FREAK (un fenómeno de circo).

FREAK
(un fenómeno de circo)

Escena primera
La feria es de cuarta categoría. Bueno. Eso es lo que pensaba yo. Me encontraba en un estado lamentable, la ciudad estaba en fiestas y andaba vagando de aquí por allá como un transportista extranjero sin GPS. Este año los señores del ayuntamiento habían recortado gastos en el presupuesto de actividades, y se habían conformado con concederle la licencia a un empresario de un país del este de Europa. Se encargaba de aportar su circo propio, amén de unas cuantas atracciones de feria. Yo siempre había detestado el circo. Más que nada por el olor que desprendían las bestias. Nunca he sido un fervor seguidor de las piruetas simpaticonas de los animales adiestrados a golpe de látigo y zanahoria. Soy así de raro. En cambio las casetas de los fenómenos y las atracciones de espejos y de terror sí que concitaban mi atención. Me divertía atrapado entre laberintos de espejos donde se reflejaba mi perversa personalidad en varios clones sonrientes. Y atravesar montado en una vagoneta por los vericuetos aterradores del castillo fantasma del doctor Dolor era ya el no va más para mi sentido gusto del morbo.
Así que medio alcoholizado, me fui recorriendo las barracas y para mi disgusto, no hallé más que atracciones propias para niños menores de diez años. No había ninguna creada para el deleite de los adultos. Un timo. Una estafa. Mi humor se puso denso y destemplado. Me apetecía agarrar al dueño de toda esa colección de baratijas y emprenderla a patadas contra el paquete de su ingle hasta dejarle caer desvanecido en un ovillo. Si hubiera dispuesto de una tea, toda esa patética feria hubiera ardido por los cuatro costados, clientela incluida. La bebida… Estaba dejándome influenciar por sus efectos nocivos. Sería mejor abandonar el recinto. La gente chillaba y se reía, y mi dolor de cabeza iba en aumento. Estaba a punto de irme, cuando alguien me asió por el codo de mi brazo derecho.
– No se marchará así, señor. No al menos sin ver una atracción – me dijo un ridículo gordinflas vestido de maestro de ceremonias. Hasta llevaba el sombrero de copa sobre la azotea del cráneo.
– Menuda diversión tiene aquí, amigo. Un circo aberrante y cuatro tonterías para los mocosos más tontos del barrio – le dije con acritud. Hipé en frente de su orondo y grasiento rostro. El tío estaba sudando dentro de su aparatoso traje como un cerdo bien cebado.
Se me quedó mirando con cara de no comprender nada.
– Usted trae toda esta porquería desde Mesopotamia – le critiqué con desdén.
– Albania, señor.
– Eso queda en Europa.
– Así es, señor. Y me es justo decirle que nuestra caravana tiene una reputación de alto nivel en buena parte del continente.
– Pero aquí estamos en América, amigo. Y qué quiere que le diga. Su circo y el resto de su feria me parece pura bazofia.
– Ajá. Discrepo de su opinión, pero en América hay democracia.
– Eso mismo.
– Y como hay democracia, tiene cabida tanto su opinión como mi maravilloso espectáculo.
Me estaba hartando de tanta cháchara con ese payaso. Me libré de su apretón y continué dando tumbos con la bebida dominando mis impulsos. Joder, ese albanés no me conocía bien. Si supiera lo cabrón que llego a ser, ni se hubiera dignado en dirigirme la palabra. Con lo fácil que resultaba atarle en la silla del sótano de mi casa y sacarle los dientes uno a uno con unas tenazas. Le salvaba que me encontraba borracho perdido. Si no otra patética víctima anónima que iba a sumarse a mi depravado juego solitario del torturador y su presa. Ya no sé ni cuántos cuerpos llevo sepultados bajo el piso del sótano. Deben de ser ya una docena. No está mal para llevar simplemente un año y medio con mi diversión infernal.
Continué andando en eses, cuando percibí que alguien correteaba detrás de mi estela. Me volví y el inmenso dueño de la barraca me alcanzó casi con la lengua fuera. Estaba opulento. Mucha carne para ser diseccionada con el filo de un buen bisturí de cirujano. Tardó unos segundos en recuperarse del esfuerzo de la carrera.
– Es una pena que decida marcharse, señor.
– Déjeme ir a mi bola, amigo. Si no lo hace, lo más probable es que lo lamente luego – le corté poniendo mi característica mirada que helaba la sangre en todo aquel que se pusiera pesado conmigo.
El hombre se quedó quieto por un momento. Luego fue sonriendo.
– Usted es perfecto- dijo encantado con mi pose.
– ¿A qué se refiere?
– Digo que usted es perfecto para mi espectáculo.
Dicho y hecho extrajo un arma de esas que al disparar descargan una serie de corrientes eléctricas para inmovilizar a los presos en ciertas cárceles del estado. El caso es que me apuntó de maravilla y consiguió que perdiera el conocimiento entre fuertes espasmos de dolor.



El circo y el resto de su negocio es albanés. Desconozco en qué parte de Europa queda ese condenado país. Sólo se que en lo que a mí me atañe, su dueño es un sujeto muy peligroso para la sociedad en que vivimos. Más o menos cómo lo soy yo.
Desperté mucho más adelante sin derecho a replicar ninguna de sus órdenes. Para algo me había sido arrancada la lengua. Además de las orejas y el posterior ensañamiento con mi nariz. Mediante el efectivo uso de la morfina, y unos ásperos conocimientos de cirugía plástica, el dueño del espectáculo modificó mi rostro tornándolo irreconocible incluso para mí mismo. Me convirtió en un fenómeno de circo. Un ser aberrante y deforme, que sufría las pesadas bromas de tres payasos sádicos e inclementes. Vivía encerrado en un carromato insignificante, con barrotes en las ventanas y con la puerta cerrada bajo llave y un grueso candado oxidado. Este era mi nuevo destino. Las pocas veces que conciliaba el sueño, era para tener horribles pesadillas en las cuales los espíritus de mis víctimas del sótano acudían a mi encuentro para regocijarse de mi situación actual.
Mi abuelo paterno solía decirme a veces las vueltas que daba la vida.
En eso tenía toda la razón.
De carcelero he pasado a prisionero.
De torturador a la persona torturada.
De depredador a presa.
La última diferencia entre mis víctimas y yo es que ellas ya estaban muertas mientras yo me mantengo aún vivo.
Me levanto para aferrarme a los barrotes de mi prisión rodante.
¿En qué me he convertido?
Antes, por mi condición de asesino en serie sin remordimientos de ningún tipo, pudiera ser merecedor de la pena capital. ¡Pero y ahora! No me queda más consuelo que esperar mi oportunidad. No mi ocasión de escape. Si no la simple posibilidad de tener a mi alcance el cuello de triple papada del dueño de la compañía para rebanárselo de oreja a oreja con un afilado cuchillo. Hasta que ese momento llegue, he de conformarme con mis penurias de Monstruo de La Cabeza Lisa.
La entrada sólo cuesta doce dólares.
Pasen y vean, señores…
Verán que el “show” merece la pena.


FREAK
(un fenómeno de circo)


Escena segunda


No tengo más el don de la palabra. Tan solo puedo soltar gruñidos abyectos por la falta de mi lengua. Mi rostro es una pura máscara de horror chinesca. Sin orejas. Sin nariz. Con la cabeza afeitada. Al principio me maquillaban como si fuera un payaso esquizofrénico surgido de una pesadilla de gin tonic con barbitúricos. Con el tiempo ya me fui acostumbrando a hacérmelo yo solito delante del espejo de mi camerino. Mi camerino estaba dentro mismo de mi prisión rodante. Mi espejo era un pequeño trozo roto perteneciente a uno mayor que seguro que le habría traído no siete, sino un millón de años de mala suerte al dueño del mismo. Ojala que ese dueño fuese Basilio. Así se llama el gran maestro de ceremonias de la TROPA CELESTE. Y así se hace llamar su circo majestuoso y las atracciones que lleva a cuestas por buena parte de Europa y del continente americano. Las atracciones eran insufriblemente infantiles. ¿Para qué iban a resultar interesantes para los adultos, si la verdadera atracción era el propio circo? Un circo maquiavélico, donde los protagonistas eran seres deformes y caricaturescos saltando de trapecio en trapecio, fustigando a leones famélicos y carentes de toda cola, lanzando cuchillos afilados a la bella Marta, lo único agradable de ver en toda la “trouppe”, y rematando faena, el número de los payasos poseídos por Satanás persiguiendo sin parar al Monstruo de la Cabeza Lisa con el fin de masacrarle a porrazos con auténticos bates de béisbol.
Por cierto, yo soy el Monstruo de la Cabeza Lisa.
Basilio no me conoce bien. Cuando me atacó con el táser en mi ciudad natal con el objeto de convertirme en lo que ahora soy y en servirse de mis atractivos cara a la galería, jamás pudo sospechar que nos habíamos unido dos seres de lo más despreciables. Yo era por aquel entonces un asesino en serie sádico y cruel. Me encantaba mantener a mis víctimas inmovilizadas en una silla en el sótano de mi casa por horas interminables, inflingiéndoles todo tipo de torturas con objetos afilados, hasta que llegado el momento me aburría y decidía acelerar el proceso. Luego quedaba echar mano de la pala. De hecho en apenas un año y pico disponía de un bonito cementerio bajo el suelo del sótano. Allí reposan los restos de una tal Anna. La osamenta de un tío cretino que vino a venderme un seguro del hogar a todo riesgo. La bicicleta de la repartidora de prensa matutina del barrio con su dueña, evidentemente. En fin. Eso era yo. Un despiadado, frío y calculador asesino. Hasta que a un estúpido dueño de una compañía ambulante albanesa se le ocurrió la brillante idea de secuestrarme para formar parte de su insufrible elenco de fenómenos de circo.  Sin contar con mi asentimiento. Como me había dejado mudo, indocumentado y alejado de mi entorno familiar, si es que acaso yo lo tuviera, porque mis padres me detestaban y vivían al otro extremo del país, el bueno de don Basilio se había pensado que con el paso del tiempo ya no iba a tenérsela jurada. Que iba a terminar por adaptarme a su peculiar tropa de aberraciones andantes y parlantes. Craso error.
Llevaba un año colaborando de manera desinteresada en el dichoso numerito de los payasos satánicos, y poco a poco el maestro de ceremonias fue bajando de manera peligrosa la guardia. Se ve que tenía alguna clase de remordimiento respecto a lo que me había hecho, y como veía que El Monstruo de la Cabeza Lisa estaba ejecutando su labor diaria con todas las ganas del mundo que podía hacerlo una persona raptada y mutilada a las órdenes de su brutal captor, decidió que era hora que yo dejara de vivir y de trasladarme en el interior de la prisión andante. Me encontró acomodo en la caravana de un tipejo que tenía aspecto de reptil y que ejercía el número del hombre bala. Jamás quise interesarme si el tal Basilio le había rebautizado bajo una lluvia de ácido para conferirle a la piel ese aspecto tan granulado, así que estuvimos conviviendo ambos en buena paz y armonía, porque del mismo modo a mi nuevo compañero de habitación le importaba un pepino el modo en que yo me había quedado sin habla, sin nariz y sin orejas.
Con el paso del tiempo, me fui convirtiendo en uno más de la compañía y podía ya merodear a mis anchas por toda la zona de acampada. Para mi sorpresa, una mañana don Basilio me concedió permiso para ir de excursión a la ciudad donde nos correspondía estar por esas fechas de la gira de verano.
Mi mejor amiga era la encantadora y majestuosa Marta. La muchachita que se afanaba en todas las funciones del circo a eludir los lanzamientos de cuchillos por parte de Sanabrio, el Duende de la Doble Chepa. Mediante mi escritura sobre el reverso de un programa de fiestas de la localidad pude invitarla a que fuera mi adorable acompañante. Y Marta, cuyo corazón es de oro, aceptó de muy buen grado.
Más tarde, cuando volvimos ya de la excursión, me dirigí acompañado de mi colega de cuarto, el hombre con aspecto de reptil, hacia la caravana que hacía de oficinas del dueño albanés. Don Basilio abrió la puerta con desgana. Raramente aceptaba visitas de sus empleados en su despacho.
– Vaya. Don Feo y don Escamoso. ¿Qué se os ofrece por aquí? – nos trató de inicio con desdén.
Evidentemente yo no podía articular ni media palabra. Pero eso no importaba. Reptil estaba bien aleccionado sobre lo que tenía que decirle al puerco seboso de don Basilio.
– Cierre el pico, y quédese sentado en su silla – le ordenó Reptil.
– ¿Cómo? – Basilio hizo la intención de incorporarse, pero mi compañero le convenció de lo contrario con la exhibición de un machete.
– Está bien, muchacho. No te exaltes. Tengamos la fiesta en paz. Si queréis algo de dinero suelto para tomaros una coca cola, id a la taquilla y que os de Adela unos cambios. Decidle que vais de mi parte.- continuó diciendo para tratar de convencernos de no cometer una tontería.
El maestro de ceremonias esbozó una sonrisa nerviosa. No se esperaba que me fuera a acercar yo con una preciosa cuerda de nylon. Para cuando quiso resistirse, ya estaba con el lazo colocado entre su barriga y el respaldo del sillón. Lo demás fue dar vueltas a su alrededor hasta inmovilizarle por completo.
Su rostro se tornó iracundo. Estaba claro que esa situación no le agradaba lo más mínimo.
– ¿Qué hacéis, pareja de desgraciados? ¡Soltadme os digo! ¿O es que acaso queréis que os arregle un poco más vuestra fachada de aspirante a actor secundario de una producción barata de terror?
Pataleó sentado y tironeó de la cuerda, pero los nudos que le había aplicado eran de los más eficaces contra todo tipo de escapismo. Hasta Houdini las hubiera pasado canutas con mi técnica de creación de nudos marineros.
Le puse un buen trapo en la boca, y así estuvo bien calladito. Con un gesto le indiqué a Reptil que se ocupara de vigilarlo mientras yo me dirigía al ordenador de sobremesa. Estaba encendido. Busqué la página Web del banco donde don Basilio tenía depositado todos sus bienes financieros. Esta información bendita se la debía a Marta, que por algo pasó alguna que otra velada lujuriosa con nuestro amigo el mantecas. Estaba todo introducido, menos la contraseña particular. Miré al empresario albanés. Reptil adivinó mis intenciones y se encargó de quitarle la mordaza.
– ¡Cabrones! En cuanto me suelte os voy a despellejar vivo en una tinaja de aceite hirviendo – bramó, con el rostro rojo de furia.
Reptil se encargó de tranquilizarle con el apoyo del filo del machete bajo su triple papada.
– Dinos la contraseña de acceso a tu cuenta – siseó Reptil.
– Me cago en tu madre…
– Será la última vez que te lo pida – le amenazó Reptil, apretando el filo contra los pliegues de grasa de su garganta.
El maestro de ceremonias de TROPA CELESTE nos confío la contraseña en un susurro desesperado. Me encargué de teclearlo en el campo de la pequeña ventana de acceso a su cuenta.
Una vez conseguido esto, todo lo demás fue coser y cantar.


Abandonamos la caravana un cuarto de hora después. Estuve divirtiéndome todo ese rato con la proliferación de grasa del empresario. Con un simple punzón de zapatero se consiguen un montón de perforaciones en un cuerpo humano antes de condenarlo a la muerte más sádica posible. Seguía llevándolo en mis genes. Demonios, me había mantenido casi dos años sin haber asesinado a nadie. Fue una especie de liberación mental. Un viejo anhelo recuperado de nuevo.
Los dos dejamos el complejo circense para dirigirnos a la ciudad. Quedamos citados con Marta en un local de comida rápida. Mi amigo Reptil estaba muy desconfiado. Pensaba que la chica nos la iba a jugar en el último momento. Le aseguré por gestos que ella era la persona en la que más creía de toda mi vida. Llegó con media hora de retraso. Acarreaba consigo un maletín de piel. Estaba muy sonriente. Dios. La chica te podía derretir con su simple sonrisa. Nada más sentarse, nos enseñó el contenido del maletín. Dentro del mismo había un montón de fajos de billetes de cincuenta euros. Una cantidad total de seiscientos mil euros. La recaudación de la mitad de la gira recorrida por media Europa. Lloré emocionado.
Esa mañana que fui acompañado de Marta a la ciudad, fuimos a un banco y abrimos una cuenta a nombre de ella. A esa cuenta fue donde yo transferí buena parte de los ahorros del dueño del circo y del resto de atracciones de la feria.
Los tres juntos nos fundimos en un único y noble abrazo.
El camarero nos miraba de refilón.
Su expresión lo decía todo.
Cómo diablos podía tamaña belleza estar relacionada con dos fenómenos de circo como el Reptil y yo.
Ay amigo, eso mejor te lo explicaría yo con pelos y señales en un oscuro sótano acompañado de cuerdas y cuchillas de afeitar…


Feliz Navidad, nena. (Merry Christmas, baby).

Dulce Navidad, nena.
No te agradezco la felicitación. Es una noche desagradable. Fría y húmeda. ¿Dónde está la nieve? ¡Sólo lluvia! ¡Eso condiciona el paisaje! ¡No es nada romántico, sabes! Mires donde mires por la ventana, todo está mojado.
Y brillante…
No digas eso. Suena lascivo.
– Voy a encender el árbol.
– Mejor chasquea el mechero y le das fuego. Así entraríamos en calor.
– Eres muy negativa, nena.
¡No hay calefacción! ¡Hace un frío tremendo! 
– Bueno. Dos bajo cero.
¡Lo dicho! ¡Claro, como dejaste de pagar las facturas, cortaron la corriente! ¿Nunca pensaste en que a finales de año, llegaría el jodido invierno?
Ese vocabulario… Ya sabes que detesto los vocablos malsonantes.
¡No haber dejado de trabajar! ¡Así pagarías el agua, la luz y el gas!
– Ya sabes porqué lo dejé. No podía concentrarme lejos de ti.
– No me digas. Pues ya son unos cuantos meses que estoy a tu lado. ¡Demonios!
Nena, controla tu mal genio.
– Si, claro. Porque si no lo hago, me arrancarás el otro pie, ¿verdad? ¡Diantres! ¡Nunca me aflojas las cadenas! ¡Y siempre me tienes en la silla de ruedas, o tumbada encima de la cama!
– Eres muy exigente, nena.
¡Ya, ya! ¡Y tú un retorcido demente! ¡Si lo llego a saber, nunca se me hubiera ocurrido visitarte a principios de año para venderte una puñetera batería de cocina!
– Es que estabas arrebatadora con ese traje negro con falda. Ahora si te comportas, te traeré un poco de sopa.
¡Sopa fría, no te fastidia! ¡Y de postre, pan duro con algo de mantequilla! ¡Menudas navidades! ¡Ojalá nunca te hubiera conocido! ¡Al menos estaría entera! ¡Porque sin un pie menos ya me dirás lo encantadora que estoy ahora!
– No tienes que lamentar tu estado físico, nena. Ya sabes que eres lo máximo para mí. Además, jamás nos separaremos.
¡Hasta que te aburras de mí, me hagas daño, me mates y te busques a otra, maldito cafre mentiroso!
– Nena, porque estamos en estas fechas. Si no te arrancaba ahora mismo un par de dedos como merecido castigo por tu boca sucia.
¡Que te den!
– En fin. Te prepararé un tranquilizante. Cuando estés relajada, te acercaré al árbol, y juntos cantaremos alegres y emotivos villancicos.

El compañero de calabozo.

Hoy toca un relato de ciencia ficción. Un género que no toco mucho, pues lo mío es el terror, pero de vez en cuando la neurona me patina, je je. Se lo dedico a todos mis seguidores y lectores. También a quienes están apoyando Escritos de Pesadilla en el Premio Bitácoras. Esta semana, que es la cuarta clasificación parcial, donde por primera vez figuran los cien primeros dentro de cada categoría, Escritos está ubicado en el puesto 30 dentro de Humor y en el 44 de Mejor Blog Cultural. Para ser la segunda participación, no está pero que nada mal. Un millón de gracias a todos y a todas.

“Soy Igor Sokoski, brigada raso de infantería aeroespacial de la Confederación Terrestre, que engloba a los principales países armamentísticos del planeta Tierra. Estoy relatando el estado lamentable de total falta de libertad de movimientos en que me encuentro dentro de los calabozos de una nave de carga de los Zenitas. Para ello estoy recurriendo a un mini rollo de papel higiénico personal que logré retener en mi entrepierna, consiguiendo con ello resaltar la zona erógena de mis atributos físicos por el ajustado tejido de vinilo prensado de la parte inferior de mi uniforme de soldado. No puedo entrar en muchas consideraciones. Utilizo la punta de un palillo dentífrico de silicona impregnada con mi propia sangre de las encías como tinta. Evidentemente, quien pueda leer esta agónica bitácora, ya es conocedor de la eterna lucha interestelar contra los belicosos habitantes del planeta Zenita, ubicado en una galaxia conocida por Criquelene, al que se accede por el uso de un portal dimensional o agujero de gusano. Nosotros aún no poseemos naves tan avanzadas como para irrumpir en Criquelene, pero por el contrario, los zenitas sí que pueden acceder de manera lenta pero paulatina a la Vía Láctea. Y desde hace quince años están intentando apoderarse de nuestra tierra patria. Es ya lo único que nos queda, tras haber ido perdiendo las colonias avanzadas de Marte, Júpiter y del planetoide artificial de Efesos.

Yo pertenecía a la división vigésimo novena de la Confederación. Disponíamos de una nave nodriza de tamaño medio, con quince cazas espaciales denominadas “Agresores” por su contundencia y acierto en las ofensivas individualizadas contra objetivos enemigos. Aparte, dos vehículos de transporte de tropas a nivel de superficie, pudiéndose movilizar casi dos mil unidades entre ambos. Yo viajaba en el segundo vehículo, integrado en el pelotón “Águila Cabezona”, bajo el mando del Teniente Irosaki Nakata.
Las maniobras defensivas tuvieron lugar en Fobos, uno de los dos satélites de Marte. Ahí teníamos dos asentamientos científicos de enorme importancia. Si caían en manos enemigas, la inteligencia rival iba a descubrir los últimos avances tecnológicos militares de la Confederación Terrestre. Así que allí fuimos, dispuestos a detener el avance ofensivo de los zenitas.
Por desgracia, el teniente Irosaki era un soplapollas y un lameculos, que consiguió el mando de la división por enchufe. La operación fue un completo desastre. La primera base aguantó día y medio, mientras la segunda claudicó a las pocas horas de haber caído su hermana. Los zenitas eran mortíferos en sus maneras de no hacer prisioneros, aunque en esta ocasión tuve la desgracia de haberles caído en gracia como mero animal de laboratorio, mierda.
Los terrícolas somos una raza sumamente inteligente. Los zenitas, aún contando con su poderío militar, eran inferiores en raciocinio. De haber sido medio listos, habrían conquistado nuestras colonias y el planeta Tierra en una semana. Pero como ya he dicho, llevábamos tres lustros plantándoles cara. Como aborrecen reconocer nuestra superior sabiduría mental, sustituyen su frustración aniquilando a la población civil, sin ánimo de esclavizarnos. Todo lo contrario que hacen con seres menos avanzados y en ocasión carentes de todo atisbo de estado civilizado procedentes de otros planetas de galaxias cercanas a la nuestra, a quienes transportan en naves de carga similares a la que en yo me encuentro ahora.
Comparto una celda miserable con tres grogaks aulladores, que nunca callan y te dejan sordo, aún tapándote los oídos con las manos, y en último extremo, con los calcetines sudorosos. Son pequeños, y cualquiera podría acallarlos a patadas, pero sus colmillos son respetables en tamaño y de lo más puntiagudos, rezumando una saliva contagiosa en contacto con cualquier tipo de herida abierta, prodigando amputaciones de miembros superiores e inferiores en un tiempo récord de trece segundos.
Para molestia, dos truilikis con cuerpo de gusano peludo hediondo. Reptan por el suelo, segregando un moco pringoso altamente maloliente y neurotóxico por inhalación pasiva si no fuera por mi ausencia de olfato desde mi caída de pequeño en un charco de lodo radiactivo de plutonio derretido procedente de los desagües de una fábrica de embutidos porcinos mutantes.
Quedaba citar a un frelak. Un animalejo acorazado de tres patas, aunque se mueve con el uso de las extremidades laterales, sirviéndose del central como punto de apoyo cuando permanece erguido de pie, quieto, contemplando a su presa favorita, una especie de ameba gigante de cincuenta kilos compuesta en un ochenta y cinco por ciento de grasa purulenta amarillenta de lo más repulsivo.
Afortunadamente, la celda estaba compartimentada por haces de luz láser dorados, impidiendo todo contacto entre los integrantes de las diferentes especies.
En el lado contrario, había una segunda celda, donde pude fijarme en su único prisionero. Era de una raza desconocida. Pudiera pasar por un humanoide. Sus rasgos faciales eran suaves, sin ningún tipo de arrugas que lo envejecieran. Carecía de nariz y de oídos. Su boca era diminuta y delicada. De complexión delgada, su estatura rondaba los dos metros y medio. Estaba embutido en un traje de anillas, donde había una serie de orificios. Aquella criatura permanecía agachada sobre el frío y nada higiénico suelo de nuestra prisión. En un momento de contemplación mutua, nos miramos a los ojos, ambos absortos en una curiosidad compartida.
Justo en ese instante, se abrió la compuerta de acceso a la sala de los presos…”

Dejé de escribir nada más ver adentrarse en los calabozos a un carcelero zenita. Como era su modo de comunicación externo habitual, farfullaba y escupía salivazos en todas direcciones. Su estatura era similar a la humana, aunque su rostro perlado de enormes protuberancias negras como granos cediendo por la presión de un pus oscuro y seboso, le confería un aspecto del todo aterrador. En seguida quedó demostrada su animadversión hacia la raza humana. Sin fijarse en ninguna de las otras especies de índole inferior en cuanto a creatividad y sapiencia con respecto a la nuestra, ensanchó sus gruesos labios grises, bizqueando en un frenesí de quien jamás espere conquistar a una hembra de buen ver.
“Preslika” – gritó hasta hacer resonar su voz gutural por las cuatro paredes de la cárcel de la nave de carga que nos transportaba hasta su planeta de origen.
No supe el significado de esa palabra, hasta que el muy bruto exhibió un espectacular palo extensible de madera de nurpila. Se dirigió en dos pasos hacia nuestra celda, obviando la otra donde estaba confinado el ser con forma humanoide.
“¡Preslika” – repitió una y otra vez, atizándome con el palo en la cabeza, las piernas y los brazos.
Recibí como ocho o nueve impactos certeros, que me dejaron maltrecho y medio mareado.
El muy miserable escupió una flema que alcanzó mi ojo derecho, cegándomelo, y acto seguido, fue atizando a los grogaks, los truilikis y al frelak, con la diferencia que les propinó a cada uno un único golpe, y de lo más suave en comparativa con cualquiera de los que recibí yo.
– ¡Maldita segregación racial la tuya! ¿Por qué a mí diez y al resto uno? ¿Y qué hay con el tipo de la otra celda? ¡Esto es pura discriminación! – me quejé con razón.
El guardia me ofreció la espalda por un breve rato. Cuando se volvió, blandía un látigo de veinte colas con púas, clavos oxidados y hojas de ortiga.
“¡Falulla!” – bramó, alterado.
Hice lo posible por alejarme de su presencia, pero el látigo era extremadamente largo, y me alcanzó una docena de veces, desgarrándome la ropa, convirtiendo la piel de mi anatomía depilada y curtida en media decena de batallas en un lienzo de cicatrices profundas y sangrantes.
Caí rendido en la esquina más lejana de la celda, lamiéndome las heridas con amargura.
“¡Falulla!” – exclamó aquella bestia más veces, otorgando a los compañeros de celda un efímero y simple roce con la punta del látigo de castigo.
Evidentemente, ninguno de ellos se quejó un ápice.
El prisionero solitario de la celda opuesta a la nuestra se libró por segunda vez de la inquina del carcelero.
Me incorporé como pude de pie. La ropa se me caía a jirones, y tenía que mantenerla sobre mi cuerpo con las manos para no quedar en cueros vivos. Observé al zenita con un odio indisimulado.
– ¡Esto es injusto! ¡Estás propasándote con mi castigo! ¡El resto, que son unos burros en inteligencia, los tratas como si fueran prisioneros de primera clase, y yo, una pura escoria!
El carcelero estuvo sin derrochar saliva un minuto largo, como tratando de evaluar la situación.
Entonces se acercó a un botón ubicado en la pared desnuda que remataba el estrecho pasillo situado entre las dos celdas. Me guiñó un ojo y lo pulsó con fuerza.
Percibí un sonido sobre mi cabeza. Desde unos aspersores roñosos surgió una lluvia de plomo líquido hirviendo.
“¡Kondokiki!” – se despachó con desdén el carcelero mientras me veía saltar de un lado a otro, desnudo cual bebé, sin poder evitar quemarme con el chorro de plomo líquido.
De nuevo en una esquina, completamente en dolorido y humillado por el desprecio que aquel zenita sentía hacia cualquier representante de la raza terrestre, pude contemplar como los otros prisioneros de mi celda fueron rociados simplemente con agua sucia fría, pero agua inofensiva a fin de cuentas.
– ¡No! ¡Basta ya! – grité, suplicante.  De soslayo pude asegurarme que el inquilino de la otra celda continuaba asentado sobre el suelo, sin haber sido agraviado por la ira del sádico carcelero.
El guardia zenita desparramó el contenido salivoso de su enorme boca por las cercanías de la celda. Alzó su vista para salir por la compuerta de acceso.
Mi alivio duró un par de minutos escasos.
“¡Tuguricuqui!” – regresó vociferante con un enorme hierro al rojo vivo.
Con él buscó mis magras carnes, marcándome en diversas zonas.
Cuando terminó, miró a mis compañeros de penurias. Le fue ofreciendo a cada uno de ellos un cuenco de leche agria de pomoka del altiplano marciano de Usuris.
En ese instante perdí el conocimiento…
Cuando recuperé la conciencia, mi vista estaba a la altura del suelo, donde apreciaba las punteras de las botas color malva del prisionero de la celda contigua a la nuestra.
¡Humano! – dijo con voz siseante.
Me ayudó a incorporarme sentado. Para mi gran sorpresa, las franjas láser de contención dentro de las celdas estaban apagadas. Los grogaks, los truilikis y el frelak habían huido a través de la compuerta abierta de la cárcel.
¡Humano! – insistió aquel ser con forma de humanoide.
Con la visión borrosa, pude entrever la figura tendida sobre el suelo del carcelero zenita. Estaba muerto, con el cuello roto y en medio de un charco de sangre verduzca  y consistente, propia de su raza.
Miré a mi salvador con alborozo. De alguna manera, se había hecho con el mando de control de los emisores láser, eliminando al guardia sin miramientos de ningún tipo.
– ¡Bravo! ¡Te lo has cargado! ¡Ese cabrón está más tieso que una roca lunar! ¡Y estamos libres! – dije, con la voz rota por la emoción.
Aquel ser de raza para mí desconocida, no apartaba su mirada de mi figura deslucida y deteriorada por el castigo físico infligido por el odio acérrimo que nos profesan los zenitas.
– Por favor. Ayúdame a ponerme de pie. Estoy muy debilitado. Me duele cada centímetro del cuerpo.
Humano – repitió el humanoide, conmovido por mi estado actual.
Me rodeó con sus largos brazos, sujetándome contra su pecho…
De cada orificio de su extraño traje, surgieron unos finos puñales acanalados, que se hundieron en las venas de mi cuerpo, sorbiendo la vitalidad de mi ser en forma de sangre, hasta vaciarme, condenándome al final de mi existencia como ser viviente del planeta tierra.

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La prueba del afecto. (Proof of affection).

Hace tiempo que no hago la entrada previa de uno de mis relatos. En este caso me permito unas breves líneas para explicarles a mis queridos lectores que puede que esta historia sea un poco durilla de leer. Avisados quedan. Y como siempre, en Escritos de Pesadilla nunca se prodigan los finales felices.
Que disfruten de la lectura…

Una persona enferma y cruel…
– ¡Noo! ¿Qué pretende hacerme?
La angustia de sus víctimas…
El sufrimiento.
El dolor.
La tortura.
La lucha por la supervivencia.
– Tengo que desfigurarte por completo. Hacerte irreconocible. De esta manera serás sometido a la prueba final del afecto. Si la superas, vivirás y retornarás con tus seres queridos.
“Si sale fallida, yo mismo te quitaré la vida, porque una vez seas rechazado, no aportarías nada a la humanidad nuestra tan perfeccionista.
Semanas y meses de seguimiento de cada futura víctima. Siempre la persona elegida era el novio o el marido. A ser posible sin hijos.
En el instante más propicio, llegaba el secuestro.
Su confinamiento durante semanas en su calabozo secreto.
– ¡Por amor de Dios! ¡Libéreme de esta penitencia!




Se consideraba un genio en transformar el aspecto físico externo de las personas. No era ningún cirujano plástico. Pero bien pensado, los médicos nazis no tenían bases científicas sólidas en sus crueles experimentos con seres humanos durante el holocausto de la segunda guerra mundial.
Su mentalidad era fría y certera. Empleaba con precisión el escalpelo y demás instrumentos quirúrgicos para sajar y deteriorar la piel de sus víctimas. También se servía de ácidos, de agua y aceite hirviendo.
Su presión psicológica sobre sus particulares cobayas era extrema. Les ponía a veces música altisonante las veinticuatro horas del día. La comida que les proporcionaba era escasa y magra, con el fin de ocasionar una pérdida de peso, falta de nutrientes, vitaminas, minerales y proteínas esenciales que ocasionaban la caída incipiente del cabello y las uñas.
Los ruegos de cada hombre torturado eran continuos. Sus gritos y aullidos eran tan tremendos conforme les infligía el castigo corporal que le hacían de tener que operar con tapones para los oídos.
El tiempo se eternizaba. Siempre permanecía atento a cuanto se emitiese por los noticiarios de la televisión y la radio, se informara en la prensa escrita y por las webs oficiales periodísticas de internet.
A veces se precisaba el reconocimiento público de la ausencia o desaparición de alguna de las víctimas. Otras veces se obviaba por causas desconocidas.
Lo que ignoraban los familiares de las personas desaparecidas era que, aparte de ejercer los cambios externos en la anatomía de estas, continuaba un seguimiento casi a diario de las novias y esposas.
Conseguida la información precisa, se la transmitía al marido o novio.
– Te sigue echando de menos. Está claro que será difícil que te olvide.
– Maldito… Pagarás por esto… Por todo lo que me estás haciendo…
– Te queda poco tiempo ya para afrontar la prueba. Deberías de estar ansioso por la cercanía de esa fecha, donde se demostrará que Eloísa te seguirá queriendo aún a pesar de tu aspecto.
Cerraba la puerta de acero a cal y canto.
La prueba del afecto.
La proporción entre el éxito y el fracaso de la misma se inclinaba manifiestamente por lo segundo.
Donald. Reginald. Samuel. Ethan.
Todos fueron incapaces de superarla.
¿Acaso lo lograría Eddie Williams?
Su joven esposa lo adoraba. Suspiraba por él.
Ahora estaba sumida en una profunda depresión desde que Eddie desapareciera hacía casi dos meses. La policía dio por archivado el caso, haciéndole ver que su marido se había marchado por iniciativa propia, motivado por las deudas de su empresa de hosting de páginas webs.
Conocedor de que Eloísa permanecía encerrada en su propia casa, dejándose marchitar por la inmensa pena que la afligía, no tuvo la menor duda de que ese sería el escenario ideal para llevar a cabo la prueba del afecto.
Con el táser inmovilizó a Eddie. Cuando este despertó, estaba sentado al lado de su captor, quien conducía el furgón.
– Vamos camino a casa, Eddie. Vas a ver a Eloísa. Y estoy seguro que aún a pesar de todo, ella te reconocerá  fácilmente.
– Eso espero…- dijo en un hilo de voz ronco Eddie.
Sumiso. A merced suya.
A eso conduce el deterioro de la mente tras un continuado daño físico y psicológico.



Eloísa estaba sumida por el efecto adormecedor del prozac entre las sábanas de su cama.
Percibió el sonido del timbre de la puerta. En un principio no le prestó gran atención. Ante la persistencia, se incorporó, recorriendo el camino hasta la entrada con paso cansino.
Quiso mirar por la mirilla, pero la persona que llamaba estaba situada fuera del alcance de la lente  de aumento.
En ese instante de inseguridad ante qué hacer, si abrir o no, una voz maltrecha y grave la llamó por su nombre de pila.
– Eloísa. Soy yo. Eddie. Por fin he regresado.
¡Eddie! Era su marido. ¡Estaba vivo!
Pero ese tono de voz no se correspondía con el de su marido.
Sin quitar la cadena, abrió la puerta hasta el límite permitido.
– Eddie. Si eres tú, muéstrate, y te abriré al instante. No sabes cuánto te he echado de menos.
Eloísa estaba anhelante. Impaciente por quitar la cadena. De abrir la puerta del todo para arrojarse en los brazos amorosos de su Eddie…
Sus expectativas de esperanza cumplida se desvanecieron al asomarse en el hueco de la puerta con el quicio un rostro esquelético y horrendo, surcado de profundas cicatrices. Llevaba puesta la capucha de una sucia sudadera deportiva para ocultar su calvicie extrema.
– Mi Eloísa. Déjame pasar. Estoy extenuado y necesito cuidados médicos urgentemente.
¡Tú no eres Eddie!
Aquella boca que le hablaba tenía los labios resecos y partidos, carecía de dentadura y supuraba por las encías sangrantes grumos de tono escarlata.
Era irreconocible. Su marido pesaba ochenta y cinco kilos. La criatura demencial presente en el quicio no llegaría ni a los cuarenta.
Eloísa estaba desquiciada por la presencia. Cerró la puerta de golpe y se apresuró a correr hacia el teléfono para alertar a la policía de la amenaza de un desconocido que la estaba acosando.
– Eloísa. Soy yo. No me hagas esto…
La voz de Eddie era llorosa.
Una mano se aferró a su hombro derecho.
Eddie se volvió para encontrarse con su captor.
– No has superado la prueba del afecto, Eddie. Ella no te ha reconocido.
Eddie no tenía fuerzas para resistirse. Lo acompañó hasta la furgoneta, desapareciendo de la vida de su mujer para siempre.



Un nuevo fracaso.
Tanto esfuerzo dedicado en la transformación de la víctima para nada.
La chispa del amor que debía de haber quedado entre marido y mujer no prendió al no reconocer Eloísa al monstruoso ser que la visitó como la identidad verdadera de Eddie Williams.
Eddie estaba colocado de rodillas sobre bolsas de plásticos esparcidos por el suelo de su celda.
De pie, detrás de él, estaba su creador.
Este mantenía la boca del cañón de la pistola apretada contra su nuca.
– Siento que no hayas superado la prueba, Eddie.
No le contestó. Ni rogó ya por su vida.
Todo era llanto entre gimoteos de pura desilusión.
Aquel disparo certero iba a rematar su terrible e infame calvario.
El dedo índice apretó el gatillo.
Un fogonazo y el estallido de la bala.
Seguido de un cerebro destrozado.
Un cuerpo que se derrumba, inerte.
Más tarde recogió el cadáver y limpió la estancia.
Llegada la noche se deshizo del quinto ejemplar que tampoco había superado la prueba del afecto.


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