La Fisura (Capítulo Cuarto).

IV


             1.


             Arthur Code estaba pletórico de ánimo y autoconfianza en su ego constantemente al alza con el paso de los años. Se puso uno de sus trajes informales adquiridos en 
“Woddy´s”, un concepto chillón y doliente del buen gusto en el vestir que divertía a lo grande a las nenas de Tracy Tutti Torso, y estuvo esperando en el salón, viendo “La Invasión de Viena” expuesta en la televisión de pantalla extraplana de ochenta y dos pulgadas con efectos tridimensionales Hakka Pakka, fabricada en Finlandia y con un costo de compra en el momento de su adquisición de cinco mil dólares contantes y sonantes. Se sirvió un vaso generoso y espléndido de un ron “Muerte Sudorosa” dominicano con dos cubitos de hielo ahuecados. Pasado un cuarto de hora extra largo, entre oleadas de artillería nazi y demoliciones estructurales de las edificaciones de la capital austriaca por parte de la ofensiva aliada en su camino imparable hacia Berlín, Code estaba seriamente achispado, sonriendo bobaliconamente ante el revoloteo de una pesadísima polilla que deambulaba en círculos alrededor de la pantalla. En ese estado de desidia etílica pudo percibir instintivamente el ronroneo estridente del vehículo que usualmente solía traer a las chicas de vida alegre nocturna (un Mazda GT 2200 trucado). Se levantó del sofá de piel de llama del altiplano peruano y con el vaso de licor en una mano, recorrió la distancia hasta el vestíbulo decorado con paredes revestidas con juncos de bambú barnizados. Abrió la puerta de madera de cedro tallado artesanalmente en “Tannati´s De Luxe” por mil setecientos dólares y saludó con un rictus de zalamería malsana a la chica situada bajo el pequeño pórtico infectado de hiedra retorcida.
            Era Wendy Currizos, la de Alabama. Una pelirroja teñida de un metro setenta, cincuenta y cinco kilos bien llevados y unos treinta años. Delantera respetable y trasero firme y en su sitio. Esa noche, de la forma en que iba vestida, con un conjunto oscuro de fiesta de generoso escote y con un hombro al descubierto, además del acierto en el maquillaje que llevaba encima del precioso cutis, aparentaba diez años menos.
            – Hola, Wendy – la saludó con cierta pérdida de entusiasmo nada más verla. La invitó a pasar por debajo del umbral con la mano desocupada.
            La mujer sonrió con picardía de lo más insulsa, y le acompañó hasta el salón con paso desgarbado. Code supo que la muy infeliz estaba caminando incómoda con esos zapatos de tacón de aguja de alta alcurnia.
            – Puedes descalzarte los pinreles, querida. El suelo está desinfectado. Lo hago fregar todos los días con un friegasuelos bio alcohólico, de aroma de pino con efecto triple lejía.
            – Oh, que gentil por tu parte. Se ve que en tu anterior vida, fuiste inspector de sanidad…- le agradeció la chica con ironía.
            Se quitó los zapatos, dejándolos caer sobre la genuina alfombra de piel de oso polar sacrificado unos meses antes de haber alcanzado la edad adulta en una partida de caza celebrada por Code y unos guías nativos cercana a la población de Chukiski, en la zona norte de Alaska. Se sentó en el sofá de seis plazas y media, y se puso a masajearse los dedos de los pies a través del nylon de los pantis negros.
            – Estoy hartita de tener que calzarme estos puñeteros zapatos – masculló, algo alterada.
            – La Madame Tracy os cuida bien, según tengo entendido.
            – Por lo que hacemos, ya puede, el muy desgraciado. A costa de nuestro sudor, va a financiarse la operación de cambio de sexo, no te fastidia. Y no te creas que pienso seguir mucho más tiempo ejerciendo de prostituta de lujo, nene.
            – Vaya. ¿Y cuáles son tus pretensiones de cara al futuro, Wend?
            Code se acomodó a su lado, ofreciéndole un vaso de tequila.
            Wendy lo miró con los ojos abiertos como soles.
            – Estoy estudiando para ser actriz. Pienso que tengo la clase y el glamour suficiente como para gustarle a la cámara. (La chica se fijó en la cara deshonesta que le puso su anfitrión). ¡Nada de pornografía, carajo! Las lecciones me las están impartiendo online por internet y cada viernes por la tarde recibo clases de interpretación sobre el escenario en el teatro de Barrick Town. ¡Mira que eres un cerdo malpensado!
            – ¿Pero qué clase de actriz? ¿De cine, de televisión o de teatro?
            Code estaba ciertamente decepcionado. La tal Wendy no era muy lanzada. Había esperado la visita de “Boom-Boom”, o a Martha, “La Alemana”, pero nunca a la soporífera de Wendy, “sonrisa de maíz”. Mira que se lo había mencionado explícitamente a Madame Tracy: “No más wendies, por favor. Luce muy bien, pero para cuando llega el instante álgido en que desea afanarse en sus quehaceres, ya han discurrido dos horas del más ominoso de los tedios.”.
            En este caso, la boca de la muchacha se abría y cerraba con la celeridad incansable del movimiento de los labios del muñeco de un ventrílocuo.
            – ¡Ja! Indudablemente, la respuesta tiene que ver con el mundo del cine. La televisión te quema en cuestión de meses. Y el teatro no te inmortaliza a nivel de los medios. Bla, bla, bla…
            Arthur Code se tomó dos coñacs, un tequila y dos copazos de crema irlandesa en los tres cuartos de hora que llevaba de conversación baldía con su acompañante, escuchando sus quiméricas ilusiones con la paciencia de un cliente en la cola de la caja de un supermercado en vísperas de las navidades.
            En un momento dado de hastío, se alzó medio aturdido entre marasmos producidos por la media borrachera que llevaba encima y sin tapujos, la miró directamente al canalillo del escote de su sugerente vestido.
            – Cambiando de tema, Wendy. ¿Qué te parecería si continuamos esta charla entre chapuzón y chapuzón en esa piscina de casi seis metros de profundidad a los sones de la guitarra acústica de Wendello?
            Cada tema de Wendello quedaba enmarcado dentro de lo que se consideraba la música comercial preferida del momento. Era un solista neoyorquino, melenudo y flacucho como el hueso mondo y lirondo de una pata de pollo asado, de cortas prestaciones artísticas, que hacía el payaso integral en el escenario, enardeciendo al sector femenino que le seguía con sus provocaciones.
            – Lo haremos sin la ropa puesta encima, claro – expuso Wendy.
            – Así será, cariño. La ropa mojada siempre en el tambor de la lavadora, por Dios. Estamos a veinticinco grados.
            Diez minutos después la pareja estaba inmersa en la calidez de la piscina, nadando y jugueteando. Code la retó a disputar una carrera de quince metros braza. Para su oprobio y vergüenza varonil, consiguió llegar a duras penas al otro lado de la piscina. Wendy se partió de risa viéndole llegar con tres metros de retraso, con la cara congestionada y tosiendo como si hubiera tragado veinte litros de agua. Definitivamente tenía que reconocer que ya no estaba en edad y condición física para dedicarse a esos menesteres deportivos.
            Cerca de la piscina, sobresaliendo como el pico de un pterodáctilo, estaba ubicado el altavoz “Sony Wild Wet Dreams”, difundiendo los acordes demenciales de Wendello:

“QUÍEREME U ÓDIAME,
PERO NO DEJES DE PENSAR EN MI FIGURA INSINUANTE.
ESTOY DISPONIBLE PARA LA ETERNIDAD.
NUNCA DEJES DE LUCHAR POR MÍ,
BLANDIENDO TUS ARMAS NATURALES,
PUES SI NO LO HACES
ME IRÉ CON OTRA MUCHO MEJOR,
MEJOR, MEJOR, MEJOR…”

            – Hermosa balada para una espléndida noche, ¿verdad, mocosa mía? – le susurró Code al oído de la chica mientras sostenía sus respingones senos entre las manos.
            La mujer asintió, y juntos se sumergieron hacia el fondo de la piscina, entrelazados. Se besaron y Code se puso tenso, con el corazón palpitante. Sintió una fuerte erección en la ingle. Ella le rodeó con sus piernas alrededor del final de su rabadilla.
            “Oh, Wend. ¡Por fin, Wend!”
            Estaba dispuesto a poseerla, cuando percibió como la mujer luchó por desenredarse de él.
            “eh”
            Wendy forcejeó con rudeza, con los ojos inyectados en sangre a la vez que iba exhalando burbujas frenéticas por la boca.
            ¡blup! ¡blup! ¡blup! ¡blup, blup, bluuppp!
            El hombre sintió un arañazo sobre el pecho, continuado del impacto de la rodilla derecha de Wendy en su entrepierna, haciendo que la soltara de entre sus brazos.
            La chica ascendió verticalmente hacia la superficie, con Code siguiéndola a escaso metro y medio. Cuando buscó el borde de la piscina, la prostituta arremetió de nuevo contra su figura, propinándole en esta ocasión un puñetazo explosivo en el ojo derecho, marcándole con tres surcos profundos en el pómulo del mismo lado del rostro. Las uñas de Wendy no le sacaron el globo ocular de puro milagro.
            Él se quejó lastimosamente, aspirando bocanadas de aire en pleno ataque de ansiedad.
            – ¡Hijo de perra! ¿Qué te has creído? ¡Las rarezas las practicas con tu madre, cerdo!
            Wendy se apoyó contra el borde, abandonando la piscina de un brinco.
            – ¿Pero qué te ocurre, joder? ¿Te has vuelto loca, o qué, maldita fulana? – masculló Code, igualmente histérico y fuera de sí.
            La mujer se volvió para acertarle con un escupitajo en plena cara. El salivazo le corrió desde la frente hasta el tabique nasal.
            – ¡Cabrón! Aún me lo preguntas. Maldito sádico pervertido. No pienses que esto va a quedar así. Ya verás cuando te coja por el cuello uno de los gorilas de Madame Tracy.
            “Olvídate de requerir más nuestros servicios, porque ninguna de mis compañeras van a querer compartir contigo ni una partida de dominó. Viejo enfermizo.
            Wendy se dio la vuelta, echando a correr por el caminillo de piedras. Entró en la casa por la terraza, deslizando la puerta corrediza, cerrando la hoja del ventanal de golpe desde el interior.
            Code vio el rastro de sangre color escarlata que fue dejando la chica en su huída precipitada. También presenció sobresaltado el culo rojizo, descarnado, en carne viva.
            Nunca había visto semejante cosa. Le entraron ganas de vomitar la ingesta de alcohol macerado en su estómago contraído.
            Salió de la piscina apoyándose en la base cuadrada del trampolín, con la mano sobre el ojo ya medio hinchado. El reguero continuaba allí, asentado encima del caminillo de losas. Dio unos pasos temblorosos, eludiendo las losas ensangrentadas cuando
            blup…
            una burbuja afloró a la superficie de la piscina, eclosionando al contactar con el oxígeno del aire. Desanduvo sus pasos, situándose al lado de la mesita camarera. Desde allí pudo entrever una mancha lívida sonrosada que se iba extendiendo por el centro del agua de la piscina. Ligera y espontánea, similar a una cortinilla ligera de gelatina.
            – Caray…– musitó al comprender que se trataba de la sangre de Wendy.
            Se acercó al borde con una incipiente aprensión.
            En el centro del vaso, depositado en el fondo, cerca del nivel de los adultos, divisó los contornos deformados de los cascotes.
            – No puede ser posible.
            Se puso de rodillas. Atisbó las profundidades con su único ojo sano.
            La grieta que había taponado estaba abierta, con el cemento resquebrajado apilado en el fondo azulado. Del agujero emergían unas burbujas. Estas ascendían hasta la superficie para terminar explotando como la burbuja predecesora.
            blup… blup…
            blup… blup…
            Code estaba atónito. Parecía que ni siquiera las sacudidas de un movimiento sísmico de nivel nueve le iban a condicionar a tener que moverse ni un ápice del sitio donde permanecía rígido observando cuanto sucedía en el fondo de su piscina recreativa.
            Las burbujas fueron incrementándose en cuantía. Entonces desde el interior de la enorme fisura surgieron unos tentáculos oscuros que se agitaban nerviosos como las patas sensibles de una araña al ser molestada por otra que se atreviera a transitar por su territorio de caza. Los tentáculos enarbolaban una bandera blanca, o eso es lo que Code pensó para no desmoronarse, cuando lo que realmente era agitado en el fondo de la piscina era el tejido externo de la piel arrebatado a las nalgas de Wendy.
            blup…
            Code se alejó a grandes zancadas, llorando a lágrima viva, preso de la histeria. Quiso hacer deslizar el ventanal de la terraza, pero Wendy lo había cerrado por dentro. Desesperado, cogió la silla de jardín más cercana y la arrojó contra el vidrio, destrozándolo, precipitándose en el interior de su bungalow, buscando su propia protección personal.
            En el exterior, la luz lechosa de la luna nueva iluminaba la superficie ondulante de la piscina. Sobre la misma, una sinfonía de burbujas nacía y moría en escasos segundos, componiendo notas musicales acuáticas.


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La Fisura (Capítulo Tercero)

III

         1.

            Arthur Code llamó a la empresa “Acqua Service Company” a las nueve y media de la mañana, y a las diez y cuarto se personó el camión cisterna, rugiendo por las silentes calles correctamente asfaltadas de la urbanización “Resting Place”.
            Uno de los empleados de la compañía le saludó efusivamente. Le conocía de la vez anterior.
            – Qué. A rellenar esa fosa de cocodrilos de nuevo, ¿eh?
            – Sí. Espero que no tarden tanto como la vez en que la vaciaron.
            El empleado se llevó un puño al mentón y entrecerró los ojos.
            – Si tuviéramos alguna clase de aliciente en especial… – dejó caer sin garbeos.
            – ¿Le parece esto suficiente acicate? – le repuso Code, entregándole una propina por adelantado consistente en un flamante billete de cien dólares casi recién salido de la imprenta de la tesorería federal.
            – ¿Cómo dice? ¿Que la quiere llena para dentro de una hora? No hay problema. La tendrá disponible para entonces – le aseguró el empleado enjuto de la “Acqua Service”.
            Se guardó el billete en uno de los bolsillos del pantalón estilo buzo de albañil, y dirigiéndose a su compañero de fatigas, le urgió:
            – Venga, Edmond. Agiliza todos los músculos atrofiados de tu trasero pelado, y mete la boca de la manguera en la piscina de una condenada vez.
            Acompañó a su compañero hasta el vaso de la piscina. Edmond se le pegó como una lapa y le susurró en el oído:
            – ¿A qué viene tanta prisa? Ni que tuviéramos hoy una docena de piscinas de ricachones niños de papá que llenar.
            – ¿Te parece acaso poco estímulo cincuenta machacantes?
            Edmond le miró perplejo.
            – ¿Ese oligarca te ha dado cincuenta pavos de propina para los dos?
            Su compañero ensanchó una notable sonrisa.
            – Cojonudo – exclamó Edmond antes de dirigirse a toda prisa con la boca de la manguera hacia la parte trasera del jardín.


            William Hope vio de buenas a primeras perturbado su sueño con la ensordecedora llegada del camión cisterna de la compañía “Acqua Service”.
            – Espero que este estremecimiento de los cimientos de mi casa no simbolice el advenimiento del fin del mundo – rezongó, levantándose de la cama malhumorado.
            Recorrió el corredor hasta la sala de estar y husmeó por las rendijas de los listones de la persiana veneciana. Contempló el aparatoso camión aparcado enfrente del bungaló de Arthur Code. Uno de los empleados de “Acqua Service” estaba charlando amigablemente con el vecino. Williams se restregó los ojos legañosos con los puños, abandonando el salón, andando lentamente hasta el armario del vestíbulo. Se agachó, forzando el espinazo al límite de lo que le permitía su edad, abrió las puertas inferiores y cogió una toalla plegada y apilada encima de otras muchas más.
            Se enderezó, pasándose una mano por la espalda doliente, y fue derechito hacia el cuarto de baño, donde pensaba sumergirse en las aguas relajantes, templadas y plenas de burbujas de su jacuzzi.
          
         2.

            Edmond estaba pendiente del nivel de agua que había en el vaso de la piscina, cuando escuchó una toz, seguido de un quejido detrás de su espalda. Se volvió con presteza y vio al hombre mayor medio encorvado al otro lado del seto y de la valla de madera de haya que separaba el jardín trasero del señor Code del jardín colindante.
            El anciano llevaba puesto una camisa de manga corta, un pantalón de felpa y un sombrero de fieltro que coronaba su cabeza con cierto porte militar.
            El empleado optó por saludarle con un ojo, para continuar vigilando la piscina.
            – Disculpe, joven… – le llegó impregnada de contundente vigorosidad la voz del vecino.
            – ¿Qué ocurre, abuelete?
            – La piscina. ¿Cuánto tiempo van a estar rellenando la piscina del señor Code?
            El joven sacó una amplia mano repleta de callosidades del bolsillo de su pantalón. Se quitó una bolita mucosa de la fosa nasal derecha y la aplastó entre las yemas de dos de sus dedos.
            – Ya falta poco. Diría que quedarán de cinco a diez minutos.
            – Ah, bien.
            – Lamentamos las molestias que podamos estar ocasionándole, pero el equipo que manejamos es del año de la Guerra de la Secesión. Por ello el ruido es inevitable.
            – Ummm – repitió el anciano poco satisfecho, alejándose de la valla.
            Edmond hizo chasquear la lengua contra las encías superiores, clavando la vista en la superficie ondulante de la piscina.
            Esta le lanzaba destellos insinuantes, como si fuese un mosaico plateado.
            Destellos y más destellos.

            3.

            William se dirigió pausadamente hacia la caseta prefabricada donde almacenaba los útiles de jardinería, ubicada en la parte más oriental de su jardín trasero. Conforme se iba acercando, el sonido continuado y envolvente del camión cisterna fue decreciendo de forma paulatina.
            Demonio de Code.
  Que hiciera extravagancias, era cosa suya, pero de allí a involucrar al vecindario, mediaba un abismo.
  ¡Cielo Santo! Le dio por vaciar la piscina sin ningún motivo aparente, al poco de ello desencadenó una especie de guerra química ahí abajo y ahora se le ocurre volver a llenarla.
  En cuanto le viera a solas, iba a mantener algunas palabras duras y poco nobles con él. “Resting Place” era, tal como su nombre sugería, un lugar placentero, remanso de paz y sosiego ilimitado, donde si un perro salchicha era atropellado en la calzada por el carrito de los helados, se convertía en el suceso más reseñable de la semana.
  Por no mencionar el tema del todo inapropiado y desagradable de sus orgías de cada fin de semana. Tanta señorita despampanante chapoteando en la piscina con forma de riñón atrofiado, sin más vestimenta que unas invisibles tangas de seda transparentes. Si bien era cierto que no reprochaba del todo esta última conducta desordenada y licenciosa de Code, ya que él mismo se placía en contemplar esas anatomías curvilíneas, brillantes y sensualmente bronceadas, tumbado encima de la cama de su propio dormitorio,  ejerciendo un espionaje de lo más excitante con el uso de los binoculares de largo alcance y visión nocturna, los hechos estrafalarios de su aburguesado vecino perpetrados en las horas más recientes eran de suficiente relieve en el apartado negativo como para tenerle ya clavado entre ceja y ceja.
  “La locura es contagiosa” – había oído en alguna ocasión, con el casco encasquetado y bien apretado por el cinturón bajo su mentón mientras sujetaba la metralleta entre las manos con abrumadora ansiedad, apretando los dientes hasta conseguir hacerlos rechinar, oculto entre la maleza urticante, tumbado sobre el vientre, sucio de tierra, sudoroso como un cerdo y rezongando por los continuos picotazos de los mosquitos.
  Aquella frase concordaba con sus compañeros de pelotón que cercenaban cabezas de los nativos e incendiaban las chozas de bambú de los poblados que supuestamente apoyaban al enemigo rojo en aquella distante guerra de los cincuenta en apoyo de la Corea del Sur contra la Corea del Norte apoyado por China y el mentecato de Stalin.
  Si en aquel lejano pasado luchó lo indecible para no dejarse avasallar por la falta de cordura del resto, ahora mismo, en el presente, no iba a consentir que Code intentara volverle loco.
  No. De eso nada, monada.
  William descorrió el cerrojo de la puerta metálica de la caseta, entornándola hacia afuera.
  La luz diurna alumbró el claustrofóbico interior.
  – Voy a relajarme arreglando el seto delantero.
  “Aliviar tensiones. Serenarme del todo – se dijo en voz baja, alcanzando los guantes de jardinería. Se los puso con la elegancia de un cirujano de lo más eminente presto a realizar un trasplante de hígado. Solemne, concentrado, desvinculado del mundo externo.
  La luz cegadora incidía sobre su espalda, haciéndole sentir un agradable hormigueo de lo más mortificante que se acrecentaba sobre los omoplatos.
  “Cómo me pican los huesos, je, je” – pensó, ya más sosegado.
  Las herramientas colgaban de los ganchos en las dos paredes laterales. William recorrió con la vista la primera hilera, hasta dar con las podaderas de muelle. Las sacó del gancho oxidado. Entonces reparó en algo que no encajaba con el orden natural mantenido dentro de la caseta.
  El saco de abono.
  El saco de cinco kilos de sustrato estaba fuera de lugar, medio inclinado contra dos azadones. Debería de estar situado en el rincón, y sin embargo, no lo estaba.
  Desplazado casi metro y medio de su zona correspondiente.
  William reflexionó por un instante. La última vez que había frecuentado la caseta databa de finales de la semana pasada. Unos cuatro o cinco días. En teoría nadie más iba a meter las narices en ese cuchitril. Vivía solo, era un pertinaz solterón de por vida, y sus amistades más cercanas, llámese Rusty o Juliet, nunca solían pasar a la parte trasera de la casa. Es más, ambos detestaban todo lo relacionado con la jardinería. Tampoco podría haberse tratado de un vulgar ladronzuelo. ¿Qué iba a poder  encontrar de valor? ¿Abono, herramientas usadas, ropa jardinera, un rollo de tela mosquitera, minerales líquidos…?
  No, sería debilidad racional el solo hecho de haber intentado un robo de ese tipo.
  Además, qué coño, si todo lo demás permanecía en su sitio, y la cerradura no se veía forzada.
  Todo, menos ese puñetero saco de abono orgánico…
  Dobló su cuerpo hacia delante, apretando los dientes para mitigar el dolor del espinazo, recogiendo el pesado saco entre las dos manos, presto a su inmediata colocación en el rincón.
  Dada la situación angosta de aquella esquina, no se percató de la hedionda madriguera hasta que tuvo materialmente introducida la nariz en ella.
  Era enorme, de forma semicircular, abovedado en su arco, de casi cuarenta y cinco centímetros de diámetro.
  William depositó el saco en el suelo.
  De las entrañas del agujero practicado en el suelo térreo,  surgía un tufillo lesivo para su olfato. Olía a pescado rancio, que llevara más de dos días varado en la orilla de un río contaminado.
  Desde el fondo de la gruta llegó el rumor mínimamente tangible de un chapoteo radical que le recordaba cuando de pequeño solía atrapar las ranas de una charca con una redecilla para seguidamente dejarlas caer en el calabozo mortal de un pozo negro.
  – ¿Quién diablos habrá hecho esto? ¡Además en mis dominios! – formuló en voz alta.
  Por toda respuesta recibió una oleada del olor pútrido que mancilló su sentido olfativo, mientras en la lejanía persistía el barullo intolerable del camión cisterna.
  Examinó la entrada a aquel túnel. Había visto algún que otro agujero de topo, y ninguno se asemejaba a ese cubil subterráneo. La alimaña que se refugiaba en dicha guarida debía de abultar como dos o tres topos bien alimentados.
  – Bueno, lo mejor será tapar esto cuanto antes. Le pediré ayuda al chico de los Morrinsons – resolvió William, apoyándose en el suelo con una mano para poder incorporarse.
  Lo que ocurrió a continuación duró apenas un minuto, pero para el bueno de William Hope la duración de aquellos sesenta segundos representó toda una eternidad, con sus pesares y dolores.
  Desde la entrada  de la madriguera reptó un bulto peludo como un perro de lanas, del todo empapado, pero no era un can. El bulto, alargado y ligeramente en forma de ele, se arrastró sobre el suelo de tierra, dejando unos charquitos, y el palito de la ele, que William apreció que debía de ser su cabeza aunque no dispusiese ni de ojos ni de hocico, separó unas mandíbulas infernales, para de seguido cerrarlas sobre su antebrazo izquierdo, hundiendo las cuchillas que tenía por colmillos en la carne fláccida del anciano.
  El hombre se enderezó de una manera vertiginosa como no lo había hecho desde hacía por lo menos cuatro lustros. El terror creciente en su ser le impidió gritar, formándosele una bola grumosa en la garganta del tamaño de una pelota de tenis.  Apartó la vista de la cosa unida en tan perniciosa relación simbiótica con su antebrazo, agitándolo arriba y abajo compulsivamente, tratando en vano de desembarazarse de aquel bicharraco.
  – ¡Fuera! ¡FUERAAA…! – logró musitar al fin.
  Tropezó con los estantes de madera que almacenaban los botellines de fertilizantes, desparramándolos por el suelo.
  Buscó las tijeras de podar, pero no las encontraba.
  – ¡Socorro…! – balbuceó, gimoteando, pero no había nadie cerca que reparara en su voz nerviosa.
  El extraño animal aferrado a su extremidad superior continuó hincándole los dientes, y de su tronco peludo y alargado empezaron a surgir una serie de oscuros tentáculos dirigidos hacia el resto de su cuerpo.
  Los miembros del bicho eran extremadamente delgados y filamentosos, como los tentáculos de una medusa gigante. A una velocidad espantosa se iban adhiriendo en torno del tronco y las extremidades superiores del desgraciado Wiliam. Le iban enrollando, y en pocos segundos se pusieron a presionarle con la firmeza de las anillas de una anaconda, aplastándolo…
  – Jesús. Nooo…
  Algunas de las prolongaciones ascendieron por su pecho resquebrajado hasta su cabeza. Alcanzada esta, se fueron incursionando por los orificios nasales, del oído y por su boca.
  William pataleó frenéticamente, golpeándose contra las cuatro paredes de la caseta, derribando frascos, estantes y casi la totalidad de las herramientas que estaban dispuestas en los ganchos. Sentía la cabeza a punto de estallar, con la sangre tibia y extremadamente dulce manando de sus orejas y de su nariz.
  Una docena de tentáculos comprimieron sus costillas, estrujándole a conciencia.
  Sus huesos crujieron de la misma manera que una compleja construcción formada por palillos de madera era devastada por la pisada de una bota militar.
  Craaaaac…
  – Aaaaaa.
  William se derrumbó de repente al perder las fuerzas y parte del conocimiento, propinándose una tremenda costalada al impactar con las nalgas contra la dureza del suelo. Entonces supo el lugar exacto donde había dejado previamente las podaderas. Las dos cuchillas de las tijeras se ensartaron en su glúteo derecho como las púas de un tenedor en un filete poco hecho, consiguiendo que su pantalón de felpa se empapara rápidamente con su propia sangre.
  El anciano abrió los ojos como las ranuras ópticas del androide bruñido y metalizado de la impactante película del cine mudo “Metrópolis”. Con las pupilas dilatadas, contempló impactado por el horror como dos apéndices retráctiles del bicho peludo y ciego iban a penetrarle por las cuencas en un símil al instante que un hilo es enhebrado por el ojo de la aguja.
  – oooohhh   noooo  oooooo…
  La cosa indefinida le rodeó con más tentáculos negros y continuó presionándole de tal modo, que luego pudiera introducirlo en su madriguera.
  Cuando lo hizo, la única cosa que quedaba de William Hope en el interior de la caseta jardinera era el sombrero de fieltro, depositado boca arriba en un mal presagio taurino encima del saco de sustrato.


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La Fisura (Capítulo Segundo).

II
            1.
            Arthur Code experimentó una noche pésima. Flotando en una nube de temores insondables y de zozobra onírica, se vio a si mismo zambulléndose en las profundidades negras y glaciales de su piscina doméstica.
            Porque
            “eso”
            era su piscina, aún a pesar del légamo y de un sinnúmero de incontables rocas pulidas y porosas depositadas en el fondo de la misma. Code buceaba bajo diez o quince metros de profundidad, utilizando sus pulmones, forzándolos a dar más de sí. Le dolía el vientre y sintió una serie de agudas punzadas en las extremidades. Soltó algo de aire, viendo las burbujas surgir de sus labios entreabiertos, pendiente de cómo ascendían en espiral hacia la superficie.
            (blup…, blup…)
            Enfiló hacia una roca sinuosa recubierta de algas marinas y la abarcó con ambas manos al igual que un quarterback de los Miami Dolphins haría lo propio con el balón ovalado en los últimos segundos de la Super Bowl, decidido a encaminar a su equipo hacia la gloria con la consecución del touchdown de la victoria final. La miró enajenado mentalmente. Abobado. Con los bronquios obturados.
            Se fijó en la zona de la roca donde no florecían las algas. En esa zona yerma se dibujaba una sonrisa quebrada, lloriqueante. No pudo contener la respiración.
            (blup…)
            La sonrisa dolorosa era una raja de casi medio metro de largo y con la anchura suficiente como para poder encajar el antebrazo entero de una persona adulta. Tan dilatada… No podía creer con cuánta facilidad se extendía.
            (blup…, blup…)
            Code miró a la rendija. Se le nubló la visión. Buscó más aire en los pulmones ya agotados, derrengados como un púgil de los pesos pesados afrontando el último de los asaltos. Abrió los ojos y sintió una opresión pungente, como si se le fuesen a salir de las cuencas.
            Tenía que subir a la superficie.
            Remontar.
            Remontar esos quince metros…
            (blup)
            Pataleó y braceó, y en el momento de girar para afrontar esa ascensión remota y perdida, de la hendidura surgieron dos ojos brillantes de fiebre, con una mandíbula demoníaca entrechocando, abriendo y cerrándose. Los colmillos alargados y puntiagudos se centraron en una de sus piernas.
            (¡¿…?!)
            El mordisco fue atroz. El cuerpo se le puso rígido. El pecho tirante.
           (blu…)
            No lo pudo ver, pero supo que tenía la totalidad del pie derecho encajado en las mandíbulas de la cosa que había salido del agujero. Como en un cepo para osos…
            Terrible.
            Terrible.
            Los pulmones se le reventaban, al límite de la exigencia submarina. Tironeaba de la “cosa” aferrada a su tobillo. Lanzaba bocanadas vacías. Al hacerlo, el agua entraba en su boca. Y la tragaba. Su cuerpo quedó del todo agarrotado. Tragaba más y más agua. Sin parar. Se sentía morir.
            Cuando la “cosa” tironeó de su pierna, introduciéndola en la grieta, Arthur Code blasfemó en sus pensamientos de perdición, se removió encima de la cama y cayó como un pesado fardo encima de la tarima del suelo de su dormitorio.
            Se miró al pie, consolándose al verlo tan entero.
            2.
            Como era de suponer, Code no reconcilió el sueño por segunda vez, permaneciendo tumbado de lado sobre el costado derecho encima del cobertor de la cama. No dejó de observar minuto a minuto la hora que marcaba su despertador electrónico Minroko Hatsuna, deseando que despuntara la mañana.
            Desvelado como estaba, optó por levantarse a las siete en punto. Se relajó con una ducha fría, desayunó frugalmente y se atavió con ropa ligera.
            3.
            William Hope, uno de los vecinos que vivía al lado, pudo observar intrigado desde el ventanal de su dormitorio como Arthur Code, por lógica, un hombre tradicional desde la época de las cavernas, cuyas querencias naturales no se encaminaban precisamente hacia la contemplación puntual del amanecer del día, estaba paseando por su jardín trasero con el ímpetu y la energía de alguien que lo hiciese en ayunas. En un principio, William se imaginó con cierta perspicacia que el bueno de Code estaría saboreando el fresco y emblemático amanecer del paraíso armonioso y consolidado del Condado de Tucksville.
            (fragancia de zarzamora y esencia de pino mentolado a partes iguales)
VENGA Y PERMANEZCA PARA SIEMPRE
EN TUCKSVILLE.
EL PULMÓN DE
AMÉRICA.
            Así rezaba el cartel indicador que se podía ver antes de adentrarse uno en el inicio de los límites del condado.
            Pero no, Code no estaba purificándose los pulmones.
            Estaba inspeccionando sus propios dominios particulares.
            Buscaba algo a ras de tierra, entre la hierba de su jardín.
            William se moría por saber qué coño querría encontrar en la parte trasera de su bungaló, aparte de hierba sana y fibrosa.
            Se incorporó con un codo en la cama, fue hasta el armario del pasillo principal y se hizo con sus antiguos binoculares de la guerra de Corea. Regresó a la cama, tumbándose sobre su vientre respetable y escudriñó a través de las lentes de aumento.
            Arthur Code estaba agachado. William lo observaba como si estuviera a apenas medio metro de él. Casi le podía rozar la nuca con los dedos de una mano, esa es la impresión óptica que le creaban los binoculares.
            – ¿Qué diantres está haciendo este memo? – se preguntó a sí mismo.
            La pregunta no tenía una contestación sencilla.
            O al menos racionalmente asumible.
            Juraría que el vecino estaba rastreando el territorio. Se erguía y comprobaba la consistencia de la tierra con el pie. Deambulaba unos metros y se agachaba, rascando el suelo permeable con la uña. Williams orientó los binoculares hacia la mano que rascaba, apreciando el abundante vendaje aplicado al dedo índice de la misma. Lo tenía tan abultado como una bombilla.
            De improviso, Code se enderezó como el oso amaestrado de una zíngara pizpireta, y rodeó la piscina. William pudo ver que estaba completamente vacía.
            – Qué raro…
            Arthur Code terminó de sortear la piscina, entrando en el bungaló por la terraza.
            Al poco, William escuchó el rugido de un motor de 240 CV. Procedía de la parte frontal de la casa. Abandonó la postura adquirida en la cama y se dirigió a la sala opuesta a su dormitorio, donde los grandes ventanales frontales daban a la calle. Le dio el tiempo justo de llegar para ver como Code se alejaba de la urbanización en su Subaru “Black Style Yoko Oto”.
            William permaneció clavado en su sitio, frente al ventanal central. Los binoculares colgaban de su cuello por la cadena de plata. Se estrujó a fondo el cerebro, buscando algo lógico en el comportamiento estrafalario del vecino. No lo halló por más que lo buscase, como tampoco era conocedor de que Arthur Code se dirigía en su coche hacia el Centro Comercial de Burmingstone.
            4.
            Arthur Code dedicó gran parte de la mañana en Burminstone, la única localidad del condado que disponía de un Centro Comercial. Al poco de llegar, Code se encaminó en dirección a la clínica del pueblo, donde había concertado una cita previa con el doctor Prescott, especializado este en toda clase de enfermedades rábicas. Code le explicó someramente que el terrible estado en que se hallaba la punta del dedo herido fue debido a un mordisco de una ardilla nativa. El doctor se lo examinó con la minuciosidad de quien contempla su colección de sellos con fecha de impresión del año pasado. Al final de la revisión, acordó que lo más acertado era vacunarle contra el tétanos.
            – ¿Seguro que fue una ardilla? – se interesó el galeno mientras le aplicaba la vacuna en el antebrazo derecho.
            – Si. Suelo por costumbre arrojar un puñado de cacahuetes en la parte trasera del jardín de mi casa. Me entretengo observando cómo bajan de los arbustos y se los llevan con los mofletes inflados.
            – No siga. Le entraron ganas de que se le acercaran de tal manera que fueran a cogerle los cacahuetes de la misma mano, y una ardilla ingrata se lo recompensó con un buen mordisco.
            – Y tanto. Menudo bocado me pegó el
            (bicharraco)
            “animalito de los demonios.
            El doctor Prescott estaba muy locuaz. Code tuvo que disculparse por las prisas que llevaba.
            – Adiós, señor Code.
            “Ah… Le recomiendo que la próxima vez que le muerda una simpática ardilla, no deje que pasen veinticuatro horas. Es preferible vacunarse en el mismo instante de la infección. No sea que un día de estos me lo encuentre en la calle echando espuma por la boca como un extintor averiado – le recomendó el doctor en la misma entrada de la consulta. La sonrisa del doctor le dejó un cierto resquemor. Ese semblante tan risueño insinuaba que el médico era ya conocedor que, fuese lo que fuese lo que le había mordido, no era una ardilla autóctona de Tucksville.
            Code abandonó la clínica de dos plantas y arquitectura estilo colonial. Se introdujo en el Subaru negro metalizado. Lo puso en marcha y en completo silencio, como debiera ser con todo vehículo de cuatro tracciones valorado en cincuenta y dos mil dólares, fue recorriendo parte de la calle Grandison, doblando por la intersección de Sinclair Robinson, hasta enfilar la avenida central de Hamilton y alcanzar de este modo el paseo que enlazaba directamente con el Centro Comercial de Burmingstone. Lo rodeó por uno de los flancos, entrando en el área dispuesto como aparcamiento gratuito en horario de apertura al público. Buscó una entrada al parking del subsuelo, bajando por la rampa, dispuesto a adquirir todo el instrumental necesario para eliminar el “problemilla” de la piscina.
            Porque bien pensado, todo el condenado asunto no iba más allá de un conflicto doméstico.
            En este caso, de pesticidas y nociones básicas de albañilería.
  
            5.

            Arthur Code estuvo de vuelta del centro comercial hacia las dos y media de la tarde. No es que hubiera estado inmerso toda la mañana en la vorágine del consumismo desmedido, comprando objetos inútiles y caros como un comprador burgués empedernido, sino más bien aprovechando la coyuntura del deseo irrefrenable de la comida basura. Semejante menú aderezado de hidratos de carbono y calorías a tutiplén estuvo compuesto por dos raciones de pizza, tres coca colas y un batido de helado de caramelo. El local disponía de un equipo de home cinema marca Panasonic (que a tenor de Code, tendría el valor inicial de diez mil dólares en “Gregorie´s”). A través de su enorme pantalla plana se estaban ofreciendo las imágenes nítidas y espectaculares de uno de los primeros partidos de pretemporada del equipo de Los Ángeles Raiders, cuyo oponente consistía en una selección nacional de los jugadores más destacados y notorios, todos ellos profesionales, diseminados en las bisoñas ligas semi profesionales europeas. Code estuvo tan interesado en el evento deportivo, que aun habiendo degustado su comida hacía cosa de cuarenta y cinco minutos, continuaba ocupando sitio en la mesa del comedor avanzado el tercer cuarto del partido. En esos instantes los Ángeles Raiders vencían a los Top Europa por 75 puntos a 5.
            – ¿Se va usted ya? – le preguntó de forma maleducada el encargado de la pizzería al constatar como de una santa vez Code se levantaba de la mesa, dejando el importe de la cuenta al lado de la cajita metálica de las servilletas de papel encerado.
            Code permaneció en silencio, sin inmutarse, abandonando el local por la puerta giratoria.
            – La próxima vez que venga y permanezca dos horas y media ocupando una mesa con el establecimiento abarrotado, háganos el favor de comunicarlo con año y medio de antelación, enviándonos la petición de reserva por paloma mensajera – insistió el dueño con sarcasmo.
            Code no pudo enterarse de esta última ocurrencia del encargado de la pizzería, pues al poco de salir, se estampó de lleno contra la fisonomía pugilística de un transeúnte despistado vestido con un traje negro plano, holgado, y con el dobladillo de las perneras de los pantalones recogido por fuera. Code apenas reparó en su rostro, quedándose con el simple recuerdo de las gafas oscuras que le ocultaban los ojos.
            El hombretón se le quedó mirando por un breve instante. Lo hizo con cierta parsimonia, en una observación nítida desde la cabeza a los pies.
            – Lo siento mucho – se le disculpó formalmente con voz aflautada.
            – Está bien. No ha pasado nada. Otra cosa hubiera sido si me hubiera matado, ja, ja – repuso Code.
            El eventual encuentro concluyó, yéndose cada cual por su lado.

            Al llegar a casa, Code hizo aparcar el Subaru “Black Style” en la parte frontal del bungaló, a escaso medio metro de la entrada del garaje. Descendió del vehículo como si lo hiciera de una nave espacial, y se desplazó hasta el maletero trasero. Lo abrió, empezando a sacar todo lo que había adquirido en el centro comercial. Conforme lo sacaba, lo iba depositando todo en el interior de la cocina.
            Descargado el Subaru, lo resguardó en el garaje e hizo descender la puerta de aluminio con el mando a distancia. Desde la puerta interna del garaje, se metió en la casa, decidido a iniciar las hostilidades.
            6.

            William Hope estaba en plena partida de un juego de mesa por turnos llamado “El Laboratorio Infernal del Profesor Gommus”. Su compañero de partida era su amigo Rusty Smith. Estaban en una fase decisiva del desarrollo del juego. Si William elegía el camino equivocado, el batallón de Zombis Desdentados de su contrincante podría contraatacar con saña, matando a su Gorila Furioso e hiriendo gravemente a su Alienígena Mutante, que por cierto, aún continuaba enjaulado en el sótano del Profesor Gommus por haber caído el número del dado en la casilla equivocada. Entonces fue cuando de repente quedó perfilada en perspectiva secundaria la figura llamativa de Arthur Code en la parte trasera de su jardín.
            – Te toca mover, Bill – le espetó Rusty, inquieto.
            William entrecerró los ojos, atisbando a través del cristal del ventanal de la biblioteca.
            – ¿Qué coño estará haciendo ese? – musitó para sí mismo.
            – Bill, mueve la ficha. Que mi Demonio Rugiente tiene unas ganas locas de echarle mano a tu Secretaria Sadomasoquista del Profesor Gommus.
            William hizo caso omiso al requerimiento. Se levantó de su sillón de mimbre, apresurándose por el pasillo, desapareciendo de la escena de la biblioteca por unos segundos. Rusty ni se percataba de qué iba la fiesta.
            – Bill, vuelve y mueve la puta ficha de tu Vegetariano Caníbal de una repajolera vez.
            William retornó con los binoculares militares colgando del cuello.
            – ¿Para qué gaitas traes eso? No eres tan cegato como para tener que recurrir al uso de unos prismáticos para mover una condenada ficha.
            – Cállate de una vez, Rusty – le repuso William, pegándose al cristal.
            Enfocó debidamente las lentes de los binoculares y contempló a su vecino sin el menor de las discreciones.
            Arthur Code estaba bajando en ese instante mismo por la rampa de la piscina con un equipo de fumigación ubicado sobre su espalda doblada por el peso del aparato. La espectral calavera que advertía de la toxicidad extrema del producto químico albergado en la bomba del fumigador era esclarecedora. Las letras blancas en mayúsculas de la palabra “METOXICLORO CL50” desfilaron con la celeridad de un pelotón de ciclistas disputando el último kilómetro de una etapa llana del Tour de Francia.
            Code terminó de descender por la rampa de la piscina vacía de contenido líquido, hasta quedar oculto en el fondo.
            William apartó los binoculares de las cuencas de sus ojos rodeadas de arrugas marcadas por el paso del tiempo y dejándolos colgados sobre su pecho, se volvió hacia Rusty.
            – ¿Sabes lo que acabo de presenciar, amigo Rusty?
            – ¿Es un dichoso acertijo?
            – No. Te lo estoy preguntando en serio.
            Rusty se removió sobre el asiento de su silla. Se concentró durante un minuto entero. Cuando dio con la solución que aclaraba el misterio, expuso una sonrisa de niño travieso:
            – Ya conozco la respuesta a tu estúpida pregunta. Has visto a una tía de muy buen ver luciendo mini tanga acostada en la tumbona en la parte trasera de su jardín.
            William exhaló un suspiro clemente. Rusty no era una lumbrera andante desde que recibiera un proyectil de ametralladora en la sesera, allá por los cincuenta.
            – Casi has acertado en un uno por ciento.
            – Si no es una tía con las tetas al aire, ya me dirás qué otra cosa inusual te ha podido dejar tan perplejo.
            – Rusty, acabo de ver a mi “entrañable” vecino entrando en su piscina.
            – ¿Y eso qué tiene de extraordinario?
            – No me asombraría si no fuese que la referida piscina está completamente drenada, y el bueno de Code se ha introducido en ella con un fumigador potentísimo cargado sobre sus hombros.
            Rusty permaneció en silencio. Cuando salió de su trance, gruñó.
            – Ya. Últimamente las plagas de mosquitos brasileños están haciendo de las suyas por esta zona del país. Deben de llegar arrastrados por las corrientes del Pacífico.
            “Y ahora, si no te importa, haz el favor de sentarte enfrente del tablero y mover la jodida ficha del Gusano Baboso de una repajolera vez – le farfulló Rusty. – Que mis zombis están hambrientos…
            7.

            Code se colocó bien las gafas protectoras y se ajustó la mascarilla de plexiglás sobre la boca. Introdujo parte del manguito verde en la grieta, y apretando la pera del fumigador, hizo expandir el insecticida en la madriguera. Partículas tóxicas blanquecinas revolotearon a su alrededor como pequeñas nubecillas nada idílicas emergentes de una chimenea de una fábrica industrial.
            A pesar de tener la mascarilla puesta, no pudo evitar toser ante la gran niebla de “METOXICLORO CL50” que se iba formando en el fondo de la piscina.
            – Cof… Cof…
            Estrujó la pera entre los dedos burdos de la mano enguantada.
            La niebla tóxica se fue haciendo más y más densa, casi impenetrable.
            – Cof… ¡COF…!
            Los ojos le empezaron a escocer. El “METOXICLORO CL50” le dificultaba la visión.
            El manguito del fumigador se salió de la enorme oquedad. Code no se dio de cuenta, y continuó fumigando a discreción. Le envolvió una nube semejante a un hongo atómico.
            – Jesús… Cof… Cof…
            Se echó hacia atrás y enfiló hacia la rampa resbaladiza de la piscina. Quiso escalarla, pero en medio de su frustración se fue escurriendo con las suelas de las zapatillas de tenis “Reebok” de quinientos dólares.
            – Maldita sea…
            El fumigador le estorbaba en su ascensión. Antes de intentar el asalto de la rampa por segunda vez, se pasó las correas del artilugio por los brazos, arrojándolo al suelo encharcado. Libre del peso muerto, se dispuso a escalar la pendiente, con el cuerpo inclinado hacia delante. Se deslizó veinte centímetros en caída. Luego avanzó medio metro.
            – Joder…
            Escaló dos tercios de repecho. Era como estar en un ejercicio militar, aunque Code ya quisiera ver a esos reclutas mentecatos adolescentes pecosos atosigados por un nubarrón envolvente de “METOXICLORO CL50” capaz de ocasionar la defunción precoz de una manada de elefantes zambianos.
            “Ánimo, Arthur, ya sólo te queda medio palmo” – se animó a sí mismo.
            Subió el metro que le quedaba de pendiente, coronando el borde de la piscina, y dejándose caer sobre la hierba del jardín, se arrastró por el suelo como un reptil, magullándose los codos y las rodillas, alcanzando la terraza salvadora. Se incorporó de rodillas, desencajando la luna de cristal, cerrándola nada más refugiarse en el interior del bungaló.
            Mientras encendía las ráfagas máximas del aire acondicionado, despatarrado encima del sofá, afuera, en las inmediaciones de la piscina, la nube tóxica se fue levantando con la colaboración desinteresada de una brisa del poniente.
            Un cuarto de hora más tarde, con la nube de “METOXICLORO CL50” ya difuminada, Code salió de su búnker con una varilla de aluminio de un metro de longitud. Se dirigió hacia la inevitable piscina. Descendió por la rampa de hormigón y se encaminó hacia el límite del nivel de adultos, dejando detrás el maltrecho equipo de fumigación.
            Sonrió hacia la grieta de casi un metro de longitud.
            Tenía la anchura suficiente como para acunar a un niño recién nacido de cuatro kilogramos de peso carnoso.
            – Estás creciendo, ¿eh? – dijo, dirigiéndose al hoyo. – Pero el bicharraco que estaba formando la entrada ya estará bien frito. A que sí.
            Para confirmar esta aseveración, hizo introducir la varilla en la grieta.
            El metro de aluminio no encontró ningún obstáculo. Code quiso ahondar más, pero el recuerdo del día anterior le hizo retraerse. Se conformó con remover la varilla.
            – La cosa que construyera este túnel debía de tener el tamaño de un topo – aseveró para sí mismo convencido de tener cierta sabiduría de biología marina.
            Concluyó la inspección interna del hoyo, sacando la varilla y ascendiendo por la rampa de la piscina, fue recogiendo el fumigador “Havoc” de 350 dólares.
            Al poco regresó con una baqueta, un saquito de cemento y un cubo de agua, además de una extendedor de cemento y una paleta.
            Lo llevó todo al fondo de la piscina, dispuesto a rellenar el agujero.
            8.
           
            Arthur Code durmió esa noche como un bendito. Con la tranquilidad que aportaba saber que la grieta-madriguera había quedado bien cerrada, sellada con la capa de cemento impermeabilizado “Ultraquick”, a Code no le quedaba otra preocupación que la de aguardar a la espera del período de solidificación de la argamasa para poder llenar la piscina, y así darse algún que otro chapuzón con las amiguitas de Tracy, la dueña del burdel “Flame Island” emplazado en la localidad vecina de Bedville.
            Sí, con un día tan ajetreado, necesitaba recuperar el ánimo.
            La mejor receta médica era asistir a las lecciones particulares de Lucy para aprender a nadar de espaldas.
            O a las de “Boom-Boom”.
            No, mejor con Martha.
            ¿Y por qué no con Paula?
            Aunque Brenda…


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La Fisura (Capítulo Primero).

LA FISURA
I
1.-
            Salió de la piscina empapado. Arthur Code le tendió una toalla playera para que se secase. Mientras lo hacía, guardaba silencio, expectante.
            – ¿Y…? – se aventuró en animarle a que le aclarase su desconcierto.
            El hombre se pasó la toalla por el torso tostado y luego por la cabeza.
            Estaba serio.
            Demasiado.
            – Tiene usted toda la razón, joder. Hay una grieta en una zona próxima al nivel de los adultos, por donde se filtra el agua. Aún no dispongo de los planos, pero me imagino que se alivia en una sección de la red del alcantarillado que pasa por debajo.
            – ¿No podría ser un manantial subterráneo?
            El hombre se encogió de hombros, sacando los pies descalzos del charco de agua que se había formado en el suelo de losas de tonalidad arcillosa.
            – Es otra hipótesis que se puede barajar.
            Arthur estaba visiblemente nervioso. Echó un vistazo tenue hacia la piscina, en concreto donde el nivel de agua crecía en profundidad, destinado preferentemente a las personas que supieran desenvolverse con una relativa soltura a partir de tres metros de profundidad. Él denominaba esa parte de la piscina la “zona de buceo”.
            – ¿Y qué se puede hacer? Pierde un flujo de cincuenta litros cada diez horas.
            – Simplemente vaciarla. Luego tape la grieta con maseta o algo por el estilo. No soy un asistente técnico de albañilería y fontanería, tan sólo quien se encarga de verificar el nivel de pureza del agua.
            “Por cierto, conforme con el “Aqualizer”, usted no cumple con el nivel mínimo exigente de salubridad pública…
            El hombre se vistió con presteza y antes de despedirse con frialdad polar, le tendió una papeleta color sepia.
            Era una multa monstruosa por excesiva salinidad y por carencia casi total de cloro.
            ¿A quién le importaba si acostumbraba a aliviarse dentro del agua? Para algo era su piscina privada.
            Arthur la estrujó entre los dedos.
            Con el regusto amargo de la sanción en el paladar, se acercó al borde de la piscina.
            Hoy parecía que perdía mayor cantidad de agua. Se postró de rodillas, atisbando a través del líquido elemento hacia el fondo azulino de la piscina. Justo en la separación del nivel de los adultos con el nivel infantil, se desplazaba una alargada línea agrietada. Era grande, más amplia que lo que había creído en un principio. Días atrás había atisbado por pura rutina, para cerciorarse de que no hubiera ninguna clase de sedimento depositado en el fondo, y no había encontrado resquicio alguno.
            Se puso de pie, pensativo.
            Una burbuja afloró a la superficie poblada de destellos rómbicos, justo en el centro de su esparcimiento acuático.
            Luego otra.
            Y otra.
            Code enarcó sus pobladas cejas canosas. Se colocó las sandalias de plástico y se desplazó caminando por el caminillo de piedras, hacia la terraza de su bungalow recubierto de hiedra. Corrió la puerta deslizante de cristal y entró en la sala. Cerca del equipo compacto de música había una mesilla metálica que le había costado tres mil dólares en Macy´s. Encima de la mesilla descansaba el teléfono transparente, fosforescente en la oscuridad, conectado a un contestador automático de lujo. Recogió el receptor del teléfono y marcó el número de la “Acqua Service Company”, empresa destinada al servicio particular del llenado y drenaje de piscinas públicas y privadas.
2.-
            El vaciado de la piscina llevó casi toda la tarde noche. Cuando terminaron con su anodina tarea, la cisterna media repleta de la “Acqua Service Company” rugió calle abajo en su segunda y última visita, abandonando el complejo residencial de “Resting Place”, alejándose con la misma presteza con que la alegría se difumina en la chabola del necesitado.
            Code observó la piscina vacía. Aún quedaban unos pocos charcos solitarios, salteados aquí y allá como diminutos espejos que reflejaban la moribunda luz estival que ya se iba acantonando por detrás de las montañas ancianas que circundaban el condado de Tucksville.
            La grieta le ofreció una sonrisa desairada, incidiendo en su hendidura cariada.
            Code se tragó el chicle dietético que estaba mascando, adentrándose por la rampa que conducía singularmente hacia el fondo. Pasó algunas penurias hasta llegar ante la hendidura. Se quedó mirándola.
            La inspección la mostró visiblemente más desarrollada. Ahora estaba zigzagueante, como la mandíbula deformada de algún pez contaminado por aguas residuales tóxicas. Tendría unos treinta centímetros de largo, con la anchura suficiente como para que pudiera introducir los cinco dedos de una mano en su abertura. Code se conformó con uno.
            El dedo entró hasta el tope de la articulación del metacarpiano. Y aún podría seguir entrando, penetrando, aventurándose en la grieta si ésta hubiera tenido mayor tamaño. Code removió el dedo, y mientras lo hacía, sentía algo en la punta. Era gélido y cortante, parecido a una especie de corriente de aire subterránea. Elucubró sobre la posibilidad de la existencia del pertinaz manantial debajo de la piscina, e incluso yendo más lejos, ampliando sus dotes imaginativas, se maravilló ante la mera probabilidad del asentamiento de su área de esparcimiento acuático sobre un pasadizo secreto horadado para fines por el momento inconfesables.
            Entonces notó que algo inmundo le relamía el dedo.
            – ¡Ah…!
            Lo retiró enseguida. Cuando lo tuvo a la vista, vio que le faltaba la uña.
            El tejido subyacente, la carne de la cutícula, estaba rojizo, sangrante.
            Atónito, se lo llevó a los labios y escalando la empinada rampa, salió de la piscina.
            – Dios. Algo… Algo me ha mordido. Me ha hecho daño – se repetía, perplejo y conmocionado.
            Se trompicó con la tumbona sin replegar, llegando ante los ventanales de la parte trasera de la vivienda. Deslizó una de las hojas y entró en el bungalow.
            Minutos después, se estaba desinfectando la herida con agua oxigenada y mercromina, vendándose la punta del dedo afectado con suma delicadeza. Seguidamente se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico y se tomó una cerveza sin alcohol combinándola con un “valium”.
            Se retiró a su dormitorio, dispuesto a olvidar ese desagradable e inesperado incidente.


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Y se tiró un farol…


I

Nada más verle, Richie se lo señaló con un dedo, gritando de forma alborozada:
– Ese de allí… ¡Ese es DOUG!
Douglas se hizo el loco, gastando una gracia irreverente a un grupo de amigas pertenecientes a un curso inferior al suyo.
– ¡Ehh…! DOUG. ¡Doug! ¡Ven aquí, viejo perro! – masculló Don Salabrio, haciéndole señas.
Doug se fijó en la pareja que iba adherida al novato de turno. Se dejó querer, y un par de minutos después se dejó caer por ahí, arrastrando los pies. Doug era un muchacho casi barbilampiño, de estatura normalita pero repleta de cachas descollantes y de músculos bien labrados. En otras palabras, era un bloque de granito esculpido en el gimnasio de la universidad a base de sentadas de pesas, bicicleta fija, simulador de “jogging” y fármacos dopantes.
Sus ojazos de buey en celo se posaron en la figura retraída del “freshman”1. Lo miró de forma velada. Daba pena. Demasiado prolongado y escuálido como el sarmiento. Hasta se le apreciaba el hueso filtrado a través de la piel como si esta fuese simplemente un impermeable de quita y pon, y lo que hubiera debajo careciese de toda masa muscular. Patético.
– ¿Si? – se interesó, consciente de que le iban a preguntar por la misma chorrada de siempre.
– Este es Robert, Doug. Acaba de aterrizar como quien dice.
Le sostuvo la mirada bovina.
– Qué tal.
– Mucho gusto, Douglas.
– Doug, le hemos comentado una de tus proezas más recientes, y se nos ha quedado con cara de pez.
– En otras palabras, no te cree, Doug – añadió Richie, acompañado de una risita endeble.
Doug dejó los brazos descansando en jarra. Sus ojos se recluyeron en sus órbitas rasgadas dejando unas meras líneas horizontales entre pestaña y pestaña. La puntera de su zapatilla derecha empezó a retumbar sobre el suelo enlosado de la galería.
“pat”, “pat”, “pat”
– Voy a ser conciso contigo, amiguete…
“Esta historia ya se la he relatado a medio campus y termina por apestar. Con que confórmate con escucharla una sola vez.
“Vivo en el infierno de “Greenplace”. Se cometen una media diaria de dos violaciones, cinco atracos con arma blanca, nueve con arma de fuego y dos “por cojones”, además de un homicidio. Desmanes propiciados por la acentuación de la guerrilla urbana entre las pandillas de negros, portorriqueños, italianos, rusos y ucranianos, quienes saquean y coaccionan a los dueños de las tiendas minoristas de la zona, la mayoría de origen chino y árabe. También hay un promedio de tres tentativas de suicidio y las sectas más destructivas no hacen más que acosar a los adolescentes más inmaduros. Yo de crío tenía un cierto estilo similar al tuyo. Era un bicho enfermizo, insignificante e indefenso. Un día de esos me metí de lleno en el mundillo de las pesas y lo compaginé con un pastiche de logros que me proporcionaran mi propia autodefensa. Aglutinaba la esencia de todas las artes de lucha oriental más dañina con la rudeza y la subida de adrenalina que incentivaba la práctica del boxeo. Así fui superando mis limitaciones hasta adquirir esta coraza de tortuga. Desde entonces nadie puede conmigo. Date cuenta que el camino que me conduce hasta aquí, tanto a la ida como a la vuelta, es un peligro constante. Por eso siempre voy bien armado y cuando me buscan las cosquillas, no dudo ni un pelo en rajarles como si fueran simples odres de vino.
“Estoy en lucha nocturna y hago vida de murciélago.
– Pero lo de la amputación de un brazo a mordiscos…- clamó Robert, incrédulo.
– Si eres escéptico no voy a molestarme lo más mínimo. Yo cuento lo que me ocurre con crudeza y sin reparar en los detalles más sanguinolentos – soy un ferviente admirador de la obra fílmica del director Romero2 -. Tenemos por ejemplo a ese negro que me asaltó la noche pasada en Central Park. ¿Sabes lo que le hice? ¿Tienes la menor noción de qué clase de suerte corrió?
– Lo destrozó – se le anticipó Don.
– En efecto. Le hice papilla, sacándole las tripas calientes y seccionándole el miembro superior derecho desde el hombro. Hasta fui buen cristiano y llamé de forma anónima a “Urgencias”.
– Pero… Es todo tan… tan… BRUTALMENTE IRRACIONAL.
– Si, ya sé. Más propio de la guerra del Viet-Nam, pero date cuenta de que esto es la jungla urbana y sólo sobreviven los más fuertes y resistentes en la lucha diaria cuerpo a cuerpo. Porque si esperas a que tu mamá te saque del lío en que estés metido, ya puedes olvidarte de volver a dormir de manera placentera en la cama calentita de tu dormitorio nunca más. Las tumbas son bastante frías, sabes.
– Me dejas alucinado. Estás ensalzando los principales precepto del fascismo ultraderechista americano – repuso Robert, indignado ante la exaltación de la violencia gratuita. Arrugó la nariz como si fuera un acordeón.
Doug se limitó a sonreír de manera cínica. Se dio media vuelta y se marchó de la escena arrastrando los pies de mala manera como si le pesasen, como si los tuviese metidos en sendos bloques de cemento.
– ¿No te lo decíamos? Menudo carácter el de Doug – hizo constar Richie, silbando.
– Ese tío es un fanfarrón. Un fantasma. Os aseguro que si se encontrara de veras con dos drogadictos armados hasta los dientes en pleno “mono”, solito y desamparado en la medianoche del Harlem, se nos iba a mear en los pantalones, rompiendo a gimotear como un niñato burgués consentido por sus acomodados padres, suplicando piedad igual que el reo desahuciado que es conducido hacia la silla eléctrica tras haber sido desestimado por el Juez Máximo del Tribunal Supremo la última solicitud de aplazamiento de la ejecución – rezongó Robert, metiéndose las manos en los bolsillos desfondados de los desteñidos “jeans”.
Don y Richie se le quedaron mirando como una pareja de cuervos, y cuando iban a comentar algo al respecto, el novato ya se encaminaba hacia el interior de su aula.

II

Una semana después:

– Oye, ¿ya te has enterado de la última hazaña de Doug?
– No. Ni me importa – respondió escuetamente Robert a Gloria.
– Pero es tan impresionante. Afirma que dos pordioseros tuvieron la tentación de asaltarle en los arrabales del East Side. Uno esgrimía el gollete partido de una botella de ron, con las puntas del cristal como los colmillos de un perro pastor alemán rabioso, mientras el otro le amenazaba con un bate de béisbol con el escudo de los Yankees serigrafiado en la punta. Dice que consiguió escurrirse de entre los dos sin el menor esfuerzo. A uno le clavó la navaja de defensa personal en las cervicales y al otro le arrebató el bate y lo molió a golpes como a una estera.
“Dice que lo guarda en casa, con la punta teñida de sangre.
– “Doug dice…”, “Doug proclama…”, “Doug se jacta…”. Eso no entraña gran dificultad. Hablar de boquita, lanzar faroles sin más ni más, no cuesta dinero. Yo también puedo presumir de haberles dado una paliza mortífera a tres miembros de la Yakuza más sanguinaria de Japón.
– Pero nadie te tomaría en consideración.
– ¿Lo dices por mi físico?
– Ciertamente es muy precario.
– ¿Y?
– Y si eso se ve acompañado por tu escaso talento a la hora de mentir…
– O sea, creéis a este tipo roqueño sólo porque exhibe esos pectorales y esos bíceps montañosos a punto de reventar la camisa que lleva por cada una de sus costuras.
– Destila sinceridad-
– Ja. Yo si que destilo sinceridad. Y todos me dejan de lado como si estuviera tiñoso.
– Pero es que tu sinceridad es distinta. Como más artificiosa.
– Qué…
– Doug puede parecerte arrogante y presuntuoso a primera vista para quien no lo conoce, pero en el fondo es razonable. Lo que dice se cree, o al menos se asume. Lo comenta como quien dice que va a salir a comprar el periódico matutino.
– Pero lo que comenta es inadmisible. No es factible que pueda ser cierto. No puede ser tan destructivo. No existe en la vida real, y menos en el mundo actual, el “Rambo” de carne y hueso. Por ejemplo, confírmame este extremo: ¿acaso hay alguien que afirme haberle visto en plena acción? ¿Existe algún testimonio que ratifique que el “querido” muchacho sea el encargado de erradicar parte de la delincuencia de la Gran Manzana bajo el uso de métodos tan contundentes?
Gloria meditó un rato. A los pocos segundos sacudió la cabeza con lasitud.
– No.
– ¡Ajá! ¿Ves lo que te digo?
– Pues yo le creo. Casi toda la Universidad le cree.
– O se le tiene tanto respeto y miedo, que prefieren creer todas sus patrañas a cambio de que no le de por partir cráneos en la cocina del comedor por el pésimo menú del día. Para mí el tío es un energúmeno sumamente peligroso. No entiendo cómo consiguió la matrícula de ingreso, ni cómo le dejan jugar con el equipo de fútbol americano.
– ¡Oh! Eres imposible. Doug ES normal.
– No me lo digas más, que me va a dar la risa tonta.
– El que parece no encontrarse nada cuerdo eres tú, que no haces más que intentar desprestigiarle a todas horas del día.
Dicho esto, Gloria recogió sus libros, abandonando la clase, dejándole allí tirado como un objeto inservible.

Días más tarde.

– ¡Eres un fenómeno, Doug! De lo mejor que hay en el mundo.
– Si los “polis” tuvieran una mínima porción de tu coraje, hace mucho tiempo que la delincuencia callejera estaría erradicada de este condenado planeta canceroso.
Robert se sumó por su propia cuenta y riesgo al grupo. Su semblante era sardónico, destilando incredulidad a litros.
– ¿A quién has ajusticiado esta vez, “Terminator”?
Doug frunció el ceño y espantó una mosca con una mano.
– Tuve una nochecita tranquila. Me salió un maricón por una esquina mal iluminada con una navaja de hoja oxidada y con el filo mellado. El tío llevaba una cuerda. Al parecer el muy lelo quería vejarme.
– ¿Qué le hiciste?
– Le arranqué la navaja de las manos de una patada precisa, le abrí la bragueta de los pantalones y le corté los huevos, naturalmente. Lo dejé ahí tirado porque me inspiraba algo de lástima, con sus lamentos y lloros de “loca”.
“Por lo demás, era como darle de patadas a un gato castrado.
Robert silbó simulando honda admiración. Llevó una mano al bíceps del brazo derecho de Doug y le oprimió la bola.
– Menuda cantidad de fueraza concentrada en un solo brazo. Si un día de estos te decides, puedes dedicarte a derruir edificios condenados a la ruina, ahorrándole gastos innecesarios al ayuntamiento.
Doug se crispó como nunca antes lo había hecho en pleno campus, propinándole un empujón de jugador profesional de hockey sobre hielo que lo puso patas arriba como a un sapo.
– Tienes la mente muy obtusa, amiguete – observó con acidez hacia Robert.
– Y tú dispones de un cerebro de hormiga. El día que me traigas un souvenir de una de tus disputas infernales, será entonces cuando te otorgue algo de credibilidad.
Doug se serenó, relajando los músculos adustos del rostro.
– No le hagas el menor caso, Doug. Se trata de un alfeñique que te tiene envidia.
– Si, un caso perdido – le animaron sus amigos lisonjeros de forma innecesaria mientras se iban distanciado de Robert.

III

Los pitidos electrónicos de sus relojes de pulsera aclararon que eran las once en punto de la noche. Los tres individuos embutidos en sus atuendos negros carbón se encaminaron por uno de los largos accesos exteriores sin pavimentar del parque. Cruzaron por debajo del dintel de dos puentes lóbregos y dejaron atrás una fuente luminosa con su estanque barroco. Quedaba ya poco para llegar hasta uno de los pasadizos. El triunvirato caminaba lo más firme y decidido posible, y cuando alcanzaron la boca del túnel de un pasadizo, se dejaron engullir por las sombras.

La figura del Gran Justiciero Nocturno surgió de forma inopinada de entre las tinieblas de una senda natural jalonada en sus flancos por setos de dos metros de altura como un vampiro decimonónico que abandonara su ataúd carcomido, bordeando la fuente luminosa con la que confluía el final del camino. Sus botas militares resonaban sobre el piso de cemento de la pequeña plazuela.
“pas”
“pas”
“pas”

Se detuvo de lleno con la intención de fumarse un cigarrillo “Marlboro” encendiendo el mechero. Cuando bajó la tapa del encendedor con el pulgar, pudo vislumbrar la terna emergente del interior del túnel del fondo. Esgrimían un bate de béisbol, un machete de cuarenta centímetros de largo reliquia de la guerra de Indochina y un AK-47 trucado, reconvertido en arma automática. Le fueron rodeando, sopesando el armamento entre las manos enguantadas. Llevaban los rostros ocultos detrás de unas caretas de látex con los rasgos porcinos bien definidos. Estaban sonrientes, mostrando sus colmillos puntiagudos de jabalí. La respiración no era la más deseable, ya que los orificios nasales eran relativamente diminutos.
– Hola, grandullón – le saludó el más alto de los tres resollando entre dientes.
Doug se centró en los ojos de los asaltantes. El más alto los tenía castaños, el mediano que esgrimía el machete con todo orgullo tenía el iris de un azul celeste bruñido y el que le estaba apuntando con el AK-47 los tenía del tono verdoso claro de una canica de cristal.
El más bajo de estatura regurgitó el chicle que estaba mascando.
– Queremos tu dinero.
– Si, suéltalo ya. Si la cantidad es cuantiosa, digamos en torno a los mil dólares, puede que solo te propinemos una paliza digna de taberna barata.
Doug los estuvo estudiando desde el mismo momento que se le presentaron.
Conocía el impulso que les llevaba a cometer esa insensatez.
– ¿Queréis saber una cosa? – les preguntó con la frialdad de un témpano.
– ¿Qué pasa, Mister Universo?
– Que no va a ser yo quien os financie hoy la compra de vuestra dosis diaria de droga.
Los cogió con el culo al aire, saliendo disparado del círculo central en el que se hallaba, avanzando a grandes zancadas sobre el cemento cual Carl Lewis en la final de los cien metros lisos de la cita olímpica de Los Ángeles´84.
Pasó por debajo del dintel del pasadizo, refugiándose en su interior.
– ¡Eh, cabrón! ¡No te escabullas tan pronto!
El más magro y alto, flaco como un junco, se destornillaba de la risa, preso de un ataque de hilaridad incontrolable, viéndose de inmediato acompañado por sus dos compañeros.
– ¡Miradle! ¡Mirad cómo pierde el trasero! El famoso Terminator de “Greenplace”…
– La máquina aniquilante de la “Gran Manzana”.
– Está corriendo más que un jaguar enloquecido.
– Eh, vamos a hacer que sude un poquito más. Ya sabéis. “El miedo es libre”.
– Si, hay que dejarle alguna cicatriz que otra para que aprenda.
Los tres desfilaron en punta de lanza hacia el pasadizo. No se apreciaba ni el más ligero movimiento en su interior.
– Aquí estamos, mister ratón.
– Te vamos a rebanar las orejas.
– Voy a atizarte con el bate en las costillas como a una piñata.
El larguirucho permaneció en la entrada al túnel, cortándole la presunta retirada, con el bate palmoteando contra la palma de su mano derecha.
“plas”, “plas”
Los contornos de sus dos compinches desaparecieron en la creciente oscuridad como si estuvieran envueltos por la niebla densa: primero las piernas, le siguieron los torsos y brazos y por último las cabezas.
Esas cabezas porcinas…
– ¡HEY! ¡YUJÚUU…! AQUÍ ESTAMOS…
Esas fueron las últimas palabras que escucharía el larguirucho en los próximos tres minutos. Aguardó en silencio. Palmoteaba el bate.
“plas”, “plas”
Creyó escuchar movimientos bruscos en esa boca de lobos.
Siguieron unos aullidos altisonantes, de corta duración.
– ¡Eh, chicos! Quedamos en no pasarnos. Convenimos en bajarle los humos, pero no hablamos nada al respecto de zurrarle la badana hasta dejarlo parapléjico – les avisó, preocupado de que la subida de adrenalina pudiera acarrear fatales consecuencias para el fanfarrón de Doug.
Unos pies respondieron a su advertencia. Se arrastraban por el suelo con la pesadez más propia de un zombie.
“rashhh”
“rashhh”

Hasta surgir de la nada la figura cadavérica de Hillman, con la hoja del machete empalada en su cuello de lado a lado como si fuera una brocheta para caníbales.
– dioshh – musitó, vomitando sangre oscura.
Hillman dio dos tumbos de bebedor, cayendo redondo sobre los zapatos de goma negra de su compañero. Este se apartó de él, achantado por el terror que planeaba en círculos a su alrededor como una ave carroñera.
Una luz poco diáfana apareció hacia la mitad del interior de la cuerva urbana, para morir a los pocos segundos, sumiéndolo de nuevo entre penumbras espesas como el petróleo.
Aún en trance por lo que acababa de ver (y que permanecía tendido sobre el suelo a escasos centímetros de sus talones), dio unos pasos al frente, apartando en un recodo de su mente la inesperada muerte de Hillman.
– ¿Diamond…?
Encendió el mechero que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón de cuero. A mitad de la incursión pudo ver la vaga silueta de Diamond, apoyada de frente contra una columna de hormigón.
– ¿Dia…? ¿Diamond?
El brazo le temblaba como si fuera el injerto del “rockie” lanzador que en su primer partido como profesional debía de realizar la última tanda de lanzamientos que eliminase al último bateador del partido, con las tres bases ocupadas y ganando por sólo una carrera de diferencia en la última entrada. Se aproximó dos metros en diagonal hacia el cuerpo de su amigo y le iluminó la cara con la pálida e indecisa llama del encendedor.
Diamond tenía los ojos en blanco.
– Diamond…
Un hilillo de masa encefálica descendía de su sobresaliente frente. Vio el hierro herrumbroso que nacía de la columna como un enorme punzón. Diamond tenía la extensión del hierro ensartado por la frente, en la divisoria de las dos sienes, saliéndole por la parte posterior del cráneo.
– ¡Jesús!
Estaba absorto en su horror. Las sombras, hasta entonces quietas, se movieron en su cercanías, reproduciéndose a su alrededor con el acecho del depredador ante su pieza de caza. Alguien le oprimió el hombro derecho. Lo contempló de refilón, viendo la poderosa mano de Doug oprimiéndole la clavícula como si fuese la pinza de un cangrejo.
– Doug…- suspiró como el aire de un fuelle. Se volvió y se le encaró de frente.
Doug estaba mirándole con indiferencia. La vista perdida más allá de la espalda de su oponente.
– ¡No, Doug! ERA UNA BROMA. Todo era una puñetera broma…
“UNA BROMA.
“UNA BROMA PESADA
-. Se quitó la careta y lo arrojó al suelo encharcado de lluvias pasadas.
La faz porcina se le quedó mirando desde el suelo. Las cuencas vacías ahora de vida…
– Doug, soy Robert. Robert, Doug. Me conoces… De la Universidad.
Doug le arrebató el bate de béisbol de las manos. No hubo resistencia al hacerlo. Es más, Robert no había caído en la presencia del bate hasta ese momento, ni siquiera lo había sentido entre las manos enguantadas de la cantidad de miedo que tenía metido en el cuerpo.
– Doug, dita sea…
– Yo no le conozco, “señor” – musitó Doug con la vista clavada al frente, observando la entrada del túnel.
Los ojos de Robert se salieron casi de sus órbitas.
¡No era para menos!
– ¡DOUG!
– Eres una escoria.
– Soy Robert Malone. COMPAÑERO DE CAMPUS. DE PRIMER CURSO.
– Insisto en que no le conozco.
– Doug
Lo aplastó de espaldas contra la pared enladrillada del pasadizo, le abrió la boca todo cuanto pudo tirando de la mandíbula hacia abajo con una mano y le metió la punta del bate, apretando con insistencia incontenible, destrozando la dentadura, ahogándole y atragantándole con la lengua, dando una vuelta de tuerca…, hasta que el cuello de la escoria cedió como un lapicero al partirse abruptamente por la mitad.
La respetable figura de Doug Gleason emergió segundos más tarde de la ciega negrura del pasadizo. Entre sus manos portaba un bate de béisbol con la punta teñida de sangre.
Lo palmeó contra la mano, satisfecho.
Un recuerdo adicional de guerra que no haría más que engrandecer todavía más su museo particular.

Al llegar a casa, y recordar que conservaba otro bate de béisbol con la punta astillada y teñida de sangre seca, lo hizo sustituir por el más reciente, colocándolo encima de la chimenea de piedra, henchido de orgullo.

1.- “Freshman”: Novato; estudiante de primer año en la Universidad. (N. del A.)
2.- El protagonista se refiere al cineasta George Romero, director de la película “La noche de los muertos vivientes”. (N. del A.)

El rostro de la guerra

… llevaba una eternidad insomne. Apenas gozaba de la vitalidad precisa para mantener la pesadez de la mirada fija en la vigilancia del inactivo frente secesionista; apostado de rodillas en la zanja más saliente de la térrea trinchera, con los prismáticos de visión nocturna prendidos, ocasión tras ocasión, contra las cuencas de las órbitas ojerosas. Los zapadores urdieron la línea desigual de parapeto a lo largo de media milla, justo al amparo zaguero de una minúscula colina devastada por la utilización a mansalva del fuego cruzado de artillería de corto alcance – las prestaciones logísticas no eran muchas -, en plena eclosión reconquistadora por parte de las huestes nacionalistas. En su vertiente norte quedaba emplazado el enclave de Verezda, un simple punto insignificante de vida agropecuaria, compuesto por ocho granjas, unas cuantas tierras cercadas, un recinto de pastizales que hubiera dado grato gusto ver de día unas semanas en retrospectiva, y unas áreas dispersas de cultivo en barbecho.
Se le suponía a la aldea una población cuantificada en cuarenta o cincuenta habitantes, la mayoría gente anciana, mujeres y niños pequeños, casi carente de toda reserva varonil superior a la mera adolescencia, el interés prioritario de los lugartenientes del desatinado y cruel General Hergacevic – un iluminado que preconizaba a la larga la estulticia imperial de un Gran Estado Adriático -, y a cuya vera arribaban después de haber regenerado sus crecientes filas en villas cercanas a la presente. Pero todo cuanto encontraron al poco de espantar a las líneas de defensa fue la representación trágica de una postal turística agonizante al ser pasto de las llamas. Los rebeldes optaron por saquear Verezda a conciencia, quemando las posesiones, acribillando el ganado a tiros e inutilizando el medio de vida general de la cual se nutría, aparte de llevarse a las féminas más jóvenes y de buen ver, desdeñando el espectro restante de la escala de edades, confinándolo en el compartimento de descarga de los enormes silos, en un exterminio de crueldad sin límites bajo el derrame infinito de trigo y centeno allí almacenado. Recordaba el acto insano del descubrimiento: la palidez de la piel aderezada de granos, el horror reflejado en la sobriedad de los ojos, las bocas hacinadas del producto de la cosecha anual… Tardaron un día entero en dispensarles un destino de descanso eterno más acorde con la sinceridad de sus corazones agrarios, mientras los zapadores destinaban centilitros de sudor en la constante elaboración de la trinchera. Mil doscientos metros más allá, enmascarados en los recovecos naturales que les ofrecía un espeso y tupido bosque de robles, la guerrilla miliciana daba vía libre a su infame alegría, canturreando una retahíla de composiciones de antiguo cuño, relegada en la estirpe de su lengua materna, creencias y costumbres hereditarias del pasado; sin duda agrupados en un campamento improvisado, al fragor de la sibilina empatía de la hoguera, mediando caricias descarnadas con las cuatro o cinco chiquillas bonitas arrebatadas a Verezda. A ello era debido en gran parte la proliferación incesante de sus gritos suplicantes, emergentes esporádicamente en el cénit del anochecer. Lamentablemente dicha noche constituyó una excepción en el conocimiento de las referencias orales del estado anímico de las civiles hechas rehenes. Nunca más se las volvió a oír. Nunca más se supo de su desasosiego. Presumiblemente estarían muertas. Estranguladas a sangre fría, o rematadas a golpe de culatazo de fusil en la base de la nuca, pues jamás se escucharía la detonación de un sólo disparo de gracia procedente de la inmensidad de la arboleda.
El desfilar de firmamentos estrellados se sucedería noche tras noche, y a cada madrugada discurrida en vela, el cansancio físico, anímico y mental hasta entonces acumulado quedaba engarzado sobre sus espaldas, unido a los omoplatos con el tesón de las pinzas de un cangrejo, tentando la entereza de su raciocinio. El militar al mando del pelotón – todos los integrantes eran reservistas y alistados por fuerza mayor – le aconsejó echar alguna que otra cabezada reparadora en los recesos temporales de calma bélica que compensara su actual déficit de insomnio… Pero todo cuanto intentase constituía un fracaso anticipado. Vez que se acostaba sobre el macuto, con un oído libre del estorbo de la lona por si surtía un imprevisto inminente, predispuesto a cerrar los párpados y a dejarse llevar por el revuelo de un sueño agitado, la mente se le ponía en blanco, inmaculada como si fuera la aureola de una figura sagrada adorada por miles de fieles semi-cristianos; incapaz de esbozar una instantánea de su vida pasada, virtual o de simple fantasía freudiana. El folio en blanco disfrutaba de unas propiedades transitorias que consistían en desmembrar cualquier atisbo de imagen trenzada al albur por la diligencia del extremo inferior de un palo en la arenisca de la playa, consiguiendo que pasara al precoz olvido con la subida inmediata de la marea. Una ola sabrosa lamía la superficie interior de la cala, tersándola con la bravura infantil del mar hasta restaurar en segunda instancia el pliegue monótono de arena blanquecina en su período de gris duermevela.
El susurrar de la resaca reiteraba la difusión del eco en el trasfondo de su ser, de su YO adormilado e invidente.
“Libérate. Déjalo todo. TODO. Y ten cuidado con el HOMBRE SIN ROSTRO. No te dejes obnubilar por el poder obsceno de sus facciones indefinidas, pues si acaso cedes y lo haces, lo perderás todo. TODO. “
“Incluida tu propia vida.”
El vocablo ulterior permanecía aleteando en el intrincado entramado de su sistema auditivo, aún cuando recobrase el sentido del presente.
– Qué. ¿Por fin dormiste algo? – se interesaba con intermitencia su superior.
A lo que solía responder con un movimiento de cabeza estéril.

*****

– Está que asusta hasta a los muertos de este pueblo – comentaban sus compañeros de pelotón cuando lo perdían de vista.
– Será porque es un campesino. Lo reclutaron en Zaprica. Al parecer no se resigna a perder todo contacto con sus prójimos.
– Según tengo entendido, vive solo con sus padres, éstos ya muy mayores. Debe de disponer de un buen terreno de labranza, pero al permanecer tanto tiempo apartado de su completa supervisión, lo debe de haber perdido todo.
– Vaya. Entonces sus padres viven a expensas del esfuerzo diario del hijo.
– En efecto. No pueden defenderse por sí mismos. La alquería se habrá ido al carajo.

*****

¿Y quién no carga acaso con el supuesto de tal clase de desazón? Los dramones familiares no tienen cabida en los pensamientos de un soldado. Si te obsesionas con la suerte permanente de los tuyos, te conviertes en un muñeco de trapo: no piensas, no razonas, no respondes de manera eficiente al AFÁN de la GUERRA. El mejor guerrero es aquel que no lleva alma. Una vez que todo finalice, la recuperas, y te llega la ocasión de preocuparte de nuevo o sonreír aliviado al retornar a la cuna del nacimiento.
“Están vivos”, dirás, llorando de alegría.
“Estoy vivo”, te responderá una voz interior.
“Estás íntegro.”
“Redimido”

*****

Verezda era un esqueleto socarrado, pulverizado en el mortero de una hechicera laica extemporánea, dispuesto a ser diseminado al libre albedrío del conjunto de arrullos de la brisa mediterránea que recorría los camposantos en la noche de difuntos, borrando el menor de sus restos arqueológicos, desdeñando la atención cualificada y científica del mundo futuro con la nadería de su extensión árida y desértica.
“Buscad, buscad, ingenuos universitarios. Cavad. Barred la corteza superficial con vuestros complejos instrumentos de rastreo, pues no encontrareis ni la quimera de la impronta de una piedra primaria sobre la cual, se supone, debía asentarse una de las paredes maestras de la morada de la FAMILIA PERDIDA PARA SIEMPRE. Perded el tiempo, derrochando el maná en forma de subvención que se os ha concedido por parte de una institución privada americana, que de nada os servirá.”
“La desolación se reirá de vuestra inútil perseverancia. Su DESCENDENCIA inmaterial se jactará, a risotada limpia, de haber enrevesado la vastedad de vuestros conocimientos académicos hasta maniatarla por medio de grilletes y cepos medievales, pregonando con voz henchida y despótica:
– Habéis hecho mal al acudir al ruego lisonjero de la ruin bruja. Ella os ha engañado como si fuerais más cándidos de lo que en principio aparentáis. Pero no habrá clemencia para los indecisos, ni condonación de la pena máxima para los indolentes y confiados insolidarios, antaño indiferentes hasta la médula ante cualquier contienda bélica que les fuera ajena a sus propias llagas. Ni con el ardor supurante procedente de heridas superficiales agasajadas por las yemas malditas del DEMONIO en pleno recorrido lascivo de la piel, ni asimismo las súplicas álgidas de los voceros emergentes del cuerpo examinado por las dotes sonsacadoras del Inquisidor harán que de marcha atrás en mi decisión de devolveros al pozo ponzoñoso del cual procedéis. Y una vez que abandonéis la tierra desheredada por la gracia de Dios por la implicación de la Reina Guerra – abanderada nupcial de Satán – en el curso ritual de la historia reciente del HOMBRE, agachareis vuestras cabezas, instalándoos en la crudeza del tormento más despiadado que pueda uno encontrarse más allá de la defunción propia: es la agitación a coro de la gente adoctrinada y engañada, reclamando sed de venganza por el embuste destructor urdido por cada individuo ávido de codicia y de poder plenario que, oculto entre las sombras de su despacho gubernamental acaricia – noche si, noche también – el botón de ignición del propulsor principal de la contienda interracial, logrando el odio de las etnias implicadas en el conflicto.”

“Y recordad esto último en extremo:

Ay de aquel que caiga en desgracia,
que no habrá quien lo levante.”

¡AY DEL PUEBLO QUE SEA LLEVADO POR UN ALUCINADO,
PUES TARDARÁ CIEN AÑOS EN RECONSTRUIRSE
DESDE SUS TROPELÍAS EXPANSIONISTAS!

Alzó la vista desde su atalaya semisubterránea, buscando la soldadesca que estaba entonando dicho cántico a las huestes de Hergacevic. Procedía de una ramificación dispuesta en una avanzadilla de la trinchera original. Eran los encargados de abrir paso con la zapa, amén de constatar que el camino escogido no quedaba plagado de minas sensitivas de contacto ligero. Con ese canturreo quedaba demostrado el descontento creciente entre las propias tropas del sanguinario general.
En la lejanía de la vigilia, el bosque se intuía por la cortinilla lechosa desprendida por la luna visible a un cuarto de considerarse llena. El follaje y los troncos se perfilaban con el misterio propio de la medianoche. No había rumor de animales correteando a ras de suelo, ni de lechuzas surcando el vacío de rama en rama en busca de algún roedor desprevenido. Todo permanecía en un revelador silencio, autoimpuesto por la acampada ilógica de la milicia popular. Nadie entendía a ciencia cierta el motivo que les impulsaba a vivaquear a una milla escasa del ejército nacionalista. Si hasta el momento el teniente encargado al mando de la tropa no había decidido dar pleno avance, era más debido a la escasez de medios de asalto y de personal cualificado, habida cuenta que la infantería allí reunida era sumamente inexperta y no sabía si podría responder de forma adecuada a la orden suya de un ataque terrestre, que conllevaba la sempiterna lucha cuerpo a cuerpo. Por eso aguardaba, expectante, la llegada de la III Columna de Campo, que vendría acompañada de tanquetas, morteros y jeeps lanzallamas. Con algo de vehemencia, arrasarían el robledal en media hora a lo más, y consigo, a los doscientos componentes del comando rival.
Estaba atento a la vaga presencia del lindero del bosque, cuando le llegó la síntesis de un sueño profundo. Su espalda se apoyó contra la pared de la trinchera, a modo de respaldo, y dejándose deslizar de manera pausada, se dejó acomodar sobre la tierra apisonada, con los prismáticos apresados entre los dedos de su diestra. No supo lo que iba a soñar a continuación – ¿sería de nuevo la NADA?, ¿el folio en blanco?, ¿la playa deshabitada?, ¿la lógica de su propio hastío hacia todo reflejo inconsciente que representara toda confrontación civil, por efímera que ésta fuera? -, pues un golpe contundente en una de sus piernas le hizo de despertar. Tuvo una visión ciega hasta que el enfoque de los ojos quedó habituado a la negrura de la noche. El teniente le estaba mirando a medio erguir con un rostro pétreo. “¡Venga! Muévase. Ha llegado la hora de luchar por la PATRIA.”, le arengó con rabia.
– ¿Ha llegado ya la Tercera Columna?
– No – el hombre al mando de la situación eludió entrar en mayores consideraciones, otorgándole la visión de su ancho espaldar. Llegado el caso, se dirigió a lo largo de la trinchera, solicitando la presencia del encargado de transmitir órdenes por radio.
Se incorporó de pie, con las articulaciones desgastadas por el clímax de la tensión contenida a duras penas. Al surgir de su parapeto de vigía pudo observar a sus compañeros de pelotón saliendo de las zanjas, ocupando el llano en silencio reverencial, con los subfusiles semiautomáticos a punto de entrar en calor. Con la metodología de un robot confuso y en apariencia obsoleto para la lucha, procedió a imitarles. Las suelas de sus botas de cuero pisando maleza amarillenta requemada y pedruscos de dolientes aristas. Hasta se topó de improviso con la madriguera de una liebre, oculta dentro de un matorral asentado este en una brusca elevación del terreno, estando por tal motivo en un tris de perder la verticalidad. Alguien innominado lograría sujetarle por un brazo, y sin aguardar a que se lo agradeciese, continuó marchando al frente. En alguna parte indeterminada pudo escuchar un cuchicheo revelador:
“Dios mío, que no se me encasquille la condenada. Que no se me encasquille…”.
El registro moribundo del avance consistía en la ligereza de las pisadas y el movimiento consiguiente del subfusil al cambiar de mano en mano de posición. Nadie tosía. Se luchaba por contener la respiración, como si acaso esto pudiera delatarles.
Faltarían menos de cien metros y qué grande parecía el bosque visto de tan cerca; un guante nudoso de mil dedos dispuesto a arracimar la totalidad de la formación de un sólo intento, comprimiéndolos en un apretón mortal de necesidad. No se percibía ningún signo artificioso que evidenciase el cobijo dado al bando insurrecto. La luna tendía a juguetear solitaria entre las altas copas de los árboles y el sotobosque quedaba a unos pocos pasos de los primeros soldados que abrían paso. De repente se vieron sorprendidos por una silueta. Esta se instaló a su flanco derecho y ordenó a todo el mundo pararse, para posicionarse sobre una rodilla. Era el teniente, con el velo aterciopelado de las tinieblas borrando toda expresión hosca de su cara alargada y sudorosa. Respiraba de manera acelerada y, por lo visto, su autoprotección se reducía a una pistola de asalto extraída ya de su funda. “Cuando queráis”, gruñó a media voz, echando a correr de zancada en zancada, adelantándose a toda estrategia estudiada, con el halo vaporoso de la luna iluminando el acceso frontal al bosque. El continente de la formación siguió sumisa al requerimiento del sorpresivo ataque, avanzando a paso de marcha, afrontando la primera hilera de troncos escamosos.
Él no quiso ser menos que nadie, y dando algún que otro tumbo sobre la hierba en estado irregular, internose en el bosque. Sentía las piernas aflojadas, el pulso desbocado, la cabeza nada serena.
“Recordad que no hay confusión posible. Esa gentuza no va vestida de uniforme”, comentó una entidad anónima en voz baja.
Y justo al pronunciar la explícita aseveración, una ráfaga de fuego cruzado surgió de cada rincón de la vegetación. Sólo alcanzó a ver los destellos rojizos de la munición rugiendo sobre el casco que le cubría la cabeza al tiempo que se echaba sobre el suelo agreste, tapándose los oídos, con los dientes apretados.
Las ráfagas de las ametralladoras Brunzag fueron aniquilando a los reservistas y demás reclutados en las poblaciones de menor relieve sociológico del país. Muchos quisieron huir de la escabechina pero eran rematados al asaltar el matorral del sotobosque, conformando una cadena patibularia de eslabones sanguinolentos, que delimitaba la llanura devastada del margen exterior de la arboleda.
Encogido entre las raíces protectoras de un recio roble, con el subfusil aprisionado entre sus brazos contra el regazo, pudo escuchar los gritos aterrorizados de los demás compañeros de filas, hasta que terminaron sus días agonizando con la misma facilidad que los caídos en la linde del bosque. “RA-TA-TA-TA”, rugía una Brunzag no muy lejos del roble que le servía de eventual escudo protector. “RA-TA-TA-TA” le contestaba una segunda emplazada a metros de distancia una de la otra. El parloteo entre ambas, contundente y demoledor.
– No, no, no…- gimoteaba, acorralado en territorio enemigo.
Entonces percibió unas pisadas que se encaminaban hacia donde se hallaba apostado.
Extrañamente, las ametralladoras cesaron en sus comentarios acerca de la MUERTE HUMANA, tales como:
– ¡Cuán fácil resulta acabar con ellos! Es como una caseta de tiro al blanco: las dianas sustituidas por personajes uniformados, las escopetas de feria, graciosas pero inútiles ellas, reemplazadas por nuestra peculiar contundencia. Expresamos nuestras proclamas con jerga destructiva y
“¡PAM!”, el mozuelo de la barba de tres días descansa en paz armoniosamente.
Pegamos otro berrido y
“¡PAM!”, ya nos queda la mitad por aniquilar.
Revolvemos otro poco en un guirigay altisonante y
“¡PAM! ¡PAM!”, nutrimos la tierra con el abono de la otra mitad.
Eso si, dejemos al chico de la perilla. Ese que está tan asustado.
“Ese no nos pertenece… Su futuro no nos incumbe.

– Levántese, Lubulag – oyó decir a metro y medio de distancia real.
La voz le era muy conocida. Vaya si lo era.
Se desenroscó lo necesario. Alzó la vista al frente y se encontró al HOMBRE DESPROVISTO DE TODO ROSTRO. Continuaba sudoroso, aunque ya no se le notaba en absoluto nervioso.
– Mi Teniente…
– ¿Acaso deseas dormir, Lubulag? ¿Conciliar una tibia dosis onírica?
“¿A ser posible, una ensoñación BENDITA que te libere de las miserias que afligen a este país?
Lubulag vio el semblante del teniente, iluminado indirectamente por un haz de luz lunar que se colaba a través del copioso ramaje de un árbol. Su fisonomía borrada. La cabellera rasurada. Las cuencas irradiando la perfidia enquistada en las raíces de su ALMA.
No pudo consentirlo más, y sosteniendo el arma entre las manos temblorosas se dispuso a eliminar a esa vil criatura, gritando hasta rasgarse las cuerdas vocales:
– ¡Usted!
“USTED NOS HA TRAICIONADO.
“NOS HA TENDIDO ESTA EMBOSCADA.
“NOS HA VENDIDO…

Quiso apretar el gatillo, pero para entonces el HOMBRE SIN ATISBO DE ROSTRO había acoplado la boca del cañón de su pistola a la sien derecha del soldado, y sin mayor demora, lo desposeyó de toda vitalidad para más tarde sentenciar en un murmullo inaudible:
– Así es, Lubulag.
“Así es cómo se gesta una GUERRA.
“Y del mismo modo, así es cómo se la MANTIENE.

*****

En las afueras del bosque, una SOMBRA definitoria se asentó sobre la extensión del mismo, devorando todo cuanto encontró en su interior…

En aras de la locura

Localidad: Spring Hill
Estado…: Nueva Jersey
Fecha… ¿acaso importaba?

Donald Rice permutó de canal al comprobar con desazón como la CBS difundía un documental insufrible relacionado con el viaje de placer que realizaba el Primer Ministro británico por la costa Este del país. El televisor de marca alemana “Schoden”, obediente cual can cobrador de pura raza, trastocó su pantalla, ofreciendo a continuación un partido de béisbol perteneciente a una de las ligas menores, retransmitido por un canal que carecía de logotipo sobre impresionado en una de las esquinas. Don frunció el ceño en un gesto característico de su repertorio de televidente adicto, aprobándolo. Se rebulló en las blanduras de su sofá de ante. Antes de que pudiera adquirir la postura más cómoda tuvo que levantarse apresuradamente al cerciorarse que el nivel del volumen no respondía proporcionándole el orgasmo de decibelios adecuado para el momento y el carácter del evento que presenciaba. Para saciar esa sed de kilohercios giró por completo el botón del volumen, alzando el sonido hasta que no pudiera dar más de si.
“Así es como me gusta que suene “- asintió para sus adentros mientras retrocedía y se asentaba en medio del sofá.
La voz chillona y desgañitante del comentarista, aliñado con el ulular de las gargantas del público asistente que llenaba el estadio al completo, inundó el interior del salón. Esta situación de cacofonía le hacía experimentar la sensación de estar viviendo el transcurrir del partido in situ, acomodado en una de las localidades del segundo anfiteatro de la grada oeste del Omni Stadium de los “Basureros” de Ontario. Naturalmente, todo era cuestión de gustos privados, ya que el restante porcentaje del noventa por ciento del vecindario no opinaba bajo la misma perspectiva en lo referente al alboroto emergente de la caja de su “Schoden”, siendo el más recalcitrante en sus reivindicaciones quejosas el vecino que residía en el piso superior.
Donald apenas reparó en el ruido tenaz e insistente expresado bajo el percutir del palo de una escoba que tenía lugar justo encima del techo de la sala. Al rato el palo avivó el ritmo de su golpeteo, imprimiendo mayor contundencia en la reclamación de sus ideales sigilosos en el fin de semana presente, hasta que la presión ejercida fue tal, que no tardó ni un suspiro en partirse por la mitad.
– ¡CEERRDOOO…! – lloriqueó el vecino, desesperado.
Donald no le concedió mayor importancia al suceso ya que el loable vecinito tendía al hábito de dejarse llevar por la histeria al no ver colmados sus deseos, aunque nunca llegase al extremo de denunciarle. La razón de este hecho: era un socio honorífico de la grey del travestí redomado. Ejercía una doble vida. De día era el estudiante de rizos rubios que le caía sumamente atractivo a la casera. De noche su perfil correspondía al de “Magnolia Steel” que volvía loca perdida a la asistencia gay del Pub “Cuernos Rotos”. Donald era el único testigo del barrio que estaba al tanto de sus salidas noctámbulas. Si a esa cosita encantadora tan irrisoria se le ocurriera un día presentar una denuncia por abuso desorbitado de decibelios, el bueno de “Machaca Tontos” Rice le daría una buena tunda con un bate de béisbol, y acto seguido lo arrastraría con los pies atados al parachoques trasero de su Mustang 78 por cada una de las calles medianamente pavimentadas del South Manchuria, proclamando a los cuatro vientos la segunda personalidad reprimida del decente del inquilino del segundo A del número 23 de la calle Harum. Ante esta cruda realidad, el vecino solía optar por recurrir a la única salida que le quedaba. Hacer las maletas y marcharse del apartamento con viento fresco, refugiándose sin duda en uno de los niditos del amor de “Mamaíta Pelo en Pecho”. Y por el repercutir del atronador portazo que percibió al temblar parte del techo y con ello la base de unión de la lámpara araña, hoy no iba a constituir una excepción.
Esbozó una sonrisa triunfante, centrándose de nuevo en las incidencias del partido. Los “Sonics” de Westbury iban venciendo de forma aplastante a los “Basureros” por cuatro carreras a una en la sexta entrada. Eso le hacía ser feliz como unas pascuas. El solo hecho de poder contemplar a los francófonos canadienses doblando la rodilla ante el imperio de la comida rápida equivalía a estar flotando entre nubecillas celestiales.
– Venga, venga… Dadles hasta en el carné de conducir.
Al evocar su sufrida infancia siempre salían a relucir la saga de sus deseos, cimentados en la emulación activa de sus ídolos de las ligas profesionales, lo cual de por sí era ya una utopía frustrante: disponía de una pierna risiblemente más corta que la otra. A pesar de los ímprobos esfuerzos que derrochó el doctor Willis Appleeater intentando redimirle de su deficiencia física, transformándole en un chico apto para la vida normal, era completamente inútil para la práctica de cualquier actividad que conllevase un esfuerzo físico más allá de regar las magnolias del jardín de su casita en Spring Hill, y por tanto el mundo deportivo le sería un coto privado.
– Como no se dedique a los campeonatos regionales de ajedrez o damas… – le dijo el doctor a su padre en un murmullo seco, cuarenta y cinco años atrás.
Pero ese pasaje de su vida ya quedaba olvidado. Pertenecía al apático pasado. Ya que no podía jugar a su deporte favorito, se contentaría con ver todos los partidos que emitiesen cada uno de los distintos canales de televisión. Al igual que cualquier otro americano medio, disponía de una batería de emisoras a cantidades industriales, muchos de ellos de eminente carácter deportivo. Pero muchacho, si jugaban los “Yankees” de Nueva York y coincidía con otro encuentro… Sobraban los comentarios. Sin palabras. No había color.

“SEÑORAS Y SEÑORES. “MARAVILLAS” BRUCE HA BATEADO TAL COMO INDICA SU PROPIO APELATIVO, LOGRANDO UN MEMORABLE HOME RUN. GRACIAS A ELLO, DOS CARRERAS MÁS SE SUMAN AL MARCADOR PARTICULAR DE LOS “BASUREROS” DE ONTARIO, YA QUE TENÍAN LA PRIMERA BASE OCUPADA.” – rugía el comentarista.

La gente congregada en el estadio coreaba al unísono una palabra finalizada en “-vil”, la cual Donald no acertaba a poder conjeturar el completo origen de su significado. El barullo era tan ensordecedor. Caótico. Impetuosamente apocalíptico.
– Diantres… Ya sólo pierden de uno – recapacitó, cariacontecido.
En ese preciso instante de tensión sonó el cascajo que tenía por timbre en la puerta principal.
– Bah, ya se irá… No puedo perderme esta entrada.
Sin embargo quedaba claro que el visitante inoportuno no iba a claudicar a las primeras de cambio, pues continuó presionando el pulsador del timbre con una inusitada insistencia.
Donald refunfuñó entre dientes, levantándose de una manera descafeinada del sofá. Redujo el volumen del televisor, dirigiéndose con cierta reticencia hacia el vestíbulo. El cascajo reincidió en su sonoridad, e irritado por la cabezonería del visitante, abrió la puerta.
En el exterior del umbral le aguardaba un hombrecillo de apenas 160 cm de estatura, entrado en años y en carnes, demostrando el esplendor adiposo de su barrigota atiborrada, gafas de alta graduación y una bien cuidada cabellera castaña oscura peinada tirantemente hacia atrás. Lucía un traje de color azul marino de amplia botonadura central, en contraposición con el calzado de unas zapatillas deportivas blancas. No aparentaba ser el cargante vendedor ambulante de “Network Software” al carecer del consabido maletín que contendría un amplio muestrario de revistas especializadas en la informática.
Donald le escudriñó varias veces con la vista. Tampoco aparentaba ser un ladrón revienta pisos, y mucho menos se asemejaba a un vagabundo solicitando su ración diaria de Chivas Regal.
– Bueno, ¿qué es lo que desea? – rompió el hielo Donald.
– Permita que primero me presente, señor…- dio un paso atrás, fijándose en el letrerito de plata de la puerta. – … señor Rice. Soy el Hermano Tallanger. William Tallanger.
Donald volvió la cabeza en un vaivén durante un instante. Podía oírse muy baja la voz emocionada del comentarista deportivo.
– ¿Y qué es lo que le trae por aquí a una hora tan desapacible, señor Tallanger? En estos momentos estoy muy ocupado.
– Lo lamento… Pero deje que entre en su bendito lar – cuando dejó resbalar esta frase, ya estaba dentro de sus dominios.
– ¡Oiga! – protestó Donald. – Sepa que está invadiendo una propiedad privada. Yo no le he dado mi permiso.
– No se preocupe por ello, señor Rice. Umm… Ahí está la sala de estar, ¿verdad? – preguntó señalando a la estancia situada a mano derecha.
– Si, y por si es ajeno a mi desagrado, me está fastidiando el seguimiento de la evolución de un reñidísimo partido de béisbol que está afrontando su recta final – Donald aglutinó los brazos en cruz encima de su pecho.
– ¿De veras? – respondió con irrelevancia el señor Tallanger, entrando en la sala.
Lo primero que vio fue el obsoleto aparato de televisión. Se dirigió hacia donde estaba emplazado con la presteza de una lagartija, y cuando en ese momento los “Basureros” perdían por seis a cinco carreras, lo apagó.
– Pero… Pero… ¿QUIÉN SE CREE QUE ES? – aulló Donald encolerizado. Rodeó la mesa central, dispuesto a encenderlo al instante. Entonces sintió la opresión de una mano menuda pero dotada de una portentosa fuerza que se lo impidió.
– Vengo a hablarle de algo mucho más importante que un insulso y anodino partido de béisbol – repuso William Tallanger en un tono monocorde.
Donald se liberó del apretón de la mano, alejándose medio metro del hombrecillo.
– ¿Si…? Espero que no se esté refiriendo a su faceta sexual y pretenda reclutar…
– Oh. Qué impertinencia más difamatoria está usted insinuando – le cortó William. – Pero sentémonos para departir con mayor comodidad.
El hombre de pequeña talla tomó asiento en el butacón situado frente al televisor, mientras Donald lo hacía a regañadientes en el centro del sofá.
– ¿Es usted ateo? – se interesó William con espontaneidad.
Donald se quedó de una pieza. Ese tipejo era un apestoso predicador a domicilio de una de esas sectas existentes netamente para embaucar a los jovenzuelos inmaduros y a los que destilaban una pinta de bobo elevado al cubo.
– Se puede saber la razón por la que le importa si soy ateo o no lo soy.
– Hombre, señor Rice. Si usted es… ateo, aún le quedaría un asidero de salvación al cual aferrarse.
– Je, je.
– ¿Eso responde afirmativamente a mi pregunta? – William se rascó una de sus pobladas cejas.
– Un rábano – farfulló Donald.
– Entonces llego a la conclusión descorazonadora de que usted profesa alguna clase de religión.
– No soy practicante de ninguna en especial. Simplemente un espantador de moscas cojoneras – respondió con segundas.
– Sin lugar a ningún tipo de duda, usted no cree en nada de índole espiritual. En absolutamente nada. Por lo tanto, usted es ATEO.
– Soy agnóstico.
– Es lo mismo, señor mío. Usted no cree en nada, y yo le ofrezco a cambio de su bendita incredulidad la capacidad de beber de las fuentes de lo verdadero. ¡Afuera los dioses vacuos que inundan las estanterías de los hogares americanos! ¡Fuera las burdas imitaciones! FUERA LO IRREAL – William se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta para secarse el sudor que perlaba su frente.
– Váyase al grano de una vez. ¿De qué secta es usted? ¿De los Hijos de Cristo Rey? ¿Del Hare Krishna? ¿De los Ángeles del Infierno? ¿De cuál de todas ellas?
– Yo no me asiento en ninguna creencia minoritaria impía. Lo que yo difundo es la religión verdadera. El dogma alumbrante. Ni más ni menos.
– Bien, pero eso que usted predica tendrá algún nombre, ¿no? – Donald, sabedor de que ya iba a perderse la resolución del partido de béisbol, iba sintiendo una pizca de curiosidad mundana.
– Satanismo – respondió William como quien afirmaba que se es asistente social.
Donald se puso de pie como si el mismo demonio le hubiese pinchado en las nalgas con el tridente.
El crucifijo invertido de oro puro colgaba oscilante debajo del corbatín del predicador. William se aflojó el nudo y se levantó el cuello de la camisa, mostrándole el beso de Satán tatuado sobre su clavícula derecha. Era como una de esas antiguas vacunas que se empleaban en la segunda guerra mundial, arrancando una sección de tejido: arrugado, de tono cobrizo.
Donald montó en cólera.
– ¿Cómo? ¿Me está queriendo inculcar una religión nefanda, oscura y perdida? ¿Anhela acaso que pueda caer por un día siquiera en los ardides de Lucifer? ¿Eso es lo que usted considera por el súmmum de la salvación verdadera? Está loco. Cojones, si eso es la destrucción personificada.
William ocultó el crucifijo satánico debajo de la corbata. Las sombras perpetuas se adueñaron de su rostro.
– No me es preciso ver más. Usted no me ha sido sincero. Es mas, me ha mentido con ruindad – guiñó un ojo con desdén. Fue entonces cuando Donald apreció que el otro ojo era una mera canica de cristal: ciego como los ojos de mil muertos… – Usted es católico, sin duda. No, no me mienta por segunda vez en menos de cinco minutos. Usted venera a esa… “deidad”.
– Prefiero creer tibiamente en eso que usted denomina como si fuera una puñetera marca de cerveza barata, antes que en ese cabronzuelo de Satanás – los ojos abultados de Donald denotaban al mismo tiempo ira y miedo.
William le acompañó también de pie. Miró brevemente a través de la ventana, expresando sus nuevas sensaciones en voz alta:
– Sepa usted que ya no le queda ni la opción más remota de redención terrenal.
Donald mentó a la madre del hombrecillo e intentó aferrarle por las solapas de la chaqueta de su traje con visos de echarle de su piso a puntapiés. William se le revolvió con la destreza de un gato, sacando a relucir una pistola de la parte trasera del cinturón de su pantalón.
– Oiga. ¿No irá a…? Nooo. Le oirá todo el vecindario – señaló Donald, con los nervios caldosos. Su prominente nuez subía y bajaba por su garganta como si fuese un ascensor descontrolado.
William se limitó a endurecer más el semblante.
– Señor Rice, no me sea ingenuo. El arma lleva acoplado el silenciador – respondió secamente. Inclinó en un sesgo el brazo que portaba la pistola y apuntó en primer lugar a la zona de las partes íntimas de su anfitrión. – De momento le voy a dejar impotente, señor Rice.
Apretó el gatillo.
Se escuchó un “flop” rasgado. Acto seguido Donald recondujo las manos hacia su ingle. Manaba sangre, muchísima sangre de entre los dedos apretados de las manos. Se le mancharon los pantalones con el orín escarlata.
– Maldito-hijo-de-perraaaa… – masculló, resoplando de dolor.
– Esas serán las últimas palabras que pronuncien sus labios – sentenció William Tallanger.
Para corroborarlo, apuntó al parietal derecho de su víctima, descargándole tres balas en la cabeza.
Donald cayó desplomado sobre la moqueta del suelo. Su último gesto fue morderse la punta de la lengua hasta casi seccionarla.
– Otro creyente menos – William se guardó la pistola detrás de la chaqueta. Entonces absorbió las ondas que invadían su cerebro puro. Eran las órdenes de su Gran Hermano Negro.

“Enciende el televisor, Bill. Pon el volumen a tope. Que se crean que se han abierto las verjas del infierno. Así no repararán en el cuerpo hasta entrada la noche.” – le habló el Gran Hermano Negro dentro de su mente.
– Si. Si. Así se hará. Loado seas, Sepulcro de Carne Corrompida. Bendito seas Gran Hermano Negro.
Encendió la televisión, subiendo el sonido todo lo alto que le permitía el ancestral aparato de fabricación alemana. En la pantalla combada y ovalada surgieron las imágenes difusas del comentarista entrevistando a “Heaven” Parkson sobre su actuación personal y de los “Sonics” de Westbury (Long Island) en conjunto. El periodista solicitó reiteradamente a los cazadores de autógrafos que le dejasen cumplir con su labor para la cadena de las Negras Escrituras.
– Estoy seguro de que esa alma perdida será atea.
“Los deportistas, por regla general, sólo rinden pleitesía al dinero.
“Ben le reconvertirá más adelante, cuando desconecten con el estadio – murmuró William para sí mismo.
El comentarista deportivo no era otro que Ben “Rostro Sombrío” Lockhart.
Una cadenilla colgaba de su cuello sudoroso, y de esa custodia de eslabones de oro, un crucifijo invertido de marfil se reía del mundo entero…

Soliloquio fantasmagórico

…”buenas noches”,

osado y trasnochador lector, de insomne tránsito nocturno por la médula espinal emblemática de la recurrida ensoñación onírica que habría de procurarle a usted el oportuno y merecido descanso funcional a la red operativa de interconexiones neuronales, víctimas directas del infatigable desenfreno intelectual al cual son dedicadas por mor de su tangible y voluminoso cerebro de mosquito… Su pasaje en Aerolíneas Pesadillas, un valium.
Je-je…

Perdone mi mordacidad. Me divierto sobremanera sacándole defectos a cada ser humano viviente que me dirijo.
¿Que usted se considera sumamente inteligente, a la par que incrédulo, como para creer en las presumibles manifestaciones y visitas ignotas procedentes del MÁS ALLÁ?
Mi admirado contertulio; no se deje usted arrastrar por la vanidad y el egocentrismo más patético, que pueda que llegue a ennoblecer las virtudes de un monarca déspota, o reverdecer la mano dura de inflexibilidad orlado de pragmatismo que reviste en abstracto la CARADURA – dígase deseos materiales, tráfico de influencias, prevaricación a mansalva, etc…, que a otra cosa no me refiero – de todo dirigente politiquero que pulule por los dos hemisferios del globo terráqueo, que usted sólo desempeña la función altamente insustancial de la Unidad Laboral Obrera firmemente arraigada en el proceso de productividad económica e industrial que asola al país cual tifus malayo en la salud pachucha de un intrépido explorador del National Geographic de ochenta añitos de edad madura.
¿Que se autoproclama dichoso por no formar parte de la gran cola del paro? ¿Que da saltos de alegría por su grado de ex-socio honorífico del “INEM Fútbol Club”?
Me enternece usted. Una lagrimilla espectral inicia su recorrido pernicioso por el cutis sensible de mi mejilla derecha, más veces retocada por el maquillaje que la almohada sobre la que usted reposa la nuca. Procede del rabillo del ojo, ¿entiende? Y en tanto prosigue su curso facial, su simple contacto quema como el ácido. Los síntomas sensitivos son tan evidentes…
Oh, ya sé de antemano que su profesión no tiene nada que ver con la rama de la medicina general. Ya me he enterado de buena fuente que es usted un frío, calculador, histérico y coleccionista de amagos de ataques de miocardio como todo buen corredor de bolsa que se precie.
Dejando de lado la insipidez del mundo bursátil en que usted se mueve durante la franja horaria diurna, durante el cual el que le habla prefiere permanecer en el letargo más estricto, secreto y bien medido, distinción que merece los desmedidos elogios de parte de LA FECUNDA ENTIDAD QUE RIGE EL DESTINO DEL “Homo Sapiens Sapiens”, hasta que llegada la consabida medianoche en que la razón de mi ser me impulsa a atravesar el conglomerado de hormigón armado, ladrillo sueco y escayola oriental que conforma el tejido arquitectónico de la pared más cercana al lecho que usted ocupa en este preciso instante, guarda relación directísima con el defecto que más indispone a la FECUNDA ENTIDAD que BLA, BLA, BLA…
Ya advierto que tiene un nombre de interminable grandilocuencia, pero comprenda usted, es que se trata de la FECUNDA ENTIDAD QUE blo, blo, blo; omnipresente y dueño de todo el orbe, capacitado para hacer trizas la Vía Láctea como quien pincha con una aguja un globito de feria. Por tanto me es terminantemente prohibido referirme a ÉL por su sucinto nombre de pila, y muchísimo menos hacer uso del diminutivo, una mala y vulgar costumbre que, por desgracia ustedes, los humanos de carne y hueso, reiteran y hasta trivializan en contumacia infinita, aderezando cada acto social y de reencuentro de viejas y azarosas amistades con uso de aspavientos y berridos diversos, para desgracia de las cuerdas vocales, conminadas al deterioro más prematuro.

… compréndalo; si obrara de igual modo que ustedes, consintiéndome la “boutade” de mencionar a LA FECUNDA ENTIDAD QUE blu, blu, blu, bajo el peyorativo alias de “TÍO PACORRO”, el susodicho Hacedor y Regidor del destino de todos nosotros, “aparecidos” inclusive, dejaría de pesarse apaciblemente en la báscula de sus aseos personales, ensimismado en la pérdida matutina de unos gramos de realidad adiposa que le afean el regio abdomen, y agarrando la esfera terrestre por sus dos polos, la aplastaría entre mano y mano. Una milésima de segundo de tensa espera y

¡PLAAAFFF!

los cinco continentes y sus correspondientes océanos y mares a hacer puñetas, sin olvidar en el tintero la regresión evolutiva de las especies. Desolador panorama, ¿verdad?

Ya atisbo que mi tesis ultraterrenal y sincera sobre el amago del FIN DEL MUNDO ha surtido un efecto devastador sobre su conciencia de depredador racional, defensor firme de la supervivencia de la Ballena Gris y sin embargo, haciendo curso de su ambivalencia moral, se me muestra digno amante a ultranza de las decapitaciones a galope tendido de los ánades reales de Villa Panza de la Solaneta. Me lo imagino vestido con calzones cortos de turista metropolitano visionando el desenfrenado desboque sanguinario de los jinetes, espada en ristre, al inicio de su cabalgada, contrastado por la presencia de la cabezuela del pato en estado salvaje atado por las patas al extremo saliente de un poste con aspecto patibulario de horca para cuatreros. Y resumiendo esta edificante afición ecuestre, he aquí la siguiente igualdad que todo lo resume:
BÍCEPS = ESTULTICIA = TROFEO DE IMITACIÓN DE PLATA (no de ley)

… le soy ameno,
pero a la vez impertinente.
Magnífico. Un acicate más para perseverar en el desvelo intempestivo de su psique. Eso si, le recomiendo que deje usted de darle vueltas al prolijo texto del libro acunado en su regazo. Sí, hombre, el mamotreto titulado “DE LA ENERGÍA NUCLEAR Y SUS MIL SERVICIOS (a favor y en contra de la humanidad)”, abierto por las páginas 456-457. Por cierto, no entre en disquisiciones tendenciosas sobre la radioactividad y las fisiones nucleares rusas, pues dado mi vasto nivel de autosuficiencia bibliófila, le constato que estoy harto enterado de todo cuanto se cuece en cada hoja reciclada de tan voluminoso tomo, y no por ello pretendo alentar una conferencia teórica/práctica/técnica de dudosas consecuencias secundarias para la capacidad comprensiva de su embotada y obtusa materia gris.
Espero que no se me catalogue usted como una ferviente alma sensible, dado que este nuevo e incisivo golpe bajo que le he propinado podría llegar a afectarle en el futuro de su vida rutinaria, donde la sosería de su ridícula personalidad rivaliza en defectos y desaciertos con la chulería inmensa de su ALTER EGO.
Dígame, mísero de entre míseros de fabricación en serie, ¿en cuántas ocasiones se le ha sido presentado una individua del sexo opuesto, de indudable “glamour” veinteañero y relevantes conocimientos académicos, y por toda ocurrencia dialogante que implicara la ineludible conexión química que habría de emparejarles, aquella versara sobre los maravillosos resultados de sujeción pezonera de la dichosita “wonderbra”, que dicho sea de paso, encajaba de perlas con el apreciable busto de la interlocutora en cuestión?
Yo se lo diré: UN ROTUNDO Y DECADENTE FRACASO PRE-AMATORIO.
La impericia sociológica propia de los mediocres más abyectos en la materia de las relaciones sentimentales pasajeras. ¿Que padece usted el complejo de Edipo? Pues brame en contra de la naturaleza posesiva de su anciana y depauperada madre.
INDEPENDÍZASE.
CONTRAIGA VOTOS DE EMANCIPACIÓN.
LIBÉRESE DEL CORDÓN UMBILICAL QUE PERSISTE EN SU LIGADURA CON EL ÚTERO MATERNO.
Alquile un pisito de altas prestaciones y alcurnia en la urbanización campestre más alejada de la ciudad y concierte una cita a ciegas con una papaya fresca y jugosa que le haga despertar la libido. Y de paso llévese consigo un guión de cine (rechazado en sus tiempos por Orson Wells) en la línea de “MÁTAME O MUÉRDEME, PUES SI NO TE PRODUZCO NINGÚN DESVARÍO PECAMINOSO, AL MENOS ÁSAME A LA PARRILLA COMO MERA HAMBURGUESA (que no se airee por ahí que no sirvo ni para desenroscar el tapón de una gaseosa)”.
Disculpe lo rebuscado de la frasecilla de marras, pero comprenda usted que aquí, en España, la elección del título de cada producción de cine foránea se toma de manera libre formalizada por el afán de lucro de las distribuidoras, que de ésta forma dan a entender al impresionable público que la cinta en cuestión es más truculenta que el hallazgo y posterior captura de un zafio asesino en serie en la sierra del Guadarrama. Que la referida película se titule “DEF BY TEMPTATION” en la versión original de la Troma Productions en principio no nos dice nada.
… desenmascaremos nuestras tendencias o predilecciones más atávicas relacionadas con el entorno del mundo del celuloide. A mí solían encantarme las producciones cinematográficas de exiguo presupuesto, guión escrito y corregido día a día y elenco artístico semi-desconocido, sin el boato actual de las carretillas cargadas de millones y la publicidad encubierta de las estrellas del firme de la Avenida de Hollywood. En pocas palabras, los “filmes” de serie B ó Z. De la época de posguerra. Epígrafes comerciales tales como “EL DUPLICADO QUE VINO ALLENDE EL ESPACIO EXTERIOR”, “DULCE EXCRECENCIA MARCIANA”, o “EL HOMBRE INFECTADO POR INSIDIOSOS GRANOS PURULENTOS”, se me han quedado grabados en la retentiva a golpe de talla de escalpelo cirujano.
Pero apartemos la brutalidad de la lobotomía y centrémonos en sus gustos personales. Rememore conmigo las secuencias más impactantes proyectadas en la pantalla de su cine de barrio cuando usted no era más que un tierno infante que integraba parte interesada de las sesiones de tarde. Revivamos el suspense del acto en sí. Las imágenes semiborrosas en blanco y negro, mutando sobre la blanqueada lona que hacía su vez de pantalla. Las trepidantes melodías y acordes descriptivos de las bandas sonoras. Los susurros, ahogos y gritos emergentes de las cuerdas vocales de cada uno de los protagonistas. Las onomatopeyas súbitas y reales: el chirrido resentido de las ruedas de un coche al frenar en seco al borde de una curva cerrada trazada al límite del abismo de un barranco rocoso; los estampidos ensordecedores de una arma automática al escupir sus proyectiles segadores de toda vida palpitante; la desolación de una vivienda de hacendados venidos a menos, crepitante e iluminada en plena noche, devastada por la liturgia combustible de las llamas flamígeras; el rugir descarnado del viento “Simún”, asolando la tienda de campaña de unos ingenuos excursionistas de segunda fila.
La condensación de todos estos hechos o sucesos metiéndole a usted y al resto de la clientela mocosa el miedo más puro y duro en la osamenta. No hay más que escrutarle ahora a fondo perdido. Los vestigios más perturbadores de su lacónica infancia rebrotan con la fuerza destructiva del huracán María, instaurándole las marcas y cicatrices indelebles de la desazón perpetua en la palidez ajada de su rostro alargado.
Tez demacrada. Labios exangües, con el asomo de la punta de la lengua por el intersticio que separa la raja de la boca. Manos inertes y flojas, sujetando el libro medio abierto con la ansiedad reprimida del águila real al acertar en su décima acometida sobre el desvalido cuerpecillo asustadizo de un ratoncillo de campo…
… y los ojos.
Saltones y con las pupilas alarmantemente dilatadas. Ni siquiera pestañea usted un poquito.
Espere que compruebe un dato. Veamos si al pincharle el blanco del globo ocular derecho con la punta de la plumilla dorada de su pluma estilográfica (regalo en conmemoración de su 46 cumpleaños por Edelmiro Conejo, ese empleado suyo que con tanta frecuencia la pasa la mano por el lomo, ansiando ascender como si fuera un equipo de fútbol de segunda división)…
Nada. No siente ni el menor dolor. Ni AULLA, ni REBRINCA de placer masoquista. Y persiste en sus trece de no parpadear.
Espere un segundín.

… no – no – no…

Usted está sobreactuando, ¿verdad?
Desea exponerme su disgusto por mi presencia atosigante, ¿no? Lo hace usted muy bien, de veras. Si no fuera porque nunca acepto los diagnósticos fúnebres de los médicos forenses, estaría por catalogarle como un ejemplar de lo más selecto en la MUESTRA UNIVERSAL DE LOS SERES PATITIESOS.
… venga, hombre.
Su demostración “rigor mortis” está medianamente lograda, pero por mucho que se me empeñe, no me va a hacer creer que esté clínicamente…
MUERTO.
Si es necesario, pasaré la noche entera haciéndole compañía.
A ver quién de los dos termina dando su brazo a torcer.
Así de paso proseguiré criticando su modus vivendi, socavando el desarrollo gemelo de su otro YO…
Si con toda esta energía psíquica negativa no consigo traumatizarle de por vida, LA FECUNDA ENTIDAD QUE ble, ble, ble, no tardará un rechinar de dientes en degradarme en el escalafón de los “ULTRATUMBIS NEUTRA”.
Le recuerdo la máxima de la FECUNDA ENTIDAD QUE bli, bli, bli:

“Ay del ESPÍRITU ERRANTE que no llegue a divertirse ultrajando a la FUERZA VIVA,
pues su AURA CRANEAL vagará eternamente por los vestuarios
deportivos de un equipo de la liga de balonmano de cuarta regional.
Y no digamos del INÚTIL – con mayúscula – que desgracie con
demasiada anticipación al objeto de su evasión mundanal,
pues no hay peor castigo que ser deportado a
GROENLANDIA, donde los escasos nativos son tan fríos
y evasivos en el trato paranormal, que es preferible
ser absorbido por las perniciosas intenciones de una médium archiloca,
inmersa en pleno trance espiritista, o en menor medida, canalizar
nuestras partículas ectoplasmáticas en la mente esquizofrénica
de una niña presuntamente poseída por un DIABLO ARCANO.”

… en torno a este precepto nos guiaremos…, a menos que sus ondas cerebrales hayan cesado hasta convertirse en una transmisión estática, extremo que no creo plausible…
Que se le ve el plumero, insaciable lector de obras plomizas…
Je – je

Bla – bla – bla…
Por cierto, mueva un músculo, hombre, que me está poniendo quisquilloso.

Bla – bla – bla…
Vaya vista más perdida en el vacío. Pero en fin, yo a lo mío…

Bla – bla – bla…
Esto es insoportable. Como no empiece a respirar en un periquete, le zarandeo la cama.

Bla…
No puede ser posible. Es inadmisible. Ya lleva usted tres horas más tieso que un pilote de cemento.
muévase…
realice cien flexiones…
separe los labios…
frunza el ceño…
cierre las dichosas tapas del libro…
dígame algo…
no me atormente de esta manera tan poco edificante…
va a conseguir que claudique por las bravas.

¡Ay, mamá…!

este sujeto está muertecito en el contexto más amplio de la palabra…

MUERTO DE MIEDO

ja -ja

¡Dita sea! ¿Qué hago ahora…?

“PASCUALINOOOO…”

“CONTÉSTAME, PASCUALINO-OOO”

si… ¿si, mi ESTIMADA FECUNDA ENTIDAD QUE bla, bla, bla…?

“¿TE SUENA DE ALGO EL PEÑÓN DE GIBRALTAR?”

– …

“¿ME OYES, PASCUALINO?”

Algo sí que me suena, AMO MÍO…

“PUES YA SABES CUÁL SERÁ TU LABOR A PARTIR DE AHORA.”

Ha – ¿hacerle la vida ingrata a un colono británico tal vez…?

“QUITARLES LOS PIOJOS, LIENDRES Y DEMÁS PARÁSITOS
A LA POBLADA PELAMBRERA DE LOS MONOS
AUTÓCTONOS.” 1.

¡¡ … !!

1.-) N. del A.: En Gibraltar existe una colonia de monos que hace, deshace y causa las delicias y resquemores a partes iguales de turistas y nativos.

El extravío de Rufo Ventosino

Capítulo 1. EL RESPALDO FAMILIAR.

…la inconsistencia de su tierna razón se enrevesó al igual que el hilacho de un zurcido desmañado en los cuatro orificios de uno de los botones de su abrigo de invierno. A pesar de que apreciase el apoyo incondicional afectivo y moral que su madre le dispensaba, tomándole con firmeza de la mano derecha mientras recorrían uno de los pasillos correspondientes a la sección docente de la escuela primaria, el muchacho estaba capacitado sensorialmente para entrever a CAMALEÓN en todas partes y en las posturas más inverosímiles posibles:
– encaramado en lo alto de las taquillas
– saciando su sed insaciable de la boca del grifillo de un dispensador de agua
– apoyado de espaldas contra una de las paredes en plan matón, mascando chicle y formando infinidad de globitos sanguinolentos, que relucían al ámbito de la luz racial de los tubos fluorescentes del techo
– y ante todo, custodiando cada una de las entradas a los váteres…
– ¡Mamá…! ¡Carajo! CAMALEÓN puede entrar aquí también – se volvió hacia su madre, con el rostro estremecido de miedo como si se estuvieran adentrando en una cámara de los horrores.
Ella lo miró con el cariño comprensivo de las mamás, y tirando de su mano blandengue para que prosiguiera caminando por el corredor, lo condujo ante la puerta del aula 3ºA. Antes de animarle a entrar, quiso tranquilizarle con unas palabras de aliento:
– Tranquilito, campeón del Pokemon. Basta con que lo domines con la cabeza. Igualito que lo haces de bien en casa. No es más que un producto de tu propia imaginación. Dile claramente que no vive aquí, que este colegio en concreto no entra dentro de sus dominios, y se desvanecerá.
– Pero es muy insistente, mamá… Y aquí le estoy viendo… “diferente”. Parece más fuerte.
Da miedo de verdad.
Y mientras decía esto a su madre, CAMALEÓN se encargaba de corroborarlo todo con una inclinación malévola del ala de su sombrerajo de fieltro, sonriendo con cumplida animadversión…

Capítulo 2. LA RÉPLICA EXACTA.

Rufo se medio enderezó sobre su pupitre de madera de enebro sin barnizar, alzando la palma derecha, atrayendo de ese modo la discreta atención de la señora Morales. La profesora de matemáticas se detuvo de lleno en el dictado monocorde del enunciado de un problema que afectaba a un número indeterminado de kilogramos de manzanas reinetas. Se retrepó por encima de su escritorio, en un símil de comportamiento animal a cómo lo haría un quelonio de agua dulce que se retrepase orgullosamente a lo largo y ancho de la raíz exterior de un sauce llorón para tostarse al sol. Lo miró con desdén, sumamente descontenta por la inoportuna interrupción.
– Ya me dirás, Ventosino de la Garriga.
Rufo se sentía morir de vergüenza propia, con los compañeros de clase observándole de sonrientes como un corrillo de nutrias curiosonas. Se ruborizó, resguardando las manos en los fondillos de los bolsillos de los pantalones.
– Al parecer, las necesidades fisiológicas imperan, ¿verdad, Ventosino de la Garriga?
– Sí, “seño”.
– Pues a qué espera. Vaya a los aseos de una santa vez.
– Sí, “seño”.

Rufo estuvo vagando por los pasillos abandonados cercanos a su clase, buscando frenéticamente los servicios de los chicos. Salía de un recodo ciego y se adentraba en otro corredor interminable.
Las puertas de cristal esmerilado de las clases de sexto y séptimo grado.
Una puerta de madera descolorida por aquí, que no conducía a ninguna parte que le fuese esencial.
Otra de doble hoja, destinada al vestuario deportivo.
Al final de un tramo transversal a las escaleras que conducían a la planta superior se alineaban tres puertas seguidas, una al lado de la otra, como si fuesen los guardianes celosos e inexpresivos del palacio de Buckingham, pertenecientes al comedor y su respectiva cocina. Pero la puerta correspondiente al dichoso retrete de marras se mostraba la mar de esquiva. Y sin duda que había un único culpable. Y de pensar en
ÉL,
se le heló la hemoglobina en las venas.
“Respira hondo, chaval. CAMALEÓN no existe. NO PUEDE EXISTIR.”
“Y un cuerno de toro.”
“Está bien. Digamos que existe. En tal caso tienes que plantarle cara. Bastar de mojar la
cama. Este colegio sólo te acepta a ti. Para nada quiere tener a un fantasmita de
pacotilla entre sus alumnos.”
“Vaaale… Lo que tú digas.”
– Fantasma. No te tengo miedo. No me asustas nada – se dijo en voz alta, hasta gallear un poco.
Sus pasos firmes resonaron por los aledaños de la enfermería.
“Cerca de aquí tiene que haber un cuarto de baño. Esta zona no te pertenece CAMALEÓN.
Aquí no hay NIÑOS.”
(excepto yo, claro)
Estando en el ecuador de otro pasillo alternativo, escuchó la terrible risa recia y prominente materializándose en el mundo de los vivos. No muy lejos de donde se encontraba, quedó proyectada la sombra alargada y distorsionada de la entidad diabólica, que supuestamente existía simplemente en las entrañas de su mente infantil.
– Te estás meando encima, ¿eh, Ventosino? – siseó una voz del todo pérfida, disimulada entre las macetas ornamentales de dos palmeras en miniatura. – Y nadie va a acudir en tu ayuda…
“Nadie. Pero que absolutamente nadieeee…
“Y por lo tanto, tu linda vejiga de mocosete va a reventar con la sonoridad de uno de mis globitos de chicle. Alargaré la garra de uno de mis dedos engurruñados, y te la PINCHARÉ. Y hará ¡plof!
– ¡NO!
Se volvió pero no encontró a nadie. Los jadeos acelerados de Rufo ocuparon el lugar dejado por la respiración cadavérica de la vil criatura.
– Existo, Rufinete, vaya si existooo…
– ¡Ni hablar! No eres una cosa que se puede tocar y oler- se rebeló Rufo.- Así que no te temo nada.
Se olvidó de la voz maliciosa y continuó con la búsqueda de un cuarto de baño que habría de aliviarle de lo lindo.

Media hora más tarde, la “seño” Morales dio por concluída su emblemática clase de matemáticas. Anotó la ausencia descarada del alumno Rufo Ventosino de la Garriga en la hoja color sepia del parte de incidencias del día, y saliendo de forma precipitada del aula, se refugió en la sala de profesores, contigua al despacho del Director.
Precisamente encontró al Director Fernández Hinojosa tomándose un café cortado, a la vez que leía con sumo interés la primera plana de la gacetilla escolar editado por la propia institución académica, sentado encima del borde de una de las mesas metálicas del profesorado. La maestra lo abordó sin disimular su malhumor.
– Esto que acaba de ocurrirme es inaceptable, señor Fernández.
– ¿Qué sucede, profesora Morales? – se interesó, dejando la gacetilla a un lado.
– Un alumno. Ha aprovechado la supuesta necesidad de ir al baño para evitar la clase, estableciendo de esta manera un agravio comparativo con respecto a sus compañeros.
– No me diga que ha decidido evadirse de nuestra “disciplina”, para entrar en otra más rígida y de orden castrense como lo es la “mili”. Menudo muchachillo más precoz.
– Venga señor Director, que ya se me entiende.
– Con que el diablillo ha hecho novillos, ¿eh?
– Vaya si se ha apuntado a la tendencia de la vagancia, el muy granuja.
El Director Fernández adoptó una postura vertical, erguido como una lámpara de art decó.
– A ver, dígame cómo se hace llamar ese pillastre.
– Ventosino. Rufo Ventosino de la Garriga. No si ya de nombre le viene el dislate – la “seño” Morales se lo soltó todo con la premura delatora del confidente de un policía de métodos pocos ortodoxos.
El señor Fernández se acercó a un archivador y extrajo el cajón correspondiente al curso 3ªA.
Hojeó entre sus fichas.
– Ventosino. Ventosino de la Garriga… Ah, aquí le tenemos.
Extrajo la ficha del referido alumno, trasladándose con ella hacia la única mesa funcional de la sala que disponía de un supletorio con conexión externa.
– Voy a comunicar la jugarreta del mocete a sus progenitores ahora mismo. Aunque lo más probable es que expresen su desconocimiento del asunto en cuestión.
Marcó el número doméstico de la familia Ventosino.
– Si no se hallan en casa, habrá que posponerlo, para insistir más tarde. ¿Se ocuparía usted de ello? Luego estaré sumamente ocupado con la delegación canadiense integrada en el proceso de intercambio académico de alumnos con el colegio “Francoise Lafayette”, de Ontario, y que en este caso compete a la muchachada de sexto grado.
– Sí, sí. Cómo no.
El Director se mantuvo tieso en su porte, esperando que alguien descolgara el receptor al otro lado del hilo telefónico. El tono de espera se hacía tan dilatado en el tiempo, que estuvo en un tris de colgar. Entonces…
– Esto… Perdone. ¿Es usted la madre de Rufo Ventosino de la Garriga, verdad?
Miró con complicidad a la profesora Morales.
– Verá, señora Ventosino, lamento llamarla para ponerle en el triste conocimiento de la falta de asistencia de su hijo a la clase de matemáticas.
– De hecho ASISTIÓ – se inmiscuyó la maestra. – Dígales que asistió, pero que a mitad de clase emprendió las de Villadiego.
El Director le hizo señas con la mano libre, advirtiéndola que ya había reparado en el detalle.
– Su hijo Rufo aprovechó el permiso concedido por la profesora para ir al excusado, y desde ese mismo instante no se tiene una referencia clara de su paradero.
Por el micrófono del auricular le llegó un suspiro enternecedor.
“…”
– Sí, señora. Según nos atengamos a la declaración creíble de la profesora Morales, Rufo expresó de viva voz su necesidad perentoria de ir a los lavabos.
Una sucesión de suspiros y susurros aclaratorios.
“…”
– Ah, no. Terrible.
La maestra no tardó demasiado en percatarse en el impacto emocional que estaban causando las justificaciones maternales del comportamiento del niño rebelde en la personalidad de su superior, que hasta dicha fecha del calendario habíase mostrado como un dechado de serenidad imperturbable.
Los bisbeos de la madre de Rufo continuaban buscando amparo y consideración en el sentido auditivo del Director.
“…”
Los ojos de Fernández se encendieron como ascuas vivas en la fogata de una acampada.
– ¿Y me asegura al completo que lo… “domina”? Ya. Comprendo. Sí.
” No, no hay ningún problema. Afortunadamente no hemos requerido la destreza de la policía local. Comprendo la situación. Y más en concreto, la asumiremos de aquí en adelante. Baste que le diga por añadidura que lo haré constar en su expediente. De acuerdo, señora Ventosino… Lamento haberla alarmado sin ningún motivo fundado.
” Adiós, señora. Que Dios vele por sus intereses, tanto de usted, como del chico.
El señor Fernández colgó el receptor en la horquilla. Se quedó mirando veladamente la ficha de Rufo Ventosino.
– ¿y bien…? – se interesó la maestra, irritada por haber quedado relegada al ostracismo.
El venerable hombre parecía estar asistiendo a una sesión subliminal de hipnosis terapéutica hasta que reparó en la presencia de la docente.
– Dígame.
– Estoy dispuesta a olvidarme del salario de media jornada de clases lectivas a cambio de conocer el paradero del niñato.
– El señor Rufo Ventosino está virtualmente… “extraviado”.
– ¿Cómo dice usted?
Iba a desentrañar el misterio en ese mismo momento, cuando irrumpió la profesora de educación física, la señorita Berta Henares. Entró completamente excitada:
– ¡Señor Director! Hay un chiquillo…
” Hay un niño realizando sus necesidades en el cuartucho destinado al mantenimiento de las instalaciones deportivas.
– RUFO VENTOSINO…Ahí te quiero ver – musitó en la nada, antes de volverse de cara hacia la profesora Morales. – Ahí lo tiene, mi estimada profesora. No ha hecho novillos de ninguna clase. Simplemente ha estado gran parte de la mañana buscando los urinarios, y al no encontrarlos, como era de suponer en su situación, ha evacuado sus… “cosillas” en el primer cuarto asequible que ha encontrado.
La profesora no podía salir de su particular e intransferible asombro, en tanto la señorita Henares se sentía ajena a la conversación. La primera retornaría a la carga:
– Pero… Entonces ese mocoso está corto de entendederas. Si el cuarto de baño más cercano está justo enfrente de su propia clase.
El Director frunció el ceño, agitando la ficha del alumno.
– NO ESTÁ MAL – se obstinó con mal talante. – Tan sólo tiene miedo a no poder LOCALIZARLO.
” Acuérdese de los fantasmas de su propia infancia. Sí, sí, anímese a retroceder unos años en su vida, en este caso cuarenta o cincuenta. Los tenebrosos vericuetos de la fecunda imaginación infantil acostumbran a jugar malas pasadas. Infunden… MIEDO. Y esa impronta angustiosa le hace en este caso al alumno Rufo Ventosino revivir una pesadilla diurna, real y constante en la duración: nunca dará con la existencia de los servicios de caballeros porque una entidad invisible a los ojos de los demás se lo impide, empleando para ello todo tipo de artimañas ignominiosas.
Fernández estaba defendiendo con tanto ardor y empeño al alumno Ventosino, que la ficha del chaval sostenida con exacta precisión entre los dedos de las manos estuvo a punto de fragmentarse por la mitad en un sesgo sonoro de papel desgarrado. La “seño” Morales posó una mano caritativa y comprensiva sobre el antebrazo del Director, contemplando de lleno como el rostro del hombre quedaba ahora bañado de un sudor frío, casi febril.
– Esa insensatez se lo ha dicho su madre, que estará locuela – asumió la mujer, desilusionada.
– En efecto.
– ¿Y aprueba tamaño comportamiento?
El Director señaló con la diestra hacia la puerta que comunicaba directamente con su despacho privado. Estaba medio entornada hacia adentro. Se acercó y la abrió del todo. Miró hacia su mesa de baquelita. Debajo de la mesa se escondía entre las sombras algo de naturaleza metálica, de cuya parte superior sobresalía un agarradero manual en forma de estribo ahuecado.
– ¿Atisban a ver ese orinal de allí? – se ofuscó al revelar la horma de sus pesares con las dos mujeres flanqueando el quicio de la entrada. – Lo llevo haciendo de este modo tan indecoroso desde el cuarenta y uno. Mi ancestral “amigo invisible” prosigue empeñado en gestarme la misma y ordinaria broma de siempre, orquestando toda clase de trucos ópticos, consiguiendo ponerme en más de una ocasión en un bochornoso y humillante brete cuando circulo por los lugares públicos.
” Por eso me identifico plenamente con los padecimientos emocionales de Rufo Ventosino.
Cuando desplazó la vista inestable y vidriosa hacia la fisonomía de las dos mujeres, observó a PESADETE balanceándose en vilo cual chimpancé de la lámpara de diseño vanguardista que pendía del techo ubicado justo en medio del espacio establecido entre el buró y la puerta de acceso. El diablillo impertinente semientornó los párpados violáceos, riendo por lo bajini, exhalando la fetidez de su respiración por las fosas nasales.
– “Miguelete” Fernández… MIGUELETE FERNÁNDEZ…- se regodeaba PESADETE en un sonsonete desesperante.
Antes de que el Director pudiese cerrar los ojos para no verle más por el momento, la sonrisa desquiciada enfatizada en la brillantez demencial de su dentadura insanamente anormal, en donde cada pieza dentaria asemejábase a una media luna de filo inferior cortante, le marcaría profundamente en su ser mancillado y doblegado por el marchito pasar de los años como el hierro al rojo vivo que marcaba el destino fatídico de un ternero criado para el mero deleite del consumo humano.

Calipso actualizada

Se hallaba Federico enfrascado en la ardua y nada gratificante labor de marcado del hierro familiar en las exiguas caderas de las vaquillas y becerros cuando surgió el imprevisto de la estremecedora petición de ayuda por parte de la hermana, aún en fechas de cumplir la mayoría de edad. La chiquilla se abalanzó de pecho sobre la cerca, oprimiendo la madera rústica y maltratada del listón superior con tanto exceso, que más de una de sus uñas quedó mellada.
Esa mañana, de infausta remembranza para ellos dos, nació con el atributo canicular del sofocante estío. Apenas cabía respirar con suficiencia si acaso se realizaba un esfuerzo físico de lo más generoso, tal como era haberse recorrido una media milla larga de distancia desde la casona colonial donde residían con su padre hasta el recinto acotado donde se guardaba el ganado. El camino recorrido era pedegroso, más propio de transitarlo montado a caballo o en carreta, que a pie y a ritmo de caminata lo más apremiante posible, razón por la cual la azarosa presencia física de Fidelita estuviese rociadita del sudor por la trotina, con las vestiduras camperas destempladas y moteadas de círculos de acuosa transpiración axilar y pectoral.
Federico se contuvo de perfil, sin erguirse del todo, sosteniendo el hierro de la divisa de los Marañones Gaztañaga en oblicua alzada. El ternerillo, inmovilizado a los pies del heredero del clan familiar por el uso de dos recias maromas que contenían su ímpetu bravo por las fuerzas temperamentales de dos mozos de campo, se dejó domeñar por un intervalo de segundo antes de revolcarse sobre el costado derecho en el momento mismo que habló Fidelita:
– ¡FEDERICO…! ¡Ay, Federico! Nuestro padre… ¡Ay, padrecito nuestro!
Su hermano arrojó el hierro candente sobre el firme terroso del redil de separación, acercándosele raudo y solícito. La faceta latente de la preocupación guardó clandestino refugio en las facciones grises de su rostro flaco y por desgracia, nada apuesto, curtido ya por los años que conforman la integridad de los cuarenta. Al poco de colocarse frente a Fidelita hizo posar la mano diestra sobre uno de los hombros de la pobre desconsolada.
– ¿Qué acontece, hermana? ¿Qué le ha pasado a nuestro progenitor?
– Ay, Federico… Ya conoces lo mal que tiene la osamenta. Tan debilitada la tiene, que cualquier pieza por minúscula que sea que se presente en el trayecto de su caminar, le hace correr el gran riesgo de descalabrarse de por vida.
– Si, claro que lo sé, Fidelita. Por eso le instamos a que utilice la silla de ruedas bajo la celosa vigilancia de la enfermera contratada a tal efecto.
– Pues no sabes, Federico, que la incapaz de la enfermera estaba ausente porque se había encariñado con uno de los lacayos de la guardia de la hacienda, y estando ella muy ocupada en una de las estancias del piso superior, al padrecito le apeteció aliviarse, y sin poder aguantarse de ganas por más tiempo, se nos puso erguido y presto como si aún fuese el muchacho sano y fortachón de su añorada juventud, y al arrimarse de medio solapillo por el corredor que conduce al cuarto de aseo, perdió pie y medio por un pliegue mal dispuesto de la alfombra, y sin mayor afán que propiciar el duelo general de la familia, cayó sin reservas posibles contra el canto de una mesita rinconera, la volteó y se desnucó contra el auricular del teléfono, que está compuesto de un material romo, nítido y contundente. Me es harto imposible poder precisar en tiempo el rato que llevaba postrado en esa postura moribunda, ya que para cuando me lo encontré, un charco de sangre, oscura, oscura, circundaba la parte posterior de su grueso cuello. De lo demás, no más rememoro su efigie lánguida, con los ojos sellados pestaña con pestaña y con el micrófono del receptor del teléfono emitiendo un constante e impertinente “pri-pri-pri”.
Una vez relatada la triste muerte de su padre con la relación de los hechos tal como sucedieron, Fidelita clavó la energía agotada y lastrada de los luceros en la inmensidad del estrato celestial, en cuyo horizonte el astro solar evidenciaba la soledad matinal alejado del más mínimo trazo nuboso que pudiese ocultar su disco esplendente de la mera observación mundana; y sumiéndose en el ojo central de un remolino de sentimientos afectivos, la joven padeció un desmayo de pura lógica emocional, reposando su ser sobre la permanente rudeza del suelo.
– ¡Fidelita! – exclamó Federico, sorteando el tramo de vallado de un poderoso brinco atlético, alcanzando el lado opuesto con la intención de prestarle a su hermana los primeros auxilios. Pudo apreciar aliviado que la mencionada respiraba con aparente normalidad. Conforme empezaba a reponerse del vahído, Federico colocó su camisa de franela en forma de almohadilla debajo de su cabeza, y llamando a los vaquerizos más cercanos, les ordenó con predecible vehemencia que cuidaran de ella conforme él acudía a la hacienda, dispuesto a comprobar el óbito de su padre en primerísima persona.

*****

Encontró al principal valedor y promotor de la familia en la disposición anímica que Fidelita le hubo expuesto entre profusión de gimoteos y lagrimones. El cuerpo se hallaba discretamente tendido de espaldas contra el tapete de vivos colores propios del folklore mejicano, con la base de la nuca rematada contra el asidero del receptor del teléfono. El círculo irregular del charco de su sangre se tornaba grumoso y espeso y tendía a ir adquiriendo una traza oblonga similar a la masa de las tortitas de maíz al echarla sobre la sartén.
– Padre – murmuró desolado. Se arrodilló ante el rostro exangüe del patriarca que impulsó una de las ganaderías cárnicas más respetadas desde la paradójica sima de la nada. El rotar del pulso arterial se le disparó hasta alcanzar el límite que antecede a la furia descontrolada. Se puso firme, furioso y desatado como una tormenta de verano, y recorriendo la planta baja de la vivienda se dedicó a buscar a la autora de la muerte anticipada de don Pedro Marañones Gaztañaga por la impericia de su negligencia.
– ¡Enfermera! ¡ENFERMERA! – voceó entre las paredes maestras con tal relieve y apremiante pujanza, que su llamada a filas retumbó con la sonoridad de un alarido de guerra irrefrenable que diera inicio a la conquista de la empalizada enemiga.
– ¡Enfermera! – continuó, enardecido ante cada negativa recibida.
Una vez que se hubo cerciorado de la no presencia de la enfermera en la planta baja, asumió el pie de la imponente escalera principal de madera de nogal que culminaba en las dependencias superiores.
Su petición de carácter infinito, acorralando a la persona que buscaba sin cesar:
– ¡ENFERMERA…!
Recorrió el descansillo antes de acometer el vasto rellano de las habitaciones de uso privado.
Estuvo predispuesto a gritar una nueva demanda cuando la puerta de tallado artesanal, correspondiente a uno de los aposentos del ala oriental – precisamente se trataba del suyo propio – quedó mínimamente entreabierta. Apenas percibió el halo de un dedo femenino, apartándose a destiempo del largo derecho del marco, con la perspectiva de la habitación expuesta al exterior a través de la franja rebosante de oscuridad. Las persianas se mantenían aún echadas, costumbre inalterable de una de las muchachas de la servidumbre cuando le correspondía rehacer la cama balda quinada.
– ¡Enfermera! -rugió Federico, irrumpiendo en su dormitorio encendiendo las luces procedentes del centro del techo artesonado, agrupadas y diseñadas en forma de una costosísima lámpara araña de dátiles cristalinos colgando a modo de ornamento de cada uno de sus brazos.
Se le cortó la respiración al encontrar a la enfermera desvestida encima de su lecho, envuelta por las cortinas de tul gasificadas que evitaban la intrusión de los mosquitos. Por vez primera reparó en la indudable belleza de la mujer, de fino talle, consentidos y tersos senos, largas piernas torneadas y tersa piel del tono de la canela. El uniforme blanco que informaba de su supuesta dedicación plena hacia el bienestar de los enfermos permanecía doblado contra el recto y alto respaldo de una rancia silla de imitación isabelina, con los zuecos al pie de la misma. La figura estimable de la asistenta se mecía entre el cortinaje de tul, desvelando la placidez sensual de su semblante cada vez y ocasión que la corriente de aire mecía la tela. Tenía las cejas y los cabellos barnizados por el tinte, éstos últimos recogidos en una extensa trenza de complicada elaboración. La tez le respetaba su entrada en la sutil elegancia de la treintena. El iris de sus ojos reflejaba el rastro de un fino pincel de tinte castaño miel. Los pómulos salientes en armonía consensuada con la curvatura del delicado mentón. Y realzando este singular empacho visual y carnal, los labios carnosos, henchidos de la tonalidad nutritiva del melocotón.
– Ven conmigo, Federico… – se insinuó la mujer, serpenteando los brazos y balanceando la cintura con sensualidad manifiesta asentada encima de las rodillas.
Federico bosquejó en un único segundo una retahíla de fantasías lindante lo pecaminoso, estando a un milímetro de dejarse llevar por los arrullos libidinosos emergentes de la afrodisíaca anatomía de la mujer, pero la memoria ilustre y presente de su padre lo mantuvo sobrio y ecuánime.
– Federico…- musitó nuevamente la enfermera, arrimándose al lado más proclive al contacto directo con el principal heredero de la fortuna de don Pedro. La cortinilla de tul quedó descorrida, exhibiéndose y dejándose llevar cual atrayente sirena marina.
– ¡NO! – se negó en escucharla.
“¿Cómo piensas que voy a tener la intención de acostarme contigo, cuando tu irresponsable dejadez ha ocasionado la muerte de mi padre?
– Yo no lo maté, Federico…
– ¡Pero cómo os negáis en decir la verdad! Mi hermana me ha informado de la forma en que le dejasteis a solas para mantener relaciones íntimas con uno de mis guardas…
Federico estaba en ardua lucha contra sus deseos más irracionales. La mujer era demasiado hermosa. Estaba seguro que NUNCA ANTES lo había sido. Él era un hombre de soltería celebérrima en el rancho pero de instintos bajos. Las juergas que se corría en los lupanares eran de sobra conocidas en toda la región, y si aquella mujer hubiera sido realmente bella desde un inicio, él, Federico Marañones, el más macho de todos, no habría tardado ni un minuto en cortejarla desde el principio hasta convertirla en una más de sus muchas amantes.
La figura libidinosa continuaba pródiga en sus cadenciosos movimientos y requiebros de serpiente encantada.
– Ven conmigo, Alfredo…- susurró la damisela, situándose a su lado.
– Yo NO soy Alfredo.
“Alfredo Laborda es mi lacayo – matizó Federico, estremecido por la revelación. Dio unos cuantos pasos hacia atrás y agachándose con presteza sobre el suelo entarimado, se puso a atisbar debajo de la cama. Debido a la oscuridad imperante en buena parte de su interior, sólo lograría entrever las plantas de los pies descalzos del infortunado subalterno carente de toda vitalidad en la misma dimensión que lo estaba su padre.
– No te vayas de aquí, Federico… No te alejes de mí… Sólo deseo que seamos uña y carne. Marido y mujer. Ahora heredarás la hacienda y las tierras de tu anciano padre. Me tendrás siempre a tu lado aunque no te prometo la continuidad de tu linaje, pues la esencia de mi raza no es proclive al mestizaje entre distintas especies, al menos con gente del talante de don Pedro y vos…
– No menciones más el honorable nombre de mi padre, bruja infame…
– No te queda otra que sucumbir a mi hechizo inofensivo… No eres más que un simple mortal de carne, huesos y sesera.
– No me digas. ¿Y Vos, qué sois?
– Yo soy Eterna. Todas nosotras lo somos, ya que convivimos en la noche de los tiempos.
Y sin entrar en mayores consideraciones, la hechicera se abalanzó sobre Federico, abrazándolo con la firmeza de una fiera hambrienta que jamás soltará a su presa hasta haberse alimentado de su carne

*****

Fidelita estaba regresando a la hacienda “La Más Querida”, cuando vio de lejos la figura de su hermano llevando del brazo a la inútil de la enfermera ante una de las calesas dispuestas ante el porche de la entrada de la casa. La joven apresuró sus pasos, pero para cuando llegó frente al frontispicio del hogar de los Marañones, Federico ya se encontraba de pie sobre el pescante, ahíto de frenesí por hostigar a los trotones con el ímpetu del látigo y el estímulo de las riendas.
– ¿A dónde vas hermano con esa desdichada?
“Antes hemos de disponer los preparativos del velatorio de nuestro padrecito -tuvo tiempo de interpelarle antes de que emprendiera camino lejos de la finca.
– No te preocupes, Fidelita.
“Nos vamos a la ciudad para iniciar los trámites del funeral y su posterior entierro. Y dado que nos piílla de paso, aprovecharemos la visita al padre Dimas para confirmar mi unión con Silvana en santo matrimonio – respondió su hermano en tono monocorde sin volverse de medio lado para mirarla a la cara en el momento del adelanto. La calesa avanzó a buen paso por la vereda que partía de la hacienda con la rejuvenecida prometida en la parte trasera esbozando una tenue sonrisa que simbolizaba externamente su irremediable triunfo.
– ¡Dale fuerte a los animales, Federico!
“Sabido es que no deseo permitir que tu amado padre permanezca expuesto más de lo debido ante los rigores de la descomposición. Hete tú que embalsamado quedará de mil maravillas – comentó a su obediente siervo, la llave maestra que iba a concederle el manejo firme de “La Más Querida”, permaneciendo en franco silencio durante el resto de la travesía.