demonio
Audio relato de terror: "Cuestión de paciencia."
Audio relato de terror "Bee Marshall Jones, jugador de baloncesto"
El impulso
No lo pudo soportar más. Los dos hijos que tuvo con Alina nacieron malditos. Imperfectos. Tuvieran los años que tuvieran, siempre iban a parecer niños de cinco años. No servían de ninguna ayuda para sacar la hacienda adelante. Él, Patriard, quien antes de tener progenie presumía en las tabernas del valle de su sana y contundente virilidad, ahora esquivaba los lugares públicos porque se sabía que era objeto de continuas murmuraciones, burlas y conmiseración por parte de sus antiguos amigos, vecinos y resto de habitantes de la zona. Se volvió una persona muy huraña, distante de todo contacto íntimo con su mujer, centrado en la dura labor de la mera subsistencia, con dos hijos que eran una rémora para la débil y modesta economía familiar.
En cuanto mencionó estas últimas palabras, su figura se desvaneció con la nitidez del vapor del agua hirviendo frente a una corriente de aire. Patriard no tardó en escuchar las voces de los compañeros del cazador muerto, y para cuando quiso darse de cuenta, los tuvo a los cuatro arremetiendo contra su figura, con los cuchillos, los machetes y las hachas destellando sus filos recién afilados, iracundos todos ellos porque pensaban que había sido él el autor del crimen.
Sus posiblidades de huída fueron nulas y tampoco iba a disponer de la más minima opción de poder defenderse. Pasados unos pocos segundos, entre la tupida maleza, los restos de su cuerpo se mostraban diseminados empapados en los charcos de su propia sangre, cumpliéndose el deseo de la aparición surgida con forma de religioso. Aunque esto último era una burla, porque de donde procedía aquel ser, la maldad pululaba a su antojo.
El error de Bertelok
Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.
Bee Marshall Jones, jugador de baloncesto…
1.
Bee Marshall Jones era el clásico jugador de baloncesto universitario americano, con grandes facultades físicas y técnicas. Afroamericano de 1,95 m de altura, organizador del equipo desde el puesto de base, tenía 21 años. Cursaba los pocos meses que le quedaban por graduarse en la Universidad de Perrish Town. El Campus era de cierto buen nivel, para tratarse de una ciudad media, pero en deportes, y concretamente en la sección de baloncesto masculino, jamás pasaban de la fase previa universitaria. Contra equipos de la región se defendían, pero a la hora de medirse los cuartos frente a los pesos pesados del estado de Nueva York, tenían todas las de perder, y encima por muchos puntos de diferencia, pese a la agresividad de su defensa y el empeño que ponían cada uno de los componentes del mismo. Quien más destacaba sobre el resto era Bee Marshall Jones. Tenía unas largas piernas, un equilibrio central extraordinario, un salto decente, un dribbling llamativo y una velocidad perfecta en el contraataque. Sus máximas carencias era su floja defensa (para ejercer de base, apenas robaba balones al rival), no abundaba en el reparto de asistencias, su tiro de cerca era satisfactorio, pero más allá de la línea de tres puntos perdía mucha efectividad y su excesivo ego personal lastraba muchas veces al conjunto, obligando a su entrenador a cambiarle con relativa frecuencia cuando no tenía uno de sus días más inspirados.
Bee Marshall siempre soñaba con cotas mayores. Que algún ojeador de la NBA anduviera siguiendo a Perrish Town en la fase regional regular para pasar detalles cara a una futura prueba con novatos y jugadores veteranos en el declinar de su carrera en las ligas de verano, pues era realista en la imposibilidad de siquiera figurar en los puestos más bajos del draft de la NBA.
Para su desilusión, la temporada universitaria tocó a su fin con la eliminación en la primera eliminatoria estatal, y con ello, toda previsión de ser examinado por algún cazatalentos, no de la NBA, ni de la Liga Comercial, sino ni siquiera de ligas europeas de peso como la ACB española o la Lega italiana.
Finalizada la temporada de baloncesto de manera tan prematura, le quedaban un par de meses para la graduación. Sus notas no eran todo lo destacadas que deberían ser para procurarle una alternativa profesional distinta a la carrera deportiva. También influía su vida familiar completamente desestructurada, con un padre temperamental y dado a la bebida, irritado por su trabajo de vigilante nocturno y desencantado por la mediocre vida de baloncestista de su hijo, mientras su madre se sentía más realizada con la futura carrera periodística de su única hermana mayor, Ambrosia.
El muchacho llevaba un tiempo moderando su frustración uniéndose a grupos de amigos poco recomendables, cuyo modo de diversión significaba simplemente beber, drogarse y salir con chicas de cascos muy ligeros.
Bee Marshall se fue convirtiendo en un joven muy conflictivo, rayando en la delincuencia. Cada vez se veía más agresivo.
Hasta aquella tarde noche que dos de sus colegas le dieron un revólver y se dispusieron a robar en una tienda nocturna.
Era un Seven Eleven. El atraco fue un puro desastre desde el mismo momento en que atravesaron las puertas automáticas del establecimiento. Sus dos amigos estaban hasta arriba de droga, y él fuera de sí por la mezcla de cocaína con el ron consumido en la esquina de la licorería Delios.
El caso fue que el dependiente, un maldito blanco racista veinteañero, con gafas de listillo y pelo pajizo se negó a darles la cantidad de dinero disponible en el cajetín de la caja registradora. El estallido de dos detonaciones, la nube de pólvora consiguiente surgiendo del cañón del revólver sostenido por Bee Marshall y el posterior cadáver reposando detrás del mostrador marcó el destino del baloncestista universitario.
Cinco segundos dan para cambiarle a uno la vida. Antes de apretar el gatillo, era un hombre libre y con derechos; después de hacerlo y de apagar una vida como quien apaga una vela de cumpleaños de un único soplido, su futuro estaba ya marcado para siempre, con antecedentes penales, un montón de años detrás de las rejas de una cárcel de máxima seguridad y con nulas perspectivas de reinserción social cuando saliera siendo una persona ya mayor y sumido en la desmoralización, tratando de buscar un trabajo de perfil bajo para sobrevivir a duras penas.
Después de esos cinco segundos, breves y fugaces, apreció igualmente la traición de sus presuntos compañeros de fechorías. Lo dejaron abandonado en su consternación, solo dentro de la tienda, mortificado por la presencia del cuerpo inerte del dependiente del Seven Eleven.
La mezcla del alcohol ingerido con el consumo de la droga, el punto álgido alcanzado por el exceso de adrenalina, más el estupor, la mente embotada, la vista nublada y una extraña sensación de estúpido sopor (¿cómo le podía estar entrando el sueño en ese instante, cuando acababa de cepillarse a un tío por la vía rápida?), le fue venciendo.
Sus músculos de toda su anatomía se fueron relajando poco a poco, propiciando que el arma abandonara sus dedos de la mano derecha y cayera pesadamente contra el linóleo medio levantado del suelo de la tienda.
“Marshall”
Alguien le llamaba. Quiso averiguar la procedencia de aquella llamada desconocida, pero las brumas le rodeaban, y cuando quiso dar un paso al frente, perdió el equilibrio, rindiéndose al extraño cansancio que le fue sumiendo en un letargo de duración indeterminada…
2.
“Marshall”
Era una voz imponente.
“Despierta”
Bee Marshall Jones fue separando poco a poco los párpados, hasta lograr enfocar la vista. Se encontró a si mismo tumbado de costado sobre un suelo polvoriento.
“Álzate como Lázaro, quieres”
El tono estaba siendo ya amenazante. Se parecía ligeramente al que empleaba su padre cuando discutía con él antes de irse a la cama. Pero la voz de su padre estaba tomada por el peso del alcohol. La presente era limpia y diáfana. Como si fuera un instructor implacable de un campo de adiestramiento del ejército americano.
Bee Marshall se apoyó sobre las palmas de las manos, apreciando el polvillo. Era gris oscuro y muy liviano. No tardó en darse de cuenta que era ceniza.
(la ceniza de miles de muertos)
– Joder. ¿Qué es esto? – gruñó, sobresaltado.
Se incorporó de pie de un respingo. Extrañamente, se notó completamente sobrio y sin los efectos secundarios de la droga suministrada por sus dos maravillosos y cobardes amigos.
Así no le fue difícil comprobar que se encontraba frente a una canasta de baloncesto. El aro carecía de red. Y bajo el mismo, en perpendicular al tablero, había un balón. La superficie de la cancha era ceniza (de muertos), y correspondía a un único lado. No había segunda canasta. Como si fuera un solar de una calle. Pero en derredor del terreno deportivo no había ninguna estructura edificada. Sólo le circunvalaba la más negra oscuridad, siendo el único lugar iluminado, la propia cancha. Bee Marshall quiso identificar al menos los soportes de los focos, pero no encontró soportes ni focos. La iluminación pendía de un techo invisible e infinito, con el núcleo ardiente y crepitante como si en realidad fuesen antorchas de un tamaño destacable.
“Marshall”
El joven trató de localizar la procedencia de la voz, pero parecía llegar de todas partes.
– ¿Quién me llama?
“Mejor que no lo sepas de momento”
– Joder. Déjate de malos rollos. Quiero salir de este condenado recinto deportivo.
“Acuérdate de algo, muchacho”
– ¿De qué quieres que me acuerde?
“Del mocoso que acabas de matar con dos tiros a bocajarro”
“No venía a cuento hacerlo, pero lo hiciste”
Bee Marshall Jones estuvo a punto de lloriquear. Aquello era peor que una pesadilla. Era la locura de un tío hecho una mierda por culpa de la maldita droga. Y lo más deprimente es que quien parecía llevar la camisa de fuerza, era él. Pero no la llevaba, ni estaba dentro de una celda acolchada, si no de pie frente a una canasta roñosa y de estructura destartalada.
– No-no-no. Déjalo estar ya, tío. Seas quien seas, indícame la salida de este sitio.
“Veo que aún no asumes la situación en la cual te hayas”
– ¿De qué situación me hablas?
“Pobrecito Marshall. Eres un pésimo jugador de baloncesto. Y un estúpido delincuente. Matas a un desgraciado sin venir a cuento, y ni siquiera robáis finalmente el local. Mira que eres inútil. Razón tiene tu padre en casi repudiarte. Aunque sin duda lo hará cuando se te condene a treinta o cuarenta años sin derecho a la libertad condicional.”
Bee Marshall giró varias veces sobre sí mismo. Cada frase de aquella voz atronadora procedía de un rincón diferente. Y siempre desde la negrura de la nada.
– ¡Cállate, miserable cobarde! ¡Muéstrate, si tienes cojones!
“Bueno, Marshall. Ya vale de perder el tiempo. Te dejaré verme un momento”
Desde debajo de la canasta surgió una figura monumental y temible de tres metros de altura, de una brutal envergadura, inmerso en llamas flamígeras que contorneaban irregularmente su silueta. Las cavidades de sus ojos estaban vacías, sumidas en sangre, y de sus deformes mandíbulas colgaban babas de sangre coagulada.
“Mírame, Marshall. Soy tú ídolo de toda la vida. Soy Legión”
Bee Marshall observó aquella maléfica presencia con rostro de incredulidad.
La criatura infernal avanzó en grandes zancadas, y sin darle tiempo a retroceder, sujetó al joven con sendas garras alrededor del cuello. Le hizo de mantener la mirada contra el vacío insondable de sus cuencas. Aquellas garras quemaban la piel de su garganta.
“Cumplirás una premisa, antes de abandonar este lugar. Y eso si es que eres capaz de hacerlo.”
La bestia relajó la presión ejercida sobre el cuello de Bee Marshall.
“Coge ese balón. Tienes que machacar el aro tres veces. Si lo haces, eludirás este lugar para siempre. Si en cambio, fallas, estarás entrenando tiros libres conmigo el resto de tu existencia.”
– ¡NOO! – gritó Bee Marshall, aterrado por hallarse frente a frente ante el mismo demonio, y por el dolor de las quemaduras del cuello.
Al terminar de gritar, la presencia de la entidad maléfica había desaparecido, al menos físicamente, pues su voz no iba a cesar de estar presente.
“Venga, valiente jugador de baloncesto. ¿Qué son tres machaques para un deportista de tu nivel?”
– Serás cabrón – murmuró Bee Marshall, enrabietado.
Fue en pos del balón.
En cuanto lo vio, la inquietud retornó a su ser. Era un balón de kilo y medio de peso, embardunado de alquitrán caliente. De hecho, los vapores emanaban de su superficie.
La duda enfureció a Legión.
“Coge la jodida pelota, si no quieres que te abra en canal, y luego haga lo propio con tu padre borracho y la mamarracha de tu madre. A tu hermana me la reservo para más tarde…”
Bee Marshall estaba decidido a darle en las narices. No le quedaba otra alternativa.
Se dobló para agarrar el balón.
Quemaba en sus manos mala cosa, y lo tuvo que dejar caer repentinamente.
“¡Qué debilucho eres! Te agradezco que hayas matado a ese incompetente dependiente, porque así conseguiré no sólo tú alma, si no las de toda tu familia”
– Cabrón – musitó Bee Marshall.
Mordiéndose el labio inferior para tratar de contener el dolor de las quemaduras, recogió el balón y lo más rápido que pudo, buscó el aro sin botarlo. Lo importante era bajarla para abajo, y lo hizo con suficiencia.
“¡Bien, Marshall! Dos más como ese, y considérate libre”
Bee Marshall se miró las manos. Estaban las palmas casi despellejadas. La piel se había adherido a la superficie alquitranada del balón. Instintivamente sopló con fuerza para reducir el dolor de las terribles quemaduras.
Buscó el balón y con evidentes muestras de queja, recorrió dos metros de distancia antes de enfilar el aro e introducirlo con cierta contundencia, haciendo zarandearse el tablero de lado a lado durante un par de segundos.
“¡Guaaa, Marshall! Me sorprendes. Te consideraba un perdedor. No un tío con suerte. Aunque ya se sabe, la buena racha termina por romperse.”
Las manos de Marshall ya eran un puro amasijo de carne sanguinolenta. Las yemas estaban descarnadas, sin las uñas y la punta del hueso de las falanges a la vista. Con desesperación se dispuso a sujetar el balón para ejecutar el último mate…
“¡Punto final, Marshall! Hasta tanto no llega mi benevolencia”
El balón abrasaba más que nunca, y se le cayó al suelo con la compañía de sus dos manos.
Marshall aulló fuera de sí, conforme se desangraba por las muñecas…
3.
La vida suele dar muchas vueltas. La de Bee Marshall Jones fue iniciar una carrera delictiva corta y nada fructífera. En el instante que se disponía a apuntar al dependiente, este extrajo desde detrás del mostrador una escopeta recortada, y sin miramientos, disparó a la zona de su estómago. Los compañeros de Bee Marshall lo dejaron a su suerte, mientras el dependiente llamaba a la policía.
Cuando la patrulla llegó diez minutos más tarde, Bee Marshall Jones había fallecido, víctima de sus errores…
Cuando los cometía como jugador de baloncesto, se podían corregir en la siguiente jugada.
En la vida real, eso era más complicado.
Exigencias Infernales.
Un último beso de despedida.
No liberes mi alma (Espíritus Inmundos 3ª Trama).
En esta ocasión recupero el relato “No liberes mi alma (vida perdida)”. Al igual que los dos anteriores, revisado y ligeramente retocado en algún párrafo. Lo publico ya formando parte de los episodios de posesión diabólica de la saga Espíritus Inmundos. Independiente en argumento como las dos historias que le preceden. Que lo pasen mal leyéndolo, je, je.
Gotas persistentes y funestas en una noche lóbrega y oscura. Sería un genial comienzo para una novela barata de pesadilla de pulp fiction. Pero para Bernie Lavarez aquello era relativo: le importaba un comino la repercusión mediática del inicio. Lo que le afectaba era que aquella introducción narrativa implicaba actualmente a su vida. Parte de su destino discurría por aquella carretera rural casi sin asfaltar. Flanqueada por arboledas interminables y de copas altas y tupidas, cubriendo la distancia hasta su nuevo punto de destino en su todoterreno Jumper. Las luces de niebla hacían renacer la VIDA delante del morro de su vehículo.
Bernie tenía sintonizada en la radio una emisora local que no hacía más que emitir música de los cincuenta. Antiguallas como la fútil existencia misma de esa región miserable y deprimida, donde la mera presencia de un forastero era considerada aún un peligro latente proveniente de otro mundo lejano. La Guerra de los Mundos. Una creación magistral de H.G. Wells, narrada bajo la voz persuasiva y convincente de Orson Wells.
Demonio de sitio para ir a vender seguros de vida, de vivienda y de tierras a los lugareños.
La vida se le iba de las manos. Le dominaba la rutina. La falta de miras mayores. Sólo su estúpida labia le libraba de tener que mendigar al ejército de salvación. Las millas pasaban bajo el chasis. Dios, aún le quedaban casi treinta más hasta Grand Pipeline. Menudo nombrecito para un poblacho de paletos dientes largos. Comedores de maíz a todas horas. Con sus cabellos rubios pajizos y su hablar desganado y por momentos ininteligible. Coño, su jefe le decía que nunca vendería gran cosa si se dejaba dominar por prejuicios. Pero jefe, con mi labia puedo venderle un seguro hasta a Satanás. El anticristo, joder… Para cuando aquellos pueblerinos estuviesen algo más espabilados, y supiesen qué diantres habían suscrito, la tierra ya ni existiría. Seguro que habría sido ya devastada por el meteorito de las narices que venían anunciando los del National Geographic.
Y para entonces, él ya estaría…
… estaría en Babia como ahora, dejándose sorprender por algo emergiendo del lado derecho de la carretera, algo que se dejó arrastrar bajo el parachoques del descomunal Jumper, de su chasis y del eje trasero hasta quedar paralizado e inerte detrás del rastro del vehículo. Bernie maldijo su suerte, echando espumarajos por la boca.
Puta criatura de las narices.
Por el tamaño del impacto y del rebote de las suspensiones aquello debía de tratarse de un coyote o algo similar que anduviese a cuatro patas. Frenó en seco dejando el Jumper paralizado en medio de la carretera, ligeramente escorado hacia el margen derecho. Las escobillas despejaban el parabrisas del intenso aguacero que estaba cayendo en ese instante. Bernie aporreó el volante fuera de sí. Tendría que salir a evaluar los daños y comprobar qué clase de bicho le había jodido la noche. Abrió la guantera para recoger la linterna halógena, echó para atrás el respaldo del asiento del acompañante para hacerse con el impermeable amarillo fosforescente y una vez puesto, salió del Jumper. Se dirigió hacia la parte delantera e iluminó con el haz de la linterna el parachoques.
JODER. JODER. Puto coyote o mierda de animalejo que seas. Ahí te pudras de por vida…
Tenía el lado derecho abollado por el impacto y parte del parachoques levantado. Ese era su sino. Su puta VIDA. Siempre llena de imprevistos y de consecuencias similares. Desde luego que al nacer, no fue bendecido convenientemente. El cura estaría saturado de alcohol de 36 grados o con una fiebre palúdica.
Desvió la luz de su linterna y se encaminó hacia el cuerpo del animal… Estaba a diez metros escasos… Y desde los cinco metros pudo percatarse ya de que ese puto animal no era ningún puto animal.
Era una persona. O mejor dicho, el cuerpo hecho guiñapos de una persona. Dios, el peso del Jumper lo había reventado por completo. Y aquello que segundos antes albergase Vida, se trataba de la fisonomía de una muchacha joven y desnutrida.
Bernie transformó su arrebato de ira en un descontrolado nerviosismo, propio de alguien que acababa de llevarse por delante a una excursionista que había elegido una nefasta noche de perros para ir vagando por el bosque. Iluminó levemente los retazos de la figura femenina caída, y sin más se puso extremadamente enfermo. Sintió una arcada emocional que emergía de su estómago y le subía por el esófago hacia la boca. Iba a echarse a un lado para vomitar su exceso de ansiedad, cuando vio otra figura ubicada cerca del Jumper.
Nooo… Nooo…
Era un hombre alto, vestido de negro: pantalones de agua, chubasquero y sombrero de ala ancha. Tenía una edad indeterminada.
-Yo… Lo siento… Lamento mucho lo que ha pasado… La chica ha salido corriendo desde los matorrales del margen derecho de la carretera y no me ha dado tiempo de frenar con la debida antelación… Ha sido un terrible accidente del todo involuntario…- balbuceó Bernie, avanzando paso a paso hacia aquel hombre.
Sería su padre lo más probable. Dios, y pensar que él era un agente de seguros de vida.
El hombre permanecía entre las sombras. Quieto. Erguido. Con la mirada clavada en Bernie.
-Ya sé que no es el momento ni la situación más indicada para comentarlo, pero tengo un seguro a todo riesgo… Dentro de lo que cabe, espero poder resarcirle la pérdida de su familiar. Porque es su hija, ¿verdad?
El hombre le miró con mucha calma. Eso le extrañó sobremanera a Bernie. No era nada normal comportarse así si alguien te acababa de atropellar mortalmente a tu hija…
–Vida por vida – dijo al fin aquel hombre.
Bernie se acercó un poco más. ¿Qué diablos había murmurado?
-Esto… ¿Le importaría repetir lo que ha dicho? Entre la fuerza de la lluvia y que me ha cogido de improviso, no le he entendido bien.
Bernie se situó casi de frente. Desvió el haz de la linterna hacia el suelo en perpendicular para no cegarlo, iluminando su rostro de manera indirecta.
Aquel hombre estaba más pálido que la muerta. Y su cabeza… Su cabeza giraba sobre sí misma, retorciéndose cada definición de su semblante de manera compulsiva como si tuviera un ataque epiléptico. Una cabeza con infinitas facciones, mutando como la plastilina bajo el manejo de mil dedos.
–Vida por vida…
“Bernie Lavarez te llamas… Ella se llamaba Amanda Itts… Tenía 19 años… Un cuerpo y una edad perfecta para albergarme. Su morada era mi casa. Su ser era mi esencia. Su vida era la mía. Y ahora que acabas de echarme de mi recipiente, te reclamo a ti, Bernie Lavarez, como lugar de reposo…
Bernie estaba paralizado. Los ojos negros del hombre eran dos enormes carbones encajados en las cuencas. Y su mente… Aquello le estaba usurpando el control de su propia conciencia.
–Soy Malaquías. Y traigo conmigo a otros siete caídos. Todos juntos viviremos dentro de ti. Formando parte de tu propia vida.
“Pues Cristo nos odia, y nosotros aborrecemos a las criaturas de Cristo. La manera de encorajinar a Cristo, es tomar posesión de los cuerpos que Cristo ama, corrompiéndolos hasta el fin de sus vidas. Vidas como la de Amanda. Existencia como la tuya propia.
“Te enloqueceremos por disfrute. Te haremos enfermar. Conseguiremos que seas el oyente de nuestras propias voces en el interior de tu deteriorada mente. Dominaremos tu patética personalidad a nuestro antojo. Y lo bueno, es que ni tú, ni Cristo puede impedirlo. Pues si de un cuerpo se nos echa, a otro nos trasladamos.
El cuerpo de la muchacha… Quedó abandonado en la carretera… Bernie Lavarez pensaba en ello de vez en cuando conforme conducía bajo la cacofonía de la lluvia. Cuando lo hacía, las voces le dominaban. Le hacían de seguir conduciendo.
Que no pensara más en Amanda.
Que siguiera adelante…
Que continuara con su propia VIDA.
“Tu vida es nuestra. Eres un campo fértil, y todo lo que coseches a partir de ahora, nos pertenece…”
“No pienses en morir… Pues ya estás muerto… En cuerpo, espíritu y alma.”
Bernie continuó conduciendo bajo la lluvia. Ajeno a este mundo. Perdido en las tinieblas…
Mi nueva personalidad es de lo más escalofriante.
Mi trastornada mente fue asumiendo el control de mi personalidad, hasta entonces mundana. |
Aquel contacto con el filo de la navaja me había convertido en un ser demoníaco. |
Atavíado con ropajes de empleado de una funeraria, más un gorro tremendo que me hacía adoptar la figura de un personaje de terror, me fui adentrando en las tinieblas de la noche. |
Con ello buscaba adquirir conocimientos, poderes y fuerzas ocultas que me posibilitaran aniquilar al ingente número de criminales existentes en la Vieja Iruña. |
Realicé un pacto con lo más innombrable ubicado en otra dimensión paralela, desconocida para el gran resto de los mortales. |
El implacable dueño y señor del dolor y el sufrimiento eterno correspondió la entrega de mi alma a cambio de un libro de invocaciones y sortilegios de lo más impuro. |
Tras numerosos ensayos, donde el fracaso se asomó con excesiva frecuencia, pude por fin dominar un hechizo que me iba a suponer de una gran utilidad. |
Desde entonces, he conseguido un sobresueldo en esta época del año, invocando cientos de árboles artificiales de navidad de todo tipo de tamaño y color. Se venden como churros, ja, ja. En fin, una vez pasado por la triste tesitura de la agresión por el intento de atraco que padecí el otro día, se me ocurrió, viendo que tengo una cara tan chula, hacer unas cuantas fotos y realizar este montaje. Al menos no tuve que recurrir a ninguna clase de maquillaje. |