"Especial Halloween 2011": Comedor Social Para Ciudadanos Excepcionalmente Hambrientos.

“Si esperas un pollo, te darán un hueso en un tazón con agua caliente, a lo que considerarán sopa. Luego firmarás en el registro de asistencia, para que te den como postre un chicle. Así al salir del comedor social, la gente de bien te verá masticando y pensarán que esa noche podrán dormir tranquilo, pues con sus donaciones e impuestos, tu estómago no protestará en el resto del día, debido a tan espléndida comilona.”
Sir Crogan Heavy Belly (1851- 1912), fundador de los comedores sociales del norte de Londres, donde cientos de mendigos y ancianos acudían hambrientos, para luego salir farfullando imprecaciones celestiales de nulo agradecimiento.


¡Y no digamos lo necesarios que son en 
plena epidemia Zombi!

Dos libros infantiles para el trabajo escolar de mi sobrinito Gurmesindo.

La maestra de mi muy estimado sobrino Gurmesindo le ha encargado, como al resto de los angelicales niños de su clase, un trabajo escolar de lo más fatigoso. Tiene que leer dos libros infantiles de libre elección, y luego presentar un resumen de ambos.
Como está un poco indeciso, he acudido a la librería del tuerto jorobado Belloto Duro. Haciendo un enorme esfuerzo económico, he escogido dos títulos de lo más llamativo.
Gurmesindo: ¡Más te vale haber elegido bien, tío! ¡Si son aburridos y encima cateo, publicaré en el muro de tu perfil de facebook que te duchas con el pijama puesto encima!
Mi querido Gurmesindo. Te aseguro que los dos cuentos son entretenidos y además de lo más didácticos para un mocoso de tu edad.
Aquí tienes la portada del primero.

Gurmesindo: Si al final se la come, habrá merecido la pena leerlo a las dos de la madrugada…

Je, je. Eres de lo más sutil, sobrino. Ahora vayamos con la portada del siguiente libro infantil.

Gurmesindo: ¡Este si que tiene buena pinta! ¡Además el vampiro cateto del medio se te parece un montón, tío Robert!
¡Hala! ¡Hala! ¡Llévatelos contigo, sobrinete, y que te den!
Gurmesindo: ¡Lo mismo te digo, vejestorio!


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El coleccionista de retratos. (Relato breve con su ilustración original).

(ding- dong)
De nuevo pulsó el timbre de la puerta.
Esta se abrió con cierta pereza por parte del dueño de la casa.
– Hola, señor. Me presento. Soy Douglas Niceman. Vengo a visitarle para hacerle un pequeña encuesta sobre sus gustos literarios.
– No siga. Viene a venderme libros.
– Ciertamente, tras ver sus gustos preferenciales tras la breve entrevista…
– … intentará engatusarme una de sus plomizas enciclopedias.
– Reconozco que soy agente de ventas a domicilio. De la editorial “Fairburks Big Books”.
– Fascinante. 
” Señor Niceman, puede pasar. Vivo solo y compartir parte de la tarde charlando con usted me resultará de lo más entretenido. Eso si, le aseguro que no pienso entusiasmarme por ninguno de sus mamotretos indigestos.
– Nunca se sabe. Llevo unos catálogos muy atractivos que pueden interesarle.
– Pase, pase. Como si estuviese en su propia casa.
– Gracias.
El dueño de la vivienda lo estuvo precediendo por un largo pasillo, hasta llegar a una estancia que era la sala de estar.
Nada más encender la luz,  Douglas Niceman se quedó horrorizado.
– Bueno, en eso radica parte de mi interés cuando recibo la visita de un vendedor de enciclopedias – le quiso aclarar el anfitrión.
” Realmente lo que colecciono son retratos. Cuelgo el cuerpo y le pongo un marco. Y ya tengo el cuadro, je, je.
Cuando Douglas se volvía, la cabeza de un enorme martillo percutió contra su cabeza con exquisita violencia, sumiéndole en la monotonía de la muerte.



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Vitalidad Zombi (II). (Zombie Vitality -2-).

Groncho Wyngas llegó procedente de la ciudad con la furia y el ímpetu de un tornado. Se dirigió en un santiamén hacia la casa perdiendo mechones de cabello por el camino, sorprendiendo a Tobías durmiendo a pata suelta en el sillón familiar y a Alejandro contando la cantidad de insectos atrapados en las telarañas de las esquinas de las paredes.
         – ¡Vosotros dos! Espabilad. Hay que adecentar esta sala un poco y preparar una merendola de campeonato de las que antes nos zampábamos cuando los estómagos estaban enteros – les urgió antes de dirigirse a la cocina.
         – Carajo, “pa”. No me digas que has invitado a la maestra del pueblo. Si la buena mujer te detesta.
         “Lo mejor Wyngas es que sigas viudo hasta que te llame el Señor”, fue lo último que te dijo cuando la quisiste animar a beber un trago del licor de nuestro alambique. 
         “Carajo, desde que lo dijo, nadie se muere en estos contornos, ja – le comentó Alejandro a su padre, siguiéndole como si fuese un perrito faldero.
         Cuando Groncho se volvió, contempló a la pareja de inútiles considerados hijos suyos. Inclinados el uno contra el otro, cabeza contra cabeza, sosteniéndose para no caerse de sopetón y partirse en mil pedazos rancios.
         – Diantres. Seréis descendencia mía, pero que Dios me perdone, no sois más tontos porque si no caminaríais a cuatro patas como los burros y llevaríais herraduras en vez de zapatos.
         – Repite eso último, “pa”, que aún estoy intentando despejarme de la modorra de la siesta que me he pegado – le dijo Tobías, restregándose los ojos con los puños, llevándose la piel del párpado derecho. Se lo recompuso como pudo, pestañeando con gracia infantil.
         Groncho miró al techo y resopló con fuerza por los orificios nasales, cuyo apéndice fue echado en falta desde que se cayó la noche pasada de la cama, despertado en la mitad de una cruel pesadilla por un retortijón de tripas. Su mano derecha buscó algo en el bolsillo trasero de los pantalones y les plantó un impreso con sello del estado delante de las narices de los dos.
         – Chicos, aquí dice que esta tarde nos visitará un inspector de hacienda. Viene a tratar de aclarar nuestras cuentas. Que no coincide lo que les declaramos con lo que ingresamos.
         – Vamos. Que parece que no somos tan pobres, eh “pa”.
         Groncho le dio en la cabeza con el impreso al tonto de Tobías.
         – Eso duele.
         – Más te dolerá como nos embarguen la casa y las tierras.
         “Estoy hablando que el tipejo que venga lo más probable es que sea uno de la ciudad. Y ya sabemos que esa gentuza se libró de los efectos del pepinazo mandado por los rusos porque se refugiaron bajo tierra en algo llamado búnkeres. Por lo tanto, el inspector ha de ser recibido como si nosotros estuviéramos igual de sanos que él, para no ser denunciados al ejército. Y a la vez para que no nos meta un buen palo con la inspección.
         “Nos acicalaremos bien y con algo de maquillaje y buenos alimentos, todo solucionado.
        – Si no comemos cosas normales desde hace tres meses, “pa”.
– El asunto es fácil de resolver. Le llenamos la panza con la comida sin caducar almacenada en la despensa y le contamos lo mal que lo pasamos para llegar a finales de mes, y seguro que nos deja en paz. Así que todos a ponerse en faena.
         Agarró a cada uno de sus hijos por una oreja, que estaban cosidas con hilo de alambre, motivo por el que podía tironear de ellas con rudeza espartana,  y los condujo hasta la cocina.
         Quedaba poco más de tres horas para la llegada de la visita indeseada.
         El inspector se apellidaba Evans, no tendría más de treinta años y vestía un impecable traje negro de enterrador.
         – Somos muy pobres, señor Evans. Pasamos hambre con mucha frecuencia – le dijo Tobías conforme su padre y Alejandro colocaban dos bandejas llenos de viandas sobre la mesa del salón.
         Groncho le dio un fuerte golpe en el carrillo derecho, haciéndole escupir una muela como si fuera un chicle, y mirando al inspector, esbozó una sonrisa campechana:
         – No le haga caso. Tobías es poeta, y suele recitar muchas tonterías sin sentido.
         Evans no tuvo interés en probar ni medio bocado. Se llevó el pañuelo a la nariz varias veces. Su olfato no podía soportar los efluvios que emanaban de los tres miembros de la familia Wyngas. Tanto Groncho, como sus dos hijos, se habían bañado previamente desde la cabeza hasta los pies con una tinaja que sobraba del perfume de la abuela materna del progenitor. Asimismo llevaban puestas sobre las cabezas las pelucas de la fallecida señora Wyngas. Evans contemplaba el ridículo aspecto del trío con disimulo contenido.  Solicitó la copia de la última declaración de la renta.
         – No la tenemos. Un día no nos quedaba papel de baño, sabe. Encima andamos desde hace semanas con las tripas muy flojas, y tuve que echar mano de los legajos de “pa” para limpiarme el trasero – le explicó Alejandro ante la falta del documento.
         – Vale, señores. No se preocupen. En el maletín traigo una copia extraída del registro.
         Groncho no pudo disimular sus ganas de asesinar a sus dos hijos.
         – Bendito sea Herodes – musitó por lo bajo.
         El inspector alzó su vista del papel.
         – ¿Decía?
         – Nada. Continué con lo suyo, buen hombre.
         La inspección duró casi dos horas. Evans recorrió toda la hacienda de los Wyngas y antes de marcharse en su auto, fue abordado por Groncho con la frente sudada, recubierta de lo pelambrera falsa de la peluca de rizos rubio platino de su querida Marietta (llegaba corriendo después de haber encerrado bajo llave a Tobías y Alejandro en el ático).
         – Señor Evans…
         – Dígame.
         – Esto. Pinta mal el asunto, ¿no?
         – ¿Se refiere al embargo de sus propiedades?
         – Más o menos.
         – Veamos. Han estado ocultando ingresos adicionales, muchos de ellos de procedencia incierta.
         “Qué se le va a hacer si el negocio del alambique va de maravilla.” – pensó Groncho para sus adentros. – “Los vecinos que no la han palmado por el pepinazo, incluso beben más que antes.”
         – Le aseguro que no soy el único de ésta zona con dinerito no declarado – le dijo muy sincero.
         – Por eso mismo le digo que le corresponderá satisfacer una multa de unos diez mil dólares – enfatizó Evans desde detrás del volante, subiendo la ventanilla del coche.
         Cuando salió de las posesiones de Groncho, este se fue sintiendo algo mareado. Y no era precisamente por los efectos del perfume que llevaba encima.
         – Ay, qué noticia más terrible. Diez mil dólares.
         Se tambaleó cerca de la pocilga del cerdo, que llevaba muerto mes y medio, llegando a duras penas a su casa.
         Cuando se le pasó el mareo, se fue directo a la cama. Necesitaba dormir mucho.
         En ese momento, ya ni si acordaba de que tenía a sus dos hijos encerrados en el ático.
         Aunque daba lo mismo. Uno se dormía en cualquier lado y el otro perdía el tiempo contando insectos…


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Vitalidad Zombi (I). (Zombie Vitality -1-).

Groncho Wyngas era un viudo granjero zombi de 65 años lleno de vitalidad. No tenía ninguna educación escolar, pero siempre disponía de buenas ideas aún a pesar de lo derretido que tenía por dentro el cerebro.

         Sus dos hijos predestinados a continuar viviendo medio podridos eran Tobías y Alejandro, de 30 y 28 años respectivamente. El primero era un holgazán de los grandes y el segundo era un pelín corto de entendederas.
         Groncho siempre tenía que estar detrás de los dos para hacerles doblar el espinazo. Si no fuera por la testarudez y el empeño del padre, tendrían que vivir de una pensión estatal de Wyoming. Y eso sería un pelín complicado de conseguir, no porque fueran zombis, si no porque tan sólo se tramitaban las solicitudes de las personas en un estado de mediana normalidad. Si se les incluyera a ellos, los siguientes que pedirían prestaciones sociales, con mucho más derecho, serían los chupasangres y los aulladores en noche de luna llena, mecachis.
         Una mañana estaba el progenitor esperando con la cosechadora herrumbrosa  en los campos fértiles a que acudiesen sus vástagos a cumplir con el deber de todos los días de la semana. Solo se presentó Alejandro.
         – ¿Dónde está tu hermano? – le preguntó de malhumor.
         – No lo sé, “pa”.
         – ¿Cómo que no lo sabes? Tú nunca sabes nada. Bastante es que me reconozcas como tu padre.
         – No sé – A Alejandro se le caían constantemente las babas por la mandíbula inferior como si fuera una gelatinosa catarata del Niágara.
         – Un día te diré que eres hijo del cura Thomas, a ver si cuela y así tenemos una boca menos que alimentar. No se daría casi ni de cuenta. Desde el pepinazo de los rusos, el muy rufián se ha rodeado de siete feligresas asquerosas, con sus respectivos hijos resucitados, fundando la Congregación De La Nueva Vida.
         – Lo que tú digas, “pa”.
         – Espérame aquí y no hagas nada hasta que traiga a rastras conmigo a tu hermano.
         – Ja, “pa”, si lo haces así, seguro que Tobías se quedará sin media pierna derecha, que ya le cuelga porque la rodilla ya no le da más de sí.
         Groncho se fue alejando empleando amplias zancadas. Estaba ligero de peso y bien cuidado, por eso aún no notaba físicamente el paso de los años. Aunque su exceso de confianza le hacía a veces de quedarse cojo al perder el pie izquierdo, teniendo que juntarlo con cola instantánea, lo que le hacía perder un tiempo lastimoso.
         Conforme se acercaba al granero, le iban llegando los sonoros ronquidos enfermizos de Tobías.
         Lo encontró tumbado encima de un manto de paja fresca.
         – ¡Levántate, gandul! Que hoy tenemos mucho que hacer – le ordenó.
         – Que te crees tú eso. Esta paja es demasiada cómoda para abandonarla – contestó su hijo abriendo medio ojo. No podía hacerlo del todo, porque corría el riesgo de que se le saliera de la cuenca.
         – Con que esas tenemos. Verás qué pronto te hago de menear el trasero de allí – Groncho se marchó de la entrada, dirigiéndose a la caseta de las herramientas.
         Tobías tenía una sonrisa beatífica dibujada en su rostro macilento. Estaba soñando que estaba cortejando a la hija de unos vecinos en una especie de playa paradisíaca, donde el sol pegaba de lo lindo, curtiendo el pellejo de Tobías. El problema radicaba en que la bella chica tendría que reconvertirse en zombi. Con un mordisquito en una de sus orejas, el contagio sería inmediato.
         Percibió unos pasos que se iban acercando.
         – Te quiero tanto, Wendy. Ahora que te he mordido, ya no habrá ninguna barrera entre nosotros que nos separe – suspiró en su sueño.
         Demonio. El sol estaba picando ya de lo lindo. Sobre todo notaba todo su calor en las posaderas. Hasta que…
         – ¡Carajo! CÓMO QUEMA.
         Tobías se levantó presto de un salto y abandonó el granero con la parte trasera de los pantalones medio humeando.
         – Así me gusta. Que respetes los deseos de tu padre – dijo complacido Groncho.
         En la mano derecha llevaba un soplete encendido.
         A grandes males, grandes remedios.
         Diez minutos después Tobías estaba sudando tinta china, echando denuestos contra su padre mientras trabajaba de sol a sol en el campo rodeado de una nube de moscas. Alejandro, su hermano, nunca le había visto dedicarse con tanto ahínco. Eso si, no comprendía el motivo por el cual se le quejaba tanto de tener el puñetero culo escocido.


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Torturas psicóticas en la América Profunda.

Es un hecho terrible. Perturbador. Nuestra enviada especial de Escritos de Pesadilla en la América Profunda (USA), la candorosa Croqueta Andarina, nos comunica de la existencia de un demente psicópata obsesionado por los personajes de los dibujos animados de Walt Disney. 
Este individuo peligroso secuestra a cualquier inocente niño que pilla fumando a escondidas en los callejones más abandonados, y tras unos días de transformación, los libera, no sin antes colgar en youtube las imágenes que pueden apreciarse a continuación.

Tortura psicótica número uno: “Las orejas de Mickey Mouse”.

El muy desalmado ha cortado las orejas naturales del niño para sustituirlas por unas enormes del ratón Mickey Mouse cosidas a la piel con grapas inoxidables.


Tortura psicótica número dos: “La trompa de elefante disecada”.

En este caso al pequeñuelo le ha sido arrebatada su hermosa nariz, para ser sustituida por una enorme trompa de elefante disecada adquirida en la tienda de un anticuario de la Pequeña Manchuria. Reseñar que la fijación ha sido con el uso de un pegamento industrial, condicionando la vida del niño tanto en su fase juvenil como adulta.


Como siempre, hemos de mantener en secreto la identidad de sendas víctimas por ser ambos menores de edad, aunque Croqueta Andarina es tan metomentodo, que nos comenta que el de las orejas es Mathew Cucumber, de doce años, matón del colegio Saint Drewton, y el de la pedazo protuberancia elefantina, Alex Trinidad, de catorce años y contrabandista de parches de nicotina en el barrio italiano de la localidad de Creature Lane.
Dos jovenzuelos traumatizados para el resto de su existencia. Vilipendiados y burlados por sus ridículas caras, y todo por culpa del torturador psicótico de la América Profunda.
Esperemos que las autoridades locales no tarden en dar con el paradero de semejante monstruo, para así ser obligado a pagar los correspondientes derechos de imagen y de autor de la compañía Disney.

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La balada del asesino inútil

Cuando a veces una tarea no está bien rematada, sucede algo parecido a lo que viene a continuación…

– Déme un refresco – susurré con debilidad.
– Usted no está para beber nada. Se muere, sabe. Confórmese con eso – me contestó con inmensa frialdad el hombre de la guerrera verde oscura.
Yo ya lo veía todo borroso. Sin matices que me aclararan su ubicación.
– No… No me moriré – le dije en un hilo de voz casi inaudible para mí mismo.
Noté sus pisadas al lado de mi cuerpo caído.
– ¿Cómo dice, amigo? No le entiendo nada.
“Hable más alto. Esfuércese, anda.
No podía ya ni alzar la cabeza. Todo mi cuerpo reposaba en horizontal sobre el frío suelo del desierto de Sonora. Notaba la superficie granulosa debajo de la tela desgarrada de mi camisa de seda negra. La humedad de mi propia sangre la dejaba empapada. Al menos no había charco. La arena se encargaba de absorber el líquido que emanaba de mis duras heridas infligidas por la katana japonesa.
Era noche cerrada y a aquel idiota no se le ocurrió otra cosa que querer matarme con la típica arma de samurai.
Escupí grumos de sangre sobre mi lado derecho. Se me cerraban los párpados.
– Bueno. Está claro que lo suyo es ya historia. Esta madrugada alimentará a los putos coyotes – se mofó ese asesino de pacotilla.
Se me oscureció la vista y con ello la vida que yo conocía quedó apagada para siempre.

No se cuánto tiempo habría pasado desde que fallecí a manos del sicario del tipo al que le debía una cantidad respetable de dinero. Aún era de noche. Casi no se veía nada. Por no haber, no había ni luna llena y el firmamento estaba abarcado por infinidad de nubes. Al menos no soplaba el aire nocturno del desierto. Aunque la verdad, si yo ya era un cadáver ambulante, no debía de preocuparme por las bajas temperaturas del momento. Sólo me indignaban los desgarrones de mi vestimenta. Era de las caras, y ese inútil se había cebado en ella con nula precisión. Claro, si a un cerdo le atraviesas varias veces sin ton ni son con un cuchillo, acabará desangrándose en la matanza.
Lo lógico hubiera sido que con aquella arma tan mortífera me hubiera matado de una simple tajada, rebanándome el cuello. Mejor. De haberlo hecho, yo no sería ahora una especie de muerto viviente. En un futuro terminaría oliendo a descomposición dentro de mi cuerpo corrupto, pero dado mi reciente fallecimiento continuaba tan fresco que una verdura expuesta en el puesto del tendero de un supermercado. Caminaba muy fluido, con paso normal, hasta con alguna que otra apreciable zancada. Mi instinto me llevó al abandono del desierto al dar con la carretera estatal. No muy lejos de ella debía de estar el área de descanso donde el asesino a sueldo me invitó a un último trago antes de reclamar mi presencia en un área abandonado de Sonora…
Con suerte, dada la estulticia del tío, esperaba verle de nuevo en el mismo sitio. Tenía unas ganas enormes de devolverle el favor con una caña mejicana a mi costa.

Estaba algo más lejos de lo que recordaba. Claro, recorrer el trayecto en coche con las manos maniatadas y con el tipejo conduciendo como un loco, a la vez que observaba la katana ubicada sobre el asiento del copiloto te daba la sensación de que el tiempo volaba. Ahora estaba desandando el recorrido a pie, y aunque ya no perdía más sangre porque ya la hube perdido toda y mis heridas no me dolían, esa cantidad de kilómetros había que patearlos como si fuera un vulgar recluta en su primer día de entrenamiento en uno de los campamentos militares del tío Sam.
La realidad es que el sol empezó a despuntar cuando alcancé el tugurio de un tal Tío Celestino, que ese era el nombre que rezaba en el cartel que daba nombre al local. El Ford Focus negro metalizado estaba aparcado en la zona de estacionamiento. Era el segundo vehículo. El otro seguramente que pertenecía al dueño del sitio.
Allí estaba el tonto del culo. Bebiéndose unas rondas en mi memoria.
Cuando me acerqué a la ventanilla de su vehículo, comprobé que la tenía bajada por el lado del acompañante. Sobre el asiento estaba la katana. El seguro estaba levantado. Abrí la puerta y me hice con el poderoso brazo ejecutor del samurai Kito. Sonreí de buenas. Hasta solté una carcajada seca. Aquel puñetero asesino era más chapucero de lo que me había imaginado.

– ¡Jesús, María y José! Un muerto que anda. Estamos perdidos – gritó asustado perdido el dueño de la taberna del Tio Celestino.
– Oye. Que he bebido mucho más que tú en toda la noche. Así que no me vengas con chorradas – le reprochó el asesino a sueldo sin girarse sobre el taburete sobre el cual estaba sentado en una postura algo decadente por el exceso ya de Triple Equis.
– No más dese usted la vuelta, cabrón. La madre que te chingó, menuda espada que lleva entre las manos.
– ¿Espada dices? No jodas.
Cuando se volvió, el filo de la katana hizo que su cabeza descansara a medio metro de su tronco sobre el mostrador de la barra del bar.
– Tengo un buen estilo – rezongué asombrado.
El dueño del local me miraba paralizado.
Pasé la lengua por la hoja para saborear la sangre.
Sabía a gloria.
– No me haga nada, por favor. No más me marcho – suplicó el barman.
Le miré sonriente.
– Amigo. ¿Acaso has visto que un testigo en este trance pueda quedar libre para luego testificar ante las autoridades locales?
– Yo no le conozco a usted de nada. De nada. Además ese borracho está bien de esa manera. Lo más seguro es que no hubiera podido pagarme todas las rondas que se ha bebido.
– Ya… Bueno. El caso es que yo soy un tío especial.
– Usted está muerto, la puta. Por eso déjeme marchar.
Contemplé la cabeza exhibida en la barra del bar. Quedaba la mar de decorativo. Miré al chicano. Transpiraba demasiado para mi gusto.
– Sabe qué, compadre.
– Que me deja ir con viento fresco, puto gringo. Yo me marcho y tú luego te pudres con este otro…
Empuñé con orgullo la katana.
– Me temo que no va a ser posible. Le he sacado gusto al tema este de cortar cabezas.
“Y yo me pudriré, pero seguiré marchando como buen zombie. Pero a ti, al faltarte la cabeza, lo más que más harás será servir de alimento a las cucarachas…
Segundos después le di a la cabeza como quien golpeaba con fuerza una pelota de béisbol con la confianza de lograr un homerun.

Más tarde seguí mi caminata por el desierto de Sonora…
A lo mejor había suerte y me encontraba con alguna que otra víctima de otro asesino incompetente que pudiera acompañarme en mi nuevo estado. Además, el sol adelantaría mi putrefacción. Así no desentonaría como muerto viviente.
Una vez que uno asume un rol, tiene que procurar ser lo más convincente posible.
Si no, se es un completo inútil.


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¡Qué alegria! Hemos matado a un hombre lobo.

Estoy superatareado. Y últimamente con pocas ganas de diezmar la población mundial del planeta a base de sustos literarios lo más monumentales posibles… Miro una de las vigas de la techumbre del ala oeste de mi castillo. Me imagino una soga, y de ella pendiendo mis musas…
– ¡Señor! ¡Señor!
¿Qué ocurre, Dominique?
– Tenemos una visita de las orondas.
Perdonen el elemental lenguaje de mi mayordomo…
¿De quién se trata en esta ocasión?
– De Bustarrazo, el licántropo súper gordo.
Y dále con tu ordinariez.
– Es que pesa doscientos kilos el tiparraco. A Bogus Bogus le han entrado las fiebres de malta al enterarse la cantidad de chuletones de gato que va a tener que asar a la parrilla para contentar su apetito desmesurado.
Bueno, siempre queda la solución de guiarle por el corredor con la trampilla secreta que da al foso de los tiburones.
– ¿Entonces echamos mano de Harry para eliminar visita tan pesada?
Eso mismo. Y después de que lo haya conseguido, le daré media hora de asueto. Seguro que me lo agradece.
– Yo opino que Harry mandará la generosidad supina de mi amo al vertedero de basura más cercano.
No te he pedido tu opinión, pazguato.
En fin, mejor dar a conocer un relato en honor a la memoria de Bustarrazo… Lástima, con lo bien que aúlla.

Ethaniel y Zachary estaban aterrados. A pesar de ser dos hombres de pelo en pecho, y de ser leñadores, con fácil manejo de la motosierra de cadena, aquella desagradable sorpresa les hizo de pasar el peor trago de sus vidas cuarentonas.
– Es terrible, Et – le dijo Zachary a su compañero, contemplando los dientes de la motosierra impregnados de sangre.
– Y que lo digas. ¡Quién iba a decir que por esta zona pudieran existir hombres lobos!
– Así es. Pero le hemos echado lo que había que echar, y ha acabado recibiendo su merecido. Ahora vayamos a avisar al ayudante del sheriff. Nosotros ya hemos hecho bastante. Que él se haga cargo del resto.
– Como tú digas, amigo.
Los dos montaron en su ranchera, abandonando el bosque de Ferrick, en dirección a la localidad de Tree Junction.


Una hora después estaban de vuelta en la amplia arboleda de pinos. El hombre lobo estaba bastante despedazado por los efectos mortíferos de las motosierras de los leñadores.
– En fin, muchachos. Lo vuestro es de juzgado de guardia – les enfatizó finalmente el ayudante del sheriff, Donald Swamp, con el ceño fruncido.
– Hombre. El pobre bicho opuso bastante resistencia. Por eso está tan descuartizado – le explicó Ethaniel.
Donald echó mano a las esposas.
– Venga, los dos, quiero que juntéis una muñeca con la muñeca del otro. Os tengo que esposar y llevar detenidos a comisaría.
– ¡Cómo!
– ¿Se le han fundido los fusibles? Encima que hemos hecho un bien a la comunidad…
– Qué bien ni que niño muerto – rezongó el oficial enfurruñado. – No habéis cazado a un hombre lobo, si no que acabáis de asesinar a la nueva maestra de la escuela elemental del pueblo.
– ¡No puede ser! Es un hombre lobo. Más peludo no puede ser.
– Seréis botarates. Lo que lleva encima es un abrigo de piel. No me puedo creer que nunca hayáis visto a una mujer vistiendo uno de ellos. Y vale que la señora Hills sea fea de narices, pero eso no es excusa suficiente como para haberla hecho picadillo.
Una vez esposados, acompañó a los dos leñadores hacia el coche patrulla.
Estando los dos situados en la parte trasera, puso el vehículo en marcha.
– Tiene que estar usted equivocado, agente – insistía Zachary. – Es un hombre lobo. No hacía más que gruñir cosas sin sentido.
Donald lo miró por el espejo retrovisor, clavándole una mirada asesina.
– Claro que no la podías entender. La pobre estaba de picnic. La pillasteis comiendo un trozo de pastel de arándanos. Tenía la boca llena, y si encima os presentasteis de sopetón, dándole un susto con las motosierras, seguro que se atragantaría. Hatajo de idiotas.
Ethaniel y Zachary se miraron el uno al otro.
– Mira que te dije que era un poco raro verle a un hombre lobo con una porción de tarta en la mano – le reconoció Zachary a Ethaniel.
– Ya. Pero en los dibujos animados eso suele ocurrir con frecuencia – continuó erre que erre Ethaniel.
Donald apretó con firmeza el volante.
Diantres. ¿Qué les iba a decir a los niños?
¿Que la nueva maestra llevaba ejerciendo sólo dos días y ya había pedido vacaciones?