Un poltergeist de lo más singular.

Dedicado a la seguidora y compañera bloguera Bellarte. Un fuerte saludo desde Escritos.

Dwayne llegó a la casa solitaria del empresario de refrescos Nat Jail. Eran las once y media de la noche. Hacía un frío de mil demonios. Extrajo su equipo del maletero del coche y en dos viajes lo fue amontonando ante el pórtico de la entrada. Era una mansión de tamaño medio estilo colonial revestida de tablas de madera de barniz reluciente. Tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho en que le abriesen. Ante él estaba la figura adinerada de Nat, vestido impecablemente con un traje cruzado italiano. Desde dentro llegaban risas y voces propias de una conversación muy animada.
– Buenas noches. Me imagino que usted es el parapsicólogo Dwayne Fryer. Yo soy quien ha solicitado su ayuda, Nathaniel Jail – se presentó el anfitrión.
– Mucho gusto, señor Jail. Ya comentamos el tema por teléfono.
– Así es.
“Pero pase con todo lo que usted trae. Estamos celebrando una fiesta familiar. Seguiremos a lo nuestro mientras usted intente descifrar los extraños sucesos de la despensa.
Dwayne cargó con todo el material, siendo precedido hacia el fondo del pasillo. Doblaron hacia la derecha, pasando ante el salón donde estaban congregados los familiares de Nat. Estos dejaron de hablar entre ellos por un breve intervalo al apreciar la llegada del investigador de fenómenos paranormales. Después de dejar atrás la sala, los invitados reanudaron sus charlas.
– Por aquí. Está cerca de la cocina – le indicó Nathaniel.
Se detuvieron frente a una puerta de madera con pomo de vidrio esmerilado. Estaba cerrada.
– Oh, pase. No está cerrada con llave.
El dueño de la casa le abrió la puerta y ante él se presentó la pequeña estancia donde se guardaban los alimentos en conserva más algunos utensilios de repostería. Las estanterías estaban llenas de latas y demás comida envasada.
Dwayne estaba escéptico.
– No me diga que ésta es la única zona de la casa que muestra actividad – preguntó a Nathaniel.
– Así es. Las latas flotan en el aire. Los anaqueles de las estanterías tiemblan como si hubiera algún ligero movimiento sísmico. Los moldes de los pasteles se retuercen hasta quedar inutilizados.
Dwayne agitó la cabeza para situarse en la escena donde acontecían esos hechos tan llamativos.
– Bueno, le dejo. No puedo dejar por más tiempo solos a mis invitados. Sin mi presencia, la reunión suele decaer bastante. Cuando averigüe el motivo de todo este desorden, venga a avisarme de ello, eso si, con la mayor de las discreciones. Entre los asistentes, hay gente mayor y damas de espíritu delicado.
– Ya. Pero estos temas requieren sus horas, sus días y noches de estudios. No creo que en media hora…
– Hasta luego, señor Fryer.
Nat Jail se marchó de manera precipitada.
Dwayne estaba con muchas dudas. No sabía si merecía la pena preparar el equipo para algo tan simple que acontecía en ¡una despensa!
Estaba en estas, cuando se le presentó el cocinero. Era un hombre robusto pero con semblante de buena persona.
– Señor. Le ruego que solucione este conflicto.
– No me diga que usted tiene que ver algo en el mismo.
El cocinero era incapaz de mentirle ni a la persona que más despreciase en el mundo.
– Acierta usted. Yo soy el causante de todo este alboroto. Llevo con el mismo mísero sueldo desde que entré aquí a trabajar veinte años atrás. Y como el señor Jail no atiende a razones, porque es una persona muy tacaña, he decidido gastarle una broma pesada.
– Vaya.
– Entiéndalo. Sólo me paga cien dólares semanales. Más comida y cama, eso si.
– Le comprendo. Estése tranquilo.
– Se lo agradezco. Le juro que ya no lo volveré a hacer jamás.


Los invitados estaban tranquilos hasta que irrumpió Dwayne con los cabellos revueltos y manchados de harina, la pechera de la camisa desgarrada con el pecho sucio de salsa de tomate y un arañazo sangrante en la mejilla derecha.
– ¡Me ha costado casi la vida! – gritó con voz ronca, con los ojos casi fuera de las órbitas. – ¡Considérese un hombre afortunado! ¡Ninguna entidad maliciosa querrá volver a tocarle las latas de alubias de su despensa! ¡Se lo juro por lo más sagrado, sí señor!
Nathaniel Jail tranquilizó a la concurrencia, llevándose al investigador fuera del salón.
– ¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? Casi mata a la mitad de los asistentes de un patatús.
– Todo solucionado. En su despensa había una congregación de treinta y nueve espíritus inmundos descontentos con los anteriores dueños que residieron antes que usted en esta casa.
– ¡No me diga! ¿Y cuál era el motivo que les incitaba a que se manifestaran de ese modo tan violento?
– Se ve que nunca fueron convenientemente renumerados, y todo su enojo se fue almacenando en esa zona hasta aflorar a la superficie. Por alguna razón le relacionaban con la tacañería de los antiguos propietarios.
– ¡Jesús!
– Pero todo ese malestar ha quedado ya disipado. Han alcanzado la paz plena con algo de agua bendita y el rezo de cuarenta padrenuestros. El último de propina. Ah, y también les aseguré que el dueño actual, en este caso usted, nunca iba a obrar de tal manera con respecto a sus subordinados.
Nat Jail se quedó seriamente pensativo un largo rato.
– Tengo que hablar con el cocinero – dijo al fin.
– ¿Cómo?
– Nada, cosas nuestras. Tengo que darle una noticia que seguro que le va a agradar.
Dicho y hecho le dejó de nuevo a solas.
Cuando instantes después estaba terminando de cargar todo su equipo en el coche, llegó el cocinero con un alborozo enorme.
– Buen hombre, no se lo que le habrá dicho al señor Jail, pero con ello ha conseguido que me aumente el salario hasta cuadriplicar la cantidad original.
Dwayne esbozó una sonrisa maliciosa.
– Agradézcalo a los espíritus de la despensa.
“Antes de echarlos de allí, me comentaron que sentían un gran aprecio por usted.
– Pero si ya le dije que eso fue una trastada mía.
– Pues siga siendo menos bueno y mucho más espabilado. De aquí a que sea usted el asesor principal de Nathaniel Jail, queda un pasito.
Dicho esto, cerró el maletero y se colocó frente al volante, alejándose de la mansión del adinerado empresario de refrescos. Abrió la guantera y contempló satisfecho el talón tendido de Nathaniel por los servicios prestados. Cinco mil dólares por media hora de pantomima. No estaba mal. No señor.