Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

El relato.

Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.

“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”


El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…

La leyenda urbana.


“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”


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7 comentarios en “Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

  1. Oye, muy bueno el blog. No te voy a decir que todo lo que he leído me ha asustado, pero sí que hay reconcome en la mayoría. Y muy interesante la idea de las leyendas urbanas ficticias, mucho de eso hay en “13 Leyendas Urbanas”, del Círculo de Escritores Errantes”.Nos leemos.

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  2. Hola, Sevilla Escribe. Nuevamente un enorme agradecimiento por el seguimiento que haces a Escritos y por las buenas palabras, aunque un administrador malvado y diabólico como lo soy yo, al mando de un sitio tan nauseabundo y nefando como el de Escritos esperaría que mi castillo fuera asaltado por catapultas y demás armas arrojadizas, je je.Tu web es igualmente muy atractivo y acabo de hacerme seguidor de él. Nos leemos y comentamos. Un fuerte abrazo. 🙂

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  3. Sr. Nocivo, por desgracia, uno escucha risas sin sentido a todas horas, no solo de noche. Solo hace falta poner el telediario para ver a una serie de personajes reirse como si no hubiera problemas que resolver para mejorar el mundo que nos rodea.Recibe un fuerte abrazo, y perdona por este latazo que te he soltado. 😉

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  4. Hola, Nerea. No hay de qué asustarse. Mientras en el lugar que vivas no haya un zoológico con gorilas del Peloponeso, no corres peligro. Aunque también si acaso lo hubiere, con ponerte unos tapones en los oídos, ya puede reírse a mandíbula batiente, que ya no se le escucharía nada, ja ja.Un abrazo.

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