Relato corto de terror: "Muñecos de peluche".



Vlatko reía de manera estrepitosa. Entrechocaba las palmas de las manos hasta experimentar cierto daño por el ímpetu con el que lo hacía. Se le esparcía la saliva por las comisuras de los labios, salpicando las inmediaciones donde se hallaba situado sentado sobre la enorme banqueta de caoba, en un razonable estado pútrido por el tiempo que esta había permanecido enterrada entre la inmundicia del vertedero ubicado en las afueras de la barriada.
Se llevó el anteojo de cristal fino ante el párpado entreabierto, mientras con el pulgar de la mano contraria hurgaba en la cavidad donde hacía años que había perdido su otro ojo. Su visión reducida pudo apreciar mejor cuanto se le ofrecía delante de sus propias narices con la ayuda de la lente.
 ¡Venga, Gordito! ¡Quiero ver cómo das unas cuantas volteretas sobre ti mismo! – ordenó, ufano.
Ensanchó su sonrisa, remarcando con ello los mofletes.
Vio a Gordito acercarse a la deteriorada colchoneta. Murmuraba cosas ininteligibles. Giró su cabeza.
 ¡Te estoy diciendo que hagas cabriolas, haragán! – insistió Vlatko, haciendo restallar un látigo sobre la cabezuela de Gordito.
Entre sollozos, este empezó a darse la vuelta sobre sí mismo. Le costaba hacerlo. Semejante inutilidad conseguía concitar risitas burlonas de Vlakto.
 ¡No sirves para nada, Gordito!
Dirigió el látigo hacia el trasero rosado rematado con la cola enroscada porcina, consiguiendo que Gordito se incorporara de pie, para emprender la huída hacia la esquina contraria.
 ¡Ja, ja! ¡Gordito, el Marrano! Cuando quieres, eres ágil – bramó Vlatko.
Desde las penumbras se percibían más sollozos.
Vlatko maniobró sobre la banqueta, buscando la linterna. La encendió, enfocando a los compañeros de Gordito, el Cerdito.
Bernardo, el conejo, estaba medio escondido debajo de una estantería. Paula, la Rata, se hallaba abrazada a Pedrito, el Pollo, consolándose de su desdicha en un silencio ignominioso. En el lado contrario estaba María, la Gata Negra, y un poco más apartado del resto, David, el Osito.
Vlatko se deleitaba contemplando los ojos vidriosos y llorosos de aquellas criaturas silenciosas.
Se incorporó, agitando la cola del látigo contra la tarima desencajada y suelta del suelo. Conforme se aproximaba a la puerta, los seres más cercanos huyeron para evitar estar al alcance del lacerante daño que podía infligirles.
– ¿De qué huís? ¡Ja, ja! Yo nunca maltrataría a unas cosas tan preciosas y adorables como lo son mis peluches.
Hizo girar la llave en la cerradura. Estaba de buen humor.  Salió de la estancia, dejando encerradas a sus creaciones.
En los postes de las farolas y en las paredes de las calles había pasquines denunciando la alarmante desaparición de niños de entre seis y nueve años en las últimas semanas.
Vlatko hizo caso omiso de los carteles. Estuvo recorriendo callejuelas sombrías, sucias e inmundas, poco transitadas por gente que tuviera algo de sentido común. En un momento dado encontró una taberna donde tan sólo se atrevía a reunirse la gente de mala fama. Estuvo un buen rato bebiendo vino de baja calidad. Cuando iba por el quinto vaso, invitó a un extraño. Este aceptó casi a regañadientes. Vlatko pidió al tabernero una botella entera para ambos. Cuando el contenido de la misma estaba casi en los estómagos de los dos, Vlatko sonrió cansinamente a su interlocutor.
– Tengo algo que podría interesarle – le dijo.
– Lo dudo, amigo.
– Dispongo de una colección de peluches de lo más llamativo.
– ¿Para qué habría de interesarme sus muñecos, eh?
– Son muy especiales, ya le digo.
Aquel desconocido estaba igual de achispado que Vlatko, y llevado por el buen humor que implicaba el excesivo consumo de alcohol ya acumulado en el organismo, finalmente aceptó acompañarle hasta su casa.
Tardaron casi tres cuartos de hora. Vlatko se equivocó en una bifurcación, para luego atinar con la entrada a su discreto hogar. Su nuevo amigo entró sin demora, esperanzado en que aquel fuese un anfitrión de lo más generoso, brindándole la oportunidad de poder beber algo más antes de tenderse en cualquier tipo de lecho que se le ofreciera.
– ¡Venga por aquí, muchacho! Antes de tomar otro trago, quiero enseñarle mi colección de peluches – insistió Vlatko.
Se dirigieron hacia la puerta del sótano. Estaba cerrada bajo llave. El dueño de la casa insertó en el ojo de la cerradura la llave, cediéndole el paso.
– Mire, amigo mío. Son unos muñecos y unas muñecas de primer nivel. Puede quedarse con el que más le guste de todo el conjunto.
El acompañante encogió la cabeza entre los hombros y dio un par de pasos al frente. Percibió el chasquido del interruptor de una linterna al ser encendida. El haz de luz amarillenta procedente desde el umbral de la entrada expandida por Vlatko le iluminó parte de la estancia.
Al principio no quiso creer lo que se le ofrecía a los ojos. Tenía que ser el efecto ya devastador de la bebida ingerida en las dos últimas horas.
 ¡Chicas, Chicos! ¡Tenéis una visita! ¡Demostrad lo simpáticos que podéis llegar a ser cuando queréis! ¡Moveros un poco! – dijo en voz alta Vlatko, agitando la linterna, poniendo al descubierto cada uno de los peluches guardados en aquella estancia húmeda e insalubre.
El visitante vio los ojos espantados de los chiquillos. Cada uno estaba disfrazado, o bien de pollo, o de gata, o de cerdito, o de conejo, o de rata o de osito. Los rostros de los infelices estaban teñidos de sangre reseca, con los labios cosidos con hilo de cocina para que no pudieran emitir ni media palabra de súplica.
– Los niños. Usted es el secuestrador de los niños – dijo el visitante, volviéndose cara a Vlatko.
Este enarcó las cejas, extrañado por la afirmación de aquel hombre.
– En absoluto. Estos son mis muñecos de peluche.
Los gemidos, lloriqueos y suspiros de aquellas criaturas le llegaron al alma, haciendo que se compadeciese por su desdicha.
– ¡Miserable! ¡Están aterrorizados! ¡Vestidos así, y maltratados! – le reprochó.
Vlatko forcejeó contra el extraño. Rodaron ambos por el suelo. En un momento dado alzó la linterna, impactándola contra la frente del hombre. Repitió el gesto las veces necesarias hasta dejarlo inconsciente. Aprovechó la ocasión para ahogarlo con sus manos ceñidas en torno a su estrecha garganta, hasta robarle el último de los alientos.
Azorado y extenuado por el esfuerzo, se acomodó sentado sobre el frío suelo.
Al fondo de la habitación estaban apiñadas sus creaciones.
Exhaló un suspiro, forzando una media sonrisa.
– ¡Este bellaco no os ha valorado en vuestra justa medida! ¡Luego nos desharemos de él! Ahora necesitamos descansar.
Vlatko apagó la luz de la linterna, sumiéndose en un reparador sueño.
Su fallo fue no acordarse de la puerta abierta. En silencio, los desventurados niños fueron abandonando aquel terrible lugar.
Unas horas más tarde, cuando Vlatko fue despertado por los puntapiés de dos policías, abrió los ojos de forma desmesurada, buscando sus añorados peluches.
 ¡Mis criaturas de trapo! – bramó, conforme era esposado y trasladado al furgón policial.
Fue vituperado por el vecindario al ser conocedor de las tropelías cometidas en aquella casa inmunda.
– Ha matado a un hombre – afirmó una mujer en la panadería cercana.
– Eso no es lo peor – matizó un hombre bien vestido. – Es el responsable de la desaparición de los niños.
– ¡Qué espanto! ¡Pobrecillos! – se lamentó la panadera.
– Afortunadamente están todos vivos. Aunque hubiera sido preferible lo contrario. El muy demente los quiso convertir en muñecos de peluche. Les cosió la boca a todos ellos y los disfrazó de animales, con el agravante de haberles prendido la ropa con pegamento directamente sobre la piel, de tal manera que pudieran permanecer vestidos siempre de esa forma – informó el mismo caballero.
 ¡Mis peluches! ¿Dónde están? ¡Los necesito para divertirme!
” ¡Para azuzarles con el látigo! ¡Para partirme de risa con sus tropiezos y caídas! – gritaba Vlatko día y noche en la celda de su prisión.
Con los nudillos en sangre viva, fue dibujando las fisonomías de aquellos muñecos sobre las paredes de su encierro. Al lado de cada silueta mal perfilada, los nombres de sus víctimas:
Lucas Gordito, el Cerdito.
Paula, la linda Ratita.
Pedrito, el Pollito.
David, el Osito.
María, la Gata Negra.

Bernardo, el Conejo.

Relato corto de terror vampírico: "Guerra de Sangre".


Peter Wicks estaba dando su paseo nocturno de las diez de la noche antes de regresar a casa para dormir. Ya había cenado en un local de comida rápida justo después de haber finalizado su turno de tarde de doce horas como guarda en un edificio en ruinas. Le encantaba estirar las piernas después de haber comido. Lo hacía de forma parsimoniosa, pues al ser un solterón de cuarenta y cinco años nadie aguardaba su regreso a casa para reprocharle su tardanza. Hacía un poco de frío y soplaba un viento del norte molesto. Oteó el cielo, vislumbrando unas cuantas nubes apelmazadas entre si que pronosticaban la cercanía de la lluvia. Así que en un determinado momento aceleró el ritmo impuesto a sus piernas. No llevaba puesto ningún impermeable ni tampoco disponía de un paraguas y no era cosa de arriesgar a mojarse más de lo necesario.
Siendo vigilante, el grueso del salario venía derivado de las horas extras acumuladas, y un catarro imprevisto podía fastidiarle la paga del mes siguiente. Peter encaminó su rumbo hacia su casa. Las calles estaban casi desiertas de transeúntes, y el tráfico era escaso. Dobló una esquina para encarar las tres manzanas que distaban del edificio en dónde él residía cuando vio una figura femenina que se dirigía hacia donde estaba él. Corría desesperada sin dejar de mirar hacia atrás. A unos cuantos metros de ella le estaba siguiendo un hombre vestido con un traje negro. Peter reparó sucintamente en la belleza de la joven. Tendría unos veinte años. Alta, estilizada, de larga melena rubia asentada por un pañuelo rosa sobre la frente. Vestía una cazadora entallada verde chillón con una minifalda negra, panties y zapatos de suela plana a juego. La muchacha llegó ante él y casi se le echó encima. Peter abrió los brazos por instinto y acogió el cuerpo de la desconocida. La nuca de ella pegada a sus labios. Su perfume era muy penetrante. El perseguidor se plantó a los pocos segundos delante de los dos. Peter no sabía qué hacer. El visitante le miró con odio y desprecio. Se le resaltaban los músculos del cuello.
La chica giró su rostro hermosísimo hacia Peter.
– ¡Ayúdeme, por favor, señor! Este hombre me ha estado siguiendo toda la noche y ha intentado asaltarme en una callejuela. Me he podido zafar de sus intenciones en un descuido, justo cuando ha intentado maniatarme con unas cuerdas- se explicó la joven con el rostro suplicante.
El extraño soltó una carcajada despectiva.
– ¡Mentirosa! Lo que menos pretendo es mantener relaciones sexuales contigo – habló con una voz recia y seca. Miró a Peter y se solazó con su indecisión. – Aunque tal vez al caballero sí que le interese meterte un poco de mano. ¿A que sí buen hombre? Paula es una jovenzuela de muy buen ver, lujuriosa y lasciva. Y le encanta el bondage. Y las azotainas en el trasero. Es una chica muy traviesa.
– ¡Cerdo! ¡Insolente! – Paula se volvió de nuevo a Peter y se agarró con fuerza a sus hombros. – No crea nada que le diga, señor. Este salvaje es un completo desconocido para mí. Un violador que buscaba saciar su apetito esta noche conmigo. Yo simplemente volvía de una fiesta en casa de unas amigas.
– ¡Sus amigas son las más zorras de la ciudad, señor! – bramó el hombre del traje oscuro. – Ya estoy harto de esta charlotada, Paula. Yo sé bien lo que tú eres. A la vez que tú conoces mi verdadera identidad.
El hombre buscó algo bajo la chaqueta. Peter estaba temblando de la cabeza a los pies. Aquella situación le desbordaba por completo. Empezó a dudar que en realidad todo fuera la fuga de una chica de las garras de su acosador. Quiso que la chica se soltase de su cuello, pero fue tarea casi imposible.
Entonces vio lo que aquel individuo extraía de debajo de su chaqueta.
Una pistola con un silenciador.
Apuntó directo al costado de la joven llamada Paula.
flop
– Nooo
Un segundo tiro alcanzó el parietal derecho de la muchacha, haciéndolo estallar en fragmentos de hueso, salpicando el rostro de Peter. La joven perdió fuerza en su agarre, y con los ojos perdidos, fue separándose en su abrazo hasta desplomarse sobre el suelo.
Peter quedó conmocionado.
Temió que aquel loco decidiera seguir practicando su eficaz puntería contra su persona. Para su propia sorpresa, el agresor puso a resguardo el arma bajo su ropa de nuevo y se acercó al cuerpo caído de Paula para asegurarse de que estaba muerta. Se agachó y comprobó los dos orificios de entrada. La sangre estaba formando un charco alrededor de la silueta medio encogida de la chica.
– Perfecto. Hay que ver cuánta sangre atesorabas ya, pequeña – comentó el hombre. Desde su postura buscó la personalidad paralizada de Peter Wicks. – No se habrá creído usted toda la patochada que le había contado Paula, ¿verdad?
Peter tardó en responder. Sus manos temblaban como la gelatina.
– No se si será usted un violador, pero un cruel asesino a sangre fría sí que lo es – respondió al fin.
El hombre negó con la cabeza. Se volvió hacia Paula y la sujetó por la cabeza, haciendo de girar su cuello.
– Mire esto – dijo, orgulloso.
Separó ambos maxilares de la joven.
Un par de colmillos afilados en cada hilera de dientes quedaron al descubierto.
Cerró la boca de la preciosa Paula, ahora ya muerta, y se incorporó de pie para situarse de frente con Peter.
– ¿Qué opina ahora? – le inquirió.
Peter mantenía la mirada puesta en la nuca de Paula.
– ¿Era una vampira?
– No del todo. Es más bien una sirviente de una de ellas. Y las amiguitas que he mencionado antes son las restantes siervas a las que estoy buscando.
– Al no ser una vampira, al tratarse, como usted dice, de una sirviente, ¿era necesario haberla matado?
– Necesario, no. Era una obligación. Si no llego a perseguirla, igualmente se habría topado con usted. Con sus encantos naturales, le habría sacado hasta la última gota de su sangre. Las siervas de Adelaida, que es así como se llama su Ama y Señora de la Oscuridad Infinita, tienen la misión de acumular más sangre de la que puedan necesitar en sus cuerpos. Luego se reúnen con ella en algún lugar secreto para proporcionársela. Es una forma de conseguir su alimento sin arriesgarse a ser cogida por sus enemigos. Y si pierde alguna sierva por el camino, la reemplazará con otra infeliz víctima. Con no abastecerse con toda la sangre de su cuerpo, esta quedará convertida en esclava de Adelaida.
Peter estaba petrificado por el horror.
– ¿Y usted quién es? – se animó a preguntar a aquel hombre extraordinario.
– Yo soy…
Separó ambos labios.
Unos enormes colmillos quedaron al descubierto.
– Soy Isaías. Un vampiro contrincante de Adelaida. Aunque usted no lo crea, entre nosotros también tenemos nuestras rencillas particulares.
“Por cierto, estando usted tan cerca… Me viene de perlas reclutarle como un nuevo siervo mío.

Cuando Peter quiso darse de cuenta, ya estaba siendo poseído por las fauces del vampiro.

El error de Bertelok

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.



Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


Cosas de críos

Cronología de los hechos:

Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.

Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.

Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.

Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


“Come little children” (with lyrics)