El híbrido nocturno

Era una noche húmeda y gélida. La respiración quedaba plasmada en el aire en variopintas formas grumosas volátiles, dispersadas al olvido en segundos, siendo sustituida la desaparecida por la nueva surgida de la siguiente exhalación. El suelo pedregoso estaba resbaladizo. Era sumamente sonoro si se andaba presuroso sobre su superficie.
Y yo caminaba de esa manera.
Apremiado por el ansia.
Las ganas.
El hambre.
Las calles de la barriada estaban vacías de vida, exceptuando algún vagabundo, borracho o mujer de vida disipada que anduviera a lo suyo en los rincones más recogidos y abyectos. Por tanto me introduje por las callejuelas más estrechas. Finalmente di con un hombre mayor. Un menesteroso que estaba preparando su catre con cartones sacados de un contenedor. Mi urgencia me delató. Aquel infeliz giró su rostro, constatando que alguien más merodeaba por su pequeño y miserable refugio…



Me abalancé sobre él, alargando los brazos y sin dejarle tiempo a reaccionar, le seccioné la cabeza con el hacha que portaba. Un chorro de intensa sangre en tonos bermellones emergió de su tronco conforme las facciones horrorizadas quedaron paralizadas para siempre en su rostro, antes de permanecer arrinconadas entre los cubos de la basura. Su cuerpo anduvo unos cuantos pasos por mis cercanías, tropezándose con la pared más cercana, hasta trastabillarse y caer pesadamente sobre el costado derecho. Sus miembros ejecutaron algunos movimientos espasmódicos antes de quedar inertes.
Entonces…
Me dejé aproximar a su cadáver, acomodándome de rodillas. Extraje del bolsillo interno de mi chaleco un bisturí, y comencé a cortarle la ropa, explorando en busca de su carne.
Era un deleite para la vista de un caníbal.
Con rapidez fui consumiendo partes de su rostro y de su brazo izquierdo, masticando con premura, con los sonidos de mi propio estómago protestando por la tardanza del banquete.
Pero aquella noche iba a ser diferente a todas las anteriores.
Mis tropelías siempre habían sido en solitario. Nunca había sido perseguido. Ni mucho menos descubierto.
Me reconocía como un ser distinto. Obsesionado por el sabor de lo prohibido.
Jamás dudé de lo aberrante de mi naturaleza entre humanos, aún considerándome a mí mismo como un mísero mortal.
Conforme me alimentaba de los restos del mendigo decapitado, algo o alguien se dignó en hacerme compañía desde las sombras. Mi anhelo por masticar, deglutir, tragar sin parar me tenía concentrado en lo mío, así que cuando percibí las pisadas acercándose a mis espaldas, ya fue demasiado tarde. Quise incorporarme de pie, pero unas garras puntiagudas y afiladas se aferraron con fuerza a mis hombros, obligándome a mantenerme en mi postura agachada.
Qué
Si. Un único vocablo fue lo que surgió de mis labios enrojecidos y brillantes por la sangre de mi víctima.
Noté su aliento sobre mi cuello.
Emergiendo de lo más profundo de su garganta, pude escuchar su voz por primera y última vez:
– Eres imperfecto. Yo te traigo la perfección. Serás inmortal y diferente a todo cuanto el hombre teme y odie.
Aquel ser, que luego supe era un vampiro, me hincó sus colmillos en mi cuello, iniciando mi conversión.
Una metamorfosis que nunca anuló mis apetencias por la carne humana en los dos sentidos, transformándome en un ser nocturno híbrido.
Desde aquel lejano entonces, como y bebo de los débiles seres humanos.
Mi nombre es Lemont Foirest.
Tengo más de trescientos años.
Mientras perdure mi existencia, tanto mi hambre como mi sed insaciable nunca decrecerá.

ESPECIAL HALLOWEEN: "Le foie spéciale"

                 

                  – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.

                  – Sí, papá.

                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.


                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…



                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.



                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…



                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.



                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.

Malos vecinos

Aquella familia estaba compuesta por marido, mujer y un hijo adolescente de trece años. Nada más verlos llegar para establecerse en la localidad, residiendo como vecinos en la casa de al lado, un presentimiento turbio le hizo intuir de manera drástica y sin sutilizas que algo raro pasaba con ellos.
Él era escritor de nulo éxito, pero tenía un gran conocimiento de la personalidad de la gente.
El cabeza de tan peculiar nueva familia era Patrick Reck. Un tiarrón de casi dos metros, pero de espalda encorvada y con una ligera cojera en la pierna derecha, motivo por el cual se servía de un bastón de marfil, y eso que no tendría ni los cuarenta.
La mujer se llamaba Fravilia. Era supuestamente descendiente de italianos. Al contrario que su esposo, ella medía metro sesenta, pesaba sus buenos ciento veinte kilos y su rostro tenía un cierto parecido con el semblante sombrío y nocturno de una lechuza, donde las enormes lentes se asemejaban a los ojos del ave en cuestión.
Con respecto al hijo único de la familia Reck…
Su nombre de pila era Leopoldus. Su estatura era de lo más ordinaria entre los chavales del pueblo, con la salvedad de su anatomía esquelética y casi cadavérica. Su tez era blanquecina, los ojos hundidos en sus cuencas, las cejas pobladas y prominentes, la nariz mordida en su aleta izquierda y los labios visiblemente amoratados. El resto del tono de la piel era descolorido. Al poco de residir la familia Reck en el pueblo, los críos le pusieron el mote de “Pesadilla”. Aunque semejante burla duró poco porque el muchacho sabía emplear un tipo de arte marcial de lo más exótico, dejando a más de uno con los huesos magullados y la cara hinchada. A raíz de emplear esta autodefensa personal, los padres de los niños del pueblo les prohibieron a estos acercarse a Leopoldus nada más salir de clase, y mucho menos arrimarse a su casa.
Decididamente, los Reck eran una familia atípica, nada deseables como vecinos.
Él lo supo cuando desapareció su perro fox terrier, “Malas Pulgas”. Al volver del trabajo no lo encontró por el jardín ni por las dependencias de su hogar. Eran las dos de la tarde, y media hora después, le llegó un fuerte olor a barbacoa procedente de la parte trasera de la casa de sus horribles vecinos. Se asomó a la valla, y los encontró degustando carne cortada en dados, ensartados en banderillas de madera. Sus mandíbulas se movían en consonancia con el hambre que tenían, masticando como si llevasen todo el día en ayunas.
Fue entonces cuando reparó en la cabeza de “Malas Pulgas”. Estaba decapitada, situada en un charco de sangre, no muy lejos del festín culinario de los Reck.
Aquella pérfida familia se había apropiado de su perro y se lo estaban asando a la barbacoa.
Su corazón le dio un vuelco. Se sentía al borde de un desmayo. Como pudo, se alejó de la valla de separación de ambas viviendas y se introdujo en su casa por el saloncito, dejándose caer sobre el sofá. Hizo lo posible por controlar el ritmo de su respiración. Discurridos cinco minutos, ligeramente recuperado de la conmoción de saber que su perro fox terrier había sido vilmente asesinado por la malnacida familia Reck, estuvo por llamar a la policía local, con intención de interponer una denuncia. Pero su amor propio le hizo de dirigirse al cuarto donde guardaba sus armas. Recogió la primera que le quedaba más a mano, una escopeta de repetición de calibre 12.
Cegado por la ira, encaminó sus pasos hacia la parte trasera donde su propio jardín y el de los Reck quedaban separados por la valla de madera rústica. Al asomarse sobre ella, ganando altura sobre una silla, vislumbró a los tres miembros que en ese instante estaban tomando un granizado de limón como postre. Patrick le sonrió con desdén, antes de perder toda la dentadura y parte de la nariz de un certero disparo, falleciendo de inmediato. Fravilia se quedó estupefacta por su reacción desproporcionada. Esos segundos de indecisión le costaron dos disparos en el estómago, haciéndola sufrir muchísimo antes de morir delante de su hijo Leopoldus, quien permanecía arrodillado a su lado, llorando como una magdalena.
Aquel niño era el mal encarnado. De los tres componentes, seguramente era el más nocivo y perverso.
Recargó su arma, presto a culminar su venganza…
No le dio tiempo a apretar el gatillo.
Leopoldus se alzó sobre la valla, situándose a su lado con la agilidad de una ardilla. Estaba agachado. Encogido como un muelle tenso. Acercó su rostro a la corva derecha del vecino y le mordió con tal virulencia, que el dolor le hizo de dejar caer la escopeta sobre la hierba.
– ¡Hijo de Satanás! – aulló, desesperado.
Entonces…
Las voces de Patrick y Fravilia llegaron muy cercanas.
Miró un segundo al frente, y se los encontró al otro lado de la valla. Patrick con la boca destrozada. Fravilia con las manos cubriéndose el regazo ensangrentado. Ambos rieron de manera endemoniada.
– Primero fue tu condenado perro.
“Esta noche serás tú a quién devoremos…
Marido y mujer brincaron por encima de la valla, y sumándose al hijo, llenaron el cuerpo del escritor con docenas de brutales dentelladas, que le costaron la vida, y con ello, ocupar sitio en la parrilla de la barbacoa nocturna de la familia Reck.

"Caramelitos Envenenados" de Halloween: "El Híbrido Nocturno". (Relato corto de terror).

Iniciamos la semana de Halloween con un relato corto de terror del año 2010 de Escritos de Pesadilla. Como en veces precedentes, el original ha sido revisado, acompañado de una ilustración, al cual en esta ocasión se le ha aplicado un suave efecto estilo lienzo de pintor.


Era una noche húmeda y gélida. La respiración quedaba plasmada en el aire en variopintas formas grumosas volátiles, dispersadas al olvido en segundos, siendo sustituida la desaparecida por la nueva surgida de la siguiente exhalación. El suelo pedregoso estaba resbaladizo. Era sumamente sonoro si se andaba presuroso sobre su superficie.
Y yo caminaba de esa manera.
Apremiado por el ansia.
Las ganas.
El hambre.
Las calles de la barriada estaban vacías de vida, exceptuando algún vagabundo, borracho o mujer de vida disipada que anduviera a lo suyo en los rincones más recogidos y abyectos. Por tanto me introduje por las callejuelas más estrechas. Finalmente di con un hombre mayor. Un menesteroso que estaba preparando su catre con cartones sacados de un contenedor. Mi urgencia me delató. Aquel infeliz giró su rostro, constatando que alguien más merodeaba por su pequeño y miserable refugio.

Me abalancé sobre él, alargando los brazos y sin dejarle tiempo a reaccionar, le seccioné la cabeza con el hacha que portaba. Un chorro de intensa sangre en tonos bermellones emergió de su tronco conforme las facciones horrorizadas quedaron paralizadas para siempre en su rostro, antes de permanecer arrinconadas entre los cubos de la basura. Su cuerpo anduvo unos cuantos pasos por mis cercanías, tropezándose con la pared más cercana, hasta trastabillarse y caer pesadamente sobre el costado derecho. Sus miembros ejecutaron algunos movimientos espasmódicos antes de quedar inertes.
Entonces…
Me dejé aproximar a su cadáver, acomodándome de rodillas. Extraje del bolsillo interno de mi chaleco un bisturí, y comencé a cortarle la ropa, explorando en busca de su carne.
Era un deleite para la vista de un caníbal.
Con rapidez fui consumiendo partes de su rostro y de su brazo izquierdo, masticando con premura, con los sonidos de mi propio estómago protestando por la tardanza del banquete.
Pero aquella noche iba a ser diferente a todas las anteriores.
Mis tropelías siempre habían sido en solitario. Nunca había sido perseguido. Ni mucho menos descubierto.
Me reconocía como un ser distinto. Obsesionado por el sabor de lo prohibido.
Jamás dudé de lo aberrante de mi naturaleza entre humanos, aún considerándome a mí mismo como un mísero mortal.
Conforme me alimentaba de los restos del mendigo decapitado, algo o alguien se dignó en hacerme compañía desde las sombras. Mi anhelo por masticar, deglutir, tragar sin parar me tenía concentrado en lo mío, así que cuando percibí las pisadas acercándose a mis espaldas, ya fue demasiado tarde. Quise incorporarme de pie, pero unas garras puntiagudas y afiladas se aferraron con fuerza a mis hombros, obligándome a mantenerme en mi postura agachada.
– Qué
Si. Un único vocablo fue lo que surgió de mis labios enrojecidos y brillantes por la sangre de mi víctima.
Noté su aliento sobre mi cuello.
Emergiendo de lo más profundo de su garganta, pude escuchar su voz por primera y última vez:
– Eres imperfecto. Yo te traigo la perfección. Serás inmortal y diferente a todo cuanto el hombre teme y odie.
Aquel ser, que luego supe era un vampiro, me hincó sus colmillos en mi cuello, iniciando mi conversión.
Una metamorfosis que nunca anuló mis apetencias por la carne humana en los dos sentidos, transformándome en un ser nocturno híbrido.
Desde aquel lejano entonces, como y bebo de los débiles seres humanos.
Mi nombre es Lemont Foirest.
Tengo más de trescientos años.
Y tanto mi hambre como mi sed insaciable nunca decrecen…


"Especial Halloween 2011": Comedor Social Para Ciudadanos Excepcionalmente Hambrientos.

“Si esperas un pollo, te darán un hueso en un tazón con agua caliente, a lo que considerarán sopa. Luego firmarás en el registro de asistencia, para que te den como postre un chicle. Así al salir del comedor social, la gente de bien te verá masticando y pensarán que esa noche podrán dormir tranquilo, pues con sus donaciones e impuestos, tu estómago no protestará en el resto del día, debido a tan espléndida comilona.”
Sir Crogan Heavy Belly (1851- 1912), fundador de los comedores sociales del norte de Londres, donde cientos de mendigos y ancianos acudían hambrientos, para luego salir farfullando imprecaciones celestiales de nulo agradecimiento.


¡Y no digamos lo necesarios que son en 
plena epidemia Zombi!

Carne de muertos.

Tras una temporada de cierta pereza literaria, estrenamos este mes de septiembre en el apartado de relatos de terror con la siguiente pieza. Espero que os asuste un pelín.

1.
Ron Divas encendió la sirena estridente, con la luz ubicada en la parte superior del vehículo lanzando destellos azules conforme se desplazaba a buena velocidad por la carretera comarcal.

A quince metros de distancia, un furgón blanco petardeaba humo gris por el tubo de escape. Tenía los ventanales de la parte trasera y laterales pintados de blanco, convirtiendo la caja en un conjunto del todo opaco, imposibilitando tanto la introducción de luz hacia el interior como la posibilidad de averiguar lo que había dentro del mismo visto desde el exterior. Los neumáticos no estaban hinchados del todo y carecían de tapacubos. Era indudable que se trataba del cochambroso medio de transporte de los Toodles. Una estrafalaria familia de granjeros que vivía apartada del resto de la civilización, no fuera a serles usurpado el bendito don de la endogamia por relaciones carnales entre miembros del mismo clan.
Tras una leve insistencia en la persecución, el furgón se detuvo en el arcén polvoriento.
Ron Divas, ayudante del Sheriff de la localidad de Dellamore, hizo lo propio, a cinco metros del parachoques trasero.
– Aquí Divas a Centralita. Voy a investigar un vehículo en aparente mal estado como para estar circulando. Ni siquiera lleva placas estatales.
“Recibido, agente Divas.”
Abrió la puerta del coche patrulla con cierto ímpetu. Se palpó la funda del arma reglamentaria antes de incorporarse erguido sobre el asfalto de tierra dura de la infame carretera rural.
Desde la furgoneta, no se apreciaba el menor ruido o movimiento.
Fue avanzando con paso firme, dispuesto a dejarse oír su voz autoritaria sobre los ocupantes del vehículo.

2.
Sara Peller era la maestra oficial de Rockings, un pueblo de apenas trescientos habitantes, ubicado a quince millas de Dellamore. Era tan insignificante, que dependía de la administración local de esta última, al mismo tiempo que sus finados eran enterrados compartiendo parcelas del cementerio de San Lorenzo de Dellamore.
La mujer estaba a punto de cumplir los sesenta, cuando falleció por una mala caída desde una escalera de su casa al intentar subir al ático en búsqueda de sus juguetes de la infancia, para enseñárselos a los alumnos de primaria.
Era considerada una persona cabal, sensata, sumamente inteligente e instruida en la literatura americana, algo poco frecuente dado el carácter de gente de campo de la mayoría de los habitantes de la zona.
La pequeña iglesia de Rockings estuvo llena de asistentes dispuestos a tributar un sentido homenaje a la maestra. Igualmente, su posterior entierro en el cementerio de Dellamore tuvo un seguimiento muy notable entre los residentes del condado.
Los ritos fúnebres fueron celebrados al mediodía.
Su tumba quedó hermosamente decorada por varias coronas de flores y demás adornos fúnebres.
A las seis, el guarda del camposanto cerró la puerta de acceso de la verja, colocando desde el exterior un candado de considerable tamaño, impidiendo de ese modo que alguien pudiera acceder al interior para cometer cualquier tipo de fechoría de lo más indecorosa. En Dellamore había un grupito de jóvenes haraganes, que eran dados a gamberradas. No fuera que les diera por tomarla con el cementerio.

3.
 – ¿Qué tal, agente? Hace una mañana muy calurosa como para andar siguiendo nuestra vieja vagoneta- dijo Efeander Toodles.  No estaba acompañado en la cabina. Vestía un conjunto de vaquero con peto, sin camiseta, con las axilas a la vista. Estaba desaseado. Su sonrisa era forzada, mostrando simplemente los cinco dientes que le quedaban en las encías oscurecidas por su adicción compulsiva al tabaco.         
– Esta furgoneta, además de vieja, tiene ya todos los visos de tener que ser retirado de la circulación. Lo digo en serio. Lo siento mucho, pero aquí se queda hasta que se lo lleve la grúa municipal al desguace – le advirtió el agente Divas, ocultando su disgusto de tener que hablar con semejante persona tras las lentes de las gafas de sol.
– Venga. No nos haga esto. Es una faena gorda. Quedan trece millas hasta llegar a casa. No pretenderá que los recorramos andando. Con la que está cascando.
– Así que tienes compañía en la parte trasera – agregó Divas.
– Joder. Vale. Si. Están mis dos hermanos, durmiendo la siesta como lirones.
– No te muevas del volante, si no quieres que te vuele la cabeza, Efeander – le ordenó el ayudante del sheriff.
– Divas a centralita. He decidido poner el vehículo fuera de servicio. Necesito que venga la grúa para llevarlo al depósito.
“Recibido, agente Divas. Ahora mismo se lo tramitamos.”
–  Procedo a registrar la parte interior del vehículo, Central.
“¿Alguna sospecha, agente Divas?”
– Más que nada una inspección rutinaria, Central.
“Entendido, agente Divas.”
Divas se situó frente a las puertas medio desvencijadas. Tiró de la manilla con firmeza.
Las lentes oscuras mantuvieron su cordura por breves momentos.
Dentro de la furgoneta, se hallaban Deonor y Chatt Toodles. Estaban sentados sobre las rodillas. Cuando la luz externa penetró en la parte trasera del vehículo, diseminando las pesadas penumbras, los dos dejaron caer cuanto portaban sobre las manos, para cubrirse el entrecejo por el efecto del deslumbramiento.
– ¡Jodida puerta abierta! No veo nada, hermano.
– Yo tampoco… de momento.

4.
– Necesitamos la llave del candado, muchacho.
– ¡No pienso entregarla, malditos canallas!
– Pues ya sólo nos queda mandarte al otro barrio, y luego registrar tu cuartucho. Tarde o temprano daremos con ella.

5.
  Fueron cincos segundos de silencio. El necesario para que el agente Divas viera asombrado lo que los hermanos Toodles transportaban en la parte trasera de la furgoneta, así como para que Deonor y Chatt adaptaran su vista al chorro de luz que quedaba proyectada sobre ellos.
A un lado, estaba el cuerpo sin vida del guarda del cementerio, con la garganta rajada de oreja a oreja, y sobre las rodillas de los dos hermanos, el torso desmembrado de la fallecida maestra Sara Peller. Estaba desvestido, con un pecho al aire y el otro medio mordisqueado. Deonor volvía a sostener entre sus manos un brazo ligeramente devorado de la difunta, mientras Chatt se conformaba con la mano del otro. Ambos estaban empapados de la sangre y fluidos del cuerpo mancillado. Sus bocas abiertas, con sendos maxilares inferiores colgando, con las babas corriendo desde los labios, descendiendo por sus cuellos hasta la nuez.
El agente Divas descubrió que las piernas de la maestra estaban apartadas en una esquina.
– Es carne de muertos, agente – le susurró Chatt, entrecerrando los ojos. – Y es nuestra. No estamos dispuestos a compartirla con nadie más que no sea de nuestra familia.
Divas los apuntó con el cañón del revólver. Su corazón palpitaba frenéticamente. Repentinamente, goterones de sudor frío recorrieron su frente.
– ¡Quietos los dos! – dio dos pasos atrás y se dirigió a viva voz hacia el otro hermano, ubicado frente al volante. – ¡Y tú no te muevas de ahí! ¡Al primero que intente algo, le vuelo la tapa de los sesos!
Deonor sonrió con malicia.
– No se ponga así, agente. Además, sólo nos sirve la carne de la maestra. El otro cuerpo puede quedárselo. No tiene ningún tipo de valor para nosotros. Como dice nuestro padre, de lo que comemos, dependen nuestros logros. La maestra era muy lista, y comiendo su carne, estamos adquiriendo parte de su inteligencia. En cambio, la carne del guarda, no aporta nada. Es más, como mucho, nos demostró antes de morir, que era un gran cobarde.
– ¡A callar, he dicho! – ordenó el agente Divas.
Le temblaban los dedos de la mano libre. Quiso dar novedades por la emisora.
– Agente. No tiene de qué preocuparse – recalcó Deonor. – Sólo nos interesa la carne de los muertos. Y usted está vivo, por ahora.
En ese instante se percibió una detonación desde la lejanía.
El agente Divas dejó caer la mano libre. Luego el arma se le escapó de la mano derecha. Seguidamente se desplomó sobre el suelo, con el sombrero apartándose de su cabellera. Un orificio de bala con entrada por el parietal izquierdo y salida por el derecho, inclinándose levemente por la conexión con el hueso occipital en su parte superior refrendaba el origen de la súbita muerte del agente.
Chatt gritó alborozado.
– ¡Viva! ¡Ese es nuestro padre!
Desde el lado opuesto del arcén llegó el reflejo de la mira telescópica de un rifle de francotirador.
De inmediato llegó Efeander, jadeando por el sobresalto.
– Joder. Esta furgoneta ya no nos sirve. Por su culpa, casi nos descubre este desgraciado.
Deonor miraba la figura inerte del policía. Ensanchó los carrillos, mostrando una sonrisa de lo más infantil.
– En este momento sí que nos interesa usted, señor agente. Ese vigor que albergaba su cuerpo, ahora se transferirá a nuestro espíritu conforme consumimos su carne…

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"Recuerdos de mi abuelo".

No hay nada como acudir a la residencia de ancianos “Junticos Pero Nunca Abandonados del Todo” en la visita que realizo cada quince años para escuchar los recuerdos del abuelo Reginaldo. Por cierto, ya tiene los 137 años. Está más sano que una pera limonera, el muy jodido…



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