Feliz Navidad, nena. (Merry Christmas, baby).

Dulce Navidad, nena.
No te agradezco la felicitación. Es una noche desagradable. Fría y húmeda. ¿Dónde está la nieve? ¡Sólo lluvia! ¡Eso condiciona el paisaje! ¡No es nada romántico, sabes! Mires donde mires por la ventana, todo está mojado.
Y brillante…
No digas eso. Suena lascivo.
– Voy a encender el árbol.
– Mejor chasquea el mechero y le das fuego. Así entraríamos en calor.
– Eres muy negativa, nena.
¡No hay calefacción! ¡Hace un frío tremendo! 
– Bueno. Dos bajo cero.
¡Lo dicho! ¡Claro, como dejaste de pagar las facturas, cortaron la corriente! ¿Nunca pensaste en que a finales de año, llegaría el jodido invierno?
Ese vocabulario… Ya sabes que detesto los vocablos malsonantes.
¡No haber dejado de trabajar! ¡Así pagarías el agua, la luz y el gas!
– Ya sabes porqué lo dejé. No podía concentrarme lejos de ti.
– No me digas. Pues ya son unos cuantos meses que estoy a tu lado. ¡Demonios!
Nena, controla tu mal genio.
– Si, claro. Porque si no lo hago, me arrancarás el otro pie, ¿verdad? ¡Diantres! ¡Nunca me aflojas las cadenas! ¡Y siempre me tienes en la silla de ruedas, o tumbada encima de la cama!
– Eres muy exigente, nena.
¡Ya, ya! ¡Y tú un retorcido demente! ¡Si lo llego a saber, nunca se me hubiera ocurrido visitarte a principios de año para venderte una puñetera batería de cocina!
– Es que estabas arrebatadora con ese traje negro con falda. Ahora si te comportas, te traeré un poco de sopa.
¡Sopa fría, no te fastidia! ¡Y de postre, pan duro con algo de mantequilla! ¡Menudas navidades! ¡Ojalá nunca te hubiera conocido! ¡Al menos estaría entera! ¡Porque sin un pie menos ya me dirás lo encantadora que estoy ahora!
– No tienes que lamentar tu estado físico, nena. Ya sabes que eres lo máximo para mí. Además, jamás nos separaremos.
¡Hasta que te aburras de mí, me hagas daño, me mates y te busques a otra, maldito cafre mentiroso!
– Nena, porque estamos en estas fechas. Si no te arrancaba ahora mismo un par de dedos como merecido castigo por tu boca sucia.
¡Que te den!
– En fin. Te prepararé un tranquilizante. Cuando estés relajada, te acercaré al árbol, y juntos cantaremos alegres y emotivos villancicos.

Un poltergeist de lo más singular.

Dedicado a la seguidora y compañera bloguera Bellarte. Un fuerte saludo desde Escritos.

Dwayne llegó a la casa solitaria del empresario de refrescos Nat Jail. Eran las once y media de la noche. Hacía un frío de mil demonios. Extrajo su equipo del maletero del coche y en dos viajes lo fue amontonando ante el pórtico de la entrada. Era una mansión de tamaño medio estilo colonial revestida de tablas de madera de barniz reluciente. Tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho en que le abriesen. Ante él estaba la figura adinerada de Nat, vestido impecablemente con un traje cruzado italiano. Desde dentro llegaban risas y voces propias de una conversación muy animada.
– Buenas noches. Me imagino que usted es el parapsicólogo Dwayne Fryer. Yo soy quien ha solicitado su ayuda, Nathaniel Jail – se presentó el anfitrión.
– Mucho gusto, señor Jail. Ya comentamos el tema por teléfono.
– Así es.
“Pero pase con todo lo que usted trae. Estamos celebrando una fiesta familiar. Seguiremos a lo nuestro mientras usted intente descifrar los extraños sucesos de la despensa.
Dwayne cargó con todo el material, siendo precedido hacia el fondo del pasillo. Doblaron hacia la derecha, pasando ante el salón donde estaban congregados los familiares de Nat. Estos dejaron de hablar entre ellos por un breve intervalo al apreciar la llegada del investigador de fenómenos paranormales. Después de dejar atrás la sala, los invitados reanudaron sus charlas.
– Por aquí. Está cerca de la cocina – le indicó Nathaniel.
Se detuvieron frente a una puerta de madera con pomo de vidrio esmerilado. Estaba cerrada.
– Oh, pase. No está cerrada con llave.
El dueño de la casa le abrió la puerta y ante él se presentó la pequeña estancia donde se guardaban los alimentos en conserva más algunos utensilios de repostería. Las estanterías estaban llenas de latas y demás comida envasada.
Dwayne estaba escéptico.
– No me diga que ésta es la única zona de la casa que muestra actividad – preguntó a Nathaniel.
– Así es. Las latas flotan en el aire. Los anaqueles de las estanterías tiemblan como si hubiera algún ligero movimiento sísmico. Los moldes de los pasteles se retuercen hasta quedar inutilizados.
Dwayne agitó la cabeza para situarse en la escena donde acontecían esos hechos tan llamativos.
– Bueno, le dejo. No puedo dejar por más tiempo solos a mis invitados. Sin mi presencia, la reunión suele decaer bastante. Cuando averigüe el motivo de todo este desorden, venga a avisarme de ello, eso si, con la mayor de las discreciones. Entre los asistentes, hay gente mayor y damas de espíritu delicado.
– Ya. Pero estos temas requieren sus horas, sus días y noches de estudios. No creo que en media hora…
– Hasta luego, señor Fryer.
Nat Jail se marchó de manera precipitada.
Dwayne estaba con muchas dudas. No sabía si merecía la pena preparar el equipo para algo tan simple que acontecía en ¡una despensa!
Estaba en estas, cuando se le presentó el cocinero. Era un hombre robusto pero con semblante de buena persona.
– Señor. Le ruego que solucione este conflicto.
– No me diga que usted tiene que ver algo en el mismo.
El cocinero era incapaz de mentirle ni a la persona que más despreciase en el mundo.
– Acierta usted. Yo soy el causante de todo este alboroto. Llevo con el mismo mísero sueldo desde que entré aquí a trabajar veinte años atrás. Y como el señor Jail no atiende a razones, porque es una persona muy tacaña, he decidido gastarle una broma pesada.
– Vaya.
– Entiéndalo. Sólo me paga cien dólares semanales. Más comida y cama, eso si.
– Le comprendo. Estése tranquilo.
– Se lo agradezco. Le juro que ya no lo volveré a hacer jamás.


Los invitados estaban tranquilos hasta que irrumpió Dwayne con los cabellos revueltos y manchados de harina, la pechera de la camisa desgarrada con el pecho sucio de salsa de tomate y un arañazo sangrante en la mejilla derecha.
– ¡Me ha costado casi la vida! – gritó con voz ronca, con los ojos casi fuera de las órbitas. – ¡Considérese un hombre afortunado! ¡Ninguna entidad maliciosa querrá volver a tocarle las latas de alubias de su despensa! ¡Se lo juro por lo más sagrado, sí señor!
Nathaniel Jail tranquilizó a la concurrencia, llevándose al investigador fuera del salón.
– ¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? Casi mata a la mitad de los asistentes de un patatús.
– Todo solucionado. En su despensa había una congregación de treinta y nueve espíritus inmundos descontentos con los anteriores dueños que residieron antes que usted en esta casa.
– ¡No me diga! ¿Y cuál era el motivo que les incitaba a que se manifestaran de ese modo tan violento?
– Se ve que nunca fueron convenientemente renumerados, y todo su enojo se fue almacenando en esa zona hasta aflorar a la superficie. Por alguna razón le relacionaban con la tacañería de los antiguos propietarios.
– ¡Jesús!
– Pero todo ese malestar ha quedado ya disipado. Han alcanzado la paz plena con algo de agua bendita y el rezo de cuarenta padrenuestros. El último de propina. Ah, y también les aseguré que el dueño actual, en este caso usted, nunca iba a obrar de tal manera con respecto a sus subordinados.
Nat Jail se quedó seriamente pensativo un largo rato.
– Tengo que hablar con el cocinero – dijo al fin.
– ¿Cómo?
– Nada, cosas nuestras. Tengo que darle una noticia que seguro que le va a agradar.
Dicho y hecho le dejó de nuevo a solas.
Cuando instantes después estaba terminando de cargar todo su equipo en el coche, llegó el cocinero con un alborozo enorme.
– Buen hombre, no se lo que le habrá dicho al señor Jail, pero con ello ha conseguido que me aumente el salario hasta cuadriplicar la cantidad original.
Dwayne esbozó una sonrisa maliciosa.
– Agradézcalo a los espíritus de la despensa.
“Antes de echarlos de allí, me comentaron que sentían un gran aprecio por usted.
– Pero si ya le dije que eso fue una trastada mía.
– Pues siga siendo menos bueno y mucho más espabilado. De aquí a que sea usted el asesor principal de Nathaniel Jail, queda un pasito.
Dicho esto, cerró el maletero y se colocó frente al volante, alejándose de la mansión del adinerado empresario de refrescos. Abrió la guantera y contempló satisfecho el talón tendido de Nathaniel por los servicios prestados. Cinco mil dólares por media hora de pantomima. No estaba mal. No señor.

Vampiros en los sanfermines (Vampires in Sanfermines). Versión 2011.

Bueno, las fiestas de los Sanfermines están ya a treinta y seis horas de dar comienzo con el chupinazo del mediodía del día 6 de Julio. Como administrador de Escritos, el año pasado se publicaron ilustraciones y un par de relatos centrados en Pamplona. En este caso, vuelvo a incluir el relato corto “Vampiros en los sanfermines”, ligeramente corregido, pues tenía alguna frase mal construida. También he creado una ilustración personal de las mías con que adornarlo, sin tener que recurrir a una imagen sacada de una película, como sucedió en la primera edición del relato. Por cierto, si acaso no publico nada en los próximos días, ¡Feliz San Fermín a todos! ¡Je, je!

– ¿Llevas el equipo?
– Si.
– Entonces vamos allá.


Sensaciones de impureza espiritual, contrastadas con las fiestas alegremente disparatadas de San Fermín. Conocidas en el mundo entero. Para nosotros, simplemente significa un punto de encuentro de miles de personas llegadas del extranjero a quienes poder seleccionar de manera arbitraria al ritual de la extracción de la sangre que nos alimenta.
Somos innumerables inmersos en la sinrazón elemental de nuestra maldita existencia terrenal. Sometidos al anonimato de las multitudes. Durante el resto del año viajamos de región en región donde haya aglomeraciones de masas y quede impune nuestra ansiedad de sed por la sangre ajena. Es nuestro don, a fin de cuentas. La obtención de una vida casi eterna. Y debemos de sacarle partido sin remordimientos que aflijan nuestra conciencia.
Mi compañero se llama Greg Larsson. Es sueco. De Högsböle. Aparenta el físico y edad de un chico granjero de veinticinco años. Su edad real supera los cien años. Yo me llamo Matías Soller. Soy alemán. De Bremen. Estoy en los cincuenta, pero tengo realmente ciento treinta años. Ambos somos políglotas. Nos defendemos con cierta decencia en español. Hemos tenido muchísimo tiempo para cultivar nuestras inteligencias humildes, centrándonos en los idiomas que nos sean más útiles para conseguir lo que perseguimos, la alimentación necesaria que prolongue nuestra agonía sin fin.
Pamplona. Una ciudad de doscientos mil habitantes que durante las famosas fiestas de San Fermín incrementa notablemente su población, sobre todo cuando coinciden sus fechas en fin de semana. La camaradería de los locales con los visitantes facilita nuestra labor. A pesar de los intentos de perfeccionar el castellano, se nos nota el acento, así que preferimos centrar nuestros esfuerzos con los extranjeros. La mayoría gente joven que se suma a la fiesta del alcohol. Si están bebidos, la ración de sangre es obtenida con toda facilidad, sin levantar el más mínimo de las sospechas.
Somos vampiros modernos.
No mordemos.
Empleamos jeringuillas para extraer la suficiente sangre de las venas ajenas y así ir acumulando la dosis necesaria que controle nuestra hambre durante un tiempo limitado.


– ¡Venga, chicos! Vayamos al parque a tumbarnos a ver los fuegos artificiales. Luego podemos echar una cabezada – nos dice un joven que procede de Leeds, Inglaterra.
Greg da el visto bueno. Contemplamos el espectáculo nocturno tumbados sobre el vientre sobre la hierba del parque de la Vuelta del Castillo, sin dejar de pasarle la botella de litro y medio de sangría al inglés. Está lo suficientemente bebido, así que cuando lo vemos dar cabezadas, procedemos con la debida cautela. Nadie se fija en el detalle de la goma que colocamos en su antebrazo derecho. Mientras mi compañero mantiene su brazo firme y quieto, voy extrayendo la sangre con la jeringuilla. En el instante que la lleno, vacío su contenido en un vaso de plástico de doscientos mililitros y comparto la sangre con Greg. Nuestra satisfacción es plena.
– Saquémosle más – me insinúa mi amigo.
– No es necesario. Recuerda que debemos de pasar desapercibidos. La noche es interminable en Pamplona. No nos van a faltar nuevas vacas que ordeñar.
– Como siempre, tienes razón, Matías. Son mis nervios. Parece como si nunca voy a dejar de ser un principiante.
– No te obceques con la sangre, amigo mío. En nuestro nutriente principal, pero acuérdate que somos vampiros modernos. No la caricatura que se muestra de nosotros en el cine y la literatura.
– En eso tienes razón también.
“Dejemos a este chico durmiendo la mona y pasemos la madrugada divirtiéndonos por las discotecas. Seguro que hoy ligamos alguna chica de buen ver. Esta sangre ha revitalizado mi espíritu de Casanova.
– Muy bien, Greg. Ningún problema. La diversión dura más de una semana. Mañana por la noche seguiremos con la rutina de la cosecha de la sangre.
De este modo, dejamos al inglés durmiendo plácidamente sobre la hierba.
Mientras, como vampiros contemporáneos, nos sumamos a la fiesta nocturna, regenerados por la sangre fresca recién ingerida.

http://www.google.com/buzz/api/button.js

Versión Ilustrada del relato corto de ciencia ficción "Agua Contaminada". Dedicada a todos mis seguidores más fieles.

Llevo una temporadita que no doy respuesta a los comentarios dejados por mis lectores e igualmente en los directorios donde tengo compañer@s blogueros. Reconozco que me estoy dejando arrastrar por cierta pereza, aunque a veces ya no llego a tanto como me gustaría. No tengo excusas. Como administrador, les aseguro que valoraré todos los comentarios dejados en este próximo fin de semana. Para resarciros a todos de esta falta de tacto super gordo por mi parte, os dejo una versión muy personal de un relato cortito de ciencia ficción que ya ha sido publicado un par de veces en Escritos. En esta ocasión viene acompañado de ilustraciones gráficas del nene, intentando darle un aire de cuento infantil, aunque de esto último tiene muy poco.
Espero que os guste.

“Agua Contaminada”.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Encerrado

Nuevamente, desde Escritos recuperamos un relato que pasó desapercibido como otros tantos en la primera etapa del blog, durante cuyo primer año de existencia simplemente se publicaban los relatos y se hizo bien poco por intentar dar a conocer este rinconcito del espanto al gran público. 

La voz se le repetía día tras día. Inundada de odio y de resentimiento. Machacona. Cruel. Incesante.

– Sucia criatura.
Los pasos se fueron volviendo menos hábiles con el discurrir del tiempo. De los días. Los meses. Los años. Siempre terminaban arrastrándose ante la puerta cerrada bajo llave.
– Aquí te traigo tu asquerosa cena. No te mereces mejor cosa, criatura sucia y miserable.
Una llave giraba en la tija de la cerradura. La puerta quedaba abierta el mínimo tiempo necesario para que algo fuese depositado sobre el escalón superior, el primero visto desde la parte de arriba. El último atisbado entre penumbras constantes desde abajo. La hoja de la puerta quedaba encajada en el marco y la llave volvía a dejarle encerrado hasta nueva orden. Los pasos reanudaron su arrastre lento y cansino, alejándose poco a poco del otro lado de la puerta.
– Que te aproveche, desgraciado. Ojala que de una vez te atragantes hasta morir. Criatura desagradecida y perezosa. Así descansaré en paz. Harto me tienes de tener que dispensarte tantos cuidados a lo largo de tu infame existencia.
La voz menguaba en intensidad conforme se iba distanciando de su lugar de encierro.
Sin mayor demora se precipitó a gatas escaleras arriba hasta quedar ante la puerta de su calvario interminable. Sobre el primer escalón había depositada una bandeja burda y abombada, con su triste contenido: un mendrugo duro de pan de hace dos días, un bol de leche caducada con costras blanquecinas flotando en su superficie y un plátano más que maduro. Su boca babeaba ante su cena. Con hambre canina fue devorando todo en menos de dos minutos. Cuando todo quedó almacenado en su pequeño estómago dispuesto para afrontar la digestión, cogió la bandeja vacía y la lanzó a lo lejos hacia el fondo del sótano. Los pasos se fueron acercando con lentitud supina ante la puerta. Sin duda que había percibido el estrépito producido por la bandeja al chocar contra el frío suelo de hormigón. La voz le llegó tan iracunda, que retornó al refugio de las sombras gateando con una habilidad asombrosa. Hacía tiempo que no se trasladaba de forma erguida.
– ¿Qué acabas de hacer, hijo de Satanás? Bastardo. Me quieres estropear otra bandeja. ¿No sabes que cuestan su dinero? Maldito seas. Porque ya no tengo edad para ello, si no te daba con el látigo como solía en mis buenos tiempos. Sucia y asquerosa criatura mal parida.
La llave giró en el hueco de la cerradura. La puerta fue tirada hacia afuera por el impulso de una mano aferrada en torno al pomo redondeado de superficie metalizada. El haz de una linterna quedó proyectado sobre el primer tramo de escalones.
– Desgraciado. No haces más que convertir mi existencia en un infierno. Maldito. Me falta el látigo, pero tengo el bastón. Y como no te muestres enseguida, cuando de contigo vas a sufrir la de Dios.
La figura era muy frágil. Tenía una edad muy avanzada. Se volvió sobre sí mismo para asegurar el cierre de la puerta con la llave que siempre portaba en uno de los bolsillos de sus pantalones desgastados de pana. Fue descendiendo las escaleras que conducían al interior del sótano enfocando los rincones a oscuras, tratando de dar con la cosa que estaba buscando.
Estuvo quieto y agazapado en su refugio. La oscuridad perpetua era su principal aliada en situaciones como esa. Seguro que acabaría olvidándole y se marcharía. La voz se alejaría, la puerta se cerraría y él volvería a vivir su vida de cautiverio con el alivio de no haber recibido ningún tipo de castigo físico. La realidad es que hacía mucho tiempo que no había sufrido dolor por parte del dueño de la voz. Simplemente seguía recibiendo sus reproches malsonantes.
Pero en esta ocasión le descubrió. Se quedó ciego por la potencia de la luz que desprendía el foco de la linterna. La voz se alegró de haberle hallado. Estaba escondido en la zona más recóndita del sótano, en un hueco entre la vieja caldera y un baúl de cuero semipodrido por la humedad reinante en la opresiva estancia.
– Así que aquí es dónde te escondías, hijo de perra. Maldita fue tu madre. Si no la hubiera conocido, jamás te hubiera tenido a mi cargo.
Se apoyaba en un bastón de empuñadora de marfil. Su mano quedó alzada, presta a golpearle en un flanco con el tacón de apoyo del bastón. Dispuesto a hacerle daño como antaño.
Le golpeó dos, tres veces. Seguidas. Pero con escasa fuerza. Se tuvo que contener por el cansancio. Su respiración era entrecortada. Jadeaba. Rompió a toser.
– Criatura… asquerosa… Ojala nunca me hubiera tirado a tu madre… Encima la muy zorra tuvo que morir cuando te parió… Pero te enseñaré modales… Espera a que recupere el resuello… Hoy vas a recibir la paliza de tu vida… Hasta puede que tenga suerte y te mate…
Esa voz… Qué débil sonaba… Y los golpes eran golpes sin ton ni son… No le hacían sentir el menor de los daños… Algo le decía que era el momento apropiado… de hacerse respetar… Eran tantos años viviendo encerrado de por vida en aquel sótano. Adelantó su mano derecha, que más parecía una zarpa inhumana llena de venas y con unas uñas de veinte centímetros de largo enrolladas sobre sí mismas. La mano alcanzó el rostro envejecido situado a escasa distancia de él. No fue un puñetazo. Casi una simple caricia, pero el dueño de la voz maldiciente era un ser tan debilitado por la edad, que terminó cayendo sobre su cuerpo.
– No… ¿Qué me haces, desgraciado?
Una vez lo tuvo encima, lo abrazó con fuerzas. Su rostro quedó situado enfrente de sus mandíbulas. El olor… Olía a carne fresca. Y el hambre le dominaba desde incontables años. Probó su mejilla derecha, arrancándosela de un tirón con los dientes apretados y engarzados sobre la piel aflojada del anciano. Este soltó un alarido de dolor. Luchó por desasirse del abrazo de su agresor. Todo esfuerzo fue en vano. Su avanzada edad jugaba en su contra, y la
– Criatura asquerosa…
se ensañó con la otra mejilla hasta dejar el hueso del pómulo a la vista.
– ¡NOOO! ¡Hijo mío! ¿Qué me haces…? – suplicó su padre a punto de sucumbir ante la llamada de su cercana muerte.
Pero su propio hijo que llevaba toda la vida encerrado en aquél sótano por la mezquina y demencial personalidad de su padre obvió su última súplica, hundiendo una dentellada en la yugular hasta arrancarle la vida de un tirón.
El cuerpo que ahora sujetaba entre sus brazos era lo más parecido a una marioneta sin hilos. Al cabo de unos pocos minutos, el tiempo que le llevó saciar en parte su apetito, se apartó de los restos del cuerpo de su padre y se acomodó entre las cortinas más oscuras del sótano, al resguardo del alcance de la tenue luz proyectada por la linterna tirada sobre el suelo a medio metro escaso del cadáver.
La pilas duraron un tiempo hasta agotarse, y cuando esto sucedió, pudo sentirse tranquilo de nuevo, atrapado entre sus amigas, las sombras del sótano.
Su hogar de toda la vida.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Secuencias (Sequences)

Secuencias
La vida entera pasaba ante sus ojos con la similitud de secuencias cortas del tráiler de una película de cine.
Su padre vociferándole antes de darle la paliza de su vida por haber roto un cristal de un balonazo cuando tenía siete años.
Las malas notas continúas en el instituto.
Las borracheras nocturnas de su juventud.
Una gamberrada hecha a un conocido que le dejó tullido de por vida.
La tarde que conoció a Anita del Valle en el graderío del campo de fútbol.
Su boda.
El nacimiento de su único hijo.
El aborto natural del segundo.
La depresión de su mujer.
Los reproches de sus suegros.
El hastío hacia su trabajo de reportero de un diario de tirada local.
Su adicción a la bebida.
Las broncas hogareñas delante del pequeño Andrés.
Su falta de profesionalidad en su empleo.
La pérdida consiguiente de este.
Su incorporación al mundo del desempleo.
La solicitud del divorcio por parte de Anita.
El embargo del Mercedes por impagos.
El ahogo de la hipoteca del piso que amenazaba con dejarle en la calle.
Toda esta concatenación de imágenes desoladoras fue sucediendo segundos antes de que pudiese apreciar la última escena.
El impacto de su cuerpo contra el suelo tras haber ejecutado una caída libre desde la azotea del edificio de quince plantas.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

No hay solución en el horizonte (No solution in the horizon)

La situación es difícil. Nos afecta a muchos. Se puede decir que a millones de personas. Y por fin implica a los habitantes pertenecientes del Primer Mundo, ya que por desgracia, la necesidad jamás desaparece ni hay visos de que tal hecho acontezca en el Tercer Mundo.
Los economistas, los políticos, los periodistas, los sindicalistas, los trabajadores y un largo etcétera lo han bautizado como crisis mundial. Yo lo catalogo como un cuento, el de la hormiga y la cigarra. Hemos sido la cigarra. Se ha vivido en época de vacas opulentas, y ahora nos toca apechugar con las esqueléticas.
Soy supuestamente Eduardo R. Tengo 45 años. Aparentemente llevo diez años trabajando como portero de una fábrica. 700 euros de salario mensual. 14 pagas. No estoy casado, por tanto sin cargas familiares, pero ocupo una habitación en un piso de alquiler, donde vivimos tres personas y pagamos cada uno 300 euros. No puedo permitirme ningún plan de pensiones. Los gastos se me van en el pago de las letras del coche de tercera mano que tengo, en la alimentación y pequeños imprevistos que siempre suceden.
Eso hasta hace poco. La fábrica ha decidido prescindir del servicio de portería, por tanto me voy a la calle, con un paro de poco más de 400 euros, una edad inadecuada para encontrar trabajo en un país de casi seis millones de desempleados, donde en su momento un sobrevalorado presidente de gobierno nos tiene a los ciudadanos con la soga al cuello, mientras él y su círculo cerrado se lo montan bien entre sonrisas y carcajadas. Y con la oposición ofreciendo una alternativa igual de demoledora en el horizonte del negro futuro que se nos avecina.
Yo no lo tengo. No tengo perspectiva.
Me miro en un espejo y veo un reflejo devastador.
Lo que hay en su superficie me escudriña sin reparos.
Aquella cosa soy yo.
– No te queda nada – me dice.
– Es cierto.
– La única alternativa que te queda es alcanzar el final del túnel, amigo – continúa.
No puedo ni mirarle a los ojos.
¿Qué he conseguido en toda esta vida? ¿Qué pretendo conquistar ahora?
La respuesta a la primera pregunta es nada.
Poca cosa surge como contestación a la segunda.
Abandono el piso compartido sin despedirme de los compañeros. Recorro los escalones de la escalera en sentido descendente sintiendo un ardor interno que me induce a salir a la calle.
En la misma respiro profundamente y exhalo.
Entonces miro al cielo…
… y me desvanezco.

Nada más volver con los míos, me preguntaron infinidad de cuestiones acerca de los años transcurridos entre los mortales.
Yo me sentía carente de emociones.
Simplemente les hice saber cosas acerca de la desazón de un ser ínfimo, pisoteado contundentemente por las penurias ocasionadas por la misma sociedad a la que él pertenecía.
– Entonces todo sigue igual. Pasan los siglos, y nunca aprenden.
Es la voz de uno de mis hermanos.
– Así es. Prefiero no volver a pasar por esa experiencia.
Nos miramos sin apartarnos la vista el uno del otro.
Ya no nos dijimos nada más.
Previsiblemente, aquella sería una de las últimas investigaciones a pie de campo ocupando la personalidad de uno de aquellos seres tan imperfectos…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El soldado del mal

¡Harry! ¡Ven aquí! ¡Es una orden!
– Acudo gruñendo a lo bestia, jefe.
Pues alégrate. Acaba de llamarme el Presidente del Gobierno. Nos felicita por haber dejado hecho una pena a Hello Kitty!
– Vaya. Sinceramente no me lo esperaba.
El Presidente está feliz porque el incidente, de destacado relieve nacional e internacional, le viene de perlas para así disimular algo la crisis del país.
– hum… Mejor que me nombrara vicepresidente cuarto.
¿Para introducir mejoras que nos saquen de este aprieto?
– No. Para así vivir del cuento…

Estaba sólo. Nadie podría interferir en su destino alejado de todo rito natural y lógico entre los mortales más racionales.
Encerrado en su apartamento por espacio de semana y media.
Sin apenas alimentarse
(aunque no le hacía falta)
Abandonado de todo aseo
(no tenía sentido purificarse)
Sin comunicarse con sus familiares y conjunto de conocidos
(ya no los necesitaba)
Manteniéndose apartado de las noticias diarias acontecidas en su ciudad, en su región, en su país, en su continente, en el resto del mundo…
(todo aquello era terrenal, superficial y de escasa relevancia para su mente plagada de múltiples pensamientos perversos)
Escuchaba voces interiores.
Percibía visiones abyectas.
Las dimensiones del cuarto en donde se hallaba recluido se distorsionaban en cualquier momento del día.
Todo en si era una letanía de odio, dolor, rabia, sufrimiento, y si, a veces se conseguía el éxtasis…
Hasta que llegó su hora.
La de servir a su señor.


Era un martes. Las ocho y media de la mañana. La ciudad estaba pletórica de vida. Personas ejerciendo sus quehaceres laborales. Jóvenes prestos en acudir a sus lugares de estudios. Las fuerzas públicas llevando el control y la seguridad en las principales calles. Nada hacía suponer que podía hacerse añicos la rutina diaria en una de sus avenidas más céntricas. Esta estaba concurrida de tráfico y de transeúntes caminando por las aceras y atravesando los pasos de cebra. En un principio, nadie se fijó en aquel extraño joven, vestido con ropa andrajosa y con evidente muestras de escasa higiene personal. En una ciudad de semejante tamaño, era del todo natural que hubiera gente extravagante pululando por ahí, siendo rechazada y evitada como una piedra situada en el camino de una comunidad de hormigas.
Ni siquiera cuando alzó su rostro al cielo y prorrumpió en gritos, la gente más cercana le dedicó la más mínima atención.
Hasta que mostró dos enormes cuchillos de cocina. Su mirada estaba del todo extraviada.
– ¡Somos muchos! – vociferó. – ¡Muchos en uno! ¡Y unidos, creamos la destrucción!
– ¡Cuidado! ¡Está loco! – se escuchó a un hombre vestido de ejecutivo.
Lo vieron avanzar en tumbos entre el gentío. Las personas se apartaban a su paso, verdaderamente preocupadas de que aquel individuo pudiera hacer algún tipo de agresión física con los cuchillos.
Pero este hizo caso omiso de quienes le rodeaban. Anduvo hasta el bordillo de la acera, observando por segundos ensimismado el tráfico que circulaba a gran velocidad y sin interrupción por ese tramo de avenida.
– ¡Yo soy uno de innumerables soldados! ¡Vengo a cumplir con la misión que se me ha encomendado!!
Enardecido por el tono demencial de su propia voz, y ante el horror de los presentes, llevó un cuchillo ante su ojo derecho y se lo clavó en el globo ocular hasta reventarlo.
– ¡Dios mío! – gritó una mujer, cerca de desmayarse nada más verlo.
El joven no experimentó dolor ninguno
(pues ellos también controlaban su sistema nervioso)
Con frenesí, volvió a autolesionarse, hincándose el segundo cuchillo en el otro ojo, y sin inmutarse, dio varios pasos al frente…
Los numerosos testigos no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Aquel demente se situó en medio del tráfico, con los brazos alzados y hablando en voz alta en medio de los bocinazos de los vehículos que trataban de eludir atropellarlo.
– ¡Soy un soldado del mal! – chilló, desgañitándose.
Estaba ciego.
Pero intuía el autobús urbano que se precipitaba hacia su presencia. Estaba repleto de viajeros. El rostro del conductor reflejaba su impotencia. Quiso realizar una maniobra brusca para no darle de lleno, y en su giro, invadió dos carriles contrarios, donde un enorme camión de mudanzas venía en la dirección opuesta. El choque fue tremendo, y aquel soldado del mal apreció el éxito de su misión al escuchar los lamentos y los lloros de las personas agonizando antes de que los dos vehículos estallaran en llamas, consumiéndolos sin que se pudiera hacer nada por rescatarlos del amasijo de hierros.
Seguidamente de este hecho, un coche no pudo evitar llevárselo a él mismo por delante, cercenando su propia vida.
Aunque en verdad que hacía muchos días que ya no dominaba su cuerpo.
Y todo desde que su mente fuese infestada por un nido de víboras, cuyas lenguas siseaban sin cesar dentro de sí mismo, hasta poseerlo al completo, convirtiéndole en una punta de lanza del ejército de los caídos…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Y la tierra le pertenecía…

¡Bogus Bogus! Estamos en plena madrugada, y aún estoy aguardando la cena. Se me está agriando el humor con la demora.
– Demonios. La culpa la tiene su sobrino Gurmesindo. En un descuido, ha cogido el Ñu relleno de lombrices y se lo ha regalado al vendedor de enciclopedias que estaba dándole la tabarra en el salón a la abuela de Dominique.
Bueno, después de todo ha sido una buena acción la de mi sobrino.
– El problema es que tendrá que esperar usted seis horas más hasta que la abuela esté tierna… Es lo que tenía más a mano para la sustitución del mencionado Ñu.
Sin comentarios. No me queda otra alternativa que centrarme en la revisión de mi nuevo relato.

La tierra le pertenecía. Una vez perdida toda la vitalidad, su ingreso en ella le supuso un renacimiento. Un útero firme y compacto. Una cuna donde regocijarse con la eternidad, contemplando la naturalidad impetuosa del día y la imperturbable soledad de la noche desde su pensamiento alejado de todo razonamiento lógico.
Su imparcialidad murió con su vida.
Su odio se acentuó hasta límites inabarcables desde un punto de vista del todo comprensible para cualquier miembro de la raza humana.
Ansiaba instaurar un régimen de terror que pudiera sacar de sus casillas a sus antiguos semejantes.
A partir de ahora, trataría de incrementar su propio legado maldito, dejando a todos los herederos del mismo desamparado y absorto en una vorágine de locura sangrienta que haría rebosar los albañales hasta desbordar los desagües de las alcantarillas de una calle cualquiera.


Claudia salió muy tempranamente como todas las mañanas en su labor de repartidora de prensa matutina. Pedaleaba con ganas en su bicicleta de montaña que le fue regalada en las pasadas navidades por sus abuelos maternos. La fricción con el aire hacía que sus largos cabellos castaños rubios se agitasen sobre sus hombros conforme avanzaba zarandeando de lado a lado la bicicleta, lanzando los periódicos en las entradas de las casas particulares del vecindario del pueblo.
Quedaban dos suscriptores a quien entregar la prensa, cuyas casas estaban algo distanciadas del resto por una pequeña arboleda atravesada por un sendero sin asfaltar, cuando una ráfaga de viento golpeó su rostro infantil. En un instante recibió con desagrado por las fosas nasales de su naricita achatada un olor sumamente desagradable.
Le recordaba a la sensación que recibía cuando visitaba la residencia de ancianos donde estaba ingresada su abuela Magie.

(el olor de la vejez, de la pérdida del control de los esfínteres, de la necesidad de su padre de tener que llamar al celador para que avisara a una de las enfermeras para el cambio del pañal)

Instintivamente, Claudia frenó en seco, apoyando el pie derecho en el suelo de tierra del camino.
Su pelo enmarañado reposó sobre su espalda.
El viento declinó su fuerza hasta detenerse del todo.
El hedor que le llegó al instante se tornó inaguantable. No tardó en sentirse mareada, con verdaderas ganas de vomitar el desayuno que se había preparado personalmente esa misma mañana antes de partir con su tarea del reparto de la prensa.
Un sonido singular la alertó.

(la tierra crujiendo)

Claudia se fijó angustiada en las grietas que se iban formando en el suelo bajo sus pies.
Cuando quiso darse de cuenta, la tierra firme y compacta se relajó, quedando desmenuzada, hasta transformarse en una zanja profunda, que fue requiriendo que la parte superior se deslizase hacía el fondo de la misma. La niña quiso huir pedaleando, pero en escasos segundos fue absorbida por la profundidad del hoyo, bicicleta incluida, siendo inmediatamente cubierta por una densa capa de tierra, que no tardó en volverse compacta, haciendo retornar el aspecto normal a ese tramo del sendero ubicado entre los árboles.

La rabia que le invadía fue correspondida por la posesión del cuerpo de la infausta muchacha. Con deleite fue absorbiendo sus fluidos vitales, diluidos por las enzimas de su complejo sistema digestivo.
No sentía ningún tipo de remordimiento por su corta edad.
En realidad le era indiferente.
Él ya no era humano.
Y la tierra donde antaño fue enterrado, era ahora su posesión más preciada.


http://www.google.com/buzz/api/button.js