Una presencia insignificante.

Era una tienda de una franquicia conocida de alimentos. De medio tamaño, con doce empleados y una encargada. Desde hacía meses sucedían hechos extraños. Cierta mercancía que se movía de un estante a otro. Botes que caían. Luces que parpadeaban sin motivo de caída de tensión en el entramado eléctrico. Chirridos. El sonido de pisadas donde no había nadie. Zonas donde la temperatura decrecía  varios grados con el resto del establecimiento.

El personal del local, jefa incluida, estaban sumamente inquietos. Se diría que asustados, con varias bajas médicas por ansiedad.

Se revisó la tienda con una médium y un caniche que captaba impregnaciones del pasado.

En este caso no se tardó mucho en determinar que había una entidad, un espíritu, que al morir, permanecía en este plano, sin seguir el camino hacia la luz.

No estaba decidido en hacerlo.

Finalmente era el espíritu del anterior dueño, un ser presuntuoso, de metro y medio de estatura.

Se le comunicó que era insignificante, así que mejor que siguiera adelante.

Eso hizo, no sin antes recalcar que media metro sesenta, no metro y medio.

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Arlequín

Sujetaba cuidadosamente la aguja de hueso de paloma entre el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda asía el traje formado por cuadros y rombos, remiendos de otras prendas usadas y deterioradas. Por ello tanto el pantalón como la chaqueta eran muy coloridos, de diversos tonos. El hilo trazaba costuras irregulares. De vez en cuando se pinchaba las yemas de los dedos con la afilada punta de la aguja. Cuando eso sucedía, gritaba, irritado; y enfadado, maldecía y soltaba imprecaciones a la soledad que le rodeaba en el sótano húmedo y frío de la casa de sus amos, ya fallecidos y enterrados, los cuales habían sido sastres, de cierta reputación entre la clase media de la localidad. Ellos fueron quienes le enseñaron la manera en que podía confeccionarse su propia ropa. Lo único humanitario y destacable que habían hecho por él, pues en lo demás había sido despreciado y maltratado como si fuera un esclavo. Mal alimentado. Con un salario insignificante.
Continuó con la creación del traje. Lo hacía con más apremio del necesario. El anterior que había lucido hasta entonces estaba descosido por varias partes, desgarrado por la pechera e impregnado de sangre. La sangre de sus amos.
Pasaron las horas. Cuando estaba a punto de despuntar el alba, lo tuvo terminado. Ansioso, se vistió con él. Estuvo bastante acertado en las medidas y rió con gusto. Buscó su sombrero de tela clara con la cola de un zorro adornándolo, se ciñó el cinturón negro con un palo que pendía como si fuera una espada y recogió una media máscara negra con facciones demoníacas con el cual se recubrió el rostro. Una vez convenientemente ataviado, abandonó el lóbrego sótano subiendo por las escaleras hasta el piso bajo. La tienda tenía los ventanales con unas lonas tupidas tapando las vidrieras. Varios maniquís estaban tirados por el suelo, acompañando a los cristales hechos añicos de los espejos de los probadores. Las manchas de sangre ya estaban espesas en el suelo formado por tablas de madera sin barnizar. Por fuera de la puerta de entrada al establecimiento estaba colgando del pomo el letrero que informaba que estaba cerrado al público. Era sábado. Si transcurría el día con normalidad, tendría dos jornadas para dedicarse a su papel, al ser el domingo día festivo. Tranquilizado por el silencio absoluto que imperaba en el interior de la sombría tienda, se tendió en el suelo, encima de la ropa diseminada, y confiando en que nadie iba a molestarle en todo el día, se abandonó a un sueño profundo y reparador.
El guardia imperial estaba cumpliendo su ronda nocturna por las callejuelas estrechas de la villa, cuando vio el personaje estrafalario asomando de una esquina. Lucía una vestimenta mal cosida, formada a base de múltiples remiendos, con una pernera más corta que la otra. La chaqueta tenía una caída desigual por los faldones. Sobre la cabeza llevaba un gorro con una sucia cola de zorro. El rostro permanecía medio oculto por una máscara con adornos en forma de cuerno. Y al lado de su costado derecho, colgando del cinturón, un largo palo con la punta roma.
Los labios de la persona disfrazada de tal guisa esbozaron una sonrisa, enseñando los dientes.
El militar tardó en darle el alto. Le impresionó sobremanera observar que la mayoría de las piezas dentales eran puntiagudas.
– ¿Qué hace usted merodeando a estas horas de la madrugada? Hay toque de queda. – le advirtió el guardia.
Aquel personaje se rió por lo bajo y de repente dio unos brincos de medio lado, acercándose con extrema rapidez.
Cuando lo tuvo al lado, vio como desenvainó el palo.
– ¿Qué hace? ¿Busca que le atraviese con mi espada? – dijo el guardia sumamente serio.
El movimiento que realizó aquella persona con el palo le sorprendió de tal forma, que le dio la ilusión óptica de ser atravesado a la altura del corazón por la punta del madero. La luz desprendida en oblicuo sobre ambos reflejó sobre la pared la sombra del palo hincado en su cuerpo. Y cuando sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho acompañado de una debilidad súbita, supo consternado que aquél palo estaba ejerciendo presión como una espada de acero. Sus piernas fueron vencidas por su peso, cayendo de rodillas sobre el empedrado de la callejuela. En un sutil instante, el Arlequín rasgó el aire con su palo, sesgando con su filo la cabeza con la precisión de un experto maestro de esgrima. Una vez decapitado, el resto del cuerpo del guardia imperial se derrumbó en el suelo, cerca de las puntillas de los pies del eficaz atacante nocturno.
Arlequín sonrió con satisfacción carente de disimulo. Se puso a danzar de manera irreverente alrededor de la cabeza y el cuerpo del militar, glorificando su insensatez con una euforia desmesurada.
Pasado un rato, dejó el cadáver abandonado en la calle y se marchó por el mismo lugar por el que vino.

Las ventanas de las casas estaban sin cerrar. Esa noche hacía mucho calor, y los postigos estaban abiertos de par en par.
En el dormitorio de un niño llamado Antonio, un personaje se adentró por la ventana y se quedó quieto en cuclillas al lado de la cama del pequeño, quien tendría poco más de siete años.
El halo de la luna se dispersaba entre penachos de nubes, colándose por el hueco de la ventana, iluminando tenuemente el lecho donde dormía Antonio.
Arlequín alargaba hacia arriba las comisuras de los labios, mostrando su dentadura afilada, sonriente. Feliz de estar al lado del niño. En un momento dado, la punta de su palo rozó el suelo emitiendo un sonido brusco que despertó a Antonio. El muchachito se sorprendió al ver aquella persona situada al lado de la cama.
– Hola – le dijo Arlequín.
El niño se sobresaltó, apartándose del borde de la cama.
– papá… papá… – dijo, asustado.
– Quietecito… Si vuelves a hablar, te ensartaré con la punta de mi espada – gruñó Arlequín.
– ¡Antonio! ¿Te ocurre algo, hijo? – llegó la voz del padre del chiquillo.
El visitante se alzó cuan largo era. La puerta del dormitorio quedó entornada hacia adentro, con la mano del padre de Antonio aferrada al pomo. Desvió su mirada hacia la silueta vestida con un traje repleto de triángulos de diversos colores.
– ¿Quién es usted? ¿Qué hace en el dormitorio de mi hijo?
El extraño hizo una rápida reverencia descubriéndose la cabeza. En cuanto se colocó el sombrero sobre la misma, extrajo el palo de la funda de su cinturón.
– Luchemos. Tendrás una espada.
– Si.
– Pues ve a por ella. No me causa emoción matarte estando desarmado.
Lo dijo asomando la punta de su lengua blanquecina entre las dos hileras de sus dientes afilados.
El padre de Antonio echó a correr. Transcurridos unos segundos, regresó armado con su espada.
– En guardia – le animó Arlequín.
El padre del chiquillo no era ningún experto espadachín. El asaltante del atuendo llamativo se abalanzó sin miramientos hacia el cuerpo de su oponente, haciendo entrechocar la madera de su arma contra la espada del padre del niño, quien se defendía del ímpetu atacante de Arlequín a duras penas. Para su asomo, el palo le partió su arma por la mitad.
– Imposible – siseó el hombre, incrédulo.
– Pero cierto – le replicó Arlequín, atravesándole de lado a lado con su peculiar arma.
– ¡Papá! – lloró Antonio al ver como Arlequín mataba a su padre.
– Antonio – dijo este en un hilo de voz, derribando un mueble conforme perdía toda la estabilidad del cuerpo. En cuanto llegó al suelo, ya estaba muerto.
– Así son los finales en las luchas épicas – dijo Arlequín, feliz.
Dio unas cabriolas y se colocó al lado de la cama. Antonio estaba gimiendo y sorbiéndose los mocos, impresionado por la muerte de su padre.
– Calla. No llores. Es la noche del dolor. No conviene malgastar lágrimas por un hecho consumado – le dijo Arlequín.
– Has matado a mi padre…
– Y qué.
Se subió sobre la cama, colocándose de rodillas, y como si tuviera una capa que los cubriera a ambos, se situó sobre el niño, acercándole el rostro al suyo.
– Tengo que enseñarte algo, Antonio – se presentó. – Soy Arlequín. Visto así por obra y gracia de mis amos. Estos necesitaban alguien que hiciera mucho por ellos. Así que hace muchos, muchos años fueron a ver a mis padres, y a cambio de unas cuantas monedas me compraron como siervo suyo. Eran crueles y tacaños. Me golpeaban a todas horas y me obligaban a realizar tareas desagradables y muy penosas. Un día traté de huir, pero me cogieron. Estuve una semana encerrado en un sótano, desnudo y encadenado a la pared, muerto de hambre y de frío. Pero lo peor estuvo por llegar. Para evitar que volviese a intentar escapar, esculpieron mi rostro. Me lo cambiaron. De esa manera no se me ocurriría querer mostrarme ante los demás habitantes del pueblo. Y tenían toda la razón del mundo. ¿Cómo querría yo por aquel entonces compartir mi rostro con los demás?
Arlequín miró fijamente al niño. Luego se quitó la máscara que cubría la parte superior de su rostro. Ante el horror de Antonio se le presentaron unos ojos inyectados en sangre encajados en las cuencas de una calavera viviente. Pues desde los pómulos hasta la frente, aquella persona tenía el hueso a la vista, con ausencia total de músculos faciales, tejidos y la piel que debiera recubrirlo en su conjunto.
– Pero ahora estoy dispuesto a mostrarme. Mis amos ya no existen. Y no temo a la noche.
“Pues quien ha de temer a Arlequín, eres tú y el resto del vecindario. Quienes vivís de día y dormís de noche – dijo aquella criatura, antes de arrancar una nueva vida.
Segundos después, cuando eludía de un salto el alféizar de la ventana para alcanzar la calle, la iluminación débil y mortecina reflejada por la luna remarcó su dentadura puntiaguda cubierta de sangre fresca.
Era su noche.
La de Arlequín.
Un ser débil, que ahora era fuerte.
Un ser acomplejado, que ahora se regodeaba de todos aquellos que no le habían considerado como uno de sus semejantes.

El gusano

Era un impulso desconocido que le asaltaba cuando menos se lo esperaba. Repentinamente su mente se ponía en blanco. Su cuerpo se paralizaba, hasta recostarse en el suelo. Seguidamente juntaba los brazos contra los costados. Otro tanto las piernas. Y con un esfuerzo ímprobo se desplazaba reptando, causando estupor en quienes le rodeaban…



– Me llamo Patricia Limms.
– Tu nombre familiar. Con el que sientes confianza entre los tuyos.
– Patty.
– Bien, Patty. Tienes treinta años. Trabajas de administrativa en una empresa de seguridad.
– Si.
– ¿Estás satisfecha con tu lugar de trabajo?
– Si.
– ¿Te llevas bien con tus superiores?
– Si.
– ¿Cómo dirías que es tu relación con el resto de tus compañeros?
– Neutro.
– No tienes mucha afinidad con ellos.
– Me limito a mi trabajo. No me pagan por hacerme amiga de los demás empleados.
– Estás soltera.
– Si.
– Y eres hija única.
– Si.
– Háblame de tus padres.
– Ambos están muertos.
– Profundiza un poco más, quieres.
– Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. De cáncer de mama. Era maligno. Mi padre falleció el año pasado, de un ataque de miocardio. Tenía sobrepeso y la presión muy alta. A pesar de mis advertencias, no se cuidaba en lo relativo a la dieta ni en la práctica activa de ejercicio físico.
– Bien, Patty. Veo que llevas una vida algo solitaria.
– Se puede considerar así.
– Pero tendrás alguna persona que forme parte de tu círculo de amistades.
– Las tengo contadas.
– Bueno, a veces es mejor tener pocos amigos, pero que sean fieles y de confianza.
– Da lo mismo. Siempre terminarán traicionándote.
– No se puede ser tan negativa, Patty.
– El ser humano es nocivo. Somos descendientes de bestias, y como tales, buscamos el beneficio propio, en menoscabo del resto. Si yo triunfo, qué más da lo que les suceda al resto.
– Es una opinión muy personal, Patty.  Demasiado egoísta por tu parte, si me permites mi simple punto de vista.
– ¿Sabe lo que le digo?
– No, Patty.
– Que ya estoy harta de esta sesión de hipnosis. Es más, le he estado siguiendo el juego para servirme de usted.
– Cómo.
– Fíjese en mis ojos. Usted será lo que yo desee que sea. En el momento que yo lo estime oportuno. Las veces que yo quiera que lo sea usted al día. Delante de sus conocidos. Y de gente ajena a su entorno.
“Usted será mi gusano.
“Una lombriz enorme que se arrastrará sobre su estómago…


Aquella sensación de desasosiego…
La obsesión por avanzar centímetro a centímetro. 
De manera trabajosa. 
Sudando como un cerdo. 
Reptando como un animal invertebrado, blando, alargado, contráctil y sin extremidades, conforme los compañeros de profesión observaban su insólito comportamiento en la convención de psicoanalistas de Boston.
En aquel instante era un mero gusano…
Huyendo de la sensación de ser pisoteado por la suela de un zapato gigantesco.

Balada del Paladín Sanguinario

Espada empañada de sangre.

Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada,
marcho a pie sobre el terreno con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí implacable destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos 
donde la cordura queda atascada e inmovilizada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que utilizo,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello conforma la antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante el irrefrenable frenesí de mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.

La presencia

Mishimara miraba fijamente al enorme baúl de hierro ubicado en el centro del cuarto. Estaba sellado a cal y canto, asegurado para tal efecto con un candado.
Por las juntas de la tapa con el resto del conjunto rezumaba cierto líquido grumoso rojizo. Algunos hilillos se iban desplazando por los costados del baúl, sin alcanzar aún el límite de contacto con el suelo de hormigón.
Mishimara no permanecía distraído. No podía.
La tentación podía surgir en cualquier instante.
Aquel objeto podría servirle de protección momentánea.
Aún así…
Se miró los brazos, tensos y con las venas en relieve.
Su frente estaba perlada de gotas de sudor frío y viscoso.
Sus cabellos apelmazados sobre las sienes.
Toda su indumentaria destrozada, con su anatomía estigmatizada con hematomas y cicatrices recientes.
El dolor irradiaba cada ramificación de su sistema nervioso.
Aún así procuraba evitar manifestar su malestar físico y anímico.
Aquello que albergaba el baúl tenía que presentir su entereza. Su encomiable decisión en vencerlo.
Mishimara tomó descanso en una silla ordinaria de madera. La habitación tan sólo constaba de los dos muebles mencionados y de un sucio jergón tirado de mala manera sobre el frío y sucio suelo.
La puerta…
Estaba cerrada, con tablas claveteadas al otro lado, impidiéndole salir de ahí.
Era por su bien, y por el de los demás de la familia.
Ante todo, tenía que evitar que la maldad encontrara un nuevo hogar donde aposentarse.
Si no la vencía, sucumbiría a su inercia destructiva, sin involucrar a nadie más.
Ocultó el rostro compungido entre las manos. Estaba terriblemente agotado. No le quedaba ni un gramo de fuerza. Su mente estaba dividida en cientos de pensamientos que no conducían a ninguna trama coherente.
Estaba empezando a decaer.
La presencia encerrada dentro del baúl percibió su nueva debilidad.
Golpeó la tapa con fuerza, buscando liberarse de su encierro.
El candado resistió sus primeros embates.
Mishimara se incorporó, visiblemente espantado.
Iba a conseguir evadirse. Con lo que le costó inmovilizarlo en su interior.
7 horas de tremenda lucha espiritual.
Estaba concienciado que jamás podría resistir una segunda confrontación de semejante tipo.
El baúl se sacudió con mayor virulencia. El candado estaba al borde de la ruptura.
Y así fue.
La tapa quedó alzada.
Aquello que albergaba el baúl consiguió escapar de su prisión. No tardó nada en encontrar a Mishimara.
Este segundo envite fue demasiado para él.
Se dejó llevar por aquello.
Su cuerpo dejó de responder a los impulsos remitidos por su cerebro.
Dio rienda suelta a la locura total.
Golpeaba con frenesí las cuatro paredes y el techo, levitando, dejando su propio rastro de sangre en las superficies.
Se le voltearon los ojos hacia dentro. Su lengua fue arrancada para luego ser tirada de mala manera dentro del baúl.
Acto seguido, cuando Mishimara falleció víctima de heridas internas, aquello que lo poseyó lo depositó dentro del baúl, cerrando la tapa con fuerza, para acto seguido dar los golpes acordados en la puerta para que retiraran las tablas y le abrieran.
Su futuro anfitrión aguardaba fuera.
La puerta fue abierta.
– ¡Mishimara! – llamó su hermano y su mujer, pero no lo hallaron.
Vieron el baúl con la tapa cerrada.
Y al instante se sintieron distintos.
Pues la presencia podía multiplicarse y poseer a más de un cuerpo al mismo tiempo…
En buena medida era una especie de Youkai (妖怪)*

*(demonio, fantasma en el folklore japonés) (N. del A.)

La Caseta del árbol.

– ¡Corre, Nathan! ¡Corre todo lo rápido que puedas!

Fueron las palabras angustiosas y desesperadas de su madre.
Como pudo, alcanzó el jardín trasero. Sus cortas piernas se desplazaban con titubeos. Estaba nervioso. Asustado. Lloroso.
Demonios. Era un crío de ocho años.
Afuera el sol daba de lleno. Hacía mucho calor. Era de día. Empezó a sentir un fuerte escozor en el revés de las manos y en la cara.
A mitad de camino del árbol donde tenía situada entre las ramas la caseta construida el año pasado con la ayuda de su padre, escuchó el grito de su madre.
Fue espeluznante.
Recordó la orden que le dio. Tenía que correr. Trepar a la caseta del árbol. Con suerte ahí podría permanecer escondido. Y lo mejor, protegido por la oscuridad.
Alcanzó la escala de cuerda y fue subiendo.
Los ojos le picaban. Las lágrimas eran ácidas. Las sentía al deslizarse por sus mejillas. Tuvo que entrecerrar los párpados para continuar escalando el árbol.
Cuando llegó arriba, se refugió dentro de la casa, recogiendo la escala.
Nada más ubicarse al amparo de las sombras, sintió cierto alivio en la piel. Aunque sollozaba con ganas. Tenía mucho miedo. Por lo que pudo pasarle a su madre. Notó cierta humedad en los pantalones. Se había hecho pis.
Trataba de permanecer acurrucado en un rincón. El más sombrío.
Al poco llegaron ellos.
Estaban en el jardín.
Dos hombres malvados.
Los que habían entrado en la casa. Habían forzado una ventana de la cocina. Lo hicieron sigilosamente, más que nada para evitar que el vecindario supiese de su llegada. Por lo demás eran sabedores de que Nathan y su madre estaban durmiendo profundamente.
– ¡Niño! ¡Baja del árbol! – le dijo uno de los dos hombres malos.
Estaban ambos situados al pie del árbol.
– Sabemos que estás ahí arriba.
– ¡Venga! Baja con nosotros. ¿No querrás que subamos hasta la caseta para bajarte a rastras?
Nathan se mordía los puños de las manos para no meter ruido. Estaba transpirando copiosamente por el brutal efecto del calor. No podría aguantar mucho rato dentro de la caseta. Aquella oscuridad era artificial. Por los intersticios de los listones de la madera se filtraba parte de la luz solar.
– ¡Niño tonto! Desciende del puto árbol de una vez.
– Eso. Mejor que vengas con nosotros. Tu madre te está esperando.
Las voces eran enfermizas. Malsonantes.
Se apartó un poco de las sombras para verlos de refilón desde el hueco de la trampilla del suelo.
Eran dos hombres vestidos con indumentaria militar. Llevaban cascos, chalecos y botas pesadas.
Uno de ellos se fijó en su cabecita asomando por el hueco, y sin mayor dilación le mostró la cabeza de su madre. La sujetaba por los cabellos.
El hombre malo sonrió con ganas.
– Desciende del árbol, hijito. Y ven a saludar a la cabeza de tu mamá…
Nathan cerró la trampilla, retirándose entre las sombras del rincón donde no accedían los rayos del sol.
El hombre  que sostenía la cabeza de su madre profirió su malestar con insultos.
Nathan notó un fuerte impacto contra la parte inferior de la caseta, cerca de la trampilla.
Le habían lanzado la cabeza de su madre…
– Es cuestión de tiempo… – trataba de calmar a su impulsivo compañero. – Aunque esté cobijado de la luz, el propio calor lo va a freír dentro de la caseta.
– El muy cabrón no se va a bajar del puto árbol.
– Por eso mismo te digo que hagamos guardia con el visor térmico. En cuanto nos confirme que ha muerto, nos marchamos sin tener que ingeniárnoslas para trepar hasta la copa del árbol.
– Puede que tengas razón. Ya nos hemos cargado a su madre. Y la brigada 12 ha hecho lo propio con el padre.
– Está confirmado. Eso es lo bueno de hacer un correcto seguimiento antes de cazarlos. Ese tío tenía la costumbre no de dormir en su casa, si no dentro del panteón familiar. La brigada 12 ha presentado al guarda del cementerio la autorización judicial para penetrar en el recinto a las siete horas. Este les ha entregado la llave de la verja de acceso al interior del panteón y han utilizado directamente el procedimiento del fuego directo.
– Como se disfruta achicharrándolos con los lanzallamas… Aunque yo personalmente prefiero el machete a la antigua usanza.
– Ya entiendo tu sobrenombre de Greg “El Jíbaro”.
– Eso es. No reduzco cabezas. Simplemente se las separo del cuerpo de los chupasangres…
Miró con rostro desafiante a la cabeza femenina tirada al lado de una raíz que sobresalía del suelo. Juntó ambas manos sobre la boca para hacer bocina, dirigiéndose al niño pequeño de la caseta en el árbol:
– ¿Qué tal chaval? Me imagino que te estás asando como un pollo. Tú estate tranquilo, que aquí permaneceremos los dos para impedir que te escapes.
“Cuando nos marchemos, de ti sólo quedarán cenizas…
– No seas cruel con el mocoso. Bastante estará sufriendo ya.
– A mi no me digas. Yo no tengo la culpa que sea un jodido vampiro.