"Sigo llamando a la puerta, y tú no me abres…"

Se percibió el golpeteo de los nudillos contra la puerta de madera. Ese hecho le extrañó mucho. El timbre de la casa funcionaba perfectamente. Estaba solo, así que tuvo que acudir él mismo a la entrada.

                Hubo una repetición en la sucesión de breves impactos contra el otro lado. Miró la hora en el reloj de pulsera.
                21: 05.
                Atisbó a través de la mirilla. La lente estaba defectuosa y no pudo ver nada. Igualmente no había luz que alumbrara el dintel.
                – ¿Diga? – preguntó con cierto nerviosismo.
                Nadie le contestó.
                Pensó que sería algún crío del vecindario que estaba haciendo una broma pesada. Recorrió el rellano hacia la cocina, donde estaba levantando una tabla del suelo de madera para depositar en el hueco una grabadora introducida dentro de una bolsita de cierre hermético. Llevaba toda la tarde y comienzo de la noche ubicando varias de ellas en sitios escogidos por su interés y posible transcendencia dentro de los muros de aquella casa abandonada y en evidente estado de deterioro.
                Un fuerte porrazo sobre la puerta de la entrada principal le hizo detenerse.
                Su vista se asentó en principio sobre la ventana de la cocina. Al igual que el resto de aberturas, estaba tapada por tablones claveteados. Incluso dos ventanas más estaban tapiadas. Eso le tranquilizaba. Saber que nadie podía colarse por ahí para cogerle desprevenido.  Por sorpresa.
                Sonó un segundo golpe fuerte y rotundo, que hizo crujir la madera pútrida de la puerta. Esta resistió el embate sin problemas, pero los efectos del sonido se trasladaron por el resto del pasillo y de la casa con el odio de un eco devastador, propiciando la sensación de la rotura de la misma.
                Dejó caer la grabadora dentro del hueco y se incorporó de pie.
                Una gota de sudor frío, casi lechosa, fluyó desde su entrecejo, recorriéndole el perfil de la nariz, deteniéndose en la punta de la misma.
                El silencio se mantuvo durante menos de dos minutos, interrumpido por otro golpetazo más potente que el anterior.
                Abandonó la cocina, manteniéndose quieto en la mitad del camino hacia la puerta principal de la casa. Sujetó el teléfono móvil con el firme deseo de comunicarse con alguno de los dos miembros del equipo de investigación que habían salido en busca de algo de comida y de café para pasar la noche en vela dentro de aquel lugar nada agradable. Primero marcó un número y seguido el otro. Con tardanza, se fijó en la pantalla que le indicaba que no había cobertura. A los pocos segundos, se quedó sin batería.
                Tiró el móvil al suelo.
                ¡POOOOM!
                Miró con fijeza más allá del recibidor, donde se acumulaba la dejadez y la suciedad de años sin que nadie mediase para impedir el decaimiento de la vivienda.
                ¡POOOM! ¡POOM! ¡POOM!
                La severidad de los golpes retumbó  por la estrechez del pasillo central de la planta baja. El estruendo de la violencia empleada sobre la puerta estaba consiguiendo finalmente que diera la sensación que fuera a desencajarse de los goznes, derrumbándose hacia adentro, alzando una cortina de polvo y llevándose en la caída jirones de seda del arte decorativo y hacendoso de las arañas tejida en el travesaño superior.
                Los poros de la piel en la espalda se dilataron, consiguiendo que transpirara un sudor gélido y repulsivo al humedecer su camiseta, haciendo que se adhiriese a la zona lumbar como si fuera una piel muerta en plena fase de muda de la misma.
                ¡POOM!
                Finalmente una voz surgió desde la parte de fuera, donde la puerta era maltratada con tamaña vileza.
                – Sigo llamando, y tú no me abres.
                ¡Era la voz de Lorena!
                Precipitó sus pasos por el recibidor hasta situarse ante la puerta. Descorrió el enorme cerrojo que se mantenía oxidado pero cuya utilidad seguía siendo de lo más eficiente para el cierre eficaz de la entrada.
                – Jolines, Lorena y María. Os habéis pasado con los golpecitos. Espero que al menos la comida y el café sean digeribles.
                Quiso añadir otra frase, pero la puerta fue golpeada nuevamente con fuerza, dándole de lleno en pleno rostro, destrozándole el tabique nasal, precipitándole de espaldas contra el suelo mugriento.
                Su visión quedó oscurecida por la brutalidad del impacto. Agitó la cabeza, tratando de enfocar con cierta claridad hacia el hueco de la puerta abierta. Percibió un sonido característico detrás de donde estaba sentado. Eran los clavos de las tablas de la tarima que estaban siendo arrancados. Las mismas tablas eran apartadas, estrellándose contra las paredes. Cuando volvió la vista, aquello invisible que estaba delante de sus ojos lo empujó hacia el fondo del suelo, hincándole con precisión en la base con los propios clavos extraídos a la madera, atravesándole los miembros y la garganta, hasta inmovilizarlo dentro de aquella especie de tumba. Quiso gritar, pero tenía la tráquea aplastada. Sus pupilas se dilataron y los ojos se le salieron casi de las órbitas al ver el arco que describió una de las tablas de la tarima antes de empotrarse contra su propio cráneo.



                Lorena se desplazó por la cocina. Encontró la grabadora en el hueco de la parte del suelo levantado por su compañero. Se dio de cuenta que no estaba en funcionamiento, y le dio a la tecla de grabación. Abandonó la estancia y recorrió la parte del pasillo que llevaba a la sala de estar. Justo en ese momento María descendía las escaleras, llegando procedente de la planta superior donde estaban los antiguos dormitorios de quienes habían residido por última vez en aquella casa abandonada.
                – Nada. Javier tampoco está arriba – dijo disgustada.
                – No es propio de él querer gastar bromas de mal gusto. Me refiero a lo de dejar la puerta de la entrada medio abierta a nuestro regreso – aclaró Lorena.
                – Ya. Y tampoco lo es marcharse sin venir a cuento. Más si fue él quien más empeño puso en lo de pasar una noche en este sitio para intentar registrar alguna psicofonía – replicó María, enfurruñada.
                Recorrieron la parte del recibidor que llevaba hacia la puerta. María reparó en los tablones de la tarima del suelo que estaban flojos.
                – Mira. Aseguraría que esta parte del suelo no estaba tan mal cuando llegamos. Las tablas están medio sueltas. Les faltan los clavos. Ha tenido que ser el entretenimiento principal de Javier mientras hemos estado de compras, porque la grabadora que dejó en la cocina estaba sin poner en marcha.
                Se le ocurrió agacharse para mirar mejor una de las tablas. Vio que era fácil de quitar, y eso hizo. Su respiración se cortó brevemente al descubrir parte del semblante destrozado de su amigo a través del hueco.
                Lorena la miró preocupada.
                – ¿Qué sucede, María?
                – ¡Dios mío! ¡Es Javier! ¡Está…! ¡Su cuerpo está enterrado bajo las tablas del suelo!
                En ese instante comenzó a sonar un suave golpeteo de nudillos contra la puerta principal.
                – ¿Oyes eso? – preguntó Lorena a María.
                Esta se incorporó muy alterada. Miró a su amiga.
                Luego lo hizo con la puerta. Estaba cerrada pero sin correr el cerrojo enorme y herrumbroso que la mantendría en su sitio.
                Los golpeteos sobre la madera cobraron nueva insistencia.
                – ¿Qué hacéis? Sigo llamando, y nunca se me abre – les llegó una voz desde el exterior.
                Lorena y María se quedaron rígidas por el tono del mismo.
                Aquella voz era la de Javier…
                Pilladas de improviso, la puerta fue abierta de golpe.
                Una ráfaga intensa de aire fétido enredó los largos cabellos de Lorena y María. Se sintieron sujetadas por el pelo por una agresiva fuerza invisible. La puerta se cerró con estrépito y el cerrojo quedó corrido. María luchaba desesperada por desasirse de los dedos imperceptibles que tironeaban de sus cabellos. Vio que Lorena estaba siendo arrastrada por el suelo, alejándose hacia la cocina.
                – ¡Lorena!
                – ¡Ayúdame, María!
                María no pudo ayudarla. Miró hacia atrás, pero no encontró nada físico y palpable que la estuviese sujetando. Con brusquedad, se sintió alzada sobre el suelo, dirigida hacia el techo, donde pendía una vieja lámpara araña. La lámpara fue arrojada con fuerza y estrépito hacia el suelo. Aquello que la mantenía a la altura del techo, fue enredándole los cabellos contra el gancho de sujeción de la lámpara. María pataleaba. Oía de lejos los gritos doloridos de Lorena. Ella quiso hacer lo propio, pero algunos de los cristales de la lámpara fueron arrancadas de la misma e introducidas en su boca hasta ahogarla. Finalmente su cuerpo  quedó colgando por su larga melena enredada al gancho del techo, conforme su vida se apagaba con el vidrio incrustado en su garganta, consiguiendo que muriese en una lenta y larga agonía por asfixia.
                En la casa vacía y abandonada prosiguieron por unos minutos más los lamentos desgarradores de Lorena. Una vez sumida esta en el descanso eterno, el lugar permaneció el resto de la noche en completo silencio, sin que volviera a percibirse más golpes de nudillos contra la puerta principal. Pues ahora no había motivo para que percutiesen, al no haber ya nadie que pudiera responder a la llamada de los mismos.


Un poltergeist de lo más singular.

Dedicado a la seguidora y compañera bloguera Bellarte. Un fuerte saludo desde Escritos.

Dwayne llegó a la casa solitaria del empresario de refrescos Nat Jail. Eran las once y media de la noche. Hacía un frío de mil demonios. Extrajo su equipo del maletero del coche y en dos viajes lo fue amontonando ante el pórtico de la entrada. Era una mansión de tamaño medio estilo colonial revestida de tablas de madera de barniz reluciente. Tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho en que le abriesen. Ante él estaba la figura adinerada de Nat, vestido impecablemente con un traje cruzado italiano. Desde dentro llegaban risas y voces propias de una conversación muy animada.
– Buenas noches. Me imagino que usted es el parapsicólogo Dwayne Fryer. Yo soy quien ha solicitado su ayuda, Nathaniel Jail – se presentó el anfitrión.
– Mucho gusto, señor Jail. Ya comentamos el tema por teléfono.
– Así es.
“Pero pase con todo lo que usted trae. Estamos celebrando una fiesta familiar. Seguiremos a lo nuestro mientras usted intente descifrar los extraños sucesos de la despensa.
Dwayne cargó con todo el material, siendo precedido hacia el fondo del pasillo. Doblaron hacia la derecha, pasando ante el salón donde estaban congregados los familiares de Nat. Estos dejaron de hablar entre ellos por un breve intervalo al apreciar la llegada del investigador de fenómenos paranormales. Después de dejar atrás la sala, los invitados reanudaron sus charlas.
– Por aquí. Está cerca de la cocina – le indicó Nathaniel.
Se detuvieron frente a una puerta de madera con pomo de vidrio esmerilado. Estaba cerrada.
– Oh, pase. No está cerrada con llave.
El dueño de la casa le abrió la puerta y ante él se presentó la pequeña estancia donde se guardaban los alimentos en conserva más algunos utensilios de repostería. Las estanterías estaban llenas de latas y demás comida envasada.
Dwayne estaba escéptico.
– No me diga que ésta es la única zona de la casa que muestra actividad – preguntó a Nathaniel.
– Así es. Las latas flotan en el aire. Los anaqueles de las estanterías tiemblan como si hubiera algún ligero movimiento sísmico. Los moldes de los pasteles se retuercen hasta quedar inutilizados.
Dwayne agitó la cabeza para situarse en la escena donde acontecían esos hechos tan llamativos.
– Bueno, le dejo. No puedo dejar por más tiempo solos a mis invitados. Sin mi presencia, la reunión suele decaer bastante. Cuando averigüe el motivo de todo este desorden, venga a avisarme de ello, eso si, con la mayor de las discreciones. Entre los asistentes, hay gente mayor y damas de espíritu delicado.
– Ya. Pero estos temas requieren sus horas, sus días y noches de estudios. No creo que en media hora…
– Hasta luego, señor Fryer.
Nat Jail se marchó de manera precipitada.
Dwayne estaba con muchas dudas. No sabía si merecía la pena preparar el equipo para algo tan simple que acontecía en ¡una despensa!
Estaba en estas, cuando se le presentó el cocinero. Era un hombre robusto pero con semblante de buena persona.
– Señor. Le ruego que solucione este conflicto.
– No me diga que usted tiene que ver algo en el mismo.
El cocinero era incapaz de mentirle ni a la persona que más despreciase en el mundo.
– Acierta usted. Yo soy el causante de todo este alboroto. Llevo con el mismo mísero sueldo desde que entré aquí a trabajar veinte años atrás. Y como el señor Jail no atiende a razones, porque es una persona muy tacaña, he decidido gastarle una broma pesada.
– Vaya.
– Entiéndalo. Sólo me paga cien dólares semanales. Más comida y cama, eso si.
– Le comprendo. Estése tranquilo.
– Se lo agradezco. Le juro que ya no lo volveré a hacer jamás.


Los invitados estaban tranquilos hasta que irrumpió Dwayne con los cabellos revueltos y manchados de harina, la pechera de la camisa desgarrada con el pecho sucio de salsa de tomate y un arañazo sangrante en la mejilla derecha.
– ¡Me ha costado casi la vida! – gritó con voz ronca, con los ojos casi fuera de las órbitas. – ¡Considérese un hombre afortunado! ¡Ninguna entidad maliciosa querrá volver a tocarle las latas de alubias de su despensa! ¡Se lo juro por lo más sagrado, sí señor!
Nathaniel Jail tranquilizó a la concurrencia, llevándose al investigador fuera del salón.
– ¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? Casi mata a la mitad de los asistentes de un patatús.
– Todo solucionado. En su despensa había una congregación de treinta y nueve espíritus inmundos descontentos con los anteriores dueños que residieron antes que usted en esta casa.
– ¡No me diga! ¿Y cuál era el motivo que les incitaba a que se manifestaran de ese modo tan violento?
– Se ve que nunca fueron convenientemente renumerados, y todo su enojo se fue almacenando en esa zona hasta aflorar a la superficie. Por alguna razón le relacionaban con la tacañería de los antiguos propietarios.
– ¡Jesús!
– Pero todo ese malestar ha quedado ya disipado. Han alcanzado la paz plena con algo de agua bendita y el rezo de cuarenta padrenuestros. El último de propina. Ah, y también les aseguré que el dueño actual, en este caso usted, nunca iba a obrar de tal manera con respecto a sus subordinados.
Nat Jail se quedó seriamente pensativo un largo rato.
– Tengo que hablar con el cocinero – dijo al fin.
– ¿Cómo?
– Nada, cosas nuestras. Tengo que darle una noticia que seguro que le va a agradar.
Dicho y hecho le dejó de nuevo a solas.
Cuando instantes después estaba terminando de cargar todo su equipo en el coche, llegó el cocinero con un alborozo enorme.
– Buen hombre, no se lo que le habrá dicho al señor Jail, pero con ello ha conseguido que me aumente el salario hasta cuadriplicar la cantidad original.
Dwayne esbozó una sonrisa maliciosa.
– Agradézcalo a los espíritus de la despensa.
“Antes de echarlos de allí, me comentaron que sentían un gran aprecio por usted.
– Pero si ya le dije que eso fue una trastada mía.
– Pues siga siendo menos bueno y mucho más espabilado. De aquí a que sea usted el asesor principal de Nathaniel Jail, queda un pasito.
Dicho esto, cerró el maletero y se colocó frente al volante, alejándose de la mansión del adinerado empresario de refrescos. Abrió la guantera y contempló satisfecho el talón tendido de Nathaniel por los servicios prestados. Cinco mil dólares por media hora de pantomima. No estaba mal. No señor.

Sigo llamando a la puerta y tú no me abres. (I keep knocking on the door and you don´t open me).

                        Después de las imágenes de casas abandonadas, qué mejor que un breve relato de terror al respecto, je je.

                        Se percibió el golpeteo de los nudillos contra la puerta de madera. Ese hecho le extrañó mucho. El timbre de la casa funcionaba perfectamente. Estaba solo, así que tuvo que acudir él mismo a la entrada.

                Hubo una repetición en la sucesión de breves impactos contra el otro lado. Miró la hora en el reloj de pulsera.
                21: 05.
                Atisbó a través de la mirilla. La lente estaba defectuosa y no pudo ver nada. Igualmente no había luz que alumbrara el dintel.
                – ¿Diga? – preguntó con cierto nerviosismo.
                Nadie le contestó.
                Pensó que sería algún crío del vecindario que estaba haciendo una broma pesada. Recorrió el rellano hacia la cocina, donde estaba levantando una tabla del suelo de madera para depositar en el hueco una grabadora introducida dentro de una bolsita de cierre hermético. Llevaba toda la tarde y comienzo de la noche ubicando varias de ellas en sitios escogidos por su interés y posible transcendencia dentro de los muros de aquella casa abandonada y en evidente estado de deterioro.
                Un fuerte porrazo sobre la puerta de la entrada principal le hizo detenerse.
                Su vista se asentó en principio sobre la ventana de la cocina. Al igual que el resto de aberturas, estaba tapada por tablones claveteados. Incluso dos ventanas más estaban tapiadas. Eso le tranquilizaba. Saber que nadie podía colarse por ahí para cogerle desprevenido.  Por sorpresa.
                Sonó un segundo golpe fuerte y rotundo, que hizo crujir la madera pútrida de la puerta. Esta resistió el embate sin problemas, pero los efectos del sonido se trasladaron por el resto del pasillo y de la casa con el odio de un eco devastador, propiciando la sensación de la rotura de la misma.
                Dejó caer la grabadora dentro del hueco y se incorporó de pie.
                Una gota de sudor frío, casi lechosa, fluyó desde su entrecejo, recorriéndole el perfil de la nariz, deteniéndose en la punta de la misma.
                El silencio se mantuvo durante menos de dos minutos, interrumpido por otro golpetazo más potente que el anterior.
                Abandonó la cocina, manteniéndose quieto en la mitad del camino hacia la puerta principal de la casa. Sujetó el teléfono móvil con el firme deseo de comunicarse con alguno de los dos miembros del equipo de investigación que habían salido en busca de algo de comida y de café para pasar la noche en vela dentro de aquel lugar nada agradable. Primero marcó un número y seguido el otro. Con tardanza, se fijó en la pantalla que le indicaba que no había cobertura. A los pocos segundos, se quedó sin batería.
                Tiró el móvil al suelo.
                ¡POOOOM!
                Miró con fijeza más allá del recibidor, donde se acumulaba la dejadez y la suciedad de años sin que nadie mediase para impedir el decaimiento de la vivienda.
                ¡POOOM! ¡POOM! ¡POOM!
                La severidad de los golpes retumbó  por la estrechez del pasillo central de la planta baja. El estruendo de la violencia empleada sobre la puerta estaba consiguiendo finalmente que diera la sensación que fuera a desencajarse de los goznes, derrumbándose hacia adentro, alzando una cortina de polvo y llevándose en la caída jirones de seda del arte decorativo y hacendoso de las arañas tejida en el travesaño superior.
                Los poros de la piel en la espalda se dilataron, consiguiendo que transpirara un sudor gélido y repulsivo al humedecer su camiseta, haciendo que se adhiriese a la zona lumbar como si fuera una piel muerta en plena fase de muda de la misma.
                ¡POOM!
                Finalmente una voz surgió desde la parte de fuera, donde la puerta era maltratada con tamaña vileza.
                – Sigo llamando, y tú no me abres.
                ¡Era la voz de Lorena!
                Precipitó sus pasos por el recibidor hasta situarse ante la puerta. Descorrió el enorme cerrojo que se mantenía oxidado pero cuya utilidad seguía siendo de lo más eficiente para el cierre eficaz de la entrada.
                – Jolines, Lorena y María. Os habéis pasado con los golpecitos. Espero que al menos la comida y el café sean digeribles.
                Quiso añadir otra frase, pero la puerta fue golpeada nuevamente con fuerza, dándole de lleno en pleno rostro, destrozándole el tabique nasal, precipitándole de espaldas contra el suelo mugriento.
                Su visión quedó oscurecida por la brutalidad del impacto. Agitó la cabeza, tratando de enfocar con cierta claridad hacia el hueco de la puerta abierta. Percibió un sonido característico detrás de donde estaba sentado. Eran los clavos de las tablas de la tarima que estaban siendo arrancados. Las mismas tablas eran apartadas, estrellándose contra las paredes. Cuando volvió la vista, aquello invisible que estaba delante de sus ojos lo empujó hacia el fondo del suelo, hincándole con precisión en la base con los propios clavos extraídos a la madera, atravesándole los miembros y la garganta, hasta inmovilizarlo dentro de aquella especie de tumba. Quiso gritar, pero tenía la tráquea aplastada. Sus pupilas se dilataron y los ojos se le salieron casi de las órbitas al ver el arco que describió una de las tablas de la tarima antes de empotrarse contra su propio cráneo.




                Lorena se desplazó por la cocina. Encontró la grabadora en el hueco de la parte del suelo levantado por su compañero. Se dio de cuenta que no estaba en funcionamiento, y le dio a la tecla de grabación. Abandonó la estancia y recorrió la parte del pasillo que llevaba a la sala de estar. Justo en ese momento María descendía las escaleras, llegando procedente de la planta superior donde estaban los antiguos dormitorios de quienes habían residido por última vez en aquella casa abandonada.
                – Nada. Javier tampoco está arriba – dijo disgustada.
                – No es propio de él querer gastar bromas de mal gusto. Me refiero a lo de dejar la puerta de la entrada medio abierta a nuestro regreso – aclaró Lorena.
                – Ya. Y tampoco lo es marcharse sin venir a cuento. Más si fue él quien más empeño puso en lo de pasar una noche en este sitio para intentar registrar alguna psicofonía – replicó María, enfurruñada.
                Recorrieron la parte del recibidor que llevaba hacia la puerta. María reparó en los tablones de la tarima del suelo que estaban flojos.
                – Mira. Aseguraría que esta parte del suelo no estaba tan mal cuando llegamos. Las tablas están medio sueltas. Les faltan los clavos. Ha tenido que ser el entretenimiento principal de Javier mientras hemos estado de compras, porque la grabadora que dejó en la cocina estaba sin poner en marcha.
                Se le ocurrió agacharse para mirar mejor una de las tablas. Vio que era fácil de quitar, y eso hizo. Su respiración se cortó brevemente al descubrir parte del semblante destrozado de su amigo a través del hueco.
                Lorena la miró preocupada.
                – ¿Qué sucede, María?
                – ¡Dios mío! ¡Es Javier! ¡Está…! ¡Su cuerpo está enterrado bajo las tablas del suelo!
                En ese instante comenzó a sonar un suave golpeteo de nudillos contra la puerta principal.
                – ¿Oyes eso? – preguntó Lorena a María.
                Esta se incorporó muy alterada. Miró a su amiga.
                Luego lo hizo con la puerta. Estaba cerrada pero sin correr el cerrojo enorme y herrumbroso que la mantendría en su sitio.
                Los golpeteos sobre la madera cobraron nueva insistencia.
                – ¿Qué hacéis? Sigo llamando, y nunca se me abre – les llegó una voz desde el exterior.
                Lorena y María se quedaron rígidas por el tono del mismo.
                Aquella voz era la de Javier…
                Pilladas de improviso, la puerta fue abierta de golpe.
                Una ráfaga intensa de aire fétido enredó los largos cabellos de Lorena y María. Se sintieron sujetadas por el pelo por una agresiva fuerza invisible. La puerta se cerró con estrépito y el cerrojo quedó corrido. María luchaba desesperada por desasirse de los dedos imperceptibles que tironeaban de sus cabellos. Vio que Lorena estaba siendo arrastrada por el suelo, alejándose hacia la cocina.
                – ¡Lorena!
                – ¡Ayúdame, María!
                María no pudo ayudarla. Miró hacia atrás, pero no encontró nada físico y palpable que la estuviese sujetando. Con brusquedad, se sintió alzada sobre el suelo, dirigida hacia el techo, donde pendía una vieja lámpara araña. La lámpara fue arrojada con fuerza y estrépito hacia el suelo. Aquello que la mantenía a la altura del techo, fue enredándole los cabellos contra el gancho de sujeción de la lámpara. María pataleaba. Oía de lejos los gritos doloridos de Lorena. Ella quiso hacer lo propio, pero algunos de los cristales de la lámpara fueron arrancadas de la misma e introducidas en su boca hasta ahogarla. Finalmente su cuerpo  quedó colgando por su larga melena enredada al gancho del techo, conforme su vida se apagaba con el vidrio incrustado en su garganta, consiguiendo que muriese en una lenta y larga agonía por asfixia.
                En la casa vacía y abandonada prosiguieron por unos minutos más los lamentos desgarradores de Lorena. Una vez sumida esta en el descanso eterno, el lugar permaneció el resto de la noche en completo silencio, sin que volviera a percibirse más golpes de nudillos contra la puerta principal. Pues ahora no había motivo para que percutiesen, al no haber ya nadie que pudiera responder a la llamada de los mismos.


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