La llamada inadecuada

A estas alturas de la vida moderna, quién ya no está harto de recibir a todas horas las molestas llamaditas comerciales de las compañías telefónicas. Este relato va dedicado a cada una de ellas y a sus pesados teleoperadores/as, je je.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La cosa del armario

Hoy es el día del Trabajo, así que este relato va dedicado a todos los verdaderos trabajadores/as que desempeñan sus labores de manera sacrificada, sin vivir del cuento como tantos listillos que pueblan el planeta. Espero que el relato no les asuste tanto como para luego tener que acogerse a la baja médica por ser víctimas de un trauma emocional supergordo, je je…

– ¡Déjalo sólo! Ya no podemos vivir con él.
– Es nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, por Dios.
– Ya no. Esa cosa ya no forma parte de nuestra sangre.
– Le echaré de menos, Edmond.
– Estás casi tan enferma que él. Pero debemos marcharnos para siempre. Alejarnos de su lado. Cuando todo se descubra… Será su fin. Dios lo quiera. Por eso debemos irnos muy lejos. Nos va en ello nuestra propia libertad y la vida. Porque sus hechos traerán consecuencias. Y se nos marcará por ello. Somos sus padres. Lo hemos estado encubriendo. La sociedad nos odiará en la misma medida. No nos queda otra alternativa.

Todo comenzó una madrugada. Estaba espabilado. No sabía el motivo de su falta de sueño. Miraba fijamente los contornos de los objetos y de los muebles que quedaban ligeramente remarcados por la débil luz de la calle que se filtraba entre los intersticios de las láminas de la persiana veneciana de la única ventana de su dormitorio. Estaba nervioso. Se mordisqueaba las uñas sin parar. Al fondo, frente a los pies de la cama estaba el armario empotrado. La puerta corrediza estaba ligeramente entreabierta, dejando un resquicio de diez centímetros.
Entornó los párpados, apreciando cómo el hueco tendía poco a poco a extenderse, hasta que fueron surgiendo las prendas colgadas de las perchas.
Se subió la manta hasta el mentón, casi predispuesto a dejarse ocultar del todo por ella.
Frotó uno de los pies contra el tobillo del otro.
Entonces, repentinamente, la puerta del armario se cerró, haciéndole de resguardarse bajo la manta, deseando que amaneciese cuanto antes.


A la mañana siguiente se lo contó a sus padres. En el mismo desayuno.
– Hay algo en el armario ropero.
– No digas tonterías.
– Yo… Vi su aliento, como si hiciera frío ahí dentro.
– Es tu propia imaginación. ¡No te da vergüenza! ¡A estas edades!
– No pude pegar ojo.
– Déjalo, quieres. Tu madre y yo no estamos para escuchar estupideces a estas alturas de la vida.

Se sucedieron las noches, y la puerta del armario era abierta y cerrada de manera continua por el ente que en su interior se guarecía por motivos insondables.
Poco a poco fue venciendo sus temores iniciales. Se atrevió a salir de la cama, para acercarse al hueco. A través de él emergía la respiración del ser. Este, al apreciar la cercanía, no tardó en manifestarse.
– Douglas…
– ¿Qué eres? ¿Qué quieres?
– Soy tu amigo. No me temas.
– Si dices ser mi amigo, tendrías que darme menos miedo.
– Yo soy así. No pidas lo imposible, Douglas.
– Tienes muy mal aliento. ¿Por qué te ocultas entre la ropa del armario?
– Es preferible que no me veas. Mi voz es lo que menos temor inspira a los demás.
– Entonces quédate ahí escondido.
– Eso hago, Douglas. Pero necesito tu ayuda.
– ¿Qué me pides? No creo que pueda servirte de mucho.
– Estoy desfallecido. Sin fuerzas. Llevo un tiempo sin alimentarme.
– ¿Quieres que te traiga comida?
– Así es.
– Es muy tarde. Mi madre está durmiendo. No puedo despertarla para que te cocine algo.
– Me sirve cualquier tipo de sobras. Tú busca, que seguro que encontrarás algo para saciar mi apetito inmenso…
Bajó a la cocina y abrió la puerta del frigorífico. Había un plato recubierto con papel de aluminio. Regresó a su dormitorio, frente al hueco practicado en la puerta del armario ropero.
– No hay gran cosa. Simples albóndigas. Están frías. Si quieres, te las caliento un poco.
– No hace falte que lo hagas, Douglas.
El ente del armario alargó una zarpa monstruosa perlada de granos purulentos y recorrida por venas abultadas, recogió el plato y se dispuso al instante a ingerir las albóndigas.
Fue la primera cena que le facilitó. Luego seguirían muchas más.

Transcurrieron varias noches, de las cuales, casi siempre se hallaba en vela, tratando de cumplir con los deseos del ser que habitaba en su armario de la ropa.
En una de ellas, aquella cosa le dijo:
– Douglas. Ya estoy recuperando la energía perdida.
– Me alegro.
– A partir de ahora, necesito que me traigas cosas más sustanciales. Más nutritivas para mi organismo.
– No te entiendo.
– Necesito comida fresca. Y sin hacer. Carne cruda.
– No tenemos eso en el frigorífico. Tal vez cuando vayamos a la carnicería, pueda convencer a mis padres para que compren algún filete de buen tamaño.
– No, Douglas. Yo preciso ya algo más que un simple filete. La ternera entera es lo que quiero.

Al día siguiente, encontró un perro callejero. Lo estuvo siguiendo prudentemente, hasta tenerlo acorralado en un callejón sin salida. Utilizó la carabina de aire comprimido para lastimarlo. En cuanto lo tuvo medio tendido entre dos cubos de la basura, lamiéndose las heridas, lo remató con un ladrillo en la cabeza…

Aquella madrugada, la puerta del armario estaba abierta medio metro. El animal fue devorado en menos de media hora, quedando de él las vísceras y los huesos. Los ojos oblicuos ocultos entre las penumbras estaban irritados por la clase de cena que le había traído. Alargó la garra, cogiéndole firmemente por el cuello.
Notó la fetidez de su aliento.
– Esto no lo repitas. Es pura carroña. Lo que yo necesito es carne de primera categoría. Si para la siguiente noche no me consigues algo mucho más selecto, puede que te considere a ti como mi cena.
La voz gangosa era amenazante de veras. No bromeaba.
– Ahora llévate estos restos. No los quiero en mi estancia.
Diciendo esto, le arrojó las entrañas y los demás restos del animal.

Tenía mucha prisa, por eso le molestó que su padre le llamara la atención cuando iba a salir a la calle.
– ¡Eh! ¿A qué viene tanta prisa? ¿Y a dónde crees que vas? Puede que tengas deberes que hacer en la casa. Tu madre está fatigada por el turno de noche de esta semana y…
– Imposible. Voy a casa de los Tennant. Estoy esta tarde de canguro de su hijo Ricky.
– Vale. Si eso implica que vas a traer algo de dinero para la maltrecha economía familiar, te felicito.
– Casi lo hago gratis. Es algo que me urge.
– No te entiendo.
– Da igual que lo entiendas o no. El caso es que tengo que estar ahí ahora mismo.
– ¿Qué pinta esa bolsa de deporte que llevas?
– Llevo bastantes juguetes míos para entretener al crío.

Los vocablos del ente brotaban de sus labios entremezclados con los fluidos y los mordiscos que infería a una de las extremidades del pequeño niño que él le había traído esa noche.
– Exquisito. Además está tan tierno. Rico. Ricoooo…
– Deseo que sea la suficiente carne como para que te repongas del todo y te marches de una vez de mi vida.
La criatura dejó de comer por un breve momento. Las ascuas infernales le consumieron con su penetrante mirada. Emitió una carcajada demencial.
– Ya te haré saber cuando esté completamente recuperado, en plena plenitud física. Hasta entonces, tendrás que contentarme todas las noches que sigan a la actual con carne tan sublime.
“Porque, acuérdate, puedo acabar contigo en un santiamén. Merendarte en tres bocados…

En las siguientes noches, desaparecieron más niños. El pánico se adueñó de los habitantes de la zona. Se establecieron patrullas diarias y de noche para intentar dar con el secuestrador. Se impedía que los más pequeños jugaran en las calles. Solo podían hacerlo en el colegio y en sus casas, siempre acompañados por personas mayores de confianza, aparte de los padres y los propios familiares.
Así que tuvo que cambiar de planes.
Decidió seleccionar a gente adulta. La carne sería más dura, pero igual de nutritiva.

Una madrugada, su padre fue desvelado a gritos por su propia esposa. Lo zarandeó en la cama, con fuerza, instándole a que la acompañara al dormitorio de su hijo. Estaba histérica. Fuera de sí.
– ¡Demonios de mujer! ¿A qué viene esta pérdida de papeles?
– ¡Nuestro hijo! ¡NUESTRO HIJO, DIOS MÍO!
– ¿Qué le pasa al muy infeliz?
Ella no pudo contestarle, pues se desmayó en sus brazos. La tuvo que acomodar sobre el lecho. Alterado, fue en pos de su hijo. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta cerrada. Quiso abrirla, pero estaba asegurada por dentro. Sus pies descalzos notaron la viscosidad de un líquido rojizo que se esparcía por el suelo del pasillo, partiendo de la entrada por la cocina, hasta derivar hacia el quicio del cuarto de su hijo.
Escuchaba unos sonidos muy extraños al otro lado. Con el añadido de una voz que parecía pertenecer a otra persona.
– ¿Qué significa todo esto? Hijo. Abre la condenada puerta. No sé lo que has hecho, pero no es nada bueno.
Ante la negativa, se apartó un poco y cogiendo impulso, arremetió contra la puerta con el hombro derecho. Esta cedió con cierta facilidad, y ante su terrible incomprensión, vio a su hijo sentado al lado del armario. Estaba desnudo, bañado en sangre, rodeado de los restos de una persona mayor troceada. Soportaba entre las manos una porción de pierna que comprendía el pie hasta la parte anterior a la rodilla, y con afán de caníbal, abría y cerraba las mandíbulas, arrancando porciones de la pantorrilla, masticando con deleite.
En cuanto vio irrumpir a su padre, se detuvo un segundo, observándole con los ojos desorbitados, propios de una persona trastornada. No le dijo nada. Al poco continuó devorando el cadáver fresco.
Su padre vomitó al ver la cabeza del hombre plantado encima de la cama de su hijo.
Inmediatamente abandonó la estancia, yendo a por su mujer.
Hizo lo posible por hacerla recuperar la conciencia. La llevó a la ducha, y con agua fría consiguió que volviese en sí. Ella se le quedó mirando acongojada. Rompió a llorar sobre su hombro.
– Nuestro hijo. Ha perdido la cabeza.
– El muy miserable. Tenemos que marcharnos, Mónica. He visto las calaveras asomando desde el interior del armario de la ropa. Eran pequeñas.
– ¡Los niños desaparecidos de la comarca!
– Vamos. Sécate y vístete. Cojamos lo más imprescindible. Tenemos que escapar de su locura.
– ¿Cómo ha podido ser? Con lo que le queremos.
Su esposo se enfureció con ella. La abofeteó con fuerza en la mejilla derecha para hacerle volver a la realidad.
– Somos responsables en parte de esta horrible tragedia, Mónica. Durante 38 años. Nuestro hijo ha estado toda su vida matando animales. Destripándolos. Lo sabes muy bien. La de veces que hemos tenido que enterrar los restos en el jardín, y de limpiar a fondo las dependencias de la casa. Pero ahora ha cruzado el umbral. Ahora es un psicópata. Un criminal. Ha asesinado a niños. Y a una persona mayor. Cuando todo esto se descubra, nuestra estirpe será maldita.
“Por eso sólo nos queda huir.
“Olvidar que hemos tenido alguna vez un hijo…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El hermano

Días melancólicos, relatos de tal guisa…

La bruma densa y húmeda se arremolinaba entre las lápidas verticales, cubriendo las que estaban entre la alta hierba descuidada del cementerio del pueblo.
En una de estas el sonido repetitivo sesgado de las paladas sacando tierra de una tumba en concreto y acumulándola en las cercanías llevaba produciéndose en la última media hora. Su esfuerzo era ímprobo pero necesario. Cuando dio con la tapa del ataúd, se detuvo, aliviado. Pasó la manga sucia de la camisa por la frente, enjugándose el sudor que perlaba la misma. Su respiración era acelerada por la impaciencia. Dejó la pala y buscó con la linterna el mazo y el punzón depositados cerca de la cruz de mármol negro de la tumba. Estuvo muy impreciso en la separación de la tapa, tardando cinco minutos en abrir el ataúd. Cuando lo hizo, arrojó las herramientas y rebuscó en el interior enfocando el cadáver embalsamado con el haz de la linterna. El funeral y su posterior entierro tuvieron lugar ese mismo día al mediodía, por tanto, el finado estaba bastante fresco y bien conservado mediante la eficiente labor profesional de los empleados de la funeraria.
Estuvo contemplando el rostro relajado y sereno del hombre de temprana edad. Lucía su traje de las grandes ocasiones.
Una lágrima surgió de la comisura del ojo izquierdo.
Respiró hondo y pausado. Tenía que relajarse.

Investigó la mano derecha del hombre fallecido, encontrando la alianza de oro. Con sumo cuidado, intentó extraerlo, pero el dedo estaba entumecido e hinchado. Ya lo tenía previsto, así que buscó en el maletín el escalpelo de cirujano y procedió con la incisión, lo suficientemente profunda, como para conseguir separar la falange y de esta manera, obtener el anillo…
En cuanto estuvo en sus manos, recogió los instrumentos utilizados en la profanación de la tumba y se marchó sin preocuparse en dejar la tumba violada y con la figura del difunto al descubierto.

Laura estaba desvelada. Los últimos días habían sido muy duros para ella. La pérdida inesperada de su joven marido mientras participaba en una carrera de campo a través era el mayor de los mazazos para su único año de unión. Verlo llegar tambaleando a la meta, cayendo sobre las rodillas, con el rostro congestionado, víctima de una muerte súbita, sin que las asistencias médicas pudieran conseguir reanimarlo con el desfibrilador, constituían los fotogramas de una especie de cortometraje infernal, que ella hubiera deseado nunca haber contemplado.
Anthony tenía 24 años. Toda una vida por delante. Al igual que ella, estaba en los inicios de su carrera profesional tras haberse licenciado en la universidad. El destino, sin haber consultado con Laura, la había dejado de lado, con 23 años. Una soberana injusticia. Si pudiera, Laura le metería una bala entre ceja y ceja a quien regía el futuro de los mortales.
En estos días de desasosiego, se había sentido protegida por sus familiares y amistades. Si no hubiera sido por su compañía en los momentos difíciles de los trámites y los ritos fúnebres, su espíritu habría desfallecido por la impotencia y el dolor.
Ahora a Laura le quedaba el terrible trance del duelo.
Las fotos de Anthony. El olor corporal de Anthony en las ropas que conservaba en los armarios. Su aún reciente cercanía en cada rincón de la casa compartida entre ambos en los últimos meses…
Por eso estaba desvelada. Y aún a pesar de las pastillas, era conocedora que tardaría en dormir en las semanas venideras. Porque siempre que cerraba los párpados, ahí veía a Anthony sonriéndole antes del inicio de la carrera que iba a costarle la vida.
Laura se sentía incómoda en su lecho. Miró la hora que marcaba el despertador.
Las 3:30 A.M.
Vencida por el insomnio, se incorporó, se puso una bata de seda color crema, se calzó las zapatillas y abandonó el dormitorio, dirigiéndose a la cocina. Cuál fue su sobresalto al verla iluminada. En cuanto alcanzó la jamba de la puerta, vio a la persona que más deseaba ver.
– ¡Anthony! ¡Eres tú! ¡No es posible!
Sentado frente al mostrador que delimitaba el comedor con la cocina propiamente dicho, estaba la figura gallarda de su joven esposo. Estaba vestido con un traje elegante, de los que solía usar cuando acudía al trabajo.
– Hola, Laura. Esa bata tan entallada te sienta estupendamente bien – le dijo su marido.
Laura le miraba embelesada. Las dos pastillas que había tomado para los nervios y facilitar su sueño no había causado el efecto necesario, pero aún así tenía la cabeza algo pesada. Como si estuviera flotando entre nubes, viviendo una ensoñación. Pero aquello era real. Anthony vivía. Estaba con ella, acompañándola en la cocina. Y estaba tan radiante. Tan natural.
– Ven aquí. Tengo que abrazarte y darte un merecido beso – le dijo Anthony, poniéndose erguido cuan alto era.
Laura no lo dudó ni un instante. Se acercó deprisa y se dejó rodear por los hombros por las manos cálidas de su esposo. Los labios se buscaron y se besaron con pasión. Estuvieron así un rato, hasta que se separaron. Ella lo cogió de la mano derecha, donde brillaba el oro de la alianza.
– Vayamos a la cama. Quiero permanecer contigo toda la noche.
– Lo que tú digas, Laura. Esta noche soy tu prisionero.
Conforme lo decía, su deseo era mayor por formar parte de la vida de la viuda de su hermano gemelo…
Eran dos gotas. Dos briznas de la misma hierba. Dos monedas recién acuñadas.
De eso se serviría.
Pues un dolor profundo era tan fácil de confundir…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La balada del asesino inútil

Cuando a veces una tarea no está bien rematada, sucede algo parecido a lo que viene a continuación…

– Déme un refresco – susurré con debilidad.
– Usted no está para beber nada. Se muere, sabe. Confórmese con eso – me contestó con inmensa frialdad el hombre de la guerrera verde oscura.
Yo ya lo veía todo borroso. Sin matices que me aclararan su ubicación.
– No… No me moriré – le dije en un hilo de voz casi inaudible para mí mismo.
Noté sus pisadas al lado de mi cuerpo caído.
– ¿Cómo dice, amigo? No le entiendo nada.
“Hable más alto. Esfuércese, anda.
No podía ya ni alzar la cabeza. Todo mi cuerpo reposaba en horizontal sobre el frío suelo del desierto de Sonora. Notaba la superficie granulosa debajo de la tela desgarrada de mi camisa de seda negra. La humedad de mi propia sangre la dejaba empapada. Al menos no había charco. La arena se encargaba de absorber el líquido que emanaba de mis duras heridas infligidas por la katana japonesa.
Era noche cerrada y a aquel idiota no se le ocurrió otra cosa que querer matarme con la típica arma de samurai.
Escupí grumos de sangre sobre mi lado derecho. Se me cerraban los párpados.
– Bueno. Está claro que lo suyo es ya historia. Esta madrugada alimentará a los putos coyotes – se mofó ese asesino de pacotilla.
Se me oscureció la vista y con ello la vida que yo conocía quedó apagada para siempre.

No se cuánto tiempo habría pasado desde que fallecí a manos del sicario del tipo al que le debía una cantidad respetable de dinero. Aún era de noche. Casi no se veía nada. Por no haber, no había ni luna llena y el firmamento estaba abarcado por infinidad de nubes. Al menos no soplaba el aire nocturno del desierto. Aunque la verdad, si yo ya era un cadáver ambulante, no debía de preocuparme por las bajas temperaturas del momento. Sólo me indignaban los desgarrones de mi vestimenta. Era de las caras, y ese inútil se había cebado en ella con nula precisión. Claro, si a un cerdo le atraviesas varias veces sin ton ni son con un cuchillo, acabará desangrándose en la matanza.
Lo lógico hubiera sido que con aquella arma tan mortífera me hubiera matado de una simple tajada, rebanándome el cuello. Mejor. De haberlo hecho, yo no sería ahora una especie de muerto viviente. En un futuro terminaría oliendo a descomposición dentro de mi cuerpo corrupto, pero dado mi reciente fallecimiento continuaba tan fresco que una verdura expuesta en el puesto del tendero de un supermercado. Caminaba muy fluido, con paso normal, hasta con alguna que otra apreciable zancada. Mi instinto me llevó al abandono del desierto al dar con la carretera estatal. No muy lejos de ella debía de estar el área de descanso donde el asesino a sueldo me invitó a un último trago antes de reclamar mi presencia en un área abandonado de Sonora…
Con suerte, dada la estulticia del tío, esperaba verle de nuevo en el mismo sitio. Tenía unas ganas enormes de devolverle el favor con una caña mejicana a mi costa.

Estaba algo más lejos de lo que recordaba. Claro, recorrer el trayecto en coche con las manos maniatadas y con el tipejo conduciendo como un loco, a la vez que observaba la katana ubicada sobre el asiento del copiloto te daba la sensación de que el tiempo volaba. Ahora estaba desandando el recorrido a pie, y aunque ya no perdía más sangre porque ya la hube perdido toda y mis heridas no me dolían, esa cantidad de kilómetros había que patearlos como si fuera un vulgar recluta en su primer día de entrenamiento en uno de los campamentos militares del tío Sam.
La realidad es que el sol empezó a despuntar cuando alcancé el tugurio de un tal Tío Celestino, que ese era el nombre que rezaba en el cartel que daba nombre al local. El Ford Focus negro metalizado estaba aparcado en la zona de estacionamiento. Era el segundo vehículo. El otro seguramente que pertenecía al dueño del sitio.
Allí estaba el tonto del culo. Bebiéndose unas rondas en mi memoria.
Cuando me acerqué a la ventanilla de su vehículo, comprobé que la tenía bajada por el lado del acompañante. Sobre el asiento estaba la katana. El seguro estaba levantado. Abrí la puerta y me hice con el poderoso brazo ejecutor del samurai Kito. Sonreí de buenas. Hasta solté una carcajada seca. Aquel puñetero asesino era más chapucero de lo que me había imaginado.

– ¡Jesús, María y José! Un muerto que anda. Estamos perdidos – gritó asustado perdido el dueño de la taberna del Tio Celestino.
– Oye. Que he bebido mucho más que tú en toda la noche. Así que no me vengas con chorradas – le reprochó el asesino a sueldo sin girarse sobre el taburete sobre el cual estaba sentado en una postura algo decadente por el exceso ya de Triple Equis.
– No más dese usted la vuelta, cabrón. La madre que te chingó, menuda espada que lleva entre las manos.
– ¿Espada dices? No jodas.
Cuando se volvió, el filo de la katana hizo que su cabeza descansara a medio metro de su tronco sobre el mostrador de la barra del bar.
– Tengo un buen estilo – rezongué asombrado.
El dueño del local me miraba paralizado.
Pasé la lengua por la hoja para saborear la sangre.
Sabía a gloria.
– No me haga nada, por favor. No más me marcho – suplicó el barman.
Le miré sonriente.
– Amigo. ¿Acaso has visto que un testigo en este trance pueda quedar libre para luego testificar ante las autoridades locales?
– Yo no le conozco a usted de nada. De nada. Además ese borracho está bien de esa manera. Lo más seguro es que no hubiera podido pagarme todas las rondas que se ha bebido.
– Ya… Bueno. El caso es que yo soy un tío especial.
– Usted está muerto, la puta. Por eso déjeme marchar.
Contemplé la cabeza exhibida en la barra del bar. Quedaba la mar de decorativo. Miré al chicano. Transpiraba demasiado para mi gusto.
– Sabe qué, compadre.
– Que me deja ir con viento fresco, puto gringo. Yo me marcho y tú luego te pudres con este otro…
Empuñé con orgullo la katana.
– Me temo que no va a ser posible. Le he sacado gusto al tema este de cortar cabezas.
“Y yo me pudriré, pero seguiré marchando como buen zombie. Pero a ti, al faltarte la cabeza, lo más que más harás será servir de alimento a las cucarachas…
Segundos después le di a la cabeza como quien golpeaba con fuerza una pelota de béisbol con la confianza de lograr un homerun.

Más tarde seguí mi caminata por el desierto de Sonora…
A lo mejor había suerte y me encontraba con alguna que otra víctima de otro asesino incompetente que pudiera acompañarme en mi nuevo estado. Además, el sol adelantaría mi putrefacción. Así no desentonaría como muerto viviente.
Una vez que uno asume un rol, tiene que procurar ser lo más convincente posible.
Si no, se es un completo inútil.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La propuesta

Iniciamos una semana nueva desde Escritos con un relato ligeramente perturbador. El protagonista es un amigo del colegio de mi sobrino Gurmesindo, quien por cierto está aquí al lado. ¡Niño! ¡Ven! Que deseo que hagas la introducción del nuevo texto pergeñado por quien estornuda y tose cuando se acatarra.
– ¡Oye, viejo! ¡Préstame tu mechero! ¡Y tabaco de liar! Que llevo una hora sin fumar, y ya tengo el mono.
Será posible, Gurmesindo. ¿Acaso en este fin de semana pasada tus padres no te han dado una suculenta asignación semanal?
– ¿Dices que cincuenta céntimos dan para mucho? ¡Qué te den! Y a tu cuento, también. Que narre el relato el loro disecado de Dominique.
¡BLAAAAAM!
Vaya portazo. Y qué modales. Sus padres lo están malcríando.
No me queda más remedio que aclararme la voz con zumo de papaya si acaso deseo dar a conocer el relato…

Anatoly nunca se lo mencionaba a sus padres. Ni a sus propios amigos. Era un hecho que le intrigaba de la manera más profunda. Ocurría entre las dos y las tres de la madrugada. No todas las noches. Ni siquiera cada semana. Por ello siempre ponía el despertador de su teléfono móvil a las dos menos diez, abandonaba la comodidad del sueño y el abrigo que le proporcionaba la manta de su cama para aproximarse a la ventana de su dormitorio y tiraba de la correa de la persiana, alzándola lo suficiente como para poder atisbar el exterior de la calle sin que fuera descubierto desde fuera. En infinidad de ocasiones no sucedía nada. La calle completamente nevada por la temporada invernal rusa mostraba un estado desolador de soledad ahí mismo como en las cercanías del lugar.
En cambio, cuando debía suceder, las pisadas dejadas por el errante nocturno conducían hasta el contenedor ubicado frente al edificio vetusto de siete plantas donde vivía Anatoly.
Aquel hombre surgía de la nada, escondido en el anonimato de sus ropajes invernales, caminando siempre dificultosamente sobre la nieve, acarreando un saco pesado sobre el hombro derecho. Se percibía el hálito de su respiración por los dieciséis grados bajo cero. Al acercarse al contenedor de la basura, depositaba el saco sobre el suelo, alzaba la tapa y recogiendo la carga de nuevo, con esfuerzo ímprobo lo lanzaba al interior, bajando la tapa y marchándose lentamente del lugar.
Anatoly estaba fascinado por la aparición errática del callejero nocturno. En lo que llevaba de mes y medio controlando sus andanzas, había surgido más de diez veces desde la nada, siempre en la misma franja horaria entre las dos y las tres de la madrugada.
Y en cada visita, el mismo tipo de carga era depositado en la basura…

El frío era extremo. Sus extremidades inferiores luchaban fatigosamente por realizar el recorrido que culminaría ante el contenedor de la basura. El contenido del saco pesaba un quintal, y tenía el hombro casi muerto por el peso del mismo. A pesar de la costumbre y del hábito, los nervios nunca le abandonaban. Hasta que no se deshiciera del saco, no se iba a sentir del todo tranquilo.
Dobló la esquina, enfilando la calle que le interesaba. Había cientos de contenedores de basura, pero aquel le transmitía buenas sensaciones. También era cierto que quedaba lejos de donde vivía. Así nunca se le podría relacionar con lo que hubiera en las entrañas de los sacos que eran depositados cuando le llegaba el ansia de gritar, de pegar, de acuchillar, de matar…
Tardó en fijarse en la presencia de un niño. Estaba abrigado como él hasta las mismas cejas, y parecía aguardar su llegada, pues estaba al lado del contenedor.
No supo qué hacer. Siempre había eludido la presencia de testigos. Tendría que marcharse y buscar otro contenedor. Aunque bien pensado, que aquel mocoso estuviera ahí a las tres de la mañana era tan inusual como su propio hábito de recorrer kilómetro y medio con los sacos al hombro en pleno invierno.
Se quedó un rato inmóvil, sin decidirse por si seguir adelante, arrojando el saco a la basura y luego marcharse, obviando la cercanía del niño, o dar un rodeo hacia la calle más cercana.
Entonces el niño se movió. Con cierto desasosiego, el hombre del saco inició el cambio de trayecto, pero no tardó en tenerlo enfrente.
Tendría once años. Doce a lo sumo.
Fue una escena extraña y tensa. Se estuvieron mirando fijamente a los ojos, sin decirse nada.
Finalmente el crío tomó la iniciativa.
– Se lo que llevas en el saco que cargas.
A pesar de lo minucioso que él era, al permanecer el contenido tanto tiempo quieto en el mismo sitio, una zona del saco más oscurecida y donde la tela estaba húmeda, rezumó un líquido rojizo que se asentó sobre la nieve.
Gotas escarlatas de sangre.
El hombre llevaba una espesa barba de varios días. Sobre la frente las marcas de unos arañazos recientes. Aquella noche había sido más costoso recrearse en su pasatiempo favorito.
Observó al niño, sin poder ocultar en parte su perplejidad.
– Veo que debes de estar al corriente de lo que porto – le dijo.
– Más o menos.
– Entonces no te importará si antes tiro esto a la basura, y luego continuamos hablando.
– No. Eso sí, ni se te ocurra jugármela. Vivo en ese edificio de ahí. Desde hace un mes y pico he estado vigilando la calle a esta hora para ver si venías con tu saco. Y siempre que lo has hecho, te he grabado con la webcam del ordenador.
– Chico listo. Y americanizado. Has debido de ver muchas películas yanquis – el hombre sonrió forzado por las circunstancias.– Ahora, con tu permiso.
– Vale, vale.
Se acercó al contenedor, y con cierta dificultad, consiguió lanzar el saco, introduciéndolo en su interior. Bajó la tapa y miró al chico de soslayo.
– ¿Y ahora qué, pequeño?
Anatoly señaló con el dedo hacia la planta donde estaba el piso donde vivía.
– Mi madre también sabe todas las cosas asquerosas que me hace mi padre. Por ello necesito que vengas conmigo. Tendrás a cambio una botella de vodka, mi silencio y te ayudaré en lo que pueda con la carga de los dos sacos…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El silencio del pintor

Las hebras del pincel trazaban sus deseos sobre el lienzo, creando una composición artística a su gusto íntimo y personal. Su sonrisa era amplia y placentera. Se sentía feliz y emocionado cada vez que bosquejaba una nueva obra, que a su término formaría parte de su colección particular. Él era el autor, y a la vez el dueño de los cuadros. Jamás serían expuestos en público, y por tanto, jamás saldrían a la venta…

Doris estaba aterida de frío. Se sorbía los mocos con fuerza, secándose la nariz con la manga del vestido. Hacia un rato que había dejado de llorar, pero estaba a punto de reanudar el llanto. Su hermano Richard estaba preocupado por ella. Doris tenía simplemente seis años. El al menos acababa de cumplir los once, y se consideraba un chico valiente. Razón suficiente para tornarse en paladín de la niña.
– No dejes de sujetar mi mano – le indicó.
– No. No lo haré. No quiero quedarme atrás y perderme para siempre – gimoteó Doris.


– Eso nunca pasará. Llegaremos al final del camino. Ahí está nuestra casa. Nuestros padres.
Richard estaba inquieto a pesar de intentar ser convincente con esa afirmación.
Llevaban horas recorriendo a pie un camino estrecho, con principio y final interminable. A ambos flancos del sendero, no había nada excepto la oscuridad más intensa. Si alzaban la vista, no se veía el firmamento, y no por hallarse precisamente inmersos en la noche.
El tiempo era en si indeterminado.
Simplemente recorrían un camino que serpenteaba sin sentido. A Doris le parecía estar formando parte de una pizarra oscura, con un trazo marcado por la tiza, simbolizando la ruta que no conducía a ningún lado.
– Richard. Estoy ya muy cansada. Me duelen los piececitos.
– Ya lo se. Intenta aguantar un poco más. Estoy seguro que esta senda tiene que terminar de una vez.
– Echo de menos a mamá y a papá. Quiero estar con ellos y que me abracen.
– Te aseguro que en cinco minutos estaremos con papá y mamá. Y nos darán de merendar unos bollos con chocolate caliente…

Una pincelada y un deseo…
“Inmersos en la larga marcha, el niño y la niñita que tan molestos me resultan cuando juegan en el piso inferior, al permanecer ya distantes, consiguen que me concentre en silencio…
Me da igual el posible sufrimiento de sus padres. Pues antepongo mi puro egoísmo.
Ya lo siento, niños… Seguid caminando, llevando vuestro ruido a otra parte para siempre.”

El pintor se alejó un par de metros para contemplar su obra más reciente.
Un fondo negro con un único camino que era recorrido por dos figuras sin entrar en mucho detalle. Simplemente una era más alta que la otra, y caminaban cogidas de la mano…

La webcam de Peter

Bueno, con mucho retraso, tengo que agradecer a las compañeras y compañeros que han tenido a bien considerar mi rinconcito como merecedor de más premios blogueriles.
Para ellos va dedicado este relato tremebundo.
– Si no se peina usted bien, ni se ducha desde las pasadas navidades, los invitados huirán en desbandada antes de querer escuchar el puñetero relato dedicado.
Este Dominique. En fin, para tu desilusión, acabo de bañarme a fondo esta misma medianoche, y me he echado dos litros de colonia cabeza abajo antes de secarme, así que vete a otra parte del castillo. Que seguro que tienes un montón de tareas indispensables que ejecutar.
– Qué borde de jefe tenemos, bof.

A continuación cito los premios y las personas que me los han otorgado.

PREMIO PRINCESA.

“Ven y tómate un café con cafeína”, de la asustadiza compi, Cafeína
“Lo nuestro es puro teatro”, del compañero Rodrigo.

PREMIO “VALE LA PENA”.

“La escribiente mariposa”, de la compañera de fatigas literaria, Andri Alba.
“Sal o Pimienta”, de la amiga bloguera, Meg.
“El Mirador de la Red”, del compañero Oskar.

A todos ellos mi agradecimiento. Espero que se deleiten con el relato que viene de seguido, je je.

Natalia llevaba un cuarto de hora conectada al Messenger, cuando surgió en la parte inferior de la derecha de la barra de tareas el recuadro de conexión de la cuenta de Peter.

Tardó diez segundos en desaparecer de la pantalla. Lo agradeció. Estaba harta de las impertinencias de su amigo. Sobre todo desde que ella rechazase su petición de salir juntos como novios. De eso hacía ya quince días.
Peter era un chico algo extraño. En ella le fascinaba su estilo gótico y el espíritu pesimista que emanaba de su personalidad. Lo conoció a principios del nuevo curso en el Instituto. Quedaban en los descansos para reunirse en la cafetería. Y alguna vez habían acudido juntos a algún concierto de grupos góticos locales. Jamás lo había invitado a su propia casa, e igualmente tal propuesta nunca había surgido de Peter con respecto a la suya. Aunque tuvieron una temporada que chateaban por el Messenger. Hasta que le llegó la propuesta del chico que solicitaba una relación más seria que la casual y más allá de la mera amistad. Desde el rechazo de Natalia, no habían vuelto a comunicarse por el ordenador. Últimamente Peter no se conectaba desde la ruptura de su amistad, facilitando con ello el descuido de Natalia al dejar de borrarle en su lista de contactos.

Hasta la tarde de hoy. A Natalia le molestó sobremanera que Peter estuviera conectado. Y más al parecer que este deseaba establecer contacto directo con ella. En la barra de tareas estaba el icono del contacto de Peter resaltando, confirmando que estaba en directo y solicitando el permiso para chatear. Natalia pinchó con el curso en el recuadro, abriendo la ventana del Messenger, dispuesta a decirle a Peter que ya no tenía ningún sentido continuar hablando, que no quería saber más de él y de sus vicisitudes personales.

En la pantalla ya estaba escrito lo siguiente:

Peter dijo (22:15):
Natalia. Esto es el final. Te lo comunico para que lo sepas, y no tengas remordimientos. Esta situación no llega por tu culpa. Es algo intrínseco mío. Afortunadamente, conozco la solución para remediar esta circunstancia. Lo único que te pido es que conectes la webcam. Tengo que mostrarte algo antes de abandonarte.

Natalia leyó el mensaje consternada. La petición de acceso a su cámara web surgió en una nueva ventana.
Se dispuso a contestar.

Natalia dijo (22:17):
Peter. Pasamos una temporada juntos como simples colegas. Ese período ya queda atrás. Ahora seamos adultos. Búscate nuevas amistades. Eres más abierto de lo que pareces, y no dudo que conseguirás abrirte camino hasta un nuevo grupo de personas afines a tus gustos personales.

El muchacho no tardó en replicar.

Peter dijo (22:19):
Natalia. Solo te estoy pidiendo que conectes tu webcam. Tengo que mostrarte algo, antes de decirte adiós. Considéralo una última solicitud como amigo tuyo que era hasta hace dos semanas.

Natalia suspiró, dispuesta a verle por última vez.

Natalia dijo (22:20):
De acuerdo. Pero luego te desconectas para siempre.
Peter dijo (22:21):
Así será.

Ambas pantallas de las dos webcams surgieron en el lado izquierdo de la ventana del Messenger. En la parte superior, la webcam de Peter. En la inferior, la de Natalia.
La de Natalia estaba bien iluminada, apreciándose su imagen con suma claridad.
En la de Peter, la fisionomía del chico surgía entre penumbras. Hizo acercar su silla a la mesa del escritorio, para que saliera mejor reflejado por el zoom de la lente. Cuando se reubicó contra el respaldo de la silla, se quedó mirando hacia Natalia, sonriendo con desgana.
Natalia permaneció absorta frente a la imagen del chico. Estaba intrigada por la especie de despedida que iba a tributarle.
Vio sus brazos arremangados hasta los codos. Peter buscó algo sobre la mesa. Era un cúter. Se lo enseñó.
Tecleó algo en la pantalla.

Peter dijo (22:25):
Es muy poderoso. Hasta ahora he podido contenerme. Pero estoy ya tan debilitado por dentro que tengo que arrebatarlo de mi cuerpo.

Natalia contempló horrorizada cómo Peter se llevaba el filo del cúter hacia el antebrazo derecho, y apretando los dientes, empezó a dibujar una cruz sobre la piel.
La chica se puso a teclear, frenética.

Natalia dijo (22:27):
¡No sigas! Te VAS A HACER MUCHO DAÑO.

Peter contempló la pantalla de su monitor con el rostro medio oculto por las sombras de su habitación. Trasladó el cúter a la mano contraria y se puso a autolesionarse el antebrazo izquierdo, trazando dos o tres cruces, hasta hacer relucir la sangre por los cortes.
Natalia estaba terriblemente desconcertada por el inadmisible comportamiento de Peter.
Este hizo surgir el rostro frente a la webcam. Apretó el cúter contra las mejillas y luego sobre la frente, marcándolas con nuevas cruces.
En ese instante, Natalia se fijó que eran cruces invertidas.
El chico dejó la herramienta sobre el escritorio y pulsó las teclas del teclado, con la sangre corriéndole por la cara y las extremidades superiores.
Natalia miró su propia pantalla, sobresaltada por la actuación del joven.

Peter dijo (22:30):
La bestia ha morado en mí demasiado tiempo. No entiendo cómo he sido capaz de controlarlo sin que incidiera en mí de cara al exterior. Pero llevo muchos meses escuchando sus voces. En ellas se me insiste que soy su capricho personal. Que van a arruinar mi existencia. Que se van a divertir con mis padecimientos. Que empezarán poco a poco. Soy joven y físicamente muy resistente. No les corre prisa. Ellos que llevan milenios malditos, bien pueden esperar meses o años antes de condenarme al castigo eterno.

El rostro contorsionado de Peter se acercó por completo a la lente de la cámara. Natalia observó cómo aproximaba las manos hacia el objetivo.
Segundos después se cortó el envío de imágenes. Se había perdido la señal.
La chica abandonó su habitación gritando. Se dirigió con prontitud hacia la estancia donde estaban sus padres, implorándoles que llamaran a la policía. Tenían que acudir a casa de Peter antes de que este culminara su locura.
Mientras Natalia estaba siendo consolada por su madre, con su padre al teléfono, tratando de convencer a la policía de la necesidad de que mandaran una patrulla a la dirección donde residía Peter, en la habitación de su propia hija resurgió la imagen de Peter en la pantalla del ordenador. No estaba en la webcam del muchacho. Su rostro contrito y enloquecido estaba pegado frente a la cámara de Natalia, como si estuviera ocupando su sitio en la estancia de la muchacha. Sonreía de una manera demencial, con la punta de la lengua asomando entre los dientes.

En el chat del Messenger surgieron unas palabras:

Peter dijo (22:37):
Hazlo, perra. Mándamelos. Estoy preparado para recibirlos. Y cuando lleguen, morirán.
Y te juro que serán los primeros de una larga lista, antes de que logren sacarnos del cuerpo del muchacho…

Hechizado

Interesante este relato que paso a narrar con voz firme y decidida…
– ¡Goool del Barcelona!
Será posible. Este Dominique. Su pasión futbolística es uno de sus principales defectos. Si no fuera por lo barato que me resultan sus servicios, hace tiempo que hubiera cambiado de mayordomo.
– ¡Chínchate, Dominique! ¡Acaba de empatar el Real Madrid! ¡Golazo del Cristiano Ronaldo!
Harry. Otro que tal baila. Menuda pareja. A ver si dejan concentrarme en la lectura de este escrito.
– ¡Viva el cuerpo depilado de un orangután! El árbitro se ha tragado un penalti como el castillo de nuestro infame amo, y un espectador le ha lanzado un cochinillo a la cabeza, dándole de lleno.
Bogus Bogus. Su deleite por la gastronomía abarca los sitios más insospechados donde pudiera haber comida disponible con la cual llenar nuestros insaciables estómagos.
Voy a coger carrerilla para leer el cuento de un tirón, que si no va a ser imposible mientras se esté disputando el partido del año, brrr….

Era un cuerpo bello. Perfecto. ¿Sería un ángel? Su tez y la piel de las extremidades eran demasiadas pálidas para albergar vida. ¿Entonces algún tipo de presentación fantasmal?
Su silueta era perturbadora. Sensual. Con insinuantes curvas remarcadas bajo un camisón de seda gris. Estaba descalza. Sus cabellos eran largos y ensortijados, sueltos, cayendo en sendas cascadas sobre los hombros. Era joven. Entre veinte y veinticinco años.
Permanecía callada pero siempre atenta a su presencia. Era como si lo conociera de siempre.
Él la miraba hechizado. Su inquietud le aconsejaba marchar de la vera de la muchacha. Alejarse de la proyección de la sombra de la figura, plasmada sobre la tierra del camino por la tenue luz lunar que se filtraba por las ramas vacías de hojas de la arboleda.
El silencio era absoluto. No se percibía ningún sonido de animales de hábitos nocturnos, ni de objetos que interactuaran con la ligera brisa que hacía agitarse levemente los pliegues de la tela que cubría el cuerpo maravilloso de la presencia femenina.
El tiempo discurría minuto a minuto sin que él reparase en ello.
Su mirada estaba obsesionada por ella.
Entonces…
Ofreció su espalda y echó a caminar, alejándose de él.
Instintivamente, la siguió paso a paso. Se internaron por la vegetación. Superando matorrales cuasi invisibles por las penumbras. Tropezando con los pequeños hoyos ocultos. Golpeando alguna piedra con la puntera del calzado.
Estuvieron caminando por un período indefinido. Hasta abandonar el pequeño bosque y enfrentar el borde de un pequeño precipicio.
Abajo, en el fondo del mismo corría un riachuelo casi marchito de contenido líquido.
La iluminación lechosa de la luna le permitió ver algo situado a unos treinta metros más abajo. Era un cuerpo. Masculino, para más señas.
Estaba postrado de espaldas, ofreciéndole la visión perfecta de la ropa que vestía y de los propios rasgos inermes del rostro.
Se trataba de él mismo. Carente de toda vida. Una figura que no era ni ángel ni fantasma de ninguna clase.
Se volvió hacia la joven muda.
Para su pesar, aquella entidad había mutado su fisonomía.
Ahora era un simple contorno oscuro, con las cuencas ocupadas por dos brasas ardientes. Sonreía mostrando sus colmillos. Y sin darle tiempo a salir de su trance, alargó las extremidades superiores hacia su pecho, dándole un fuerte empujón, precipitándole hacia el abismo donde se encontraba su futuro inmediato.
Una vida.
Una muerte.
Un único suicidio urdido por una mente enferma y devastada por las tragedias personales.
El silencio abandonó las cercanías del bosque. Los animales volvieron a sus rutinas, el ulular del viento se propagó a través de las ramas y la figura multiforme abandonó el lugar, satisfecho de haber propiciado un punto y aparte en la senda de la vida.

Justicia para Emilia

Dejo el siguiente relato para la propia reflexión de mis lectores…

Diez años pueden ser un largo intervalo en el período vital del ser humano. Tanto en un sentido u otro. Una persona encerrada puede considerarlo eterno, con una sexta o séptima parte de su vida postergada al olvido detrás de unos barrotes en la estrechez de su celda.
A la víctima, o familiares de ésta, se le puede antojar el tiempo del condenado como relativamente corto con respecto al daño por este infligido, a su vez prolongando de manera infinita el sufrimiento y el dolor del duelo.
Llegada la fecha y la hora del final de la pena, con la puesta en libertad del sujeto, surge la impotencia y la controversia. Resurge la rabia contenida. Las lágrimas. El odio hacia la justicia. Se considera que cualquiera puede cometer una tropelía, y por muy bárbara que esta resulte, jamás el castigo será proporcionado con el daño ocasionado.
En este país no hay pena capital.
Y no existe la cadena perpetua como tal debiera entenderse.
Entonces…

Se llamaba Eduardo Fierro Santos. Tenía cuarenta años recién cumplidos. Acababa de cumplir condena por homicidio en primer grado. Lo había planificado con semanas de antelación para abordar a la víctima, acechándola hasta conseguir atacarla con fines deshonestos. Al ver su resistencia, la estranguló con sus propias manos hasta acabar con su vida. A las cinco horas el cadáver fue descubierto. Y a la semana, las pruebas de ADN condujeron hasta la pista del asesino. Constaba de antecedentes penales por un intento de agresión sexual cuando estudiaba en la universidad de la ciudad en sus años mozos. Confesó y fue condenado a quince años, con reducción por buena conducta y la realización de actividades en la prisión. Ahora empezaba una nueva vida. Se le consideraba una persona relativamente controlada. No poseía impulsos obsesivos que implicaran una tercera recaída. Simplemente la primera vez, cuando era universitario, en una noche de juerga, intentó propasarse. En la segunda ocasión estaba deseando intimar afectivamente con la víctima. Al no conseguir su atención, decidió ir más allá. Ahora estaba arrepentido de su arrebato. Constantemente había afirmado que se sentía debilitado por los remordimientos. Y sus dedos, cuánto hubiera dado por retroceder en el tiempo y aflojar la presión de los mismos alrededor de la garganta de la muchacha…

Eran las once de la mañana. El sol estaba remontando el horizonte. Hacía una temperatura agradable. Eduardo abandonó la prisión con su mochila, donde llevaba sus pocas pertenencias. Llevaba algo de dinero, la dirección de un albergue donde podría residir los próximos quince días mientras encontrara un sitio donde alojarse y el teléfono de una empresa de reparto de publicidad donde empezaría a trabajar con una nómina de quinientos euros mensuales.
Apenas llevaba recorridos cien metros desde la cárcel, cuando vio un grupo de personas reunidas. Portaban una pancarta donde ponía “Justicia para Emilia”.
Enseguida reconoció los rostros circunspectos por la indignación y el resentimiento. Había unos cuantos policías nacionales controlando el grupo.
Curiosamente, nadie ofrecía cobertura al propio Eduardo. Era indudable que aquella tensión duraría el instante en que Eduardo tomara el taxi y se marchara de la zona. La parada estaba al otro lado de la calle.
Estaba incómodo por los gritos y las imprecaciones vertidas sobre su persona, así que aceleró el paso, pasando por el cruce de peatones. Justo en ese instante vio llegar un taxi. Parecía acercarse a la parada.
Eduardo apreció que llevaba una velocidad excesiva. El taxi enfiló su figura y sin darle tiempo a retirarse de la trayectoria, lo atropelló, lanzándolo dos metros sobre el asfalto.
Eduardo sintió un dolor intenso

… en la misma medida que el dolor de los familiares de Emilia en el momento de saber su trágico desenlace final…

Trató de incorporarse con el apoyo sobre las palmas de las manos.
A treinta metros se aproximaban corriendo los miembros de la dotación de la policía.
Pero el vehículo llevaba todas las de ganar, y dirigiéndose nuevamente hacia el cuerpo tendido de Eduardo, hizo pasar las cuatro ruedas sobre el mismo, reventándolo.
Su muerte representó unos segundos de satisfacción entre los familiares de Emilia.
Y también en la persona del chófer del taxi, quien al ser detenido, fue identificado como el padre de la infausta chica, asesinada hace más de diez años atrás por el propio Eduardo Fierro Santos.

El anhelo de la muerte

Bueno, siervos del horror nefando.
– ¡Si, Amo nuestro que nos eterniza el sufrimiento hasta la llegada de nuestra propia muerte!
Bravísimo. Estais mejorando. Dentro de unos años hasta infundireis algo de miedo…
Como iba diciendo, el siguiente relato es algo peculiar. Como buen norteamericano, me siento orgulloso del legado literario dejado por Edgar Allan Poe. En este caso quiero homenajearle a él, y a su consorte, pues tuvo la pérdida de su mujer muy tempranamente. El personaje del relato no es Poe. Hago ese inciso. Es en el tipo de escrito, donde intento acercarme siquiera a los talones de semejante maestro de las letras.
– Entonces seguro que la pifia, mi Amo.
Gracias por el apoyo incondicional, Harry.
Ahora llega la dedicatoria general para mis queridos compañeros, quienes tuvieron el atrevimiento de entregarme un montón de premios.
“El anhelo de la muerte” va dedicado a Thundergirl, Joan Montane, Mar, Obiwan1977, Ramón Ferrera, Marian y El Teju.
Va por ustedes, mis queridos compañer@s.

Cuán complicado resulta asumir la soledad eterna.
Ingrata y demoledora en los sentimientos más profundos tributados a la persona amada con quien se ha convivido durante tantísimos años plenos de felicidad y regocijo mutuo.
El hogar donde resido está marcado por la unidad invisible de mi profunda melancolía.
Me hallo apartado y distante de todo contacto externo que implique relacionarse socialmente con seres de mi misma condición humana.
En esta tesitura estoy por mi propio deseo.
Desde la marcha de la mitad de mi alma comprensiva, el dolor gélido de su ausencia más sentida se ha adueñado en su integridad bajo la coraza donde se alberga mi corazón palpitante.
Mis comidas son frugales.
Mis descansos de recuperación física, ínfimos, pues de noche apenas dormito.
De día no hago más que recorrer sumido en el pesar los incontables pasillos y corredores de mi lar, deteniéndome ante los retratos donde ambos aparecemos juntos y dichosos.
Noto zonas de la casa donde hay una fuerte impregnación de mi querida y añorada consorte. Cuando me aproximo a estas áreas, despliego los párpados y sumido en la oscuridad, la busco.
¡Te siento!
Comento en voz alta.
¡Siénteme tú!
Insisto.
Mis anhelos, parcos en palabras, son repetidas por la reflexión de las ondas sonoras de las paredes.
Está en ese instante conmigo.
Pero no me responde.
Algo la retiene…


La soledad.
Una angustia insufrible.
Hace tiempo que me deshice del servicio doméstico. Su presencia me era insoportable.
Esta casa.
Este lugar.
Pertenece a ella.
El espacio no merece ser ocupado por personas ajenas a mi devoción.
Cuando transito frente a los espejos, veo mi porte.
Cada vez transmito una imagen más enfermiza.
Lo se.
Más no me importa.
A veces sonaba alguno de los teléfonos dispuestos por la casa. En un principio, descolgaba el auricular, anhelante, esperando escuchar la voz aterciopelada y hermosa de mi querida mujer. Más eso no sucedía. Decepcionado, opté por arrancar los cables.

Silencio.
Eso es lo que busco.
Silencio.
La única manera de poder percibir alguna sílaba el día en que se atreva en replicar a mis devotas palabras donde solicito su regreso.
Las semanas discurren.
Noto debilidad.
No ingiero comida, quitando alguna pieza de fruta.
Beber, me limito al agua.
Estoy extremadamente delgado. Ahora me desplazo por los rincones de la casa apoyado en muletas.
Es cierto que cada vez camino menos. El escaso rato que reposo en mi lecho, lo sustituyo por permanecer sentado en el sillón de la sala. Contemplando fotografías ajadas donde ambos aparecemos inmortalizados hasta el fin de los tiempos.
Suspiro.
Cierro los ojos.
¡Amada mía! ¡Vuelve!,
grito.
El tiempo pasa lentamente.
Los días son similares.
Mis lágrimas, muchas.
Mis fuerzas menguan.
Ya mis piernas no se dignan en sostenerme ni con la ayuda de las muletas. Decido por tanto permanecer acostado.
Pasan más días.
No sueño.
No duermo.
Mi respiración es sutil.
La pesadez de los párpados es notoria.
Mi propio fin está cercano.
En un hilo de voz evoco su presencia por enésima vez.
¡Este sufrimiento es interminable!
¡Ven, querida mía!
Tengo las cuencas desbordadas de lágrimas dignas de compasión.
La visión es similar a estar sumergido bajo cualquier tipo de sustancia líquida transparente.
Bajo esta visibilidad borrosa, una silueta conocida se acerca al costado de mi lecho.
Con dificultad me giro para contemplarla en todo su esplendor.
Sonrió al fin.
Me emociono.
Ella me toma de las manos.
Su tacto es frío.
Pero para mí es de lo más reconfortante.
¡Por fin has vuelto!, le digo.
Ella no contesta.
Sólo me acaricia.
Mientras me dejo sosegar por su roce, cierro los ojos y relajo los labios.
Es la hora de recuperar el tiempo perdido en su ausencia.
Algo me dice que en esta ocasión la unión de ambos será para toda la eternidad.
En ello confío.
En ello creo.