La Fisura (Capítulo Primero).

LA FISURA
I
1.-
            Salió de la piscina empapado. Arthur Code le tendió una toalla playera para que se secase. Mientras lo hacía, guardaba silencio, expectante.
            – ¿Y…? – se aventuró en animarle a que le aclarase su desconcierto.
            El hombre se pasó la toalla por el torso tostado y luego por la cabeza.
            Estaba serio.
            Demasiado.
            – Tiene usted toda la razón, joder. Hay una grieta en una zona próxima al nivel de los adultos, por donde se filtra el agua. Aún no dispongo de los planos, pero me imagino que se alivia en una sección de la red del alcantarillado que pasa por debajo.
            – ¿No podría ser un manantial subterráneo?
            El hombre se encogió de hombros, sacando los pies descalzos del charco de agua que se había formado en el suelo de losas de tonalidad arcillosa.
            – Es otra hipótesis que se puede barajar.
            Arthur estaba visiblemente nervioso. Echó un vistazo tenue hacia la piscina, en concreto donde el nivel de agua crecía en profundidad, destinado preferentemente a las personas que supieran desenvolverse con una relativa soltura a partir de tres metros de profundidad. Él denominaba esa parte de la piscina la “zona de buceo”.
            – ¿Y qué se puede hacer? Pierde un flujo de cincuenta litros cada diez horas.
            – Simplemente vaciarla. Luego tape la grieta con maseta o algo por el estilo. No soy un asistente técnico de albañilería y fontanería, tan sólo quien se encarga de verificar el nivel de pureza del agua.
            “Por cierto, conforme con el “Aqualizer”, usted no cumple con el nivel mínimo exigente de salubridad pública…
            El hombre se vistió con presteza y antes de despedirse con frialdad polar, le tendió una papeleta color sepia.
            Era una multa monstruosa por excesiva salinidad y por carencia casi total de cloro.
            ¿A quién le importaba si acostumbraba a aliviarse dentro del agua? Para algo era su piscina privada.
            Arthur la estrujó entre los dedos.
            Con el regusto amargo de la sanción en el paladar, se acercó al borde de la piscina.
            Hoy parecía que perdía mayor cantidad de agua. Se postró de rodillas, atisbando a través del líquido elemento hacia el fondo azulino de la piscina. Justo en la separación del nivel de los adultos con el nivel infantil, se desplazaba una alargada línea agrietada. Era grande, más amplia que lo que había creído en un principio. Días atrás había atisbado por pura rutina, para cerciorarse de que no hubiera ninguna clase de sedimento depositado en el fondo, y no había encontrado resquicio alguno.
            Se puso de pie, pensativo.
            Una burbuja afloró a la superficie poblada de destellos rómbicos, justo en el centro de su esparcimiento acuático.
            Luego otra.
            Y otra.
            Code enarcó sus pobladas cejas canosas. Se colocó las sandalias de plástico y se desplazó caminando por el caminillo de piedras, hacia la terraza de su bungalow recubierto de hiedra. Corrió la puerta deslizante de cristal y entró en la sala. Cerca del equipo compacto de música había una mesilla metálica que le había costado tres mil dólares en Macy´s. Encima de la mesilla descansaba el teléfono transparente, fosforescente en la oscuridad, conectado a un contestador automático de lujo. Recogió el receptor del teléfono y marcó el número de la “Acqua Service Company”, empresa destinada al servicio particular del llenado y drenaje de piscinas públicas y privadas.
2.-
            El vaciado de la piscina llevó casi toda la tarde noche. Cuando terminaron con su anodina tarea, la cisterna media repleta de la “Acqua Service Company” rugió calle abajo en su segunda y última visita, abandonando el complejo residencial de “Resting Place”, alejándose con la misma presteza con que la alegría se difumina en la chabola del necesitado.
            Code observó la piscina vacía. Aún quedaban unos pocos charcos solitarios, salteados aquí y allá como diminutos espejos que reflejaban la moribunda luz estival que ya se iba acantonando por detrás de las montañas ancianas que circundaban el condado de Tucksville.
            La grieta le ofreció una sonrisa desairada, incidiendo en su hendidura cariada.
            Code se tragó el chicle dietético que estaba mascando, adentrándose por la rampa que conducía singularmente hacia el fondo. Pasó algunas penurias hasta llegar ante la hendidura. Se quedó mirándola.
            La inspección la mostró visiblemente más desarrollada. Ahora estaba zigzagueante, como la mandíbula deformada de algún pez contaminado por aguas residuales tóxicas. Tendría unos treinta centímetros de largo, con la anchura suficiente como para que pudiera introducir los cinco dedos de una mano en su abertura. Code se conformó con uno.
            El dedo entró hasta el tope de la articulación del metacarpiano. Y aún podría seguir entrando, penetrando, aventurándose en la grieta si ésta hubiera tenido mayor tamaño. Code removió el dedo, y mientras lo hacía, sentía algo en la punta. Era gélido y cortante, parecido a una especie de corriente de aire subterránea. Elucubró sobre la posibilidad de la existencia del pertinaz manantial debajo de la piscina, e incluso yendo más lejos, ampliando sus dotes imaginativas, se maravilló ante la mera probabilidad del asentamiento de su área de esparcimiento acuático sobre un pasadizo secreto horadado para fines por el momento inconfesables.
            Entonces notó que algo inmundo le relamía el dedo.
            – ¡Ah…!
            Lo retiró enseguida. Cuando lo tuvo a la vista, vio que le faltaba la uña.
            El tejido subyacente, la carne de la cutícula, estaba rojizo, sangrante.
            Atónito, se lo llevó a los labios y escalando la empinada rampa, salió de la piscina.
            – Dios. Algo… Algo me ha mordido. Me ha hecho daño – se repetía, perplejo y conmocionado.
            Se trompicó con la tumbona sin replegar, llegando ante los ventanales de la parte trasera de la vivienda. Deslizó una de las hojas y entró en el bungalow.
            Minutos después, se estaba desinfectando la herida con agua oxigenada y mercromina, vendándose la punta del dedo afectado con suma delicadeza. Seguidamente se dirigió a la cocina, abrió la puerta del frigorífico y se tomó una cerveza sin alcohol combinándola con un “valium”.
            Se retiró a su dormitorio, dispuesto a olvidar ese desagradable e inesperado incidente.


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