El error de Bertelok

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.



Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


Especial Relato de Halloween: "El error de Bertelok".

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su principal objetivo era sembrar el caos y la incertidumbre en el género de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía ropajes llamativos, similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, estaba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz y debería de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde las calderas de ácidos contenidos bullentes eran removidos constantemente para ser aplicados sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus teces pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar más acogedor que el averno.


Histeria Colectiva (el exterminio de una nueva especie).

Empezamos el mes de marzo con la publicación de un nuevo relato de terror. 



Inicio. Normalidad.

“Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal.”
Dalai Lama

Intermedio. Histeria Colectiva.

– ¡Hay que impedirles que entren!
– ¡Por Dios! ¡Están tirando la puerta abajo! ¡Y las persianas arrancadas de cuajo!
– ¡Vayamos a la planta superior! ¡De alguna forma hay que evitar que se nos acerquen!
Ruidos impetuosos de una cacofonía terrible. Gritos y alaridos exageradamente molestos y que implicaban una desazón en quienes  los captaban por el sentido auditivo. Rotura de objetos. De cristales. De madera.
Encaminaron sus pasos de manera precipitada hacia las escaleras. Fueron subiendo los escalones sin casi respetarse los unos a los otros. Eran simplemente tres, pero como si fuesen trescientos en la histeria de una huída caótica. Se llamaban Marianella, Humberto y David. No se conocían. Simplemente convergieron en ese punto de encuentro por casualidad. Cada uno huyendo de la locura de la multitud que pretendía hacerles daño. Maltratarles hasta hacerles sucumbir en la exhalación de un último suspiro de vida. El estado físico de cada cual era muy penoso. Sus ropajes estaban destrozados, quedando su carne trémula y pálida, cubierta de arañazos, hematomas y heridas abiertas expuestas a través de los jirones desgarrados de la tela.
– ¡Sigamos! ¡Tenemos que entrar en una habitación y atrancar la puerta desde dentro!
– ¡Deprisa! ¡Ya están entrando! ¡Están abajo!
Sus miradas estaban ensanchadas por el horror. Los ojos exageradamente abultados y enormes como los globos oculares de los personajes de los dibujos animados japoneses.
Goterones de sudor frío sucio recorrían sus frentes. Los cabellos apelmazados.
– ¡Aquí! ¡En este!
Era la voz chillona de Humberto.
Entraron en un cuarto pequeño. Encendieron las luces, dándose de cuenta que era el dormitorio de un niño. En ese momento estaba vacío. Con la cama sin hacer y los juguetes tirados por el suelo. El armario de la ropa estaba medio abierto, con las perchas y las prendas arrinconadas en la oscuridad del interior.
Los dos hombres buscaron algo pesado que pudiese contener la puerta. La mesilla de noche era demasiada diminuta y frágil.
– ¡La cama! ¡Hay que empujarla contra la puerta!
Los tres se pusieron de acuerdo. Afortunadamente la puerta se abría hacia dentro.  Conforme apoyaban los pies de la cama contra la puerta, se pudo percibir la llegada de infinitas pisadas acercándose por el pasillo. Numerosas voces descompuestas por los alaridos de las mismas prorrumpieron en un vocabulario furioso lleno de exabruptos en contra de los tres perseguidos.
– ¡A tiempo! ¡Lo hemos puesto a tiempo!
– ¡Pero esto no aguantará mucho!
Efectivamente, nada más decir esto Marianella, desde el otro lado empezaron a destrozar el cuarterón central de la puerta con el filo de un hacha. Seguidamente alguien disparó con rabia un tiro de escopeta, formando un agujero tosco e irregular en la madera, haciendo que se dispersasen infinitas astillas. Sin esperar a más, el portador del arma repitió disparo, dando de lleno en el abdomen de Humberto.
Este cayó de rodillas, con el estómago enrojecido por la sangre. Instintivamente, trató de cubrirse la herida con ambas manos, sin poder contener la salida de parte del intestino delgado.
– ¡Me muero! – gritó.
David quiso socorrerlo, cuando vio de refilón a Marianella abriendo la ventana y saliendo al exterior a través de su marco.
– ¡No! ¡No lo hagas! – imploró a la mujer, sin poder ofrecerle otra alternativa a la horrenda situación por la que estaban pasando.
Marianella se arrojó de cabeza. El muchacho se asomó con presteza. Abajo, sobre la hierba, descansaba el  cuerpo maltrecho de la joven por la caída. Quiso huir de la escena arrastrándose, pero la infeliz chica fue rodeada por la multitud. En escasos segundos desmembraron su debilitada figura con el uso de machetes, hachas, cuchillos de carnicero, sierras,  gritando con júbilo el final de la existencia de Marienella. Algunos señalaron hacia la ventana donde estaba el perfil de David.
– ¡No!
Se volvió. La puerta cedió. Aquellas bestias eludieron el obstáculo de la cama. Algunos se interesaron por Humberto, mientras otros, comandados por quienes estaban armados, avanzaron directamente hacia donde él se encontraba.
No le dieron tiempo a decidir qué tipo de muerte prefería: bajo los disparos de la escopeta, destrozado por el filo del hacha o su propio suicidio desde la misma ventana por la cual se defenestró Marianella.
Un disparo reventó su rostro, mientras el hacha profundizó en sus entrañas.
Aquel gentío prorrumpió en risas al ver consumada la muerte de cada uno de aquellos tres sujetos. Pues ya no eran seres humanos en esencia como lo eran ellos, si no entidades resurgidas desde corazones cuyos latidos habían decaído hasta detenerse muchos días atrás.
Epílogo. El exterminio de una nueva especie.

“De alguna manera, en los inicios del regreso a esta maldita vida, sus cerebros tardan en asumir lo que en verdad ahora son. Putos cadáveres andantes que deben de volver a ser enterrados bajo tres metros de tierra.”
Douglas Lee Sullivan. Comisario de la policía local del condado de Nassau, Long Island.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El error de Bertelok. (Bertelok error).

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Escribiendo un relato de terror con la ayuda de mi sobrino Gurmesindo



Ejercicio literario a dúo entre mi sobrino Gurmesindo y un servidor.
Robert:              Entre escena y escena de la súper producción que estamos realizando para A Cuchillada Limpia Productions, nos tomamos un pequeño receso. Por cierto, me acompaña mi querido sobrino Gurmesindo. 
                              “¿Cómo estás chaval?
Gurmesindo:  Estoy hasta las narices de tener un tío tan plasta como tú. Ya podría estar el Freddy Krueger por aquí para animar algo el cotarro.
Robert:                Ya que estamos un pelín aburridos, podríamos divertirnos haciendo algo novedoso.
Gurmesindo:      ¿Cómo qué? ¿Dar de comer a los coyotes?
Robert:                 Un ejercicio literario. Podemos improvisar entre ambos un relato de terror. Yo escribo un párrafo, luego continúas tú, yo nuevamente y tú lo rematas al final. Así veríamos qué tipo de pieza nos sale.
Gurmesindo:       Menuda tontería. Lo hago por darte el gustazo de vez en cuando, pero que sea breve, eh, que luego quiero pasarme siete horas delante de la tele jugando con la videoconsola.
Robert:                 Muy bien. Como te he explicado, inicio yo el relato…
Robert:                La quietud de la estancia contrastaba con la tensión registrada en el rostro atribulado de Amadeus Dorf. En el suelo descansaba el cuerpo fláccido e inerte de su amada. Era Sonia Stress, ataviada con su camisón largo de seda fina. Su semblante demostraba una petrificación espantosa, como si antes de morir hubiera presenciado una escena funesta y escalofriante.
Gurmesindo:      Sin duda, querido tío, esto ocurrió porque mientras la tía buena veía la tele, un zombi hediondo de metro noventa se coló por la puerta abierta de la cocina. El dichoso zombi avanzó más lento que un caracol por el pasillo principal y se presentó ante la niña pija esta de Sonia Stress, chasqueando las mandíbulas y enseñándole el dedo índice de la única mano que tenía. La debilucha de Sonia se quedó de piedra cuando el muerto viviente se puso a hablarle con voz ronca y descoordinada:
                           – Tú tener cuerpazo para quitar el hipo. Pero yo sólo querer tu jugoso y sabroso cerebro…
                           Fue entonces cuando la tal Sonia la palmó de un patatús.
Robert:             Esto…
           ” El señor Amadeus Dorf quedó indignado al descubrir el cuerpo sin vida del ser más querido y adorable conocido por él en toda su vida. Pasada la consternación inicial, recogió la espada que adornaba una de las paredes del salón, acabando con la existencia irracional del monstruo resucitado en contra de sus creencias religiosas. Aún así se aseguró de cortarle la cabeza con un certero tajo.  Conforme la hemoglobina del no muerto impregnó las paredes y la alfombra que cubría el suelo de mármol, Amadeus se marchó del escenario cargando sobre los brazos el cuerpo de la fallecida. Precisaba de un lugar más íntimo donde poder velar por su estimada Sonia, y este no fue otro que el sótano de la vivienda.
Gurmesindo:   Ahora es cuando Amadeus está llorando a moco tendido y pillándole de sorpresa, se resquebraja el suelo del sótano. Se forma un hoyo y desde sus profundidades emerge el zombi horrendo de la primera mujer, pues el muy listillo se había casado con anterioridad. Una tía tremendamente gorda sale arrastrándose sobre las palmas de las manos. Está de mala uva, porque se había enterado que Amadeus se había prometido con ella por su pasta, para luego asesinarla con cicuta. Así que esta es la mejor ocasión para vengarse. Se echa encima del Amadeus y lo tumba contra el suelo, aprisionándole con su sobrepeso. Su cara es merecedora de participar en el concurso mundial de zombis más feos de toda la historia del cine, y el pobre Amadeus, antes de recibir el primer mordiscazo en toda la mejilla derecha, se le encoge el corazón y muere en menos de dos segundos. Fin.
Robert:            Esto, el final es algo impresionante. De lo malo, quiero decir.
Gurmesindo:   Bueno, tú sigue soñando con publicar dentro de un siglo una novela que duerma hasta a los murciélagos cuando están en pleno vuelo nocturno, que yo me voy a jugar a la play un rato. Acabo de comprarme la última versión de Residente Devil 9.


http://www.google.com/buzz/api/button.js