Tiempos difíciles para un licántropo norteamericano.

Tenía hambre. Su ansia desatada podía controlar su voluntad con suma facilidad. Su transformación era dolorosa. Cada dilatación de sus músculos, cartílagos y osamenta le hacía sumirse en una penitencia lacerante donde predominaba el deseo de convertirse por fin en la bestia. Sus sentidos se hacían más notables. Su agilidad se tornaba extraordinaria. Su fuerza era colosal. Y sus aullidos quedaban propagados a medianoche reclamando a la silueta lechosa de la luna en su fase de máxima plenitud su reinado sobre los seres inferiores de la noche.

Su alargado morro lupino ansiaba morder y masticar. Sus colmillos, excitados por la proximidad de carne humana, se separaban, abriendo las mandíbulas al máximo, con la baba corriéndole por el mentón.
Se movilizó por las calles al albur de las sombras. La ropa desgarrada se fue cayendo a tiras, hasta quedar su inmensa y desproporcionada anatomía desnuda. Su metamorfosis en hombre lobo fue completada. Su vacío y enorme estómago se contraía por la falta de alimentos.
El mundo estaba cambiando. Era ya demasiado moderno para él y sus congéneres. En las grandes urbes estaba implantado el toque de queda, y nadie se aventuraba a quebrantar tal orden por el inherente riesgo de ser encarcelado y torturado bajo el régimen totalitario imperante en la zona septentrional de los Nuevos Estados Unidos. Los únicos ejemplares nocturnos disponibles para el disfrute carnívoro eran los propios militares. Para tal contingencia, éstos estaban convenientemente equipados para rechazar cualquiera de los comportamientos predatorios del hombre lobo.
Así era simple cuestión de tiempo que su propia figura transformada sufriera las consecuencias de tan dura realidad.
Emplearon de carnaza a un joven recluta apostado en un control de la calle Brentson. Su apetito era tan inmenso, que fue en pos del soldado cara a cara, brincando sobre sus cuatro patas, avanzando metro a metro, dispuesto a saltar sobre su garganta y profundizar con los colmillos en la yugular, saboreando la carne y la sangre de su cuello. Justo en plena carrera hacia su víctima, de la calle adyacente surgió un vehículo blindado. Era una mini tanqueta con su cañón lanzallamas. Se vio sorprendido por el alcance de la llama, y para cuando quiso alejarse de allí, ya era una bola de fuego en combustión. Unos aullidos agónicos precedieron a su fulminante muerte.
Otro licántropo abatido a tiempo por las fuerzas del orden.
El soldado joven respiró aliviado.
La noche estaba siendo muy fructífera. Ya llevaban tres bestias exterminadas.
Los tiempos modernos estaban pudiendo con los seres más primigenios.
Estamos en el año 2050…

El triste sino de un ciempiés en noche de luna llena.

“¡Ay, lechosa esfera que surges de entre los nubarrones del norte! Cuando quedo iluminado por tu halo…, me suenan las tripas y encargo una pizza de tres quesos por el teléfono móvil.”


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Cosas de críos. (Kids things).

Cronología de los hechos:
Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.
Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.
Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.
Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


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Licantropía contenida.

El influjo que ejerce sobre mi es tan intenso,
nocivo y doloroso para quienes me rodean,
que me veo obligado a ser encadenado por mi mismo
en mi lecho de descanso nocturno.
Mi conciencia en infinidad de ocasiones se dirime entre incumplir la lógica
que contenga la ilógica de mi existencia
y el ansia de afrontar con total libertad la soledad y permisividad de la noche.
He de establecer una férrea disciplina en tales circunstancias,
pues si permito la libre evolución de mis sentimientos,
disfrutando de mi instinto primigenio salvaje,
volvería a causar desmanes irreparables como los que ya causara en el pasado.
Las fechorías cometidas en épocas tan lejanas quedaban camufladas por la más burda superstición
y la creencia en leyendas fantasiosas de los incultos lugareños.
Mientras las autoridades locales trataban de justificar mis arbitrarias matanzas,
nunca realizadas por un ser diabólico,
sino más bien por una bestia montaraz, salvaje y hambrienta,
a la cual habíase de abatir por los cazadores más avezados de aquellos tiempos pasados.
Jamás fui cazado.
Ni siquiera herido.
Conseguía eludir el cerco de mi propia destrucción.
Reconozco que entonces no contenía mi ímpetu sanguinario.
Más si hoy en día lo hago es por los avances tecnológicos implantados en la seguridad de las ciudades.
Las armas son otras, mucho más poderosas.
Quienes las portan están preparados para enfrentarse a mi poderío físico.
Y en cada rincón de cada calle, por mísera y abandonada que esté,
no es raro ver alguna cámara que pueda tomar detalle de mis ramalazos de locura lobuna.
Por ello me encadeno en las noches claras de luna llena.
Bramando la condena de mi maldición,
con las mandíbulas deformes apretadas contra la almohada, amortiguando los aullidos disconformes.
Me va en ello la existencia.
El no morir en mi desdoblada personalidad,
para vivir más tarde en la normalidad de un simple ser humano.


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