Medianoche de las Bromas Pesadas e Inhumanas… (Episodio Segundo). ¡Jua! ¡Jua! ¡Jua!

Tras la primera bromita inocentona gastada a Croqueta Andarina, ahora toca disfrutar de una nueva sesión de gamberrismo elevado al cubo. Acomódense en sus butacas y sofás con sus palomitas de maíz y unas cuantas cocas colas bajas en calorías. Porque – ¡tarí-tará! – corresponde pasarlo en grande presenciando las desventuras de la segunda víctima escogida para este show de entretenimiento lúdico festivo de la medianoche…

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Medianoche de las Bromas Pesadas e Inhumanas… (Episodio Primero). ¡Jua! ¡Jua! ¡Jua!

Estamos en Escritos de Pesadilla. Un lugar terrible, donde a veces nos dedicamos a gastar alguna que otra bromita a los compis. Eso si, no nos contentamos con una gracia cualquiera…



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¡Bogus Bogus gastándole una broma infame y malvada a un actor de cine de relumbrón regional!

Bogus Bogus es un cocinero espantosamente repulsivo para el paladar más exigente. Pero también es un bromista de matrícula de honor Cum Laude. Aquí teneis una demostración de su grotesco sentido del humor.



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Cómo incentivar a un pacífico hipopótamo robado del zoológico a cometer una masacre en plena plaza pública.

Después de la bromita hecha a los dos primos de Pechuga con la falsa exhibición de la película de los “300”, servidor se encontraba algo achispado por el litro de sangría ingerido. Me sentía en una nube. Hacía mucho tiempo que no cometía una tropelía terrible. Yo, que por algo me llamo Robert, “El Maléfico”. Así que urdí por mi cuenta un plan de lo más maquiavélico. En realidad era bastante sencillo de llevar a cabo. Tenía que acceder a la jaula del hipopótamo, que estaba encerrado injustamente en el zoo y conducirlo con mesura hacia la cercanía de la plaza pública del pueblo. Era buena hora. Casi las doce del mediodía. La plaza estaba muy transitada. Hacía buena temperatura, los políticos estaban de mitin, los trabajadores manifestándose en huelga y el resto parecía ir a su bola.
Así que puse el hierro de marcar ganado bravo al fuego, hasta que se pusiera al rojo vivo. Una sonrisa terrible afloraba a mi rostro cadavérico, mientras el hipopótamo me ofrecía sus cuartos traseros con toda la inocencia del mundo, ignorando el tremendo dolor que estaba a punto de padecer, je, je.

Una vez el hierro candente, me precipité dentro de un barril de cerveza, dejándome asomar lo justo para marcarle el trasero al hipopótamo. Consumada la gamberrada, podría ocultarme con facilidad, a la vez que el enfurecido animal saldría propulsado derechito hacia la plaza principal del pueblo. Así que eso es lo que hice, dejarle al pobre bicho marcado con la E de Escritos.
Lo que sucedió a continuación fue de lo más atroz y sangriento jamás acontecido en la localidad de Buena Suerte La Grande, que así se llama el lugar a donde me dirigí para realizar semejante trastada.
Con mi teléfono móvil de última generación conseguí inmortalizar el desastre ocasionado por la ira descontrolada del hipopótamo. Para muestra, las tres fotos que dejo para el final del reportaje, je, je. Y por cierto, no tengo ningún remordimiento por lo hecho. Es más, los habitantes del pueblo deberían de estar agradecidos por haber aparecido en los telediarios de medio mundo. JA, JA, JA.


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El compañero de piso que daba mala suerte al resto.

Bartolo Cuajones era gafe. Sus cualidades negativas eran indudables. Nunca supe cómo nos engatusó en la entrevista previa que Antonio y yo le hicimos como futuro compañero de piso. El caso es que superó la prueba. Era un tío joven y en principio serio. Sin vicios más allá de las juergas, pero sanas, sin probar cosas peligrosillas como las drogas y cualquier otro tipo de estimulante cerebral.

Nosotros dos somos solteros. Emancipados de casa y viviendo como adultos hechos y derechos, con trabajito  de setecientos euros. Antonio trabaja en un local de comida rápida y yo de conserje en un centro comercial. Vaya guasa que tiene el asunto. El alquiler de la habitación y los gastos en luz, agua y gas compartido nos dejaba a dos velas, razón por la cual tuvimos que buscar una tercera persona para recortar los gastos y así poder llegar a fin de mes con cincuenta euros mal ahorrados.
En fin. Finalmente decir que Antonio está estudiando para vigilante de seguridad, mientras yo soy un perezoso de la leche. Me veo de conserje toda la vida, con los setecientos euros adornando el interior de mi cartera de piel de becerro.
A lo que iba. El nuevo compañero, Bartolo Cuajones, tenía casi los treinta y nos dijo que curraba de noche en los fines de semana en los bares más movidos del centro de la ciudad. Vamos. Que el resto de la semana no hacía nada. Aunque no hacía el zángano por el piso. Solía estar ausente de día. Vete a saber lo que hacía.
Empecemos con los motivos del sambenito finalmente adjudicado al chaval.
A los pocos días de residir en el apartamento, está Antonio sacando del horno un pedazo empanada gallega prefabricada en todo su punto de cocción. Sale de la cocina para exhibirla, se tropieza con un pie del Bartolo y se nos va la empanada por la ventana abierta, aterrizando sobre la capota de un coche del vecino del tercero dejándolo bastante perdidito.
Menudas risas. Encima va el Bartolo y argumenta que la masa estaba dura, así que agarró la jarra de cristal y vació un litro de agua sobre los restos, dejando el vehículo más guarro que la nariz de un chucho vagabundo.
– Mira que tienes mala pata, tropezarte con la pezuña del Bartolo – le dije luego a mi colega.
– No sé. Tiene un no sé qué que me escama. Espero que no sea gafe – soltó Antonio con una medio sonrisilla de cabroncete.
Transcurrieron los días. Antonio repartía bofia en el restaurante de medio pelo donde curraba y  yo me limitaba a sonreír y a atender a la clientela simpaticona del centro comercial, con mi traje y mi corbata, otorgándome la imagen de un ejecutivo estresado al borde del suicidio.
El muchachete Bartolo iba a su aire. Llegábamos a casa, y no nos lo encontrábamos hasta las siete o las ocho de la tarde. Vamos, que el resto del día estaba más ausente que un mocosete haciendo novillos en el día de su examen de física cuántica.
Recuerdo que por esa fecha tuvimos una conversación acerca del mobiliario del piso. Antonio estaba encantado para el precio que pagábamos. Sobre todo presumía de su cama. Dormía a pata suelta buena cosa sin tener que recurrir a pastillas ni nada por el estilo. Ahí estábamos los tres en su dormitorio, contemplando su área de descanso, cuando Bartolo incidió en la firmeza del colchón y la buena madera con que estaba tallada la dichosa cama.
De ahí fuimos a ver el fútbol antes de recargar energías para el día siguiente.
Pues bien, a eso de las tres de la madrugada se escuchó un ruido tremendo procedente de la habitación de Antonio. Seguido de varios respingos.
Acudí junto con Bartolo a ver qué demontre pasaba, y vimos a nuestro compañero sentado en el suelo, con la cama tronchada por la mitad, el somier partido, la cabecera apoyada contra el escritorio y el colchón reventado con los muelles al aire, como si un tiranosaurio salvaje hubiera pasado por ahí confundiendo la cama con un becerro bien cebado.
– ¡Antonio! ¡Qué ha pasado! ¡Qué desastre! ¿Ya estás bien, niño? – le dije, muy preocupado.
Bartolo observaba el estropicio guardando un silencio muy respetable.
Antonio se llevó las manos a los pelos. Me miró con la estupefacción de ver que nuestro Osasuna ganaba en el Bernabéu por siete a cero.
– Yo… Esto… Soñaba con Sonia… Lo rica que está cuando se agacha para barrer el suelo del comedor, con la minifalda naranja… De repente escucho un “croc”, seguido de tres “poing, poing”, más un “catacroc”, y aquí me ves, que me despierto en medio de la batalla de las Termopilas. Mi pobre cama. Con lo robusta que parecía. ¡Y el colchón estaba en buen estado, jolines! ¡No entiendo lo que ha podido pasar!
– Seguro que te acaloraste en el sueño, y diste algún que otro empujón, chaval.- musitó Bartolo.
Esto me hizo de reír, pero Antonio estaba bastante mosqueado.
Al día siguiente mi amigo tuvo que pedir un anticipo a su empresa para adquirir un colchón nuevo, mientras sus padres le mandaban una cama desmontada, que es la que tenía en el cuarto de su propia casa cuando vivía a papo de rey.
Cuando terminamos entre los dos de montarle la cama, nos tomamos unas cervezas frente a la tele.
Antonio me miró un rato para al final confesar:
– Ese capullo trae mala suerte.
– Cómo dices.
– El Bartolo. Es gafe. Primero la empanada tan exquisita y ahora la cama tan resistente. Sin contar con la locura del destripamiento del colchón.
– Pudo haber intervenido un ente paranormal de esos.
– Nada, tío. Como siga esto así, habrá que buscarse nuevo compañero de piso.
– ¡Hala! Vas muy lejos, tío. ¡Ni que se nos hubiera caído la casa encima!
Dejamos la discusión por el momento.
Bartolo continuó viviendo con nosotros, pagando su parte del alquiler. No tenía ningún problema en hacerlo. Al revés que Antonio y quien les habla, que teníamos que recurrir a los dichosos anticipos.
Discurrieron unos diez días de lo de la cama, cuando nos tocó el turno de la limpieza de las escaleras y del portal. Bartolo se ofreció muy orgulloso. Antonio quiso ayudarle con los cristales, y justo en ese momento bajaba la vecina del octavo derecha. Una señora de unos cien kilos y con una mala uva muy destacable. El caso es que se deslizó por el suelo recién fregado del portal, con la mala fortuna de caer encima de Antonio, al que pilló desprevenido.
– ¡Socorro! ¡Quítenme a esta gorda de encima! – suplicaba, luchando por no morir asfixiado bajo el peso de la vecina.
Bartolo vino a alertarme de la situación, y entre los dos y el abuelete de noventa años del primero izquierda, conseguimos apartarla medio rodando por el suelo para que Antonio saliera del apuro.
Nada más fijarse sus ojos en Bartolo, se puso a gritar como un loco.
– ¡Idiota! Has puesto cera en el agua en vez de lejía.
– Huy. Vaya. Es que a veces tengo cada cosa…- le contestó Bartolo riendo a lo tonto.
Afortunadamente la vecina se recuperó del golpe y no nos denunció por negligencia en las labores de limpieza.
Cada vez Antonio estaba más convencido del mal fario de nuestro compañero de piso.
– Ya te digo que es gafe, jolines.
– Bueno. Han pasado unas cosas raras en muy poco tiempo.
– ¡Si! ¡Y siempre me ha tocado a mí sufrirlas! ¡Y desde que está él aquí con nosotros!
– Bueno, ya sabes. Esto de compartir piso es como la lotería. Que esté una temporadita más, y si ocurre algo más insólito, pues ponemos un anuncio en la prensa para encontrar otro que pueda pagar la renta.
El caso es que el tal Bartolo me caía bastante bien. Así que aprovechando una tarde que Antonio trabajaba a turno partido, mientras preparaba la cena, le puse al tanto de las creencias supersticiosas de mi amigo.
Bartolo se rió con la fuerza de un mono loco.
Hasta me pegó unas buenas palmadas en la espalda.
– ¡Se lo ha creído! ¡Qué bueno!
Yo lo miraba muy extrañado. En ese momento más pudiera pasar por un tío chiflado que por un tío que transmitiera mala suerte a quienes le rodean.
– Deja que te explique todo, soy Bartolo Cuajones en la vida normal, pero en mi faceta artística soy “El Gran Ridauro”. Soy mago ilusionista y también hago bromas a los clientes en los locales nocturnos donde realizo mis actuaciones.
“Efectivamente, me he estado divirtiendo un poco con tu amigo. Lo de la empanada fue un tropezón hecho a propósito, aunque no salió del todo bien, pues mi intención fue la de que Antonio saliera precipitado por la ventana y no la cena.
“Lo del colchón y la cama fue preparado cuando ninguno de los dos estabais en el piso. Utilicé un serrucho y el cuchillo jamonero. Aunque mis deseos es que Antonio hubiera acabado sepultado bajo los restos de la cama más dolorido que nunca en toda su joven vida.
“Lo del friegasuelos salió todo bien. Lo que me extrañó es que Antonio no se lastimara con la caída de esa mole humana sobre su espalda.
– Pero… Tus intenciones han sido de lo más malvadas.
– Bueno. Las bromas pesadas, son eso, bromas pesadas.
Aquella confesión me alteró visiblemente. Bartolo no era un gafe. Era un cabronazo, que con tal de divertirse a costa de los demás, no le importaba si pudiera ocasionar daño a las personas objeto de sus bromas.
– Se te acabó la diversión, Bartolo. Vete recogiendo tus cosas y largándote del piso. Eres todo menos un buen compañero. Si se entera de esto Antonio, es capaz de matarte.
En ese instante se abrió la puerta de la entrada. Era Antonio. Llegaba muy temprano para el turno que tenía por la tarde.
Su cara era todo un poema. Me miró con amargura. Desde la entrada, podía observar parte del perfil de Bartolo quieto de pie en el salón.
– Antonio, tengo que comentarte algo acerca de Bartolo – le empecé a decir.
Antonio no me hizo caso y se dirigió hacia la salita.
Cuando llegó allí se precipitó sobre Bartolo con violencia. Era un abrazo de lo más anormal. Me aproximé al instante, y vi la sangre manchando la ropa de ambos y goteando hacia el suelo.
Antonio dejó de abrazar a Bartolo, quien no tardó en caer desplomado, muerto por la acción del cuchillo que empuñaba mi amigo.
Este se me volvió con la desesperación en el rostro sudoroso.
– Ya te dije que este cabrón era un puto gafe. Mi jefe me ha despedido y justo cuando salía del local, mi hermana me ha llamado al móvil dándome la noticia de que han muerto mis padres en un accidente de tráfico.


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El hombre sin brazos. (Armless man).

El tío Toole tiene cincuenta y tres años. Es bastante peculiar. Habla demasiado, y según nuestros padres, debe de beber mucho. No trabaja y vive solo en una casa algo alejada del pueblo.
Casi siempre viste la misma ropa. O así nos lo parece cuando viene de visita. Nada más llegar, le pregunta a nuestro padre si puede acercarse al mueble bar.
Las veces en que viene, es para quedarse a cenar. No debe de tener casi ni dinero. Alguna vez nuestra madre lo ha abrazado, pensando los dos que estaban solos, y se han puesto a llorar. Mamá no querría tener un hermano pobre. Debe de sentir lástima por el tío Toole. Y pena. Infinita pena.
Nuestro padre se lo pasa bien con él. Se ponen a hablar de cosas de mayores, de temas poco interesantes para mi hermana y yo. A veces acompaña al tío Toole con una cerveza. Y se ríen mientras juegan al póker.
Normalmente, después de cenar, nuestros padres nos mandan despedirnos del tío Toole antes de irnos a la cama.
Llegado ese momento, el tío Toole se ofrece a acompañarnos hasta nuestro dormitorio.

– Allí me despediré de ellos con un montonazo de besos mantecosos y abrazos pegajosos infantiles – solía decir, mirando de refilón a nuestra madre mientras nos llevaba al cuarto.
Una vez en el dormitorio, con mi hermana y yo bien arropados dentro de las camas, el tío Toole se pellizcaba la nariz granujienta que tenía y nos miraba con aspecto algo de pillo.
– ¿Antes de iros a dormir, puedo contaros la leyenda del hombre sin brazos? – siempre quería meternos miedo antes de irse con nuestros padres para continuar con la partida del póker.
– ¡No! ¡Eso tiene que dar mucho miedo! – imploraba mi hermana, subiéndose la manta hasta cubrirse la barbilla.
– Sigue, tío Toole. Yo soy muy valiente. Puedo escucharla y luego dormir de un tirón, sin pesadillas que me desvelen – le animaba, con ganas de oír una nueva historieta horripilante.
El tío Toole se acomodaba sobre el borde de mi cama para iniciar la narración:
– Bueno. Había un hombre muy malicioso, que siempre molestaba a las personas buenas. Es más, les hacía mucho daño. Por cada pueblo que pasaba, al poco de irse se echaba en falta a algún niño.
– Qué miedo. Se llevaba a los niños – gimoteaba mi hermana, temblando bajo la sábana como si hiciera frío en la habitación.
– Ya empezamos con los lamentos de Katy.
– Eso era, Katy. El hombre secuestraba a los niños de los pueblos para hacer cosas muy malas con ellos. Y aquellos niños desaparecían para siempre. Jamás eran encontrados con el paso de las semanas, los meses y casi los años.
“Pues bien. Este malhechor, llegó un día a una pequeña aldea. Allí también había niños. Estuvo un par de días curioseando por la zona, hasta que decidió quedarse con un chiquillo. Le ofreció unos caramelos para ganarse su confianza y lo demás vino seguido.
“Estuvo cargando con el pequeño durante un largo tramo. Lo tenía metido en un saco, y quería alcanzar un bosque cercano para ahí jugar un poco con él antes de decidir dónde esconderlo para siempre.
– ¡Yo no aguanto más esa historia! ¡Me tapo las orejas con las manos y me cubro con la manta! Cuando el tío se marche, me avisas.
– Esta Katy… Tápate los oídos y la boca para no interrumpir más – le dije, concentrando todo mi interés en la historia que estaba contándome el tío Toole.
– Sigo, pues, hijo.  Este demonio de hombre alcanzó el bosque, y en cuanto encontró un pequeño claro iluminado por la luz de la luna que se colaba por entre las ramas de los árboles cercanos, soltó la lid que mantenía cerrado el saco.
“- Sal, mocoso. Que quiero jugar un rato contigo.”,  le dijo con brutalidad al niño metido dentro del saco.
Este fue saliendo y sin decir nada, se quedó quieto a su lado, de pie, sin quitarle el ojo de encima a su captor.
El hombre le puso la mano encima y lo zarandeó para ver lo resistente que era. El crío ni se quejó ante aquel primer maltrato. Esto le llamó bastante la atención al villano, y medio agachándose para ponerse a la altura del pequeño, le dijo sonriendo con ruindad:
“- Te gusta hacerte el duro. ¡Mejor para mí! ¡Así aguantarás todo el daño que te voy a hacer durante más tiempo que los anteriores pequeñajos que he tenido a mi merced!”.
Los ojos del niño no se movían para nada. Estaban fijos en el rostro del hombre malvado.
Cuando este se iba a incorporar, la voz infantil le habló por primera vez desde que lo había raptado en la cercanía de la aldea:
“- Se te acabaron tus hazañas, malnacido.”
“- Cómo dices, enano malhablado.”
“- Yo te digo que no vas a tocarme siquiera, porque se te van a pudrir los brazos y se te caerán al suelo como ramas quebradizas de un árbol de este bosque mismo en el que nos encontramos.”
Aquel bellaco soltó una carcajada, incrédula.
Justo acabar de mofarse, notó una sensación rara en las axilas. Empezó siendo como un cosquilleo, hasta transformarse en una molestia que acabaría en un dolor del todo insoportable.
“- ¡Me quema! ¡Cómo quema!” – gritó de dolor, llevándose sendas manos a los sobacos, por debajo de la chaqueta.
Nada más colocarlas en aquellas partes del cuerpo, los dos brazos se desprendieron del mismo, terminando de caer al suelo, mientras la sangre salía a borbotones de las axilas del pobre desgraciado.
El secuestrador, casi moribundo, arrodillado y con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, miró por última vez al niño que le había soltado tan terrible maldición. Para su completo horror, pudo comprobar que no era ningún niño, sino un brujo que había adoptado la forma infantil. Aquel brujo, en vista de la cantidad de niños desaparecidos en los últimos meses por la región, ofreció sus servicios al comité de alcaldes, asegurándoles que conseguiría poner fin a tanta desgracia.
Así fue, Katy y Brandon. Una vez que el hombre malvado se quedó sin brazos, fue encontrado muerto al día siguiente. Al brujo se le dio una abundante recompensa y nunca jamás volvieron a desaparecer más niños en la zona.
– Jo, qué fuerte.  – exclamé yo, una vez concluida la historia.
El tío Toole se puso de pie. Katy bajó la parte superior de la sábana.
– ¡Qué bueno! Ya se terminó la horrible historia. Ahora ya podemos dormir en paz- mencionó, sumamente contenta por el hecho.
El tío Toole nos miró a los dos desde su altura.
– Aquí no concluye del todo la historia. Ya sabéis  que a veces puede haber alguien que quiera repetir las perversas hazañas de un asesino.
Nada más decirlo, vimos horrorizados cómo se quitaba los brazos, dejándolos caer en el suelo.
Gritamos como locos. Nos salimos de la cama, huyendo del tío Toole como si este fuera el mismo demonio.
Mientras nuestros padres intentaban calmarnos en la sala, llegó el tío Toole. Ya llevaba un brazo puesto mientras estaba empezando a ajustarse el segundo en la axila derecha.
Cuando lo vimos a la luz de la lámpara, nos echamos a reír.
El tío Toole perdió los brazos en la segunda guerra mundial por la onda expansiva de una granada alemana, y ahora se servía de brazos ortopédicos.
Así era el tío Toole. Metiéndonos con gusto el miedo hasta los huesos.