La Fisura (Capítulo Quinto).

V

            Sonia Mills, la recepcionista interina que atendía la oficina de la “Acqua Service Company”, recibió la llamada telefónica de un cliente desesperado, de voz desfallecida y susurrante como si lo hiciera desde la otra punta del país, pero no efectuaba la llamada desde la costa Este limitando con el paso fronterizo con Canadá, si no desde la urbanización de “Resting Place”, en lo más sureño de Idaho, paraje de lo más envidiado, modernista y aburguesado, emplazado en pleno cráter central del condado de Tucksville, con las erosionadas montañas Reddish circunvalándolo cual anillo saturnino.
            – Oficina central de “Acqua Service Company”. ¿En qué puedo servirle? – inició el protocolo telefónico la señorita Mills.
            – “Acqua Service”. ¿Está usted segura que lo es? ¡NO DEBO DE EQUIVOCARME!
            – Lo es, señor. Si es tan amable de decirme qué desea.
            – La piscina. La infernal piscina…
            – ¿Qué le ocurre a su piscina, señor? – la indiferencia de la recepcionista era notoria.
            – Hay algo allí, en el fondo, que no debería de estar. Muerde como si fuera una cría de cocodrilo o un similar – la voz varonil transmitía el estado febril, enfermizo y casi fuera de control del interlocutor.
            – Señor, si no desea hacer uso de nuestros servicios, le ruego que cuelgue y deje la línea libre.
            El deseo de la recepcionista obró de forma milagrosa en el frenesí alucinador del sujeto anónimo que permanecía al otro lado de la conexión.
            ¡Si! este hizo un sonido sumamente desagradable, como si se estuviera sorbiendo las mucosidades con cierto deleite gastronómico. – Por supuesto que deseo solicitar los servicios de vuestros empleados.¡Y con urgencia!
            – ¿Qué desea, caballero? ¿Llenar o…?
            – ¡Vaciarla! – graznó el hombre, interrumpiéndola. – Es imperativo que quede vacía. Por completo. No quiero que quede ni una miserable gota. Más seca que un barril de cerveza en una despedida de solteros.
            – ¿Podría en tal caso facilitarme la dirección?
            – Ajá.
            El cliente le dio la dirección. Sonia la apuntó con letra gruesa e inclinada hacia la derecha en la agenda de demanda de servicios diarios. Toda la operación se desarrolló lindante con la quietud. El hombre carraspeó una vez, y la punta del bolígrafo “Bic” se apretaba contra la cuartilla de papel reciclado.
            – Lo habrá apuntado bien, ¿verdad? – se interesó el hombre con una sombra de duda en el momento que dejó de percibir el sonido rasgado del bolígrafo.
            – Sí, señor. Calle Hardy Lane, número 125. Resting Place. Condado de Tucksville. A nombre del señor Code.
            – Perfecto.
            “¿Vendrán pronto, verdad? Se lo imploro. Asegúreme que sus empleados estarán aquí para esta misma mañana.
            Sonia bufó, apartando los labios del auricular. Consultó los servicios pendientes en la agenda. No había ninguna otra piscina o estanque en espera de ser atendida antes que la de “Resting Place”.
            – Se personarán allí en una hora o en hora y media a tardar como mucho, señor.
            Lograba percibir el jadeo casi perruno del señor Code.
            – ¿Me ha oído, señor?
            – Si. Y créame, ahora me encuentro más tranquilo. Más sereno. Además, en el instante que tenga la piscina vacía, sacaré la cosa que se esconde allí abajo, y la mataré a hachazos. Lo juro por mi madre.
            – Señor…
            – Liquidaré a esa alimaña por el bien de la civilización humana. La destriparé, exponiendo sus restos al sol. Así ya no me causará más problemas.
            – Adiós, señor – decidió cortar la comunicación con el cliente la señorita Mills.
            En los últimos cinco segundos de contacto telefónico con aquel hombre atormentado, la palabra matar continuó desfilando por el micrófono del receptor.
            Matar.
            Matar.
            Matar.
            Sonia Mills se olvidó rápidamente del tema, y aunque hubiera sido conveniente haber informado del contenido de tan macabra conversación al ayudante del sheriff Gorham, lo desechó, argumentando que la posible sinrazón del señor Code se debía más a una previsible resaca de alucinógenos que al fulgor de una locura psicopática desarrollada en sí en el umbral de su ya máximo apogeo dañino cerebral…


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La Fisura (Capítulo Cuarto).

IV


             1.


             Arthur Code estaba pletórico de ánimo y autoconfianza en su ego constantemente al alza con el paso de los años. Se puso uno de sus trajes informales adquiridos en 
“Woddy´s”, un concepto chillón y doliente del buen gusto en el vestir que divertía a lo grande a las nenas de Tracy Tutti Torso, y estuvo esperando en el salón, viendo “La Invasión de Viena” expuesta en la televisión de pantalla extraplana de ochenta y dos pulgadas con efectos tridimensionales Hakka Pakka, fabricada en Finlandia y con un costo de compra en el momento de su adquisición de cinco mil dólares contantes y sonantes. Se sirvió un vaso generoso y espléndido de un ron “Muerte Sudorosa” dominicano con dos cubitos de hielo ahuecados. Pasado un cuarto de hora extra largo, entre oleadas de artillería nazi y demoliciones estructurales de las edificaciones de la capital austriaca por parte de la ofensiva aliada en su camino imparable hacia Berlín, Code estaba seriamente achispado, sonriendo bobaliconamente ante el revoloteo de una pesadísima polilla que deambulaba en círculos alrededor de la pantalla. En ese estado de desidia etílica pudo percibir instintivamente el ronroneo estridente del vehículo que usualmente solía traer a las chicas de vida alegre nocturna (un Mazda GT 2200 trucado). Se levantó del sofá de piel de llama del altiplano peruano y con el vaso de licor en una mano, recorrió la distancia hasta el vestíbulo decorado con paredes revestidas con juncos de bambú barnizados. Abrió la puerta de madera de cedro tallado artesanalmente en “Tannati´s De Luxe” por mil setecientos dólares y saludó con un rictus de zalamería malsana a la chica situada bajo el pequeño pórtico infectado de hiedra retorcida.
            Era Wendy Currizos, la de Alabama. Una pelirroja teñida de un metro setenta, cincuenta y cinco kilos bien llevados y unos treinta años. Delantera respetable y trasero firme y en su sitio. Esa noche, de la forma en que iba vestida, con un conjunto oscuro de fiesta de generoso escote y con un hombro al descubierto, además del acierto en el maquillaje que llevaba encima del precioso cutis, aparentaba diez años menos.
            – Hola, Wendy – la saludó con cierta pérdida de entusiasmo nada más verla. La invitó a pasar por debajo del umbral con la mano desocupada.
            La mujer sonrió con picardía de lo más insulsa, y le acompañó hasta el salón con paso desgarbado. Code supo que la muy infeliz estaba caminando incómoda con esos zapatos de tacón de aguja de alta alcurnia.
            – Puedes descalzarte los pinreles, querida. El suelo está desinfectado. Lo hago fregar todos los días con un friegasuelos bio alcohólico, de aroma de pino con efecto triple lejía.
            – Oh, que gentil por tu parte. Se ve que en tu anterior vida, fuiste inspector de sanidad…- le agradeció la chica con ironía.
            Se quitó los zapatos, dejándolos caer sobre la genuina alfombra de piel de oso polar sacrificado unos meses antes de haber alcanzado la edad adulta en una partida de caza celebrada por Code y unos guías nativos cercana a la población de Chukiski, en la zona norte de Alaska. Se sentó en el sofá de seis plazas y media, y se puso a masajearse los dedos de los pies a través del nylon de los pantis negros.
            – Estoy hartita de tener que calzarme estos puñeteros zapatos – masculló, algo alterada.
            – La Madame Tracy os cuida bien, según tengo entendido.
            – Por lo que hacemos, ya puede, el muy desgraciado. A costa de nuestro sudor, va a financiarse la operación de cambio de sexo, no te fastidia. Y no te creas que pienso seguir mucho más tiempo ejerciendo de prostituta de lujo, nene.
            – Vaya. ¿Y cuáles son tus pretensiones de cara al futuro, Wend?
            Code se acomodó a su lado, ofreciéndole un vaso de tequila.
            Wendy lo miró con los ojos abiertos como soles.
            – Estoy estudiando para ser actriz. Pienso que tengo la clase y el glamour suficiente como para gustarle a la cámara. (La chica se fijó en la cara deshonesta que le puso su anfitrión). ¡Nada de pornografía, carajo! Las lecciones me las están impartiendo online por internet y cada viernes por la tarde recibo clases de interpretación sobre el escenario en el teatro de Barrick Town. ¡Mira que eres un cerdo malpensado!
            – ¿Pero qué clase de actriz? ¿De cine, de televisión o de teatro?
            Code estaba ciertamente decepcionado. La tal Wendy no era muy lanzada. Había esperado la visita de “Boom-Boom”, o a Martha, “La Alemana”, pero nunca a la soporífera de Wendy, “sonrisa de maíz”. Mira que se lo había mencionado explícitamente a Madame Tracy: “No más wendies, por favor. Luce muy bien, pero para cuando llega el instante álgido en que desea afanarse en sus quehaceres, ya han discurrido dos horas del más ominoso de los tedios.”.
            En este caso, la boca de la muchacha se abría y cerraba con la celeridad incansable del movimiento de los labios del muñeco de un ventrílocuo.
            – ¡Ja! Indudablemente, la respuesta tiene que ver con el mundo del cine. La televisión te quema en cuestión de meses. Y el teatro no te inmortaliza a nivel de los medios. Bla, bla, bla…
            Arthur Code se tomó dos coñacs, un tequila y dos copazos de crema irlandesa en los tres cuartos de hora que llevaba de conversación baldía con su acompañante, escuchando sus quiméricas ilusiones con la paciencia de un cliente en la cola de la caja de un supermercado en vísperas de las navidades.
            En un momento dado de hastío, se alzó medio aturdido entre marasmos producidos por la media borrachera que llevaba encima y sin tapujos, la miró directamente al canalillo del escote de su sugerente vestido.
            – Cambiando de tema, Wendy. ¿Qué te parecería si continuamos esta charla entre chapuzón y chapuzón en esa piscina de casi seis metros de profundidad a los sones de la guitarra acústica de Wendello?
            Cada tema de Wendello quedaba enmarcado dentro de lo que se consideraba la música comercial preferida del momento. Era un solista neoyorquino, melenudo y flacucho como el hueso mondo y lirondo de una pata de pollo asado, de cortas prestaciones artísticas, que hacía el payaso integral en el escenario, enardeciendo al sector femenino que le seguía con sus provocaciones.
            – Lo haremos sin la ropa puesta encima, claro – expuso Wendy.
            – Así será, cariño. La ropa mojada siempre en el tambor de la lavadora, por Dios. Estamos a veinticinco grados.
            Diez minutos después la pareja estaba inmersa en la calidez de la piscina, nadando y jugueteando. Code la retó a disputar una carrera de quince metros braza. Para su oprobio y vergüenza varonil, consiguió llegar a duras penas al otro lado de la piscina. Wendy se partió de risa viéndole llegar con tres metros de retraso, con la cara congestionada y tosiendo como si hubiera tragado veinte litros de agua. Definitivamente tenía que reconocer que ya no estaba en edad y condición física para dedicarse a esos menesteres deportivos.
            Cerca de la piscina, sobresaliendo como el pico de un pterodáctilo, estaba ubicado el altavoz “Sony Wild Wet Dreams”, difundiendo los acordes demenciales de Wendello:

“QUÍEREME U ÓDIAME,
PERO NO DEJES DE PENSAR EN MI FIGURA INSINUANTE.
ESTOY DISPONIBLE PARA LA ETERNIDAD.
NUNCA DEJES DE LUCHAR POR MÍ,
BLANDIENDO TUS ARMAS NATURALES,
PUES SI NO LO HACES
ME IRÉ CON OTRA MUCHO MEJOR,
MEJOR, MEJOR, MEJOR…”

            – Hermosa balada para una espléndida noche, ¿verdad, mocosa mía? – le susurró Code al oído de la chica mientras sostenía sus respingones senos entre las manos.
            La mujer asintió, y juntos se sumergieron hacia el fondo de la piscina, entrelazados. Se besaron y Code se puso tenso, con el corazón palpitante. Sintió una fuerte erección en la ingle. Ella le rodeó con sus piernas alrededor del final de su rabadilla.
            “Oh, Wend. ¡Por fin, Wend!”
            Estaba dispuesto a poseerla, cuando percibió como la mujer luchó por desenredarse de él.
            “eh”
            Wendy forcejeó con rudeza, con los ojos inyectados en sangre a la vez que iba exhalando burbujas frenéticas por la boca.
            ¡blup! ¡blup! ¡blup! ¡blup, blup, bluuppp!
            El hombre sintió un arañazo sobre el pecho, continuado del impacto de la rodilla derecha de Wendy en su entrepierna, haciendo que la soltara de entre sus brazos.
            La chica ascendió verticalmente hacia la superficie, con Code siguiéndola a escaso metro y medio. Cuando buscó el borde de la piscina, la prostituta arremetió de nuevo contra su figura, propinándole en esta ocasión un puñetazo explosivo en el ojo derecho, marcándole con tres surcos profundos en el pómulo del mismo lado del rostro. Las uñas de Wendy no le sacaron el globo ocular de puro milagro.
            Él se quejó lastimosamente, aspirando bocanadas de aire en pleno ataque de ansiedad.
            – ¡Hijo de perra! ¿Qué te has creído? ¡Las rarezas las practicas con tu madre, cerdo!
            Wendy se apoyó contra el borde, abandonando la piscina de un brinco.
            – ¿Pero qué te ocurre, joder? ¿Te has vuelto loca, o qué, maldita fulana? – masculló Code, igualmente histérico y fuera de sí.
            La mujer se volvió para acertarle con un escupitajo en plena cara. El salivazo le corrió desde la frente hasta el tabique nasal.
            – ¡Cabrón! Aún me lo preguntas. Maldito sádico pervertido. No pienses que esto va a quedar así. Ya verás cuando te coja por el cuello uno de los gorilas de Madame Tracy.
            “Olvídate de requerir más nuestros servicios, porque ninguna de mis compañeras van a querer compartir contigo ni una partida de dominó. Viejo enfermizo.
            Wendy se dio la vuelta, echando a correr por el caminillo de piedras. Entró en la casa por la terraza, deslizando la puerta corrediza, cerrando la hoja del ventanal de golpe desde el interior.
            Code vio el rastro de sangre color escarlata que fue dejando la chica en su huída precipitada. También presenció sobresaltado el culo rojizo, descarnado, en carne viva.
            Nunca había visto semejante cosa. Le entraron ganas de vomitar la ingesta de alcohol macerado en su estómago contraído.
            Salió de la piscina apoyándose en la base cuadrada del trampolín, con la mano sobre el ojo ya medio hinchado. El reguero continuaba allí, asentado encima del caminillo de losas. Dio unos pasos temblorosos, eludiendo las losas ensangrentadas cuando
            blup…
            una burbuja afloró a la superficie de la piscina, eclosionando al contactar con el oxígeno del aire. Desanduvo sus pasos, situándose al lado de la mesita camarera. Desde allí pudo entrever una mancha lívida sonrosada que se iba extendiendo por el centro del agua de la piscina. Ligera y espontánea, similar a una cortinilla ligera de gelatina.
            – Caray…– musitó al comprender que se trataba de la sangre de Wendy.
            Se acercó al borde con una incipiente aprensión.
            En el centro del vaso, depositado en el fondo, cerca del nivel de los adultos, divisó los contornos deformados de los cascotes.
            – No puede ser posible.
            Se puso de rodillas. Atisbó las profundidades con su único ojo sano.
            La grieta que había taponado estaba abierta, con el cemento resquebrajado apilado en el fondo azulado. Del agujero emergían unas burbujas. Estas ascendían hasta la superficie para terminar explotando como la burbuja predecesora.
            blup… blup…
            blup… blup…
            Code estaba atónito. Parecía que ni siquiera las sacudidas de un movimiento sísmico de nivel nueve le iban a condicionar a tener que moverse ni un ápice del sitio donde permanecía rígido observando cuanto sucedía en el fondo de su piscina recreativa.
            Las burbujas fueron incrementándose en cuantía. Entonces desde el interior de la enorme fisura surgieron unos tentáculos oscuros que se agitaban nerviosos como las patas sensibles de una araña al ser molestada por otra que se atreviera a transitar por su territorio de caza. Los tentáculos enarbolaban una bandera blanca, o eso es lo que Code pensó para no desmoronarse, cuando lo que realmente era agitado en el fondo de la piscina era el tejido externo de la piel arrebatado a las nalgas de Wendy.
            blup…
            Code se alejó a grandes zancadas, llorando a lágrima viva, preso de la histeria. Quiso hacer deslizar el ventanal de la terraza, pero Wendy lo había cerrado por dentro. Desesperado, cogió la silla de jardín más cercana y la arrojó contra el vidrio, destrozándolo, precipitándose en el interior de su bungalow, buscando su propia protección personal.
            En el exterior, la luz lechosa de la luna nueva iluminaba la superficie ondulante de la piscina. Sobre la misma, una sinfonía de burbujas nacía y moría en escasos segundos, componiendo notas musicales acuáticas.


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La Fisura (Capítulo Tercero)

III

         1.

            Arthur Code llamó a la empresa “Acqua Service Company” a las nueve y media de la mañana, y a las diez y cuarto se personó el camión cisterna, rugiendo por las silentes calles correctamente asfaltadas de la urbanización “Resting Place”.
            Uno de los empleados de la compañía le saludó efusivamente. Le conocía de la vez anterior.
            – Qué. A rellenar esa fosa de cocodrilos de nuevo, ¿eh?
            – Sí. Espero que no tarden tanto como la vez en que la vaciaron.
            El empleado se llevó un puño al mentón y entrecerró los ojos.
            – Si tuviéramos alguna clase de aliciente en especial… – dejó caer sin garbeos.
            – ¿Le parece esto suficiente acicate? – le repuso Code, entregándole una propina por adelantado consistente en un flamante billete de cien dólares casi recién salido de la imprenta de la tesorería federal.
            – ¿Cómo dice? ¿Que la quiere llena para dentro de una hora? No hay problema. La tendrá disponible para entonces – le aseguró el empleado enjuto de la “Acqua Service”.
            Se guardó el billete en uno de los bolsillos del pantalón estilo buzo de albañil, y dirigiéndose a su compañero de fatigas, le urgió:
            – Venga, Edmond. Agiliza todos los músculos atrofiados de tu trasero pelado, y mete la boca de la manguera en la piscina de una condenada vez.
            Acompañó a su compañero hasta el vaso de la piscina. Edmond se le pegó como una lapa y le susurró en el oído:
            – ¿A qué viene tanta prisa? Ni que tuviéramos hoy una docena de piscinas de ricachones niños de papá que llenar.
            – ¿Te parece acaso poco estímulo cincuenta machacantes?
            Edmond le miró perplejo.
            – ¿Ese oligarca te ha dado cincuenta pavos de propina para los dos?
            Su compañero ensanchó una notable sonrisa.
            – Cojonudo – exclamó Edmond antes de dirigirse a toda prisa con la boca de la manguera hacia la parte trasera del jardín.


            William Hope vio de buenas a primeras perturbado su sueño con la ensordecedora llegada del camión cisterna de la compañía “Acqua Service”.
            – Espero que este estremecimiento de los cimientos de mi casa no simbolice el advenimiento del fin del mundo – rezongó, levantándose de la cama malhumorado.
            Recorrió el corredor hasta la sala de estar y husmeó por las rendijas de los listones de la persiana veneciana. Contempló el aparatoso camión aparcado enfrente del bungaló de Arthur Code. Uno de los empleados de “Acqua Service” estaba charlando amigablemente con el vecino. Williams se restregó los ojos legañosos con los puños, abandonando el salón, andando lentamente hasta el armario del vestíbulo. Se agachó, forzando el espinazo al límite de lo que le permitía su edad, abrió las puertas inferiores y cogió una toalla plegada y apilada encima de otras muchas más.
            Se enderezó, pasándose una mano por la espalda doliente, y fue derechito hacia el cuarto de baño, donde pensaba sumergirse en las aguas relajantes, templadas y plenas de burbujas de su jacuzzi.
          
         2.

            Edmond estaba pendiente del nivel de agua que había en el vaso de la piscina, cuando escuchó una toz, seguido de un quejido detrás de su espalda. Se volvió con presteza y vio al hombre mayor medio encorvado al otro lado del seto y de la valla de madera de haya que separaba el jardín trasero del señor Code del jardín colindante.
            El anciano llevaba puesto una camisa de manga corta, un pantalón de felpa y un sombrero de fieltro que coronaba su cabeza con cierto porte militar.
            El empleado optó por saludarle con un ojo, para continuar vigilando la piscina.
            – Disculpe, joven… – le llegó impregnada de contundente vigorosidad la voz del vecino.
            – ¿Qué ocurre, abuelete?
            – La piscina. ¿Cuánto tiempo van a estar rellenando la piscina del señor Code?
            El joven sacó una amplia mano repleta de callosidades del bolsillo de su pantalón. Se quitó una bolita mucosa de la fosa nasal derecha y la aplastó entre las yemas de dos de sus dedos.
            – Ya falta poco. Diría que quedarán de cinco a diez minutos.
            – Ah, bien.
            – Lamentamos las molestias que podamos estar ocasionándole, pero el equipo que manejamos es del año de la Guerra de la Secesión. Por ello el ruido es inevitable.
            – Ummm – repitió el anciano poco satisfecho, alejándose de la valla.
            Edmond hizo chasquear la lengua contra las encías superiores, clavando la vista en la superficie ondulante de la piscina.
            Esta le lanzaba destellos insinuantes, como si fuese un mosaico plateado.
            Destellos y más destellos.

            3.

            William se dirigió pausadamente hacia la caseta prefabricada donde almacenaba los útiles de jardinería, ubicada en la parte más oriental de su jardín trasero. Conforme se iba acercando, el sonido continuado y envolvente del camión cisterna fue decreciendo de forma paulatina.
            Demonio de Code.
  Que hiciera extravagancias, era cosa suya, pero de allí a involucrar al vecindario, mediaba un abismo.
  ¡Cielo Santo! Le dio por vaciar la piscina sin ningún motivo aparente, al poco de ello desencadenó una especie de guerra química ahí abajo y ahora se le ocurre volver a llenarla.
  En cuanto le viera a solas, iba a mantener algunas palabras duras y poco nobles con él. “Resting Place” era, tal como su nombre sugería, un lugar placentero, remanso de paz y sosiego ilimitado, donde si un perro salchicha era atropellado en la calzada por el carrito de los helados, se convertía en el suceso más reseñable de la semana.
  Por no mencionar el tema del todo inapropiado y desagradable de sus orgías de cada fin de semana. Tanta señorita despampanante chapoteando en la piscina con forma de riñón atrofiado, sin más vestimenta que unas invisibles tangas de seda transparentes. Si bien era cierto que no reprochaba del todo esta última conducta desordenada y licenciosa de Code, ya que él mismo se placía en contemplar esas anatomías curvilíneas, brillantes y sensualmente bronceadas, tumbado encima de la cama de su propio dormitorio,  ejerciendo un espionaje de lo más excitante con el uso de los binoculares de largo alcance y visión nocturna, los hechos estrafalarios de su aburguesado vecino perpetrados en las horas más recientes eran de suficiente relieve en el apartado negativo como para tenerle ya clavado entre ceja y ceja.
  “La locura es contagiosa” – había oído en alguna ocasión, con el casco encasquetado y bien apretado por el cinturón bajo su mentón mientras sujetaba la metralleta entre las manos con abrumadora ansiedad, apretando los dientes hasta conseguir hacerlos rechinar, oculto entre la maleza urticante, tumbado sobre el vientre, sucio de tierra, sudoroso como un cerdo y rezongando por los continuos picotazos de los mosquitos.
  Aquella frase concordaba con sus compañeros de pelotón que cercenaban cabezas de los nativos e incendiaban las chozas de bambú de los poblados que supuestamente apoyaban al enemigo rojo en aquella distante guerra de los cincuenta en apoyo de la Corea del Sur contra la Corea del Norte apoyado por China y el mentecato de Stalin.
  Si en aquel lejano pasado luchó lo indecible para no dejarse avasallar por la falta de cordura del resto, ahora mismo, en el presente, no iba a consentir que Code intentara volverle loco.
  No. De eso nada, monada.
  William descorrió el cerrojo de la puerta metálica de la caseta, entornándola hacia afuera.
  La luz diurna alumbró el claustrofóbico interior.
  – Voy a relajarme arreglando el seto delantero.
  “Aliviar tensiones. Serenarme del todo – se dijo en voz baja, alcanzando los guantes de jardinería. Se los puso con la elegancia de un cirujano de lo más eminente presto a realizar un trasplante de hígado. Solemne, concentrado, desvinculado del mundo externo.
  La luz cegadora incidía sobre su espalda, haciéndole sentir un agradable hormigueo de lo más mortificante que se acrecentaba sobre los omoplatos.
  “Cómo me pican los huesos, je, je” – pensó, ya más sosegado.
  Las herramientas colgaban de los ganchos en las dos paredes laterales. William recorrió con la vista la primera hilera, hasta dar con las podaderas de muelle. Las sacó del gancho oxidado. Entonces reparó en algo que no encajaba con el orden natural mantenido dentro de la caseta.
  El saco de abono.
  El saco de cinco kilos de sustrato estaba fuera de lugar, medio inclinado contra dos azadones. Debería de estar situado en el rincón, y sin embargo, no lo estaba.
  Desplazado casi metro y medio de su zona correspondiente.
  William reflexionó por un instante. La última vez que había frecuentado la caseta databa de finales de la semana pasada. Unos cuatro o cinco días. En teoría nadie más iba a meter las narices en ese cuchitril. Vivía solo, era un pertinaz solterón de por vida, y sus amistades más cercanas, llámese Rusty o Juliet, nunca solían pasar a la parte trasera de la casa. Es más, ambos detestaban todo lo relacionado con la jardinería. Tampoco podría haberse tratado de un vulgar ladronzuelo. ¿Qué iba a poder  encontrar de valor? ¿Abono, herramientas usadas, ropa jardinera, un rollo de tela mosquitera, minerales líquidos…?
  No, sería debilidad racional el solo hecho de haber intentado un robo de ese tipo.
  Además, qué coño, si todo lo demás permanecía en su sitio, y la cerradura no se veía forzada.
  Todo, menos ese puñetero saco de abono orgánico…
  Dobló su cuerpo hacia delante, apretando los dientes para mitigar el dolor del espinazo, recogiendo el pesado saco entre las dos manos, presto a su inmediata colocación en el rincón.
  Dada la situación angosta de aquella esquina, no se percató de la hedionda madriguera hasta que tuvo materialmente introducida la nariz en ella.
  Era enorme, de forma semicircular, abovedado en su arco, de casi cuarenta y cinco centímetros de diámetro.
  William depositó el saco en el suelo.
  De las entrañas del agujero practicado en el suelo térreo,  surgía un tufillo lesivo para su olfato. Olía a pescado rancio, que llevara más de dos días varado en la orilla de un río contaminado.
  Desde el fondo de la gruta llegó el rumor mínimamente tangible de un chapoteo radical que le recordaba cuando de pequeño solía atrapar las ranas de una charca con una redecilla para seguidamente dejarlas caer en el calabozo mortal de un pozo negro.
  – ¿Quién diablos habrá hecho esto? ¡Además en mis dominios! – formuló en voz alta.
  Por toda respuesta recibió una oleada del olor pútrido que mancilló su sentido olfativo, mientras en la lejanía persistía el barullo intolerable del camión cisterna.
  Examinó la entrada a aquel túnel. Había visto algún que otro agujero de topo, y ninguno se asemejaba a ese cubil subterráneo. La alimaña que se refugiaba en dicha guarida debía de abultar como dos o tres topos bien alimentados.
  – Bueno, lo mejor será tapar esto cuanto antes. Le pediré ayuda al chico de los Morrinsons – resolvió William, apoyándose en el suelo con una mano para poder incorporarse.
  Lo que ocurrió a continuación duró apenas un minuto, pero para el bueno de William Hope la duración de aquellos sesenta segundos representó toda una eternidad, con sus pesares y dolores.
  Desde la entrada  de la madriguera reptó un bulto peludo como un perro de lanas, del todo empapado, pero no era un can. El bulto, alargado y ligeramente en forma de ele, se arrastró sobre el suelo de tierra, dejando unos charquitos, y el palito de la ele, que William apreció que debía de ser su cabeza aunque no dispusiese ni de ojos ni de hocico, separó unas mandíbulas infernales, para de seguido cerrarlas sobre su antebrazo izquierdo, hundiendo las cuchillas que tenía por colmillos en la carne fláccida del anciano.
  El hombre se enderezó de una manera vertiginosa como no lo había hecho desde hacía por lo menos cuatro lustros. El terror creciente en su ser le impidió gritar, formándosele una bola grumosa en la garganta del tamaño de una pelota de tenis.  Apartó la vista de la cosa unida en tan perniciosa relación simbiótica con su antebrazo, agitándolo arriba y abajo compulsivamente, tratando en vano de desembarazarse de aquel bicharraco.
  – ¡Fuera! ¡FUERAAA…! – logró musitar al fin.
  Tropezó con los estantes de madera que almacenaban los botellines de fertilizantes, desparramándolos por el suelo.
  Buscó las tijeras de podar, pero no las encontraba.
  – ¡Socorro…! – balbuceó, gimoteando, pero no había nadie cerca que reparara en su voz nerviosa.
  El extraño animal aferrado a su extremidad superior continuó hincándole los dientes, y de su tronco peludo y alargado empezaron a surgir una serie de oscuros tentáculos dirigidos hacia el resto de su cuerpo.
  Los miembros del bicho eran extremadamente delgados y filamentosos, como los tentáculos de una medusa gigante. A una velocidad espantosa se iban adhiriendo en torno del tronco y las extremidades superiores del desgraciado Wiliam. Le iban enrollando, y en pocos segundos se pusieron a presionarle con la firmeza de las anillas de una anaconda, aplastándolo…
  – Jesús. Nooo…
  Algunas de las prolongaciones ascendieron por su pecho resquebrajado hasta su cabeza. Alcanzada esta, se fueron incursionando por los orificios nasales, del oído y por su boca.
  William pataleó frenéticamente, golpeándose contra las cuatro paredes de la caseta, derribando frascos, estantes y casi la totalidad de las herramientas que estaban dispuestas en los ganchos. Sentía la cabeza a punto de estallar, con la sangre tibia y extremadamente dulce manando de sus orejas y de su nariz.
  Una docena de tentáculos comprimieron sus costillas, estrujándole a conciencia.
  Sus huesos crujieron de la misma manera que una compleja construcción formada por palillos de madera era devastada por la pisada de una bota militar.
  Craaaaac…
  – Aaaaaa.
  William se derrumbó de repente al perder las fuerzas y parte del conocimiento, propinándose una tremenda costalada al impactar con las nalgas contra la dureza del suelo. Entonces supo el lugar exacto donde había dejado previamente las podaderas. Las dos cuchillas de las tijeras se ensartaron en su glúteo derecho como las púas de un tenedor en un filete poco hecho, consiguiendo que su pantalón de felpa se empapara rápidamente con su propia sangre.
  El anciano abrió los ojos como las ranuras ópticas del androide bruñido y metalizado de la impactante película del cine mudo “Metrópolis”. Con las pupilas dilatadas, contempló impactado por el horror como dos apéndices retráctiles del bicho peludo y ciego iban a penetrarle por las cuencas en un símil al instante que un hilo es enhebrado por el ojo de la aguja.
  – oooohhh   noooo  oooooo…
  La cosa indefinida le rodeó con más tentáculos negros y continuó presionándole de tal modo, que luego pudiera introducirlo en su madriguera.
  Cuando lo hizo, la única cosa que quedaba de William Hope en el interior de la caseta jardinera era el sombrero de fieltro, depositado boca arriba en un mal presagio taurino encima del saco de sustrato.


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La Fisura (Capítulo Segundo).

II
            1.
            Arthur Code experimentó una noche pésima. Flotando en una nube de temores insondables y de zozobra onírica, se vio a si mismo zambulléndose en las profundidades negras y glaciales de su piscina doméstica.
            Porque
            “eso”
            era su piscina, aún a pesar del légamo y de un sinnúmero de incontables rocas pulidas y porosas depositadas en el fondo de la misma. Code buceaba bajo diez o quince metros de profundidad, utilizando sus pulmones, forzándolos a dar más de sí. Le dolía el vientre y sintió una serie de agudas punzadas en las extremidades. Soltó algo de aire, viendo las burbujas surgir de sus labios entreabiertos, pendiente de cómo ascendían en espiral hacia la superficie.
            (blup…, blup…)
            Enfiló hacia una roca sinuosa recubierta de algas marinas y la abarcó con ambas manos al igual que un quarterback de los Miami Dolphins haría lo propio con el balón ovalado en los últimos segundos de la Super Bowl, decidido a encaminar a su equipo hacia la gloria con la consecución del touchdown de la victoria final. La miró enajenado mentalmente. Abobado. Con los bronquios obturados.
            Se fijó en la zona de la roca donde no florecían las algas. En esa zona yerma se dibujaba una sonrisa quebrada, lloriqueante. No pudo contener la respiración.
            (blup…)
            La sonrisa dolorosa era una raja de casi medio metro de largo y con la anchura suficiente como para poder encajar el antebrazo entero de una persona adulta. Tan dilatada… No podía creer con cuánta facilidad se extendía.
            (blup…, blup…)
            Code miró a la rendija. Se le nubló la visión. Buscó más aire en los pulmones ya agotados, derrengados como un púgil de los pesos pesados afrontando el último de los asaltos. Abrió los ojos y sintió una opresión pungente, como si se le fuesen a salir de las cuencas.
            Tenía que subir a la superficie.
            Remontar.
            Remontar esos quince metros…
            (blup)
            Pataleó y braceó, y en el momento de girar para afrontar esa ascensión remota y perdida, de la hendidura surgieron dos ojos brillantes de fiebre, con una mandíbula demoníaca entrechocando, abriendo y cerrándose. Los colmillos alargados y puntiagudos se centraron en una de sus piernas.
            (¡¿…?!)
            El mordisco fue atroz. El cuerpo se le puso rígido. El pecho tirante.
           (blu…)
            No lo pudo ver, pero supo que tenía la totalidad del pie derecho encajado en las mandíbulas de la cosa que había salido del agujero. Como en un cepo para osos…
            Terrible.
            Terrible.
            Los pulmones se le reventaban, al límite de la exigencia submarina. Tironeaba de la “cosa” aferrada a su tobillo. Lanzaba bocanadas vacías. Al hacerlo, el agua entraba en su boca. Y la tragaba. Su cuerpo quedó del todo agarrotado. Tragaba más y más agua. Sin parar. Se sentía morir.
            Cuando la “cosa” tironeó de su pierna, introduciéndola en la grieta, Arthur Code blasfemó en sus pensamientos de perdición, se removió encima de la cama y cayó como un pesado fardo encima de la tarima del suelo de su dormitorio.
            Se miró al pie, consolándose al verlo tan entero.
            2.
            Como era de suponer, Code no reconcilió el sueño por segunda vez, permaneciendo tumbado de lado sobre el costado derecho encima del cobertor de la cama. No dejó de observar minuto a minuto la hora que marcaba su despertador electrónico Minroko Hatsuna, deseando que despuntara la mañana.
            Desvelado como estaba, optó por levantarse a las siete en punto. Se relajó con una ducha fría, desayunó frugalmente y se atavió con ropa ligera.
            3.
            William Hope, uno de los vecinos que vivía al lado, pudo observar intrigado desde el ventanal de su dormitorio como Arthur Code, por lógica, un hombre tradicional desde la época de las cavernas, cuyas querencias naturales no se encaminaban precisamente hacia la contemplación puntual del amanecer del día, estaba paseando por su jardín trasero con el ímpetu y la energía de alguien que lo hiciese en ayunas. En un principio, William se imaginó con cierta perspicacia que el bueno de Code estaría saboreando el fresco y emblemático amanecer del paraíso armonioso y consolidado del Condado de Tucksville.
            (fragancia de zarzamora y esencia de pino mentolado a partes iguales)
VENGA Y PERMANEZCA PARA SIEMPRE
EN TUCKSVILLE.
EL PULMÓN DE
AMÉRICA.
            Así rezaba el cartel indicador que se podía ver antes de adentrarse uno en el inicio de los límites del condado.
            Pero no, Code no estaba purificándose los pulmones.
            Estaba inspeccionando sus propios dominios particulares.
            Buscaba algo a ras de tierra, entre la hierba de su jardín.
            William se moría por saber qué coño querría encontrar en la parte trasera de su bungaló, aparte de hierba sana y fibrosa.
            Se incorporó con un codo en la cama, fue hasta el armario del pasillo principal y se hizo con sus antiguos binoculares de la guerra de Corea. Regresó a la cama, tumbándose sobre su vientre respetable y escudriñó a través de las lentes de aumento.
            Arthur Code estaba agachado. William lo observaba como si estuviera a apenas medio metro de él. Casi le podía rozar la nuca con los dedos de una mano, esa es la impresión óptica que le creaban los binoculares.
            – ¿Qué diantres está haciendo este memo? – se preguntó a sí mismo.
            La pregunta no tenía una contestación sencilla.
            O al menos racionalmente asumible.
            Juraría que el vecino estaba rastreando el territorio. Se erguía y comprobaba la consistencia de la tierra con el pie. Deambulaba unos metros y se agachaba, rascando el suelo permeable con la uña. Williams orientó los binoculares hacia la mano que rascaba, apreciando el abundante vendaje aplicado al dedo índice de la misma. Lo tenía tan abultado como una bombilla.
            De improviso, Code se enderezó como el oso amaestrado de una zíngara pizpireta, y rodeó la piscina. William pudo ver que estaba completamente vacía.
            – Qué raro…
            Arthur Code terminó de sortear la piscina, entrando en el bungaló por la terraza.
            Al poco, William escuchó el rugido de un motor de 240 CV. Procedía de la parte frontal de la casa. Abandonó la postura adquirida en la cama y se dirigió a la sala opuesta a su dormitorio, donde los grandes ventanales frontales daban a la calle. Le dio el tiempo justo de llegar para ver como Code se alejaba de la urbanización en su Subaru “Black Style Yoko Oto”.
            William permaneció clavado en su sitio, frente al ventanal central. Los binoculares colgaban de su cuello por la cadena de plata. Se estrujó a fondo el cerebro, buscando algo lógico en el comportamiento estrafalario del vecino. No lo halló por más que lo buscase, como tampoco era conocedor de que Arthur Code se dirigía en su coche hacia el Centro Comercial de Burmingstone.
            4.
            Arthur Code dedicó gran parte de la mañana en Burminstone, la única localidad del condado que disponía de un Centro Comercial. Al poco de llegar, Code se encaminó en dirección a la clínica del pueblo, donde había concertado una cita previa con el doctor Prescott, especializado este en toda clase de enfermedades rábicas. Code le explicó someramente que el terrible estado en que se hallaba la punta del dedo herido fue debido a un mordisco de una ardilla nativa. El doctor se lo examinó con la minuciosidad de quien contempla su colección de sellos con fecha de impresión del año pasado. Al final de la revisión, acordó que lo más acertado era vacunarle contra el tétanos.
            – ¿Seguro que fue una ardilla? – se interesó el galeno mientras le aplicaba la vacuna en el antebrazo derecho.
            – Si. Suelo por costumbre arrojar un puñado de cacahuetes en la parte trasera del jardín de mi casa. Me entretengo observando cómo bajan de los arbustos y se los llevan con los mofletes inflados.
            – No siga. Le entraron ganas de que se le acercaran de tal manera que fueran a cogerle los cacahuetes de la misma mano, y una ardilla ingrata se lo recompensó con un buen mordisco.
            – Y tanto. Menudo bocado me pegó el
            (bicharraco)
            “animalito de los demonios.
            El doctor Prescott estaba muy locuaz. Code tuvo que disculparse por las prisas que llevaba.
            – Adiós, señor Code.
            “Ah… Le recomiendo que la próxima vez que le muerda una simpática ardilla, no deje que pasen veinticuatro horas. Es preferible vacunarse en el mismo instante de la infección. No sea que un día de estos me lo encuentre en la calle echando espuma por la boca como un extintor averiado – le recomendó el doctor en la misma entrada de la consulta. La sonrisa del doctor le dejó un cierto resquemor. Ese semblante tan risueño insinuaba que el médico era ya conocedor que, fuese lo que fuese lo que le había mordido, no era una ardilla autóctona de Tucksville.
            Code abandonó la clínica de dos plantas y arquitectura estilo colonial. Se introdujo en el Subaru negro metalizado. Lo puso en marcha y en completo silencio, como debiera ser con todo vehículo de cuatro tracciones valorado en cincuenta y dos mil dólares, fue recorriendo parte de la calle Grandison, doblando por la intersección de Sinclair Robinson, hasta enfilar la avenida central de Hamilton y alcanzar de este modo el paseo que enlazaba directamente con el Centro Comercial de Burmingstone. Lo rodeó por uno de los flancos, entrando en el área dispuesto como aparcamiento gratuito en horario de apertura al público. Buscó una entrada al parking del subsuelo, bajando por la rampa, dispuesto a adquirir todo el instrumental necesario para eliminar el “problemilla” de la piscina.
            Porque bien pensado, todo el condenado asunto no iba más allá de un conflicto doméstico.
            En este caso, de pesticidas y nociones básicas de albañilería.
  
            5.

            Arthur Code estuvo de vuelta del centro comercial hacia las dos y media de la tarde. No es que hubiera estado inmerso toda la mañana en la vorágine del consumismo desmedido, comprando objetos inútiles y caros como un comprador burgués empedernido, sino más bien aprovechando la coyuntura del deseo irrefrenable de la comida basura. Semejante menú aderezado de hidratos de carbono y calorías a tutiplén estuvo compuesto por dos raciones de pizza, tres coca colas y un batido de helado de caramelo. El local disponía de un equipo de home cinema marca Panasonic (que a tenor de Code, tendría el valor inicial de diez mil dólares en “Gregorie´s”). A través de su enorme pantalla plana se estaban ofreciendo las imágenes nítidas y espectaculares de uno de los primeros partidos de pretemporada del equipo de Los Ángeles Raiders, cuyo oponente consistía en una selección nacional de los jugadores más destacados y notorios, todos ellos profesionales, diseminados en las bisoñas ligas semi profesionales europeas. Code estuvo tan interesado en el evento deportivo, que aun habiendo degustado su comida hacía cosa de cuarenta y cinco minutos, continuaba ocupando sitio en la mesa del comedor avanzado el tercer cuarto del partido. En esos instantes los Ángeles Raiders vencían a los Top Europa por 75 puntos a 5.
            – ¿Se va usted ya? – le preguntó de forma maleducada el encargado de la pizzería al constatar como de una santa vez Code se levantaba de la mesa, dejando el importe de la cuenta al lado de la cajita metálica de las servilletas de papel encerado.
            Code permaneció en silencio, sin inmutarse, abandonando el local por la puerta giratoria.
            – La próxima vez que venga y permanezca dos horas y media ocupando una mesa con el establecimiento abarrotado, háganos el favor de comunicarlo con año y medio de antelación, enviándonos la petición de reserva por paloma mensajera – insistió el dueño con sarcasmo.
            Code no pudo enterarse de esta última ocurrencia del encargado de la pizzería, pues al poco de salir, se estampó de lleno contra la fisonomía pugilística de un transeúnte despistado vestido con un traje negro plano, holgado, y con el dobladillo de las perneras de los pantalones recogido por fuera. Code apenas reparó en su rostro, quedándose con el simple recuerdo de las gafas oscuras que le ocultaban los ojos.
            El hombretón se le quedó mirando por un breve instante. Lo hizo con cierta parsimonia, en una observación nítida desde la cabeza a los pies.
            – Lo siento mucho – se le disculpó formalmente con voz aflautada.
            – Está bien. No ha pasado nada. Otra cosa hubiera sido si me hubiera matado, ja, ja – repuso Code.
            El eventual encuentro concluyó, yéndose cada cual por su lado.

            Al llegar a casa, Code hizo aparcar el Subaru “Black Style” en la parte frontal del bungaló, a escaso medio metro de la entrada del garaje. Descendió del vehículo como si lo hiciera de una nave espacial, y se desplazó hasta el maletero trasero. Lo abrió, empezando a sacar todo lo que había adquirido en el centro comercial. Conforme lo sacaba, lo iba depositando todo en el interior de la cocina.
            Descargado el Subaru, lo resguardó en el garaje e hizo descender la puerta de aluminio con el mando a distancia. Desde la puerta interna del garaje, se metió en la casa, decidido a iniciar las hostilidades.
            6.

            William Hope estaba en plena partida de un juego de mesa por turnos llamado “El Laboratorio Infernal del Profesor Gommus”. Su compañero de partida era su amigo Rusty Smith. Estaban en una fase decisiva del desarrollo del juego. Si William elegía el camino equivocado, el batallón de Zombis Desdentados de su contrincante podría contraatacar con saña, matando a su Gorila Furioso e hiriendo gravemente a su Alienígena Mutante, que por cierto, aún continuaba enjaulado en el sótano del Profesor Gommus por haber caído el número del dado en la casilla equivocada. Entonces fue cuando de repente quedó perfilada en perspectiva secundaria la figura llamativa de Arthur Code en la parte trasera de su jardín.
            – Te toca mover, Bill – le espetó Rusty, inquieto.
            William entrecerró los ojos, atisbando a través del cristal del ventanal de la biblioteca.
            – ¿Qué coño estará haciendo ese? – musitó para sí mismo.
            – Bill, mueve la ficha. Que mi Demonio Rugiente tiene unas ganas locas de echarle mano a tu Secretaria Sadomasoquista del Profesor Gommus.
            William hizo caso omiso al requerimiento. Se levantó de su sillón de mimbre, apresurándose por el pasillo, desapareciendo de la escena de la biblioteca por unos segundos. Rusty ni se percataba de qué iba la fiesta.
            – Bill, vuelve y mueve la puta ficha de tu Vegetariano Caníbal de una repajolera vez.
            William retornó con los binoculares militares colgando del cuello.
            – ¿Para qué gaitas traes eso? No eres tan cegato como para tener que recurrir al uso de unos prismáticos para mover una condenada ficha.
            – Cállate de una vez, Rusty – le repuso William, pegándose al cristal.
            Enfocó debidamente las lentes de los binoculares y contempló a su vecino sin el menor de las discreciones.
            Arthur Code estaba bajando en ese instante mismo por la rampa de la piscina con un equipo de fumigación ubicado sobre su espalda doblada por el peso del aparato. La espectral calavera que advertía de la toxicidad extrema del producto químico albergado en la bomba del fumigador era esclarecedora. Las letras blancas en mayúsculas de la palabra “METOXICLORO CL50” desfilaron con la celeridad de un pelotón de ciclistas disputando el último kilómetro de una etapa llana del Tour de Francia.
            Code terminó de descender por la rampa de la piscina vacía de contenido líquido, hasta quedar oculto en el fondo.
            William apartó los binoculares de las cuencas de sus ojos rodeadas de arrugas marcadas por el paso del tiempo y dejándolos colgados sobre su pecho, se volvió hacia Rusty.
            – ¿Sabes lo que acabo de presenciar, amigo Rusty?
            – ¿Es un dichoso acertijo?
            – No. Te lo estoy preguntando en serio.
            Rusty se removió sobre el asiento de su silla. Se concentró durante un minuto entero. Cuando dio con la solución que aclaraba el misterio, expuso una sonrisa de niño travieso:
            – Ya conozco la respuesta a tu estúpida pregunta. Has visto a una tía de muy buen ver luciendo mini tanga acostada en la tumbona en la parte trasera de su jardín.
            William exhaló un suspiro clemente. Rusty no era una lumbrera andante desde que recibiera un proyectil de ametralladora en la sesera, allá por los cincuenta.
            – Casi has acertado en un uno por ciento.
            – Si no es una tía con las tetas al aire, ya me dirás qué otra cosa inusual te ha podido dejar tan perplejo.
            – Rusty, acabo de ver a mi “entrañable” vecino entrando en su piscina.
            – ¿Y eso qué tiene de extraordinario?
            – No me asombraría si no fuese que la referida piscina está completamente drenada, y el bueno de Code se ha introducido en ella con un fumigador potentísimo cargado sobre sus hombros.
            Rusty permaneció en silencio. Cuando salió de su trance, gruñó.
            – Ya. Últimamente las plagas de mosquitos brasileños están haciendo de las suyas por esta zona del país. Deben de llegar arrastrados por las corrientes del Pacífico.
            “Y ahora, si no te importa, haz el favor de sentarte enfrente del tablero y mover la jodida ficha del Gusano Baboso de una repajolera vez – le farfulló Rusty. – Que mis zombis están hambrientos…
            7.

            Code se colocó bien las gafas protectoras y se ajustó la mascarilla de plexiglás sobre la boca. Introdujo parte del manguito verde en la grieta, y apretando la pera del fumigador, hizo expandir el insecticida en la madriguera. Partículas tóxicas blanquecinas revolotearon a su alrededor como pequeñas nubecillas nada idílicas emergentes de una chimenea de una fábrica industrial.
            A pesar de tener la mascarilla puesta, no pudo evitar toser ante la gran niebla de “METOXICLORO CL50” que se iba formando en el fondo de la piscina.
            – Cof… Cof…
            Estrujó la pera entre los dedos burdos de la mano enguantada.
            La niebla tóxica se fue haciendo más y más densa, casi impenetrable.
            – Cof… ¡COF…!
            Los ojos le empezaron a escocer. El “METOXICLORO CL50” le dificultaba la visión.
            El manguito del fumigador se salió de la enorme oquedad. Code no se dio de cuenta, y continuó fumigando a discreción. Le envolvió una nube semejante a un hongo atómico.
            – Jesús… Cof… Cof…
            Se echó hacia atrás y enfiló hacia la rampa resbaladiza de la piscina. Quiso escalarla, pero en medio de su frustración se fue escurriendo con las suelas de las zapatillas de tenis “Reebok” de quinientos dólares.
            – Maldita sea…
            El fumigador le estorbaba en su ascensión. Antes de intentar el asalto de la rampa por segunda vez, se pasó las correas del artilugio por los brazos, arrojándolo al suelo encharcado. Libre del peso muerto, se dispuso a escalar la pendiente, con el cuerpo inclinado hacia delante. Se deslizó veinte centímetros en caída. Luego avanzó medio metro.
            – Joder…
            Escaló dos tercios de repecho. Era como estar en un ejercicio militar, aunque Code ya quisiera ver a esos reclutas mentecatos adolescentes pecosos atosigados por un nubarrón envolvente de “METOXICLORO CL50” capaz de ocasionar la defunción precoz de una manada de elefantes zambianos.
            “Ánimo, Arthur, ya sólo te queda medio palmo” – se animó a sí mismo.
            Subió el metro que le quedaba de pendiente, coronando el borde de la piscina, y dejándose caer sobre la hierba del jardín, se arrastró por el suelo como un reptil, magullándose los codos y las rodillas, alcanzando la terraza salvadora. Se incorporó de rodillas, desencajando la luna de cristal, cerrándola nada más refugiarse en el interior del bungaló.
            Mientras encendía las ráfagas máximas del aire acondicionado, despatarrado encima del sofá, afuera, en las inmediaciones de la piscina, la nube tóxica se fue levantando con la colaboración desinteresada de una brisa del poniente.
            Un cuarto de hora más tarde, con la nube de “METOXICLORO CL50” ya difuminada, Code salió de su búnker con una varilla de aluminio de un metro de longitud. Se dirigió hacia la inevitable piscina. Descendió por la rampa de hormigón y se encaminó hacia el límite del nivel de adultos, dejando detrás el maltrecho equipo de fumigación.
            Sonrió hacia la grieta de casi un metro de longitud.
            Tenía la anchura suficiente como para acunar a un niño recién nacido de cuatro kilogramos de peso carnoso.
            – Estás creciendo, ¿eh? – dijo, dirigiéndose al hoyo. – Pero el bicharraco que estaba formando la entrada ya estará bien frito. A que sí.
            Para confirmar esta aseveración, hizo introducir la varilla en la grieta.
            El metro de aluminio no encontró ningún obstáculo. Code quiso ahondar más, pero el recuerdo del día anterior le hizo retraerse. Se conformó con remover la varilla.
            – La cosa que construyera este túnel debía de tener el tamaño de un topo – aseveró para sí mismo convencido de tener cierta sabiduría de biología marina.
            Concluyó la inspección interna del hoyo, sacando la varilla y ascendiendo por la rampa de la piscina, fue recogiendo el fumigador “Havoc” de 350 dólares.
            Al poco regresó con una baqueta, un saquito de cemento y un cubo de agua, además de una extendedor de cemento y una paleta.
            Lo llevó todo al fondo de la piscina, dispuesto a rellenar el agujero.
            8.
           
            Arthur Code durmió esa noche como un bendito. Con la tranquilidad que aportaba saber que la grieta-madriguera había quedado bien cerrada, sellada con la capa de cemento impermeabilizado “Ultraquick”, a Code no le quedaba otra preocupación que la de aguardar a la espera del período de solidificación de la argamasa para poder llenar la piscina, y así darse algún que otro chapuzón con las amiguitas de Tracy, la dueña del burdel “Flame Island” emplazado en la localidad vecina de Bedville.
            Sí, con un día tan ajetreado, necesitaba recuperar el ánimo.
            La mejor receta médica era asistir a las lecciones particulares de Lucy para aprender a nadar de espaldas.
            O a las de “Boom-Boom”.
            No, mejor con Martha.
            ¿Y por qué no con Paula?
            Aunque Brenda…


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La Fisura (Capítulo Primero).

LA FISURA
I
1.-
            Salió de la piscina empapado. Arthur Code le tendió una toalla playera para que se secase. Mientras lo hacía, guardaba silencio, expectante.
            – ¿Y…? – se aventuró en animarle a que le aclarase su desconcierto.
            El hombre se pasó la toalla por el torso tostado y luego por la cabeza.
            Estaba serio.
            Demasiado.
            – Tiene usted toda la razón, joder. Hay una grieta en una zona próxima al nivel de los adultos, por donde se filtra el agua. Aún no dispongo de los planos, pero me imagino que se alivia en una sección de la red del alcantarillado que pasa por debajo.
            – ¿No podría ser un manantial subterráneo?
            El hombre se encogió de hombros, sacando los pies descalzos del charco de agua que se había formado en el suelo de losas de tonalidad arcillosa.
            – Es otra hipótesis que se puede barajar.
            Arthur estaba visiblemente nervioso. Echó un vistazo tenue hacia la piscina, en concreto donde el nivel de agua crecía en profundidad, destinado preferentemente a las personas que supieran desenvolverse con una relativa soltura a partir de tres metros de profundidad. Él denominaba esa parte de la piscina la “zona de buceo”.
            – ¿Y qué se puede hacer? Pierde un flujo de cincuenta litros cada diez horas.
            – Simplemente vaciarla. Luego tape la grieta con maseta o algo por el estilo. No soy un asistente técnico de albañilería y fontanería, tan sólo quien se encarga de verificar el nivel de pureza del agua.
            “Por cierto, conforme con el “Aqualizer”, usted no cumple con el nivel mínimo exigente de salubridad pública…
            El hombre se vistió con presteza y antes de despedirse con frialdad polar, le tendió una papeleta color sepia.
            Era una multa monstruosa por excesiva salinidad y por carencia casi total de cloro.
            ¿A quién le importaba si acostumbraba a aliviarse dentro del agua? Para algo era su piscina privada.
            Arthur la estrujó entre los dedos.
            Con el regusto amargo de la sanción en el paladar, se acercó al borde de la piscina.
            Hoy parecía que perdía mayor cantidad de agua. Se postró de rodillas, atisbando a través del líquido elemento hacia el fondo azulino de la piscina. Justo en la separación del nivel de los adultos con el nivel infantil, se desplazaba una alargada línea agrietada. Era grande, más amplia que lo que había creído en un principio. Días atrás había atisbado por pura rutina, para cerciorarse de que no hubiera ninguna clase de sedimento depositado en el fondo, y no había encontrado resquicio alguno.
            Se puso de pie, pensativo.
            Una burbuja afloró a la superficie poblada de destellos rómbicos, justo en el centro de su esparcimiento acuático.
            Luego otra.
            Y otra.
            Code enarcó sus pobladas cejas canosas. Se colocó las sandalias de plástico y se desplazó caminando por el caminillo de piedras, hacia la terraza de su bungalow recubierto de hiedra. Corrió la puerta deslizante de cristal y entró en la sala. Cerca del equipo compacto de música había una mesilla metálica que le había costado tres mil dólares en Macy´s. Encima de la mesilla descansaba el teléfono transparente, fosforescente en la oscuridad, conectado a un contestador automático de lujo. Recogió el receptor del teléfono y marcó el número de la “Acqua Service Company”, empresa destinada al servicio particular del llenado y drenaje de piscinas públicas y privadas.
2.-
            El vaciado de la piscina llevó casi toda la tarde noche. Cuando terminaron con su anodina tarea, la cisterna media repleta de la “Acqua Service Company” rugió calle abajo en su segunda y última visita, abandonando el complejo residencial de “Resting Place”, alejándose con la misma presteza con que la alegría se difumina en la chabola del necesitado.
            Code observó la piscina vacía. Aún quedaban unos pocos charcos solitarios, salteados aquí y allá como diminutos espejos que reflejaban la moribunda luz estival que ya se iba acantonando por detrás de las montañas ancianas que circundaban el condado de Tucksville.
            La grieta le ofreció una sonrisa desairada, incidiendo en su hendidura cariada.
            Code se tragó el chicle dietético que estaba mascando, adentrándose por la rampa que conducía singularmente hacia el fondo. Pasó algunas penurias hasta llegar ante la hendidura. Se quedó mirándola.
            La inspección la mostró visiblemente más desarrollada. Ahora estaba zigzagueante, como la mandíbula deformada de algún pez contaminado por aguas residuales tóxicas. Tendría unos treinta centímetros de largo, con la anchura suficiente como para que pudiera introducir los cinco dedos de una mano en su abertura. Code se conformó con uno.
            El dedo entró hasta el tope de la articulación del metacarpiano. Y aún podría seguir entrando, penetrando, aventurándose en la grieta si ésta hubiera tenido mayor tamaño. Code removió el dedo, y mientras lo hacía, sentía algo en la punta. Era gélido y cortante, parecido a una especie de corriente de aire subterránea. Elucubró sobre la posibilidad de la existencia del pertinaz manantial debajo de la piscina, e incluso yendo más lejos, ampliando sus dotes imaginativas, se maravilló ante la mera probabilidad del asentamiento de su área de esparcimiento acuático sobre un pasadizo secreto horadado para fines por el momento inconfesables.
            Entonces notó que algo inmundo le relamía el dedo.
            – ¡Ah…!
            Lo retiró enseguida. Cuando lo tuvo a la vista, vio que le faltaba la uña.
            El tejido subyacente, la carne de la cutícula, estaba rojizo, sangrante.
            Atónito, se lo llevó a los labios y escalando la empinada rampa, salió de la piscina.
            – Dios. Algo… Algo me ha mordido. Me ha hecho daño – se repetía, perplejo y conmocionado.
            Se trompicó con la tumbona sin replegar, llegando ante los ventanales de la parte trasera de la vivienda. Deslizó una de las hojas y entró en el bungalow.
            Minutos después, se estaba desinfectando la herida con agua oxigenada y mercromina, vendándose la punta del dedo afectado con suma delicadeza. Seguidamente se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico y se tomó una cerveza sin alcohol combinándola con un “valium”.
            Se retiró a su dormitorio, dispuesto a olvidar ese desagradable e inesperado incidente.


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