Lugares de la Norteamérica ¿embrujada?: La Casa de las Cruces

Hasta hace doce años, en la ciudad de Chicago existía una casa llamativa para los visitantes y habitantes de la propia localidad que a lo mejor frecuentaban la zona donde se hallaba situada por primera vez. Era la Casa de las Cruces (House of Crosses). Viendo las imágenes, se puede uno pensar que era un lugar encantado, la vivienda de algún fanático religioso o de un asesino en serie. Nada más lejos de la realidad. Era el hogar de Mitchell Szewczjk. Su afición fue crear cruces adornadas con otros elementos decorativos tales como escudos y placas de taberna en homenaje a actores famosos de Hollywood y de la vida misma: estaban los nombres de Bing Crosby, John Wayne, Rodolfo Valentino, Tarzán, el Papa, el Zorro, etc… Poco a poco fue colgando todas estas cruces de distintos tamanos y colores conforme las creaba, hasta cubrir por completo la fachada frontal de la casa y parte de los laterales de la misma.
Contempladas las fotos a primera vista, y si se acompañara de un artículo imaginativo donde apareciese alguna leyenda o historia de terror, podrían ser asumidas como parte verdadera del texto en cuestión. Pero afortunadamente era un hobby del que debía disfrutar el señor Szewczjk en sus ratos libres. Empezó con la primera cruz adornada por el año 1979 continuando hasta los comienzos de los años 90, en que por enfermedad tuvo que dejarlo. A finales de esta década intentó vender la vivienda en vano, para finalmente ser demolida.
Un lugar curioso, sin lugar a dudas.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Soy el pie que pisotea, la mano que empuña un arma, la boca que escupe…

Él era todo lo contrario a un rayo de esperanza. Más bien era la mano que mantenía la cabeza de una persona que se estaba ahogando bajo el nivel del agua. O el tacón del zapato que pisaba los dedos de la mano de un suicida arrepentido que pendía del borde de la cornisa de la décima planta de un edificio.
Se llamaba Ryan. Peter. Marcus. Leopold.
Su identidad variaba según el momento. Su sexo era masculino. Lo único definido en definitiva.
Podía ser alto, bajo, gordo, delgado, rubio, moreno, albino, dotado de buena visión o ciego, muy hablador o mudo…
Lo que le caracterizaba era estar en el momento adecuado de un suceso inevitable pero a veces de final imprevisible si no interviniese él. Jamás elucubraba sobre las consecuencias de sus actos. Simplemente él era así. Si algo se salía del guión de la desesperación, se encargaba de remediarlo, dotándolo de un punto final de lo más apropiado.

Trabajar cara al público era duro. Siempre con la sonrisa permanente, atento y servicial aunque uno estuviese con un dolor de tripas del carajo.
Evander Allison tenía cincuenta y dos años. Su vida personal era un desastre. Cora, su mujer, tenía un cáncer terminal y su hijo único acababa de ser ingresado por sexta vez en una institución mental. Las deudas se acumulaban sin cesar. Aquel empleo era una tabla de salvación carcomida por el hambre insaciable de las termitas. El salario era bajo, de lo más miserable. Tenía que meter jornadas de diez horas diarias para acumular un cómputo mensual de 250. Con las horas extras llegaba entonces a los 1000 dólares… Porque encima las horas extras estaban igualmente mal pagadas. Si no las metía, no llegaba ni a 700 dólares. Una auténtica vergüenza en el corazón arrogante del gran sueño americano. Sus escasas amistades y conocidos aún le decían que debía de estar dichoso de tener un trabajo estable y más con su edad madura. No, si encima tendría que estar bailando el charlestón encima del lomo de un rinoceronte salvaje…
Evander no lucía un buen tipo ni siquiera con el añadido del traje negro de su uniforme de empleado de información del centro comercial de Westcover. Sus excesivos kilos de más y el que no se empeñara en mantener la chaqueta, la camisa y los pantalones planchados, sino más bien arrugados, le habían garantizado durante los meses que llevaba trabajando múltiples reproches por parte de sus jefes, hasta últimamente amenazarle con el despido si no se adecentaba lo suficiente. Sus ojeras eran profundas y llamativas. Estaba triste. Era lo lógico. Su Cora estaba en la planta de paliativos del hospital, afrontando sus últimas semanas entre los vivos. En cuanto terminaba su turno, sin haber cenado, se marchaba dispuesto a pasar la noche en vela cuidando a su querida mujer.
Sus manos temblaban incluso apoyadas sobre el mostrador mientras atendía a los clientes que le acosaban con multitud de preguntas y quejas. Estaban en plena campaña de verano, el aire acondicionado apenas se notaba, y la ropa del uniforme le pesaba. Sudaba por el cuello. Bebía agua a hurtadillas de un pequeño botellín oculto bajo el mostrador. Si le veía uno de los jefes del centro comercial, la bronca iba a ser épica. Había que llevar la imagen intachable de la empresa hasta el límite. Ante la cola de espera de los clientes no se podía dar a entender que el empleado estuviese agobiado y al borde de un ataque de nervios.
Un robot. Así es cómo debía de ser cada miembro de la plantilla del Westcover Mall.
Pero Evander estaba cada día con la moral más por los suelos. No le veía sentido a la vida. Iba a perder a Cora. Su hijo ya no existía como tal.
Estaba algo distraído cuando un hombre perfectamente vestido con un traje gris como si fuera un ejecutivo de Wall Street le enseñó los dientes perfectos desde el principio.
– Vengo a poner una reclamación contra el centro – dijo con voz neutra. Sus ojos ocultos bajo unas gafas de sol Ray Ban.
El cliente tendría de treinta a cuarenta años. El pelo corto. Los músculos de la cara tensos como si fuera un sargento a punto de cantarle las cuarenta a un recluta.
Evander sonrió con cierta desidia. La misma cantinela de todos los días. Que si los carros de la compra están situados demasiado lejos. Los lavabos sucios. No se encuentra la caja de pasta italiana deseada en el estante de la sección de alimentación seca. En la zona de juguetes no se ve ni un solo dependiente. El precio de un pasapurés no se corresponde con el que la cajera ha marcado en el ticket de compra. En los probadores de mujeres hay un hombre molestando y se precisa que acuda la seguridad del centro.
Evander tragó saliva.
– Usted dirá, caballero.
Aquel hombre apretó los dientes. Eran las nueve de la mañana. El centro comercial acababa de abrir las puertas y era el único cliente frente al mostrador de información.
– Sáqueme una hoja de reclamación. No tengo mucho tiempo. Quiero escribir mi queja y marcharme de este recinto.
– Antes de presentarle la hoja de reclamación, si puedo servirle de alguna ayuda para no precipitarnos con la queja.
– Usted deme el puñetero impreso. No va a convencerme para que no ponga la reclamación.
La actitud del cliente era muy arrogante. Evander le tendió una hoja de reclamaciones.
– No puedo escribir nada si antes no se me entrega también un bolígrafo. No pensará que voy a gastar la tinta de uno de los míos.
Evander correspondió con la petición del hombre.
Este, nada más tener ambas cosas, se inclinó sobre el mostrador y empezó a rellenar la hoja de reclamaciones.
Conforme lo hacía, fue susurrando cosas hacia Evander.
– Escúcheme, amigo. Tiene usted un trabajo de mierda.
“Aunque bien pensado, no se merece otra cosa. Dada su edad avanzada… Porque el futuro es de la gente joven.
Evander trató de apartarse del mostrador para evitar escuchar las frases dirigidas hacia él por el cliente. Este seguía escribiendo sin parar. Y al mismo tiempo continuaba hablándole con voz seca.
– Gente joven y de edad media. Así es como está el mundo organizado. Sí señor. Los peores puestos de trabajo y de más baja remuneración para la gente cincuentona, sin estudios universitarios y con una vida familiar caótica.
“Como la suya, amigo. Tener que aguantar aquí infinidad de quejas, la mayoría sin fundamento, vestido con ese traje de enterrador, con un horario terrible y con un salario risible.
Evander estaba de acuerdo con la apreciación del cliente, pero no con su tono de burla.
– Cada uno sale adelante como buenamente se puede – le dijo finalmente.
El cliente continuaba escribiendo en la hoja de reclamaciones sin dirigirle la mirada.
– Eso es, amigo. Está el caso de su hijo. Se lo pasa pipa con las lobotomías, eh. El que tenga la vista extraviada para toda la vida, parlotee incoherencias, con treinta años, y que lleve un pañal gigante, cuidado por el personal del manicomio, es conmovedor. Tiene que sentirse orgulloso del bastardo de único descendiente que tiene, amigo.
Evander se quedó de piedra. Se apoyó sobre el mostrador, a punto de zarandear al cliente. En breves segundos, su tensión arterial subió de tal manera, que si fuera tomada por una enfermera, esta se vería apremiada a llamar al médico para que le administrara un calmante.
Su ceño fruncido.
– Cabrón. Miserable. Usted me conoce de algo.
– Estoy rellenando la reclamación amigo. Es acerca de su comportamiento inadecuado. Sabe. Esto conllevará su despido fulminante. Lo demás vendrá seguido, porque espero que se lo tome en serio al conocer la muerte de su mujer. ¿Ve? El teléfono está sonando. Es del hospital. Con algunos días de antelación. Es una pena. Porque esperabas que ella aún viviera un par de semanas más, ¿verdad?
Evander estaba a punto de sujetarlo por las solapas y emprenderla a golpes con los puños sobre su rostro de ejecutivo altivo.
Justo cuando esto iba a suceder, una de sus compañeras le pasó el auricular del teléfono.
– Evander. Es del hospital.
Conforme atendía la llamada, el cliente entregó la hoja de reclamación a la compañera de Evander.
– Mis quejas van dirigidas hacia este hombre. Según mi opinión personal, no debería de trabajar aquí, cara al público. Sus formas dejan mucho que desear.
Antes de volverse para emprender la marcha, vio a Evander caer de rodillas, con el auricular entre las manos y recogidas sobre su regazo, llorando con desesperación.
– Mi Cora. No. Por Dios. No.

En esta ocasión se hizo pasar por Edward. Un hombre bien parecido, vestido para la ocasión como si fuera un tipo importante. En pocos minutos, encendió la mecha que hizo explotar la bomba. La mujer del tal Evander había fallecido. El hijo de este estaba perdido para siempre. La queja de la reclamación iba a hacerle perder el empleo.
Todo perfecto. En cuanto Evander abandonara el despacho donde se le comunicaba el despido, iría a casa. Ahí tenía guardado un revólver en el cajón de la mesita de noche.
Las veces que había fantaseado con volarse la tapa de los sesos…
Ahora, gracias a su intervención, Evander iba a despedirse de este mundo.
Recordemos que él era el causante del desaliento. La mano que impulsaba la paleta que aplastaba la mosca contra la pared.
Podía llamarse Edward. Robert. Regis. John.
Lo mismo daba.

“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
Friedrich Nietzsche (1794-1832) Poeta y dramaturgo alemán.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Compañeros de trabajo (Working mate)

En ningún momento pudo consentirlo. Aquella persona era maravillosa, y no se merecía que por culpa de un vil malnacido cobarde su vida privada pudiera quedar destrozada en los sueños de una América corrupta y pútrida.
Lo esperó a la salida. Era un joven de veintiocho años. Estatura inferior a la media. Cabellos cortos rubios pajizos. Aparentaba cierta inocencia, como si fuera incapaz de romper un vaso de cristal. Bastardo. Si supiera ya lo que estaba sucediéndole a la distancia desde hace unas cuantas horas, no sonreiría ni siquiera al abordarle.
– ¿Arthur Desmoines? – le preguntó cuando estaba acercándose a su Ford Focus gris metalizado por el lado de la puerta del conductor.
Se detuvo y lo miró con curiosidad.
– ¿Quiere algo? ¿De qué me conoce? No me suena su cara.
– Pues debería.
– Va a ser que no.
– Seguro que le suena el nombre de Albert Larramendi.
Fue citar el nombre y aquel joven perdió su jovialidad inicial en un instante.
– Bueno. Es compañero de trabajo.
– Eso ya lo sé. Ahora haga el favor de acompañarme hasta mi furgoneta. La tengo estacionada en esa esquina, donde no nos molestará nadie.
Arthur gesticuló con firmeza con la mano derecha.
– Oiga, si es familiar del chaval, sepa que se dirige a la persona equivocada. Además salgo de un turno de doce horas. Estoy muerto y con ganas de llegar a casa para cenar.
– Donde estará su mujer. Una jovencita tierna y adorable. Sobre todo cuando grita al ser amenazada por un cuchillo apretado sin ninguna ligereza contra su garganta…
Sin mediar más palabra, le mostró una mini grabadora y la puso en marcha.
Una voz angustiada femenina surgió del aparato:
– “¡Arthur! ¡Por favor! ¡Tienes que hacer todo lo que te diga este hombre…! ¡Noo! ¡Otra marca en el brazo, no! ¡Por favor, Arthur! ¡Si no lo haces, este cabrón me va a marcar todo el cuerpo…! ¡No! ¡Suéltame la pierna…!”
Apagó la grabadora. Observó la perplejidad reflejada en el rostro imberbe de aquel desgraciado.
– ¡Laura! ¡Hijo de puta! ¿Qué le estás haciendo? ¿O qué le has hecho?
– Acompáñeme hasta el vehículo. Ahí tengo un equipo montado donde podrá observar en directo el estado de su esposa. Quiero que sepa que si no me obedece, no sólo morirá ella si no que igualmente lo hará usted. Y después iré a por sus padres. Mi inclemencia con su familia será total.
Se guardó la grabadora en un bolsillo y la sustituyó por una pistola Glock con silenciador.
– ¡Loco! ¡Eres un maldito perturbado!
– Eche a caminar conmigo.
Arthur se vio forzado a dirigirse hacia un furgón de reparto de carrocería oscura, estilo azul eléctrico.
No dejó de apuntarlo con el arma. Sintió un olor acre similar a la orina. Como ya suponía, aquel muchacho era una gallina. Sólo se servía de su propio servilismo para intentar medrar en el escalafón de la empresa donde trabajaba, perjudicando a sus propios compañeros de trabajo. Le tendió las llaves y le hizo una indicación de que abriera las puertas traseras del vehículo y luego subiera a su interior.
– ¿Tienes a Laura aquí dentro, canalla?
– Digamos que tan sólo en espíritu. Su cuerpo está donde corresponde.
– ¿Cómo?
Arthur abrió las puertas y vio que la parte trasera de carga del furgón estaba ocupado por un equipo de audio y video, como si fuera una unidad móvil de televisión, con monitores y vídeos.
– Yo entraré después de usted – le dijo a Arthur, señalándole los dos taburetes ubicados frente al panel de las cámaras.
Cuando lo hizo, cerró las puertas. El joven ya se había sentado y él lo hizo a su lado, hincándole la boca del cañón en las costillas de su costado derecho.
– Voy a serle breve, Arthur. Su compañero Albert está a punto de ser despedido por una falsa acusación. Ustedes son vigilantes de seguridad, y dentro del reglamento de régimen interno, en lo que respecta a las sanciones, hay diversas faltas muy graves que pueden conllevar el despido fulminante por parte de la empresa. Una de estas infracciones es el consumo de bebidas alcohólicas durante el servicio.
Se detuvo unos segundos en la explicación. Miró al joven sin pestañear. Este accedió a contarle lo sucedido hace unos días durante su turno de trabajo compartido con Albert Larramendi.
– Vale, Albert fue pillado bastante bebido. El inspector lo hizo constar en el parte diario y luego fue sancionado. También es cierto que puede incluso ser despedido, pero ese no es mi problema.
– Se equivoca, Arthur. Es su problema, y el de su mujer.
Pulsó un mando y las tres pantallas de los monitores se llenaron con la presencia de Laura. Estaba vestida simplemente con su ropa interior, introducida en una bañera con agua, inmovilizada a los asideros con cadenas. Miraba al objetivo de la cámara con el terror impregnando las pupilas de sus ojos.
Arthur se quiso incorporar, pero la punta de la pistola estaba apretada de firme contra su costado.
– Siéntese, por favor. No tengo ganas de apretar el gatillo, al menos por el momento.
– ¡Cabrón! ¿Qué pinta mi Laura en esa puta bañera? Dios, encima los brazos… ¡Te has ensañado con ellos! La has dejado marcada de por vida con cicatrices, hijo de puta.
– Más o menos en la misma medida en que de momento su compañero Albert Larramendi está sufriendo los rigores de una sanción injusta e inmerecida.
Arthur se acomodó sobre el taburete, afrontando la mirada fría y sin escrúpulos de aquel hombre.
– Continuemos con la historia. Arthur, tanto por parte de Albert, como de muchos más de sus compañeros de trabajo, reconocen que eres un trepador que vendería a su propia madre con tal de conseguirse los favores de sus superiores. Además anhelas un día ser inspector. Y qué mejor manera de hacerlo, que cumplir con los deseos de uno de tus superiores, quien mantiene discrepancias con Albert por la negativa de este a trabajar en sus días libres cuando hay bajas en el equipo por enfermedad. Le dijiste que podrías echarle una mano quitando de encima a Albert, así que en un turno que ambos coincidisteis, te inventaste que estuvo trabajando en precarias condiciones bajo los efectos del alcohol. Era tu palabra contra la de él, pero lo suficiente para que el inspector lo sancionara mientras salga adelante el recurso planteado por Albert. Con la gravedad que esto puede tardar un tiempo. El suficiente para mermar la moral de tu compañero, pues hasta que no llegue la fecha del juicio laboral, no puede trabajar en ninguna otra empresa de seguridad por la grave condicionante del despido. Seguro que las referencias que pidan a sus superiores serán negativas. Y hoy en día, sin ingresos, uno lo pasa rematadamente mal.
– ¡Yo no falseé el informe!
– Entonces si no lo falseaste, tu mujer morirá.
“ Arthur. En el instante que yo lo ordene, la persona que tengo a cargo de tu esposa saldrá en escena portando un pequeño electrodoméstico. Puede ser una tostadora, una radio, etc… El caso es que estará enchufado, y en cuanto entre en contacto con el agua, Laura perecerá electrocutada delante de tus propios ojos. Luego yo te pegaré un par de tiros, y Albert será vengado de una forma ligeramente agresiva.
Arthur se quiso incorporar en actitud implorante.
– ¡No! ¡Suelta a mi Laura! ¿Qué quieres de mí?
– Que seas sincero. Ahora mismo redactarás un nuevo informe donde reconoces la falsedad de los hechos – le tendió una hoja. – Dentro de unas escasas horas,  en cuanto abran las oficinas de la empresa de seguridad donde trabajáis ambos, acudirás raudo y solícito y ante un mando neutral, le reconocerás que mentiste acusando falsamente a Albert. En cuanto Albert se reincorpore al trabajo, volverás a ver a tu mujer. Te doy un plazo de dos días. Si Albert Larramendi no está trabajando para entonces, y a la vez no eres despedido como te mereces, no sabrás nunca más del paradero de Laura. Y puede que incluso decida también acabar con tus padres…
Conforme decía esto último, pulsó el mando y en una cámara se pudo observar a dos personas atadas de manos y pies y con los rostros ocultados bajo sendas capuchas negras. Estaban sentadas en dos sillas de madera.
Arrimó los labios a un micrófono.
– Muévete para que te vea Arthur – dijo con voz impersonal.
Una sombra se fue acercando a las dos personas inmovilizadas portando un hacha…
Pasaron las horas, y con ellas, el plazo. Conforme se esperaba, Arthur Desmoines reconoció su falsa acusación contra Albert Larramendi. El primero fue despedido mientras el segundo recuperaba su trabajo y su estabilidad emocional.
Albert Larramendi terminó su primer turno tras varios días de paro forzoso. En cuanto regresó a casa, se tumbó en el sofá del salón y se puso a ver las grabaciones prestadas por su amigo de mentirijillas.
Sonriendo, hizo subir el volumen del televisor con el mando a distancia, recreándose en los gritos de Laura Desmoines conforme era torturada por el filo de una navaja…
– Estuviste genial – se dijo, satisfecho.
– Efectivamente. Encima el muy gilipollas se creyó que todo sucedía en riguroso directo – se contestó a sí mismo.
– Así es. Siempre dije que Arthur, aparte de ser un puñetero lameculos, de inteligencia anda muy justito. Mira que no fijarse que en la grabación de sus supuestos padres estos no eran más que dos simples maniquíes…
Albert se restregó los párpados.
Aquel idiota ignoraba que tenía dos personalidades… Además de ciertos conocimientos de maquillaje, que le hicieron pasar por un perfecto psicópata.
Esto último ya estaba a punto de implantarse en su mente. De hecho, si Arthur no hubiera accedido a sus deseos, no hubiera dudado en ningún instante en haber acabado tanto con él, como con su bella mujer…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

No hay solución en el horizonte (No solution in the horizon)

La situación es difícil. Nos afecta a muchos. Se puede decir que a millones de personas. Y por fin implica a los habitantes pertenecientes del Primer Mundo, ya que por desgracia, la necesidad jamás desaparece ni hay visos de que tal hecho acontezca en el Tercer Mundo.
Los economistas, los políticos, los periodistas, los sindicalistas, los trabajadores y un largo etcétera lo han bautizado como crisis mundial. Yo lo catalogo como un cuento, el de la hormiga y la cigarra. Hemos sido la cigarra. Se ha vivido en época de vacas opulentas, y ahora nos toca apechugar con las esqueléticas.
Soy supuestamente Eduardo R. Tengo 45 años. Aparentemente llevo diez años trabajando como portero de una fábrica. 700 euros de salario mensual. 14 pagas. No estoy casado, por tanto sin cargas familiares, pero ocupo una habitación en un piso de alquiler, donde vivimos tres personas y pagamos cada uno 300 euros. No puedo permitirme ningún plan de pensiones. Los gastos se me van en el pago de las letras del coche de tercera mano que tengo, en la alimentación y pequeños imprevistos que siempre suceden.
Eso hasta hace poco. La fábrica ha decidido prescindir del servicio de portería, por tanto me voy a la calle, con un paro de poco más de 400 euros, una edad inadecuada para encontrar trabajo en un país de casi seis millones de desempleados, donde en su momento un sobrevalorado presidente de gobierno nos tiene a los ciudadanos con la soga al cuello, mientras él y su círculo cerrado se lo montan bien entre sonrisas y carcajadas. Y con la oposición ofreciendo una alternativa igual de demoledora en el horizonte del negro futuro que se nos avecina.
Yo no lo tengo. No tengo perspectiva.
Me miro en un espejo y veo un reflejo devastador.
Lo que hay en su superficie me escudriña sin reparos.
Aquella cosa soy yo.
– No te queda nada – me dice.
– Es cierto.
– La única alternativa que te queda es alcanzar el final del túnel, amigo – continúa.
No puedo ni mirarle a los ojos.
¿Qué he conseguido en toda esta vida? ¿Qué pretendo conquistar ahora?
La respuesta a la primera pregunta es nada.
Poca cosa surge como contestación a la segunda.
Abandono el piso compartido sin despedirme de los compañeros. Recorro los escalones de la escalera en sentido descendente sintiendo un ardor interno que me induce a salir a la calle.
En la misma respiro profundamente y exhalo.
Entonces miro al cielo…
… y me desvanezco.

Nada más volver con los míos, me preguntaron infinidad de cuestiones acerca de los años transcurridos entre los mortales.
Yo me sentía carente de emociones.
Simplemente les hice saber cosas acerca de la desazón de un ser ínfimo, pisoteado contundentemente por las penurias ocasionadas por la misma sociedad a la que él pertenecía.
– Entonces todo sigue igual. Pasan los siglos, y nunca aprenden.
Es la voz de uno de mis hermanos.
– Así es. Prefiero no volver a pasar por esa experiencia.
Nos miramos sin apartarnos la vista el uno del otro.
Ya no nos dijimos nada más.
Previsiblemente, aquella sería una de las últimas investigaciones a pie de campo ocupando la personalidad de uno de aquellos seres tan imperfectos…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Apetito excesivo (Excessive hunger)

Hoy, desde Escritos de Pesadilla, vamos a rendir un sentido homenaje a las series y pelis denominadas por el sambenito de la letra “B”. Se irán publicando relatos basados en esa temática, recurriendo a unos argumentos de terror exagerados estilo cómic. Hoy estrenamos esta apartado con el cuento titulado: “Apetito excesivo”.

En los inicios tuvo su mucha gracia. De hecho me tronchaba con aquella cosa redonda y de piel dura llena de escamas, toda negra como una enorme canica. Su diminuto orificio me parecía que era el lugar por donde debía de respirar. Pero me confundí a medias, porque vista su hilera de dientes puntiagudos, más bien era su boca, ja-ja.

Ya estamos llegando a la caravana. La tengo estacionada un poco lejos de la zona de donde están el resto. No me gusta tener vecinos curiosos. Ya verán cómo les atraerá el estado en que se encuentra. Y el precio que les ofrezco es de lo más justo.

Yo tendría catorce años. Era ya por aquel entonces un chaval bastante gamberro, así que me llamó la atención ver la cosa redonda negra comiéndose todas las hormigas de una colonia. Estaba ya en la boca del hormiguero, y seguramente que se hubiera incursionado en su interior y se hubiera zampado a la Hormiga Reina. Pero en fin, yo la recogí entre las palmas de las manos y la escudriñé, asombrado. Palpitaba. Era un ser vivo. Raro. Desconocido para mí. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas. A excepción del orificio. Por ahí se alimentaba, respiraba y excretaba sus necesidades al mismo tiempo. Vamos, que también hacia su caca, ja-ja.
Me la llevé metida en el bolsillo superior de mi camisa. Al llegar a casa, la puse a buen recaudo dentro de una caja vacía de zapatos, bajo el pie del armario ropero. En ningún momento se me ocurrió mostrársela a nadie. Ni siquiera a mis amiguitos del alma, ja-ja. La cosita era mi tesoro. Un secreto. Y así se mantendría para el resto de la vida, qué carajo.

Hemos cruzado por debajo de la entrada del aparcamiento de caravanas. Ahora tomaremos ese desvío a la derecha, y en cinco minutos estaremos en mi casita.

Aquella cosa me demostró que comía de todo lo que le daba: insectos, marisco deshidratado para los peces, pan duro, caramelos de menta, ja-ja. Y al poco fue creciendo como una esponja empapada. Recuerdo la tarde que capturé una lagartija y se la di. No dejó ni un cachito de la cola siquiera, la muy ladina. Finalmente la caja de zapatos se le hizo pequeña. Así que tuve que esconderla en un saco de arpillera. Llegado a este punto, la sacaba a pasear de noche.
En mi vecindario había animales callejeros. Ya se sabe: gatos, perros, algún hámster… El caso es que fueron desapareciendo hasta no quedar ninguno. Los vecinos pensaron que fue buena labor del servicio de recogida de animales abandonados del ayuntamiento. Mejor para nosotros dos, pensé, ja-ja, ¿a que sí, bolita negra?
Así estuve una temporada, con el saco a cuestas. Me hice mayor de edad y aquella extraordinaria criatura seguía conmigo, creciendo poco a poco de manera endemoniada. Me emancipé de los padres, y alojé a bolita negra en el maletero de mi coche, un viejo Chevy 230 de los 70. Yo me encargaba de salir de caza con mis cuerdas. No vean lo talentoso que soy en las inmovilizaciones de las presas que llevaba a la cosa preciosa que tenía en el maletero. De repente empezaron a echarse en falta algún mocoso de la barriada. Mala suerte. Estamos en una época donde nunca se les debería dejar solos, campando a sus anchas.

Perfecto, señores. Estacionemos aquí. Ahí está la casa rodante, ja-ja. Ya observarán que tiene un gran tamaño y…
¿Pero por qué huyen ustedes? ¡Vuelvan, por Dios!
En fin, no me queda otra que dispararles con la escopeta…

Será posible, bolita negra. Mira que estás volviéndote demasiado impaciente con la comida. Ya no sé dónde meterte para que no te descubran. Te has hecho tan ENORME, que ya no cabes en la caravana. No sé qué voy a hacer contigo.
Aquí te traigo uno de los elementos. Mientras lo digieres, voy a por el otro que está herido de muerte. No debe de andar muy lejos de aquí. Con simplemente seguir el rastro de sangre que está dejando…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La parte oscura de la inmortalidad (The dark side of immortality)

– ¡Eres grotesco! ¡De lo más risible! ¡Mírate en el espejo! Das lástima.
” MISERABLE.
– Di lo que quieras. El pacto me protege. Para toda la eternidad…, o casi.
– En eso tienes toda la razón. Quien cuida de ti es prácticamente intocable para mis deseos de muerte. Y tú eres uno de sus siervos. Perseguías la longevidad, y la has obtenido. Con ello me has eludido por un cierto tiempo, pero obtengo a cambio tus propios servicios.
– Bien sabes que si hago tal cosa, es por necesidad. Cuando esto acontece, entonces tú te aproximas como un buitre carroñero para propiciarte tu festín. ¡Cuánto detesto que te beneficies de ello, pero no puedo impedir que hagas tal cosa!
– ¡Ja! Si lo hicieras, te convertirías en polvo al instante. Y formarías parte de la NADA.

*****

Era su sino engañar al ser humano para continuar existiendo, si bien no lozano y juvenil en la prolongación milagrosa de su interminable vida, si orgulloso y vanidoso ante el continuo pasar de los días, semanas, meses, años y décadas sin que su deteriorado aspecto exterior tuviera que por ello reflejar lo saludable de los órganos vitales encajados en las entrañas de su caja torácica.
Atrás en el pasado quedaba el extraño pacto que firmó con maese Villegas en una taberna donde se reunía la hez de los seres más innobles de la ciudad. En una mesa arrinconada, alejada del bullicio y de los curiosos por verse rodeada por un cortinaje de tela espesa que impedía la transparencia de todo cuanto allí acontecía, ambos cimentaron una amistad basada en el interés mutuo.
– Sois una persona de buena posición social y económica, estimado don Carlos. Debo poneros en aviso del riesgo que corremos ambos si cualquiera llegase a conocer de las circunstancias que estamos pactando ahora aquí mismo – le dijo Villegas, con el rostro recubierto por finas venillas que pareciera delatar su afición por la bebida.
– Deseo poner en peligro mi propia dignidad, si con ello consigo la recompensa que me aseguráis poder obtener a cambio de una firma.
– Entonces subiros la manga. Es preciso utilizar vuestra propia sangre como la tinta con que ha de redactarse el contrato.
En ese instante, Villegas se mostró como tal era. Un parásito infernal que precisaba de un ayudante para seguir existiendo. Y a cambio de los logros de don Carlos, le haría partícipe de su secreto mejor guardado, el de la prolongación de la vida propia…

*****

Aquel hombre tenía treinta años. Su vitalidad era necesaria para los dos.
Estaba acorralado en los bajos del sótano, donde bajo engaños fue conducido por el dueño de la casa que había solicitado sus servicios como criado. Opuso una tenaz resistencia antes de ser inmovilizado a la pared por grilletes. Desde ahí contempló a sus dos horrendos captores, quienes se habían transformado en unos seres inimaginables de maldad infinita.
– ¡Liberadme! ¡No me hagáis daño! – suplicó con voz trémula y al borde del llanto.
Don Carlos se aproximó hasta situarse frente a él. Contempló irritado como aquel hombre despreciaba con asco su físico apergaminado. Arrimó los dedos de una mano a su mentón y lo forzó a mirarle a los ojos. Sus labios resecos chasquearon para hablarle:
– ¿Acaso te afliges al verme? No pienses que el asco que te dé mi físico me afecta sobremanera. Lo interesante es que tu propia energía, tu juventud, impregnará la duración de mi vida hasta una nueva fecha, en donde necesitaré otro espécimen como tú para perpetuar la longevidad de mi alma hasta…, cuando Dios quiera.
Si es que acaso Dios existe se mofó Villegas desde un rincón donde había retrasado sus pasos para ocultar su espantosa figura entre las penumbras.
Don Carlos situó las palmas de las manos sobre la frente sudorosa e inquieta del hombre inmovilizado.
– ¡No! ¡No lo hagáis!
En instantes, el semblante del hombre fue envejeciendo, al igual que todo su cuerpo, transmitiendo su vigor y fuerza a Don Carlos, a la vez que esa pérdida suponía el deterioro para el organismo de la víctima.
De los treinta, pasó a aparentar los cincuenta.
Segundos después ya se había convertido en un anciano debilitado, cercano a los noventa años.
Sus ojos cegados por las cataratas se removían en las cuencas, con el labio inferior de la boca temblando, dejando mostrar su boca desdentada.
– Hijos de perra… ¿Qué me habéis hecho?
Don Carlos se apartó de aquella ruina humana. Aunque en su aspecto externo no se apreciase ningún tipo de rejuvenecimiento, se sentía más liviano al haber ingerido la esencia de la vida. Se la había usurpado al joven, y no tenía ningún remordimiento por haberlo hecho. Lo llevaba haciendo tantas veces. Tantos años.
Miró a Villegas, oculto entre sombras.
– Ya tengo lo mío. Ahora puedes hacer con él lo que te plazca – dirigió su voz hacia él.
– Te tengo dicho que no los hagas envejecer tanto. A esa edad que me los dejas, la carne está dura y cuesta digerirla…
Villegas emergió de su escondite y con voracidad se fue cebando en el cuerpo del ahora anciano. Sus mandíbulas se abrían y cerraban con un frenesí salvaje, devorando las zonas más blandas del hombre, quien hubo de soportar parte del trance estando aún vivo…
Y cuando murió, un tercer visitante se sumó a tan macabro festejo.
– Veo que en esta ocasión habéis terminado más deprisa de lo habitual – dijo el recién llegado.
Villegas escupió sobre el suelo antes de ausentarse de manera precipitada.
– ¡No quiero verte! Nos citamos en otra ocasión, don Carlos – dijo en un graznido.
-Sois patéticos. Tú y tu amigo. Podéis vivir mil años, que no dejaréis de ser otra cosa – dijo el visitante.
Se puso a observar los restos de lo que había sido un ser vivo sano hasta hacía cosa de menos de media hora. Las yemas de los dedos recorrieron con el tacto ciertas partes del cadáver.
– Deja de recriminarnos nuestra condición. Vivimos y no morimos. De eso se trata. Y como siempre, sin que te tengas que esforzar nada, obtienes también lo que siempre andas buscando por cada rincón de la tierra.
– Por algo soy la Muerte, don Carlos.
Se incorporó de pie. Ataviado de negro. Su rostro blanquecino, carente de emociones.
– No dudes que terminarás acompañándome un día. Y otro tanto el insolente de Villegas.
“ Pero hasta que ese instante llegue, he de reconocer que agradezco vuestros hábitos que os permiten manteneros activos.
“ Mi trabajo es muy cansino, y conseguir anticipar el fin de la vida de algunos, me supone un gran alivio, para qué negarlo.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El rival (The opponent)

1.

“Lemon” Harley paseaba cansinamente por los suburbios de la ciudad. Eran las once y media de la noche del mes de noviembre. El frío era molesto. La humedad del ambiente, desagradable. La tristeza de la urbe, desalentadora. Y el motivo de su presencia por las calles abandonadas de transeúntes, su razón de ser.

“Lemon” era un hombre de cuarenta y cinco años. Su estatura era normal y no tenía sobrepeso. En su juventud se había cuidado, haciendo ejercicio y no dándole a la botella. Ahora fumaba en exceso. Casi tres paquetes diarios. Tosía a todas horas y escupía flemas viscosas y enfermizas como si fuera un tubo de escape de un coche de tercera mano.

Su apodo era debido a su carácter huraño y seco. No se relacionaba con nadie fuera del trabajo. Jamás tuvo novia, ni le había apetecido soñar con compartir su vida con otra persona. Vivía solo en un apartamento de una única habitación, con baño y cocina que hacía las veces de comedor. Cuarenta metros cuadrados de estancia rancia y envejecida por los casi cien años de existencia del inmueble. El casero era un polaco que le cobraba un alquiler de cuatrocientos dólares mensuales. Casi la mitad de los ingresos de su raquítico sueldo de taquillero del metro.

Aquella noche había tenido turno de dos a diez de la noche. Tras salir del mismo, había cenado en un restaurante chino. Repitió tres veces el aguardiente en modo de detalle final que ofrecía el camarero a los comensales al concluir la cena, antes de emprender el largo camino andando a casa. Tardaba casi tres cuartos de hora, y llegaría cerca de la medianoche. Le daba igual, no había quien le estuviera esperando…


2.

De una manera coloquial, la inmortalidad de Louis Armstrong fluía compartiendo voz y trompeta, canalizando su versión del tango El Choclo por el radiocasete del furgón. “Kiss of Fire”. Era su tema preferido antes de abordar al siguiente candidato. Le hacía extremar las precauciones pero al mismo tiempo le imbuía de un valor audaz a la hora de abordar las calles solitarias en busca de lo que se necesitaba.

El combate tendría lugar a las tres de la madrugada. No le quedaba mucho tiempo. En un principio, se decantaba por las callejuelas, los ojos de los puentes, las entradas a las estaciones del metro, los habitáculos interiores de los cajeros automáticos donde se refugiaban los vagabundos, pero tampoco dejaba pasar la ocasión si se le presentaba en forma de una figura que se le ocurriera salir a pasear por los rincones más recónditos, alejada de toda presencia testimonial que impidiera la facilidad de su captura…

Los acordes de aquella endemoniada trompeta… Dios… Estaba en trance.

De repente, vio una silueta encaminándose por la acera de la calle por donde transitaba su furgón. Era un varón de edad mediana. Aparentemente ebrio. Dirigió en un escorzo el vehículo hacia el bordillo, conduciendo con la mano izquierda, mientras la derecha recogía del asiento del lado el táser de impulsos eléctricos…

*****

A “Lemon”, la irrupción del furgón le pareció una escena cinematográfica de una película de Freddy Krueger, entre brumas y la caída de la lluvia fina. Se tuvo que apartar un metro del borde de la acera, creyendo que iba a ser atropellado, aferrándose con fuerza a la farola.
– ¡Gilipollas! ¿Está tonto o qué? – imprecó al conductor.
Quien estuviera dentro se trasladó con rapidez de un asiento delantero al otro, bajando la ventanilla.
“Lemon” Harley vio una mano apuntándole con una extraña arma.
– Qué…
Sintió una punzada de tremendo dolor al ser electrocutado por los impulsos del proyectil engarzado en su cuerpo, transmitiendo la descarga que le hizo desplomarse de manera súbita sobre el suelo…

3.

Una habitación de paredes compuestas por planchas metalizadas, de diez metros cuadrados. Desnuda de elementos decorativos. Adornada en cada esquina superior por cámaras de circuito cerrado. También había otra cenital, en el centro del techo. Y hacia la mitad de la pared del fondo, un reloj digital de grandes dimensiones, cuyo color de fondo era negro y los números blancos.

“Lemon” Harley fue conducido al interior de la estancia en contra de su voluntad, forzado por dos hombres vestidos de negro y con capuchas que simplemente mostraban los ojos y los labios a través de los orificios de las mismas.
– Entre sin resistirse – le dijo uno de ellos, que fue quien le había disparado con el táser.
– ¿Qué quieren? ¡Déjenme en paz! – replicó, visiblemente enfadado.
– Guarda tu mala leche para el combate – le avisó el otro hombre embozado.
– ¿Cómo?
“Lemon” fue encerrado en la habitación, abandonado a su suerte…

*****

– ¿Te costó mucho dar con la pieza?
– Bueno, estuve dudando entre un pobre desgraciado o por algo mejor. Este se me presentó y ya está.
” Coño. Espero que esta vez paguen más que la última vez.
– Ya sabes. Depende del tiempo que tarde en morir…

4.

Era un combate transmitido en directo a una serie de personas que estaban dispuestos a realizar importantes apuestas por el resultado final del mismo. Seres enfermizos y pudientes, que se divertían de esa manera, recibiendo las imágenes en sus ordenadores, teléfonos móviles, consolas con conexión a la red…

Las reglas eran simples.
Un exterminador.
Un contrincante.
Un cronómetro.
Determinar el tiempo exacto que duraría el combate.
Y todo ello porque el triunfador era claro.

5.

“Lemon” Harley vio la puerta abrirse. Lo pilló de espaldas a ella mientras contemplaba una de las cámaras ubicadas en las esquinas del fondo. Al volverse vio al guerrero.
Una bestia de casi metro noventa, cien kilos de peso, con musculatura creada a base de anabolizantes. Llevaba un chaleco de cuero gris oscuro tachonado con púas de acero, protección en los codos y rodillas y un casco de fútbol americano en la cabeza.
En sus manos portaba un garrote con clavos.
“Lemon” empezó a verlo todo con claridad. No iba a salir con vida de aquel lugar…

*****

El cronómetro se puso en marcha…
El combate fue desigual, como cabía esperarse.
Los dígitos se detuvieron en una cifra:
03:15:75
En esta ocasión no hubo acertantes por unas escasas centésimas.

*****

Cuando entraron para llevarse el cuerpo, su compañero le preguntó por la melodía que estaba tarareando entre dientes.
– Es un tango, tío. “Kiss of Fire”. No veas cómo lo interpretaba Louis Armstrong…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Agujeros de topo

Bueno, mientras el nuevo relato va siendo ultimado poco a poco, he decidido repescar una historia corta medianamente divertida. Ustedes, estimados lectores, dirimirán si con él consigo aglutinar sonrisas o reproches, je, je. Mientras le echan un vistazo, yo me cojo los palos de golf y me voy a jugar una partidita con Artola Quebrantahuesos. Es el día perfecto. Llueve a mansalva y los rayos que no cesan…

– Métalo en el coche – ordenó el sheriff Tanner a su ayudante.
– Como usted diga, señor. Venga para adentro, inútil – le hizo de agachar la cabeza al detenido para que pudiera entrar en la parte separada trasera del coche patrulla.
– Diantres. No tenga tanta prisa, que me desnuco – se quejó Samuels, con las manos inmovilizadas a la espalda por las esposas.
– A quejarse usted al bicharraco que le ha puesto al descubierto – agregó el ayudante, dándole un cachete en el pescuezo antes de cerrarle la puerta.
Samuels estaba desolado. Todo su plan para eliminar disimuladamente a la parienta se había ido al carajo por un imprevisto en forma de… topo.
Eleonor ni se había enterado del veneno depositado en el mosto de uva negra. Era algo más que un purgante. De tanto tener que ir al baño, se deshidrató y perdió fuerzas de tal manera que terminó por irse al otro barrio por una delgadez extrema en menos de veinticuatro horas. La parte primera había ido de maravilla. Ahora le correspondía el trabajo más desagradable, tronchar su anatomía en infinitas porciones para luego irlos enterrando en el huerto de lechugas. Una manita por aquí. Un piececito por allá. La cabeza más alejada del resto de su cuerpo cortadito a cachos. Era madrugada avanzada cuando culminó con su labor de hacer desaparecer el cadáver de Eleonor.
Eleonor la charlatana. Nunca callaba y tras veinticinco años de matrimonio le había convertido en un adicto a la aspirina.
Eleonor la criticona. Ella siempre odiaba la manera en que él intentaba ocultarse parte de la calvicie al extender los mechones más alargados por encima de la calva.
Eleonor y sus reproches hacia él como mal amante. Jamás tuvieron descendencia por su bajo nivel de espermatozoides.
Nada bueno sacaba su esposa de él, que, aunque tarde y a destiempo, decidió lo mejor era mandarla al cielo cuanto antes.
Creyendo que había hecho bien los deberes, Samuels se fue a la cama y durmió como un lirón.
Lo que menos esperaba era que a la mañana siguiente fuera despertado por los berridos aterrorizados de dos Testigos de Jehová. Estaban adentrándose por el camino que llevaba al pórtico de su casa, cuando a la altura del huerto vieron dos ojos, un pie y una oreja humana entre lechuga y lechuga.
Samuels no se lo podía creer.
– Si lo hice todo bien – gruñó a espaldas del ayudante del sheriff.
Este se había vuelto para observarle a través de los orificios de la mampara de hierro de separación.
– El principal sospechoso sigue alterado, ¿eh? – preguntó Tanner a su ayudante.
– Si. Esa idea suya de haber cavado en el huerto para ocultar los restos de su esposa es lo que peor se le había podido ocurrido hacer en plena actividad febril de los topos. No hacen más que crear túneles, y cuando dan con algo que se interpone en su construcción, forman un agujero de salida hacia la superficie para sacarlo al exterior.
“De esta manera es cómo más de una tercera parte de la pobre mujer volvió a quedar a la vista.
– Dichosos topos… – se lamentaba Samuels, golpeándose la espalda contra el respaldo del asiento trasero.
Si su mujer estuviera viva, también le criticaría lo malo que era ocultando el cuerpo del delito…

Asesinos ficticios: Maurice Unstable, el Ilusionista Sangriento

Hoy toca el segundo capítulo dentro de la exitosa saga de Asesinos Ficticios emitido en los años cuarenta por la cadena norteamericana XRZ TV Incorporation Of Vagos From Zululandia. Tan sólo quedan las grabaciones originales, las cuales pude adquirir en una puja reñida por la cadena online E-Vay al coste final de cinco céntimos de euro. Una vez restauradas por mi eficaz ayuda de cámara, Dominique, nos prestamos a visionar en la pantalla dispuesta en el saloncito de invitados inesperados el recordatorio gráfico de las penosas hazañas de Maurice Unstable. Espero que pasen un rato desagradable…

Asesinos ficticios.
Grandes pero desconocidos asesinos en serie norteamericanos.

Maurice Unstable nació en una fecha indeterminada del año 1889 en la granja familiar de los Appleville, en un rincón recóndito de la bendita California. Era una hacienda muy humilde, donde el cultivo de una determinada remolacha condujo a la familia a la ruina (un jardinero les vendió una gran partida de semillas procedentes de una variante de la lejana y exótica Mesopotamia, cosa que fue un timo a todas luces, valiéndose de los escasos conocimientos históricos y culturales del patriarca). Una vez embargadas las tierras y la casa, los Appleville se vieron en la obligación de ofrecer sus servicios al terrateniente Hutchinson, a cambio de cobijo y comida. Ello implicaba tener que trabajar de sol a sol en los campos de árboles frutales, sin descansos posibles ni para la merienda y mucho menos echarse una reconfortante siesta, hábitos arraigados en la familia. El joven Maurice, a pesar de su corta edad de tan sólo diez años, fue obligado a tener que cargar a sus espaldas con los capazos donde eran depositadas las manzanas y peras. Más o menos hasta casi veinte kilos cada vez, decenas de veces al día. Ello conllevaría a la larga, que aún a pesar de su estatura luego alcanzada en la edad adulta (metro ochenta y cinco), se le desarrollara una columna encorvada dándole el aspecto de un muelle encogido a punto del brinco. El muchacho nunca recibió educación escolar (ni siquiera la más elemental), y con el paso de los años, aparte del ingrato trabajo diario, en los escasos ratos libres de los que disfrutaba, fue aficionándose a las revistas por los dibujos en ellas reflejados de magos de las grandes ilusiones realizando números espectaculares que le dejaban siempre con la boca abierta. A veces algunos de sus amigos que sabían leer, se ofrecían a hacerle saber lo que venía escrito en los artículos que acompañaban a las imágenes. Y lo hacían exageradamente, enfatizando en que muchos de los trucos eran un puro fracaso, conociéndose casos en los cuales algún que otro mago se había equivocado al partir un voluntario por la mitad, dejándole trabajo extra al dueño de la funeraria más cercana.
Sin querer, estas tergiversaciones acabaron calando hondo en el nulo intelecto del muchacho.
A la edad de diecisiete años, y tras numerosas prácticas realizadas a escondidas con gorrines, perros y gatos vagabundos y una anaconda robada del Rincón de los Reptiles de la localidad cercana de Lomar, abandonó las fértiles tierras del hacendado Hutchinson a hurtadillas con ciertos instrumentos de carpintería que le iban a ser útiles en sus planes de labrarse una carrera profesional como Ilusionista.
Adquirió el nombre artístico de Maurice, El Inimitable. Pertrechado de varias sierras, tablas de madera fina con borde de cuchilla, serruchos oxidados y diversas hachas, se dirigió el 17 de septiembre de 1906 a la pequeña ciudad de Gloria al Padre. Todos los habitantes eran muy religiosos, y estaban influenciados por el carisma conservador y autoritario del párroco Stewart Hen. Este tenía 80 años cuando asistió a la actuación improvisada del artista en la plaza principal. Maurice debió de estar muy convincente en su alocución a la hora de solicitar un voluntario para el gran truco del serrucho herrumbroso, logrando convencer al señor Stewart para que se tumbara encima de una mesa. Acto seguido le hizo de alargar las piernas y los brazos, sujetándoselos a la tabla con cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Según testimonios de los testigos que presenciaron su primera actuación como ilusionista, Maurice le preguntó al párroco si se encontraba cómodo. A la respuesta negativa del anciano, le colocó un trapo a modo de mordaza en la boca y sin más se puso a partirle por la mitad con un terrible serrucho con los dientes torcidos. La gente se quedó paralizada por el terror conforme el artista dividía a su querido párroco como si fuera una barra de pan. Cuando terminó de separarle las piernas del abdomen, con el señor Stewart descansando en paz en contra de su voluntad inicial, alzó la sierra y comentó lo bien que había salido el truco. No tardó en apreciar la indignación perfilada en los rostros de los feligreses del Ministro del Señor dividido en dos piezas sangrantes, así que hubo de dejar todas las herramientas en el lugar de los hechos para así huir dando grandes zancadas, evitando ser linchado y con ello ver su carrera artística finiquitada en una única y memorable actuación.
A raíz de este asesinato público a sangre fría, Maurice Unstable se vio forzado a cambiar su nombre estelar del Inimitable, por el más prosaico del Ilusionista Sangriento.
Desde la muerte del reverendo Stewart Hen, se sucedieron más actuaciones de Maurice. Tenían lugar en pueblos pequeños y apartados. Todas las víctimas era gente voluntaria que se prestaba a formar parte de sus esperados trucos de magia de escena, sin saber que en ello les iba la muerte más atroz y dolorosa. Entre 1906 y 1910, donde se celebró su última actuación sangrienta conocida, Maurice Unstable asesinó a quince personas, todas ellas varones, en catorce localidades distintas. En sus variadas performances, recurrió a decapitaciones con el uso de hachas y espadas, amputaciones a gran escala con hojas afiladas inmovilizando a la víctima en una caja con orificios para los pies, las manos y la cabeza, y destripamiento con empleo de los consabidos serruchos oxidados. Como todas sus actuaciones terminaban en un puro fracaso, con la muchedumbre asistiendo atónita a su carnicería antes de poder reaccionar y prenderle al instante, Maurice emprendía la fuga, o bien a la carrera (a pesar de su estatura, estaba muy delgado y tenía buenas piernas), o bien robando un caballo o una carreta, dejando atrás sus artilugios, motivo por el cual había un lapso de semanas o meses entre actuación y actuación, hasta que pudiera reunir nuevos instrumentos y crear nuevos artefactos donde poder inmovilizar a los próximos voluntarios del Ilusionista Sangriento.
Desde su último número en abril de 1910, donde aserró la cabeza del alcalde de Rinconcito Amado, en Nuevo México, Maurice Unstable dejó de matar, sin que se llegara nunca a descubrir su paradero.
De este modo, dejó un legado que poco a poco fue quedando en el olvido, pudiendo afirmarse que a pesar de sus esfuerzos por pasar a la fama, el Ilusionista Sangriento simplemente tuvo un pequeño momento de gloria en una zona en concreto de los Estados Unidos, para luego quedar en el anonimato más absoluto superado por otros asesinos seriales muchos más modernos.

Resumen de las hazañas criminales del asesino en serie Maurice Unstable, “El Ilusionista Sangriento”.

17 Sep. 1906, en Gloria al Padre, parte por la mitad al reverendo Stewart Hen, de 80 años.

25 Nov. 1906, en Río Chico, atraviesa a sablazos a Peter O´Moore, de 47 años, carpintero y viudo.

31 Dic. 1906, en Big Throat, decapita a Lionel Goose, de 15 años, y destripa a Benjamin Goose, de 13, ambos hermanos, hijos del sheriff local.

28 Feb. 1907, en Center Town, muere desangrado por amputación de piernas y brazos, Leopold Level, de 55 años, de profesión sastre, casado y con diez hijos.

8 mayo 1907, en Chihuahua Beach, atraviesa a sablazos a Martin Bud, de 71 años, militar retirado.

15 agosto 1907, en Green Leaves, divide por la mitad con un serrucho a David Isovechic, de 65 años, barrendero en su último año antes de la jubilación.

1 Nov. 1907, en Eternity City, decapita a Lucas Tutor, de 31 años, maestro de escuela.

7 marzo 1908, en Uptown, divide en tres partes de manera permanente a Otis Brown, de 44 años, de profesión bombero voluntario del pueblo.

23 Julio 1908, en Hillman, quema vivo antes de ser atravesado por una docena de espadas a Anthony Gross, de 27 años, dentista y recaudador de impuestos.

13 Oct. 1908, en Tree Junction, destripa a John Fatso, de 91 años, fundador de la localidad en la fiebre del Oro.

3 enero 1909, en Ringing Bell, asierra por la mitad y luego desmiembra a Ludovic Stella, de 36 años, banquero y miembro masón del Estandarte Dorado.

16 Sep. 1909, en Eturia, atraviesa con tres docenas de sables a Bobby Jo Junior, de 29 años, vividor y mujeriego sin oficio conocido.

2 Dic. 1909, en Happy Corner, decapita a Rutherford Dandy, de 54 años, dueño del casino más popular de la región.

28 abril 1910, en Rinconcito Amado, insertó dos estacas, uno en cada cavidad ocular, para seguidamente separarle la cabeza, al alcalde Cliff Border, de 63 años.

El peso de la conciencia

Hoy estoy feliz. En mi celda de castigo habilitado en las mazmorras tengo un prisonero que se merece los mayores tormentos. Hizo una cosa mala en el pasado. Me juramenta que toda la culpa procede de un conocido suyo, que por cierto, está purgando penas en el potro. Nunca dejaré de estar agradecido a Susan. Una chica maja, bondadosa e inocente. Pero que cuando tiene que salirse con la suya, lo consigue. Lástima que ya haya cumplido con su labor. La voy a echar de menos. Y no digamos nada, mi fiel lacayo Dominique, que estaba por ella hasta los huesos…
Ahora os narro su historia.

Martin estaba sentado en el borde de la cama de su dormitorio. Tenía la cabeza gacha, sostenida entre las manos, observando sus propios muslos. Vestía ropa interior de una semana. Estaba descalzo. Cansado. Desnutrido. Bebía pocos líquidos y se alimentaba precariamente de comida enlatada, sin desayunar ni cenar. Había adelgazado ocho kilos en diez días. Sus ilusiones estaban muertas.
– Martin. Comprendo que llevas una mala racha – le dijo la muchacha.
Era una chica de no más de veinte años. Muy linda. Larga cabellera castaña, de pelo alisado sobre los hombros. Esbelta y de tez ligeramente pálida. Sus ojos eran azules celestes. Muy grandes. Le observaban desde el quicio de la puerta. De pie. Luciendo un camisón largo hasta las rodillas. Estaba igualmente descalza.
Martin se volvió hacia ella.
Dios, que hermosa se le mostraba.
Y a la vez cuan incómoda resultaba su presencia allí.
– Déjame. No tengo ganas de verte – le dijo, tajante.
– Tienes que decidirte, Martin.
“Hace mes y medio fue tu padre.

Fue rápido. Un cáncer de estómago que lo condujo a la fase terminal en menos de quince días. Se quejaba de fuertes ardores en las últimas semanas. Hasta entonces había estado fuerte como un roble. Por eso no se les ocurrió llevarle a que le hicieran una analítica. Cuando súbitamente empezó con los vómitos densos y oscuros, fue ingresado en la clínica, donde la realización de una exploración por el TAC dio el resultado del avance de varios nódulos cancerígenos con metástasis derivados desde el original en el estómago, hacia el hígado, esófago y riñón derecho. Estaba viudo. De hecho, su padre sólo disfrutó de cinco años de matrimonio con su madre. Martin tenía tres años cuando ella murió también de cáncer. Ser hijo único requería una sólida relación de cariño y amor hacia su padre. Por eso lo inesperado de su enfermedad empezó socavando los cimientos sobre los cuales se sustentaba el frágil equilibrio de su estado mental.

– No necesitas recordármelo – insistió Martin a la joven.
– Tienes razón. No mencionaré más la muerte de tu padre. Entiendo que tardes en asimilar tanto dolor. Encima luego llegó el accidente de Paul. Hace dos semanas. Es tan reciente.

Paul era el hermano de su novia Clara. Se llevaban de fábula. Enseguida se hicieron buenos amigos. Martin estaba por asegurar que era su único gran amigo. Como si fuera un hermano mayor. Sincero, honesto y siempre dispuesto a echarle una mano cuando hiciera falta. Para Martin resultó un fuerte mazazo enterarse que Paul había tenido un percance en el trabajo. La voz de Clara al teléfono era temblorosa y desalentadora. Paul trabajaba de encargado en una constructora. El operario de una grúa tuvo un despiste y al girar la pluma, casi le dio a Paul. Este estaba en un tercer nivel de la obra, y al intentar esquivar el golpe, perdió el equilibrio, precipitándose al vacío y muriendo en el acto. A raíz de esa terrible pérdida, Clara se volvió esquiva. A la semana del funeral, le comunicó a Martin que lo mejor era romper la relación que mantenían. Un dolor unido a otro dolor.

– En poco más de seis semanas has perdido a las únicas tres personas que te entendían y te querían. Eso tiene que ser muy duro para ti – continuó hablándole la joven sin moverse de su sitio.
– No sigas. Vete. Necesito estar sólo.
– Martin. Hay veces que lo mejor es asumir lo que nos marca el destino.
Se llevó las manos a los ojos. Los tenía pesados. Al borde del llanto.
– Admítelo, Martin. Tus seres más queridos te han abandonado. Ahora estás completamente sólo. Sin amigos. Sin familiares directos. Sin relaciones afectivas.
– Basta.
– Ayer te llamaron del trabajo, Martin.
– ¿Cómo es que sabes eso? – la miró con las lágrimas desbordándole el rostro.
– Yo me entero de las cosas más insignificantes, Martin. Quien te llamó era tu jefe. Llevas cinco días seguidos ausentándote del trabajo de manera injustificada. Motivo suficiente para comunicarte tu despido. Ahora estás sin ingresos, Martin.
– Me estás haciendo la vida imposible.
– Simplemente reclamo lo mío, Martin.

Se llamaba Susan. Era una chica universitaria procedente de Ottawa. Tenía una beca para estudiar en los Estados Unidos. El hermano de Clara se fijó en ella en un partido de fútbol americano donde jugaba el equipo universitario. La estudiante era una de las animadoras. Con la euforia de la victoria, muchos lo celebraron yendo de ronda de bares. En un local, la chica coincidió con Paul y Martin. Ambos ya llevaban varias rondas de cervezas y estaban por consiguiente, lo suficientemente bebidos como para animarse ante la visión del hermoso físico de Susan. Paul la invitó a una copa y estuvieron hablando un poco de cosas fútiles. Después de ganarse su confianza, se ofreció a llevarla de vuelta al campus en su coche. Susan agradeció el detalle y los acompañó convencida de que al ser dos personas tan populares en el bar donde habían estado bebiendo estaría segura en su compañía. Martin ejerció de conductor, mientras Paul se sentó en la parte de atrás con Susan. Al poco de abandonar las calles principales de la localidad, Paul empezó a mostrar su fogosidad. La chica le pidió que se mantuviera quieto. Martin les preguntó si todo iba bien, a lo que Paul le indicó que condujera hasta salir de la ciudad. Susan vio entonces que la situación se estaba volviendo desagradable, y les rogó que pararan para dejarla bajar del coche. Paul se echó a reír como un loco y comenzó a abofetearla con fuerza, dejándola medio aturdida por los golpes. Martin estaba nervioso al volante, y en una curva perdió el control, dando el vehículo una vuelta de campana. Cuando recuperó la conciencia, vio a Paul llamándole desde fuera. Este se encontraba agachado, pues el vehículo estaba volcado.
– ¡Deprisa! ¡Sal! Está perdiendo combustible. Puede arder en cualquier momento – le urgió Paul, destrozando el cristal de la ventanilla a puntapiés.
– Dios.
Se soltó el cinturón de seguridad como pudo y con la ayuda de su amigo, logró salir a duras penas por el hueco de la ventanilla. Paul lo ayudó a incorporarse de pie, y pasándole un brazo por el hombro, lo hizo de abandonar las cercanías del coche.
– ¿Y la chica? ¿Dónde está ella? – preguntó Martin mientras avanzaban a marchas forzadas.
– En el coche – le contestó someramente Paul.
Justo en ese instante, sintieron la explosión del automóvil a sus espaldas, cayendo ambos de bruces sobre la hierba de la cuneta.

Martin se levantó de la cama. Quiso eludir la mirada de la chica.
Esta no se apartaba del hueco de la puerta.
– ¿No he tenido ya suficiente castigo? He perdido a mi padre, a mi mejor amigo y a mi novia.
” Me he quedado sin trabajo. Estoy sin fuerzas.
– Sin ganas de vivir. Dilo, Martin.
– No.
– No pararé hasta que me hagas justicia, Martin.
– Yo no quise hacerte daño. Fue Paul…
– Fuisteis los dos. Las intenciones de Paul eran dañinas. Y una vez que se hubiera propasado conmigo, tú harías lo propio. No te escudes en el accidente. Eso es secundario. Lo uno no evitó lo otro.
– Susan.
– Morí por vuestra culpa.
“Pero aún no he recorrido el camino que me libere del dolor. Necesito descansar en paz, Martin. Y hasta que tú no repares mi aflicción, las cosas no cambiarán.
Martin se puso a mesarse los cabellos, mirándola al borde de la locura.
– Las cosas no pueden ir a peor, Susan.
– Sí que pueden, Martin.
– ¿Cómo? Dímelo, por Dios.
– Aún no puedes superar tu separación con Clara. La quieres. La deseas. Harías cualquier cosa por ella.
– Eso es cierto.
– Y aunque ella ya no quiera saber nada de ti, Martin, su muerte te afligiría por completo.
– No.
– Primero tu padre. Luego tu mejor amigo. Después Clara.
“Dos están muertos, Martin. Me falta un tercero. Y eres tú el que tiene que decidir quién ocupará ese lugar para que yo pueda ver la luz que ilumine mi camino al otro lado de la vida.

Eran las tres de la tarde de un sábado. El vecino de al lado escuchó un disparo procedente del interior del piso de Martin. No tardó en notificar el hecho a la policía. Cuando llegaron los primeros agentes, y una vez abierta la puerta por el casero, encontraron el cuerpo sin vida del inquilino tumbado en el suelo. Acababa de pegarse un tiro. Su rostro era todo sufrimiento.
Como si algo que remordiera su conciencia le hubiera impulsado en dar término a su propia vida.