Especial Navidad: "El usurpador de mentes".

En estas navidades reedito la publicación de mi relato más exitoso a nivel de webs de relatos de terror, además de haber sido emitido en su momento por una emisora de radio cántabra. Digamos que es lo que más se salva de la mugre que escribo.
Por cierto felices fiestas y que se pasen cuanto antes, además de la estupideces esas de una buena entrada de mierda de año 2015.





– Fuiste tú. Eres el asesino. El responsable de su muerte – me susurró una voz en el interior de mi cabeza.

Estaba paralizado. Quieto. De pie en la antesala de la entrada a aquel callejón angosto y estrecho sin salida final. Delante de mí estaba aquella persona. Vestía un amplio gabán marrón oscuro de aspecto pulcro y limpio. Parecía casi de estreno. La prenda le cubría hasta las pantorrillas de los pantalones. Sobre su cabeza, una especie de sombrero de ala ancha. Estaba lloviendo. Jarreando con fuerza. No me fijaba en los rasgos de su rostro. No podía fijarme en nada. Estaba inmóvil en cuerpo y espíritu. En palabra y pensamiento.
Aquella entidad me habló de nuevo.
– Sujeta esto. Lo necesitas para justificar tu participación en los hechos. Has matado a una muchacha. Le has abierto la garganta para verter su sangre. Una sangre que yo necesito. Y que me llevo. Ya no me verás más. Eso espero por tu bien. Ellos te juzgarán. Te culparán de mi hazaña. No te entenderán. Aborrecerán tu actitud. Te pudrirás en la cárcel por mí. Eso en el mejor de los casos. Eres mi escudo. Otro tanto de cientos que tengo por el mundo. Gracias a la cantidad, mi existencia sigue vigente.
La figura se apartó de mi campo de visión.
Desapareció de mi vista.
La lluvia me cegaba.
Al poco pude recuperar los sentidos de nuevo y aprecié lo que me había dejado entre los dedos de la mano. Un feroz estilete de acero. De aspecto ancestral. Perteneciente a una cultura de siglos atrás.
El filo estaba sucio de sangre fresca. Al igual que parte del mango. Las gotas de la lluvia diluían su contenido sobre la manga de mi chaqueta. Desesperado, lo dejé caer sobre el suelo encharcado. Alcé el rostro protegiéndolo con la palma de la otra mano para así entrever el final del callejón. Unas piernas desnudas surgían desde detrás de un contenedor de basura. Los pies relucían del brillo de la sangre recogida en un amplio charco. Se suponía que aquella persona estaba muerta.
Asesinada vilmente.
Su futuro quedó truncado por mi instinto homicida.
Yo era un criminal sin remordimientos.
Una brutal bestia que ansiaba la muerte ajena.
Todo esto lo comprendí en escasos segundos.
Mi mente me había jugado una mala pasada.
Dándome cuenta que corría un grave riesgo permaneciendo cerca de mi víctima, eché a correr.
Me di a la fuga sin un rumbo fijo. Simplemente corría todo cuanto mis piernas me permitían.
– ¡Dios Santo! El asesino del estilete ha matado a una chica – escuché detrás de mi conforme me alejaba de aquel callejón.
Quise ganar metros, pero fue inútil.
La gente se arremolinó en mis cercanías. Se me relacionó con los hechos por la manga de mi chaqueta impregnada en sangre. Se inició una persecución por las calles adyacentes. La calzada estaba compuesta de adoquines. El suelo estaba deslizante por la humedad. Me resbalé y caí de bruces. Cuando quise incorporarme, ya era demasiado tarde. Fui agarrado y zarandeado.
– ¡Criminal! ¡Pagarás todos tus abusos con tu propia vida!
Recibí golpes y escupitajos. Alguien facilitó una soga y fui atado con los brazos sobre los costados. Luego otra soga con su final en forma de lazo con un nudo corredizo fue lanzada por su extremo alrededor del soporte de la luz de una farola de hierro. Quise evitar que me pasaran el lazo por el cuello, pero fue imposible.
Yo era responsable de mis delitos.
Por ello se pusieron a tirar de la cuerda.
Mis pies perdieron contacto con el suelo.
El nudo se apretó contra mi nuez.
Me resistí como pude, pataleando en el vacío.
La turba reía y me vilipendiaba.
Estaba claro que deseaban mi muerte.
Tanto como yo deseaba la de los demás.


Los segundos finales pasaron con una lentitud exasperante.
En el fondo de mi ser estaba plenamente convencido de ser una alimaña sin escrúpulos.
Un asesino de mujeres jóvenes.
Hasta que, estando ya a punto de morir ahorcado, contemplé entre el grupo de justicieros a la figura conocida del gabán. Mi mente dejó de estar nublada.
“¡Soy del todo inocente!”, quise proclamar sin demora, pero la cuerda estaba ya demasiada ceñida y de mis labios amoratados no surgió ni siquiera la primera sílaba de la frase.
Lo tenía claro en ese instante.
Yo era en verdad un ciudadano normal y honesto.
Sin embargo iba a morir ahorcado como un vulgar perro callejero, observando como últimos detalles de mi ingrata realidad al verdadero rostro de mis pesares.
– ¡Así se trata a los cerdos! – gritó una voz estridente sobre las del resto del grupo.
Era la entonación del auténtico asesino.
Este me sonrió con ironía.
Sería lo último que me quedaba por ver en vida.
El sucio regodeo del causante de dos muertes esa misma tarde.
La de la muchacha y la mía propia.

Cosas de críos

Cronología de los hechos:

Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.

Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.

Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.

Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


“Come little children” (with lyrics)

ESPECIAL HALLOWEEN : "La Cosa del armario"

– ¡Déjalo sólo! Ya no podemos vivir con él.
– Es nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, por Dios.
– Ya no. Esa cosa ya no forma parte de nuestra sangre.
– Le echaré de menos, Edmond.
– Estás casi tan enferma que él. Pero debemos marcharnos para siempre. Alejarnos de su lado. Cuando todo se descubra… Será su fin. Dios lo quiera. Por eso debemos irnos muy lejos. Nos va en ello nuestra propia libertad y la vida. Porque sus hechos traerán consecuencias. Y se nos marcará por ello. Somos sus padres. Lo hemos estado encubriendo. La sociedad nos odiará en la misma medida. No nos queda otra alternativa.

Todo comenzó una madrugada. Estaba espabilado. No sabía el motivo de su falta de sueño. Miraba fijamente los contornos de los objetos y de los muebles que quedaban ligeramente remarcados por la débil luz de la calle que se filtraba entre los intersticios de las láminas de la persiana veneciana de la única ventana de su dormitorio. Estaba nervioso. Se mordisqueaba las uñas sin parar. Al fondo, frente a los pies de la cama estaba el armario empotrado. La puerta corrediza estaba ligeramente entreabierta, dejando un resquicio de diez centímetros.
Entornó los párpados, apreciando cómo el hueco tendía poco a poco a extenderse, hasta que fueron surgiendo las prendas colgadas de las perchas.
Se subió la manta hasta el mentón, casi predispuesto a dejarse ocultar del todo por ella.
Frotó uno de los pies contra el tobillo del otro.
Entonces, repentinamente, la puerta del armario se cerró, haciéndole de resguardarse bajo la manta, deseando que amaneciese cuanto antes.

A la mañana siguiente se lo contó a sus padres. En el mismo desayuno.
– Hay algo en el armario ropero.
– No digas tonterías.
– Yo… Vi su aliento, como si hiciera frío ahí dentro.
– Es tu propia imaginación. ¡No te da vergüenza! ¡A estas edades!
– No pude pegar ojo.
– Déjalo, quieres. Tu madre y yo no estamos para escuchar estupideces a estas alturas de la vida.

Se sucedieron las noches, y la puerta del armario era abierta y cerrada de manera continua por el ente que en su interior se guarecía por motivos insondables.
Poco a poco fue venciendo sus temores iniciales. Se atrevió a salir de la cama, para acercarse al hueco. A través de él emergía la respiración del ser. Este, al apreciar la cercanía, no tardó en manifestarse.
– Douglas…
– ¿Qué eres? ¿Qué quieres?
– Soy tu amigo. No me temas.
– Si dices ser mi amigo, tendrías que darme menos miedo.
– Yo soy así. No pidas lo imposible, Douglas.
– Tienes muy mal aliento. ¿Por qué te ocultas entre la ropa del armario?
– Es preferible que no me veas. Mi voz es lo que menos temor inspira a los demás.
– Entonces quédate ahí escondido.
– Eso hago, Douglas. Pero necesito tu ayuda.
– ¿Qué me pides? No creo que pueda servirte de mucho.
– Estoy desfallecido. Sin fuerzas. Llevo un tiempo sin alimentarme.
– ¿Quieres que te traiga comida?
– Así es.
– Es muy tarde. Mi madre está durmiendo. No puedo despertarla para que te cocine algo.
– Me sirve cualquier tipo de sobras. Tú busca, que seguro que encontrarás algo para saciar mi apetito inmenso…
Bajó a la cocina y abrió la puerta del frigorífico. Había un plato recubierto con papel de aluminio. Regresó a su dormitorio, frente al hueco practicado en la puerta del armario ropero.
– No hay gran cosa. Simples albóndigas. Están frías. Si quieres, te las caliento un poco.
– No hace falte que lo hagas, Douglas.
El ente del armario alargó una zarpa monstruosa perlada de granos purulentos y recorrida por venas abultadas, recogió el plato y se dispuso al instante a ingerir las albóndigas.
Fue la primera cena que le facilitó. Luego seguirían muchas más.

Transcurrieron varias noches, de las cuales, casi siempre se hallaba en vela, tratando de cumplir con los deseos del ser que habitaba en su armario de la ropa.
En una de ellas, aquella cosa le dijo:
– Douglas. Ya estoy recuperando la energía perdida.
– Me alegro.
– A partir de ahora, necesito que me traigas cosas más sustanciales. Más nutritivas para mi organismo.
– No te entiendo.
– Necesito comida fresca. Y sin hacer. Carne cruda.
– No tenemos eso en el frigorífico. Tal vez cuando vayamos a la carnicería, pueda convencer a mis padres para que compren algún filete de buen tamaño.
– No, Douglas. Yo preciso ya algo más que un simple filete. La ternera entera es lo que quiero.

Al día siguiente, encontró un perro callejero. Lo estuvo siguiendo prudentemente, hasta tenerlo acorralado en un callejón sin salida. Utilizó la carabina de aire comprimido para lastimarlo. En cuanto lo tuvo medio tendido entre dos cubos de la basura, lamiéndose las heridas, lo remató con un ladrillo en la cabeza…

Aquella madrugada, la puerta del armario estaba abierta medio metro. El animal fue devorado en menos de media hora, quedando de él las vísceras y los huesos. Los ojos oblicuos ocultos entre las penumbras estaban irritados por la clase de cena que le había traído. Alargó la garra, cogiéndole firmemente por el cuello.
Notó la fetidez de su aliento.
– Esto no lo repitas. Es pura carroña. Lo que yo necesito es carne de primera categoría. Si para la siguiente noche no me consigues algo mucho más selecto, puede que te considere a ti como mi cena.
La voz gangosa era amenazante de veras. No bromeaba.
– Ahora llévate estos restos. No los quiero en mi estancia.
Diciendo esto, le arrojó las entrañas y los demás restos del animal.

Tenía mucha prisa, por eso le molestó que su padre le llamara la atención cuando iba a salir a la calle.
– ¡Eh! ¿A qué viene tanta prisa? ¿Y a dónde crees que vas? Puede que tengas deberes que hacer en la casa. Tu madre está fatigada por el turno de noche de esta semana y…
– Imposible. Voy a casa de los Tennant. Esta tarde estoy de canguro de su hijo Ricky.
– Vale. Si eso implica que vas a traer algo de dinero para la maltrecha economía familiar, te felicito.
– Casi lo hago gratis. Es algo que me urge.
– No te entiendo.
– Da igual que lo entiendas o no. El caso es que tengo que estar ahí ahora mismo.
– ¿Qué pinta esa bolsa de deportes que llevas?
– Dentro tengo bastantes juguetes míos para entretener al crío.

Los vocablos del ente brotaban de sus labios entremezclados con los fluidos y los mordiscos que infería a una de las extremidades del pequeño niño que él le había traído esa noche.
– Exquisito. Además está tan tierno. Rico. Ricoooo…
– Deseo que sea la suficiente carne como para que te repongas del todo y te marches de una vez de mi vida.
La criatura dejó de comer por un breve momento. Las ascuas infernales le consumieron con su penetrante mirada. Emitió una carcajada demencial.
– Ya te haré saber cuando esté completamente recuperado, en plena plenitud física. Hasta entonces, tendrás que contentarme todas las noches que sigan a la actual con carne tan sublime.
“Porque, acuérdate, puedo acabar contigo en un santiamén. Merendarte en tres bocados…

En las siguientes noches, desaparecieron más niños. El pánico se adueñó de los habitantes de la zona. Se establecieron patrullas diarias y de noche para intentar dar con el secuestrador. Se impedía que los más pequeños jugaran en las calles. Solo podían hacerlo en el colegio y en sus casas, siempre acompañados por personas mayores de confianza, aparte de los padres y los propios familiares.
Así que tuvo que cambiar de planes.
Decidió seleccionar a gente adulta. La carne sería más dura, pero igual de nutritiva.

Una madrugada, su padre fue desvelado a gritos por su propia esposa. Lo zarandeó en la cama, con fuerza, instándole a que la acompañara al dormitorio de su hijo. Estaba histérica. Fuera de sí.
– ¡Demonios de mujer! ¿A qué viene esta pérdida de papeles?
– ¡Nuestro hijo! ¡NUESTRO HIJO, DIOS MÍO!
– ¿Qué le pasa al muy infeliz?
Ella no pudo contestarle, pues se desmayó en sus brazos. La tuvo que acomodar sobre el lecho. Alterado, fue en pos de su hijo. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta cerrada. Quiso abrirla, pero estaba asegurada por dentro. Sus pies descalzos notaron la viscosidad de un líquido rojizo que se esparcía por el suelo del pasillo, partiendo de la entrada por la cocina, hasta derivar hacia el quicio del cuarto de su hijo.
Escuchaba unos sonidos muy extraños al otro lado. Con el añadido de una voz que parecía pertenecer a otra persona.
– ¿Qué significa todo esto? Hijo. Abre la condenada puerta. No sé lo que has hecho, pero no es nada bueno.
Ante la negativa, se apartó un poco y cogiendo impulso, arremetió contra la puerta con el hombro derecho. Esta cedió con cierta facilidad, y ante su terrible incomprensión, vio a su hijo sentado al lado del armario. Estaba desnudo, bañado en sangre, rodeado de los restos de una persona mayor troceada. Soportaba entre las manos una porción de pierna que comprendía el pie hasta la parte anterior a la rodilla, y con afán de caníbal, abría y cerraba las mandíbulas, arrancando porciones de la pantorrilla, masticando con deleite.
En cuanto vio irrumpir a su padre, se detuvo un segundo, observándole con los ojos desorbitados, propios de una persona trastornada. No le dijo nada. Al poco continuó devorando el cadáver fresco.
Su padre vomitó al ver la cabeza del hombre plantado encima de la cama de su hijo.
Inmediatamente abandonó la estancia, yendo a por su mujer.
Hizo lo posible por hacerla recuperar la conciencia. La llevó a la ducha, y con agua fría consiguió que volviese en sí. Ella se le quedó mirando acongojada. Rompió a llorar sobre su hombro.
– Nuestro hijo. Ha perdido la cabeza.
– El muy miserable. Tenemos que marcharnos, Mónica. He visto las calaveras asomando desde el interior del armario de la ropa. Eran pequeñas.
– ¡Los niños desaparecidos de la comarca!
– Vamos. Sécate y vístete. Cojamos lo más imprescindible. Tenemos que escapar de su locura.
– ¿Cómo ha podido ser? Con lo que le queremos.
Su esposo se enfureció con ella. La abofeteó con fuerza en la mejilla derecha para hacerle volver a la realidad.
– Somos responsables en parte de esta horrible tragedia, Mónica. Durante 38 años. Nuestro hijo ha estado toda su vida matando animales. Destripándolos. Lo sabes muy bien. La de veces que hemos tenido que enterrar los restos en el jardín, y de limpiar a fondo las dependencias de la casa. Pero ahora ha cruzado el umbral. Ahora es un psicópata. Un criminal. Ha asesinado a niños. Y a una persona mayor. Cuando todo esto se descubra, nuestra estirpe será maldita.
“Por eso sólo nos queda huir.
“Olvidar que hemos tenido alguna vez un hijo…

Tus ojos en mi mano

La senda es larga y muy cansina. 
Persigo la vida verdadera de los demás.
Busco su felicidad para tornarla en tristeza.
Posteriormente, este estado de melancolía quedaría transformada en la más pura desesperación.
Guío mis pasos entre la bruma de mis pensamientos funestos.
Cuerdas, cadenas y dolor.
Mordazas, cinta aislante.
Herramientas punzantes y cortantes.
Gritos.
Súplicas agonizantes.
Corto, cerceno.
Extraigo. 
Restos enterrados en un camposanto anónimo.
Carne fresca convertida en corrupta.
Huesos con los huesos propios del lugar.
Observo la luna.
El halo de su fulgor enfermizo.
De vuelta, selecciono los órganos visuales 
(sensitivos y sensibles)
de aquel ser apartados sobre la mesa de operaciones.
Cierro los párpados, pongo la mente en blanco, concentrado en los recuerdos ajenos a mi mente.
Al poco, empiezo a visualizar las primeras imágenes.
El rostro de una mujer joven y bella se me ofrece como una dádiva de lo más excepcional.
Con el discurrir en la investigación de unos pocos minutos, consigo averiguar el emplazamiento de su morada.
Son las dos de la madrugada.
Sólo tardo hora y media en desplazarme hasta su casa.
Se que vive sola.
Hago sonar el timbre de la puerta.
Pasa minuto y medio. 
Insisto.
Las luces se encienden en la pequeña casa de planta baja.
Alguien se sitúa al otro lado de la puerta. 
Pregunta qué quiero.
Le digo que he llegado hasta ahí por intermediación de su novio.
La puerta se abre hasta ofrecer parte del rostro aún medio adormecido de la joven. Una cadena impide mi acceso al interior.
Da igual. El resquicio es lo suficientemente amplio como para rociarle la cara con el spray somnífero.
Mientras pierde la conciencia, introduzco la mano y retiro desde dentro la cadena, consiguiendo acceso libre al interior de la casa.
Sonrío.
Separo los párpados, vislumbrando el cuerpo caído de la muchacha con mi propia vista.
Río con ganas.
Entre los dedos de mi mano derecha porto los ojos de su novio.
Los estrujo con fruición, consiguiendo rezumar su contenido por la manga de mi camisa.
Una vez que me habían orientado hasta donde vivía su prometida, ya no me servían para nada más.
Miro a la chica. 
Sus ojos eran grandes y bellos.
Estaba seguro que una vez extraídos de sus cuencas, me mostrarían imágenes de lo más interesantes…

La caja del Alma.

Era una atracción de lo más singular. Situada encima de un mostrador rectangular, había una especie de caja de madera artesanal sin barnizar. Estaba supuestamente hueca por dentro y tenía una tapa en la parte frontal ofrecida al público con forma circular y un tirador.

El dueño de la barraca anunciaba a viva voz lo divertido del número de la “Caja Del Alma”.
Consistía en que el cliente, tras el pago de la entrada, se situase frente a la caja, se agachase de tal manera que su cabeza pudiese ser introducida al completo dentro de la caja por el orificio circular hasta el tope de su propio cuello.
Una vez en esa postura ligeramente incómoda, disponía de dos o tres minutos donde se le iban a reflejar imágenes del alma. El feriante les hacía ver que lo que se obtenía con la caja era un resultado que se acercaba bastante al mito de la muerte, cuando la persona tiene la sensación de caminar hacia una lejana luz ubicada al final de un túnel oscuro, y mientras lo recorre, se le reproducen en imágenes todos los aspectos de la vida discurrida hasta entonces, como si fuera una película.
Con esta premisa, el feriante conseguía un cierto flujo de clientes interesados por revivir de algún modo escenas del pasado.
Tan sólo estaba permitido acceder a la caja personas adultas. No era un espectáculo para los jóvenes impresionables y los niños.
Por el hueco de la caja entraban decenas de cabezas de varones y mujeres. Las reacciones que experimentaban al retirarlas minutos después eran muy variadas. Había personas con el rostro risueño. Otras sin embargo, estaban afectadas por el dolor de haber recordado fases tristes del pasado. Las más, emocionadas por cuanto les había sido ofrecido en el interior del enigmático objeto.
Pasaron dos días de exponer la “Caja del Alma” en la feria del pueblo.
Todo iba transcurriendo con normalidad, hasta la tarde en que acudió un caballero ataviado con un traje gris y con gorra de golf. A pesar de su vestuario, su rostro vulgar y sus enormes manos curtidas daban a entender que era un obrero. Su edad era intermedia. Difícil de precisar si tendría cuarenta o cincuenta. La tez esta adherida al hueso del cráneo, por la extrema delgadez del rostro. En cuanto llegó, lo primero que hizo fue adelantarse al resto en la cola de espera. Hubo quejas, y por medio de la sensatez esgrimida por el feriante, se le convenció para que esperara su vez.
Eso sucedería media hora más tarde.
El dueño de la atracción le animó a subirse al escenario.
El hombre trajeado lo hizo con cierto ímpetu. Su vista no se apartaba de la tapa de la “Caja del Alma”.
– Amigo mío, en cuanto suelte unos chelines, podrá visitar fragmentos de su pasado en la intimidad de la caja. Podrá llorar, reír, emocionarse con lo que vea. Pero antes, el dinerito, por favor.
Aquel hombre bufó. Giró su rostro y contempló al feriante con evidente disgusto. Rebuscó en los bolsillos la cantidad que le reclamaba. Cuando reunió las monedas suficientes, se las tendió con prisa, volviendo a observar la caja con apremio.
– Ja, ja. Caballero. Todo correcto. Ya puede usted disfrutar del espectáculo que este portentoso y extraordinario objeto ofrece a todos quienes escudriñan en su interior.
El cliente huraño abrió la tapa y se acomodó la cabeza dentro de la caja, con las manos apoyadas sobre el borde del mostrador.
El público contemplaba el comportamiento del hombre con cierta diversión.
Durante un minuto, el hombre estuvo quieto, inmóvil, sin ni siquiera oírsele ninguna exclamación al maravillarse de todo cuanto la caja le estuviese ofreciendo.
Hasta que un grito profundo y estremecedor surgió de su garganta. Sus manos se convirtieron en sendos puños, golpeando con furia el tablero del mostrador. Hizo el ademán de incorporarse con la caja encajada sobre sus hombros.
El feriante se mostró muy preocupado y se acercó con la intención de calmarle.
El hombre de la caja notó la cercanía del feriante, y se llevó la mano izquierda bajo la chaqueta, haciéndose con un cuchillo de buen tamaño.
La gente exclamó, petrificada por la actitud del hombre del traje gris.
– ¡No más muertes! ¡No quiero matar más! ¡No quiero hacerlo de nuevo! – vociferó el hombre, sosteniendo el cuchillo.
El feriante se apartó a tiempo, temiendo por su propia vida.
Las intenciones del hombre trajeado no eran las de acabar con otra vida.
Acercó el filo del cuchillo a su garganta y profundizó hasta establecer un corte mortal que propiciaría su propia muerte.
Con las escasas fuerzas que le quedaban conforme se desangraba, extrajo la cabeza del interior de la “Caja del Alma”, cayendo de espaldas sobre las tablas de madera del escenario.
El feriante se apresuró a situarse a su lado, contemplando sus estertores de muerte.
El hombre moribundo, consiguió enfocar su visión en la figura de quien intentaba atenderle.
Sus labios descoloridos se separaron lo suficiente para susurrarle al oído:
Los rostros… que he visto… me odian… es lógico… porque fui yo quien les quitó la vida… Durante cinco años… en varios pueblos diferentes… habrán sido unos quince… mujeres, niños, ancianos…  Todos seres desprotegidos… Con los que disfrutaba… causándoles mucho dolor… antes de llevarles a la muerte…
– ¡Dios Santo! Eres entonces el “Monstruo de Essex”.
Aquella bestia sanguinaria expiró sobre el escenario de la atracción de “La Caja del Alma”.
El feriante se irguió, indignado, y alertó a los presentes de la identidad del cadáver.
– ¡Este bastardo es el Asesino de Essex! ¡Acaba de confesarlo antes de morir! ¡La Caja ha conseguido que sintiera remordimientos por sus horrendos crímenes! ¡Razón por la que se ha quitado la vida!
– ¡Bastardo!
– ¡Hijo de perra!
– ¡Malnacido!
– ¡Hay que hacer su cuerpo pedazos!
La muchedumbre asaltó la barraca, y entre todos, se llevaron el cuerpo del asesino con la intención de colgarlo de la rama de un árbol cercano y de prenderle fuego, para que su alma infame no se escapara en su merecido recorrido hasta el infierno.

El feriante estaba exultante de alegría. Aquello iba a proporcionarle fama y mucha publicidad a su espectáculo. Y todo ello conllevaría una suma de ingresos de lo más respetable. Quién lo iba a decir que con la fabricación artesanal de una simple caja, con unos efectos de luces y espejos en su interior, se pudiera desenmascarar a un asesino tan temido y renombrado.


Feliz Navidad, nena. (Merry Christmas, baby).

Dulce Navidad, nena.
No te agradezco la felicitación. Es una noche desagradable. Fría y húmeda. ¿Dónde está la nieve? ¡Sólo lluvia! ¡Eso condiciona el paisaje! ¡No es nada romántico, sabes! Mires donde mires por la ventana, todo está mojado.
Y brillante…
No digas eso. Suena lascivo.
– Voy a encender el árbol.
– Mejor chasquea el mechero y le das fuego. Así entraríamos en calor.
– Eres muy negativa, nena.
¡No hay calefacción! ¡Hace un frío tremendo! 
– Bueno. Dos bajo cero.
¡Lo dicho! ¡Claro, como dejaste de pagar las facturas, cortaron la corriente! ¿Nunca pensaste en que a finales de año, llegaría el jodido invierno?
Ese vocabulario… Ya sabes que detesto los vocablos malsonantes.
¡No haber dejado de trabajar! ¡Así pagarías el agua, la luz y el gas!
– Ya sabes porqué lo dejé. No podía concentrarme lejos de ti.
– No me digas. Pues ya son unos cuantos meses que estoy a tu lado. ¡Demonios!
Nena, controla tu mal genio.
– Si, claro. Porque si no lo hago, me arrancarás el otro pie, ¿verdad? ¡Diantres! ¡Nunca me aflojas las cadenas! ¡Y siempre me tienes en la silla de ruedas, o tumbada encima de la cama!
– Eres muy exigente, nena.
¡Ya, ya! ¡Y tú un retorcido demente! ¡Si lo llego a saber, nunca se me hubiera ocurrido visitarte a principios de año para venderte una puñetera batería de cocina!
– Es que estabas arrebatadora con ese traje negro con falda. Ahora si te comportas, te traeré un poco de sopa.
¡Sopa fría, no te fastidia! ¡Y de postre, pan duro con algo de mantequilla! ¡Menudas navidades! ¡Ojalá nunca te hubiera conocido! ¡Al menos estaría entera! ¡Porque sin un pie menos ya me dirás lo encantadora que estoy ahora!
– No tienes que lamentar tu estado físico, nena. Ya sabes que eres lo máximo para mí. Además, jamás nos separaremos.
¡Hasta que te aburras de mí, me hagas daño, me mates y te busques a otra, maldito cafre mentiroso!
– Nena, porque estamos en estas fechas. Si no te arrancaba ahora mismo un par de dedos como merecido castigo por tu boca sucia.
¡Que te den!
– En fin. Te prepararé un tranquilizante. Cuando estés relajada, te acercaré al árbol, y juntos cantaremos alegres y emotivos villancicos.