, incidiendo en su hendidura cariada.
            Code se tragó el chicle dietético que estaba mascando, adentrándose por la rampa que conducía singularmente hacia el fondo. Pasó algunas penurias hasta llegar ante la hendidura. Se quedó mirándola.
            La inspección la mostró visiblemente más desarrollada. Ahora estaba zigzagueante, como la mandíbula deformada de algún pez contaminado por aguas residuales tóxicas. Tendría unos treinta centímetros de largo, con la anchura suficiente como para que pudiera introducir los cinco dedos de una mano en su abertura. Code se conformó con uno.
            El dedo entró hasta el tope de la articulación del metacarpiano. Y aún podría seguir entrando, penetrando, aventurándose en la grieta si ésta hubiera tenido mayor tamaño. Code removió el dedo, y mientras lo hacía, sentía algo en la punta. Era gélido y cortante, parecido a una especie de corriente de aire subterránea. Elucubró sobre la posibilidad de la existencia del pertinaz manantial debajo de la piscina, e incluso yendo más lejos, ampliando sus dotes imaginativas, se maravilló ante la mera probabilidad del asentamiento de su área de esparcimiento acuático sobre un pasadizo secreto horadado para fines por el momento inconfesables.
            Entonces notó que algo inmundo le relamía el dedo.
            – ¡Ah…!
            Lo retiró enseguida. Cuando lo tuvo a la vista, vio que le faltaba la uña.
            El tejido subyacente, la carne de la cutícula, estaba rojizo, sangrante.
            Atónito, se lo llevó a los labios y escalando la empinada rampa, salió de la piscina.
            – Dios. Algo… Algo me ha mordido. Me ha hecho daño – se repetía, perplejo y conmocionado.
            Se trompicó con la tumbona sin replegar, llegando ante los ventanales de la parte trasera de la vivienda. Deslizó una de las hojas y entró en el bungalow.
            Minutos después, se estaba desinfectando la herida con agua oxigenada y mercromina, vendándose la punta del dedo afectado con suma delicadeza. Seguidamente se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico y se tomó una cerveza sin alcohol combinándola con un “valium”.
            Se retiró a su dormitorio, dispuesto a olvidar ese desagradable e inesperado incidente.


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Cosas de críos. (Kids things).

Cronología de los hechos:
Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.
Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.
Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.
Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


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Mi destino es hallarte en el infierno. (My destiny is to find you in hell).

Un relato nuevo recién salido de la barbacoa. Yo aporto las patatas fritas. Ustedes, la bebida, a ser posible una refrescante sangría, je, je…


Estás aquí por justicia. Es lo que te mereces.
– ¡Déjame! ¡No me hables más, bastardo!
¡Ja! ¡Ja! ¡Sigue así, sin medir tus palabras!
– No pienso hacerte ni puñetero caso. He de buscar una forma de salir de este sitio.
Pero no había salida.
La oscuridad medraba entre pasillos metálicos interminables, donde resonaban con estridencia los pasos. Su vista se adaptaba en cierta manera a las penumbras. Como si fuera una especie de animal depredador de vida nocturna.
Quiso mirar la hora que era, pero no encontró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Es más, descubrió que estaba desnudo, representando las características externas inherentes a toda bestia asesina sin el menor de los sentimientos.
Golpeó una pared con los puños, enfurecido por estar encerrado en ese laberinto infernal sin un camino que condujera al exterior.
¡Continua así! ¡Exactamente representas lo que eres! ¡Tu incoherencia es una virtud en esta dimensión donde ahora te hallas!
– ¡Cierra tu puta boca!
¡Hablaré las veces que quiera! ¡Y me regocijaré mil veces con tu caída al pozo del dolor infinito!
Reanudó su caminar por los corredores. Su mente estaba desconcertada por la tensión. Condujo instintivamente los dedos sobre la frente, llevándose la sorpresa de toparse con la tersura repulsiva de su cerebro, asomando a través de un enorme orificio horadado en el hueso frontal del cráneo. Apartó los dedos de aquel contacto inesperado, con su respiración incrementándose por la agitación.
– ¿Qué significa esto? ¡Joder! ¿Qué me ha pasado?
Ya te cuesta asumir que estás muerto…
Lidia.
Ángela.
Su hermosa y maravillosa mujer.
Su preciosa hijita.
Lidia tenía 36 años.
Ángela, 6.
El destino se comporta mucha veces de forma caprichosa, asentando de manera indiscriminada e injusta el dolor más profundo en el seno de una bendita familia formada por el amor y la consideración hacia el resto de las personas.
No estaba preparado para verse en una confrontación caprichosa y circunstancial con una miserable alimaña inadaptada, cuyo axioma era valerse de la violencia criminal para la consecución de sus sucios propósitos.
Carter lo supo cuando entraron en la sucursal bancaria. Un joven alto, desgarbado, vestido con vaqueros desgastados y con la personalidad oculta bajo un pasamontañas de lana negra los incluyó como rehenes en su asalto. Estaba fuera de sí. Consumido por el síndrome de abstinencia. Precisaba de un buen puñado de dinero para adquirir su dosis de droga. Salivaba. Pestañeaba sin cesar. Ordenaba de forma brusca a la familia recién llegada, a la cajera y al director. De alguna manera, este último pudo pulsar el botón de alerta a la policía. En escasos cinco minutos, el banco fue rodeado por tres coches. Todo transcurrió demasiado rápido para el ladrón. Al revés que para Carter, que vivió lo acontecido, escena a escena, a cámara lenta.
Aquel desgraciado perdió los nervios. Sin esperar a nada, se hizo con Lidia y Ángela, y con ambas se dirigió a la entrada. Exigió a los agentes que le dejaran irse en un coche. Si no cedían a sus deseos, empezaría a matar a los rehenes uno a uno.
Carter apreció que lo decía en serio. Estaba desquiciado. Enloquecido. Era un ser que no valoraba una vida ajena.
Sin venir a cuento, se escuchó un disparo. Acababa de ejecutar a su mujer delante de Ángela, demostrando a la policía que iba en serio.
Lidia cayó fulminada, exangüe sobre el suelo de la entrada, formándose un charco con su sangre. Carter gritó, desesperado. Corrió hacia ellos. Conforme se aproximaba, percibió los disparos procedentes de la policía. Aquel bastardo se agachó. Ángela logró desasirse de la mano izquierda del criminal, echando a correr hacia los brazos de su padre. Carter estuvo pendiente de la llegada de su hija. El estallido de una descarga se propagó por el interior del banco. Cuando Ángela quedó recogida contra el pecho de su padre, lo hizo debilitada, empapándole la pechera de la chaqueta con su sangre infantil.
En ese instante, Carter vio como su mundo perfecto se desmoronó con la facilidad de un castillo de arena.
Fueron apenas ochenta segundos de ingrata demencia.
El tiempo que llevó desde la muerte de su mujer, pasando por la de su hija, para culminar con la del propio asesino a manos de la policía.
Días de luto.
La ceremonia respetuosa del funeral.
El entierro prematuro de sus dos seres queridos.
Un dolor profundo. Una incomprensión infinita.
Los días de duelo fueron sustituidos por su adaptación a un mundo irreal.
Lidia. Ángela.
Ángela. Lidia.
Su existencia lastrada repentinamente por el deseo sanguinario brutal de un miserable inadaptado.
Estuvo dándole vueltas a lo inútil de su existencia.
Su tristeza fue sustituida por un ansia de venganza. De pura furia.
Tras días de cierta indecisión, buscó la dirección de la familia del asesino de su mujer e hija.
Se armó de una escopeta de repetición y se dirigió en la mitad de una tarde, dispuesto a impartir su propia justicia.

¡La diversión está muy cercana!
– ¡Cállate! ¡No soporto oírte!
¡Ja! ¡Vete acostumbrándote!
Sus pies estaban en carne viva. Llevaba no horas, si no innumerables días dirigiéndose por aquellos pasillos entrelazados que conducían a ninguna parte en particular. Su estómago estaba revuelto. No de hambre. Si no de los ardores del odio más nefando. Constantemente se tocaba la horrenda herida infligida a su frente.
Entonces…
Una figura surgió repentinamente al doblar la esquina de un camino. Entre sombras, su perfil era neutro. Cuando se movió y se le acercó, pudo ver que estaba igual de desnudo que lo estaba él. Lo primero que le llamó la atención del recién llegado fue la enorme llaga que supuraba sangre viscosa procedente de su estómago.
– ¡Joder! ¡Estás peor que yo! – le dijo, enfurruñado por el encuentro. – Ni que te hubieran pegado un buen tiro en las tripas.
Cuando el extraño alzó el rostro pálido y contraído por la ira, lo reconoció al instante.
Era el padre de aquella niña.
El marido de aquella mujer.
El hombre se contuvo como pudo por unos segundos.
Separó los labios para simplemente musitarle:
Por fin te encuentro. Tuve que matar a tus padres y a tu hermana para obtener la condenación eterna.
Tomó impulso como un atleta al iniciar una carrera de cincuenta metros lisos, y sin más, se abalanzó sobre el autor de la muerte sin sentido de Lidia y Ángela.
Se entabló una pelea antológica. Una lucha que se repetiría constantemente entre aquellos dos contendientes.
A su vez, una carcajada estridente se expandía por las paredes de los pasillos metalizados del laberinto en forma de eco, evidenciando lo satisfecho que estaba por haberlos reunido a ambos en aquella prisión del inframundo.


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Muñecos de Peluche.

Un nuevo relato perturbador que se estrena en el día de hoy en Escritos de Pesadilla. 


Vlatko reía de manera estrepitosa. Entrechocaba las palmas de las manos hasta experimentar cierto daño por el ímpetu con el que lo hacía. Se le esparcía la saliva por las comisuras de los labios, salpicando las inmediaciones donde se hallaba situado sentado sobre la enorme banqueta de caoba, en un razonable estado pútrido por el tiempo que esta había permanecido enterrada entre la inmundicia del vertedero ubicado en las afueras de la barriada.
Se llevó el anteojo de cristal fino ante el párpado entreabierto, mientras con el pulgar de la mano contraria hurgaba en la cavidad donde hacía años que había perdido su otro ojo. Su visión reducida pudo apreciar mejor cuanto se le ofrecía delante de sus propias narices con la ayuda de la lente.
¡Venga, Gordito! ¡Quiero ver cómo das unas cuantas volteretas sobre ti mismo! – ordenó, ufano.
Ensanchó su sonrisa, remarcando con ello los mofletes.
Vio a Gordito acercarse a la deteriorada colchoneta. Murmuraba cosas ininteligibles. Giró su cabeza.
¡Te estoy diciendo que hagas cabriolas, haragán! – insistió Vlatko, haciendo restallar un látigo sobre la cabezuela de Gordito.
Entre sollozos, este empezó a darse la vuelta sobre sí mismo. Le costaba hacerlo. Semejante inutilidad conseguía concitar risitas burlonas de Vlakto.
¡No sirves para nada, Gordito!
Dirigió el látigo hacia el trasero rosado rematado con la cola enroscada porcina, consiguiendo que Gordito se incorporara de pie, para emprender la huída hacia la esquina contraria.
¡Ja, ja! ¡Gordito, el Marrano! Cuando quieres, eres ágil – bramó Vlatko.
Desde las penumbras se percibían más sollozos.
Vlatko maniobró sobre la banqueta, buscando la linterna. La encendió, enfocando a los compañeros de Gordito, el Cerdito.
Bernardo, el conejo, estaba medio escondido debajo de una estantería. Paula, la Rata, se hallaba abrazada a Pedrito, el Pollo, consolándose de su desdicha en un silencio ignominioso. En el lado contrario estaba María, la Gata Negra, y un poco más apartado del resto, David, el Osito.
Vlatko se deleitaba contemplando los ojos vidriosos y llorosos de aquellas criaturas silenciosas.
Se incorporó, agitando la cola del látigo contra la tarima desencajada y suelta del suelo. Conforme se aproximaba a la puerta, los seres más cercanos huyeron para evitar estar al alcance del lacerante daño que podía infligirles.
– ¿De qué huís? ¡Ja, ja! Yo nunca maltrataría a unas cosas tan preciosas y adorables como lo son mis peluches.
Hizo girar la llave en la cerradura. Estaba de buen humor.  Salió de la estancia, dejando encerradas a sus creaciones.
En los postes de las farolas y en las paredes de las calles había pasquines denunciando la alarmante desaparición de niños de entre seis y nueve años en las últimas semanas.
Vlatko hizo caso omiso de los carteles. Estuvo recorriendo callejuelas sombrías, sucias e inmundas, poco transitadas por gente que tuviera algo de sentido común. En un momento dado encontró una taberna donde tan sólo se atrevía a reunirse la gente de mala fama. Estuvo un buen rato bebiendo vino de baja calidad. Cuando iba por el quinto vaso, invitó a un extraño. Este aceptó casi a regañadientes. Vlatko pidió al tabernero una botella entera para ambos. Cuando el contenido de la misma estaba casi en los estómagos de los dos, Vlatko sonrió cansinamente a su interlocutor.
– Tengo algo que podría interesarle – le dijo.
– Lo dudo, amigo.
– Dispongo de una colección de peluches de lo más llamativo.
– ¿Para qué habría de interesarme sus muñecos, eh?
– Son muy especiales, ya le digo.
Aquel desconocido estaba igual de achispado que Vlatko, y llevado por el buen humor que implicaba el excesivo consumo de alcohol ya acumulado en el organismo, finalmente aceptó acompañarle hasta su casa.
Tardaron casi tres cuartos de hora. Vlatko se equivocó en una bifurcación, para luego atinar con la entrada a su discreto hogar. Su nuevo amigo entró sin demora, esperanzado en que aquel fuese un anfitrión de lo más generoso, brindándole la oportunidad de poder beber algo más antes de tenderse en cualquier tipo de lecho que se le ofreciera.
– ¡Venga por aquí, muchacho! Antes de tomar otro trago, quiero enseñarle mi colección de peluches – insistió Vlatko.
Se dirigieron hacia la puerta del sótano. Estaba cerrada bajo llave. El dueño de la casa insertó en el ojo de la cerradura la llave, cediéndole el paso.
– Mire, amigo mío. Son unos muñecos y unas muñecas de primer nivel. Puede quedarse con el que más le guste de todo el conjunto.
El acompañante encogió la cabeza entre los hombros y dio un par de pasos al frente. Percibió el chasquido del interruptor de una linterna al ser encendida. El haz de luz amarillenta procedente desde el umbral de la entrada expandida por Vlatko le iluminó parte de la estancia.
Al principio no quiso creer lo que se le ofrecía a los ojos. Tenía que ser el efecto ya devastador de la bebida ingerida en las dos últimas horas.
¡Chicas, Chicos! ¡Tenéis una visita! ¡Demostrad lo simpáticos que podéis llegar a ser cuando queréis! ¡Moveros un poco! – dijo en voz alta Vlatko, agitando la linterna, poniendo al descubierto cada uno de los peluches guardados en aquella estancia húmeda e insalubre.
El visitante vio los ojos espantados de los chiquillos. Cada uno estaba disfrazado, o bien de pollo, o de gata, o de cerdito, o de conejo, o de rata o de osito. Los rostros de los infelices estaban teñidos de sangre reseca, con los labios cosidos con hilo de cocina para que no pudieran emitir ni media palabra de súplica.
– Los niños. Usted es el secuestrador de los niños – dijo el visitante, volviéndose cara a Vlatko.
Este enarcó las cejas, extrañado por la afirmación de aquel hombre.
– En absoluto. Estos son mis muñecos de peluche.
Los gemidos, lloriqueos y suspiros de aquellas criaturas le llegaron al alma, haciendo que se compadeciese por su desdicha.
– ¡Miserable! ¡Están aterrorizados! ¡Vestidos así, y maltratados! – le reprochó.
Vlatko forcejeó contra el extraño. Rodaron ambos por el suelo. En un momento dado alzó la linterna, impactándola contra la frente del hombre. Repitió el gesto las veces necesarias hasta dejarlo inconsciente. Aprovechó la ocasión para ahogarlo con sus manos ceñidas en torno a su estrecha garganta, hasta robarle el último de los alientos.
Azorado y extenuado por el esfuerzo, se acomodó sentado sobre el frío suelo.
Al fondo de la habitación estaban apiñadas sus creaciones.
Exhaló un suspiro, forzando una media sonrisa.
– ¡Este bellaco no os ha valorado en vuestra justa medida! ¡Luego nos desharemos de él! Ahora necesitamos descansar.
Vlatko apagó la luz de la linterna, sumiéndose en un reparador sueño.
Su fallo fue no acordarse de la puerta abierta. En silencio, los desventurados niños fueron abandonando aquel terrible lugar.
Unas horas más tarde, cuando Vlatko fue despertado por los puntapiés de dos policías, abrió los ojos de forma desmesurada, buscando sus añorados peluches.
¡Mis criaturas de trapo! – bramó, conforme era esposado y trasladado al furgón policial.
Fue vituperado por el vecindario al ser conocedor de las tropelías cometidas en aquella casa inmunda.
– Ha matado a un hombre – afirmó una mujer en la panadería cercana.
– Eso no es lo peor – matizó un hombre bien vestido. – Es el responsable de la desaparición de los niños.
– ¡Qué espanto! ¡Pobrecillos! – se lamentó la panadera.
– Afortunadamente están todos vivos. Aunque hubiera sido preferible lo contrario. El muy demente los quiso convertir en muñecos de peluche. Les cosió la boca a todos ellos y los disfrazó de animales, con el agravante de haberles prendido la ropa con pegamento directamente sobre la piel, de tal manera que pudieran permanecer vestidos siempre de esa forma – informó el mismo caballero.
¡Mis peluches! ¿Dónde están? ¡Los necesito para divertirme!
” ¡Para azuzarles con el látigo! ¡Para partirme de risa con sus tropiezos y caídas! – gritaba Vlatko día y noche en la celda de su prisión.
Con los nudillos en sangre viva, fue dibujando las fisonomías de aquellos muñecos sobre las paredes de su encierro. Al lado de cada silueta mal perfilada, los nombres de sus víctimas:
Lucas Gordito, el Cerdito.
Paula, la linda Ratita.
Pedrito, el Pollito.
David, el Osito.
María, la Gata Negra.
Bernardo, el Conejo.


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El sueño de Dandy.

Recuperación de un relato que en su momento pasó desapercibido por los comienzos titubeantes de Escritos de Pesadilla. En esta ocasión, retocado y aderezado con una ilustración gráfica.

– No te comas las uñas. Vas a morir de todas formas – siseó la voz cavernosa cerca de la puerta del armario ropero.
Dandy estaba temblando de pies a cabeza. Quería sollozar entre hipidos de tristeza y desesperación. Era un niño de sólo siete años, y aquel extraño que había llamado al timbre de casa acababa de asesinar a su padre y a su madre con un bate de béisbol con la punta rematada por clavos de dos centímetros. Su locura fue irrefrenable, convirtiendo el vestíbulo y parte del salón en una especie de matadero, salpicando las paredes y el mobiliario con la sangre de sus queridos padres.
– Sal, cachorrito. El jodido de Satanás te reclama. Eres su piñata. Y como tal, se te ha de sacudir de lo lindo hasta que revientes…– continuaba la voz, justo ya al otro lado de la puerta.
Dandy notó la humedad deslizándose por los muslos. Se había hecho pis por el miedo que le embargaba.
De repente la puerta quedó abierta del todo.
Una figura oscura escrutó su presencia encogida entre la ropa colgada de la barra del armario ropero. El bate aferrado entre los dedos de ambos manos.
– Te llegó la hora, pequeñajo. Ven con la Muerte – le saludó aquella bestia inhumana.
Cuando Dandy miró fijamente a los ojos del psicópata, perdió el conocimiento.
Todo se volvió negro.
Oscuro.
Sus cinco sentidos fueron anulados.
Dejó de sentir todo.
Le llegó la Nada.


– ¡Despierta! Dandy. El reverendo Morrow viene para tu última confesión – le despertó de su sueño profundo el guarda de prisiones Al Cupino.
Dandy se incorporó lentamente de su catre hasta sentarse.
La puerta de su celda quedó abierta un instante de manera automática, controlada desde el ordenador central de la prisión.
Un sacerdote de avanzada edad entró en su compartimento individual.
Dandy lo miró con infinita devoción.
– Hijo mío. ¿Hay algo de lo que te tengas que arrepentir antes de afrontar tu destino? – fue una de las preguntas del cura.
Dandy miraba las palmas callosas de sus dos manos.
Aquellas que nueve años atrás portaron un bate de béisbol.
– Aún diciéndoselo, padre, no eludiré la muerte – dijo resignado.
– Me temo que no, hijo mío.
Dandy confesó sus pecados. Desde los más veniales, hasta el más grave.
Este último hacía referencia a la fatídica noche en que se le cruzaron los cables, acabando con la vida de sus propios padres.
– Que Dios Todopoderoso te perdone todas tus faltas, hijo mío – culminó el reverendo en un susurro.
Dandy tenía los ojos llorosos.
Le temblaba el labio superior.
En el sueño era simplemente un niño.
Daría cualquier cosa por entrar en aquella ensoñación y decirle a la silueta que portaba el arma mortal que dejara en paz a sus padres, que no les hiciera daño.
Que no deseaba luego ser una persona mayor encerrada en el corredor de los condenados a la pena capital.
Sus lágrimas desbordaron las comisuras de los ojos.
Se dejó consolar apoyándose sobre el hombro del religioso.
Dandy, Dandy.
Era un diminutivo infantil.
De por sí, él ya tenía cuarenta años.
Aquél sueño repetitivo solo sería modificado cuando le fuera aplicada la inyección letal.
Entonces volvería la profunda sensación de oscuridad.
Donde la simpleza de su duermevela se tornaría imperecedera…

“Dandy,
Dandy,
once cuervos negros vienen a tranquilizarte,
dos de ellos se te llevarán los ojos,
otros dos las orejas,
uno la naricilla,
y el resto las entrañas…”
era su canción de cuna.

Canturrearla fue su último deseo antes de dormitar para siempre.


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