El destino de los perdedores (sin rostro, no hay lágrimas).

A veces el azar puede llegar a jugarnos malas pasadas. Más cuando tentamos la suerte jugando grandes cantidades de dinero en apuestas, pensando que un golpe de fortuna va a hacernos millonarios, concediéndonos la oportunidad de vivir una vida de lujo y desenfreno. Craso error. Lo peor llega cuando encima las cantidades que apostamos son fruto de un préstamo solicitado a un miembro del crimen organizado. Si no se gana, se pierde el dinero, y lo que es más probable, la vida.
Pero pasen y vean el siguiente capítulo de mi teleserie favorita. Acomódense en las butacas de huesos, y sirvánse ustedes mismos. Ahí están las palomitas y las cervezas.
Servilletas no tengo, así que tendrán que secarse las babas con las manos, ja ja.
Aquí tengo el mando a distancia. El programa empieza
ahora.

Eran tres. Cada uno vivía en zonas distintas de la ciudad. Conseguir reagruparlos le llevaría toda la mañana y gran parte de sus esfuerzos en el empeño. Afortunadamente conocía el momento apropiado para abordar a cada individuo. Fueron meses de seguimiento en la sombra, conociendo los hábitos de cada cual.
Su debilidad física lo compensaría con el inestimable uso de una porra eléctrica.
Así los fue asaltando uno a uno, para finalmente conducirlos al punto de reunión en un lugar bastante alejado y solitario, lo suficientemente distante del núcleo urbano donde los tres residían.

El despertar fue duro para los tres. Estaban encerrados en una cámara frigorífica a siete grados bajo cero y bajando. 
Dos de ellos se conocían perfectamente. El tercero era un absoluto desconocido para ambos.
– Soy Regis Sinclair – dijo el extraño. Era un hombre negro de edad mediana y complexión delgada. Tenía amplias entradas que se percibían a pesar de su corte de pelo al uno.
Tony De Matteo y Robert Salgado se miraron consternados.
– ¿Qué coño pintamos en este lugar? Hace un frío del carajo – se quejó Tony De Matteo, golpeándose los antebrazos con las manos.
– Parece una cámara frigorífica de un camión de transporte de congelados – le puso al corriente Robert Salgado.
Regis trataba igualmente de entrar en calor.
– Ustedes dos se conocen. ¿Quiénes son?
Tony le devolvió una mirada displicente, dando unos saltos para entrar en calor.
– Lo de menos es saber nuestra identidad.
“Lo importante es determinar el motivo por el que estamos aquí metidos. Si no salimos pronto, esta cámara será nuestro panteón – aseveró Tony.
Robert se acercó a la puerta del camión. Como era de esperar, la única posibilidad de poder abrirla era desde la parte externa.
– Joder. Esto no tiene ningún sentido – masculló, golpeando la puerta con un puño.
Entonces Regis se fijó en una cosa. Al fondo de la cámara, supuestamente cercana a la cabina del camión, había una serie de objetos. Se acercó. No tardó en mostrar su perplejidad.
– Eh, ustedes dos. Aquí hay una serie de armas blancas diseminadas por el suelo.
– Cómo.
Robert y Tony se pusieron a su lado.
Había un par de machetes con el filo mellado, tres navajas, cuatro cuchillos de carnicero y un hacha de doble filo.
– ¿Qué diantres significa todo esto? – las palabras de la pregunta flotaron en el ambiente en forma de volutas gélidas conforme Regis hablaba.
Para su propia sorpresa descubrieron que la cabina tenía una ventanilla metálica que se comunicaba con el interior de la cámara. Esta se abrió de repente y de igual modo volvió a cerrarse.
– El cabrón está sentado en la cabina. ¡El muy miserable nos está vigilando! – alborotó Robert, enojado. Se arrimó a la ventanilla y empezó a golpearla con sendas manos. – ¡Eh, miserable! ¡Sácanos de aquí! ¿Qué buscas? ¿Que nos quedemos congelados?
– Obviamente esas parecen sus intenciones – dijo Regis, riéndose nerviosamente.
– Cállate de una puta vez o te corto el gaznate de una cuchillada – le espetó Tony, empujándolo contra la pared lateral izquierda.
Eso no tenía ningún sentido.
Que un tío desconocido los secuestrara y los mantuviera encerrados en condiciones extremas dentro de una cámara frigorífica era cosa de locos. Y de película. Ni que estuvieran protagonizando una nueva secuela de la exitosa saga “Saw”…

Su vida dependía de una última apuesta. Eso era indudable. Había arriesgado hasta el último penique que le quedaba del préstamo solicitado al hijo de puta de Tony De Matteo. Este era un mafiosillo del tres al cuarto, pero era conocido por su sádica forma de cobrar las deudas. Con la ayuda de sus secuaces, cortaba miembros a los desgraciados que no podían pagarle los préstamos con los debidos elevados intereses, o los dejaba sin vista extrayéndoles los ojos con garfios, o simplemente les metía una bala por el culo, dejándoles morir desangrados en una agonía lenta y eterna. Así era el villano de Tony De Matteo. Más motivo para tener que jugárselo todo a una carta en el hipódromo.
Conocía a un corredor de apuestas que le debía un favor algo lejano. Se llamaba Regis. Al principio este hizo como que no le recordaba de nada. Casi se lo tuvo que pedir de rodillas.
– Me lo debes, Regis. En Irak te salvé el culo por la matanza de Qadawi. Si no hubiera sido por mi informe, nos podrían haber presentado ante un Consejo de Guerra.
– De acuerdo. Pero como se entere mi jefe, estoy perdido.
– Sólo necesito una apuesta segura. El ganador de una carrera amañada. Venga. Así quedaremos en paz.
– Joder.
Regis cogió un bolígrafo y remarcó el nombre de un caballo en el programa de carreras.
– Little Red Daddy en la cuarta. De diez participantes, es el último en los pronósticos y con diferencia. De quince carreras, sólo ha acabado dos veces entre el quinto y el séptimo puesto. Pero hoy va a dar el triple salto mortal y sin red. Te lo aseguro. Te vas a volver de oro con esta apuesta – le dijo Regis convencido.
– Que Dios te oiga, amigo – contestó con un fulgor de emoción en las comisuras de los ojos.
Cuan importante era que aquel caballo ganara para seguir de una sola pieza.

Habían pasado cinco minutos desde que se abriera y cerrara la ventanilla. Los tres hombres estaban poco a poco perdiendo el control. La sensación térmica de la cámara cada vez era más baja. No podían permanecer quietos en el sitio. Estaban al borde de la hipotermia. Quince minutos, o a lo sumo media hora más, y podrían considerarse historia. Serían tres estatuas congeladas.
– ¡Maldita sea! ¡Sácanos de aquí, condenado desgraciado! – Tony De Matteo estaba aterido de frío. Miraba a los cuchillos y al resto de las armas blancas tiradas por el suelo – Joder, Robert. Tienes que sacarme de aquí. No PUEDO morir en este puto lugar y de esta estúpida manera.
Robert Salgado permanecía callado, sacudiéndose con las manos el cuerpo para intentar remitir en parte la sensación de frío.
Mientras, Regis cogió una navaja. En el momento que la estaba inspeccionando, la ventanilla se abrió por segunda vez de manera imprevista. Alguien se acercó a la rejilla.
– Ustedes tres van a formar parte de una competición deportiva. Con la salvedad que no se admiten apuestas…- dijo una voz ronca.

Todo salió mal. El maldito caballo se partió la pata tomando el interior de la curva y hubo de ser sacrificado en directo ante el horror del público.
Abandonó el recinto confuso y aterrado. Estaba sin blanca y a merced de la nula benevolencia de Tony De Matteo. La única alternativa que le quedaba era ir a casa, hacer las maletas y largarse cagando leches de la ciudad. Lo primordial era conservar la vida. Más tarde, si conseguía darle esquinazo al gángster, se preocuparía de intentar rehacer su vida en un nuevo destino y con una falsa identidad.
Sin ni siquiera alcanzar las cercanías de su casa, los hombres de Tony De Matteo se le acercaron en un Mustang gris.
– Venga, entra. El jefe te quiere ver – fue la frase lapidaria que le dijo el que acompañaba al conductor, apuntándole con el cañón de su pistola.
No le quedó más remedio que subirse al Mustang y elevar sus oraciones al Cielo.
La llevaba clara.

– Los tres disponen de la misma oportunidad. Uno de ustedes será el único vencedor. En otras palabras. Dos morirán y uno vivirá para contarlo. Pero tienen que darse prisa. Estoy bajando poco a poco la temperatura de la cámara. Si el espíritu de la supervivencia no les hace reaccionar en aproximadamente diez o quince minutos, los tres morirán.
– ¡Canalla! ¿Por qué no reúnes el valor de formar parte del grupo? Así sería mucho más interesante. Cuatro en vez de tres – increpó Tony De Matteo a la persona resguardada en el anonimato detrás de la diminuta rejilla.
– Está perdiendo unos segundos preciosos malgastando saliva.
“Les he dejado un bonito arsenal para que luchen entre si.
“En cuanto quede uno solo en pie, se le abrirá la puerta para que pueda salir por la misma.
“Ahora me despido. De ustedes depende morir congelados o luchar por la supervivencia.
La ventanilla fue cerrada por última vez.
– Cabronazo. ¡Si te tuviera aquí mismo, te ahogaba bajo la presión de los dedos de mis propias manos! – graznó Tony.
Sin pensárselo, se agachó para recoger un machete del suelo.
– Espera. ¿Qué haces? ¿No irás a seguirle la corriente a ese chalado? – preguntó Robert, alarmado.
Regis miraba a sus dos compañeros de penurias con rostro expectante.
Tony recogió el hacha y se lo tendió a Robert Salgado.
– De momento hay que empezar con uno. Y esta claro que el eslabón más débil de los tres es ese petimetre de ahí – le dijo, señalando a Regis Sinclair.
– Dos contra uno – susurró Robert.
– Exacto – enfatizó Tony.
Los dos fueron en pos de Regis, acorralándole en un rincón.
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No lo hagan! ¡No le sigan el juego a ese perturbado! – imploró Regis.
Sus ruegos fueron desatendidos, con las paredes cubriéndose con las salpicaduras de su sangre conforme Robert y Tony se ensañaban con su cuerpo…

Tonny De Matteo se presentó en la bajera de un almacén que tenía en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Nada más entrar, vio a aquella asquerosa rata que le debía treinta mil libras esterlinas. Ahora era una figura patética. Desnudo, colgado cabeza abajo de una cuerda atada alrededor de sus tobillos, con las manos maniatadas a la espalda y convenientemente amordazado.
Nada más notar la presencia de Tony, el botarate se puso a intentar moverse, buscándole con la mirada. Quería suplicar por su vida, pero la mordaza impedía que los vocablos emitidos por su garganta resultaran intelegibles del todo.
Tony se mantuvo un instante interminable mirándole con desprecio. Estaba vestido con un cierto estilo elegante, al revés que sus hombres, quienes lucían un atuendo llamativo consistente en un mono amarillo confeccionado para resistir agresiones de sustancias químicas, de alto cuello con capucha, cierre de cremallera frontal con elástico en los puños y los tobillos, además de pantallas faciales, guantes de PVC y botas de seguridad.
– Ponle las gafas – ordenó a uno de sus matones.
Este obedeció de inmediato, colocándole unas gafas de natación sobre los ojos.
– Sabes, rata de cloaca. Porque eso es lo que eres realmente. Un gusano que merece ser pisoteado.
“No. No temas. No voy a ordenar que te manden al otro barrio. Simplemente voy a aplicar el mismo rasero con respecto al dinero que me debes. Está claro que ya puedo olvidarme de recuperarlo.
Es un chiste tonto, y encima tú te ríes en mis propias narices. ¿Pero quién te crees que es Tony De Matteo? ¿Que me voy a sumar al regocijo general? ¿Acaso te piensas que me voy a echar unas risotadas por ver tus payasadas? ¿Por comprobar cómo la cagas una y otra vez?
“Nada. Eres una piltrafa. Una boñiga de vaca. Y como eres una mierda, nos queda transformarte en eso. En una PUTA MIERDA.
Tony pidió a uno de sus hombres que le acercara una silla. Quería contemplar la tortura que iban a inflingir a ese pobre diablo. Sería una lección para toda la vida. Y quedaría marcado para siempre.
– Podéis empezar con la diversión. ¿Cuántas dosis de ácido habéis conseguido?
– Cuatro, jefe.
– Bien. Estupendo. Iniciad aplicándoselo por la cara, respetándole los ojos.
” Quiero que no pierda la vista. Que todas las mañanas pueda contemplarse en el espejo el puto monstruo aberrante en que quedó convertido por deber dinero al Gran Tony.

El cuerpo sin vida de Regis Sinclair se encontraba tendido en el suelo. Tenía una mano despedazada por intentar defenderse de los ataques de machete y del hacha. La otra mano se hallaba distante un metro de su muñón. Su cabeza estaba abierta y destrozada como si fuera una sandia madura precipitada desde la ventana de un primer piso a la acera. La realidad es que no pudo ofrecer mucha resistencia. Tony De Matteo y Robert Salgado se pusieron de acuerdo en la forma de avasallarlo, como si se hubieran entrenado para matarlo de esa manera.
Ahora el quid de la cuestión radicaba en que eliminado Regis, sobraba uno de ellos dos.
En cuanto hubo expirado este, los dos se apartaron, dejando un espacio entre ellos, y se pusieron a vigilarse en silencio. La sensación de frío se iba incrementando minuto a minuto. Les temblaban los labios y las manos. No les quedaba mucho tiempo para poner un eficaz remedio a ese encierro irracional.
Tony fue el primero en intentar dar por zanjado el asunto. Tenía el machete. Robert Salgado el hacha. Eso fue un craso error por su parte el habérselo tendido. Ahora estaba en clara desventaja. Tendría que maniobrar con rapidez para sorprenderle e impedirle que contraatacara con la fuerza del hacha. Robert vio venir su ataque, y se defendió con el mango de su arma.
– Joder – bramó Tony al ver repelido su ataque.
Robert recondujo el impulso en la inercia de Tony sobre su cuerpo para emplear una defensa evasiva golpeándole en el rostro con la base del mango del hacha.
– Joder
Tony De Matteo se trastabilló, quedándose un instante ligeramente aturdido por el golpe.
Cuando pudo enfocar su visión en su rival, notó un impacto seco y preciso en su cráneo, seguidamente de un fuerte chorro de sangre oscura y pedazos de su cerebro escurriéndose por sus mejillas. El machete se le escapó de entre los dedos de la mano, y con mirada extraviada, fue perdiendo el equilibrio hasta caer desplomado justo al lado del resto de las armas tiradas por el suelo.

Daba la casualidad que esa tarde Robert Salgado no estaba de servicio. Así que cuando recibió un mensaje sms de Tony De Matteo, decidió acudir por su cuenta y riesgo.
Al entrar en el almacén, pudo ver la obra de arte creada por aquel sádico criminal.
– ¡Jesús! ¿Esa cosa que está colgando cabeza abajo es de origen humano? – dijo empleando su sarcasmo habitual.
– Ya sabes. Lo de siempre. Me debía una cantidad respetable de pasta – dijo Tony, incorporándose de la silla para saludarle con un gesto de la mano derecha.
Robert Salgado iba a sonreír de manera forzada, cuando reparó en que el cuerpo se agitaba ligeramente.
– El tipo está vivo.
– Ese es un hecho incuestionable. No era mi intención matarlo.
– Pero… Joder, Tony. Está hecho un cristo. Tiene que estar sufriendo como un cerdo.
– Eso le sucede por querer contarme un chiste de dudoso gusto.
– ¿Cómo dices?
– Nada. Cosas mías. Ya sabes. Te dejo a cargo de todo. El tema del hospital. La discreción. Que ningún detalle llegue a oídos de tus superiores.
Tony le tendió un fajo de billetes.
– Esto… Será complicado aducir una excusa convincente ante los médicos que tengan que tratarlo. Te costará mucho más que todo esto que me ofreces, Tony.
“Sinceramente, te convendría más acabar con su patética vida.
Tony mostró la hilera superior de su dentadura en una sonrisa del todo detestable e inhumana.
– Es mi capricho, polizonte. Matar es quitarle el sufrimiento en segundos. En cambio, dejarle con vida, es castigarle para el resto de su existencia.
“Cuando tengas todo esto solucionado, el doble de lo que te he dado para que sobornes a los médicos durante su tratamiento clínico irá a parar directamente al fondo de tu cartera.
– Eso suena mucho mejor.
– Nos entendemos de maravilla. Eso es lo bueno de tener a un inspector de policía en nómina – se rió Tony De Matteo de manera escandalosa.
Ordenó a sus hombres que bajaran el cuerpo cubierto de terribles heridas lacerantes, para acto seguido hacer mutis por el foro por la puerta del almacén.

Escasos segundos discurrieron desde el instante en que Robert Salgado hubo acabado con la vida de Tony De Matteo hasta que la puerta del camión refrigerado quedase definitivamente abierta, ofreciéndole la posibilidad de abandonar el insoportable frío acumulado en el interior de la cámara.
Tales eran sus ganas de salir de allí, que no se hizo con ninguna de las armas tiradas por el suelo.
Cuando salió de la parte trasera del camión, se encontró con la oscuridad de la noche, sin ninguna iluminación artificial que pudiera revelarle el lugar donde se hallaba. Tan solo los pilotos traseros del camión y sus faros irradiaban un ligero aura superficial en el pavimento más cercano. Pestañeó varias veces, tratando de adaptar con premura su visión a las penumbras, tiritando de frío por el largo rato encerrado en el camión frigorífico.
Justo en el instante que pensaba alejarse de la zona, del lado contrario del vehículo de transporte surgió una figura encapuchada sosteniendo una escopeta entre las manos enguantadas. Sin mediar palabra, el desconocido apuntó al vientre de Robert Salgado y le disparó, acertándole de lleno. Producto de la potencia del impacto del disparo, Robert salió ligeramente despedido de espaldas contra la parte trasera del camión. El policía se dio de cuenta que en ese instante todo estaba perdido. En un acto reflejo se llevó las manos al regazo. Las vísceras estaban al descubierto. Sus fuerzas empezaban a abandonarle. Se le pasó la tiritona.
– Tramposo. Jodido… tramposo… – fueron sus últimas palabras antes de fallecer.
La figura de la capucha cargó con su cadáver y lo introdujo en el camión refrigerado, cerrando la puerta a cal y canto. Luego se subió a la cabina.
Dejó la escopeta en el suelo por un momento y se recostó la espalda contra el respaldo del asiento. Necesitaba descansar unos segundos. Respiró profundamente, contemplándose en el espejo retrovisor a través de los orificios practicados en la tela que le cubría el rostro.
En cuanto estuvo relajado, se quitó la capucha, dejando su faz a la vista.
La herencia de una vida interminable se mostraba ante su propia repulsión.
Todo era un sin sentido.
Su rostro era una aberración.
Al igual que el resto de su cuerpo horriblemente mutilado.
No tenía sentido postergar más su propio sufrimiento.
Los tres bastardos que le habían arruinado la vida, su sentido de existencia entre el resto de los seres humanos, habían recibido su merecido.
Por lo tanto, era hora de aplicarse su propia medicina, llevándose el cañón de la escopeta a la boca y apretando el gatillo.
Cosa que hizo a continuación.

Apuestas ilícitas serbias. (Serbian illegal betting).

– ¡Estáis locos! ¡No lo hagáis! ¡Por favor! ¡Pensad en el futuro de mis hijos! ¡Soy viudo! – suplicó Miroslav Banic, endeudado hasta las cejas bien pobladas de su rostro anguloso y cetrino.
– ¡A callar, inútil! – fue la contestación tajante de uno de los esbirros.
Este se llamaba Stanislav. A una orden recibida por el walkie talkie, procedió a amordazarlo sin miramientos. Mientras lo hacía, Lugos continuó embardunando el cuerpo maniatado y desnudo de Miroslav por delante con manteca de cerdo derretida.
Los tres estaban situados en el borde de la azotea de una vieja nave industrial abandonada, a las afueras de la ciudad de Kikinda.
La tarde estaba nublada con formaciones grises irregulares en constante rápido desplazamiento por el cielo motivado por un fuerte viento  procedente del norte. Igualmente hacía frío, transformando los últimos minutos de Miroslav en un melodrama de lo más desagradable.
Diez metros más abajo, en el asfalto cuarteado ubicado frente a la entrada principal de la deteriorada fábrica, había una gran aspa marcada primero con tiza y luego resaltada con pintura de coche en espray de color blanco esmaltado. Muy cerca de ese punto se hallaban estacionados nueve coches de lujo importados del mercado negro. Formando un medio círculo a una distancia prudencial de la marca estaban congregadas quince personas, trece hombres  y dos mujeres, afrontando de pie el tiempo desapacible ataviados con indumentarias extremadamente elegantes para una reunión tan atípica. Compartían unas pizarras, donde iban anotando cifras de dinero relativamente altas.
De entre el conjunto de asistentes parecía destacar un hombre en especial. A una indicación suya, terminaron todos de hablar entre sí de manera frenética, esperando con ansia el resultado de la prueba a la que iba a ser sometido Miroslav.
El individuo  utilizó el walkie talkie personal para ordenar a sus dos subordinados que había llegado la hora de que Miroslav pagara su enorme deuda con él contraída por su afición a las partidas clandestinas de póker.
Stanislav y Lugos sujetaron con cuidado el cuerpo grasiento de Miroslav y aplicándole un empujón lo más coordinado posible, se encargaron de arrojarlo al vacío.
Los ojos espantados de Miroslav contemplaron la inmensa rapidez con que la ley de la gravedad atraía su cuerpo inmovilizado contra la dureza del firme, muriendo al instante nada más recibir el brutal impacto.
Evidentemente, su muerte fue insignificante para las personas presentes. Lo realmente importante era observar la postura adquirida al precipitarse sobre el asfalto. Contrariamente a una de las perversidades en el orden del universo que sostiene que la tostada tiene muchas posibilidades de caer del lado de la mantequilla, el cuerpo del difunto estaba posicionado sobre el costado derecho donde no había sido impregnado superficialmente de la misma forma que lo estaba su rostro, pecho, abdomen y parte correspondiente de los brazos y piernas.
Pero claro, Miroslav no era ninguna tostada, por mucho que estuviese untado de manteca.
Conforme Stanislav y Lugos bajaban del tejado de la estructura en estado de peligro de derrumbe dado su enorme deterioro, para luego hacerse cargo de la desaparición física del cadáver, los apostadores que habían acertado con la posición final del cuerpo estaban recogiendo con cierto regocijo las ganancias lucrativas derivadas de semejante apuesta ilícita serbia…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El supervillano Mega Muerte. (Supervillain Mega Death).

– Tienes que decírmelo, Barny.
“Es verdad…  Espera a que primero pulse el interruptor del micrófono. De otra forma me es imposible oírte.
– ¡Escoria! ¡Eso es lo que eres! ¡No te voy a decir ni una leche!
– Eso siempre sucede al principio. Vamos a ver. Te enfrentas con el supervillano Mega Muerte.
Te tengo encerrado en una cápsula sellada a cal y canto. Tienes un suministro de oxígeno para media hora escasa. Yo tengo el control absoluto de la situación. Si confiesas lo que espero oír de ti, te dejaré oxígeno para las suficientes horas que necesite el superhéroe Tony Roca Pétrea en rescatarte. Si te niegas, no solo dejarás de tener ración extra de oxígeno, si no que yo mismo te la recortaré, asfixiándote en menos de dos minutos si me da la gana.
– ¿Superhéroe? ¿Al rescate? ¡Estás loco! ¡Deja de apretar, joder!
– No cejaré en mi empeño hasta que me digas el lugar y la hora exacta de la entrega de las armas de largo alcance. El mafiosillo de tu jefe tiene una reunión de negocios con un general de un ejército de una república bananera. Pasta a cambio de armas. Mucho dinero. Muchas armas.
– ¿Mi… jefe? No… Aire… Suéltame… Me estás ahogando. Cabronazo…
– Se que más temprano que tarde me lo vas a facilitar todo. Ahora mismo te quedan tres minutos de oxígeno puro. No es que proceda de las montañas suizas, pero sirve para mantenerte vivo.
– ¡Chalado! ¡Te lo diré…! ¡Te lo diré…!
– El lugar y la hora.
– Todo… ¡Y luego que te den, por mamonazo!
Era un polígono industrial abandonado a las afueras de Chicago. Antonino “Il Bello” estaba aguardando la llegada del comprador. La nave donde iba a llevarse el acuerdo pertenecía a uno de sus hombres de confianza. El mafioso estaba numerosamente acompañado por sus esbirros, aunque notaba la ausencia de Barny O´Gere.
Faltaba un cuarto de hora para la cita. Antonino tenía la costumbre de llegar siempre con mucha antelación a las citas. En ese instante desde una esquina cercana vieron acercarse a un desconocido. Estaba protegido por las penumbras, pues las farolas de esa zona estaban destrozadas a pedradas.
– Qué coño.
Ordenó a dos de sus hombres que fueran a ver de qué se trataba. Justo en ese instante el visitante salió a una parte más iluminada.
Los dos secuaces de Antonino se detuvieron al instante al verle. Se miraron el uno al otro, atónitos. No tardaron en troncharse de risa.
El recién llegado vestía un ridículo disfraz de superhéroe. Llevaba mallas anaranjadas, un jersey de lycra verde y botas militares. El rostro estaba recubierto de maquillaje amarillento y sobre la cabeza llevaba un casco de protección para las obras.
Antonino lo señaló con el índice, remarcando la presencia de aquella desternillante y dantesca figura a diez metros escasos de donde se encontraba. Todos sus pistoleros a sueldo se echaron a reír con ganas.
– Pero, bueno. ¿Quién eres tú?  – le preguntó con guasa.
– Señores. Soy Mega Muerte. Y vengo a quedarme con todo. Las armas y el dinero de la transacción – contestó con fuerza y vigor el hombre disfrazado.
– Pero vamos a ver. Apréndete bien tu papel, chaval. Si eres un superhéroe, vendrás a detenernos, para entregarnos a la pasma. Si te quedas con el dinero y las armas, estarás saltándote las normas de tus colegas  Superman, Batman, El hombre araña, etc.… Vamos, que tienes un código ético que cumplir, ja, ja.
– No soy ningún héroe. Soy lo contrario. Un supervillano. Por eso os voy a mandar a todos al mismísimo infierno, para así quedarme con el dinero y las armas.
“Así que rezad lo que sepáis, que dentro de unos segundos cada uno de vuestros cuerpos quedarán diseminados por el suelo por el efecto devastador de estas granadas múltiples que llevo en las manos.
Antonino cesó de reír nada más apreciar que Mega Muerte les lanzaba las granadas…
Dos de ellas dieron de lleno en los dos hombres cercanos al supervillano. Otras tres más fueron lanzadas en dirección al lugar donde se encontraba Antonino  “Il Bello” con el resto de la banda de maleantes.
– ¡La puta!
Su reacción de autoprotección fue instintiva.
Entonces…
– ¡Será tonto de culo! Son globos hinchados de agua – despotricó uno de los dos hombres próximos a Mega Muerte.
Él y su compañero habían sido blancos fáciles, y estaban mojados de la cabeza a los pies.
Los otros tres globos habían errado en la diana, estallando a los pies de Antonino y de algunos de sus secuaces.
– ¡Gilipollas de tío! ¡Llenad de plomo a ese payaso! – bramó Antonino.
Mega Muerte estaba sorprendido por el fracaso de su ataque con las mortíferas granadas, y cuando quiso echar mano de la pistola desintegradora, los dos pistoleros situados justo enfrente de él descargaron sendos cargadores en su cuerpo, acribillándole a tiros, cayendo a plomo sobre el frío asfalto de la nave industrial, formándose un amplio charco de sangre en su derredor.
Antonino “Il Bello” estaba histérico perdido. El militar de la república corazonista de no sé dónde estaba a punto de llegar.
– ¡Quitad ese espantajo de mi vista! ¡Y daos prisa, por Dios! ¡Cómo se joda todo por su culpa, soy capaz de cortarme las venas!
El cadáver de Mega Muerte fue retirado hacia una zanja que bordeaba uno de los laterales de la nave.
Antonino buscó la cigarrera para fumarse un puro.
– Signore, disculpe…
Era uno de sus vasallos. Se volvió, tratando de contenerse.
– Dígame, Julio.
– Tengo la explicación de por qué no está con nosotros Barny.
“Su cuerpo ha sido localizado ahogado en la bañera del cuarto de baño de su propia casa.  La casera tuvo tiempo de poder ver como salía corriendo del piso un tío igual de disfrazado que este que acabamos de mandar al otro barrio.
“Lo gracioso es que este elemento debe de ser el hermano de Barny.
“Ya sabe. El que suele estar entrando y saliendo del psiquiátrico Darkmind…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

1000 escalones hacia el cielo. (1000 steps to heaven).

El sonido de un disparo, seguido de un fogonazo y el olor característico de la pólvora.
En qué pocos segundos la plenitud de una vida queda relegada al latido inconstante y débil que precede a la línea horizontal de la muerte testificada por el monitor del equipo de cardiología ubicado en la habitación de planta de una UVI de un hospital cualquiera.
Él no había estado preparado para una muerte tan prematura. Joder, si solamente tenía cuarenta años. Le quedaban unas cuantas décadas por disfrutar. Estaba soltero. Era mujeriego. Algo bebedor. Hijo único. Sus padres ni se preocupaban de su existencia, y él los repudiaba en secreto porque nunca le habían querido ni desde que el espermatozoide afortunado diera con el óvulo reproductor, fecundándolo de cara a su postrer nacimiento, del todo indeseado para ambos vista la indiferencia que habían demostrado por su crianza y posterior educación para la edad adulta. Así fue como siempre frecuentó compañías inadecuadas, bordeando la frontera cercana a la delincuencia, hasta cruzarla del todo.
A los veintitrés años había empezado a trabajar para un mafioso de origen ucraniano. Sus negocios principales eran el tráfico de armas, las drogas y la prostitución. Le enseñaron medidas de defensa personal, además de aprender a disparar con una puntería endemoniadamente certera armas trucadas reconvertidas en automáticas. A los veinticinco años se ganó completamente la confianza de Mykhaylo Kirichuk, y este lo consideró como uno de sus sicarios. A los veintisiete le encomendó que solventara todos los imprevistos que pudieran surgir en la organización. Se fue encargando de soplones, traidores, gente que debía dinero al no poder afrontar los altos intereses de los préstamos concedidos por Mykhaylo Kirichuk…
Era indudable que poco a poco, su gatillo fácil le reconfortaba. No le importaba ir solucionando los problemas finiquitando vidas ajenas a la suya. Es más, hasta se fue volviendo un sádico. Disfrutaba cuando encerraba a un pobre desgraciado en un cuarto de un edificio abandonado de las afueras de la ciudad. Manteniéndolo colgado cabeza abajo, atado por los tobillos por cadenas, miraba al desgraciado de turno y le susurraba:
“Reza fuerte, hijo. Y pide que Dios te libere de aquí a tres minutos. Porque cuando pasen ciento ochenta segundos, abriré la puerta, y como no te hayas fugado con la ayuda divina, seré yo quien entregue en bandeja tu alma a los ángeles caídos…”
Así fue creciendo en importancia dentro de la estructura criminal de la banda de Kirichuk. Para los cuarenta años, tenía un capital ahorrado importante, una buena casa dentro de una extensa propiedad en las afueras de la ciudad, tres coches de alta cilindrada, prostitutas de lujo que satisfacer su lujuria semanal…
Repentinamente, todo se fue al carajo cuando iba a ejecutar a un niñato que en su momento les estafó con una mala partida de cocaína. Sabía donde vivía. Acudió con algo de excesiva confianza. Cuando echó abajo la puerta de su miserable cuchitril donde se alojaba con el impulso de dos patadas, fue recibido por un certero balazo que atravesó su parietal por el costado derecho, atravesando su cerebro y con orificio de salida por el lado contrario, condenándole a una muerte fulminante. Aquella alimaña había recibido un chivatazo por parte de alguien, y cuando percibió la primera patada que se le dio a la puerta, se resguardó a un lado de la jamba. El resto es obvio. En cuanto atravesó el quicio, aquel cobarde le disparó con suma facilidad a la vez que le mandaba un recordatorio ingrato hacia la supuesta vida callejera de su madre.
Desde ese momento todo le resultó extraño.
Vio la oscuridad más pesada e ignota que jamás antes había percibido en su vida. Más allá de los rincones perdidos de su memoria antes de la conciencia al nacer.
Igualmente apreciaba una ligereza en los sentidos. Se sentía liviano, como si no pesara ni un mísero gramo.
Un hombre relleno de helio.  El hombre-globo del circo Popov. Eso era él ahora mismo. Aunque no flotaba, pues sentía los pies bien apoyados en el suelo. Debía ser que tenía un pequeño pinchazo por donde se escapaba el aire…
Quiso echarse a reír. Pero algo le decía que en el lugar que se encontraba raramente se prodigaban las risas.
Con este presentimiento, la negrura dejó paso a la luz.
(Empieza la función, muchacho)
Se encontró sumido bajo una intensa luz amarillenta que parecía proceder de un enorme proyector desde alguna parte ubicada encima de su cabeza. Y aquella luz remarcó el comienzo de una escalera. Se componía de escalones diminutos, de medio metro de ancho y sin barandilla que sirviera de apoyo. La escalera se perdía en las alturas…
– Mil escalones…
Aquella voz afilada y felina llegó procedente de alguna zona en concreto. Pero no pudo orientarse con ella debidamente. Parecía referirse al número de escalones que compondrían la escalera. Mecánicamente se acercó al inicio de la misma.
– Sube. Mil escalones y obtendrás tu recompensa…
Ahora parecía una voz femenina. Similar a la de su madre.
Quiso pensar en los motivos que tendría para que aquella persona desconocida y oculta en el anonimato de las sombras deseara que él ascendiera por la mencionada escalera de final interminable.
Pero su mente ya no regía sobre el control de los músculos de sus extremidades inferiores, y situó el pie derecho sobre el primer escalón. Avanzó sobre el segundo. A este le siguió el tercero. Y el cuarto…
Como si aquello fuera un juego infantil, se propuso llegar hasta el final. Estuvo contando los escalones que iba rebasando uno a uno, para así verificar si realmente aquella singular escalera se componía de mil peldaños…
75. 80. 90.
125. 164. 193.
Estaba subiendo a buen ritmo. Su respiración no se aceleraba. No tenía ningún problema, aún a pesar de tener un abundante sobrepeso ganado en los últimos años.
278. 341. 465.
515. 598. 647.
Se estaba acercando al objetivo que le marcaba la voz femenina. En ningún momento tuvo la tentación de detenerse en alguno de los escalones para mirar hacia atrás, afrontando su fóbico miedo a las alturas. Ni recapacitó en el tremendo riesgo que implicaba subir por una estructura tan estrecha y empinada sin la seguridad de poder aferrarse a un pasamano.
763. 813. 891.
907. 962. 997.
Ahí estaba. Cercano a los tres últimos escalones. La altura debía de ser tremenda, pero su vista estaba concentrada en sus pies, mientras su cabeza sumaba el número que debía concretarse en un millar.
– Mil escalones que te llevarán al lugar que te mereces, Simon Lorne.
La voz mencionó su nombre.
Se emocionó por ello. Enseguida supo que aquella escalera le conducía a un premio supremo.
El Cielo. A fin de cuentas el camino hacia donde se le conducía era del todo vertical. Y se sentía etéreo como un ángel.
Con anhelo, recorrió el corto trecho que le quedaba para llegar a lo alto de las escaleras.
998. 999.
1000.
En cuanto afianzó sus pies en el último escalón, una risa burlona resopló en su cara con desprecio. Le cubrió su rostro con escupitajos repulsivos conforme le decía:
– ¡Mira que eres presuntuoso, Simon Lorne! ¡Con todo el mal que has hecho a lo largo de tu vida, aún pensando en alcanzar la paz eterna entre los seres más justos y nobles de la historia del hombre!
“¡Pues va a ser que no! El haber subido una escalera tal alta y larga es para que así llegues al infierno de cabeza.
Inmediatamente, los escalones se recogieron, formando una rampa lisa e inclinada.
Sin tiempo de poder reaccionar, recibió un fuerte empujón en el pecho, y gritando de espanto, fue descendiendo por  el tobogán que iba a condenarle a formar parte del ejército de renegados de Satanás.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Petición de aumento de sueldo

Andrew Bullock era un necio y un inútil, pero que intentaran tomarle el pelo era otra cosa.
Enzo Giraldi tenía las oficinas centrales en una barriada de los suburbios metropolitanos de Chicago. Andrew estacionó su Buick destartalado justo al lado de la entrada, atropellando a dos hombres bien vestidos y con semblante impávido flanqueando las falsas columnas decorativas.
Ninguno de los dos se quejó. Murieron con las botas puestas.
Andrew se caló el sombrero de fieltro de los años cuarenta y atravesó el vestíbulo. La recepcionista lo vio llegar con el rostro incrédulo.
– Avisa al signore Giraldi que Andrew Bullock arde en deseos de verle – dijo el abrupto visitante a la nerviosa empleada.
La chica se lo comunicó por línea interna. Recibió las instrucciones oportunas y frunció el ceño, simulando un inicio de disculpa.
– El señor Giraldi está muy ocupado en este momento. Tal vez con cita concertada para la semana que viene – dijo tratando de no morderse las uñas.
– No puedo esperar tanto. Voy a subir a verle de inmediato – sentenció Andrew.
En ese instante le salió al encuentro otro de los esbirros del señor Giraldi.
Andrew forcejeó ligeramente con él, hasta lograr noquearlo de un certero puñetazo en el hígado. Se lo quitó de encima y ascendió al piso superior por las escaleras de mármol.
Cuando llego al pasillo central, le esperaban dos hombres empuñando pistolas automáticas.
Andrew se ocultó detrás de una esquina y los fue hostigando con su Sig-Sauer. La refriega duró un breve período de tiempo, el necesario para anular la agresividad de los dos pistoleros. Cuando pudo recorrer el pasillo hasta la antesala al despacho de Enzo Giraldi, sorteando los dos cadáveres, tiró la puerta derecha de una contundente patada y se enfrentó al capo italiano, quien estaba oculto debajo de la mesa de su escritorio.
Andrew estaba eufórico.
Lo tenía a su merced.
Dispuesto a tener que escuchar su reiterada petición de aumento de sueldo.
O ganaba más por sus prestaciones como asesino profesional, u hoy era el día que se quedaba sin jefe y sin empleo.

¿El suicidio de un limpia cristales americano?

No debió ocurrir de la manera en que todo sucedió. Patrick Wicks era limpia cristales de un rascacielos enorme de cincuenta plantas. Con su andamio móvil se manejaba con la gracilidad de un rinoceronte en una tienda de televisores de pantalla de plasma. Era muy torpe, desmañado, bruto y enérgico sobremanera. Por eso trabajaba siempre solo. No había ni un sólo compañero que quisiera compartir andamio con él al lado. Resumiendo, era un peligro público.
Tarde o temprano tendría que caer de cabeza sobre algún transeúnte despistado que estaba hojeando el New York Times. Aún así, el bueno de Patrick tenía la suerte de cara. Esa misma mañana, sobre las siete, su pie derecho se enredó en la cuerda, tropezó y cayó por la borda. Aulló como un descosido, viendo llegar la acera como punto de impacto, pero de buenas a primeras quedó estabilizado cabeza abajo en el piso treinta. La cuerda era la encargada de mantenerlo en vilo. Estaba gracias al cielo salvado. Le palpitaba el corazón a mil por hora, la adrenalina recorría su sistema nervioso como si fuera una corriente salvaje de electricidad y su insignificancia como un simple peso pesado aplicando sobre sí mismo los efectos de la ley de la gravedad pasaron a un segundo plano. Ahora solo quedaba que alguien se fijara en su situación para auxiliarle. Pensaba pedir socorro a gritos, pero era inútil. Estaba demasiado alto, alejado del suelo. Los transeúntes, de reparar en él, sería por verle y no oírle. Recordaba que tenía el teléfono móvil bien metido en el bolsillo del pantalón. Quiso alargar el brazo para recogerlo, pero la postura en que estaba colocado su cuerpo se lo imposibilitaba.
Así quedó colgando un buen rato.
Estaba tan excitado, que ni se dio cuenta que estaba colocado cabeza abajo frente a los ventanales del abogado Ben Sturro. El tipejo era conocido por haber defendido al mafioso ucraniano Igor Brekounivili en un proceso famoso llevado por el fiscal del distrito de Nueva York. El abogado lo hizo de forma tan poco convincente que el criminal fue condenado a triple cadena perpetua.
Patrick Wicks se entretuvo viendo como Ben Sturro recibía a dos hombres jóvenes en su despacho. Nada más invitarlos a que se sentasen, estos exhibieron sendas pistolas disponible de silenciador en cada cañón. El semblante del abogado fue de horror antes de morir baleado de mala manera. El de Patrick fue de estupefacción.
Los dos asesinos no huyeron del lugar del crimen. Estuvieron un rato revisándolo todo para no dejar el menor de las pistas.
Entonces uno de ellos se fijó en la figura extravagante del limpia cristales colgando invertido en el exterior de la fachada del edificio.
Patrick se volvió histérico perdido. Hizo lo que pudo por intentar aferrarse a la cuerda con las manos y subir a pulso la misma hasta alcanzar el andamio. Era una tarea de titanes.
Los dos asesinos a sueldo de Igor Brekounivili se dejaron de sutilezas y apuntando a través de los ventanales, dispararon con la intención de eliminar al testigo.
Patrick percibía los silbidos de las balas rozándole. Finalmente una de ellas atinó con la cuerda y quiso su destino que se precipitara en diez segundos de caída vertiginosa contra el suelo.
Mientras lo hacía, la boca de Patrick estaba abierta en su máxima expresión, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

Instantes después los dos esbirros del mafioso encarcelado de por vida por la torpeza del abogado Ben Sturro abandonaban el edificio por la puerta de mantenimiento. De lejos vieron a la gente congregándose alrededor del cuerpo precipitado del limpia cristales.
Se detuvieron unos segundos.
– Buena distracción – le dijo el uno al otro. – Así tardará algo la policía en descubrir el otro cadáver.
– Tienes razón, Anatoly. La mala suerte de ese tonto nos ha venido bien.
Reanudaron su marcha a buen paso.
Ya solo quedaba informar a Igor del éxito de la misión.