Un poltergeist de lo más singular.

Dedicado a la seguidora y compañera bloguera Bellarte. Un fuerte saludo desde Escritos.

Dwayne llegó a la casa solitaria del empresario de refrescos Nat Jail. Eran las once y media de la noche. Hacía un frío de mil demonios. Extrajo su equipo del maletero del coche y en dos viajes lo fue amontonando ante el pórtico de la entrada. Era una mansión de tamaño medio estilo colonial revestida de tablas de madera de barniz reluciente. Tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho en que le abriesen. Ante él estaba la figura adinerada de Nat, vestido impecablemente con un traje cruzado italiano. Desde dentro llegaban risas y voces propias de una conversación muy animada.
– Buenas noches. Me imagino que usted es el parapsicólogo Dwayne Fryer. Yo soy quien ha solicitado su ayuda, Nathaniel Jail – se presentó el anfitrión.
– Mucho gusto, señor Jail. Ya comentamos el tema por teléfono.
– Así es.
“Pero pase con todo lo que usted trae. Estamos celebrando una fiesta familiar. Seguiremos a lo nuestro mientras usted intente descifrar los extraños sucesos de la despensa.
Dwayne cargó con todo el material, siendo precedido hacia el fondo del pasillo. Doblaron hacia la derecha, pasando ante el salón donde estaban congregados los familiares de Nat. Estos dejaron de hablar entre ellos por un breve intervalo al apreciar la llegada del investigador de fenómenos paranormales. Después de dejar atrás la sala, los invitados reanudaron sus charlas.
– Por aquí. Está cerca de la cocina – le indicó Nathaniel.
Se detuvieron frente a una puerta de madera con pomo de vidrio esmerilado. Estaba cerrada.
– Oh, pase. No está cerrada con llave.
El dueño de la casa le abrió la puerta y ante él se presentó la pequeña estancia donde se guardaban los alimentos en conserva más algunos utensilios de repostería. Las estanterías estaban llenas de latas y demás comida envasada.
Dwayne estaba escéptico.
– No me diga que ésta es la única zona de la casa que muestra actividad – preguntó a Nathaniel.
– Así es. Las latas flotan en el aire. Los anaqueles de las estanterías tiemblan como si hubiera algún ligero movimiento sísmico. Los moldes de los pasteles se retuercen hasta quedar inutilizados.
Dwayne agitó la cabeza para situarse en la escena donde acontecían esos hechos tan llamativos.
– Bueno, le dejo. No puedo dejar por más tiempo solos a mis invitados. Sin mi presencia, la reunión suele decaer bastante. Cuando averigüe el motivo de todo este desorden, venga a avisarme de ello, eso si, con la mayor de las discreciones. Entre los asistentes, hay gente mayor y damas de espíritu delicado.
– Ya. Pero estos temas requieren sus horas, sus días y noches de estudios. No creo que en media hora…
– Hasta luego, señor Fryer.
Nat Jail se marchó de manera precipitada.
Dwayne estaba con muchas dudas. No sabía si merecía la pena preparar el equipo para algo tan simple que acontecía en ¡una despensa!
Estaba en estas, cuando se le presentó el cocinero. Era un hombre robusto pero con semblante de buena persona.
– Señor. Le ruego que solucione este conflicto.
– No me diga que usted tiene que ver algo en el mismo.
El cocinero era incapaz de mentirle ni a la persona que más despreciase en el mundo.
– Acierta usted. Yo soy el causante de todo este alboroto. Llevo con el mismo mísero sueldo desde que entré aquí a trabajar veinte años atrás. Y como el señor Jail no atiende a razones, porque es una persona muy tacaña, he decidido gastarle una broma pesada.
– Vaya.
– Entiéndalo. Sólo me paga cien dólares semanales. Más comida y cama, eso si.
– Le comprendo. Estése tranquilo.
– Se lo agradezco. Le juro que ya no lo volveré a hacer jamás.


Los invitados estaban tranquilos hasta que irrumpió Dwayne con los cabellos revueltos y manchados de harina, la pechera de la camisa desgarrada con el pecho sucio de salsa de tomate y un arañazo sangrante en la mejilla derecha.
– ¡Me ha costado casi la vida! – gritó con voz ronca, con los ojos casi fuera de las órbitas. – ¡Considérese un hombre afortunado! ¡Ninguna entidad maliciosa querrá volver a tocarle las latas de alubias de su despensa! ¡Se lo juro por lo más sagrado, sí señor!
Nathaniel Jail tranquilizó a la concurrencia, llevándose al investigador fuera del salón.
– ¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? Casi mata a la mitad de los asistentes de un patatús.
– Todo solucionado. En su despensa había una congregación de treinta y nueve espíritus inmundos descontentos con los anteriores dueños que residieron antes que usted en esta casa.
– ¡No me diga! ¿Y cuál era el motivo que les incitaba a que se manifestaran de ese modo tan violento?
– Se ve que nunca fueron convenientemente renumerados, y todo su enojo se fue almacenando en esa zona hasta aflorar a la superficie. Por alguna razón le relacionaban con la tacañería de los antiguos propietarios.
– ¡Jesús!
– Pero todo ese malestar ha quedado ya disipado. Han alcanzado la paz plena con algo de agua bendita y el rezo de cuarenta padrenuestros. El último de propina. Ah, y también les aseguré que el dueño actual, en este caso usted, nunca iba a obrar de tal manera con respecto a sus subordinados.
Nat Jail se quedó seriamente pensativo un largo rato.
– Tengo que hablar con el cocinero – dijo al fin.
– ¿Cómo?
– Nada, cosas nuestras. Tengo que darle una noticia que seguro que le va a agradar.
Dicho y hecho le dejó de nuevo a solas.
Cuando instantes después estaba terminando de cargar todo su equipo en el coche, llegó el cocinero con un alborozo enorme.
– Buen hombre, no se lo que le habrá dicho al señor Jail, pero con ello ha conseguido que me aumente el salario hasta cuadriplicar la cantidad original.
Dwayne esbozó una sonrisa maliciosa.
– Agradézcalo a los espíritus de la despensa.
“Antes de echarlos de allí, me comentaron que sentían un gran aprecio por usted.
– Pero si ya le dije que eso fue una trastada mía.
– Pues siga siendo menos bueno y mucho más espabilado. De aquí a que sea usted el asesor principal de Nathaniel Jail, queda un pasito.
Dicho esto, cerró el maletero y se colocó frente al volante, alejándose de la mansión del adinerado empresario de refrescos. Abrió la guantera y contempló satisfecho el talón tendido de Nathaniel por los servicios prestados. Cinco mil dólares por media hora de pantomima. No estaba mal. No señor.

La condenada verdadera versión de la Creación del Mundo.

Este relato está dedicado a las compañeras bloggers Almalu e Ireth. Espero que guste un poquito, je je.

En un mundo liviano y etéreo donde el significado de la muerte era una risa obscena por la inmortalidad de sus habitantes, la rutina campaba a sus anchas igual que una hormiga trabajadora de metro y medio de largo. Consecuentemente, el máximo mandatario de aquel Reino de Vida Interminable estaba más aburrido que un unicornio decorándose el cuerno con un tatuaje donde proclamaba su amor eterno hacia el oso hormiguero. Todas las diversiones existentes ya estaban demasiadas vistas. Los bufones de doble apéndice nasal eran unos necios pues cada vez su sentido del humor era más proclive a generar en el respetable soberano el  más sonoro de los bostezos. Los juegos deportivos y recreativos estaban creados para satisfacer a los seres más mundanos, pero jamás a un rey de semejante enjundia. En cuanto a sus satisfacciones de alcoba, disponía de todas las mujeres bellas que quisiera en un chasquido de dedos, con lo cual semejante facilidad se tornaba en pura rutina dado el poco mérito de cada una de sus conquistas. Además tampoco era cuestión de permanecer todo el día en la cama.

Al estar el rey tan alicaído de ánimo, los súbditos estaban preocupados. El consejero real ordenó a miles de bravos e intrépidos soldados que fuesen en búsqueda de algo nuevo e innovador que hiciese devolver la sonrisa bonachona al monarca.  Una cohorte de lacayos recorrió  la inmensa e interminable extensión celestial en pos de novedades para el entretenimiento de aquella divinidad medio aturdida por el tedio.
Discurrió un lapso de tiempo excesivamente extenso.  Cada uno de los exploradores regresaba abatido por el fracaso más aberrante y rotundo.
Cuando todo parecía ya estar perdido, tuvo que ser un personajillo extravagante, al que no describiremos, dada su naturaleza casi hasta pecaminosa, el que irrumpiese en la morada del rey. La guardia real lo retuvo hasta que apareció el consejero.
– ¿Qué le trae por aquí? – le preguntó el consejero real. Estaba perplejo por la osadía de aquel individuo, y más por el enorme saco de tela arpillera que acarreaba sobre su huesuda espalda.
– Tengo conocimiento acerca de la tristeza que acecha a su Majestad – dijo el extraño con voz arrogante.
– Así es.
– Estáis de enhorabuena. Aquí le traigo la solución a sus males – afirmó con fanfarronería.
El consejero desconfió desde el principio, ya que aquel impertinente podría ser un embaucador con el afán de beneficiarse del desánimo del rey, pero viendo que este no mejoraba, le concedió el permiso  y el beneplácito para que pudiese departir en privado con Su Majestad.
Le instó con un movimiento explícito del mentón para que le acompañase. Ambos cruzaron salas, recorrieron pasillos, ascendieron escaleras, para finalmente llegar ante la puerta correspondiente al dormitorio del monarca. El consejero golpeteó la madera barnizada con los nudillos de su mano diestra. Una voz debilucha y de poca consistencia vocal contestó desde el otro lado de la puerta.
– ¿Qué quieres, mi fiel Basil?
– Tengo a una persona que admite tener la solución a los males que le aquejan, Su Excelencia – al decir esto, se volvió a fijar en el saco sobrecargado que el visitante portaba sobre su espalda.
– ¡Y lo dices tan campante! ¡¡QUE PASE!! – prorrumpió el rey con un pequeño asomo de esperanza en su voz.
El consejero real empujó la puerta hacia adentro con cierto donaire, siendo importunado por las rudas formas del visitante que entró con suma rapidez en los aposentos reales. Naturalmente, la estancia privada del monarca era grandiosa y plagada de lujos, pero esto no viene a cuento.
Los ojos avispados del recién llegado pudieron contemplar como Su Excelencia descansaba sentado sobre una poltrona acolchada con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, adoptando una actitud pensante. Vestía elegantemente una bata multicolor, cuya cola reposaba sobre la pulida superficie de mármol del suelo, las sandalias de un rojo intenso privaban a sus diminutos pies de pasar cualquier incomodidad con el frío, mientras, curiosamente, su corona reposaba encima de la cama medio deshecha de tanto movimiento nocturno en busca de un sueño de lo más divertido jamás hallado. Al apreciar la presencia estrafalaria del visitante traído por el consejero real, exhaló un suspiro de desaliento.
– Lamentándolo con cierta antelación, señor, le presento a la persona que afirma poder levantarle en parte el ánimo, poniendo en riesgo su propio futuro en caso de fracasar en el empeño – comentó el consejero con rotunda solemnidad, evitando coincidir su mirada con la del pintoresco personaje del grotesco saco.
– Ya sabe lo te juegas, desconocido. Si me vuelves agradablemente feliz de nuevo, te cubriré de oro y te establecerás en la corte. En caso contrario, preferirás perecer al instante que permanecer vivo en las salas de tormento destinados a los fracasados.
El extraño alzó las comisuras de los labios para mostrar una sonrisa marcadamente enfermiza. Depositó el saco en el suelo de superficie pulida y brillante, acomodando sus posaderas encima del mismo. El contenido parecía tener forma redondeada.
– Así me gusta, Majestad. Usted ofrece y yo doy. Yo le concedo la felicidad a cambio de algo muy personal suyo. Así de simple y sin más ambages.
– ¡No se referirá a mi corona! ¡Si es así, llamo a la guardia para que le eche a patadas! – se agitó el mandatario, alarmado.
– No se preocupe por sus artículos de joyería, Alteza. Es otra cosa lo que espero que me sea concedido por su bondad infinita.
El consejero real no pudo reprimir un gruñido de malestar. El visitante le volvió la cabeza, devolviéndole la malicia claramente reflejada en su sonrisa.
– Señalar que este contrato nos afecta mutuamente a los dos. Tiene un inicio y un final. Una vez que la relación quede comenzada, no podrá ser detenida ni siquiera por su ayudante más fiel – siseó con segundas.
El rey se quedó meditando por unos escasos segundos. Finalmente cedió ante la petición de aquel hombre.
– De acuerdo, desconocido. Eso sí, se queda Basil como testigo – le exigió.
– ¡Ningún problema al respecto! Parece un buen chico, ja, ja.
El extraño se levantó con presteza de encima del saco, encaminándose hacia el trono del monarca arrastrando consigo la monstruosa carga. El hombre de más confianza del rey decidió observar el discurrir de la ocurrencia del desconocido desde el costado de la cama, sentándose en el borde del colchón.
– Majestad. En el interior de este saco llevo algo que le maravillará tanto, que estoy absolutamente convencido que conseguiré hacerle recobrar esa actitud desenfadada y risueña que hasta hace poco transpiraba por cada poro de su egregia piel.
El soberano  se irguió en su poltrona. La curiosidad empezaba a corroerle la conciencia. El visitante desanudó la cuerda que cerraba con gran eficiencia la abertura del saco,  introduciendo sus brazos en su interior para sacar al exterior, no sin ciertas dificultades, una  esfera destacable en su tamaño. Acompañando a la esfera, un saquito de cuero negro.
– ¿Qué contiene? – se interesó el rey por el saquito.
– Bah. Arcilla de lo más corriente – contestó el extraño. Para demostrárselo, lo abrió, hurgó un dedo dentro del mismo y extrajo una insignificante muestra.
– Me parece todo esto muy interesante, señor desconocido, pero no veo como me ha de devolver la felicidad una esfera y un saquito lleno de arcilla.
El extraño no hizo ningún comentario sobre lo dicho por el monarca. Recogió la cuerda que había anudado el saco y lo hizo pasar por una argolla que sobresalía de uno de los polos de la esfera. El otro extremo de la cuerda fue pasada por una de las vigas del techo, para posteriormente también asegurarla alrededor de una columna. El rey observaba como la esfera ahora colgaba en el aire.
– Veo que la esfera dispone de varias tonalidades, destacando por encima el azul claro.
– El color visto a distancia corresponde al agua de los océanos y los mares – respondió el extraño.
– ¿Un planeta? – inquirió la mano derecha del soberano con estupefacción.
– ¿Similar al nuestro? En eso falla usted, desconocido. Nuestra existencia difiere de las hechuras en forma y tamaño de esa cosa que pende de la cuerda – matizó el rey.
– Bueno. Digamos que es un proyecto de creación más modesto.
– ¿Puede saberse para qué quiero yo un mini planeta tan poco llamativo? – Su Excelencia ya se había levantado por entero desde su trono, dirigiéndose hacia la esfera colgante. Agachó la cabeza para ver con nitidez el polo sur del planeta.
– Para divertirse. Para reírse a carcajadas.
– Pero según puedo entrever, mi enigmático señor, en este planeta prefabricado no existe ningún atisbo de vida – el monarca palpó la superficie de la esfera, llevándose un ligero sobresalto al verificar como las yemas de los dedos de la mano se introdujeron atravesando las distintas capas de la atmósfera del planeta artificial.
– Para eso he traído la arcilla. Para crear la vida que ha de poblar este planeta – al decir esto, el desconocido cogió una ligera porción, la depositó en la palma de la mano izquierda, hurgó en el fondo del bolsillo de sus pantalones rebuscando un objeto que era una aguja de oro puro. A través del agujero de la aguja hizo encajar la porción de arcilla, desencajándola con sumo cuidado. Escupió luego sobre la microscópica figura, para al final dirigirla hacia la esfera colgante.
– Hay que elegir el lugar preciso para que esta forma de vida arraigue en el planeta. No la podemos depositar en el mar por la simpleza de que se ahogaría; tampoco la podemos dejar en una región donde haga mucho frío para evitar su muerte prematura por congelación. Por lo cual, opino que el sitio más indicado es este – el extraño escogió la zona de un continente donde predominaba un clima templado. Su mano delgaducha desapareció entre hilachos de cirros cúmulos, hasta alcanzar la superficie terrenal, depositando la figura en un paraíso poblado de vegetación, árboles frutales y manantiales de agua cristalina, donde el buen tiempo y las temperaturas soportables podrían perdurar durante eones y eones de tiempo.
El ser recién creado desde la arcilla se despertó desorientado. No sabía en ese instante inicial quién era ni por qué había surgido en plena fase adulta. Se puso en pie, contemplando maravillado todo cuanto le rodeaba sin percatarse de su desnudez pues este estado aún no significaba nada que pudiera implicar bochorno y escarnio.
– Todo esto me parece estupendo, pero no entiendo de qué me va a servir tener este planeta en mis dominios reales sin poder hacer seguimiento de las evoluciones de los habitantes que creamos, dada la pequeñez de su tamaño – el rey esforzó su vista para averiguar el sitio exacto donde había sido depositado ese cuerpecillo de dimensiones tan reducidas.
– No me extraña que Su Excelencia se muestre tan abúlico y afligido si tiende a rendirse al primer contratiempo que le surge al paso – el visitante hurgó por segunda vez en el fondo del bolsillo del pantalón, encontrando lo que buscaba con anhelo. No tardó un ápice en mostrárselo al monarca. – Esta montura ocular dispone de unas lentes de un alcance de visión ilimitado. Con ellas puestas, podrá ver con absoluta claridad cualquier cosa por rematadamente pequeña que esta sea – reconoció con énfasis, sujetando entre los dedos las patillas de unas gafas de apariencia muy burda.
– ¿Qué opináis de esto, Basil? – el rey no estaba con muchas ansias de probarse ese artilugio.
– Por intentarlo, no creo que pase nada malo, Majestad – Basil estaba erguido por detrás de la espalda del extraño, analizando la posible efectividad de esas gafas.
– Pruebe y úselas sin la mayor tardanza – animó el extraño a Su Excelencia.
Su Alteza aceptó el reto. Recogió las gafas por una de sus patillas y con una gran elegancia, se las puso sobre el puente de la nariz.
– Temo que no funcionen, pues a ustedes dos los sigo viendo con el mismo tamaño – se sinceró, decepcionado.
El visitante se le aproximó, palmeándole la espalda con cierto descaro.
– No es a nosotros a quien debe de mirar, Majestad, si no al planeta en cuestión. Al planeta – puso un especial énfasis en esas dos últimas palabras.
El monarca se acercó lo máximo que pudo hacia el planeta de mentirijillas. En un principio continuaba apreciando todo de igual forma, hasta que el visitante recitó una frase muy intrigante.
La frase fue la siguiente:
“Una vez cruzado el umbral, la veda de la locura queda levantada para siempre.”
En ese instante, ante los ojos atónitos del rey, el planeta empezó a agrandarse, doblando su tamaño cada vez de manera sucesiva.
– ¡Cielos! Si va a llenar por completo mis aposentos – gritó su Majestad.
Su consejero real se aturulló al oír semejante desatino, incorporándose de inmediato a su vera.
– ¿Qué decís, Excelencia? ¿Qué cosa en concreto va a colmar sus dependencias? – preguntó azorado, paseando su mirada escrutadora del rey al extraño.
– ¿Es que ambos estáis ciegos? ¿No veis como esta maldita esfera está creciendo desproporcionadamente? – El rey extendió los brazos formando un arco de ciento ochenta grados.
El visitante soltó una aberrante carcajada exenta de gracia.
– Nosotros no vemos nada. Sois vos quien lleva puestos los anteojos y no nosotros.
“Pero no hay de qué preocuparse, Excelencia. Es tan solo un efecto óptico. Ni os estáis precipitando hacia el interior del planeta, ni esta se está expandiendo hacia las cuatro paredes de vuestro dormitorio real. Está creciendo, eso es cierto, pero simplemente a nivel visual.
– Querido Basil, ¿debo acaso creer en la grosera palabrería de este individuo tan mezquino? – intentó dirigir su mirada hacia la figura de su hombre de confianza, pero el contorno del planeta en pleno crecimiento ya se había encargado de taparla, teniendo que conformarse con escuchar su respuesta.
– No le queda más remedio – Basil comprobó con inusitado horror los ojos del rey cuando este le dirigió su mirada. A través de las lentes el iris se mostraba con un color púrpura intenso, algo del todo antinatural.
– Sus ojos. Ese no es el color de sus ojos – le susurró al oído del visitante.
– No se preocupe. En cuanto se quite las gafas, la tonalidad volverá a su estado natural – le tranquilizó.
En ese preciso instante el rey mutó su mirada al igual que su estado anímico. Estaba exultante de alegría casi incontenida.
– ¡Basil! ¡Señor Misterioso! Puedo verle. Con absoluta claridad veo como se está moviendo. Es todo muy cómico. Está desnudo y no se da de cuenta, ja, ja.
– ¿Qué está haciendo exactamente, si puede saberse? – se interesó Basil.
– Está abriéndose paso entre una vegetación muy densa. Se está arañando con las ramas espinosas de los arbustos y de las plantas silvestres. Puedo apreciar perfectamente los arañazos impresos en su piel olivácea.
– Eso está pero que muy requetebién – graznó el visitante.
– Ahora está recogiendo algunos frutos maduros desprendidos de la copa de un árbol. Se los está comiendo con una voracidad bestial. Este pobre infeliz tiene más hambre que un preso encerrado por meses en uno de los calabozos de castigo de mi castillo, ja, ja – prosiguió hablando el rey.
– ¡Su Real Excelencia está demostrando con su elocuencia su mejoría de ánimo! ¡Se le ve por fin dichoso! – constató el consejero real.
– Es que esto es realmente la monda. Es algo único. ¡Lástima de que tan sólo dispongamos de un habitante para este planeta!
“Ja, ja. Ahora el muy cretino ha patinado y se ha pegado un buen golpe sobre las asentaderas. No hay más que ver con qué ímpetu se está frotando la zona dolorida – las lágrimas de felicidad empezaban a diseminarse por las mejillas rubicundas del rey.
– En lo concerniente a la soledad de la ínfima criatura recién creada, eso tiene fácil solución. Observad la cantidad de arcilla disponible. Con ella podemos formar una comunidad de miles y miles de seres parecidos – al exponer esto, el extraño se dirigió con cierta precipitación hacia la bolsita que contenía la arcilla. Se hizo con otra mínima porción y repitió la misma operación, con la excepción que en esta ocasión utilizó otro tipo de aguja. Al terminar de moldear la figura, se arrimó al planeta, situándose al lado del monarca. – Aquí le traigo compañía.
Con la utilidad de las gafas, el soberano pudo apreciar de primera mano que la criatura creada correspondía con el cuerpo perfecto y hermoso de una mujer. El extraño depositó la figurita en el lugar dispuesto por el rey. Al acabar de hacerlo, este le echó en cara que la había dejado en un sitio algo lejano donde estaba ubicado el hombrecito.
– Tranquilo, Excelencia. Ya se conoce el dicho de que la grandeza que reside en los sexos opuestos es la fuerza de atracción que se ejercen entre ellos. Así que terminarán aproximándose en un periquete.
El monarca rió con ganas, acompañándole esta vez en la hilaridad su fiel ayudante.
– Se ha ganado usted el premio gordo, señor Misterioso – reconoció el rey.
– Ahora vos disponéis de un planeta propio, algo de lo que nadie en vuestra corte podrá presumir de posesión semejante, pero humildemente os pido que antes me permitáis acabar con mi trabajo de manera eficiente, y cuando termine de poblar el planeta con más criaturas y especies animales, entonces os comunicaré mi solicitud a modo de recompensa.
El rey, impresionado de la verborrea utilizada por aquel personaje, aceptó de buen grado. Se quitó las gafas, entregándoselas al consejero real.
– Voy a salir a ejercitar mis piernas. Hace siglos que no tenía tantas ganas de dar un paseo llevado por el regocijo que me embarga – explicó, con los ojos recobrando el color castaño original.
Su fiel lacayo lo acompañó de buena gana, quedando el extraño confinado en la estancia privada del rey para que de esta forma pudiera dedicarse en cuerpo y alma sin que nadie interrumpiera su labor de creador.
Dada la pericia de este individuo tan estrambótico, el planeta no tardó gran cosa en estar del todo acabado. Su Alteza Real visionó mediante el uso de las gafas el resultado final de la obra. La esfera dotada de su propio microclima estaba habitada por millares de hombres y mujeres, de todo tipo de animales y peces, de vegetación exuberante y de fenómenos naturales, algunos de ellos catastróficos.
El rey paseaba su vista preferentemente por los parajes donde proliferaban criaturas del género femenino, contemplando perplejo como todas iban vestidas al igual que los hombres.
– ¿A qué viene esta modificación en el pudor? – preguntó algo molesto.
– Simplemente a que la primera mujer y el primer hombre incumplieron una orden que les impuse con severa claridad – respondió con sequedad el visitante.
– ¿Cuál era esa orden?
– Una muy simple. Tenía que averiguar el nivel de inteligencia y de comprensión de estos seres. Ambos fueron instalados en una tierra de abundancia y provisión, donde nunca les faltaría de nada. Fui tajante en mi decisión de hacerles saber que podrían aprovisionarse de todos los frutos de los árboles de aquel vergel, con la excepción de una pieza en concreto. Si desobedecían,  aunque sólo fuese un bocado dado a la fruta de ese árbol, lo perderían todo. La orden fue incumplida por culpa de su estulticia y de su egoísmo personal. Desde ese instante reconocieron su desnudez, y avergonzados de contemplarse el uno al otro en ese estado, se cubrieron sus partes más íntimas y fueron expulsados del lugar que les había destinado como goce eterno. A raíz de entonces, todos sus descendientes están vestidos.
– Increíble. Por ese estúpido mandato suyo se me ha robado el espectáculo de poder arrobarme ante la visión de esos cuerpos femeninos tan perfectos – le reprendió Su Alteza.
– Puedo asegurarle que podrá ver cuerpos desnudos correteando de manera alocada cuando usted quiera. Y si no, al tiempo – la sonrisa maquiavélica resurgió con fuerza en la boca delgada del extraño.
– Tampoco soy un depravado.
– Cambiando de tema, Majestad. Ya tengo mi solicitud – el extraño sacó del bolsillo del pantalón un papel varias veces doblado. Se lo tendió con cierta urgencia.
– ¿Está escrito en una jerga entendible por un miembro de mi posición social?
– Por supuesto. En caso contrario, nunca le entregaría este papel, ¿no cree?
El soberano sujetó el escrito con la mano derecha mientras hizo el ademán de quitarse las gafas con la mano contraria.
– No. Mejor que lea el contenido de la nota con las gafas puestas – le aconsejó aquel individuo.
– Muy bien – el monarca no se las quitó. Con los dedos fue desdoblando el papel. Este tenía numerosas dobleces, y cuando terminó de extenderlo, liberó un suspiro de alivio.
Leyó el contenido del escrito en absoluto silencio. El extraño podía observar como a medida que iba concentrándose en la lectura, el rey empezaba a disiparse. Su Majestad en cambio no se percataba de su propia invisibilidad pues las lentes de las gafas le hacían creer que todo continuaba en la más correcta normalidad.
Finalmente, su voz prorrumpió con cierta viveza por encima de su debilidad corpórea.
– Lo que acabo de leer no tiene ningún sentido, señor Misterioso.
– Siento disentir, Excelencia. Para mí, si que la tiene- ladró el extraño.
– No le comprendo – dijo el rey, con la voz consumiéndose conforme su fisonomía iba desapareciendo.
Al poco de decir esto, su porte se extinguió por completo, sin que quedara nada de él presente en la estancia privada, a excepción de las gafas. El extraño las recogió del suelo y se las puso, asentándolas sobre el puente de su nariz alargada.
Todo había salido a la perfección. A través de los cristales de las gafas veía con nitidez la figura del soberano ubicada en el interior de la esfera, y según su apreciación personal, el rey también le veía. La boca grandilocuente del monarca se abría y cerraba con gran frenesí, intentado hacerse oír, pero nada de esto fue posible.
El extraño chasqueó la lengua. Sin mayor tardanza, el estado idílico del planeta artificial mutó hacia una fase aterradora para Su Alteza. La tierra de los continentes sufrió una transmutación, donde lo verde fue sustituido por el color displicente de las rocas, la hierba y la vegetación quedó petrificada, los océanos, los mares, los ríos y los lagos sustituyeron el agua por la lava, y los seres hermosos se transformaron en horribles demonios. El rey fue rodeado por las terroríficas criaturas, y sin más, fue sometido a incontables e interminables tormentos que iban a repetirse de manera arbitraria durante toda una eternidad, pues aquel lugar era el infierno.
El extraño hizo reducir la esfera  hasta alcanzar un tamaño asumible para encajar de nuevo en el interior del saco, y entre carcajadas ladinas, fue abandonando las dependencias del monarca, para perderse en el olvido.
Más tarde, cuando el consejero real se adentró en los aposentos del desaparecido rey, tan solo dio con las lentes tiradas en el suelo, cerca de la columna donde había estado pendiendo la esfera producto del mismísimo diablo.


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Es un placer acompañarte.

El relato que viene a continuación está dedicado a Costampla, del blog “Achiques y Espacios”
Al mismo tiempo, hacer la incidencia de cara a mis lectores y seguidores habituales, que la historia en cuestión es de género fantástico. No hay sangre. No hay vísceras. Nadie guisa la cabeza de un panoli por mero placer caníbal. Estamos en unas fechas muy especiales. No se trata de un cuento de navidad, pero si es una pieza llevadera, imbuida de cierto espíritu de “Bienvenido Mister Marshall” si la hubiera dirigido un servidor en vez del genial Luis García Berlanga, ja ja.
Si alguien se desilusiona por el tono del relato, mil disculpas. Os aseguro que en Escritos de Pesadilla los hechos terroríficos retornarán en cuanto Santa Claus sea tiroteado desde un rascacielos de quinientos pisos. Vamos, que casi mañana mismo…

          Siempre Lo Mismo es una metrópoli industrial. Ni es desmesurada en dimensiones de tamaño y población como Nueva York, ni escasamente valorada en la magnitud regionalista de una localidad de poco relieve a nivel nacional. La ciudad de la que os hablo, es parecida a cualquiera de tamaño medio que conozcáis. Puede que parecida en simetría a la vuestra, por ejemplo. Y eso es mala señal. Porque si os cuento que en Siempre Lo Mismo se rebelaron las Sombras Humanas, os entrará el tembleque.

                En Siempre Lo Mismo las personas mayores estaban  frecuentemente atareadas. Tenían que madrugar muy temprano para ir al trabajo. Los niños, por otra parte, tenían que levantarse no mucho después de las siete; así se aseaban, desayunaban, se vestían, colocaban los libros escolares y los cuadernos de apuntes en la mochila, salían oportunamente a la calle y esperaban en plena intemperie al autobús escolar que iba a transportarles en un periquete al colegio de sus amores.
                Todo el mundo estaba ciertamente muy ocupado en Siempre Lo Mismo.
                Los Futbolistas del equipo local tenían que acudir a las instalaciones deportivas para ponerse a las órdenes del entrenador y su correspondiente preparador físico. Sudaban la gota gorda. Debido a lo empapadas que se les quedaban las sudaderas tras los tres cuartos de hora de entrenamiento, exigían que se les revisara de inmediato el contrato firmado un mes atrás. Ahora estaban a cinco jornadas de concluir la temporada. Por mor de los representantes de los jugadores, a fin de así obtener la comisión oportuna, era norma generalizada que se les subiera los emolumentos de la ficha cada mes y medio. A las figuras, eso sí, se les incrementaba el salario semana a semana por el tema de su revalorización, aumentándoseles en la misma proporción las cláusulas de recisión, y así todo quisque contento.
                Los pintores de brocha gorda tenían que ir derechitos donde se les indicaba desde los servicios de obra pública del Ayuntamiento con el fin estético de pintar los bancos, balaustradas, farolas y papeleras de los parques públicos. No paraban de renovar el maquillaje externo del mobiliario urbano hasta haber acabado con toda la pintura barata de los botes.
                Las estanqueras permanecían acomodadas detrás del mostrador de su tienda, imprimiendo el sello a las quinielas de las personas que mantenían infinitas ilusiones en acertar los quince resultados futbolísticos del domingo en curso. Confiaban tanto en sus posibilidades de lograr el pleno, que sin recato dudaban lo más mínimo en poner a perder al celebérrimo equipo local que estaba a un pasito de codorniz de abandonar la actual categoría, ostentando el farolillo rojo camino de la Segunda División B.
                Los muchachos de la empresa “Hache Dos  O” conducían su camión cisterna por todo Siempre Lo Mismo, dispuestos a inundar las piscinas privadas. Había mucha gente pudiente que residía en casonas unifamiliares, dotadas con jardín artificial con la hierba prefabricada en Tailandia y con piscina de dimensiones cuasi olímpicas. Cuando llegaban los primeros calores del verano, querían disfrutar plenamente en esos meses, cumpliendo con el prosaico hábito de darse algún que otro chapuzón llamativo y nada espontáneo, salpicando  a los más perezosos tumbados a la bartola y degustando sus jarras llenas de espumosa cerveza de importación irlandesa.
                Los tres aviadores comerciales de Publicidades A Mansalva Sociedad Limitada recorrían a vuelo rasante el cielo de Siempre Lo Mismo. Atada a la cola de cada aparato volador, una pancarta muy larga y extensa que invitaba a los transeúntes sedientos a beber limonada sin gas de la marca Olvídate de la Ginebra.
                Había personas que no tenían la obligación moral de trabajar ni por cuenta propia o ajena. Eran los Ancianos, que ya habían ejercido suficiente en sus buenos tiempos. Ahora disfrutaban del tiempo libre e iban a las plazas y demás zonas verdes de esparcimiento a pasear por los senderos y caminos para evitar que las bisagras de sus codos y rodillas no fueran víctimas del óxido. Los que estaban para menos trotes, se conformaban con sentarse en los bancos recién pintados, charlando con ejemplar coherencia entre ellos.
                Existía diversidad de profesiones. En todas ellas, las personas adultas desempeñaban las idénticas funciones seis días a la semana. Eso los varones, porque las féminas además de trabajar,  cumplían con su farragosa función de amas de casa. En este caso la semanita entera, buf. Por otra parte, los menos afortunados,  los parados,  devoraban con la vista listados de empleos temporales en las oficinas del INEM, sellando su tarjeta de renovación trimestral, antes de embarcarse en nuevas tentativas de búsqueda laboral en las empresas sin ánimo de lucro de trabajo temporal. Todo ello de lunes a viernes.  Mientras los menores de edad tenían que aprender sus duras lecciones escolares y estudiantiles cinco días a la semana.
                Nadie parecía querer romper moldes. Perforar las murallas de la rutina más sosa y persistente que pudiera rodear el castillo menos imaginativo de la historia. En definitiva, obrar de manera distinta en su calendario vital. Disponer de otro talante en humor y carisma, carambita. Pero no existía ninguna mente despierta y valerosa que quisiera erigirse en adalid del esparcimiento por siquiera media hora diaria. A consecuencia de la indiferencia de las personas por divertirse, las sombras iniciaron los preámbulos de su Sublevación.
                Empezaron por organizar una reunión clandestina.
                Las Sombras Adultas eligieron la Plaza Mayor para acometer tal fin. La hora escogida, las Tres horas, Cinco minutos y Dos segundos de la madrugada. Quedaron a esa hora porque casi la totalidad de habitantes en mayoría de edad estaría en semejante huso horario soñando fantasiosamente con ovejitas tristonas balando sus penalidades conforme saltaban una valla en plena campiña inglesa. Las sombras que no pudieron acudir al cónclave, bien porque sus dueños trabajaban en turno nocturno, o bien porque alguno de ellos no conciliaba el sueño, permaneciendo espabilado en la cama, leyendo con gran apatía un libro de bolsillo, no iban a influir de manera determinante con su falta de asistencia. Eran minoría. De cien mil Sombras Adultas, puede afirmarse que acudieron ochenta y cinco mil.
                Las Sombras (o como prefieren definirse ellas mismas como Siluetas Penumbrosas) no tienen volumen, ni ocupan espacio material, al poder quedar proyectadas varias de ellas (en este caso una enormidad) sobre una sola y simple sombra. Es por eso que las ochenta y cinco mil unidades pudieron caber fácilmente en la Plaza Mayor de Siempre Lo Mismo.
                Una vez concentradas todas en un mismo punto, el Portavoz  de todas ellas, que no era otra que el de la Sombra Mayor (que era el Jefazo  de las sombras porque pertenecía al respetable y esforzado levantador de piedras de más de 300 kilogramos, Mikel Kilo Haundia) tomó la palabra:
                – Estimadísimas sombras femeninas y varoniles. Tampoco quisiera olvidarme de las sombritas de los chavalines, quienes no han podido acudir hoy a la cita por motivos lógicos de reposo y nocturnidad. Una sombrita tiene que descansar hasta hacerse tan grandullona como su dueño. Que entonces le llegará el turno de tener que echar el resto, incluso si ha de permanecer insomne noches enteras cuando su propietario sea un poeta en búsqueda de las musas que le inspiren. Pero en este momento de sus bisoñas vidas les corresponde permanecer unidos a sus amos en el lecho del descanso.
                “Hecho este inciso, pasemos al meollo del asunto. El motivo de la presente cita masiva de sombras no es otro que resaltar nuestro pertinaz disgusto. El comprobar que día a día nuestros dueños repiten las mismas y reiterativas actividades, no hace más que conducirnos a un estado anímico de total abatimiento. Para que no nos venza la tibieza moral del tedio supremo, nos vemos en la disyuntiva de tener que responder por fin a las preguntas que nos aturden día y noche. ¿Qué podemos hacer con nuestros propietarios? Ya que no se nos tiene en la debida consideración, ¿cómo podemos trasladarles nuestras principal preocupación, la de nuestro actual estado de ánimo? ¿Qué hemos de hacer con su parsimonia rutinaria? ¿Decirles a la cara de sopetón que nos ABURREN?
                – ¡Ohhhhh! – asintieron las sombras.
                – ¿Manifestarles claramente que deseamos que sean personas más dinámicas y espontáneas?
                – ¡Sí! ¡Eso es lo que hay que decirles! – dijo una sombra anónima.
                – ¡Si es preciso, se les zarandea! – manifestó otra, enérgica y decidida a pasar a la acción.
                – ¿Comentarles lo agradable que sería que nos entretuvieran de tarde en tarde con algún acto ocioso? ¿Sugerirles que ya es hora de pasarlo bien de una vez por todas?
                – Ya estoy harto de tenerme que despertar a la misma hora, ducharme a la misma hora, desayunar a la misma hora, acompañar a mi dueño a la estación de tren a la misma hora y tener que emularle en la inercia entre bostezos cómo agita el dichoso banderín y hace soplar el estridente silbato al paso de los ferrocarriles de vía estrecha cada mañanita y tardecita – reconoció abiertamente y sin tapujos la sombra del Jefe de Estación.
                Una vez relatada esta situación tan decadente, las demás sombras convirtieron la reunión clandestina en una especie de confesionario público al aire libre.
                Hasta que una sombra, más lista e innovadora que el resto, depositó su ocurrencia en el buzón de sugerencias.
                – ¿Por qué no nos declaramos en huelga de servicios? Abandonemos a nuestros grises dueños. Veamos cómo reaccionarán al quedarse sin sombra que les siga.
                – ¡Perfecto!
                – ¡Fabulosa y grandiosa idea la suya!
                – Recomiendo que sometamos la propuesta de la sombra de Rufino Carrascosa, empleado de correos pedestre, a votación a mano alzada – vociferó la Sombra Mayor.
                De tal modo se procedió al sufragio universal. Un sinnúmero de brazos ennegrecidos como la pez se fueron elevando en vertical por encima de las cabezuelas densas de las sombras. El resultado, una vez efectuado el recuento de votos, fue obvio e inevitable: la huelga de inobediencia penumbrosa iba a llevarse a efecto de inmediato.
                – Esperemos que una resolución tan dolorosa y agresiva en las formas, pero justa y necesaria en el fondo, prenda en las mentes poco conscientes de nuestros dueños – comentaban las sombras entre sí, conforme se disgregaban por las calles y demás vericuetos de la población, disolviéndose en un santiamén la concentración nocturna.
                La huelga podría considerarse poco legítima en las formas al no concurrir el permiso legal para su convocatoria, pero sus efectos no tardaron ni un microsegundo en apreciarse en las veinticuatro horas siguientes.
                La ciudad fue desperezándose con la indiferencia de un zorro haragán e indolente, sin la menor ganas de salir de caza por tener la gripe. La propia urbe tardó poco o nada en reconocer que no echaba de menos el transcurrir de cada día uniforme y apagado que conformaba la unidad de hojas del calendario del mes presente. La gente inició sus costumbres matinales, abandonando sus respectivos hogares para dirigirse con la sincronización y la conciencia plana de un autómata estandarizado hacia sus respectivos centros de estudio, de trabajo y de actividades diversas a lo largo de la jornada. En un principio, nadie se percataba del cambio sustancial experimentado en la cotidianidad de sus vidas. La verdad sea dicha que las nubes enladrillaban el cielo, impidiendo que la incipiente salida del astro solar tamizara sus rayos tenues y vacilantes sobre la faz de la urbe, retardando la proyección esperada de las sombras, nexo de unión con la silueta corpórea de sus amos bípedos. El alumbrado público era muy triste y desganado, por el ahorro en tiempos de crisis. Además, a esa hora tan temprana, nadie estaba para fijarse si le seguía la sombra. Un ratito más tarde, se cumplieron los pronósticos de los meteorólogos, y el sol dejó de practicar el juego del escondite, ofreciendo su bendita redondez a las once de la mañana, sin que ninguna mísera nube solitaria sobrevolara el espacio aéreo de Siempre Lo Mismo. Con el aporte luminiscente del foco resplandeciente, los primeros damnificados por la carencia de sombra propia pudieron por fin darse notoria cuenta de su paradójica ausencia. El rumor se fue propagando por el mapa tridimensional de la metrópoli como un fino reguero de pólvora a punto de estallar. Para el mediodía, un sector importante de la población de Siempre Lo Mismo conocía el extraño fenómeno fisonómico del que eran objetos directos. Nadie que fuese humano disponía de la confianza de su sombra. Ya podían ejercer de pantalla ante cualquier foco difusor de luz artificial, que la sombra no surgía prolongada en oblicuo sobre el pavimento o aplastada contra la tapia.
                – ¡Estamos sin sombra! ¡Qué desastre! ¡Qué horror! – dijo el alcalde a su teniente de alcalde. – Hay que convocar un pleno urgentísimo, con la asistencia de todos los miembros de la corporación municipal. Y hay que ordenar con toda prontitud una investigación minuciosa de los hechos al mando principal de la policía local – añadió, dotando de una poderosa inflexión a su voz de por si siempre amansada.
                El alcalde encendió el foco de su lámpara articulada situada encima del escritorio. Abrió y cerró el puño en diversas ocasiones.
                – ¿Ese gesto suyo implica alguna connotación política? – se interesó el teniente de alcalde.
                El mandamás de Siempre Lo Mismo respiró agitadamente, ofuscado.
                – ¡Yo no me cambio tan fácilmente de chaqueta, inconsciente!
                “Si hago esto es para expandir la sombra chinesca de mi mano sobre la pared.
                – Siento decírselo, señor, pero la intentona resulta infructuosa.
                – Virgencita. Estoy desolado. Para que desde la acera contraria se diga que tengo muy mala sombra – suspiró como si apagara la mecha de una vela de cera de avispones del Kilimanjaro, tornándola en chamuscada pavesa.
                El pleno transcurrió a los pocos minutos en la interioridad del amplio despacho del Alcalde. Los concejales pedían inmediatas explicaciones a la insensatez de la pérdida del derecho a poseer de la réplica de su silueta natural de carne y hueso. Los miembros del partido electo defendían el esperado y admisible desconocimiento del dirigente máximo del Ayuntamiento, mientras los ediles situados en la oposición esgrimían la propia torpeza de la alcaldía a la hora de asumir el liderazgo sobre las sombras. En esas estaban, cuando el alguacil Doroteo Borde procedió a tirar con fuerza hacia afuera de los tiradores dorados de las puertas de acceso al despacho, anunciando la presencia del cabecilla sindical del contingente de  sombras.
                Traía consigo su única demanda:
                – Propietarios nuestros. Reivindicamos mayor variedad de movimientos. Si por vuestra extrema terquedad no accedéis a concedernos cierta diversidad de poses, posturas y filigranas, nosotros, por nuestra parte, mantendremos la Huelga de Ausencia Necesaria por un período de tiempo de carácter indefinido.
                Así estaban de claras las cosas.
                Los representantes de la localidad convocaron a su vez una nutrida rueda de prensa. Ante los escasos medios locales expusieron las exigencias del Comité de Huelga de las Sombras de Siempre Lo Mismo.
                – ¿Qué medidas piensan adoptar ante el ultimátum planteado por el sindicato de sombras? – preguntó un informador de la prestigiosa prensa escrita.
                – No nos queda otra alternativa que pasar diligentemente por el aro, como si fuésemos un león sometido bajo el impulso estimulante del látigo del domador  – reconoció el Alcalde, resignado a su suerte.
                – Tampoco se nos exige la reconquista de Cuba, caracoles. Sólo que nos comportemos a la inversa de lo que somos en actitud y carácter en el día a día – señaló un edil con sonrisa risueña.
                – Tiene razón mi compañero. Sólo se nos insta a que nos desenvolvemos de manera diferente, diametralmente contrario al comportamiento social que asumimos los restantes días de la semana, del mes y del año – añadió el Concejal de Cultura y Deporte.
                El Pleno acordó por unanimidad anunciar a la ciudadanía la consiguiente resolución:
“En las siguientes veinticuatro horas, cada persona empadronada debidamente en Siempre Lo Mismo transformará sus hábitos cotidianos y procurará comportarse en consonancia con lo que le dicte la conciencia, divirtiéndose en base a ello de forma bárbara, sana y amena. Este mandato incluye a los niños de pecho.
Firmado, El Alcalde de Siempre Lo Mismo.”
                El consistorio predicó con el ejemplo, y nada más dar por concluida la tumultuosa rueda de prensa, concedió descanso vespertino a los Funcionarios. Concejales y Burócratas se desplazaron al epicentro de la plaza del Ayuntamiento, donde se pusieron a jugar a la rayuela. Al poco de empezar, recuperaron sus queridas sombras, que les acompañaron saltando de raya a raya, sacando el tejo de sitio.
                Los reporteros gráficos tomaron instantáneas, grabaron imágenes y transmitieron declaraciones ufanas, que mostraban a la población civil el beneficioso efecto del abandono de la rutina diaria.
                La gente adquirió confianza en sí misma, y sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, hizo esa fecha lo que más se les antojaba.
                Los miembros altamente profesionales del equipo de baloncesto semi profesional de Siempre Lo Mismo se dirigieron en autocar, acompañados del entrenador, el cuerpo técnico y la junta directiva en pleno, a las inmediaciones de la Plaza de Toros, donde el principal criador de ganado bravo de la región se encargó de soltarles en el ruedo unos ejemplares de seiscientos kilos y seis años de edad, con unos cuernos astifinos, para que pudieran practicar en sus propios huesos y carnes atléticas una proporción insignificante del arte de la tauromaquia. El ganadero, a su vez, hacía botar el balón de baloncesto firmado por todos los deportistas implicados, entreteniéndose por los tendidos de sol, subiendo y bajando escalones, exhibiendo su oronda anatomía de canto al sedentarismo ilustrado, con camiseta y pantalón corto. Las Sombras de cada uno de los participantes no tardaron en sumarse al lúdico festejo cómico taurino.
                Los escolares de Siempre Lo Mismo hicieron de todo, menos hincar los codos en los libros de estudio, recuperando la imitación en negro de su perfil infantil.
                Los barrenderos utilizaban sus escobas de brezo como imaginarias espadas de acero toledano, practicando la esgrima por cada rincón de la ciudad.
                Las hasta entonces resignadas amas de casa, salieron en tropel de sus cocinas y salitas de estar, congregándose en el anfiteatro situado al aire libre de Siempre Lo Mismo, donde asistieron complacidas a la puesta en escena de una obra teatral menor de don Miguel Mihura que les brindaba el cuerpo policial de la localidad. La representación se desarrollaba con desatino y continuos fallos de memorización, pero ahí estaba el apuntador, oculto en las profundidades claustrofóbicas  de la concha, impartiéndoles instrucciones de interpretación y repartiendo frases hechas a porrillo. Quien ahí abajo se escondía en el diminuto habitáculo del escenario no era otro que el Director del Banco Runa Que Te Ruina, un hombre desabrido y adusto en el trato personalizado con sus simples subordinados. Su lema preferido era  “Retrásese en el pago toda una tarde, que así facilitará que su casa se embargue”. Las hipotecas Crédito Vivienda constituían su bombona de oxígeno capitalista, hasta que su sombra lo abandonó esa misma mañana. El Director intuyó que era una especie de bronca Divina, así que decidió renunciar a las funciones que asumía en el banco, pasándose a promotor de Espectáculos Diversos. Una ópera aquí, un concierto de los Quince Tenores por allí…
                Las secretarias de los ejecutivos más consolidados de Siempre Lo Mismo avanzaban en piragua por el curso del sinuoso río que atravesaba el centro de la ciudad, bogando que te boga, remando a contracorriente en un estado hilarante al corrérseles el maquillaje y apelmazarles los cabellos de las costosas permanentes.
                Los mecánicos del automóvil jugaban a la pelota vasca en los frontones descubiertos a cielo abierto de cada barriada, lastimándose las manos engrasadas y negras como el betún.
                Los limpiacristales de las Alturas Mareantes viajaban en monopatín, descendiendo por las cuestas más pronunciadas y empinadas del núcleo urbano, pegándose mil y un batacazos contra las farolas públicas, los buzones de correos y los tenderetes de los vendedores ambulantes.
                Los miembros de la secta religiosa Testigos de Casimiro dejaban de recorrer las calles en busca de nuevos fieles, quedándose por una vez anclados en casita, contemplando la televisión, donde se emitía un documental muy interesante sobre la productiva crianza comercial del caracol. Todo ello en formato pagar por ver.
                Los jardineros se apuntaron a unas clases aceleradas de inglés callejero para cuando estuvieran en época de estío y se vieran forzados por las circunstancias a relacionarse con las primeras turistas dominadoras del vernáculo shakesperiano.
                Las dentistas tuvieron a bien volverse estilistas, blandiendo sus instrumentos de peluquería vanguardista sobre la pelambrera rebelde de sus dolientes pacientes, renovando su imagen a tijeretazos desmandados, a la vez que los cirujanos dieron rienda suelta a su creatividad artística, perfilando sus primeros bocetos que más tarde iban a catalogarse en cuadros tasados en seiscientos euros por reconocidos galeristas.
                Todas estas profesiones y muchas más se intercambiaron unas con otras. Conforme el gentío se lo iba pasando en grande, las sombras fueron retornando al redil. Avanzada la tarde, podía afirmarse que cada habitante de Siempre Lo Mismo presumía en consecuencia de la recuperada asociación con la sombra de turno.
                – Procuraré no volver a incurrir en el mismo error – decían los dueños cuando se les apegaba la sombra. – Que nuestra vida sea menos metódica y algo más desenvuelta. Vamos, que se salga de los cánones establecidos por la sociedad (siempre y cuando esta anarquía no me suponga el ingreso en un manicomio o como mal menor el desempleo, que mira que la cosa esta chunga, jolines).
                Las sombras eran muy agradecidas. Ejecutaban cabriolas y piruetas inverosímiles en las zonas donde incidía la proyección de la luz eléctrica.
                Con la recuperación de las sombras, se hizo de noche.
                La población de Siempre Lo Mismo estaba fatigada por los excesos de la jornada de paro laboral de las sombras, y puede señalarse que no hubo nadie que tardase más de cinco minutos en conciliar un reparador y justiciero sueño.
                Las sombras se sumieron en la oscuridad. Estaban tan excitadas por el éxito conseguido, que ninguna pudo descansar.
                Al día siguiente, nada más levantarse los propietarios, estos hallaron a las sombras durmiendo profundamente en sus lechos compartidos. Y no hubo modo humano de poder despertarlas. Revitalizarlas cara a sus funciones diarias. Las pobres proyecciones del cuerpo humano estaban rendidas por el cansancio. Ellas también adolecían de la práctica cotidiana del rito del ocio, un festejo intelectual y físico que nunca antes de la celebración del cónclave habían intentado acometer de manera tan osada y exitosa.
                Los dueños las dejaron reposar todo el santo día. Y por segunda ocasión en menos de treinta horas, hubieron de acudir a sus quehaceres sin sombra que les cubriera la espalda.
                Por Dios, que no se me malinterprete.
                Ahora no se trataba de una segunda reivindicación sindical.
                Las Sombras no estaban para protestar.
                Simplemente estaban para Roncar…


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Atraco calamitoso en la América Profunda. (Disastrous robbery in the American heartland).

 Era el mundo al revés.

         Johnny tenía cinco años y se lo pasó pipa viendo lo sucedido en la tienda del cascarrabias del señor Olden. El señor Olden vendía las mejores chucherías del pueblo. Tendría sesenta años. Era alto como un pívot de la NBA y flaco como un guerrero de la más misteriosa selva africana. Tenía fama de tacaño y de intentar dar gato por liebre a la clientela, en este caso los niños.
         – Por noventa centavos te corresponden tres regalices y no cinco – solía decir aún sabiendo que correspondían seis.
         Los mocosos se quedaban callados, aceptando la cantidad que les ofrecía el señor Olden. Porque cuando se le hacía enfadar, el hombre exhibía caras muy raras y le daba por hablar en un idioma muy extraño.
         Así era el muy ladrón.
         Y su clientela infantil no menguaba aún a pesar de sus trastadas.
         Conocido lo bien que le iba al señor Olden en el negocio de la venta de golosinas,  esa mañana dos hombres de unos treinta años visitaron la tienda de dulces. Johnny estaba viendo unos caramelos tentadores de tofe en el expositor del escaparate cuando quisieron entrar por la puerta. Tuvieron la ocurrencia de querer hacerlo los dos a la vez, pero no pudieron porque ambos estaban muy obesos.
         “¡Caray!” – pensó Johnny. “Tienen que pesar ciento y muchos cada uno. Están súper gordos.”
         – ¡Déjame pasar a mi primero!
         – Lo mismo da. De lo que se trata es de entrar en el establecimiento del demonio – se dijeron el uno al otro con los rostros colorados por la rabia del contratiempo.
         Finalmente consiguieron entrar en la tienda. Johnny era muy curioso, y se pegó frente al cristal del escaparate para observarles. El señor Olden estaba detrás del mostrador con semblante ceñudo. Bueno, la realidad era que refunfuñar era su característica principal a todas horas del día. Al igual que adquirir un semblante rojizo, enseñar los dientes puntiagudos y volver los ojos del revés cuando se le molestaba más de la cuenta.
         – Ustedes dirán – dijo el dueño con voz cortante.
         Miraba a los dos clientes con los ojos medio cerrados.
         – Queremos todo lo que usted tenga – dijo uno de ellos.
         – Ya veo. Se conservan excesivamente bien con tanto consumo de dulce – bromeó malvadamente el señor Olden. Hizo énfasis en ello apuntando hacia la barriga de uno de los dos recién llegados con la uña larga del dedo índice de la mano derecha.
         – Me refiero a que queremos que nos entregue todo el dinero de la caja, paleto cascarrabias – le dijo el otro gordo.
         Johnny escudriñó con más ganas a través del vidrio. Jolines. Esos dos gordinflones querían atracarle al señor Olden.
         – Y ya que estamos aquí, nos llevaremos una buena cantidad del género que usted vende – continuó el mismo gordo.
         El señor Olden estaba colérico. Le salía humo por los orificios de la nariz. Le empezaban a crecer las orejas.
         – Si no lo hago, me dejan tuerto, ¿no? – les plantó cara.
         Los dos atracadores se miraron sin saber qué decir.
         Johnny vio al señor Olden esconderse detrás del mostrador y antes de que los asaltantes pudieran reaccionar a tiempo, reapareció nuevamente, esta vez con una pequeña bolsita.
         – Os voy a enseñar lo que es bueno, bolas de sebo andantes. Los cartuchos son de sal gorda.
         De la bolsita extrajo unos polvos que esparció en el aire soplando sobre la palma de la mano, al mismo tiempo que recitaba un montón de palabras en una lengua desconocida.
         Nada más terminar de decir el sortilegio mágico, surgieron de la nada dos espantosos diablillos con cuernos y protuberancias, ambos armados con sendas escopetas de caza.
         Johnny se partió de risa al ver como los dos hombres orondos salieron disparados de la tienda perseguidos por los diablillos del señor Olden. Las espeluznantes apariciones apuntaron al primero de los atracadores en las nalgas y le dieron de lleno. Luego hicieron lo propio con el segundo. Los dos gordinflas saltaban y brincaban de dolor, llevándose las manos a los doloridos traseros conforme huían del lugar.
         – Así aprenderéis, atracadores de pacotilla – aulló satisfecho el señor Olden, saliendo al exterior del porche de su comercio.
         Gruñó tres o cuatro palabras horrendas y las dos criaturas surgidas de la nada desaparecieron como si tal cosa.
         De regreso a la tienda vio a Johnny, uno de sus clientes más rentables.
         Se introdujo con premura en su local, para luego sorprender al chico asomando medio cuerpo por el quicio de la entrada.
         – Aquí tienes esto, mocoso. Para que no se diga que Berny Olden nunca ha regalado nada. Además para que mantengas el pico cerrado de todo cuanto has visto aquí ahora – le dijo a Johnny.
         Le ofreció las armas con que pretendieron intimidarle los dos gordos.
         Eran dos tirachinas de lo más súper chulas. Con bolas de acero del tamaño de canicas como munición.
         Johnny se los quitó de las manos con regocijo y se fue corriendo a casa saltando de alegría, olvidándose de los demonios invocados por el dueño de la tienda de dulces.
         Mientras, en un estanque cercano, dos hombres entrados en carnes estaban sentados de tal forma con sus traseros introducidos en el agua para aliviar en parte el fuerte y doloroso escozor de los perdigones de sal gorda.
         Se miraban el uno al otro con gesto de frustración. Si hubieran dispuesto de mayor presupuesto, hubieran podido haber utilizado algún arma de más grueso calibre…
         Aunque también tendrían que aprender algún truco de magia negra para evitar sorpresas desagradables si acaso pretendían consolidar su carrera lucrativa como ladrones de bienes ajenos.


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Injusticia Celestial. (Heavenly Injustice).

¿Finales felices en Escritos de Pesadilla? JA JA JA. Ni en sueños. De muestra, un botón.

        Era una vergüenza. Esto de estar desempleado forzaba a tener que aceptar cualquier tipo de empleo aún a sabiendas que sería por pocos días y con unas condiciones de salario y de trabajo deplorable para la autoestima personal del empleado de turno.
        Se llamaba Donny Tronco. Tenía treinta y cinco años. Sus estudios eran básicos. Estaba soltero y llevaba sin tener un trabajo en los últimos dos años y medio. Vivía casi de la caridad y de las ayudas del Estado de Georgia. Cuando menos se lo esperaba, le surgió una oferta. Era por un simple fin de semana. El sueldo no estaba mal. Cien dólares por ocho horas diarias. El problema llegó por las características del trabajo. Tenía que promocionar bollería industrial de una marca conocida americana, disfrazado de donut gigante. Era un donut glaseado y decorado con fideos de chocolate de diversos colores vivos.
         En fin. Tragó saliva y firmó el contrato. Todo fuera por la pasta.
         Con mucha dignidad se enfundó la vestimenta indecorosa.
         Nada más empezar, fue el hazmerreír de la clientela. No solamente los niños le apuntaban con el dedo entre carcajadas, sino hasta los adultos se mofaban de manera descarada delante de sus narices. Le decían que le faltaba su novia. Una chica disfrazada de taza de café.
         Donny apretaba los dientes y continuaba ofreciendo la repostería a la clientela del supermercado.
         Entonces sucedió la hecatombe.
         Un joven acababa de robar un plátano del expositor de la frutería. Un hecho reprobable de por sí. Pero aparte de zampárselo con toda su caradura dentro de la sala de ventas, al pasar al lado de Donny, arrojó la piel al suelo con toda la mala intención del mundo. Donny estaba enfrascado en lo suyo, sin fijarse en la piel de plátano, hasta que la pisó de lleno, perdiendo el equilibrio y saliendo rodando literalmente por el pasillo central.
         – ¡Socorro! – gritaba Donny, cada vez adquiriendo mayor velocidad, afrontando las puertas automáticas de la entrada.
         Quiso su mala suerte que en ese preciso instante estuvieran abiertas de par en par, y el pobre hombre, disfrazado de Donut gigante, salió dando vueltas sobre sí mismo al exterior del parking, donde fue atropellado por un furgón blindado de seguridad de recogida de fondos bancarios y de las recaudaciones de los centros comerciales del condado.
         En ese instante quedó acabada la carrera profesional de Donny Tronco, despanzurrada bajo las diez toneladas del vehículo cual hormiga imprudente pisoteada por la pata de un elefante en fase de celo.
         Cuando minutos más tarde, tras haber recorrido el túnel con la luz al final del mismo, se encontró con San Pedro, este lo miró con el ceño fruncido, impidiéndole el paso al otro lado de la puerta del Cielo.
         – Aquí no puedes pasar, hijo mío. En esta empresa sólo se aceptan contratos de larga duración y fidelidad extrema hacia la misma. Dirígete hacia esa salida de emergencia, que te llevará tras día y medio de descenso por las escaleras hasta la zona de mantenimiento de las enormes salas de las calderas. Los trabajadores poco válidos suelen ser ahí aceptados sin mayor demora ni reparos- le dijo con voz solemne y firme.
         Donny inició la bajada por los interminables tramos de escalones de la escalera con cierta renuencia y ritmo cansino, asimilando el aumento de la temperatura y la cercanía de los lamentos sin fin de los empleados del infierno conforme iba descendiendo por la misma.
Estaba claro que ni en la otra vida iba a librarse de los empleos precarios.
         


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