El compañero de piso que daba mala suerte al resto.

Bartolo Cuajones era gafe. Sus cualidades negativas eran indudables. Nunca supe cómo nos engatusó en la entrevista previa que Antonio y yo le hicimos como futuro compañero de piso. El caso es que superó la prueba. Era un tío joven y en principio serio. Sin vicios más allá de las juergas, pero sanas, sin probar cosas peligrosillas como las drogas y cualquier otro tipo de estimulante cerebral.

Nosotros dos somos solteros. Emancipados de casa y viviendo como adultos hechos y derechos, con trabajito  de setecientos euros. Antonio trabaja en un local de comida rápida y yo de conserje en un centro comercial. Vaya guasa que tiene el asunto. El alquiler de la habitación y los gastos en luz, agua y gas compartido nos dejaba a dos velas, razón por la cual tuvimos que buscar una tercera persona para recortar los gastos y así poder llegar a fin de mes con cincuenta euros mal ahorrados.
En fin. Finalmente decir que Antonio está estudiando para vigilante de seguridad, mientras yo soy un perezoso de la leche. Me veo de conserje toda la vida, con los setecientos euros adornando el interior de mi cartera de piel de becerro.
A lo que iba. El nuevo compañero, Bartolo Cuajones, tenía casi los treinta y nos dijo que curraba de noche en los fines de semana en los bares más movidos del centro de la ciudad. Vamos. Que el resto de la semana no hacía nada. Aunque no hacía el zángano por el piso. Solía estar ausente de día. Vete a saber lo que hacía.
Empecemos con los motivos del sambenito finalmente adjudicado al chaval.
A los pocos días de residir en el apartamento, está Antonio sacando del horno un pedazo empanada gallega prefabricada en todo su punto de cocción. Sale de la cocina para exhibirla, se tropieza con un pie del Bartolo y se nos va la empanada por la ventana abierta, aterrizando sobre la capota de un coche del vecino del tercero dejándolo bastante perdidito.
Menudas risas. Encima va el Bartolo y argumenta que la masa estaba dura, así que agarró la jarra de cristal y vació un litro de agua sobre los restos, dejando el vehículo más guarro que la nariz de un chucho vagabundo.
– Mira que tienes mala pata, tropezarte con la pezuña del Bartolo – le dije luego a mi colega.
– No sé. Tiene un no sé qué que me escama. Espero que no sea gafe – soltó Antonio con una medio sonrisilla de cabroncete.
Transcurrieron los días. Antonio repartía bofia en el restaurante de medio pelo donde curraba y  yo me limitaba a sonreír y a atender a la clientela simpaticona del centro comercial, con mi traje y mi corbata, otorgándome la imagen de un ejecutivo estresado al borde del suicidio.
El muchachete Bartolo iba a su aire. Llegábamos a casa, y no nos lo encontrábamos hasta las siete o las ocho de la tarde. Vamos, que el resto del día estaba más ausente que un mocosete haciendo novillos en el día de su examen de física cuántica.
Recuerdo que por esa fecha tuvimos una conversación acerca del mobiliario del piso. Antonio estaba encantado para el precio que pagábamos. Sobre todo presumía de su cama. Dormía a pata suelta buena cosa sin tener que recurrir a pastillas ni nada por el estilo. Ahí estábamos los tres en su dormitorio, contemplando su área de descanso, cuando Bartolo incidió en la firmeza del colchón y la buena madera con que estaba tallada la dichosa cama.
De ahí fuimos a ver el fútbol antes de recargar energías para el día siguiente.
Pues bien, a eso de las tres de la madrugada se escuchó un ruido tremendo procedente de la habitación de Antonio. Seguido de varios respingos.
Acudí junto con Bartolo a ver qué demontre pasaba, y vimos a nuestro compañero sentado en el suelo, con la cama tronchada por la mitad, el somier partido, la cabecera apoyada contra el escritorio y el colchón reventado con los muelles al aire, como si un tiranosaurio salvaje hubiera pasado por ahí confundiendo la cama con un becerro bien cebado.
– ¡Antonio! ¡Qué ha pasado! ¡Qué desastre! ¿Ya estás bien, niño? – le dije, muy preocupado.
Bartolo observaba el estropicio guardando un silencio muy respetable.
Antonio se llevó las manos a los pelos. Me miró con la estupefacción de ver que nuestro Osasuna ganaba en el Bernabéu por siete a cero.
– Yo… Esto… Soñaba con Sonia… Lo rica que está cuando se agacha para barrer el suelo del comedor, con la minifalda naranja… De repente escucho un “croc”, seguido de tres “poing, poing”, más un “catacroc”, y aquí me ves, que me despierto en medio de la batalla de las Termopilas. Mi pobre cama. Con lo robusta que parecía. ¡Y el colchón estaba en buen estado, jolines! ¡No entiendo lo que ha podido pasar!
– Seguro que te acaloraste en el sueño, y diste algún que otro empujón, chaval.- musitó Bartolo.
Esto me hizo de reír, pero Antonio estaba bastante mosqueado.
Al día siguiente mi amigo tuvo que pedir un anticipo a su empresa para adquirir un colchón nuevo, mientras sus padres le mandaban una cama desmontada, que es la que tenía en el cuarto de su propia casa cuando vivía a papo de rey.
Cuando terminamos entre los dos de montarle la cama, nos tomamos unas cervezas frente a la tele.
Antonio me miró un rato para al final confesar:
– Ese capullo trae mala suerte.
– Cómo dices.
– El Bartolo. Es gafe. Primero la empanada tan exquisita y ahora la cama tan resistente. Sin contar con la locura del destripamiento del colchón.
– Pudo haber intervenido un ente paranormal de esos.
– Nada, tío. Como siga esto así, habrá que buscarse nuevo compañero de piso.
– ¡Hala! Vas muy lejos, tío. ¡Ni que se nos hubiera caído la casa encima!
Dejamos la discusión por el momento.
Bartolo continuó viviendo con nosotros, pagando su parte del alquiler. No tenía ningún problema en hacerlo. Al revés que Antonio y quien les habla, que teníamos que recurrir a los dichosos anticipos.
Discurrieron unos diez días de lo de la cama, cuando nos tocó el turno de la limpieza de las escaleras y del portal. Bartolo se ofreció muy orgulloso. Antonio quiso ayudarle con los cristales, y justo en ese momento bajaba la vecina del octavo derecha. Una señora de unos cien kilos y con una mala uva muy destacable. El caso es que se deslizó por el suelo recién fregado del portal, con la mala fortuna de caer encima de Antonio, al que pilló desprevenido.
– ¡Socorro! ¡Quítenme a esta gorda de encima! – suplicaba, luchando por no morir asfixiado bajo el peso de la vecina.
Bartolo vino a alertarme de la situación, y entre los dos y el abuelete de noventa años del primero izquierda, conseguimos apartarla medio rodando por el suelo para que Antonio saliera del apuro.
Nada más fijarse sus ojos en Bartolo, se puso a gritar como un loco.
– ¡Idiota! Has puesto cera en el agua en vez de lejía.
– Huy. Vaya. Es que a veces tengo cada cosa…- le contestó Bartolo riendo a lo tonto.
Afortunadamente la vecina se recuperó del golpe y no nos denunció por negligencia en las labores de limpieza.
Cada vez Antonio estaba más convencido del mal fario de nuestro compañero de piso.
– Ya te digo que es gafe, jolines.
– Bueno. Han pasado unas cosas raras en muy poco tiempo.
– ¡Si! ¡Y siempre me ha tocado a mí sufrirlas! ¡Y desde que está él aquí con nosotros!
– Bueno, ya sabes. Esto de compartir piso es como la lotería. Que esté una temporadita más, y si ocurre algo más insólito, pues ponemos un anuncio en la prensa para encontrar otro que pueda pagar la renta.
El caso es que el tal Bartolo me caía bastante bien. Así que aprovechando una tarde que Antonio trabajaba a turno partido, mientras preparaba la cena, le puse al tanto de las creencias supersticiosas de mi amigo.
Bartolo se rió con la fuerza de un mono loco.
Hasta me pegó unas buenas palmadas en la espalda.
– ¡Se lo ha creído! ¡Qué bueno!
Yo lo miraba muy extrañado. En ese momento más pudiera pasar por un tío chiflado que por un tío que transmitiera mala suerte a quienes le rodean.
– Deja que te explique todo, soy Bartolo Cuajones en la vida normal, pero en mi faceta artística soy “El Gran Ridauro”. Soy mago ilusionista y también hago bromas a los clientes en los locales nocturnos donde realizo mis actuaciones.
“Efectivamente, me he estado divirtiendo un poco con tu amigo. Lo de la empanada fue un tropezón hecho a propósito, aunque no salió del todo bien, pues mi intención fue la de que Antonio saliera precipitado por la ventana y no la cena.
“Lo del colchón y la cama fue preparado cuando ninguno de los dos estabais en el piso. Utilicé un serrucho y el cuchillo jamonero. Aunque mis deseos es que Antonio hubiera acabado sepultado bajo los restos de la cama más dolorido que nunca en toda su joven vida.
“Lo del friegasuelos salió todo bien. Lo que me extrañó es que Antonio no se lastimara con la caída de esa mole humana sobre su espalda.
– Pero… Tus intenciones han sido de lo más malvadas.
– Bueno. Las bromas pesadas, son eso, bromas pesadas.
Aquella confesión me alteró visiblemente. Bartolo no era un gafe. Era un cabronazo, que con tal de divertirse a costa de los demás, no le importaba si pudiera ocasionar daño a las personas objeto de sus bromas.
– Se te acabó la diversión, Bartolo. Vete recogiendo tus cosas y largándote del piso. Eres todo menos un buen compañero. Si se entera de esto Antonio, es capaz de matarte.
En ese instante se abrió la puerta de la entrada. Era Antonio. Llegaba muy temprano para el turno que tenía por la tarde.
Su cara era todo un poema. Me miró con amargura. Desde la entrada, podía observar parte del perfil de Bartolo quieto de pie en el salón.
– Antonio, tengo que comentarte algo acerca de Bartolo – le empecé a decir.
Antonio no me hizo caso y se dirigió hacia la salita.
Cuando llegó allí se precipitó sobre Bartolo con violencia. Era un abrazo de lo más anormal. Me aproximé al instante, y vi la sangre manchando la ropa de ambos y goteando hacia el suelo.
Antonio dejó de abrazar a Bartolo, quien no tardó en caer desplomado, muerto por la acción del cuchillo que empuñaba mi amigo.
Este se me volvió con la desesperación en el rostro sudoroso.
– Ya te dije que este cabrón era un puto gafe. Mi jefe me ha despedido y justo cuando salía del local, mi hermana me ha llamado al móvil dándome la noticia de que han muerto mis padres en un accidente de tráfico.


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